El combate espiritual. Parte sexta

SEÑOR: DICHOSOS LOS QUE CONFÍAN EN TI (SAL 83)

CÓMO PODEMOS CONOCER SI OBRAMOS CON DESCONFIANZA EN NOSOTROS MISMOS Y CON CONFIANZA EN DIOS

Muchas veces las almas que creen ser lo que no son, se imaginan que ya consiguieron la desconfianza en sí mismas y la suficiente confianza en Dios, pero es un error y un engaño que no se conoce bien sino cuando se cae en algún pecado, pues entonces el alma se inquieta, se desanima, se aflige y pierde la esperanza de poder progresar en la virtud; y todo esto es señal de que no puso su confianza en Dios sino en sí misma, si su desesperación y su tristeza son muy grandes, esto es un argumento claro de que confiaba mucho en sí y poco en Dios.

Diferencia: quien desconfía mucho de sí mismo, de su debilidad e inclinación al mal y pone toda su confianza en Dios, cuando comete alguna falta no se desanima, ni se inquieta demasiado, ni se desespera, porque conoce que sus faltas son un efecto natural de su debilidad y del poco cuidado que ha tenido en aumentar su confianza en Dios; antes bien, con esta amarga experiencia aprende a desconfiar más de sus propias fuerzas y a confiar con mayor humildad en la bondad de Nuestro Señor, aborreciendo con toda su alma las faltas cometidas y las pasiones desordenadas que llevan a cometer esos errores; pero su dolor y arrepentimiento son suaves, pacíficos, humildes, llenos de confianza en que la misericordia divina le tendrá compasión y le perdonará; vuelve otra vez a sus prácticas de piedad y se propone enfrentarse a los enemigos de su salvación con mayor ánimo, más fuerza y sacrifico que antes.

Una causa engañosa: en esto es importante que piensen y consideren algunas personas espirituales que cuando caen en alguna falta se afligen y se desaniman con exceso, muchas veces, quieren más librarse de la inquietud y pena que su pecado les proporciona, que por recuperar otra vez la plena amistad con Dios; y si buscan rápidamente al confesor no es tanto por tener contento a Nuestro Señor, sino por recuperar la paz y tranquilidad de su espíritu (por eso cierto confesor a una religiosa que le decía que había gritado esa tarde a su superiora, le dijo: «Por hoy no se confiese todavía. Aguarde a que pasen tres días y cuando le haya pedido excusas a su superiora venga a pedir perdón por medio de su confesor». Así evita aquel sacerdote que esa alma buscará sólo obtener su propia paz y tranquilidad, en vez de buscar primero hacer la paz y amistad con Dios y con la persona ofendida).

Preguntas muy importantes: cada cual debe preguntarse de vez en cuando: ¿cuál es la causa de la tristeza que siento por haber pecado? ¿El haber disgustado al buen Dios? ¿El haber hecho daño a los demás? ¿El haber afeado horriblemente mi alma que está siendo observada por Dios y sus ángeles? ¿El haber perdido un grado de brillo y de gloria para la eternidad? ¿El haberme acarreado un castigo más para el día en que el Justo Juez pague a cada uno según sus obras y según su conducta? ¿O simplemente lo que me entristece es que mi amor propio y mi orgullo quedaron heridos? ¿O que mi apariencia de santidad quedó disminuida? Importante preguntarse esto muchas veces.

El combate espiritual del P. Scúpoli.

El combate espiritual. Parte quinta

CONDICIÓN SIN LA CUAL NO

Si no aceptamos que nos desprecien y nos humillen, no conseguiremos jamás la desconfianza en nosotros mismos, porque ésta se basa en la verdadera humildad la cual nunca se consigue sin recibir humillaciones y se basa también en un reconocimiento sincero de que por nosotros mismos no merecemos sino desprecio y humillación.

No aguardar para cuando sea demasiado tarde. Es mejor ir aceptando las pequeñas humillaciones que nos van llegando a causa de las debilidades y miserias cada día, y que no nos suceda como a las personas muy orgullosas y creídas que solamente abren los ojos para reconocer su debilidad y malas inclinaciones cuando les suceden grandes y vergonzosas caídas. Les sucede lo que decía san Agustín: «Temo que vas a caer en faltas que te humillarán mucho, porque noto que tienes demasiado orgullo».

Cuando Dios ve que los remedios más fáciles y suaves no producen efecto para hacer que una persona reconozca su incapacidad para resistir con sus solas fuerzas contra los ataques del mal y conseguir su santificación, permite entonces, que le sucedan caídas en pecado, las cuales serán más o menos frecuentes y más o menos graves, según sea el grado de orgullo y presunción que esa alma tenga. Y si hubiera una persona tan exenta y libre de esa vana confianza en sus propias fuerzas, como por ejemplo la Santísima Virgen María, lo más seguro es que no caería jamás en falta alguna.

Buena consecuencia. De todo esto debes sacar la siguiente conclusión: que cada vez que caigas en alguna falta reconozcas humildemente que por tu propia cuenta sin la ayuda de Dios, no eres capaz ni siquiera de fabricar un buen pensamiento o de resistir a una sola tentación y le pidas al Señor que te conceda su luz e iluminación para convencerte de tu propia nada y de la necesidad absoluta e indispensable que tienes de la ayuda divina; y te propongas no presumir ni pensar vanamente que por tu propia cuenta vas a conseguir la santidad o la virtud. Porque si te crees lo que no eres y te imaginas que podrás lo que no puedes, seguramente seguirás cayendo en las mismas faltas de antes y quizás hasta las cometas aún peores.

LA CONFIANZA EN DIOS

Aunque la desconfianza en nosotros mismos es tan importante y tan necesaria en este combate, sin embargo si lo único que tenemos es esa desconfianza, seguramente vamos a ser desarmados y derrotados por los enemigos espirituales.

Es absolutamente necesario que tengamos una gran confianza en Dios, que es el autor de todo lo bueno que nos sucede y del único del cual podemos esperar las victorias en el campo espiritual. Porque así como por nosotros mismos lo que vamos a conseguir serán frecuentes faltas y peligrosas caídas lo cual nos debe llevar a vivir siempre desconfiando en nuestras solas fuerzas así también podemos estar seguros que de la ayuda de Dios y de su gran bondad podemos esperar victoria contra los enemigos de nuestra salvación, progreso en la virtud y crecimiento en perfección, si desconfiando de la propia debilidad y de las malas inclinaciones que tenemos y confiando grandemente en el poder divino y en el deseo que Nuestro Señor tiene de ayudarnos, le rogamos con todo el corazón que venga a socorrernos.

LOS MEDIOS PARA CONSEGUIR LA CONFIANZA EN DIOS

Cuatro son los medios para lograr progresar en la confianza en Dios.

El primero: pedirla muchas veces y con humildad, en nuestra oración. Jesús prometió: «Todo el que pide recibe. Mi Padre dará el buen espíritu a quien se lo pida» (Lc 11, 11).

El segundo medio es: pensar en el gran poder de Dios y en su infinita bondad, que lo mueve a conceder siempre mucho más de lo que se le suplica.

Recordar lo que el ángel le dijo a la Virgen María: «ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 38).

Es muy provechoso pensar de vez en cuando que Dios por su inmensa bondad y por el exceso de amor con que nos ama, está siempre dispuesto y pronto a darnos cada hora y cada día todo lo que necesitemos para la vida espiritual y para conseguir la victoria contra el egoísmo y las malas inclinaciones, si le pedimos con filial confianza. El Salmo 145 dice: «Dios satisface los buenos deseos de sus fieles».

ALGO QUE CONVIENE RECORDAR

Para aumentar la confianza en Nuestro Señor, pensemos que por 33 años ha vivido en esta tierra en medio de sacrificios y sufrimientos, para lograr salvar nuestra alma.

Recordemos que cada uno de nosotros somos la oveja extraviada que por sus imprudencias se alejó del rebañe del Señor, y Él nos ha venido llamando noche y día para que volvamos a ser del grupo de los que lo van a acompañar en el cielo para siempre. Sudor, sangre y lágrimas ha tenido que derramar para obtener que volvamos a ser del número de sus ovejas fieles. Sí por una oveja que se extravió se arriesgó a ir tan lejos a buscarla, ¿cuánto más nos ayudará a quienes lo buscamos y clamamos e imploramos su ayuda? Cuando escucha que la oveja brama desde el precipicio donde ha caído, temerosa de los aullidos de los lobos que ya se escuchan a lo lejos, el buen Pastor corre a protegerla y defenderla. Y no la humilla, ni la golpea, ni le echa en cara su imprudencia, sino que cariñosamente la lleva sobre sus hombros hasta donde está el grupo de las ovejas que han permanecido fieles. Consideremos que nuestra alma está representada en esa pobre oveja, a la cual Jesús se interesa inmensamente por salvarla de los peligros del mundo, del demonio y de la carne, trata cada día de llevarla a la santidad.

La moneda perdida. Narraba Jesús el caso de aquella mujer a la cual se le perdió una moneda de plata, lo que equivalía al mercado de un día para la familia y ella se dedica a barrer la casa y a sacudir esteras y muebles hasta que logra encontrarla, muy contenta invita a las vecinas a que la feliciten por la gran alegría que siente al haber recuperado la moneda perdida. Y Jesús en ese hermoso capítulo 15 del Evangelio de san Lucas en el cual narra estas parábolas, nos habla de que en el cielo, Dios y sus ángeles sienten gran alegría por un alma que estaba ya pérdida y que vuelve a recuperarse para el Reino de Dios. También Dios siente la alegría de encontrar lo que se ha perdido. Y cada uno de nosotros puede proporcionarle esa alegría al retornar otra vez en nuestra vida de pecado a la vida de gracia y santidad. Y el más interesado en que esto suceda es nuestro Divino Salvador.

Estoy a la puerta y llamo. En el Libro del Apocalipsis dice Jesús: «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguien me abre la puerta de su alma, entraré y cenaremos juntos» (Ap 3, 21). Con esto demuestra Nuestro Señor el gran deseo que Él tiene de vivir en nuestra alma, dialogar con nosotros y regalarnos sus dones y gracias. Y si viene con tan buena voluntad, ¿no nos concederá los favores que deseamos?

El tercer remedio para conseguir una gran confianza en Dios es repasar de vez en cuando lo que dice la Sagrada Escritura acerca de lo importante que es confiar en Nuestro Señor. Por ejemplo el Salmo 2 dice: «Dichosos serán los que confían en Dios». Y el Salmo 19 afirma: «Unos confían en sus bienes de fortuna. Otros en sus armas defensivas. Nosotros en cambio confiamos en Dios e imploramos su ayuda, mientras los otros caen derribados, nosotros logramos permanecer en pie». Y el salmista añade después: «Señor: porque confío en Tí, por eso no seré confundido eternamente» (Sal 24). Los que confían en Dios no serán rechazados por Él (cf. Sal 33). Quien confía en Dios verá que Él actuará en su favor. Soy viejo y nunca he visto que alguien haya confiado en Dios y haya fracasado (cf. Sal 36). Quienes confían en el Señor son como el Monte Sión, no serán conmovidos ni derribados por los ataques ni las contrariedades (cf. Sal 124). Quien confía en Dios será bendecido, prosperará y será feliz (cf. Pr 28). 77 veces dice la Sagrada Escritura que para quien pone su confianza en Dios vendrán bendiciones, felicidad, paz, progreso y bendición. Si lo dice 77 veces es que esto es demasiado importante para que se nos vaya a olvidar. Por eso el profeta exclamó: «¿Sabes a quiénes prefiere el Señor? A los que confían en su misericordia». Jamás alguna persona ha confiado en Dios y ha sido abandonada por Él (cf. Ecl 2, 11).

El cuarto y último remedio para que logremos al mismo tiempo adquirir desconfianza en nuestras solas fuerzas y gran confianza en Dios, es que cuando nos proponemos hacer alguna obra buena o conseguir alguna virtud o cualidad fijemos nuestra atención primero en la propia miseria, debilidad y luego en el enorme poder de Dios y en el deseo infinito que tiene de ayudarnos y así equilibráremos el temor que nos viene de nuestra incapacidad y de la inclinación hacía el mal, con la seguridad que nos inspira la ayuda poderosísima que el buen Dios nos quiere enviar, y nos determinaremos a obrar y combatir valientemente. «Yo, más mis fuerzas y capacidades, igual: nada. Pero yo, mis fuerzas, mis capacidades, más la ayuda de Dios, igual: éxitos incontables. «No es que nosotros mismos podamos nada, dice san Pablo: toda nuestra suficiencia viene de Dios». La autosuficiencia orgullosa lleva al fracaso. La humilde confianza en Nuestro Señor consigue éxitos formidables.

Las tres fuerzas: con la desconfianza en nosotros mismos y la confianza en Dios, unidas a una constante oración seremos capaces de hacer obras grandes y de conseguir victorias maravillosas. Hagamos el ensayo y veremos efectos inesperados.

Pero si no desconfiamos en nuestra miseria y no ponemos toda la confianza en la ayuda de Dios, y si descuidamos la oración, terminaremos en tristes derrotas espirituales. Cuanto más confiemos en Dios, más favores suyos recibiremos.

Recordemos siempre lo que el Señor le dijo a una gran santa: «No olvides que Yo tengo poder y bondad para darte mucho más de lo que tú puedes atreverte a pedir o a desear». Es lo que san Pablo había enseñado ya hace tantos siglos (Ef 3, 20).

El combate espiritual del P. Scúpoli.

El combate espiritual Parte cuarta

ALGO QUE ES MUY AGRADABLE A DIOS

La guerra que tenemos que sostener para llegar a la santidad es la más difícil de todas las guerras, porque tenemos que luchar contra nosotros mismos, o como dice san Pedro: «Tenemos que luchar contra las malas inclinaciones de nuestro cuerpo que combaten contra el alma» (cf. 1P 2, 11). Pero precisamente porque el combate es más difícil y más prolongado, por eso mismo la victoria que se alcanza es mucho más agradable a Dios y más gloriosa para quien logra vencer; porque aquí se cumple lo que dice el Libro Santo: «Quien se domina a sí mismo, vale más que quien domina una ciudad» (Pr 16, 32). Lograr dominar las propias pasiones, refrenar las malas inclinaciones, reprimir los malos deseos y malos movimientos que nos asaltan, es una obra que puede resultar ante Dios más agradable que si ejecutáramos obras brillantes que nos dieran fama y popularidad.

Y por el contrario, pudiera suceder que aunque hiciéramos muchas obras externas admirables ante la gente, en cambio ante Dios no seamos agradables porque aceptamos en nuestro corazón seguir las malas inclinaciones de nuestra naturaleza y nos dejamos llevar y dominar por las pasiones desordenadas.

Por eso debemos tener cuidado no sea que nos contentemos con dedicarnos a hacer obras que ante los demás nos consiguen fama y prestigio, mientras tanto dejemos que los sentidos se vayan hacía el mal, la sensualidad nos domine y las malas costumbres se apoderen de nuestro modo de obrar. Sería una equivocación fatal.

Cuatro condiciones. Hemos visto en qué consiste la perfección espiritual o santidad y qué ventajas tiene. Ahora vamos a tratar de las cuatro condiciones que son necesarias para lograr adquirir dicha perfección, conseguir la palma de la victoria y quedar vencedores en la batalla por salvar el alma y conseguir alto puesto en el cielo. Estas cuatro condiciones son: Desconfianza de nosotros mismos, confianza en Dios, ejercitar las cualidades que se tienen y dedicarse a la oración.

LA DESCONFIANZA QUE SE HA DETENER EN Sí MISMO

La desconfianza en sí mismo es sumamente necesaria en el combate espiritual, que sin esta cualidad o condición, no solamente no podremos triunfar contra los enemigos de nuestra santidad, si no que ni siquiera lograremos vencer las más débiles de nuestras pasiones. Siempre se cumplirá lo que dijo la profetisa Ana en la Biblia: «No triunfa el ser humano por su propia fuerza» (cf. 1S 2, 9). Y lo que anunció el profeta: «mi pueblo dijo: ‘soy fuerte’. Puedo resistir solo al enemigo. Y fue entregado en poder de sus opresores».

Es necesario grabar profundamente en nuestra mente esta verdad, porque sucede desafortunadamente que aunque en verdad no somos sino nada y miseria, sin embargo tenemos una falsa estimación de nosotros mismos, creyendo sin ningún fundamento, que somos algo, que podemos algo, que vamos a ser capaces de vencer por nuestra cuenta y con las propias fuerzas.

Este error es funesto y trae fatales consecuencias y es efecto de un dañoso orgullo que desagrada mucho a los ojos de Dios. Y si lo aceptamos se cumplirá en cada uno lo que cuenta el salmista: «Yo creía muy tranquilo; no fracasaré jamás. Pero alejaste oh Dios tu ayuda de mi lado, y caí en derrota y opresión» (Sal 30).

Tenemos que convencernos que no hay virtud, ni cualidad, ni buen proceder en nosotros que no proceda de la bondad y misericordia de Dios, porque nosotros mismos como dice san Pablo, ni siquiera podemos decir por propia cuenta que Jesús es Dios. «Toda nuestra capacidad viene de Dios. Pues Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar» (Flp 2, 13). Por nuestras solas fuerzas lo que somos capaces de producir es: maldad, imperfección y pecado.

La desconfianza es sí mismo es un regalo del cielo y Dios la concede en mayor grado a las almas que tiene destinadas a más alta dignidad, hasta que puedan repetir lo que decía aquella famosa mujer de la antigüedad, santa Ildegarda: «De lo único que puedo tener absoluta seguridad en cuanto a mí misma, es de mi pavorosa debilidad para pecar y de mi terrible inclinación hacia el mal».

Un camino: Dios lleva al alma hacía la desconfianza en sí misma permitiendo que le lleguen tentaciones casi insuperables, caídas humillantes, reacciones inesperadas, que aparezcan en su naturaleza unas inclinaciones inconfesables y dejándola por ciertos tiempos en una tan oscura noche del alma que hasta para decir un Padrenuestro siente fatiga y desgano. De manera que se llegue a adquirir la convicción de la total impotencia e incapacidad para caminar hacía la perfección y la santidad, si el poder de Dios no viene a ayudar.

Los remedios. El principal remedio, de los cuatro que vamos a aconsejar es pensar y meditar hasta convencerse de que por las propias y solas fuerzas naturales no somos capaces de dedicarnos a obrar el bien y a evitar el mal, ni de comportarnos de tal manera que merezcamos entrar al Reino de los cielos. En nuestra memoria deben estar siempre aquellas palabras de Jesús: «Sin mí, nada podéis hacer».

El segundo remedio es pedir con fervor y humildad, muy frecuentemente a Dios la gracia de confiar en Él y desconfiar de nosotros mismos. Porque esto es un regalo del cielo y para conseguirlo es necesario ante todo reconocer de que no poseemos la desconfianza necesaria, luego convencernos de que la desconfianza en nosotros mismos no la vamos a conseguir por nuestra propia cuenta sino que es necesario postrarse humildemente en la presencia del Señor y suplicarle por infinita bondad que se digne concedérnosla. Y podemos estar seguros que si perseveramos pidiéndosela, al fin nos la concederá.

Hay un tercer remedio para adquirir la desconfianza en sí mismo (respecto al lograr conseguir por nuestra propia cuenta la santidad) y consiste en acostumbrarse poco a poco a no fiarse de las propias fuerzas para lograr mantener el alma sin pecado, y a sentir verdadero temor acerca de las trampas que nos van a presentar nuestras malas inclinaciones que tienden siempre hacía el pecado; a recordar que son innumerables los enemigos que se oponen a que consigamos la perfección, los cuales son incomparablemente más astutos y fuertes que nosotros y aun logran hacer lo que ya temía san Pablo: «Se transforman en ángeles de luz, para engañarnos» (1Co 11, 14) y con apariencia de que nos están guiando hacía el cielo nos ponen trampas contra nuestra salvación. Con el salmista podemos repetir: «¡Cuántos son los enemigos de mi alma, Señor! Y la odian con odio cruel». Y no nos queda sino repetirle la súplica del Salmo 12: «Señor: ¿Hasta cuándo van a triunfar los enemigos de mi alma? Que no pueda decir mi enemigo: le he vencido: «Qué no se alegren mis adversarios de mi fracaso».

El cuarto remedio consiste en que cuando caemos en alguna falta, reflexionemos acerca de cuán grande es nuestra debilidad e inclinación al mal, y pensemos que probablemente Dios permite las culpas y caídas para iluminarnos mejor acerca de la impresionante incapacidad que tenemos para conseguir por la propia cuenta la santificación y aprendamos así a ser humildes y reconocer las limitaciones y aceptar ser menospreciados por los demás.

                   El combate espiritual, P. Scupoli.