Se ha podido ver ya bien, por lo que se ha dicho en la historia de los domingos precedentes, que el asunto del Evangelio de la Misa del día da el nombre distintivo a los domingos después de Pentecostés. El domingo decimosexto se llama en toda la Iglesia latina el domingo del hidrópico. Le proviene este nombre del asunto del Evangelio que se leía ya en este día en Roma desde el tiempo del papa San Gregorio, y que se lee en cuasi todas las iglesias de Occidente.
El introito de la Misa está tomado del mismo salmo que el del domingo precedente. No hay cosa más afectuosa ni más tierna que esta oración, y debe ser familiar á todas las personas afligidas y a los que padecen alguna tentación violenta. Dejaos mover, Señor de mis clamores y de mis lágrimas, compadeceos de una alma que no cesa en todo el día de implorar vuestro auxilio y vuestra misericordia. Confieso que no merezco ser oído, y que la voz de mis iniquidades es más fuerte que la de mi contrición y de mis lágrimas; pero os mueve a lo menos mi perseverancia y mi inoportunidad, e inclinaos a que tengáis compasión de mi. Dios quiere que se le ruegue con perseverancia y con cierta especie de importunidad. Hay un género de violencia que es agradable a Dios, dice Tertuliano, y esta es la que se le hace con una oración perseverante, cual lo hizo David implorando todo el dia la misericordia y el auxilio del Señor. El pensamiento de la bondad y de la infinita misericordia de Dios le sirve también de un nuevo motivo para redoblar su confianza. Lo que me obliga, Señor, a pediros con perseverancia y a creer que me oiréis, es que yo sé que sois un Dios lleno de bondad, lleno de mansedumbre, lleno de misericordia con los que os invocan: porque, ¿quién es el que habiendo puesto en Vos toda su esperanza no ha sido oído? Yo espero, Señor, que seré de este número: no; Vos no estableceréis para mi un nuevo sistema; sois incapaz de mudaros, y por consiguiente, vuestra misericordia será siempre vuestra cualidad favorita, la que á nuestra vista brillara siempre más que todas las demás de vuestras maravillas, y yo mismo seré una nueva prueba para toda la tierra del exceso de vuestra bondad con los pecadores: Esto lo repite muchas veces el santo profeta en todos los salmos, y señaladamente en el salmo CXLIV, cuando dice: El Señor es bueno, tierno, compasivo, es paciente y lleno de misericordia; es bueno con todas sus criaturas, y su misericordia se extiende sobre todas sus obras: no hay ninguna que a su manera no publique cuán bueno es Dios. El Señor está siempre cerca de los que le invocan para consolarlos; pero de los que le invocan con una verdadera confianza en su bondad, y si no concede inmediatamente lo que se le pide es porque se complace en que se le ruegue. Para ninguna cosa es David más elocuente que para publicar la bondad y la mansedumbre de nuestro Dios, y para exaltar su misericordia sin limites. El introito de la Misa de este día dice todo esto, en las palabras que quedan dichas al principio. Concluye este introito por donde comienza el salmo LXXXV: Señor, inclinad vuestros oídos y escuchad mi oración, porque estoy en el desamparo y en la indigencia. Para que la oración sea eficaz, debe ser humilde, perseverante y llena de una confianza que no se debilite. La Iglesia tiene cuidado de darnos todos los domingos después de Pentecostés un modelo perfecto de una oración corta en el introito de la Misa; no hay más que reunirlas todas, y se hallarán en ellas oraciones excelentes para todas las necesidades.
La Epístola de la Misa de este día está tomada de aquel pasaje de San Pablo a los efesios, en donde el Apóstol, siempre perseguido, siempre entre las cruces y los tormentos, exhorta a los fieles a que no se escandalicen ni se desanimen a vista de los males que le ven sufrir por ellos, en las funciones de su ministerio. Os ruego que no os dejéis abatir, les dice., por las tribulaciones que padezco por vosotros; porque esto es lo que constituye vuestra gloria. Si San Pablo ha trabajado mucho por la salvación de las almas, también ha sufrido mucho. Él mismo hace una relación de una parte de sus padecimientos, escribiendo a los corintios: He sufrido, les dice, persecuciones de parte de los judíos y de los gentiles, y de parte de los falsos her1nanos., prisiones, suplicios, naufragios, peligros de parte de los ladrones, peligros de parte de mi nación, peligros de parte de los gentiles; peligros en la ciudad, peligros en la soledad, peligros en el mar. He sufrido treinta y nueve azotes de los judíos, he sido apaleado, apedreado una vez, tres veces he naufragado; ¿qué de fatigas, qué de trabajos, qué de miserias no he pasado? en las vigilias sin descanso, en el hambre y en la sed, en los ayunos continuos., en el frío y en la desnudez; además de lo que padezco por parte de fuera, la pesadez de los negocios de cada día que están a mi cargo, el cuidado de las iglesias.
Estas persecuciones tan frecuentes, estas humillaciones tan continuas, estos tormentos, estas cruces, podían espantará los nuevamente convertidos a la fe, como eran los efesinos, y espantándoles, debilitar en ellos la estimación que habían hecho de San Pablo y de su doctrina. El santo Apóstol previene la tentación y les hace ver que cuanto más atormentado y más lleno de trabajos le vean, en más estima y veneración deben tener su ministerio. Los males que sufrimos, les dice, contribuyen a vuestra gloria, puesto que tenéis el consuelo y aun podéis vanagloriaros de que vuestro Apóstol nada os ha predicado de que no haya estado pronto á dar testimonio a expensas de su vida. Mi constancia en los trabajos y mi perseverancia, mi celo en n1edio de los padecimientos son pruebas de la verdad y de la santidad de la religión que predico. ¿Qué interés tendría yo en sufrir tanto si os anunciase fabulas? Es menester que esté bien con vencido de la verdad de mi religión para predicar a tanta costa. Si yo no encontrase más que honor; si no recibiese más que aplausos; si mi celo fuese lucrativo para este mundo; si viviese entre la abundancia y los placeres, tendríais motivo para desconfiar de las máximas duras y de la moral austera que os enseño: el honor y las ventajas temporales que me resultarían, no podrían menos de debilitar vuestra fe y de haceros sospechosa mi doctrina; pero cuando no se gana sobre la tierra por predicar esta doctrina más que trabajos y persecuciones, es menester que el predicador esté bien cierto de su infalibilidad y de su certeza. Con esta mira, y para alcanzaros la fortaleza y la perseverancia, a pesar de todos los males que me veis padecer en las funciones de mi ministerio, doblo yo mis rodillas en presencia del padre de Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios, a fin de que os ilumine, y que no miréis como un mal los trabajos y las persecuciones que acompañan la predicación del Evangelio, sino que las consideréis más bien corno una dicha en orden a la eternidad. San Jerónimo, explicando este lugar, dice, que lo que los infieles miran como una desgracia, nosotros lo recibimos como un favor. Se ve aquí por la postura con que ora San Pablo, que el uso de orar arrodillados viene desde el nacimiento de la Iglesia y del tiempo de los mismos apóstoles; San Pablo ha orado muchas veces de rodillas, San Esteban oró de rodillas, y queriendo San Pedro resucitar a Thabita, se puso de rodillas y oró. «Yo ruego al Señor, añade San Pablo (Actor. IX), que, según la riqueza de su gloria, os dé por medio de su espíritu un aumento de fortaleza para el hombre interior: le pido sin cesar que Jesucristo habite en vuestros corazones por la fe, á fin de que, arraigados y afirmados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad.» El texto no expresa cuál es la cosa de la cual desea que se conozcan estas dimensiones espirituales. San Crisóstomo dice que el santo Apóstol pide a Dios que conceda a los efesinos la inteligencia de los grandes misterios de la fe que él les ha predicado, y singularmente del gran misterio de la vocación de los gentiles, del que les ha hablado hasta aquí. Se comprende bien la longitud, si se atiende a que Dios había resuelto en la eternidad llamar por fin a los gentiles a la fe de Jesucristo, hacerles su pueblo favorecido y formar y llenar con ellos su Iglesia. Se comprende también la anchura, si se considera que esta vocación mira a todos los pueblos del universo, en vez de que la antigua alianza no miraba más que al pueblo judío. La nueva mira a todas las naciones de la tierra; habiendo Jesucristo derramado su sangre y sido muerto por la salvación de todos los ho1nbres, no hay ninguno excluido del beneficio de la redención. Mas habiendo muerto el Salvador por todos los hombres, ¿en qué consiste que no se salvaran todos los hombres, y aun que los elegidos para esto son en número tan pequeño? ¿Por qué los unos se mantienen en las tinieblas del error, y los otros abren los ojos a la luz? Aquí es menester exclamar: ¡Oh altitud! ¡Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría de 1a ciencia de Dios! ¡Qué incomprensibles son sus juicios y qué superiores a toda comprensión sus caminos! San Pablo pide al Señor que haga comprender á los efesinos, no el f0ndo de un misterio incomprensible á todo espíritu humano, sino la incomprensibilidad, por decirlo así, de este mismo misterio, reconociendo que Dios no hace nada que no sea con una sabiduría infinita; y que así. como no llama ni salva a nadie por su misericordia, así tampoco rechaza ni condena a nadie sino con justicia, disponiendo las cosas de tal modo que todo viene a concurrir al cumplimiento de sus designios y a la manifestación de sus atributos. Por la altura o sublimidad de este misterio puede entender el Apóstol todas las ventajas espirituales de su vocación á la fe, infinitamente superiores a todo lo que se llama bienes, honores y fortuna sobre la tierra.
Que conozcáis también, prosigue el Apóstol, la caridad de Jesucristo, la cual supera a todo lo que alcanzan nuestros conocimientos, para que quedéis llenos de Dios plenamente. Yo ruego al Señor, dice que os dé a conocer hasta qué exceso nos ha amado Jesucristo. A la verdad, este amor inmenso del Salvador es superior a todos nuestros conocimientos y todas nuestras ideas, es incomprensible; pero por poco que conozcamos cuánto nos ha amado Jesucristo, es muy difícil que nosotros no le amemos; y por este amor puro y ardiente con que amaremos a Jesucristo, seremos llenos de Dios plenamente, no sólo en esta vida, animados de su espíritu y de su gracia, sino especialmente en el cielo, en donde poseeremos a Dios perfectamente. Una prueba de que conocemos poco el amor que Dios nos tiene, es el poco que nosotros le tenemos a él. Si conociésemos hasta qué punto nos ha amado este divino Salvador, y con qué ternura nos ama, ¿cuál seria nuestro fervor y nuestra diligencia en hacerle la corte en el Santísimo Sacramento? ¿cuál nuestra fidelidad en guardar sus preceptos y en seguir sus consejos? ¿cuál nuestra solicitud por agradarle? Por último, concluye el santo Apóstol: «Al que por sola su virtud, esto es, por su espíritu y por su gracia que obra en nosotros, es poderoso en todo mucho más de lo que nosotros podemos pedir ni pensar, sea dada la gloria por la Iglesia y por Jesucristo en los siglos de los siglos. Amen. » De este pasaje de San Pablo es de donde la Iglesia ha tomado la conclusión o fórmula con que termina todas sus oraciones. Como el mismo espíritu de Dios que animaba a San Pablo y a los demás apóstoles es el que anima a la Iglesia, pocas de sus prácticas hay que no haya tomado de estos primeros doctores de la religión que son sus maestros.
El Evangelio de la Misa del día está lleno de instrucciones y de misterios. Cuanto más se aumentaba la gloria del Salvador entre el pueblo, crecía también mas la envidia y el odio que le tenían los escribas y fariseos. La vida pura, santa y perfecta del Salvador, el conocimiento que tenia del interior de las gentes y de la malignidad del corazón de los fariseos, la pureza de su doctrina, sus milagros, todo irritaba los celos mortales que habían concebido contra él. Como no habían hallado basta entonces pretexto más especioso para calumniarle que el de que, según ellos, no guardaba escrupulosamente el sábado, porque hasta entonces en este día curaba a los enfermos, se sirvieron también de una comida a que había sido convidado en un sábado por: uno de los más considerables de la secta. Allí encontró cuasi tantos adversarios y censores como convidados. Iban a cuál más espiraría sus acciones, a quién observaría con más malignidad sus palabras y sus discursos, y a quién encontraría más que censurarle; aquellos espíritus negros y artificiosos envenenaban todo lo que decía y todo lo que hacia, sin exceptuar ni aun los actos de caridad más maravillosos y más laudables.
Apenas se habían sentado a la mesa, llevaron un hidrópico y lo pusieron delante de él. Es probable que fuese con designio formado el presentar al principio de la comida aquel enfermo. El Salvador no ignoraba su intención dañada; veía sobradamente el veneno oculto en su alma; pero colmo siempre obraba con mucha sabiduría y dulzura, quiso, antes de curar el enfermo, o corregir su iniquidad, o confundir su malicia. Les previno, pues, y les preguntó si era permitido curar los enfermos en sábado. Esta pregunta, que ellos no esperaban, les desconcertó; porque si respondían que esto estaba prohibido, preveían bien que los apuraría vivamente con ventaja, y los haría ridículos, como sabían lo había hecho más de una vez. Confesar que la cosa era permitida, era aprobar públicamente aquello mismo de que pensaban hacerle un crimen. No sabiendo, pues, qué responder, tomaron el partido de callar. Entonces Jesús, que antes de hacer nada se había precaucionado sabiamente contra la calumnia, y les había hecho conocer que no había olvidado la solemnidad del día, tomó el enfermo por la mano, le curó y le despidió con admiración de todos los que habían sido testigos del milagro. No hubo uno de los fariseos que se atreviese a decir palabra; mas porque su silencio no era efecto de un verdadero arrepentimiento, sino de un bochorno maligno, creyó que era menester obviar todas sus quejas, convenciéndoles por su propia conducta de la justicia de su proceder y de la malignidad de sus murmuraciones. ¿Quién de vosotros, les dijo, si ve caer su buey o su asno en una hoya en un sábado no se apresura inmediatamente a sacarle de ella? ¿Hay quién crea qué por respeto al día haya de dejarse el buey o el asno en la hoya? El Salvador les dejó hacer la aplicación era muy fácil y muy justa para no confundirlos. Veían ellos que conocía sus más secretos pensamientos, y cuanto abrigaban en su corazón; nada tenían que responderá una paridad de razón sin réplica. Así es que quedaron mudos, pero no se hicieron mejores De este modo se aprovechaba el divino Salvador de todas las ocasiones para corregir ó para instruir; pero siempre con su dulzura y su prudencia ordinaria, contemplando las personas y reprendiendo, al mismo tiempo, sus defectos. El mismo espíritu de celo y de caridad fue el que le obligó a darles también una lección tan importante como la pasada, para corregir una vanidad necia que todos los fariseos tenían cuando se ponían a la mesa; apenas había uno que no se apresurase con descaro para colocarse en el lugar más distinguido, y esta afectación ridícula era común a todos. Lo habían advertido el Hijo de Dios al ponerse a la mesa. Y para rebatir su orgullo y su ambición de presidir les dio esta lección de humildad, que el Evangelista no llama parábola sino porque tenia un sentido figurado, y porque lo que prescribe aquí el Señor a los que son convidados a un festín, se debe aplicar a las demás coyunturas de la vida. Cuando seáis convidados á las bodas, les dice, no os coloquéis en el primer lugar, no sea que otro más digno de consideración que vosotros haya sido también convidado, y que el que os ha convidado a los dos, se vea obligado a deciros: Tomaos la pena de bajar más abajo, y ceded a este vuestro sitio; porque ¿qué confusión os causaría esto en la asamblea? Nada os perjudicaría tanto. Para evitar esta afrenta, escoged siempre el lugar menos honroso, a fin de que el que os ha convidado, viendo vuestra humildad y prendado de vuestra modestia, os diga: Amigo, no es este vuestro sitio, subid más arriba; entonces quedareis honrado a la vista de todos los que os acompañaren a la mesa. Nada hay que temer, dice San Bernardo, por abatirse uno cuanto pueda; pero por poco que uno se engría, arriesga siempre el engreírse más de lo que debe. Pero Jesucristo, dice un sabio intérprete, ¿quiere aquí autorizará los fariseos para que se abatan precisamente con la mira de procurarse honor, o de evitar la confusión? No, este motivo es muy bajo y aún vicioso para dar mérito, y seria esto humillarse por un motivo de orgullo. Conocía bien el Salvador que los fariseos no eran gentes que se moviesen por razones muy espirituales; se acomodó, pues, a su flaqueza, y solamente para corregirlos de la ansia vergonzosa que tenían por las presidencias, se aprovecha del vano deseo de ser estimados que nota en ellos. Como si a un hombre intemperante, a quien se trata de hacer sobrio por el amor de la; salud, se le dispusiese así por un motivo puramente natural a la templanza .cristiana. La humildad exterior es un paso para llegar a la humildad del corazón.
Esta instrucción, que se llama aquí parábola, en el sentido literal mira particularmente a los judíos. Ellos habían sido convidados los primeros al banquete celestial por la predicación del Evangelio; ellos mismos se han excluido de la felicidad eterna por una orgullosa prevención en su favor, dicen los Padres. Algunos pobres solamente, los publicanos, las mujeres pecadoras, los gentiles mismos con un corazón contrito y humillado han aceptado el convite que se había hecho a ellos, y reconociéndose indignos de un favor tan insigne, manteniéndose en el último puesto sin atreverse á levantar los ojos como el publicano, y permaneciendo en lo más bajo del templo, han merecido que se les haya dicho: Subid más arriba, ocupad las primeras plazas de que se han hecho indignos los judíos por su orgullosa obstinación. De todo su discurso concluye el Hijo de Dios: Porque cualquiera que se eleva será humillado, y cualquiera que se humilla será ensalzado.
Es muy extraño que concurriendo todo a humillarnos, sea tan rara la verdadera humildad; Para ser uno humilde no es menester más que conocerse; no hay virtud que cueste menos, y sin embargo, no hay ninguna de que más se carezca. Nada debe humillarnos más que nuestro orgullo. Cuando lo queremos de veras, dice San Bernardo, no hay cosa tan fácil como el humillarnos. Si aspiro a ensalzarme, inmediatamente encuentro mil obstáculos a mi engrandecimiento; mas si quiero abatirme nadie se me opone. La humildad cristiana es el origen de nuestro reposo, así como el orgullo lo es de nuestros disgustos.
El año cristiano de Juan Croisset.