Croisset. Domingo de Pentecostés

La fiesta de Pentecostés cristiana fue figurada por la de Pentecostés judaica. Es la única., con la de la Pascua., cuyo verdadero origen encontran1os en el Antiguo Testamento, y cuya institución inmediata, por consiguiente, podemos atribuir al mismo Dios, que mandó celebrar la Pascua y la de Pentecostés á su pueblo corno las dos-principales solemnidades del culto religioso que debía tributarle.

La fiesta de Pentecostés, dice Eusebio, es la más grande de todas las del año. En efecto, ella es la perfección de la grande obra de la redención, la consumación de todos los misterios de la religión, la publicación solemne de la nueva ley y como el último sello de la nueva alianza. El Espíritu Santo ha sido enviado, dice San Agustín, á fin de que la virtud de .este mismo espíritu consumase la obra que el Salvador había comenzado, para que conservase lo que el Salvador había adquirido y para que acabase de santificar lo que el Salvador había rescatado.

Entre todas las criaturas no hay ninguna, dicen los Padres, que haya llamado más la atención de Dios, por decirlo así, ni que le haya costado tanto como el hombre. Diríase que todas las tres personas divinas se han complacido en perfeccionarle y hacerle admirable y hacerse admirar ellas mismas en esta obra maestra. El Padre le bosquejó, si podemos explicarnos de este modo, criándole; el Hijo le perfeccionó rescatándole, y el Espíritu Santo le ha concluido santificándole. El Padre formando al hombre, dice un piadoso orador cristiano, le dio la razón para conocer, el apetito para aunar, la libertad para obrar con mérito; el Hijo reformando este mismo hombre le ha dado la fe para conducir su razón, la caridad para rectificar su apetito, la gracia para fortificar su libertad; y el Espíritu Santo, para dar las últimas pinceladas á esta obra, añade la inteligencia á la fe, el ardor y el celo a la caridad y la fortaleza y la magnanimidad a la gracia: de suerte que puede decirse que el Padre nos ha hecho hombres; que por Jesucristo hemos llegado a ser cristianos,  y que el Espíritu Santo es el que nos hace santos, y en esto es, en algún modo, en lo que estriba todo el fondo de este gran misterio.

El descendimiento del Espíritu Santo sobre los apóstoles, que es el motivo de la solemnidad de este día, es propiamente la fiesta de la consumación de todos los misterios de la religión; la época célebre de la publicación de la ley y del establecimiento de la Iglesia. Esta Iglesia había sido formada por Jesucristo antes de su ascensión al cielo; pero estaba todavía, por decirlo así, en la cuna durante los diez días, en los que los apóstoles y los discípulos estaban encerrados en el cenáculo; hasta el día de Pentecostés no se mostró por primera vez al público esta esposa de Jesucristo; en aquel día tomó como posesión de la herencia prometida a los descendientes de Abraham, y entró en todos los derechos que había perdido la sinagoga y en todas las prerrogativas que el Salvador le había concedido. Justo, pues, era que fuese una de las más solemnes. No se duda, según se ha dicho, que los mismos apóstoles la hayan instituido por si mismos entre los primeros fieles, por el interés que tenían de no dejar en el olvido un acontecimiento tan glorioso para ellos y tan ventajoso para la Iglesia: San Lucas refiere la ansia que tenia San Pablo de hallarse en Jerusalén para celebrar la fiesta de Pentecostés; es muy probable que seria la Pentecostés cristiana puesto que no se ve que los apóstoles hayan celebrado las fiestas de los judíos.

Nunca hubo una analogía más perfecta entre la figura y la realidad que la que se halla entre la fiesta de Pentecostés de los judíos y la de los cristianos. La primera fue prescrita para el día quincuagésimo después de la ceremonia de la Pascua ó del Cordero Pascual, y la segunda se celebra el día quincuagésimo después de Pascua. Aquélla fue, según los Padres, la publicación de la ley de Dios, hecha sobre la montaña del Sinaí, el día quincuagésimo, entre el ruido de los truenos, de los relán1pagos y de las trompetas, que fue el motivo principal de la Pentecostés judaica: ésta es la publicación de la ley nueva, dada a los apóstoles por el espíritu de verdad al cabo del mismo número de días, entre el ruido de un viento impetuoso y entre el brillo relumbrante de una exhalación inflamada, que es lo que hace el principal objeto de la fiesta de Pentecostés de los cristianos. San Agustín prueba, por la misma Escritura, que el día de Pentecostés, esto es, el quincuagésimo después de Pascua, fue el en que se dio a Moisés la ley de Dios sobre la montaña del Sinaí. En el día de Pentecostés fue cuando se cumplió la promesa que Dios había hecho en otro tiempo por el profeta Jeremías, cuando dijo que nos daría una nueva ley mucho más perfecta que la primera, que tantas veces había sido violada. Pero he aquí la nueva alianza que, cuando llegare el tiempo, haré yo con la casa de Israel. No la escribiré en tablas de piedra; la imprimiré, la escribiré yo mismo en el corazón. No se me servirá ya con un temor servil, sino por amor: yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. El profeta Ezequiel anuncia también y expresa este gran misterio en términos todavía mas claros y mas precisos: Derramaré, dice el Señor, sobre vosotros una agua pura y quedareis purificados de todas vuestras inmundicias: alude a las diferentes aspersiones usadas entre los judíos, las cuales purificaban de las inmundicias legales y eran figuras del bautismo y de la penitencia, que nos lavan de nuestras iniquidades en virtud del mérito de la sangre de Jesucristo y por la aspersión invisible del Espíritu Santo y de su gracia. Entonces os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo en medio de vosotros; os quitaré ese corazón de piedra, ese corazón duro, ingrato, indócil; os daré un corazón flexible, dócil, reconocido; os -daré, en fin, mi espíritu, y entonces os agradará mi ley y marchareis con alegría por el camino de mis preceptos; nada se os hará difícil en mi servicio, y guardareis mis mandamientos con fidelidad -y con alegría. Todas estas predicciones se han verificado exactamente y se han cumplido tan visiblemente estas promesas en el día de Pentecostés por la venida del Espíritu Santo, que no se necesitan, al parecer, más que las luces de la razón para quedar convencidos de la publicidad y de la verdad de este gran misterio, el cual se ha cumplido de la manera siguiente.

Habiendo llevado el Salvador a sus apóstoles y discípulos al monte de los Olivos el día de su gloriosa ascensión para que fuesen testigos de su triunfo, les prometió que les enviaría el Espíritu consolador, el cual derramaría sobre ellos todos sus dones, que quedarían llenos de-ellos y entonces comprenderían todas las verdades que les había enseñado. Que abrasados entonces con este fuego divino, iluminados con las luces más puras de la gracia, se verían animados de un valor que no conocían, de una fortaleza que les haría sobrepujar sin trabajo todos los obstáculos. Que predicarían con una santa libertad y un resultado maravilloso su nombre y su Evangelio en 1nedio de Jerusalén, en toda la Judea, la Samaria y por toda la tierra. Pero que para prepararse a recibir un don tan grande del cielo les mandaba que fuesen á encerrarse en Jerusalén y que pasasen allí los diez días que restaban en retiro y en oración. Ejecutose esta orden religiosamente y con puntualidad. Habiendo subido Jesucristo al cielo del modo que he1nos dicho en el día de la Ascensión, se retiraron a Jerusalén y se encerraron en una gran casa que habían elegido para lugar de su retiro todos los once apóstoles y los demás discípulos en número de cerca de ciento veinte, en que consistía entonces toda la Iglesia, teniendo a su cabeza a la Santísima Virgen, la cual constituía entonces todo su consuelo. El paraje más santo de aquella casa era el cenáculo, que era una gran sala en un lugar retirado en lo más alto de la casa, lejos del tumulto y á propósito para hacer oración. Esta sala fue la primera iglesia de los cristianos, en donde celebraban sus asambleas, en una de las cuales se resolvió llenar en el colegio apostólico la plaza vacante por la apostasía y por la muerte del traidor Judas, habiendo quedado elegido San Matías para llenarla. Habiendo llegado el día de Pentecostés. Era esta una de las tres principales fiestas de los judíos. En aquel día ofrecían a Dios panes hechos con los primeros frutos de la nueva cosecha. Llamábase esta fiesta Pentecostés ó quincuagésimo día, porque se celebraba el día quincuagésimo después de la fiesta de Pascua, como ya se ha dicho, en memoria de haber dado Dios su ley sobre el monte Sinaí, cincuenta días después de la primera Pascua y la salida de Egipto. Hallábanse reunidos todos los discípulos con la Madre de Dios en el sitio en donde acostumbraban á hacer su oración, a las nueve de la mañana. En medio de su oración se oyó repentinamente un gran ruido, como de un viento impetuoso, que hizo temblar toda la casa, el cual se oyó en toda la población.

Este ruido, este viento, esta impresión sensible eran símbolos de la presencia de la divinidad, como en otro tiempo en el Sinaí los truenos, los relámpagos y la montaña que humeaba manifestaban la majestad de Dios que en cierto modo se sensibilizaba a todo el pueblo. Más prodigioso aún fue lo que sucedió al mismo tiempo. El viento o turbillón que venia del cielo fue acompañado de una especie de globo de fuego, cuyas llamas, separándose repentinamente en forma de lenguas de fuego, se esparcieron sobre toda aquella santa congregación y se fijaron sobre la cabeza de cada uno de ellos. No era un fuego real y material, sólo eran signos exteriores y apariencias sensibles de los efectos que el Espíritu Santo producía interiormente en cada uno de los discípulos, y que debía producir en el corazón de los primeros fieles llenándolos de sus dones. En efecto, todos los apóstoles y discípulos llenos del Espíritu Santo se sintieron en el mismo instante abrasados todos de aquel fuego divino, ilustrados con luces sobrenaturales que les daban una inteligencia perfecta de los misterios más altos y de las verdades mas sublimes, animados dé un valor y de un santo atrevimiento desconocido para ellos; en fin, como mudados de pronto en otros hombres.

Jerusalén estaba entonces llena de un gran número de judíos, que en todas partes habían concurrido allí para solemnizar la fiesta de Pentecostés; pues aunque la distancia de los lugares pudiera dispensarles de hallarse en Jerusalén, aun en los días de las grandes festividades, había, sin embargo, muchos a quienes traía a ellas su piedad y devoción, y aun por esto les llama la Escritura vir religioso: hombres afectos a la religión. Estos judíos forasteros se unieron a los de la ciudad, y acudieron al ruido que habían oído, de modo que el cenáculo o la casa se vio muy pronto rodeada de una multitud cuasi infinita de gentes de toda suerte de naciones. Los apóstoles, que no deseaban más que comunicar el fuego divino de que estaba su corazón abrasado, no esperaron a que les sacasen de su retiro; ellos mismos se presentaron delante de todo aquel pueblo allí reunido, el cual quedó extraordinariamente sorprendido al ver aquellos pobres pescadores, que apenas sabían la lengua del país, gentes idiotas, estúpidas y groseras., predicar públicamente a Jesucristo con un valor, una elocuencia y una unción, que movía a todo el mundo; creció mucho más el asombro, cuando todos aquellos diferentes pueblos, de un idioma tan diverso cada uno, advirtieron que cada uno les entendía, no obstante que no hablaban más que una sola lengua, que era la siriaca. El dónde lenguas que entonces recibieron todos los que habían recibido el Espíritu Santo, consistía en que podían entender y hablar las diferentes de los pueblos con quienes debían tratar; y lo que hay aún más portentoso es que hablando ellos una sola lengua les entendían todos los diferentes pueblos que les escuchaban, de modo que cada uno creía que hablaban la lengua de su país, sin que hablasen más que la suya, que era la siriaca. Verificáronse, pues, entonces dos milagros en los apóstoles: el uno, que hablasen en griego, en persa y en romano, cuando hablaban a un griego, a un persa o a un romano en particular; el otro, que hablando a todos estos diferentes pueblos en general, cada uno de ellos les oía hablar su lengua, no obstante que en realidad no hablaban entonces más que la nativa suya. Esto fue lo que asombro a aquella n1ultitud y lo que les obligó a exclamar en medio de su asombro: ¿Qué es esto? ¡Jamás se ha visto cosa semejante! ¿Estas gentes no son todos galileos? ¿Cómo, pues, les oímos hablar la lengua de nuestro país? Nosotros, a la verdad, todos somos judíos, si no de nacimiento , al menos de religión; pero de país y de idioma somos muy diversos: los unos son partos, los otros medos., muchos son persas , los hay de Mesopotamia, de Judea, de Capadocia, de la provincia del Ponto, del Asia menor, de Frigia, de Panfilia, de Egipto, de la Libia., que esta próxima a Cirene; muchos han venido hasta de Roma; algunos de la isla de Creta o de la Arabia; pero todos cuantos estamos aquí, ya judíos naturales, ya prosélitos, esto es, gentiles que han abrazado el judaísmo, les he1nos oído, cada uno en nuestra lengua, exaltar y publicar las maravillas incomprensibles que Dios ha hecho y de que no habíamos oído nunca hablar. Tan grande fue su sorpresa que se miraban los unos a los otros, y poseídos de una admiración que les embargaba, se preguntaban: ¿Qué quiere decir todo esto?

Habiendo advertido San Pedro la extrañeza que esta maravilla causaba en todos los anin1os, levanto la voz para que todos le oyesen; y como vicario de Jesucristo y cabeza visible de la Iglesia, comenzó a desenvolver el misterio que se cumplía: Vosotros todos, les dice, que os gloriáis de haber nacido judíos o que habéis abrazado el judaísmo y que estáis hoy reunidos en Jerusalén, escuchadme. La causa de esas maravillas de que sois testigos, y que os causan tanta admiración, no es lo que algunos de vosotros piensan; lo que tanto admiráis en nosotros y todo lo que acabáis de oír no es un efecto de embriaguez; vosotros sabéis que en los días festivos, como es el que celebramos, no nos es permitido beber ni comer antes del mediodía, y todavía no son más que las nueve. Sabed, pues, que aquí se cumple la promesa que el Señor había hecho a su pueblo, por su profeta Joél, de que en los últimos tiempos haría que descendiese su Espíritu sobre toda carne, sobre sus siervos y siervas; que les daría el don de profecía, el de milagros , y que les colmaría de sus dones (los términos profecía, sueño, visión, significan aquí, en general, todo género de revelaciones y de dones particulares del Espíritu Santo): todo esto acaba de cumplirse en la persona de aquellos en quienes acabáis de admirar tantas maravillas. En seguida, aprovechándose el santo Apóstol de la disposición en que se hallaba el pueblo y de la atención con que se le escuchaba, les hizo un discurso tan sólido, tan enérgico, tan patético, que no se sabía si el que hablaba era un hombre o era un ángel. Prueba en él sobre todo la divinidad de Jesucristo de la manera más eficaz del mundo; les dice todo cuanto es capaz de persuadirla a los más incrédulos, recorre todas las pruebas, la establece sobre el testimonio de los profetas, y su raciocinio no admite réplica. No disimula su felonía y su deicidio en la persona del Salvador, del verdadero Mesías a quien han crucificado; demuestra su gloriosa y triunfante resurrección; en la Escritura santa encuentra toda la historia evangélica hasta el descendimiento del Espíritu Santo; en ella halla todas las circunstancias de que está acompañado este último misterio, hace valer los textos que cita, desenvuelve el verdadero sentido de las figuras que refiere, descubre el sentido que encierran oculto, apoya su explicación con raciocinios tan fuertes, tan concluyentes y tan justos que se diría que había envejecido en el estudio de los libros santos y que se había formado por un largo uso en el ejercicio de hablar y de discurrir, según todas las reglas de la elocuencia. Aun cuando no hubiera habido otra maravilla que esta en el misterio de este día hubiera sido suficientemente para convencer a los espíritus más incrédulos, Pedro, aquel pobre pescador aquel hombre tan ignorante y tan grosero, que jamás supo otra cosa que manejar unas redes, que cuasi ha envejecido en una barca y en la pesca; aquel Apóstol tímido y cobarde hasta negar á su buen Maestro á la sola reconvención de una criada o de un criado: Juan, Santiago, Bartolomé, Tomás, Andrés y todos los demás apóstoles, de una condición tan vil, de un talento tan craso, de una ignorancia todavía 1nás crasa, convertirse en el momento que han recibido el Espíritu Santo en los doctores más profundos y más ilustrados; en los predicadores más persuasivos y más elocuentes; en los héroes más magnánimo de toda la antigüedad; en los oráculos del inundo; tan penetrados de las luces de Dios y tan consumados en la ciencia del reino de Dios, como habían sido hasta entonces ignorantes, llenos de errores de incrédulos ¿No fue en verdad, una mutación de la mano del Altísimo el verlos en Jerusalén predicando verdades que habían hecho profesión, no sólo de no creer, sino de contradecir, mientras que no hubieron recibido el Espíritu Santo? ¿Qué trabajo no le costó al divino Maestro para hacerles entender la doctrina celestial que había venido a establecer sobre la tierra a pesar del cuidado que puso para darles una inteligencia perfecta de ella? Todo lo que miraba a su divina persona era aun oscuro para ellos; su humildad les chocaba, su cruz era para ellos un escándalo, no concebían nada de sus promesas; en lugar de la verdadera redención que debían esperar de él, se figuraban una quimérica, esto es, una redención temporal, cuya vana esperanza les seducía. He aquí quiénes eran estos hombres groseros, ignorantes y carnales antes de haber recibido el Espíritu Santo. Si, dice San Juan Crisóstomo, estos son los sujetos que elige el Espíritu Santo para hacer de ellos los doctores de la religión y los oráculos del mundo; de este carácter era menester que fuesen. Si hubieran sido menos idiotas y menos groseros, no hubieran ofrecido una prueba tan brillante y tan convincente de la divinidad de Jesucristo, de la virtud omnipotente del Espíritu Santo, de la verdad y de la autenticidad de nuestra religión, y de la santidad y de la veracidad de su doctrina.

Así es que esta maravilla hizo desde luego tanta impresión en los ánimos, que el fruto de esta primera predicación de San Pedro fue la conversión de tres mil personas. Nadie ignora los prodigios que siguieron a este. ¡Qué de milagros y qué de conversiones milagrosas en medio mismo de Jerusalén! ¡Qué de portentos en toda la Judea, la Samaria y en todo el mundo consiguientes á la palabra de Jesucristo! Eran menester n1ilagros para establecer la Iglesia de Jesucristo: no faltarán tampoco milagros en todos tiempos en esta Iglesia; pero ¿no puede decirse que el establecimiento y duración de esta 1nisma Iglesia es un milagro subsistente, el más grande, el más patente y el más convincente de todos los milagros? Doce pobres pescadores, tales como acaban de pintarse, sin armas, sin dinero, sin arte, sin apoyo, forman el designio de establecer en todo el mundo una nueva religión y comenzar destruyendo y proscribiendo todas las demás religiones de todo el mundo.

Propónense el hacer adorar en toda la tierra no mas que a un solo Dios en tres personas, esto es, tres personas realmente distintas, cada una Dios como la otra, sin que haya ni pueda haber más que un solo Dios: hacer creer que este Dios se había hecho hombre, que había muerto en una cruz para rescatar a los hombres, que, habiendo resucitado al tercero día, cuarenta días después había subido al cielo, de donde debía volver aún al fin de los siglos para juzgar á todos los hombres, recompensando con una felicidad eterna a los que, habiendo creído todas estas verdades y observado sus mandamientos, hubieren muerto en su gracia, y para castigar con el más horrible y el mas inimaginable de todos los suplicios por toda la eternidad á los que hubieren muerto en estado de pecado mortal. Si a lo menos a esta incomprensibilidad de los dogmas se hubiesen propuesto agregar una moral dulce, sensual, voluptuosa, acomodada a los sentidos y tan carnal como la que reinaba tantos siglos había en todo el universo, hubiera podido creerse que se hallarían gentes que hubieran dicho: Déjesenos vivir como queramos y nosotros creeremos todo lo que se quisiere. Pero la moral que han resuelto .hacer abrazar es, a la verdad, la mas santa que puede imaginarse, la más pura, la más racional; pero al mismo tiempo la más austera, la más contraria al amor propio, la más enemiga de la sensualidad y de los sentidos. Los hombres son naturalmente soberbios, y esta nueva religión quiere que el fundamento del edificio espiritual en todos los que la sigan sea la humildad más profunda. Los hombres son carnales, naturalmente  entregados a sus pasiones, esclavos de su amor propio, y todos nacen con la inclinación al pecado; son naturalmente afeminados, voluptuosos, interesados, vengativos, coléricos; la nueva moral exige una mortificación continua, una pureza sin mancha, un desinterés perfecto, una caridad universal, compasiva, benéfica, una dulzura y una paciencia que se extienda hasta perdonar de todo corazón las injurias más atroces; exige, en fin, está moral una vida en todo santa, siempre crucificada, jamás indulgente con los sentidos, con el amor propio ni con la menor de las pasiones. Decir, pues, que doce pobres pescadores, los más ignorantes, los más desnudos de todos los talentos, los más viles, los más despreciables de todos los hombres, se proponen hacer creer todo esto, hacer abrazar todo esto; y ¿a quiénes? A los romanos, a los griegos, a los escitas, a los persas, a los indios, a los egipcios, a los africanos, a los galos, en una palabra, a todos los pueblos de la tierra habitable; esta sola proposición hace reir, y parece  la razón sola una extravagancia lastimosa, una locura que da compasión. Sin embargo, este designio que formaron los apóstoles desde el día mismo de Pentecostés, por más extravagante., por más imposible que entonces pareciera, se ha ejecutado y nosotros ve1nos el milagro. Todos estos pueblos han creído, han abrazado esta ley santa, se han sometido a esta moral austera, a pesar de la corrupción del corazón humano, sin embargo del orgullo del espíritu, no obstante todas las preocupaciones del interés y del nacimiento. La religión cristiana ha visto espirar el paganismo en medio de los fuegos que por todas partes se encendían para exterminará los cristianos. La sangre de más de diez y seis millones de mártires ha sido como la semilla de los fieles. No solo han abrazado la fe las ciudades, hasta los más vastos desiertos se han poblado de santos anacoretas.

La cruz se ha plantado hasta sobre la corona de los emperadores, y ha hecho su más bello ornamento. Después de esto, ¿se pedirá o se buscará un milagro mayor? Este milagro es permanente, él subsistirá hasta la consumación de los siglos, y este milagro es el efecto maravilloso del descendimiento del Espíritu Santo en este día. Tal ha sido la virtud del misterio que celebran1os, tal el fruto de la fiesta de Pentecostés. ¿Extrañaremos que la Iglesia la celebre con tanta solemnidad y que con Eusebio la haya llamado con razón la más grande de todas las festividades del año?

Croisset, El año cristiano.

Croisset. Domingo después de la Ascensión

El domingo comprendido dentro de la octava de la Ascensión es una continuación de la solemnidad y de la celebración de este glorioso misterio; todo lo que se dice en el oficio y en la Misa tiene relación con él. Escuchad, oh Dios mío, los clamores que os dirijo en este lugar de destierro, en donde no puedo hacer otra cosa que gemir después que os habeis ausentado. Perdiéndoos de vista, he perdido todo mi consuelo; pero sabiendo que estáis en el cielo., siento que se aumenta mi confianza. Vos sabéis la ternura de mi corazón para con un esposo tal como vos; los suspiros de una esposa tal como yo no pueden dejar de moveros y de enterneceros. En medio de una tierra extranjera, expuesta á todos los tiros de mis enemigos, agitada sin cesar por mil borrascas, hecha presa de las más violentas tempestades, entre el fuego de , las n1ás furiosas persecuciones, nada temo porque vos sois todo mi auxilio, mi apoyo y mi fortaleza; vos, no abandonareis jamás a vuestra amada esposa y nunca os haréis sordo á sus ruegos y a sus votos. Mi corazón, en defecto de mi voz, os ha expuesto muchas veces mis peticiones; mis ojos, que os buscan, como naturalmente, en mis necesidades, se han fijado en vos; yo no cesaré, Señor, de implorar vuestra asistencia. Yo no puedo contemplaros, divino Esposo mío, sino en el cielo: allí también es adonde se dirigen todos mis deseos; allí es donde se dirigen todas mis miradas; no apartéis de mi vuestros ojos ni rechacéis mi oración.

Este salmo lo compuso David en medio del mayor fuego de la persecución. Perseguido aquel religioso príncipe acérrimamente por Saúl, se mantuvo siempre intrépido en medio de los mayores peligros, apoyado en su confianza en Dios y en la seguridad que tenia de que el Señor no podía faltar a sus promesas. El Señor me instruye con sus consejos, dice, él vela en mi conservación, ¿qué es lo que yo tengo que temer? ¿Qué es lo que puede dañarme? Ninguna cosa conviene mejor a la Iglesia, que, estando todavía, inmediatamente después de la ascensión del Salvador, como en la cuna, parecía tenerlo todo que temer de la nube de enemigos que la rodeaban y que como, otras tantas bestias feroces, parecía que la debían tragar en su nacimiento; pero habiéndole prometido el Señor que en todos tiempos velaría por su conservación, nada tiene que temer.

La Epístola de la Misa de esté día esta tomada de la primera de San Pedro, en la que este santo Apóstol hace un admirable compendio de las principales virtudes cristianas. Es esta una lección práctica a todos los fieles en que les da reglas de conducta, enseñándoles a vivir según el espíritu de Jesucristo y las máximas del Evangelio. Esta instrucción es muy a propósito para la circunstancia del tiempo. No teniendo ya visiblemente consigo los fieles a su buen Maestro y no habiendo descendido todavía sobre ellos el Espíritu Santo, la Iglesia suplía a los dos con los avisos espirituales que les da por medio de esta Epístola, en la cual el apóstol San Pedro exhorta a los fieles a que usen de precaución, de sabiduría y moderación en todas las cosas; a que insten en la oración; que se amen entre si; que mutuamente se correspondan con todo género de deberes de caridad y de atención; en fin, a que cuanto, le sean posible no obren ni hablen sino según el espíritu de Dios.

Conducíos prudentemente en todo, dice el Santo Apóstol, y no os contentéis con orar durante el día, pasad también en oración una parte de la noche. Acababa San Pedro de decirles que la muerte, que es el fin de todas las cosas con respecto á cada un o en particular, estaba próxima. Que siendo la vida tan corta y tan incierta como es, debia1nos considerar cada uno de nuestros días corno el último y vivir en cada uno como querríamos haber vivido en aquella última hora; observad, pues, les dice , una conducta prudente y verdaderamente cristiana; sed sobrios, templados, irreprensibles y mortificados. No os adormezcais jamás en el negocio de vuestra salvación; es demasiado importante y de muy grande consecuencia para descuidarlo, y pues que no sabéis que día ni a qué hora debe venir el Señor, velad sin cesar á fin de que estéis prontos para abrirle en el momento que llame. No ceséis de orar, y a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo pasad también una parte de la noche en oración. Este es el tiempo mas a propósito para recibir los grandes favores del Padre de las misericordias. Pero sobre todo, añade, tened entre vosotros una caridad mutua que nunca se resfríe, porque la caridad cubre innumerables pecados. Este fuego sagrado consume, por decirlo así, la herrumbre de nuestra. alma y sirve en gran manera para purificarla de sus manchas, alcanzándola del Señor el perdón de sus pecados. Vosotros sabéis que el precepto favorito del Salvador, y el que debe, por decirlo así, caracterizar a sus discípulos, es la caridad mutua. Este es mi precepto, que os améis mútua1nente como yo os he amado. Poseyendo esta virtud, puede decirse que poseéis lo que muy pronto poseeréis todas las de1nas, porque la caridad es paciente, bondadosa, dulce, indulgente; lejos de echar en cara a su prójimo sus defectos, ni de hacer de ellos un motivo de queja o de murmuración, los sufre y los excusa; en lugar de publicarlos, los encubre y querría con todo su corazón sustraerlos al conocimiento del público. La caridad no es envidiosa, no piensa n1al de  nadie y hace bien a todos. Uno de los principales efectos de la caridad, continúa San Pedro, es la hospitalidad con los hermanos y con los extraños.

Como todos los primeros cristianos estaban abrasados de una caridad muy pura y muy ardiente, se distinguían tanto por la hospitalidad con todo el mundo, que  en los primeros siglos los mismos paganos no los designaban sino diciendo de ellos que eran gentes que recibían del modo más caritativo y más gracioso a todos los extranjeros. Este mismo espíritu es el que conduce a los ordenes religiosos más .antiguos que reciben aún á los pasajeros con una cordialidad tan caritativa. Añade todavía San Pedro: Sin dar muestra alguna de disgusto; para prevenir a aquellas almas naturalmente avaras e interesadas, que cuando se ofrece la ocasión ejercitan la caridad, reciben también a los extranjeros, hacen limosna: pero con. un aire tan poco grato, con palabras tan poco obligantes, con rostro tan adusto, que se nota bien que su caridad es imperfecta y mezquina. No solo debe aparecer vuestra caridad en la parte que debéis dar a los demás en vuestros bienes temporales, sino que, como buenos ecónomos de los diversos bienes temporales, debéis comunicarlos con tanta mayor facilidad y celo, cuanto que los bienes espirituales son mucho más provechosos. En los primeros tiempos de la Iglesia se comunicaba el Espíritu Santo sus dones sobrenaturales a cada uno de los fieles según su voluntad: a los unos el espíritu de profecía, otros el don de lenguas; a este el don de curar las enfermedades, a aquel el discernimiento de los espíritus; a otros, en fin, el don de consejo. Estos dones del Espíritu Santo  se proclaman gracias gratuitas, se conceden principalmente en utilidad del prójimo, y sería obrar contra la intención del que es autor de ellas sepultarlas en algún modo dentro de día mismo y hacer inútiles los dones que debemos los hombres derramar con la misma liberalidad con que Dios se los ha comunicado; y no siendo los dueños de ellos, sino los simples dispensadores, deben emplearlos según la voluntad de aquel de quien los han recibido.

Reduce el Apóstol todos estos dones del Espíritu Santo al ministerio de la palabra y de la acción; si alguno había dice, ya para explicar los misterios divinos y las verdades del cristianismo en la predicación, ya que instruir a los neófitos y a los catecúmenos en la doctrina cristiana y las máximas del Evangelio, ya para consolar á los hermanos en sus aflicciones, ya para hablar las lenguas o interpretarlas, haga todo esto como si Dios hablase por su boca. Acuérdese que no es palabra suya la que predica, sino la de Dios. Nosotros, decía San Pablo, no somos como muchos que corrompen la palabra de Dios; nosotros hablamos de parte de Dios, delante de Dios, en Jesucristo. Esta misma instrucción da aquí San Pedro a los fieles, singularmente a los que se han encargado del ministerio de la palabra de Dios. Bella lección para los predicadores que se predican a si mismos y que no tienen otras miras que agradar y ser aplaudidos. Que deslumbrados con el falso brillo de una vana elocuencia, no estudian más que en có1no han de deslumbrar a los que -deberían mover y convertir. De aquí -tantos discursos floridos y tan pocas predicaciones cristianas; de aquí aquella elocuencia estudiada sin unción y sin fruto. Si alguno está encargado de algún ministerio, ejérzalo como por la virtud que Dios comunica; de suerte que Dios sea honrado en todas las cosas por Jesucristo nuestro Señor. Habla el Apóstol de los ministerios eclesiásticos en general, y aún de las obras de caridad y de los servicios que los legos pueden hacer a los pobres. Cada uno ha recibido de Dios su propio don; empléelo, pues, cada uno conforme a su vocación y según el orden de sus superiores. Desempeñe su ministerio con un celo puro, ardiente y desinteresado; llene todos los deberes de él con puntualidad y con un espíritu de religión; no busque más que la gloria de Dios sin ningún retorno sobre si mismo; en fin, concluye el santo Apóstol, comportaos de una manera tan prudente, tan caritativa, tan irreprensible y tan cristiana, que todos los que os vieren queden edificados y alaben al Señor. La vida de un cristiano debe hacer el elogio del cristianismo; y la santidad, sobre todo de los ministros de Jesucristo, debe ser una de las pruebas mas brillantes y mas sensibles de la verdad de nuestra religión. El Evangelio de este día no tiene menos relación que la Epístola con las circunstancias del tiempo y de la festividad. Su asunto es el fin del admirable discurso que hizo el Salvador a sus apóstoles después de la última cena.

Acababa el Hijo de Dios de hacer una descripción razonada y circunstanciada de todo lo que había hecho en favor de los judíos para probarles que era su Salvador y su Dios, su Rey y su Mesías; acababa de decir que les había demostrado invenciblemente, por la santidad de su vida, por la autenticidad de sus milagros, por la pureza de su doctrina y por los oráculos de los profetas, que él era el que les había sido prometido y que no debían esperar otro que a él que tantas maravillas tan extraordinarias que, según el testimonio de los profetas, estaban reservadas sólo al Mesías, condenaban su ceguera, que sin esto hubiera sido perdonable; ellos me han visto, añade el Salvador, Ellos me han oído en cien ocasiones, y lejos de creer en mi y de seguirme, se han coligado contra mi y contra mi Padre; pero era necesario que cumpliesen lo que dice uno de los libros de su ley: ellos me han aborrecido sin motivo, me han perseguido por pura malicia. Si ellos, piles, me han tratado así a mi, no debéis esperar que os traten de otra manera; pero nada temáis, del cielo os vendrá un auxilio poderoso. Yo os enviaré el Espíritu Santo para que os consuele en todas vuestras aflicciones, os fortifique en todos los combates a que os expusieren y os defienda de las persecuciones más violentas. Yo os enviaré este Espíritu consolador, porque él procede igualmente del Padre y de mi, y recibe de los dos, por su procesión, la divinidad, la cual no se divide en las tres personas. Cuando hubiere venido este Consolador, que yo os enviaré del seno del Padre, Espíritu de verdad que procede del Padre. No añade el Salvador que procede del Padre y de mi, no obstante que sea verdad que procede igualmente del Hijo · que del Padre, porque se acomoda a la manera de concebir tan grosera todavía de sus apóstoles; no hubiera hecho más que confundir sus ideas, si en este pasaje les hubiese dicho que el Espíritu Santo procedía de él como del Padre. Rabia probado bastante esta verdad en todo lo que había dicho para establecer su divinidad, y singularmente diciéndoles que él mismo les enviaría este Espíritu consolador; daba bastante á entender en esto que, guardada la debida  proporción, el Espíritu Santo era con respecto a él, y con respecto a su Padre, lo que un hijo en orden al que lo engendró; esto es , que emanaba del uno y del otro en su manera del modo inefable y que no es posible conocer sin que con las luces del mismo Espíritu Santo. Cuando viniere, pues, este Espíritu, dará testimonio de mi tanto por los prodigios que obrará, como por las luces, que comunicará a los fieles sobre las verdades que os he anunciado. Convencerá a los judíos de injusticia, de infidelidad y de pecado y a todos los hombres de mi divinidad y de mi soberano poder. Vosotros que seréis instruidos por este divino Maestro, y que desde que yo, he comenzado a darme a conocer a los hombres habéis estado conmigo, publicareis como fieles testigos mi doctrina y mis obras, por toda la tierra.

Os he prevenido de todas estas cosas como necesarias-para precaveros contra las persecuciones, no sea que cuando llegaren os inmutéis y sean para vosotros ocasiones de escándalo. Os he hablado del odio que os tendrá el mundo, os he predicho, todo lo que debe sucederos, a fin de que estéis preparados para soportar los malos tratamientos que tendréis que sufrir. Mis enemigos, que por lo mismo lo serán vuestros, no se contentarán con arrojaros de sus sinagogas y trataros como excomulgados, como impíos y hombre sin religión, les cegará la pasión hasta tal punto que los que empaparon sus manos sacrílegas en vuestra sangre creerán hacer un sacrificio agradable a Dios. Como por una obstinación nacida de un error voluntario y por pura malicia que los tiene furiosos, no quieren conocer a mi Padre ni a mí; por esto ultrajaran cruelmente a los que sean como vosotros. Harán profesión de ser siervos fieles del Hijo y del padre. Pero cuando los vierais más encarnizados, os bastará para no temerles el acordaos de que el Maestro a quien servís os ha predicho todas las cosas; que nada les es desconocido y que nos ha empeñado en su servicio para soportar todos los peligros que estaban anejos y que tendrás que padecer en él. Yo he previsto todo y más que os sucederá y os he dicho que cuidaré  de enviaros el Espíritu consolador; que no solo os dará el ánimo y la fortaleza necesarios para sufrir todos los tormentos, sino que os hará sentir una dulce alegría y así soportar todas las penas. Por lo demás, os he hablado de este modo a fin de que deciros todo lo que os va su suceder.

Jesucristo anuncia a los discípulos todos los males que deben sufrir por haberse unido a él y de este modo sabe hacérseles fieles.

Entre los griegos se llama este día el domingo de los trescientos dieciocho Padres del Concilio de Nicea, porque han elegido este día móvil para honrar su memoria, a más de la fiesta que hacen en día fijo de año, que es el décimo del mes de julio.

Llámase entre los latinos y principalmente en Roma, el domingo de las Rosas porque ordinariamente empiezan a florecer las rosas, que se echaban en la iglesia en la que se hacía la estación de los fieles en este día sobre todo cuando el Papa oficiaba en ella. Esta denominación puede haber tenido también un motivo y sentido espiritual y alegórico. El Evangelio promete las flores por decirlo así, de los consuelos más dulces en medio de las espinas más punzantes y más espesas. Las rosas nacen y se dilatan en medio de las espinas; así los discípulos de Jesucristo entre las adversidades y las cruces gozan de la alegría más pura y del placer más exquisito.

Croisset, el Año Litúrgico.

Quinto domingo de Pascua. Croisset.

Parece que la Iglesia ha querido aprovecharse de la reprensión que Jesucristo daba á sus apóstoles, cuando habiéndoles declarado que había llegado el tiempo en que era necesario que les dejase para volverá su Padre, en lugar de regocijarse de su triunfo y de la gloria de que iba á tomar posesión en el cielo, se habían abandonado a la tristeza más amarga. La Iglesia, entrando en el sentido del Hijo de Dios como gobernada por su espíritu, parece que redobla su alegría é inspira á sus hijos los sentimientos de un gozo cada vez más sensible, a medida que se acerca más al día de la ascensión gloriosa del Salvador.

Publicad las voces de la alegría, las cuales deben resonar por todas partes; publicadlas hasta los extremos de la tierra. El Señor ha librado á su pueblo, le ha sacado de la cautividad, le ha vuelto a su dulce patria; tribútense por siempre alabanzas, gloria, bendición y acciones. de gracias á aquel por quien hemos recobrado, por fin, la libertad y que nos ha abierto la celestial Jerusalén. Pueblos de toda la tierra, testificad vuestra alegría al Señor; celebrad su nombre con vuestros himnos; dadle la gloria que le es debida y no ceséis de alabarle. Por este desahogo de alegría y con este cántico de gozo comienza hoy la Iglesia la Misa. Este introito está tomado de Isaías. Describiendo este Profeta el misterio de nuestra redención, en la narración que hace de la libertad del pueblo judío de la cautividad de Babilonia, la cual era la figura, que convida a todas las naciones del mundo á que se derramen en regocijo, y que por todas partes se oigan sus voces de gozo y sus cánticos de alegría (Isaías, XLVIII). Anunciad esta nueva y publicadla hasta los confines del mundo. Decid en todas partes: el Señor ha rescatado á Jacob, su siervo. A esta predicción de Isaías es á la que alude la Iglesia en las palabras del introito. Más espiritual que lo eran entonces los apóstoles (inconsolables por la pérdida que iban á hacer de la presencia corporal del Salvador) en la víspera de celebrar su gloriosa ascensión al cielo, exhorta á sus hijos á que se regocijen por una separación corporal que debía serles tan ventajosa, puesto que debía perfeccionar su fe y abrirles la entrada de la patria celestial. Porque, como dice el gran pontífice San León, la ascensión, triunfante de Jesucristo es una prenda segura de la nuestra.

Tomando la cabeza posesión de su gloria, asegura él derecho y la esperanza que a ella tiene todo el cuerpo. ¿No es justo que ostentemos nuestra alegría con acciones continuas de gracias? Llámase este domingo el domingo de las rogaciones, porque los tres días que siguen están consagrados para dirigir súplicas solemnes al Señor, las cuales se llaman también letanías mayores; y también porque el Evangelio de este día es una invitación ejecutiva que nos hace el Señor á que le expongamos todas nuestras necesidades y le pidamos con confianza. Como el día de mañana está singularmente dedicado á la fiesta de las rogaciones, se traslada á él su historia.

La Epístola de la Misa de esté día está tomada de la católica de Santiago, la cual fue también el asunto de la Epístola del domingo precedente. Después de haber exhortado el santo Apóstol a los  fieles a que se instruyan con cuidado en las verdades de nuestra religión, les declara aquí que no basta escuchar y aprender todas las verdades del Evangelio si no se ponen en práctica. Poned en practica, hermanos míos, les dice., la palabra, y no la escuchéis solamente, engañándoos a vosotros mismos.

Hacían entonces mucho ruido entre los fieles las Epístolas de San Pablo. Muchos habían creído que las buenas obras no eran necesarias para la salud y que bastaba la fe sin las buenas obras. De suerte que tomando mal el pensamiento de san Pablo abusaban de su doctrina. Entre los judíos convertidos, los unos estaban escandalizados de una doctrina semejante y miraban a San Pablo como enemigo de la ley, sin hacerse cargo de que el santo Apóstol no hablaba más que de las ceremonias legales de la antigua ley y de ningún 1nodo de la observancia de la ley evangélica; otros, arrastrados del mismo error, miraban la nueva ley como inútil, y se figuraban que para salvarse bastaba tener fe. Para curar Santiago aquellos espíritus, explica á los fieles los verdaderos sentimientos del apóstol San Pablo, y demuestra aquí que la fe sin las buenas obras es inútil, conforme á lo que escribe San Pablo a los romanos: No ya aquellos que oyen la ley son justos delante de Dios; sólo serán justificados los que practiquen la ley (Rom. II); esto es, lo que practiquen la ley, sean judíos, sean gentiles, ya que hayan recibido la ley de Moisés, ya que no la hayan recibido, serán justificados, no por las obras solas, sino por sus obras hechas por la fe, y con la gracia que Dios les hubiere otorgado. (Galat., III.) La fe que obra por la caridad, porque sin esta caridad viva y activa  todo lo demás de nada sirve, como se explica el mismo Apóstol (l. Cor. XIII.)

Porque si alguno oye la palabra sin ponerla en práctica, se le comparará á uno que ve su rostro natural en un espejo, y que luego que se ha visto se retira y se olvida de su figura. El Evangelio, dice San Bernardo, es un espejo fiel, á nadie engaña, cada uno se ve en él tal como es; por más que uno quiera ocultar; sus defectos, la divina palabra nos los demuestra: secreta vanidad, amor propio sutil, pasión disimulada, exterior engañoso, todo disfraz aparece en este espejo, la menor arruga se descubre, en nada se engaña. Pero ¿de qué sirve mirar al espejo si no se hace más que como de paso, y un momento después de haberse visto se olvida uno de las manchas que tiene en el rostro? Sin embargo, ¿queremos ser dichosos? tengamos sin cesar delante de los ojos la ley del Evangelio, que nos libra de la servidumbre de las ceremonias legales y nos hace hijos de Dios. No, ella no nos ocultará ningún defecto, ella nos descubrirá lo que nuestro amor propio nos oculta. No la miremos como de paso, antes si escuchémosla con el designio de practicar lo que ella nos. dice y de quitar los defectos que ella nos descubre: este es el medio de asegurar nuestra salud. En esta comparación de que se sirve, el Apóstol, el espejo es la palabra de Dios, que nos representa lo que somos y lo que debemos ser: el rostro del hombre es el estado interior de su conciencia: los lunares del rostro son los pecados de que está manchada la pureza del alma: mirarse en el espejo es oír la palabra de Dios y notar en ella la diferencia de lo que somos y de lo que deben1os ser según el Evangelio: olvidar el estado en que uno se ha visto, y poner en olvido, las verdades que se nos han predicado: en fin, no lavarse es descuidar el- corregirse y borrar con las lagrimas de la penitencia la inmundicia de nuestros pecados.

También advierte Santiago a los fieles que si alguno piensa que tiene religión, no refrenando su lengua, sino engañándose a si mismo, su religión en este caso es una religión frívola. Los judíos convertidos a la fe, a quienes está escrita esta carta, estaban todavía tan encaprichados en la observancia de sus ceremonias legales, que no cesaban de prorrumpir en quejas, y aun algunas veces en injurias contra los que no las observaban. Desplegaban sus celos y su pasión en agrias invectivas, y todo bajo del pretexto de celo por la religión, y esto fue lo que obligó al Apóstol a decirles que su pretendido celo era una ilusión; que la verdadera piedad consiste en pensar, siempre bien de su prójimo y no juzgar nunca ni hablar mal de nadie; y que el verdadero celo es inseparable, de la circunspección, de la modestia: y de la caridad. Por fin, concluye con una lección que encierra otras muchas mas: la religión pura y: sin mancha delante de Dios, les dice, la sólida piedad, el celo verdaderamente cristiano, no consiste en disputas ni en vanas especulaciones, sino en la practica constante de una ardiente caridad, visitar los huérfanos y las pobres viudas en sus aflicciones, ejercitarse continuamente en las obras de misericordia, y preservarse de la inmundicia de este inundo corrompido en que vivimos: he aquí lo que prueba visiblemente que somos cristianos, esto es lo que honra la religión que profesamos y lo que constituye una prueba de ella.

El Evangelio de la Misa de este día es una parte de aquel admirable discurso que hizo Jesucristo a sus discípulos después de la cena la víspera de su muerte, en el que este divino Salvador, después de haberles dicho que iba á dejarles para acabar la grande obra de su salvación con el sacrificio de su vida; les predice que su ausencia no serla larga, porque dentro de tres días le volverían a ver en un estado muy diferente del en que le habían visto. Que por lo que miraba a ellos se verían en verdad en la desolación y en la tristeza; pero que la tristeza se convertiría en una alegría que nadie sería capaz de quitarles. Esto bastará, les decía, para enjugar todas vuestras lágrimas, para calmar todas vuestras inquietudes, y para indemnizaros con muchas ventajas de todo lo que hubiereis  padecido por mi amor. Entonces más que nunca comenzareis a gozar del favor de mi Padre. El Espíritu Santo os colmará de sus dones y os instruirá tan perfectan1ente. en todas las cosas, que no tendréis ya necesidad de tenerle visiblemente cerca de vosotros para consultarme en vuestras dudas. Por lo que hace a mi Padre, él os amará, porque vosotros lo amáis, y os aseguro en verdad que no os negará nada de lo que le pidiereis en mi nombre y por mis méritos. Ved aquí, os enseño un nuevo modo de orar muy fácil y muy eficaz, el cual no se hará común hasta que mi reino se hubiere establecido en el cielo, en donde yo seré vuestro mediador, siempre pronto a apoyar vuestras peticiones. Mi Padre no podrá negarme nada, ni tampoco a vosotros siempre que lo pidiereis en mi nombre. Hasta aquí nada habéis pedido en mi nombre. Pedir en nombre del Salvador, dice San Gregorio, es pedir lo que es verdaderamente útil para la salvación. Los apóstoles habían pedido al Salvador muchas cosas: San Juan y Santiago le habían pedido los dos primeros puestos en su reino; San Pedro le había pedido la curación de su suegra; pocos de sus apóstoles habían dejado de pedirle algún favor, o para si mismos, o para sus amigos; pero el Hijo de Dios cuenta por nada todo lo que no se dirige a la salvación o a la perfección. ¡Bienes temporales, vanos honores, salud corporal, vosotros no sois objetos dignos de la atención de Dios! ¿A cuántos cristianos podría hacerse el día de hoy la misma reconvención que Jesucristo hizo a sus discípulos? ¿Cuántos no han pedido aún nada en nombre del Salvador? Pedid y recibiréis; la promesa que os hago, dice el Salvador, debe inspirar á vuestra alma un gozo lleno y perfecto. En efecto, ¿qué cosa de más consuelo que el estar seguros de que todas vuestras peticiones serán eficaces? Vosotros poseéis el secreto para ser siempre oídos. Pedid en mi nombre; vuestra oración será siempre oída. ¿Qué es, pues, lo que podrá turbar jamás vuestra alegría, si estáis seguros de obtener infaliblemente todo lo que pidiereis? Hasta aquí, continúa el Salvador, os he hablado en parábolas, esto es, de una manera figurada y enigmática, porque no erais todavía capaces de comprender los grandes misterios de la religión.

Esta es la última conversación que tendré con vosotros antes de mi muerte. Os he hablado en términos figurados y oscuros, me he servido de ciertas parábolas cuyo sentido no habéis podido penetrar. De aquí adelante me explicaré con vosotros sin figuras; os hablaré claramente de mi Padre después de mi resurrección; os descubriré sin enigmas y sin parábolas el misterio inefable de la Trinidad, el de mi Encarnación, el de mi pasión, el de mi muerte, todo lo que concierne á la economía de la salvación y al establecimiento de mi Iglesia, y vosotros comprenderéis todo lo que yo os diré, en virtud de la inteligencia que os dará el Espíritu Santo. Entonces vosotros mismos tendréis un acceso inmediato a este Padre infinitamente bueno e infinitamente liberal; no tendréis que pedirle en mi nombre para ser oídos. No tengo necesidad de deciros que yo rogaré a mi Padre por vosotros y que uniré mis ruegos a los vuestros; vosotros debéis estar seguros que os amo mucho para que jamás os olvide; pero aún cuando yo no concurriese para que obtengáis lo que pidiereis, basta que me hayáis amado y que hayáis creído en mi para obligar a mi Padre a que os acuerde el efecto de vuestras peticiones. ¡Oh y cuanta verdad es que no hay verdadera, probidad, verdadera sabiduría ni verdadera justicia, sino la que está fundada en el conocimiento y en el amor de Jesucristo! El Padre no ama sino a los que conocen y aman a su Hijo; a nadie oye sino en virtud de los méritos de su Hijo. Vana sabiduría, probidad simulada, fantasma de hombre de bien cuando el conocimiento y el amor de Jesucristo no son el alma de esta pretendida sabiduría, de esta aparente probidad; ninguno es hombre de bien si no es verdaderamente cristiano.

Viendo el Salvador a sus apóstoles movidos y penetrados de las verdades que acaba de enseñarles, les hizo en dos palabras un compendio, por decirlo así, de los más grandes misterios de nuestra religión. Yo he salido de mi Padre, les dice, y he venido al mundo; así también dejo el mundo y me vuelvo a mi Padre. Estas pocas palabras encierran los principales artículos de nuestra fe en orden a la persona del Hijo de Dios. Su generación eterna: Yo he salido de mi Padre; su encarnación, he venido al mundo; su resurrección y su gloriosa ascensión, me vuelvo a mi Padre. He aquí en pocas palabras toda la economía de la redención del género humano y el compendio de nuestra creencia. No habiendo comprendido los apóstoles el sentido de las palabras de Jesucristo: Dentro de poco tiempo no me veréis ya, y poco tiempo después me volveréis a ver, porque me voy á mi Padre, querían preguntárselo; pero conociendo el Salvador su pensamiento había prevenido su deseo y se había explicado mas claramente. Esto fue lo que obligó a los apóstoles a decir: Ahora estamos convencidos de que sabes todas las cosas y no tienes necesidad de que nadie te pregunte para aclararle sus dudas, porque tú las sabes aún antes que se te propongan; tu descubres lo más secreto del corazón, y esto es lo que nos hace creer que has salido de Dios. Sólo Dios es el que puede penetrar el fondo del corazón y descubrir los mas secretos pensamientos; así es que nada nos confirma mas en la fe en que estamos de que tú eres el verdadero Mesías y verdadero Hijo de Dios.

Croisset, Año Cristiano.

Croisset. Cuarto domingo de Pascua

Nada particular ofrece este domingo sino lo que es común a todo el tiempo pascual; esto es, la renovación de la alegría espiritual, que es el efecto de la resurrección del Salvador, y una continuación del fervor que debe ser el fruto en el corazón de los fieles.

Los griegos le llaman el domingo de Semi-Pentecostes; esto es, de la semana que divide los cincuenta días que hay desde Pascua hasta Pentecostés, pues que el miércoles siguiente es el vigésimo quinto desde el domingo de Resurrección. Aunque la Iglesia convida a todos sus hijos a las demostraciones de una alegría santa que la gracia produce en una conciencia tranquila y en un corazón puro, con vida principalmente a los gentiles a que celebren con cánticos de alegría su vocación a la fe y a que reconozcan con himnos de acción de gracias el beneficio singular que el Señor les ha hecho sacándolos de las espesas tinieblas del paganismo. No formando ya los judíos y los gentiles sino un solo pueblo en la Iglesia por la vocación á la fe del Salvador, deben tener los mismos sentimientos y el mismo idioma; á esta unión de los dos pueblos hace alusión la Iglesia en la oración de la misa de este día, que es una de las más bellas oraciones que pueden dirigirse á Dios y que debería estar continuamente en la boca y en el corazón de los fieles.

El introito de la Misa esta tomado del salmo XCVII, que es una acción de gracias por la libertad del pueblo judío de la cautividad de Egipto, de la cautividad de Babilonia,  tal vez de alguna otra calamidad. El real Profeta, con bastante verosimilitud, designa bajo de esta figura la redención de los hombres por Jesucristo, cuya venida predice. Cantad, dice, hijos de los hombres, un cántico nuevo de la gloria del Señor, que ha obrado tantos prodigios en nuestro favor, y no ceseís de multiplicar vuestras alabanzas en su honor, de bendecirle, de glorificarle y darle gracias. El Señor ha hecho brillar d vista de las naciones su fidelidad, su omnipotencia en sus maravillas, su misericordia en sus beneficios, librando a su pueblo de una esclavitud tan peligrosa. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho nuevos prodigios en vuestro favor, librándoos de la cautividad y de la servidumbre por caminos inesperados y por una misericordia de que no os hubierais atrevido a lisonjearos: tantas maravillas de su parte, con razón merecen vuestras acciones de gracias. Como la servidumbre de Egipto y la cautividad de Babilonia no eran otra cosa que la figura de la servidumbre fatal del pecado bajo de la cual vivíamos, la libertad y manumisión de estas esclavitudes eran la figura de la dichosa libertad que felizmente nos ha adquirido Jesucristo con su muerte y con su gloriosa resurrección. ¡Qué motivo, pues, mas justo de alegría, llena de acciones de gracias y de amorosos trasportes! Dios, dice el texto sagrado, ha manifestado al mundo d su Salvador, la Sabiduría eterna, su Hijo único, su Verbo, la fuente de todo bien y de toda justicia, nuestro Redentor, y nos le ha manifestado singularmente en el día de su resurrección d todas las naciones. Ha difundido la luz del Evangelio por todo el mundo. Los pueblos que vivían en las tinieblas han percibido, en fin, esta gran luz, y la luz se ha descubierto de los que habitaban en la región de la sombra y de la muerte. (Isaías, IX.)

El Señor ha empleado la virtud de su diestra y toda la fortaleza de su brazo para conservar su pueblo y para salvarnos. Quiere decir, que el Señor, para sacarnos de la cautividad, para salvarnos, no ha empleado una fuerza extraña, ha venido él mismo en nuestro auxilio: con su propia muerte y con su triunfante resurrección es con lo que ha vencido al infierno, destruido el imperio del demonio y del pecado, y nos ha librado de la más dura de todas las servidumbres.

La Epístola de la Misa de este día está tomada de la Epístola católica del apóstol Santiago, obispo de Jerusalén, que se apellida hermano, esto es, primo de Jesucristo, cuyo designio principal es hacer ver que la fe no puede salvarnos sin las obras, aun cuando seamos justificados por la fe. Lo que constituye el asunto de la Epístola de la Misa de este do1ningo es el pasaje en que este Apóstol declara á todos los fieles que toda gracia y todo don viene de lo alto y desciende del Padre de las luces, que es la fuente de todo bien. Este Apóstol es llamado Menor para distinguirle de Santiago, hermano de San Juan, el cual es mayor que él., por decirlo así, en el apostolado, y que por la misma razón se llama el Mayor en los fastos de la Iglesia. Llamase católica su Epístola porque no se dirige á ninguna iglesia particular, sino que es común á todas las que profesan la fe de Jesucristo, o a lo menos á las que se componían de judíos convertidos al cristianismo, y esparcidas entonces en cuasi todas las partes del inundo, á lo cual alude el nombre de católica, que significa propiamente universal. Todo favor insigne., dice el santo Apóstol, y todo d6n perfecto viene de lo alto. Era un error muy común entre los judíos el creer que muchas bellas cualidades, y aun muchas virtudes, crecían dentro de nosotros como de nuestra propia cosecha y que eran frutos de nuestro libre albedrío. Los fariseos, sobre todo, creían poder por sí mismos resistir á la concupiscencia y practicar la ley sin necesidad de la oración ni de la gracia. Santiago previene á los fieles contra esta perniciosa presunción; y como aquellos á quienes se dirige principalmente su carta se habían criado en el judaísmo, temiendo no estuviesen imbuidos en este error, les enseña desde luego que todo el bien que hay en nosotros viene de Dios, y que no hay verdadera virtud que no sea un don de su misericordia.

No nos atribuyamos el mérito de nuestras buenas obras, ni pensemos que con sólo nuestras fuerzas podemos resistir los halagos de la concupiscencia; para esto necesitamos del auxilio sobrenatural de Dios y de aquella gracia que no niega á nadie. Es menester esta gracia para querer el bien, para hacer el bien, para perseverar en el bien; sin este auxilio no hay bien alguno que sea meritorio de la vida eterna. Luego toda gracia, todo don excelente viene del Padre de las luces. Llama á Dios Padre de las luces, porque él es, dice San Agustín, el que ilumina á todo el que viene al mundo, y el que imprime en nuestras almas las verdades de salud, el que nos inspira el amor y el que nos le hace poner en práctica con el auxilio de su gracia. Después de haber indicado Santiago en los versículos precedentes el origen del mal, dice un sabio intérprete, indica el del bien, y enseña que todos los bienes de la naturaleza y de la gracia, por excelentes que sean, nos vienen de lo alto y descienden del Padre de las luces. Esta proposición asegura dos verdades importantes: la una que todo lo que viene de Dios es bueno y excelente lo cual destruye la impiedad de Manés, que hace á Dios autor del pecado, la otra que todo lo que nosotros tenen1os bueno,  piadosos deseos, buenos pensamientos, obras de justicia y de caridad, todo esto viene de Dios como de su origen, lo cual refuta el error de Pelagio, que hacia al hombre autor de todo el bien sobrenatural que hace. Todo don perfecto, continúa el Apóstol, desciende del Padre de las luces, el cual no se muda .y en quien no hay ni sombra de alteración. ¡Qué dulce es depender en todo de un Señor semejante! ¡Qué consolatorio el que nuestra fortuna y nuestra suerte dependan de él! Con ninguna criatura se puede contar seriamente; todo se doblega al menor viento, todo falla, todo cambia sobre la tierra; sólo Dios no está sujeto a la vicisitud ni a la mutación. Siempre amará la inocencia, siempre recompensará la virtud, siempre tendrá horror al vicio y siempre castigará el pecado. El horror, la aversión, el vicio son los grandes resortes que mueven a obra a los hombres importantes estos tres puntos de moral. Oír .mucho y hablar poco, es siempre señal de sabiduría; y la modestia y la reserva son inseparables de la verdadera virtud. Esos grandes habladores, esas gentes que dogmatizan tanto, no suelen ser siempre los más poderosos en obras; no los que predican o escuchan la ley, sino los que la practican, son justificados delante de Dios. En consecuencia de esta verdad recomienda Santiago la mansedumbre y la paciencia a todos los fieles. La cólera es una pasión, luego es contraria la virtud. Lisonjéase uno a las veces de que no obra sino por celo, y no es más que el movimiento de su pasión el que se sigue. Dios no ha elegido nuestros arrebatos para ejercer su venganza, para esto ha establecido jueces y potestades. El celo ardiente, el celo amargo, en los particulares que no están reputados para la reforma de los otros, no es propiamente otra cosa que una ira disfrazada: cuando se limita a reformarse a si mismos, entonces podrá pasar por celo; pero luego que el celo sale de su esfera y se derrama como torrente por la tierra del vecino, ya es estrago, ya es pasión. Por esto, concluye el mismo Apóstol, renunciando á todo lo que es impuro y á todos los excesos de la iniquidad, recibid con un espíritu de mansedumbre la palabra que se ha plantado en vosotros y que tiene la virtud de salvar vuestras almas; que es como si dijera: puesto que deseáis la sabiduría, y que queréis llegar al puerto de la salud, alejad de vosotros todo lo que puede impediros el llegar á este fin, todo lo que puede suscitar nieblas y borrascas en vuestro corazón. ¿Queréis vivir en la calma y gozar de un cielo sereno? Vivid en la inocencia; domad las pasiones tan enemigas a vuestro reposo y tan opuestas al espíritu de Jesucristo; ignorad hasta el nombre mismo de la impureza; vivid en una grande inocencia; arrojad de vuestro corazón la codicia, la avaricia, el demasiado amor de vosotros mismos. ¿Queréis que las verdades que se os han enseñado, que la divina palabra que se os ha predicado, que el espíritu de Jesucristo que ha sido como ingerido en el vuestro, produzcan mucho fruto? Tened aquella dulzura cristiana que, en alguna manera, caracteriza las almas puras. El fruto de esta divina palabra es la salud.

El Evangelio de la Misa de este día esta tomado de aquel pasaje de San Juan, en que viendo el Salvador que se acercaba su ascensión al cielo, prepara sus apóstoles para esta separación sensible – que debía privarles de su presencia corporal y, por consiguiente, debía afligirles. Les hace ver que es necesario que los deje y que  les indemnizará bien de esta satisfacción puramente natural de que gozaban viéndole corporalmente con ellos. Todo el tiempo que Jesucristo estuvo visiblemente con sus apóstoles desde su resurrección hasta su ascensión, lo empleó en instruirle en los grandes misterios de la religión, de los cuales se habían hecho ya más capaces desde que en su primera aparición les hubo dado el Espíritu Santo. Esta comunicación, esta infusión del Espíritu Santo era necesaria para espiritualizar, por decirlo así, gentes tan materiales y hacerles capaces de las verdades que hasta entonces les habían sido tan incomprensibles. El Salvador, en este admirable discurso, tan instructivo y tan lleno, que hizo á sus apóstoles después de la última cena, habiéndoles hecho un compendio de cuanto aflictivo y horroroso debía sucederles en el establecimiento maravilloso de su Iglesia, les afianzo. No les había aún franqueado antes con vosotros, porque mientras yo estaba en vuestra compañía nada teníais que temer; pero ya no es tiempo de ocultaros nada. Ha llegado la hora, y yo estoy en vísperas de dejaros, por esto os he manifestado sin embozo, y aun sin figura, todo lo que tendréis que sufrir en el mundo; pero no temáis nada, aunque vais a perder mi presencia corporal, yo estaré sie1npre invisiblemente con vosotros. Acercase el tiempo en que debo volver al cielo de donde he venido. Yo me voy a aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta ¿adónde vas?

Esta pequeña reconvención que Jesucristo hace aquí a sus apóstoles, es una lección importante que les da el Salvador, -lo mismo que a nosotros. Porque os he dicho que me voy, estais afligidos, la tristeza se ha apoderado de vuestro corazón, os habeis todos consternado; pero lo que así os afecta no es más que la pérdida de mi presencia sensible, sin que tengáis presente en ninguna manera la gloria que voy a recibir subiendo al cielo, en donde debo estar sentado a la diestra de mi Padre, ni las grandes ventajas que debéis reportar de mi gloriosa ascensión. Vosotros estáis apegados a los sentidos, y no os mueve mas que lo sensible; por esto ninguno de vosotros piensa en preguntarme sobre la excelencia, sobre la felicidad de aquella dulce 1nansion de los bienaventurados, en donde Dios hace ostentación de su majestad, en donde mi sagrada humanidad va a recibir toda la gloria que le es debida, de donde he de enviaros el Espíritu Santo, el cual debe dar la última perfección a mi grande obra y derramar sobre vosotros todos mis dones. Yo os digo que me voy a aquel que me ha enviado, que vuelvo al cielo de donde he venido; y en lugar de regocijaros conmigo, tanto á causa de la felicidad que debo recibir allí, cuanto á causa de la ventaja que os resultará de mi exaltación, os afligís, no decís palabra, os veo pensativos y en profundo silencio. El pensamiento solo de mi partida os ha llenado de tal modo el corazón de tristeza, que os ha sobrecogido á todos. ¿De este modo debéis mirar lo más ventajoso que hay para vosotros? Os digo la verdad: os interesa que yo me vaya y que os prive de esta presencia corporal que hace que el amor que me tenéis sea menos espiritual y menos perfecto. Por otra parte, si yo no me fuese, el Espíritu Santo., que es el consolador y el maestro que os he prometido, no vendría, y yéndome yo, os le enviaré. Ahora bien, vosotros no ignoráis cuánto importa que venga; porque él es el que ha de convencer al mundo sobre el pecado, sobre la justicia y sobre el juicio. El Espíritu Santo, por la predicación de los apóstoles y por los milagros que obrarán, convencerá al mundo de pecado; esto es, hará conocer cuál ha sido la corrupción de costumbres y el lamentable error en que han vivido los hombres hasta aquí, sumergidos en la ignorancia del verdadero Dios, en los desarreglos más horribles y en una corrupción de costumbres universal; hará conocer. cuán criminales son los hombres, en particular los judíos, por no haber creído en Jesucristo después de tantas maravillas. Esos espíritus orgullosos y esos corazones indóciles, que habrán resistido tanto tiempo á las luces de la fe, conociendo, al fin, la virtud del espíritu de Dios por los brillantes prodigios que obrará y por la admirable santidad que comunicará a los fieles, confesaran, para confusión suya, que se han engañado cuando no han querido creerle. El mismo Espíritu Santo les convencerá también de la justicia y de la inocencia del Hijo de Dios, haciendo ver que aquel a quien han condenado tan injustamente a muerte ha resucitado y ha subido al cielo para reinar allí eternamente con su Padre. En fin, convencerá al n1undo y a todos sus partidarios de la equidad del juicio hecho contra el demonio que se había como atribuido el imperio del mundo; en donde reinaba con tanta tiranía y se había hecho erigir tantos altares; conocerán la justicia con que ha sido destruido el reino de este tirano, abolido sus leyes perniciosas é injustas, condenado sus falsas máximas y extinguido su poder, no solo por la destrucción de la idolatría, sino también por el establecimiento de una religión tan santa, la cual será la obra y la obra maestra del Espirita Santo y el fruto de la predicación del Evangelio. Estos son los tres efectos principales de la venida del Espíritu Santo que yo os enviaré. Él convencerá al mundo del pecado de los judíos, y de todos los que han rehusado creer en mi, después de las brillantes e incontestables pruebas de mi divinidad; convencerá al inundo de la justicia, haciendo ver á los judíos y los paganos que no habrá justicia ni verdadera virtud más que en la religión cristiana; convencerá, en fin, al mundo del juicio, destruyendo el imperio que tenia el demonio en el mundo sobre el espíritu y el corazón de todos los pueblos, por las falsas y perniciosas máximas que habían tenido fuerza de ley hasta la venida de Jesucristo.

Después de una instrucción tan importante y que viene á ser el compendio, por decirlo así, de nuestra religión, añade Jesucristo que aún tenia muchas cosas que decirles; pero que no estaban todavía en disposición de comprenderlas, y que no quería cargar su entendimiento de lo que no podía aún digerir: que les reservaba el conocimiento de ellas hasta la venida del Espíritu de verdad, el cual les enseñaría todas las verdades necesarias para su perfección, para su salvación y para la de los demás. Había dicho el Salvador a sus apóstoles que les había descubierto todo lo que él había oído de su Padre, esto es, todo lo que eran capaces de comprender antes de haber recibido la plenitud del Espíritu Santo y aquella inteligencia sobrenatural, que era uno de sus principales dones; pero había aún muchas más cosas n1isteriosas, cuyo verdadero sentido no eran todavía capaces de comprender.· Estos grandes misterios. estas verdades superiores, al alcance del entendimiento humano eran: la unión sustancial de la divinidad v de la humanidad en la persona adorable de Jesucristo; la espiritualidad de su reino eterno y temporal; su estado de hun1illacion y de gloria, de poder y de flaqueza, de victima por los pecados del mundo y de hombre sin pecado. Era necesario que viniese el Espíritu Santo para que les diese el don de inteligencia; para que disipase todas sus oscuridades y para que conciliase todas estas contradicciones aparentes, y esto es lo que ha hecho el Espíritu Santo, esta es su obra. Cuando venga aquel Espíritu de verdad, continúa el Salvador, los enseñará todas estas verdades y os comunicará una inteligencia clara de todos estos misterios. No hablará de si mismo, es decir, así como el Hijo nada dice de si -mismo, esto es, así con lo que éste dice, no lo dice solo, sino que su Padre lo dice con él, del mismo modo el Espíritu Santo nada dice de su propia autoridad, esto es, absolutamente solo, porque procediendo del Hijo lo mismo que del Padre, y recibiendo de ellos la misma naturaleza y la misma ciencia, nada dice, nada puede decir, sin lo que el Hijo dice con su Padre, no siendo las tres divinas personas más que un solo Dios: así que no penséis que el Espíritu Santo deba enseñaros una doctrina diferente de mía; es la misma doctrina, de la cual os dará un conocimiento mas perfecto y os desenvolverá el verdadero sentido. El Salvador se había explicado en otra parte poco más o menos en el mismo sentido, cuando decía a los judíos: Mi doctrina no es mía, sino ele aquel que me ha enviado. Todas estas maneras de hablar nos dan una idea muy clara del misterio adorable de la Trinidad, un solo Dios en tres personas.

Por fin, el Espíritu Santo os dará a conocer claramente el porvenir, añade el Salvador, llenándoos del espíritu de profecía, necesaria en el nacimiento de la Iglesia que vosotros debéis establecer. Todo lo que hará este Espíritu Santo será para mi gloria, porque es en el Espíritu, como es Espíritu de mi Padre; porque tendrá parte en lo que a mi pertenece, y os lo dará a conocer. Cuasi todos los intérpretes, después de los Santos Padres, no dudan que Jesucristo por estas palabras, tendrá parte en lo que a mi me pertenece, haya querido indicar que el Espíritu Santo procede del Hijo como del Padre, y que los dos le comunican la naturaleza y las perfecciones divinas que el Hijo mismo recibe del Padre por su generación eterna, y que el Espíritu Santo tiene por su eterna procesión de los dos. Es como si dijese el Hijo de Dios: El Espíritu Santo vendrá como un enviado, que no habla en su nombre y sólo por si. Como procede de mi Padre y de mi, y nosotros somos los que le envían, así como todos tres tenemos la misma naturaleza divina, así también tenemos una misma voluntad; y por tanto, todo lo que os enseñará es mi doctrina, y no os dirá nada que mi Padre y yo no os dijésemos: él es el que le glorificará, haciendo conocer a los hombres mi divinidad, que es la misma que la suya y la de mi Padre , porque estas tres personas el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo no son más que un solo Dios. Hará conocer esta divinidad por medio del don de inteligencia que comunicará a los fieles y por las maravillas que les hará mostrar en mi nombre.

Croisset, Año Cristiano. Cuarto domingo de Pascua.

Croisset. Primer domingo de Pasión

Siempre se ha contado el domingo de Pasión, con respecto al oficio, en el número de los más solemnes, y no cede a ninguna otra solemnidad en la Iglesia. Como no hay misterio en nuestra religión que nos toqué más de cerca y en que el amor que Jesucristo nos tiene aparezca con más viveza que el de la redención, no hay tampoco otro que más nos interese, ni que exija de nosotros un reconocimiento más vivo y un tributo más justo de compasión, de imitación, de ternura y de amor. La Iglesia comienza hoy a llamar nuestra atención a  los preparativos de la muerte de Jesucristo, por la consideración particular del misterio de su pasión, que no pierde de vista en toda la Cuaresma, pero singularmente en estos últimos quince días; de suerte que puede decirse que las cuatro primeras semanas de Cuaresma están particularmente destinadas a conducir al pecador a que haga penitencia por sus pecados, y las dos últimas a hacerle honrar el misterio de la Pasión del Salvador, por la participación, por decirlo así, de sus tormentos. Como fue este el tiempo poco más ó menos en que los sacerdotes, los doctores de la ley, llamados escribas, y los fariseos (confundidos y desconcertados por la resurrección de Lázaro, la cual había atraído un gran número de nuevos discípulos a Jesucristo, a quien no se apellidaba ya cuasi por todas partes más que por el Mesías) comenzaron a tramar su muerte, y como se cree que en este día fue cuando quedó determinada, la Iglesia, para manifestar su tristeza, se viste en él de luto; quita de sus oficios todo cántico de alegría, cubre sus altares, y en todas sus oraciones da a entender su dolor y su aflicción. Con la propia mira emplea en los oficios nocturnos la profecía de Jeremías, quien parece haber figurado á la vez los dolores de Jesucristo en su Pasión, y las desgracias ocasionadas por los pecados de aquellos que este divino Salvador había venido á rescatar con su muerte.

En algunos lugares la Iglesia toma hasta ornamentos negros, para hacer su luto todavía más sensible á la vista de los pueblos, e inspirarles, por medio de este lúgubre aparato, los sentimientos de compunción y de tristeza que convienen a los misterios que celebra en este santo tiempo. Y si la Iglesia, dicen los Padres, está sumergida en la tristeza y cubierta de luto en estos días de llanto, ¿será razón que sus hijos animen los sentimientos de una alegría profana? ¡Qué extravagancia tan escandalosa; qué impiedadseria, si se viesen los hijos presentarse en público con un brillante equipaje, divertirse con algazara, mientras que su Madre gime en la aflicción y tiene su corazón anegado en la amargura! Seguramente se hubiera mirado antiguamente como un apóstata, un cristiano que en el tiempo de Pasión se hubiera presentado en público con trajes ostentosos ó se hubiera atrevido a tomar parte en fiestas mundanas.

Llamabanse estas dos semanas de Cuaresma las dos semanas de Xerophagias, esto es, en las que no sólo estaba prohibido el uso de los lacticinios, sino también el del pescado, y sólo se alimentaban los fieles con legumbres secas. El ayuno era también más riguroso, y todo respiraba en ellas la penitencia. Hay algunos autores que llaman a este día el domingo de la Neomenia, esto es, de la Nueva Luna Pascual, porque, en efecto, no deja nunca de acaecer después de la nueva luna de Marzo, así como el domingo de Pascua después de la luna llena. Estos dos últimos domingos de Cuaresma se han distinguido siempre de los cuatro primeros: aquéllos se llaman domingo de Pasión y de Ramos, y éstos simplemente domingos de Cuaresma.

Los Santos Padres distinguen estas dos últimas semanas de las cuatro precedentes: aquéllas se llaman las semanas de Pasión, porque la Iglesia en todo este tiempo está en mayor duelo y los fieles dedicados a ejercicios de una devoción más tierna y de una penitencia más austera; éstas se llaman simplemente semanas de  Cuaresma, durante las que la penitencia y el ayuno se observaban con un poco menos rigor.

Esta distinción se ve manifiesta en los sermones de San León, de los cuales unos se intitulan para las cuatro semanas de Cuaresma, y los otros para el tiempo de Pasión: hay doce para la Cuaresma, y diez y nueve para el tiempo de la Pasión. Aquí se ve también que se predicaba más a  menudo los catorce últimos días de Cuaresma; que eran más continuos y más ordinarios los ejercicios de piedad y las buenas obras, y que se ayunaba con más austeridad. Eran más frecuentes las instrucciones que se hacían a los competentes, esto es, a  los catecúmenos que en el último examen se había juzgado suficientemente instruidos para recibir el bautismo la víspera de Pascua, y nada se omitía para disponerlos a recibir dignamente este grande sacramento.

El introito de la Misa de este día está tomado del salmo 42, en el que David, desterrado y perseguido por Saúl, suspira por s u vuelta y por la vista del tabernáculo. El pide esta gracia al Señor, y se consuela con la esperanza de obtenerla; pero al mismo tiempo ruega al Señor que haga patente su inocencia. Compuso David este salmo al tiempo que Jonatás le declaró que Saúl estaba por último resuelto a quitarle la vida. Esto es, sin duda, lo que h a obligado a la Iglesia a elegirle para el tiempo en que la muerte del Salvador quedó decidida por los escribas, los fariseos y los sacerdotes.

La Misa de este día comienza por el primer versículo del salmo. Júzgazdme, Dios mío, y por en medio de lo que una liga criminal publica para difamarme, haced que aparezca a vista de todo el mundo mi inocencia; sustraedme al odio de un perseguidor tan injusto como artificioso, puesto que vos sois todo mi apoyo y toda mi fortaleza. Se ve bien la relación que tiene este texto con el misterio del dia. Haced que brille a mis ojos vuestra fidelidad en vuestras promesas; ella me hará caminar sin temor en medio de los más evidentes peligros, y me conducirá hasta vuestra montaña santa y a vuestros tabernáculos. Los Padres entienden por la luz y la verdad a Jesucristo. San Cirilo por la luz entiende al Hijo, y por la verdad al Espíritu Santo. Los mismos rabinos explican lo uno y lo otro del Mesías; y es claro que la montaña santa, en el sentido místico, es la Iglesia de Jesucristo.

Pocos santos hay a quienes la meditación de la Pasión de Jesucristo no haya sido familiar, y que no hayan encontrado en este gran misterio un fondo inagotable de fortaleza, de confianza y aun de alegría en las adversidades. Se consuela uno fácilmente en sus aflicciones y en sus molestias cuando mira con los ojos de la fe y con un corazón cristiano a un Dios espirando por nosotros en la cruz. Si Jesucristo ha sufrido, dice el apóstol San Pedro, ha sido para darnos ejemplo; y por el ejemplo mismo que nos ha dado, nos ha suministrado un motivo poderoso para animarnos a sufrir, y nos ha merecido la gracia para ello. El Padre Eterno dice a cada uno de los cristianos, mostrándole a su Hijo sobre el Calvario, lo que había dicho en otro tiempo a Moisés: Mira este modelo que se te propone sobre esta montaña, y aplícate a imitarlo. No podrías ser predestinado, si no fueses la copia de este divino original, y si no te hicieses semejante a  Jesucristo crucificado; porque tu predestinación la h a merecido él principalmente sobre la cruz. Falta, dice San Pablo, alguna cosa a la Pasión de Jesucristo, con respecto a nosotros; es preciso que se le agregue por nosotros lo que le falta, y es la aplicación; ella no puede sernos útil, si no puede aplicársenos; es preciso, pues, estar clavado en la cruz con Jesucristo, como el apóstol; es indispensable estar unido a Jesucristo paciente. Que un Dios, como Dios, obre como señor y como soberano, dice uno de los más celebres oradores cristianos; que haya criado con una sola palabra el cielo y la tierra; que haga prodigios en el universo y que nada resista a su poder, es una cosa tan natural para él, que no debe ser cuasi motivo de admiración para nosotros.

Pero que un Dios sufra, que un Dios espire entre tormentos, que un Dios, como habla la Escritura, guste la muerte, siendo él solo quien posee la inmortalidad, esto es lo que ni los ángeles ni los hombres comprenderán jamás. Este es el misterio de la Pasión de Jesucristo, el cual obligó al profeta a  exclamar: Llenaos, cielos, de asombro, porque he aquí lo que sobrepuja todos nuestros conocimientos y lo que exige toda la sumisión y obediencia de nuestra fe; pero también en este gran misterio ha triunfado nuestra fe del mundo: ¿y cuándo triunfará de nosotros mismos? Ella ha triunfado d e nuestro entendimiento: ¿y cuándo triunfará de nuestro corazón y de nuestras pasiones? E s muy extraño que en el tiempo mismo en que todo nos predica la Pasión del Salvador, en un tiempo singularmente consagrado a honrar sus humillaciones y sus tormentos, apetezca un cristiano el fausto, alimente un fondo de orgullo y de ambición y viva entre los placeres. La Iglesia nada omite para inspirarnos el espíritu de humildad, de compunción, de mortificación y de tristeza santa en estas dos últimas semanas de Cuaresma. Sus oficios, su gran luto, sus oraciones, todo tiende a  hacernos sensibles a los tormentos y a la muerte de Jesucristo.

La Epístola de la Misa de este día está tomada del capitulo de la admirable carta de San Pablo a  los hebreos, en la que el santo apóstol demuestra, con tanto vigor como elocuencia, la superioridad y la excelencia infinita de la nueva ley sobre la antigua; y hace ver, por los mismos términos de la ley, la infinita desproporción del sacerdocio de Aarón y de las ceremonias legales con el sacerdocio eterno y el sacrificio de precio infinito de Jesucristo. Como el santo apóstol escribía a los judíos instruidos en su ley y encaprichados con sus ritos y sus ceremonias, no se sirve más que de su misma ley para demostrar que ella no era más que la sombra de la ley nueva; que todos sus sacrificios de expiación, de acciones de gracias, de propiciación, no eran más que una débil figura del sacrificio y de la muerte de Jesucristo en la cruz, el cual ha sido la única victima capaz de borrar y de quitar el pecado del mundo. Todo su razonamiento se funda en la Escritura misma; su estilo es ajustado, alegórico y todo figurado, conforme al genio y a la costumbre de los orientales.

Después de haber demostrado San Pablo, por medio de un razonamiento sin réplica, la indigencia, la impotencia, el vacío de todo lo más respetable, más religioso y más sagrado que teñía la antigua ley; después de haber manifestado que todo en ella no era santo, más que con una santidad puramente legal, puesto que nada era capaz de santificar al alma, borrar el pecado, ni abrir le cielo, cerrado a todo el género humano desde el pecado del primer hombre, hace ver cuán inferior era el sacerdocio levítico al de Jesucristo. Toda la virtud de aquél se reducía a algunas purificaciones legales, a procurar algunos bienes temporales; el gran sacerdote no entraba más que una vez al año en el Santo de los santos, que era la parte más sagrada de un tabernáculo material hecho por mano de los hombres, y la entrada de este tabernáculo estaba cerrada a todos. He aquí el compendio de la virtud y de las prerrogativas del antiguo sacerdocio. Jesucristo, dice el Apóstol, habiéndose presentado como el pontífice de los bienes futuros, esto es, de los bienes eternos, de los bienes espirituales y celestes, de los bienes sobrenaturales, ha entrado una vez en el santuario, es decir, en el cielo, y por la triunfante ascensión de su humanidad nos ha abierto a todos la entrada. También se vio que el velo que cerraba la entrada del santuario en el templo se desgarró en la muerte del Salvador. El tabernáculo por el cual, ó con el cual, según el Apóstol, ha entrado Jesucristo en el celeste santuario, es la naturaleza humana de que se h a revestido, y con la que ha subido al cielo, para prepararnos allí un lugar y para tomar posesión de él, dice San Juan Crisóstomo, en nombre de todos. Por un tabernáculo, mucho más excelente, más perfecto y más santo, dice el Apóstol. En efecto, la carne, la humanidad del Salvador es el verdadero tabernáculo del Verbo encarnado: este hombre es en quien reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad, el que no ha nacido ni sido concebido de la manera que los demás; no hecho con la mano del hombre. El Espíritu Santo le ha formado de un modo sobrenatural en el seno de la Santísima Virgen; no de esta creación: no es el hombre el que le ha formado sino la operación del Espíritu Santo. El gran sacerdote no entraba en el Santo de los santos sino en el día de la expiación, llevando allí la sangre de las victimas, esto es, de los machos cabrios y de los novillos que había inmolado, por sus pecados y por los del pueblo. Jesucristo, único Pontífice eterno, no ha entrado en la estancia de los bienaventurados con la sangre de los animales inmolados, sino con su propia sangre derramada voluntariamente, no por él, que era la inocencia misma, sino generalmente por la remisión de los pecados de todos los hombres; y por este divino sacrificio, por esta sangre adorable derramada sobre el altar de la cruz, sangre de la nueva alianza, ha entrado, no una vez cada año como el gran sacerdote de los judíos, sino una vez para siempre. El efecto de este sacrificio no es, como los sacrificios de la antigua ley, el purificarnos de algunas manchas legales y pasajeras; la expiación que nos aplica, habiéndonos abierto el cielo para siempre, produce su efecto en la misma eternidad; nos purifica de todas nuestras manchas interiores, nos da la gracia, la justicia, la inocencia, nos libra de la muerte eterna y nos hace hijos de Dios. Se llamaba el santuario del tabernáculo el Santo de los santos, esto es, el lugar santo, la estancia santa de los santos, lo cual no conviene propiamente más que al cielo, asiento de los bienaventurados, sólo verdadero lugar santo de los santos, cuya entrada nos ha abierto a todos Jesucristo habiendo entrado en él, y del que el santuario del tabernáculo y del templo de Jerusalén era sólo la figura. Y si la sangre de los machos cabrios y de los toros, si la aspersión hecha con la ceniza de una novilla santifica a los que están manchados, purificándolos según la carne; ¿cuánto más la sangre de Jesucristo, la cual por el mismo que no tenía mancha se ha ofrecido a Dios por el Espíritu Santo, limpiará nuestra conciencia de la impureza de las obras muertas?

Leemos en el libro de los Números que una de las ceremonias legales era inmolar solemnemente una novilla roja. Después de haberla degollado en presencia del pueblo, se la quemaba; tomaba el sacerdote las cenizas, las cuales distribuía al pueblo, para que con ellas hiciese una agua de aspersión, esto es, que esta ceniza puesta en el agua servia para purificar de las manchas contraídas  en los funerales y por el contacto de un cuerpo muerto. Todo esto era misterioso. Los israelitas, nacidos y criados en medio de las supersticiones paganas de los egipcios, tenían necesidad de esta especie de ceremonias materiales y sensibles, capaces de borrar en ellos las ideas de las supersticiones a que estaban acostumbrados

Una de las más religiosas entre los egipcios era el no matar jamás vacas; este animal era sagrado entre ellos, en consideración de Isis, a quien adoraban en este vil animal. Para inspirar, sin duda, a los israelitas horror a las ceremonias y supersticiones egipcias, les ordenó el Señor que ofreciesen en sacrificio esta novilla, diosa de los egipcios, cuyas cenizas, mezcladas con el agua, debían servir para la expiación de las manchas legales. Ahora bien, dice San Pablo: si la aspersión de los toros y de los machos cabrios; si la aspersión hecha con la ceniza de una novilla santifica a  los que están manchados, purificándoles según la carne, esto es, los hace capaces de acercarse a  las cosas santas y

participar del culto del Señor, ¿cuánto más la sangre de Jesucristo, Dios y hombre, derramada por un efecto de su elección, de su amor, de su voluntad de redimirnos, nos limpiará de nuestras manchas interiores y de nuestros pecados, que el Apóstol llama aquí obras muertas? L a razón de esta consecuencia es que los animales no se ofrecían a  si mismos: el Espíritu Santo no era el motor interior de esta oblación, y no servían más que para un culto figurado, al paso que Jesucristo se ofrece a  si mismo, por el movimiento del Espíritu Santo, como una victima sin mancha, y nos hace dar al Dios vivo un verdadero culto. E s decir, que la oblación de Jesucristo era voluntaria, santa, espiritual y de un precio infinito: cualidades que faltaban a los sacrificios de los animales y a  todas las ceremonias legales; y por esto él es el mediador del nuevo Testamento. Moisés ha sido como el mediador y el ministro de la antigua alianza entre el Señor v los israelitas, la cual fue confirmada con la sangre de las victimas inmoladas al pié del monte Sinai: Jesucristo es el mediador de la nueva, sellada con su propia sangre, que él ha derramado para expiar nuestros pecados, para reconciliarnos con su Padre y merecernos la cualidad de hijos suyos. Después de la lectura de todos los preceptos de la ley y de las promesas hechas a  los que los observasen, empapó Moisés en ]a sangre de las víctimas inmoladas una rama de hisopo, y roció con ella el libro, el pueblo, el tabernáculo y todos los vasos que servían para el culto de Dios, pronunciando estas palabras: He aquí la sangre del Testamento y de la alianza que Dios ha hecho hoy con vosotros. La verdad debe responder á la figura; era necesario, pues, que el pueblo cristiano figurado por el pueblo judío fuese rociado interiormente con la sangre de Jesucristo, de la cual era figura la de los animales, y por consiguiente, que Jesucristo derramase su sangre. Ningún heredero entra en posesión de la herencia sino después de la muerte del testador: era preciso, pues, que Jesucristo muriese, a fin de que pudiésemos entrar en la herencia que nos había prometido.

El Evangelio de la Misa de este día no tiene menos relación que la Epístola con el gran misterio de la Pasión, cuya solemnidad, que continúa hasta la Pascua, comienza este domingo. Hallándose el Salvador en el templo, cinco ó seis meses antes de su muerte, hizo un largo y admirable discurso a  una multitud de gentes que le escuchaban, en el cual les explicó su unión con el Padre; el carácter y la potestad que había recibido de él; la autoridad y autenticidad de su divina misión; la deplorable ceguedad de los que rehusaban reconocerle y recibirle; la excelencia, en fin, y la verdad de su doctrina. Había estrechado mucho a los judíos con vivas amonestaciones, y les había hecho conocer el agravio que le hacían en no creer en él, y un razonamiento tan justo y tan concluyente les hacia inexcusables. Porque, al fin, les decía, no puede haber más que dos pretextos para justificar vuestra obstinada incredulidad; ó los defectos que advertís en mi conducta, ó los errores que descubrís en mi doctrina. Ahora bien, yo os desafío si podéis reprenderme en alguna cosa, sea en mi doctrina, sea en mi vida, no obstante que hace ya tanto tiempo que me observáis con tanta malignidad: porque, ¿quién de vosotros podrá convencerme de la menor culpa? Si, pues, no podéis acusarme de nada; si mis obras y  mis leyes son igualmente irreprensibles; si no os predico más que la pura verdad; si autorizo aun todo lo que digo por la pureza de mis costumbres y con el esplendor de los mayores milagros; ¿por qué no creéis lo que os digo? Considerad aquí, hermanos míos, exclama San Gregorio, la extrema dulzura de un Dios que se abate hasta mostrar que no es un pecador, aquel que por su poder divino puede justificar a todos los pecadores. No os diré yo aquí, continúa el Salvador, cuál es la causa de vuestra incredulidad: sólo os diré que todo aquel que está animado del espíritu de Dios oye de buena gana su palabra: la razón por que vosotros no oís de buena gana la palabra de Dios es porque no sois hijos de Dios. Esta reprensión tan bien fundada y tan caritativa ofendió a los judíos, y no le respondieron más que con injurias y blasfemias, tratando al Salvador de blasfemo y endemoniado. Tal es aún todos los días el reconocimiento de los libertinos: advertirles sus extravíos, ellos no responden más que con injurias. Miraban los judíos con un odio y un desprecio extremo a los samaritanos, a los que consideraban como enemigos de su religión y de la ley de Moisés. Dan, pues, el nombre de samaritano al Salvador, porque no se extrañaba como los judíos de aquel pueblo. Había permanecido algunos días en Sichem, les había predicado la palabra de Dios, no les excluía de la salvación, teniendo tanto interés por su conversión como por la de los demás. Tampoco responde el Salvador a la primera injuria, y se contenta con decirles con su ordinaria dulzura que no estaba poseído del demonio; que si les decía verdades con más fuerza que lo que ellos quisieran, no debían tomar por furor lo que no era otra cosa que un celo caritativo; que nada le movía más que la gloria de su Padre, y su salvación; que bien podían cargarle de injurias, pero que no por eso despertarían en él el resentimiento; que en cuanto a hombre no buscaba su propia gloria; que dejaba todo el cuidado de esto a  aquel sobre quien recaían los ultrajes que a él se le hacían, y que siendo el soberano Juez no dejaría de vengarle de sus calumniadores. Queriendo templar, por decirlo así, el Salvador esta terrible amenaza por una promesa agradable: Yo os aseguro, les añade, que cualquiera que observare mis preceptos, no morirá jamás.

Los judíos, que despreciaban igualmente sus promesas que sus amenazas, le respondieron con indignación: Nunca mejor que ahora conocemos que es el demonio el que te hace hablar. Abraham ha muerto, los profetas han muerto también, y ¡te atreves á decir que los que guardaren tus preceptos no morirán! ¿Eres tú mayor que nuestro padre Abraham? ¿Eres mejor que todos los profetas a quienes no ha perdonado la muerte? ¿Quién piensas tú que eres? Todo este razonamiento rueda sobre un falso principio; ellos suponen que Jesucristo habla de una vida temporal, y de lo que habla el Salvador es de la vida del alma, de la vida eterna. Vosotros pensáis, continúa, que lo que yo digo es una vanagloria qué me atribuyo. No tengo yo que glorificarme, bastante me glorifica mi Padre delante de vosotros por tan repetidos prodigios; él es el que hace brillar en mi su poder por las maravillas que obro a vuestra vista, y por la verdad que os anuncio. Y no digáis que este Padre os es desconocido, y que yo os hablo enigmáticamente: este Padre es el Dios que vosotros adoráis y cuyo testimonio os negáis a  recibir; puede aún decirse que para vosotros es un Dios desconocido, puesto que no reconocéis las obras que ejecuta por mi. Si le conociéseis, descubriríais en mi persona todos los caracteres del Mesías, y me reconoceríais por hijo suyo: para mi, yo le conozco perfectamente, y haría traición a la verdad si fuese capaz de decir lo contrario. Pueblo ingrato, vosotros no conocéis a vuestro Dios, ni a aquel que él os h a enviado para dárosle a conocer: yo si, yo conozco a  Dios mi Padre, y si dijese que no le conocía, seria tan mentiroso como vosotros diciendo que le conocéis. Si le conociéseis, guardaríais fielmente sus preceptos: yodos guardo con extrema fidelidad porque le conozco claramente. Se ve que Jesucristo habla aquí como hombre. ¡De qué honor no blasonáis, añade, porque tenéis a Abraham por padre! Sabed, pues, que este gran patriarca, ilustrado con luz divina, conoció el día feliz en que yo debía venir al mundo; le vio como lo había deseado ardientemente, y dio saltos de alegría. Los judíos, que no habían comprendido el pensamiento del Salvador, le dijeron con un tono despreciativo: No tienes todavía cincuenta años, y quieres hacernos creer que eres del tiempo de Abraham. Tomando entonces el Hijo de Dios un tono de maestro, y queriendo darles a entender sin alegoría y sin figura que él era en toda la eternidad como Dios. En  verdad os digo, les respondió, si, yo os lo digo, y es verdad, yo soy antes que Abraham estuviese en el mundo. Los judíos comprendieron muy bien que el Salvador decía que era tan eterno como su Padre; juzgaron esto como una blasfemia, y tomaron piedras para apedrearle como blasfemo; pero Jesús, que quería morir en la cruz y no apedreado, desapareció de sus ojos haciéndose invisible, y salió del templo, reservando el sacrificio de su vida para el tiempo que su Padre le había señalado.

Año Cristiano, Dominicas, Juan Croisset.

Sermón Primer Domingo de Adviento

SERMON DE ADVIENTO

Sermón de San León, Papa.

Sermón 8 del ayuno del 10º mes y de las limosnas.

Cuando el Salvador instruía a sus discípulos, y a toda la Iglesia en sus Apóstoles, acerca del advenimiento del reino de Dios, y del fin del mundo y de los tiempos, les dijo: “Guardaos de no agravar vuestros corazones con la crápula y la embriaguez y los cuidados del siglo”. Cuyo precepto especialmente se refiere a nosotros, ya que el día anunciado, si bien nos es desconocido, no dudamos de que esté cercano.

Para cuyo advenimiento deben prepararse todos los hombres, no sea que halle a alguno dedicado al cuidado de su carne o a los negocios del siglo. La experiencia nos enseña que los excesos en la bebida ofuscan la mente, y la saciedad de manjares disminuye el vigor del corazón. Los deleites de la comida son contrarios a la salud si no se moderan por la templanza y no se sustrae al placer lo que podría convertirse en perjudicial.

Es propio del alma privar de algunas cosas al cuerpo que le está sujeto, y apartarle de las cosas exteriores que le son nocivas, para que, libre habitualmente de las carnales concupiscencias, pueda ella dedicarse en su interior a la meditación de la divina sabiduría, y, acallado el tumulto de los cuidados externos, gozarse en la contemplación de las cosas santas y en la posesión de aquellos bienes que han de durar eternamente.

SERMON DEL EVANGELIO

Homilía de San Gregorio, Papa.

Homilía 1 sobre los Evangelios.

Deseando nuestro Señor y Redentor hallarnos preparados, nos anuncia los males que acompañarán al mundo en su vejez, para que de esta suerte no nos apartemos de su amor. Nos muestra las calamidades a fin de que, si no queremos temer a Dios mientras gozamos de tranquilidad, por lo menos nos espanten sus castigos y nos atemorice su juicio cercano.

Un poco antes de este Evangelio, había dicho el Señor: “Se levantará un pueblo contra otro pueblo, y un reino contra otro reino, y acontecerán grandes terremotos por los lugares, peste y hambres”. Y, tras algunas palabras, añade: “Se verán fenómenos prodigiosos en el sol, la luna y las estrellas; y en la tierra estarán consternadas y atónitas las gentes por el estruendo del mar y de las olas”. De estas cosas, algunas vemos que se han ya cumplido, y otras tememos que presto sucederán.

Levantarse unos pueblos contra otros, y demás calamidades, vemos en nuestros tiempos mucho más de lo que leemos en los libros. Ya sabéis cuántas ciudades han destruido los terremotos. En cuanto a las pestes, las sufrimos sin cesar. Las señales en el sol, la luna y las estrellas, aún no las vemos tan manifiestas, mas según las mudanzas que del aire experimentamos, creer podemos que no están muy lejanas.

Breviario Romano

Textos para meditar: Domingo después de la Ascensión

Sermón de San Agustín, Obispo.

Sermón 2 de la Ascensión del Señor, el 175 del Tiempo.

Nuestro Salvador, carísimos hermanos, ha subido a los cielos; no nos conturbemos por lo tanto en la tierra. Tengamos allá nuestra mente, y aquí gozaremos de descanso. Entre tanto subamos junto a Cristo con el corazón; y cuando llegue el día prometido, le seguirá nuestro cuerpo. Con todo, hermanos, debemos saber que con Cristo no sube la soberbia, ni la avaricia, ni la lujuria. Ningún vicio nuestro sube con nuestro médico. Por lo cual, si deseamos subir en pos del médico, debemos deponer los pecados y los vicios. Todos éstos son como unas cadenas que pretenden mantenernos cautivos en los lazos de nuestros pecados, por lo cual con el auxilio divino, y según dice el Salmista: “Rompamos nuestras cadenas”, a fin de que podamos decir al Señor con seguridad: “Tú rompiste mis vínculos; te ofreceré un sacrificio de alabanza”.

La resurrección del Señor constituye nuestra esperanza; su ascensión, nuestra glorificación. Hoy celebramos la solemnidad de la Ascensión. De consiguiente, si celebramos la Ascensión del Señor recta, fiel, devota, santa y piadosamente, subamos con Él y elevemos también nuestros corazones. No obstante, con esta ascensión no nos envanezcamos, ni presumamos de nuestros méritos como si fuesen propios. Debemos tener levantados nuestros corazones al Señor. Tener el corazón levantado, pero no hacia el Señor, es soberbia; tener el corazón elevado al Señor es tenerlo en un refugio seguro. Atended, hermanos, a un gran milagro. Alto es Dios; si te exaltas, huye de ti; si te humillas, desciende a ti. ¿Por qué esto? Porque siendo el Señor, como es, altísimo, pone los ojos en las criaturas humildes y mira como lejos de sí a los altivos. Lo humilde, lo contempla de cerca, para elevarlo: lo alto, la soberbia, lo conoce desde lejos para abatirlo.

Cristo resucitó para darnos esperanza al mostrarnos cómo resucita un hombre que había muerto. Nos comunicó esta firme convicción, a fin de que al morir no desesperásemos, pensando que con la muerte termina nuestra vida. Estábamos ansiosos acerca de nuestra alma, y Él, resucitando, nos dio confianza de que resucitaría aun la carne. Cree, de consiguiente, para que seas purificado. Ante todo es necesario que creas, a fin de que después por la fe merezcas ver a Dios. ¿Deseas ver a Dios? Oye lo que Jesús dice: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Ante todo, trata de purificar tu corazón. Quita de él cuanto pueda ser desagradable a Dios.

Homilía de San Agustín, Obispo.


Tratado 92 sobre San Juan.


El Señor Jesús, en el sermón que dirigió a sus discípulos después de la cena, cercano ya a la pasión, debiendo partir y habiendo de privarles de su presencia corporal, por más que, por su presencia espiritual permanecería entre todos los suyos hasta la consumación de los siglos, en aquel discurso les exhortó a soportar las persecuciones de los impíos, a quienes designó con el nombre de mundo. Del seno de este mundo, con todo, había elegido a sus discípulos; se lo declaró a fin de que supieran que ellos eran lo que eran por la gracia de Dios; y que por sus vicios fueron lo que habían sido.

Después anunció claramente que los judíos serían sus perseguidores y los de sus discípulos, a fin de que quedara bien sentado que los que persiguen a los santos están comprendidos en esta denominación de mundo condenable. Y después de decir que ellos desconocían al que le envió, y que, no obstante, odiaban al Hijo y al Padre, es decir, al que había sido enviado y al que le había enviado (de todo lo cual hemos tratado ya en otros sermones), llegó al pasaje en que dice: “Para que se cumpla lo que está escrito: Me odiaron sin motivo”.

Después, como consecuencia, añadió aquello que hace poco empezamos a tratar: “Cuando viniere el Consolador, que Yo os enviaré del Padre, Espíritu de verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí, y vosotros también daréis testimonio, puesto que desde el principio estáis en mi compañía”. Ahora bien, ¿cómo puede entenderse esto con relación a lo que antes había dicho: “Mas ahora me han visto y me han aborrecido a mí y a mi Padre; por donde se viene a cumplir la sentencia escrita en su Ley: «Me han aborrecido sin causa alguna”? ¿Acaso porque cuando vino el Paráclito, este Espíritu de verdad, convenció con testimonios más evidentes a los que, habiendo visto sus obras, le aborrecieron? Hizo más aún: ya que manifestándose a aquéllos, convirtió a la fe, que obra mediante la caridad, a algunos de aquellos que habían visto, cuyo odio perduraba.

Textos para meditar: IV domingo de Pascua

Homilía de San Agustín, Obispo.

Tratado 94 sobre San Juan, en el principio.

Habiendo predicho nuestro Señor Jesucristo a sus discípulos las persecuciones que padecerían después de su pasión, añadió: Estas cosas no os las dije en el principio, porque estaba con vosotros; y ahora me vuelvo a Aquel que me ha enviado. Debemos indagar si les había ya anunciado las futuras persecuciones. Los otros tres evangelistas demuestran que se las había predicho suficientemente antes de celebrar la Cena; terminada la cual les habló así, según San Juan: Estas cosas no os las dije en el principio, porque estaba con vosotros.

¿Acaso no se podrá resolver esta dificultad, diciendo que los otros evangelistas hacen observar que la pasión del Señor estaba próxima cuando Él hablaba así? Él no les había dicho, de consiguiente, estas cosas desde el principio, cuando estaba con ellos, ya que las dijo cuando estaba próximo a dirigirse al Padre. Y por lo mismo, aun según aquellos evangelistas, se halla confirmada la verdad de estas palabras del Salvador: “Estas cosas en el principio no os las dije”. Mas si esto es así, ¿cómo se salva la veracidad del Evangelio según San Mateo, el cual nos refiere que estas cosas fueron pronunciadas por el Señor, no sólo cuando ya iba a celebrar la Pascua con los discípulos, estando inminente la pasión, sino desde el principio, en el pasaje donde los apóstoles son expresamente llamados por sus nombres y enviados a ejercer el santo ministerio?

¿Qué quieren decir, de consiguiente, estas palabras: “Esto no os lo dije al principio, porque estaba con vosotros”; sino que la predicción que Él hace del Espíritu Santo, a saber, que vendría a ellos y daría testimonio en el momento en que habrían de sufrir los males que les anunciaba, no la hizo desde el principio porque estaba con ellos? Este Consolador o Abogado (ambas cosas significa en griego la palabra Paráclito) no era necesario sino después de haber partido Cristo al cielo, y por esta razón no había hablado de Él en el principio, cuando Él estaba con ellos, ya que con su misma presencia les consolaba.

Del Tratado de San Cipriano, Obispo y Mártir, sobre el bien de la paciencia.


Sermón 3, al inicio.


Habiendo de tratar de la paciencia, y teniendo que predicaros de sus bienes y utilidades, ¿por dónde empezaré mejor, sino por haceros notar que, para oírme, necesitáis de la paciencia? Lo mismo que oís y aprendéis, no lo podéis aprender sin paciencia, dado que las enseñanzas y doctrinas de la salvación no se aprenden eficazmente cuando no se escuchan con paciencia. Entre todos los medios que nos ofrece la ley celestial y que dirigen nuestra vida a la consecución de los premios que nos promete la fe y la esperanza, el más útil para la vida y más excelente para conseguir la gloria, es que observemos cuidadosísimamente la paciencia, nosotros que nos adherimos a la ley de Dios por un culto de temor y de amor. Los filósofos paganos dicen que ellos también practican esta virtud, pero en ellos es tan falsa la paciencia como la filosofía. Pues ¿cómo puede alguno ser sabio o paciente, si ignora la sabiduría y la paciencia de Dios?

Jamás nosotros, hermanos amadísimos, que somos filósofos, no de palabra sino con las obras; que preferimos la verdad a la aparente sabiduría; que conocemos la realidad de las virtudes más que el jactarnos de las mismas; que no decimos grandes cosas, sino que vivimos como siervos de Dios; demostremos con obsequios espirituales la paciencia que aprendimos mediante el magisterio divino. Esta virtud nos es común con el mismo Dios. De éste trae su origen, de éste su excelencia y dignidad. El origen y grandeza de la paciencia proceden de Dios como de su autor. El hombre debe amar lo que agrada a Dios. Puesto que lo que ama Dios, es por lo mismo recomendado por la majestad divina. Siendo el Señor nuestro Padre y nuestro Dios, imitemos la paciencia de Aquél que es igualmente Señor y Padre, ya que conviene que los siervos sean obedientes, y que los hijos no sean degenerados.

La paciencia es la que nos hace agradables a Dios, y nos conserva en su servicio. Ella es la que mitiga la ira, refrena la lengua, gobierna la mente, guarda la paz, dirige las costumbres, quebranta el ímpetu de la concupiscencia, reprime la violencia del enojo, apaga el incendio de los odios, modera la tiranía de los poderosos, anima la indigencia de los pobres, defiende en las vírgenes la santa integridad, en las viudas la laboriosa castidad, en los desposados la mutua caridad; nos hace humildes en las prosperidades, en las adversidades esforzados, sufridos en las injurias y oprobios. Enseña a perdonar prontamente a los culpables; si hemos faltado nosotros mismos, nos enseña a pedir por largo tiempo y con insistencia el perdón. Vence las tentaciones, soporta las persecuciones, corona los sufrimientos y el martirio. Ella es la que robustece con firmeza los cimientos de nuestra fe.