Croisset. XVI domingo después de Pentecostés

Se ha podido ver ya bien, por lo que se ha dicho en la historia de los domingos precedentes, que el asunto del Evangelio de la Misa del día da el nombre distintivo a los domingos después de Pentecostés. El domingo decimosexto se llama en toda la Iglesia latina el domingo del hidrópico. Le proviene este nombre del asunto del Evangelio que se leía ya en este día en Roma desde el tiempo del papa San Gregorio, y que se lee en cuasi todas las iglesias de Occidente.


El introito de la Misa está tomado del mismo salmo que el del domingo precedente. No hay cosa más afectuosa ni más tierna que esta oración, y debe ser familiar á todas las personas afligidas y a los que padecen alguna tentación violenta. Dejaos mover, Señor de mis clamores y de mis lágrimas, compadeceos de una alma que no cesa en todo el día de implorar vuestro auxilio y vuestra misericordia. Confieso que no merezco ser oído, y que la voz de mis iniquidades es más fuerte que la de mi contrición y de mis lágrimas; pero os mueve a lo menos mi perseverancia y mi inoportunidad, e inclinaos a que tengáis compasión de mi. Dios quiere que se le ruegue con perseverancia y con cierta especie de importunidad. Hay un género de violencia que es agradable a Dios, dice Tertuliano, y esta es la que se le hace con una oración perseverante, cual lo hizo David implorando todo el dia la misericordia y el auxilio del Señor. El pensamiento de la bondad y de la infinita misericordia de Dios le sirve también de un nuevo motivo para redoblar su confianza. Lo que me obliga, Señor, a pediros con perseverancia y a creer que me oiréis, es que yo sé que sois un Dios lleno de bondad, lleno de mansedumbre, lleno de misericordia con los que os invocan: porque, ¿quién es el que habiendo puesto en Vos toda su esperanza no ha sido oído? Yo espero, Señor, que seré de este número: no; Vos no estableceréis para mi un nuevo sistema; sois incapaz de mudaros, y por consiguiente, vuestra misericordia será siempre vuestra cualidad favorita, la que á nuestra vista brillara siempre más que todas las demás de vuestras maravillas, y yo mismo seré una nueva prueba para toda la tierra del exceso de vuestra bondad con los pecadores: Esto lo repite muchas veces el santo profeta en todos los salmos, y señaladamente en el salmo CXLIV, cuando dice: El Señor es bueno, tierno, compasivo, es paciente y lleno de misericordia; es bueno con todas sus criaturas, y su misericordia se extiende sobre todas sus obras: no hay ninguna que a su manera no publique cuán bueno es Dios. El Señor está siempre cerca de los que le invocan para consolarlos; pero de los que le invocan con una verdadera confianza en su bondad, y si no concede inmediatamente lo que se le pide es porque se complace en que se le ruegue. Para ninguna cosa es David más elocuente que para publicar la bondad y la mansedumbre de nuestro Dios, y para exaltar su misericordia sin limites. El introito de la Misa de este día dice todo esto, en las palabras que quedan dichas al principio. Concluye este introito por donde comienza el salmo LXXXV: Señor, inclinad vuestros oídos y escuchad mi oración, porque estoy en el desamparo y en la indigencia. Para que la oración sea eficaz, debe ser humilde, perseverante y llena de una confianza que no se debilite. La Iglesia tiene cuidado de darnos todos los domingos después de Pentecostés un modelo perfecto de una oración corta en el introito de la Misa; no hay más que reunirlas todas, y se hallarán en ellas oraciones excelentes para todas las necesidades.

La Epístola de la Misa de este día está tomada de aquel pasaje de San Pablo a los efesios, en donde el Apóstol, siempre perseguido, siempre entre las cruces y los tormentos, exhorta a los fieles a que no se escandalicen ni se desanimen a vista de los males que le ven sufrir por ellos, en las funciones de su ministerio. Os ruego que no os dejéis abatir, les dice., por las tribulaciones que padezco por vosotros; porque esto es lo que constituye vuestra gloria. Si San Pablo ha trabajado mucho por la salvación de las almas, también ha sufrido mucho. Él mismo hace una relación de una parte de sus padecimientos, escribiendo a los corintios: He sufrido, les dice, persecuciones de parte de los judíos y de los gentiles, y de parte de los falsos her1nanos., prisiones, suplicios, naufragios, peligros de parte de los ladrones, peligros de parte de mi nación, peligros de parte de los gentiles; peligros en la ciudad, peligros en la soledad, peligros en el mar. He sufrido treinta y nueve azotes de los judíos, he sido apaleado, apedreado una vez, tres veces he naufragado; ¿qué de fatigas, qué de trabajos, qué de miserias no he pasado? en las vigilias sin descanso, en el hambre y en la sed, en los ayunos continuos., en el frío y en la desnudez; además de lo que padezco por parte de fuera, la pesadez de los negocios de cada día que están a mi cargo, el cuidado de las iglesias.

Estas persecuciones tan frecuentes, estas humillaciones tan continuas, estos tormentos, estas cruces, podían espantará los nuevamente convertidos a la fe, como eran los efesinos, y espantándoles, debilitar en ellos la estimación que habían hecho de San Pablo y de su doctrina. El santo Apóstol previene la tentación y les hace ver que cuanto más atormentado y más lleno de trabajos le vean, en más estima y veneración deben tener su ministerio. Los males que sufrimos, les dice, contribuyen a vuestra gloria, puesto que tenéis el consuelo y aun podéis vanagloriaros de que vuestro Apóstol nada os ha predicado de que no haya estado pronto á dar testimonio a expensas de su vida. Mi constancia en los trabajos y mi perseverancia, mi celo en n1edio de los padecimientos son pruebas de la verdad y de la santidad de la religión que predico. ¿Qué interés tendría yo en sufrir tanto si os anunciase fabulas? Es menester que esté bien con vencido de la verdad de mi religión para predicar a tanta costa. Si yo no encontrase más que honor; si no recibiese más que aplausos; si mi celo fuese lucrativo para este mundo; si viviese entre la abundancia y los placeres, tendríais motivo para desconfiar de las máximas duras y de la moral austera que os enseño: el honor y las ventajas temporales que me resultarían, no podrían menos de debilitar vuestra fe y de haceros sospechosa mi doctrina; pero cuando no se gana sobre la tierra por predicar esta doctrina más que trabajos y persecuciones, es menester que el predicador esté bien cierto de su infalibilidad y de su certeza. Con esta mira, y para alcanzaros la fortaleza y la perseverancia, a pesar de todos los males que me veis padecer en las funciones de mi ministerio, doblo yo mis rodillas en presencia del padre de Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios, a fin de que os ilumine, y que no miréis como un mal los trabajos y las persecuciones que acompañan la predicación del Evangelio, sino que las consideréis más bien corno una dicha en orden a la eternidad. San Jerónimo, explicando este lugar, dice, que lo que los infieles miran como una desgracia, nosotros lo recibimos como un favor. Se ve aquí por la postura con que ora San Pablo, que el uso de orar arrodillados viene desde el nacimiento de la Iglesia y del tiempo de los mismos apóstoles; San Pablo ha orado muchas veces de rodillas, San Esteban oró de rodillas, y queriendo San Pedro resucitar a Thabita, se puso de rodillas y oró. «Yo ruego al Señor, añade San Pablo (Actor. IX), que, según la riqueza de su gloria, os dé por medio de su espíritu un aumento de fortaleza para el hombre interior: le pido sin cesar que Jesucristo habite en vuestros corazones por la fe, á fin de que, arraigados y afirmados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad.» El texto no expresa cuál es la cosa de la cual desea que se conozcan estas dimensiones espirituales. San Crisóstomo dice que el santo Apóstol pide a Dios que conceda a los efesinos la inteligencia de los grandes misterios de la fe que él les ha predicado, y singularmente del gran misterio de la vocación de los gentiles, del que les ha hablado hasta aquí. Se comprende bien la longitud, si se atiende a que Dios había resuelto en la eternidad llamar por fin a los gentiles a la fe de Jesucristo, hacerles su pueblo favorecido y formar y llenar con ellos su Iglesia. Se comprende también la anchura, si se considera que esta vocación mira a todos los pueblos del universo, en vez de que la antigua alianza no miraba más que al pueblo judío. La nueva mira a todas las naciones de la tierra; habiendo Jesucristo derramado su sangre y sido muerto por la salvación de todos los ho1nbres, no hay ninguno excluido del beneficio de la redención. Mas habiendo muerto el Salvador por todos los hombres, ¿en qué consiste que no se salvaran todos los hombres, y aun que los elegidos para esto son en número tan pequeño? ¿Por qué los unos se mantienen en las tinieblas del error, y los otros abren los ojos a la luz? Aquí es menester exclamar: ¡Oh altitud! ¡Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría de 1a ciencia de Dios! ¡Qué incomprensibles son sus juicios y qué superiores a toda comprensión sus caminos! San Pablo pide al Señor que haga comprender á los efesinos, no el f0ndo de un misterio incomprensible á todo espíritu humano, sino la incomprensibilidad, por decirlo así, de este mismo misterio, reconociendo que Dios no hace nada que no sea con una sabiduría infinita; y que así. como no llama ni salva a nadie por su misericordia, así tampoco rechaza ni condena a nadie sino con justicia, disponiendo las cosas de tal modo que todo viene a concurrir al cumplimiento de sus designios y a la manifestación de sus atributos. Por la altura o sublimidad de este misterio puede entender el Apóstol todas las ventajas espirituales de su vocación á la fe, infinitamente superiores a todo lo que se llama bienes, honores y fortuna sobre la tierra.

Que conozcáis también, prosigue el Apóstol, la caridad de Jesucristo, la cual supera a todo lo que alcanzan nuestros conocimientos, para que quedéis llenos de Dios plenamente. Yo ruego al Señor, dice que os dé a conocer hasta qué exceso nos ha amado Jesucristo. A la verdad, este amor inmenso del Salvador es superior a todos nuestros conocimientos y todas nuestras ideas, es  incomprensible; pero por poco que conozcamos cuánto nos ha amado Jesucristo, es muy difícil que nosotros no le amemos; y por este amor puro y ardiente con que amaremos a Jesucristo, seremos llenos de Dios plenamente, no sólo en esta vida, animados de su espíritu y de su gracia, sino especialmente en el cielo, en donde poseeremos a Dios perfectamente. Una prueba de que conocemos poco el amor que Dios nos tiene, es el poco que nosotros le tenemos a él. Si conociésemos hasta qué punto nos ha amado este divino Salvador, y con qué ternura nos ama, ¿cuál seria nuestro fervor y nuestra diligencia en hacerle la corte en el Santísimo Sacramento? ¿cuál nuestra fidelidad en guardar sus preceptos y en seguir sus consejos? ¿cuál nuestra solicitud por agradarle? Por último, concluye el santo Apóstol: «Al que por sola su virtud, esto es, por su espíritu y por su gracia que obra en nosotros, es poderoso en todo mucho más de lo que nosotros podemos pedir ni pensar, sea dada la gloria por la Iglesia y por Jesucristo en los siglos de los siglos. Amen. » De este pasaje de San Pablo es de donde la Iglesia ha tomado la conclusión o fórmula con que termina todas sus oraciones. Como el mismo espíritu de Dios que animaba a San Pablo y a los demás apóstoles es el que anima a la Iglesia, pocas de sus prácticas hay que no haya tomado de estos primeros doctores de la religión que son sus maestros.

El Evangelio de la Misa del día está lleno de instrucciones y de misterios. Cuanto más se aumentaba la gloria del Salvador entre el pueblo, crecía también mas la envidia y el odio que le tenían los escribas y fariseos. La vida pura, santa y perfecta del Salvador, el conocimiento que tenia del interior de las gentes y de la malignidad del corazón de los fariseos, la pureza de su doctrina, sus milagros, todo irritaba los celos mortales que habían concebido contra él. Como no habían hallado basta entonces pretexto más especioso para calumniarle que el de que, según ellos, no guardaba escrupulosamente el sábado, porque hasta entonces en este día curaba a los enfermos, se sirvieron también de una comida a que había sido convidado en un sábado por: uno de los más considerables de la secta. Allí encontró cuasi tantos adversarios y censores como convidados. Iban a cuál más espiraría sus acciones, a quién observaría con más malignidad sus palabras y sus discursos, y a quién encontraría más que censurarle; aquellos espíritus negros y artificiosos envenenaban todo lo que decía y todo lo que hacia, sin exceptuar ni aun los actos de caridad más maravillosos y más laudables.

Apenas se habían sentado a la mesa, llevaron un hidrópico y lo pusieron delante de él. Es probable que fuese con designio formado el presentar al principio de la comida aquel enfermo. El Salvador no ignoraba su intención dañada; veía sobradamente el veneno oculto en su alma; pero colmo siempre obraba con mucha sabiduría y dulzura, quiso, antes de curar el enfermo, o corregir su iniquidad, o confundir su malicia. Les previno, pues, y les preguntó si era permitido curar los enfermos en sábado. Esta pregunta, que ellos no esperaban, les desconcertó; porque si respondían que esto estaba prohibido, preveían bien que los apuraría vivamente con ventaja, y los haría ridículos, como sabían lo había hecho más de una vez. Confesar que la cosa era permitida, era aprobar públicamente aquello mismo de que pensaban hacerle un crimen. No sabiendo, pues, qué responder, tomaron el partido de callar. Entonces Jesús, que antes de hacer nada se había precaucionado sabiamente contra la calumnia, y les había hecho conocer que no había olvidado la solemnidad del día, tomó el enfermo por la mano, le curó y le despidió con admiración de todos los que habían sido testigos del milagro. No hubo uno de los fariseos que se atreviese a decir palabra; mas porque su silencio no era efecto de un verdadero arrepentimiento, sino de un bochorno maligno, creyó que era menester obviar todas sus quejas, convenciéndoles por su propia conducta de la justicia de su proceder y de la malignidad de sus murmuraciones. ¿Quién de vosotros, les dijo, si ve caer su buey o su asno en una hoya en un sábado no se apresura inmediatamente a sacarle de ella? ¿Hay quién crea qué por respeto al día haya de dejarse el buey o el asno en la hoya? El Salvador les dejó hacer la aplicación era muy fácil y muy justa para no confundirlos. Veían ellos que conocía sus más secretos pensamientos, y cuanto abrigaban en su corazón; nada tenían que responderá una paridad de razón sin réplica. Así es que quedaron mudos, pero no se hicieron mejores De este modo se aprovechaba el divino Salvador de todas las ocasiones para corregir ó para instruir; pero siempre con su dulzura y su prudencia ordinaria, contemplando las personas y reprendiendo, al mismo tiempo, sus defectos. El mismo espíritu de celo y de caridad fue el que le obligó a darles también una lección tan importante como la pasada, para corregir una vanidad necia que todos los fariseos tenían cuando se ponían a la mesa; apenas había uno que no se apresurase con descaro para colocarse en el lugar más distinguido, y esta afectación ridícula era común a todos. Lo habían advertido el Hijo de Dios al ponerse a la mesa. Y para rebatir su orgullo y su ambición de presidir les dio esta lección de humildad, que el Evangelista no llama parábola sino porque tenia un sentido figurado, y porque lo que prescribe aquí el Señor a los que son convidados a un festín, se debe aplicar a las demás coyunturas de la vida. Cuando seáis convidados á las bodas, les dice, no os coloquéis en el primer lugar, no sea que otro más digno de consideración que vosotros haya sido también convidado, y que el que os ha convidado a los dos, se vea obligado a deciros: Tomaos la pena de bajar más abajo, y ceded a este vuestro sitio; porque ¿qué confusión os causaría esto en la asamblea? Nada os perjudicaría tanto. Para evitar esta afrenta, escoged siempre el lugar menos honroso, a fin de que el que os ha convidado, viendo vuestra humildad y prendado de vuestra modestia, os diga: Amigo, no es este vuestro sitio, subid más arriba; entonces quedareis honrado a la vista de todos los que os acompañaren a la mesa. Nada hay que temer, dice San Bernardo, por abatirse uno cuanto pueda; pero por poco que uno se engría, arriesga siempre el engreírse más de lo que debe. Pero Jesucristo, dice un sabio intérprete, ¿quiere aquí autorizará los fariseos para que se abatan precisamente con la mira de procurarse honor, o de evitar la confusión? No, este motivo es muy bajo y aún vicioso para dar mérito, y seria esto humillarse por un motivo de orgullo. Conocía bien el Salvador que los fariseos no eran gentes que se moviesen por razones muy espirituales; se acomodó, pues, a su flaqueza, y solamente para corregirlos de la ansia vergonzosa que tenían por las presidencias, se aprovecha del vano deseo de ser estimados que nota en ellos. Como si a un hombre intemperante, a quien se trata de hacer sobrio por el amor de la; salud, se le dispusiese así por un motivo puramente natural a la templanza .cristiana. La humildad exterior es un paso para llegar a la humildad del corazón.

Esta instrucción, que se llama aquí parábola, en el sentido literal mira particularmente a los judíos. Ellos habían sido convidados los primeros al banquete celestial por la predicación del Evangelio; ellos mismos se han excluido de la felicidad eterna por una orgullosa prevención en su favor, dicen los Padres. Algunos pobres solamente, los publicanos, las mujeres pecadoras, los gentiles mismos con un corazón contrito y humillado han aceptado el convite que se había hecho a ellos, y reconociéndose indignos de un favor tan insigne, manteniéndose en el último puesto sin atreverse á levantar los ojos como el publicano, y permaneciendo en lo más bajo del templo, han merecido que se les haya dicho: Subid más arriba, ocupad las primeras plazas de que se han hecho indignos los judíos por su orgullosa obstinación. De todo su discurso concluye el Hijo de Dios: Porque cualquiera que se eleva será humillado, y cualquiera que se humilla será ensalzado.

Es muy extraño que concurriendo todo a humillarnos, sea tan rara la verdadera humildad; Para ser uno humilde no es menester más que conocerse; no hay virtud que cueste menos, y sin embargo, no hay ninguna de que más se carezca. Nada debe humillarnos más que nuestro orgullo. Cuando lo queremos de veras, dice San Bernardo, no hay cosa tan fácil como el humillarnos. Si aspiro a ensalzarme, inmediatamente encuentro mil obstáculos a mi engrandecimiento; mas si quiero abatirme nadie se me opone. La humildad  cristiana es el origen de nuestro reposo, así como el orgullo lo es de nuestros disgustos.

El año cristiano de Juan Croisset.

Croisset. XV domingo después de Pentecostes

Llámase este domingo en la Iglesia el domingo del hijo de la viuda de Naim, cuya milagrosa resurrección es el asunto de Evangelio que se lee en la Misa del día y que está en uso en Roma desde el siglo VII. La Epístola de este día es continuación de la que se leyó en la dominica precedente. San Pablo da en ella instrucciones circunstanciadas de la moral cristiana con tal precisión que en pocas palabras dice mucho; esta sola Epístola da las regla de su conducta a todos los fieles. En toda la Escritura no tenemos, cosa más llena ni más instructiva que ella. El introito es una corta pero afectuosa oración que el alma hace a Dios, animada de una viva confianza en su misericordia.

Escuchad, Señor, mi oración y oídme; porque estoy en el desamparo y en la indigencia, añade David. Una de las mejores disposiciones para la oración es el conocer uno su pobreza y su necesidad. Cuando todo nos rie, cuando lisonjea todo, estamos contentos. Apenas sale uno de si mismo cuando reinan la abundancia la prosperidad; pasase uno fácilmente sin auxilio extraño, cuando todo florece en el propio suelo. Mas cuando todo este esplendor tan satisfactorio se extingue; cuando la pobreza nos asalta; cuando nos vemos abandonados y hasta aborrecidos de las criaturas, recurrimos a Dios con confianza y con fervor. La oración es siempre viva, cuando es humilde; y siempre eficaz, cuando parte de  un corazón humillado y contrito. Los honores, las riquezas tienen encantos que suspenden muchas veces la fe y que debilitan siempre la devoción; las adversidades la despiertan; ninguna cosa nos hace acudir a Dios más afectuosamente que la persecución. David perseguido por Saúl o por Absalón reconoce su nada, la cual perdía de vista en la prosperidad y sobre el trono; durante, pues, esta persecución, esta aflicción, cuando se vio en este abandono universal de las criaturas, es cuando recurre a Dios. Este rey afligido y perseguido jamás tal vez hubiera pedido a Dios con tanto ardor y confianza, si no se hubiese visto en tan grande aflicción.

Conservadme, oh Dios mío, salvad a vuestro siervo que pone en Vos solo toda su esperanza; movido de mis clamores, Señor, compadeceos de un siervo que no cesa día y noche de implorar vuestra misericordia: consoladle, puesto que en su aflicción y en sus penas pone en Vos solo su confianza e implora vuestro auxilio.

Se ha dicho ya en otra parte que levantar su alma, que es la expresión de que usa David, levate animam meam, hacia alguna cosa, es un modo de hablar muy ordinario en la Escritura para expresar el deseo ardiente que tenemos del objeto de nuestros votos. Pocos salmos hay más afectuosos que este. Habla en él un siervo de Dios que derrama su corazón delante del Señor con entera confianza. Un cristiano en el tiempo de la tentación no podría hacer una oración más bella; no hay nada más vivo, más patético, ni más tierno, que este salmo LXXXV. Hallándonos en la aflicción o en la desolación, él debe ser nuestra oración ordinaria.

La Epístola, como hemos dicho, es un pormenor instructivo de los puntos más importantes de la moral cristiana; es una lección excelente que interesa a todos los fieles, y que mira a todas las edades y á todas las condiciones. Si estamos animados del espíritu de Dios, nos dice el santo Apóstol; si no vivimos según la carne, ni según los perniciosos deseos de la concupiscencia; si somos verdaderamente cristianos, vivamos de un modo entera1nente cristiano; si el espíritu de Jesucristo es el que nos anima, caminemos también según este espíritu. No seamos ávidos de vanagloria, acometiéndonos unos a otros, teniéndonos envidia, llevados de una emulación secreta tan contraria a la caridad. Si no hubiese orgullo, no habría división, contestación, ni querella. La causa ordinaria de la diversidad de sentimientos es una vanidad secreta. Por más que se forjen motivos plausibles de nuestra tenacidad, es seguro que estaríamos muy pronto acordes, si el orgullo no patrocinase la causa; la envidia, los celos son siempre los primeros frutos del orgullo. Hermanos míos, añade, si alguno se ha dejado sorprender hasta cometer alguna falta, vosotros, que sois espirituales, dadle buenos consejos, pero con un espíritu de mansedumbre. Algunos doctores, animados de un falso celo y de un espíritu de orgullo, habiéndose metido a dogmatizar, habían introducido la turbación y la división en aquella Iglesia. No hay hereje, no hay cismático sin partidarios. Abusando de la simplicidad de aquellos nuevos fieles habían arrastrado á muchos al error. San Pablo exhorta a los sacerdotes y á todos los que estaban animados del espíritu de Jesucristo a que vuelvan a traer al redil a aquellos que habían caído en los lazos; que les den la mano y los retiren de su extravío, no echándoles en cara su falta con acritud, sino representándoles su caída con espíritu de dulzura y de caridad. Guardémonos bien de abrigar un celo amargo, que lejos de curar las llagas las exacerba y las cancera; y para esto, que considere cada uno su propia flaqueza y reflexione que no por haber sido más fiel es por eso menos capaz de semejantes desacuerdos. La vista de lo que somos no debe fascinarnos para no ver lo que podemos ser. No hay pecado, dice San Agustín, de que no sea uno capaz, si Dios no nos tiene de su mano. El conocimiento de nuestra propia flaqueza inspira siempre más compasión que aspereza contra los pecadores. Siempre es un orgullo secreto lo que causa la amargura y la dureza en el celo. Cuando uno piensa que ha sido pecador, o a lo menos que puede serlo, se compadece de los que lo son. Nada inspira tanto el espíritu de mansedumbre para con los pecadores como el conocimiento experimental de nuestra propia flaqueza. Jesucristo, dicen los Padres, no quiso dar las llaves del reino de los cielos a San Juan, porque había vivido siempre en la inocencia; y las dio a San Pedro, que no obstante su fervor había experimentado sobradamente su propia flaqueza en su caída; y tú también, le dijo por tanto el Señor, cuando una vez hubieres vuelto en ti, confirma a tus hermanos. Un ministro del Señor probado, instruido por sus propias caídas, tiene mas compasión de las caídas de los otros, y sin contemplar nunca al pecado, contempla siempre al pecador. Guardándoos cada uno de vosotros, añade el santo Apóstol, no sea que vosotros mismos seáis también tentados. Los que son tan severos con los otros, no siempre lo son consigo mismos.

Muchos van por un camino ancho, mientras que a los demás sólo les muestran senderos muy estrechos. Para confundir esta hipócrita severidad permite Dios muchas veces que estos implacables médicos espirituales se vean atacados del mal, para el que ellos ordenaban remedios impracticables; y que aprendan, por la necesidad que tienen ellos mismos de indulgencia, a tenerla con los demás pecadores.

Llevad mutuamente la carga, continúa el santo Apóstol, y de este modo cumpliréis la ley de Jesucristo. Esta divina ley está fundada sobre la caridad, y esta caridad reciproca entre los cristianos es la que los conduce a aliviarse mutuamente los unos a los otros. Los socorros mutuos alivian las cargas particulares; nada disminuye tanto su peso como la caridad cristiana, y en alguna manera es participar de la aflicción de nuestros hermanos el compadecernos de sus aflicciones. La dureza del alma es una prueba de su orgullo. Esto es lo que hace decir al Apóstol que si alguno se imagina que es algo, no siendo nada, se engaña a si mismo. El orgullo, Ja estima ventajosa de si mismo, es una especie de locura. Nos reímos, tenemos lástima de un vil artesano que se imagina que es un gran príncipe; ¿somos nosotros menos imbéciles cuando creemos que somos alguna cosa más que nuestros hermanos? De nuestro propio fondo no tenemos otra cosa más que la nada, y propiamente hablando, de ninguna otra podemos gloriarnos. Una vanidad necia, lejos de elevarnos sobre los demás, nos pone siempre inmediatamente bajo de todos. Examine bien cada uno lo que ha hecho y lo que hace, y así no se gloriará sino de lo que es en sí mismo y no de lo que son los demás; nuestras enfermedades, nuestras flaquezas, dicen lo que somos. No descubrimos con tanta perspicacia los defectos de otro, sino para tener el maligno placer de creernos exentos de ellos, y abrogarnos por esta buena opinión de nuestra pretendida virtud un derecho de superioridad sobre los demás. Desengañémonos, nuestras vanas imaginaciones no serán nunca títulos de nobleza. No se funda nuestro mérito ni sobre las virtudes, ni sobre los defectos de otros; lo que constituye nuestra gloria, dice San Pablo (2 Cor. I), es el testimonio de nuestra conciencia, fundado sobre la conducta que hubiéremos observado en este mundo, viviendo en él con un corazón simple y sincero delante de Dios, no según la prudencia de la carne, sino según la gracia de Dios, principalmente en lo que a nosotros nos toca. Nuestras obras y no las de otro son las que nos acompañan y formarán nuestro retrato. Las buenas o las malas cualidades de los demás no constituirán jamás nuestro .carácter; cada uno debe ser juzgado por el bien o por el mal que se hubiere hecho. ¡Qué locura el creerse uno bueno porque los demás son malos cada uno llevará su carga. No se nos pedirá cuenta de los talentos que los demás han recibido, sino de los que se nos han entregado a cada uno de nosotros; las faltas de otro no nos justificarán a nosotros. Aquel que se hace instruir, dé parte de todos sus bienes al que le instruye. Muchos entienden este lugar de la limosna que debe hacerse a los que nos instruyen; pero San Jerónimo y Santo Tomás le explican en un sentido espiritual: Que el que se instruye en la fe, dicen, escuche a su maestro con docilidad e imite sus buenos ejemplos. No os hagáis de tal modo discípulos de los que os instruyen, que os impongáis una ley de imitar hasta sus defectos; porque, .como dice el Salvador, los escribas y los fariseos están sentados en la cátedra de Moisés; observad, si, y haced todo lo que os dijeren; pero no obréis como ellos, cuando ellos no hacen lo que dicen.

No os engañéis, nadie se mofa de Dios impunemente. Por más que nos alimentemos de nuestras propias ideas, por más que nos formemos un sistema de conciencia á nuestro gusto, Dios no juzga sino conforme al suyo. Podemos engañar á los hombres; pero ¿pretendemos engañar á Dios? Enmascarase la hipocresía, pero esta máscara no puede sostenerse delante de los ojos de Dios. Todos esos aires artificiosos de una devoción puramente exterior, todas esas añagazas de devoción no sirven más que para hacernos más criminales. Dios desenvuelve todos los pliegues y repliegues del corazón humano; Dios hace un discernimiento justo y preciso de todos los n1otivos que nos excitan a obrar; Dios, penetra en el fondo de la conciencia. ¡Qué impiedad! ¡qué extravagancia el querer le alucinar! y el vivir de otro modo que lo que se hace profesión de creer, ¿no es quererse burlar de Dios? Lo que el hombre hubiere sembrado eso es lo que cogerá. No hay cosa más miserable que la falsa conciencia: ¿qué se gana con engañar a los demás, con engañarse á si mismo por un falso brillo de piedad? ¿de qué sirven todos esos forzados raciocinios para colorar el error en que se está y para justificar la relajación en que se vive? ¿Porque queramos autorizar nuestra conducta, por más irregular que sea, será por eso menos defectuosa? ¿Deferirá Dios mucho a nuestras opiniones cuando sean contrarias a la santidad y a la severidad de su moral? ¿y seremos juzgados dignos del reino celestial porque nos creamos santos a nuestros ojos? La recolección corresponde siempre a la sementera; ¿se ha sembrado grano malo? no se puede coger sino cizaña: ¿no se hacen más que obras de tinieblas? no se puede coger otra cosa que corrupción. ¿Se vive en el espíritu; esto es, según el espíritu de Dios? se recogerá la vida eterna. No nos cansemos de obrar el bien, porque, no cansándonos., cogeremos el fruto a su tiempo. Durante esta vida sembramos para la eternidad; en la muerte es propiamente cuando se cogen y entonces cogeremos lo que hayamos sembrado. ¿Hemos seguido en la vida los deseos de la carne; hemos vivido según el espíritu del mundo? corrupción, sentimientos infructuosos, desgracias eternas; he aquí nuestra cosecha en la muerte. ¿Hemos llevado una vida inocente, pura, mortificada, una vida espiritual y cristiana? la cosecha será la felicidad eterna. La vida eterna es para aquellos que, obrando constantemente el bien, aspiran a la verdadera gloria, al honor sólido y real y a la inmortalidad: luego mientras tenemos tiempo hagamos bien a todo el mundo, y principalmente a los que componen la familia de los fieles. Hagamos todo el bien que podamos mientras estamos en esta vida; en la muerte no será ya tiempo de hacerlo. En la muerte sólo habrá vanos pesares, estériles deseos, promesas, sentimientos frívolos; el día va declinando, los nuestros están contados y se marchan; háganlos el bien mientras que tenemos tiempo. Comencemos por hacer bien á todo el mundo y principalmente á nuestros hermanos, no sólo asistiéndoles con nuestros bienes, sino también edificándoles con nuestros buenos ejemplos; es esta una especie de limosna de obligación de la que nadie está exento.


El Evangelio de la Misa de este día contiene la historia de la resurrección del hijo único de la viuda de Naím, con todas las circunstancias de este gran milagro. Habiendo el Salvador salido de Cafarnaum, en donde había curado de una manera tan milagrosa al siervo del centurión, pasó por una ciudad llamada Naím; era esta ciudad pequeña, situada hacia el extremo de la baja Galilea, a dos millas del monte Tabor, entre la Galilea y la Samaria. En el día está enteramente arruinada, y no queda de ella más que unas pocas casas que habitan algunas familias de árabes extraordinariamente salvajes. Cuando se acercaba, pues, el Salvador a esta ciudad vio innumerable gente reunida para los funerales de un joven, hijo único de una viuda. Allí fue donde su palabra omnipotente que el día antes había sacado del lecho a un paralítico, hizo salir un muerto del féretro. No es una casualidad la que hizo que el Salvador encontrase á aquel joven a quien llevaban a enterrar; fue su bondad la que le condujo allí para darle la vida. Así también esos accidentes imprevistos que convierten a los pecadores en lo fuerte de sus desórdenes y en el tiempo en que menos lo pensaban, no son de manera alguna, imprevistos de parte de Dios. Su providencia los ha proporcionado según los designios de su misericordia para nuestra Salvación.

Habiéndose acertado Jesucristo, vio el acompañamiento fúnebre. Los llantos de una madre excesivamente afligida por la pérdida de su hijo, que era todo su consuelo y su esperanza, le conmovieron sensiblemente. No pudo verla derramar lágrimas, ni oír sus gemidos, sin enternecerse y moverse á co1npasion; y dirigiéndose a aquella madre desconsolada: No llores, la dijo, consuélate, el motivo de tus lagrimas y de tu dolor se acaba, puesto que yo voy a volver la vida a tu hijo. Detiénese todo el acompañamiento a estas palabras, fijan todos la vista en el Salvador, y cada uno espera a ver el efecto de esta promesa. Acercase Jesús al féretro y le toca con la mano; los que le llevan se detienen por respeto, cuidadosos de lo que iba a hacer. La esperanza de una maravilla tan grande suspende todo afecto de dolor; todos callan., cuando el Salvador, dirigiéndose al muerto, le dice en tono de señor: Joven, levántate, yo te lo mando: al instante se levanta el muerto y se sienta: mira todo aquel lúgubre aparato y los que están en rededor de él, y con un tono firme les habla. Pero su mayor solicitud es por dar gracias a su insigne bienhechor. Baja del féretro, y llega a postrarse a los pies de Jesucristo, de cuya omnipotencia acaba de experimentar una prueba tan brillante. Mas el Salvador, más solicito todavía, por decirlo así, de acabar de perfeccionar el gozo de aquella madre afligida, él mismo la presenta á su hijo y se lo vuelve con vida. Puédese imaginar cuáles serian los afectos de alegría de la madre y del hijo, y cuáles también los sentimientos de admiración de toda la reunión que allí estaba; todos llegaron á postrarse a los pies del Salvador llenos de respeto; todo resonó con los gritos de alegría, de alabanzas, de bendiciones; todos se apresuraron a ir a la ciudad para publicar el milagro. Todos los que fueron testigos de esta maravilla quedaron poseídos de asombro y de un santo pavor, que les obligaba á exclamar con los afectos mas profundos de reconocimiento a Dios: En verdad tenemos un gran profeta entre nosotros; el Señor, lleno de misericordia, se ha dignado visitar a su pueblo, y hacer brillar a nuestra vista su omnipotencia en la persona de este hombre enteramente divino.

Todas las circunstancias de esta maravilla demuestran visiblemente la autoridad soberana y absoluta con que el Salvador ha los mayores milagros. No manda al muerto que resucite y se levante como un simple profeta, como un hombre animado de espíritu de Dios, como puro hombre; no habla como hombre si como Dios; la ley prohibía mancharse tocando un muerto; pero prohibía tocar un muerto para volverle la vida; una acción purificaba al mismo muerto sacándole del estado de corrupción Un gran profeta ha aparecido entre nosotros. Los habitantes Naím reconocen aquí a Jesucristo por el Mesías, por el gran profeta prometido de Dios por Moisés: El Señor suscitará de en medio de vosotros y de entre vuestros hermanos, esto es, de la misma nación que vosotros, un profeta como yo, y aun mucho más gran de que yo, a quien escuchareis y obedeceréis. (Deut. XVIII.)

Se sirven de los mismos términos y de la misma expresión de que
Zacarías, padre de San Juan Bautista, se había servido para designar al Mesías: Bendito sea el Señor Dios de Israel, porque ha visitado y rescatado a su pueblo. San Lucas añade que lo que los habitantes de Naim decían del Salvador y lo que acababa de hacer, se extendió por toda la Judea y por todo el país circunvecino. No es extraño que en toda la Judea resonase la fama de este milagro y de tantos otros; pero que todos estos milagros tan conocidos, tan incontestables, no hubiesen podido evitará Jesucristo la muerte más ignominiosa, es un prodigio de ceguera, de ingratitud, de estupidez, de impiedad en el pueblo que fue autor de ella.

El año cristiano, Juan Croisset.

Croisset. XIII Domingo después de Pentecostés.

Como el Evangelio de la Misa del día es siempre el que sirve de título y da el nombre a los domingos después de Pentecostés, se ha llamado por tanto comúnmente a este el de la curación de los diez leprosos; los griegos y los latinos con vienen en esta denominación del decimotercio domingo. Podría también llamarse el domingo de la ingratitud, puesto que de los diez leprosos que fueron milagrosamente curados por el Salvador, no hubo más que uno solo que viniese a dar gracias a su bienhechor, sin que los otros nueve hubiesen parecido más. Solo este extranjero es, dice el Salvador, el que ha vuelto y ha dado gloria a Dios. La atención que el Salvador hace aquí sobre el reconocimiento de este extranjero, que fue el único de los diez que volvió a darle gracias, es una instrucción misteriosa. Háse dicho ya que la Iglesia reúne a los fieles todos los domingos, no solo para orar y asistir al divino sacrificio, sino que también para alimentarlos con el pan de la divina palabra, e instruirlos en las grandes verdades de la religión, les da cada domingo una lección particular sobre algún punto de la moral y del dogma. La lección de moral se contiene ordinariamente en el Evangelio del día, y la del dogma se halla en la Epístola. El introito de la Misa es por lo común una oración que puede servir de modelo para enseñarnos a orar bien.

El introito de la misa de este día esta tomado del Salmo LXXIII. Previendo el Profeta las desgracias que debían suceder a todo el pueblo, dirige á Dios una piadosa demanda, llena de amor y de confianza; quéjase a Dios en nombre del pueblo de la desolación de Jerusalén y de toda la nación, e implora el auxilio del cielo. Este salmo conviene perfectamente á la Iglesia perseguida no sólo por los paganos, sino 1nucho más tiempo todavía por los herejes, que no cesan aún de perseguirla. Se ven en él rasgos vivos y elocuentes, expresiones fuertes, grandes y patéticas que convienen admirablemente al asunto y que traen á la 1nemoria los excesos y los sacrilegios de los herejes; he aquí algunos de ellos: «Levantad cuanto antes, Señor, la mano sobre nuestros enemigos, para que su orgullo quede abatido para siempre: ¡ah! ¡cuántas impiedades han cometido en el lugar santo! ¡en vuestro templo! ¡Con qué insolencia han profanado el lugar santo, en el cual celebrábamos nosotros fiestas en vuestro honor! Ellos han enarbolado sus estandartes en el lugar 1nás alto del templo, igualmente que en las encrucijadas, sin hacer diferencia entre lo sagrado y lo profano. Hanse animado los unos a los otros para echar las puertas a bajo a golpes de hachas, co1no hubieran derribado los árboles en una floresta; han volcado las puertas a hachazos y a golpes. Esta nación impía y todas sus sectas, aunque diferentes entre si en dogmas, en errores, en intereses, han convenido siempre en este artículo; todos han dicho unánime1nente: Abolamos en la tierra todas las fiestas del Señor. ¿Quién no ve en esta muestra el verdadero retrato de los herejes de los últimos siglos? Tal es el salmo del cual ha tomado a Iglesia las palabras que componen el introito de la Misa de este día. Acordaos, Señor, de la alianza que hicisteis en otro tiempo con nuestros padres, y no olvidéis para siempre a vuestro pobre pueblo. Acordaos, Señor, de todas las maravillas que obrasteis en nuestro favor; acordaos que sois nuestro Criador, nuestro protector., nuestro libertador; no olvidéis que sois nuestro Dios, y nosotros somos vuestro pueblo; vuestro honor está, en cierto modo, interesado en socorrernos, puesto que nuestros enemigos son los vuestros. Levantaos, Señor; vuestra causa igualmente que la nuestra es la que os pedimos encarecidamente que defendáis; y que no rechacéis las súplicas humildes de los que os buscan con todo su corazón. ¿Por qué ¡oh Dios mío! nos habéis abandonado, como si nada tuviésemos que esperar de Vos? ¿Por qué estáis tan irritado contra las ovejas de vuestro rebaño? ¿Está por ventura ¡oh Dios mio! encendida para siempre contra nosotros vuestra ira? ¿no acabarán jamás estos males? ¿habéis arrojado para siempre este pueblo, en otro tiempo tan querido, tan privilegiado, que vos mismo habéis conducido por el desierto, y como buen pastor alimentado con el pan de los ángeles?

En todo este salmo se ve un modelo perfecto de una oración afectuosa y llena de1 confianza, muy a propósito para todas las calamidades públicas, y para pedir al Señor que se digne hacer que cesen los azotes bajo de los cuales gime el pueblo.

La Epístola de la Misa de este día está tomada de la instrucción que San Pablo da a los gálatas para enseñarles que la ley no justifica, y que no puede ninguno justificarse sino por la fe, la cual es como la vida del justo. Para comprender toda esta Epístola, y entrar en el verdadero sentido del Apóstol, conviene saber que habiendo predicado San Pablo la fe de Jesucristo eh Galacia, que era una provincia del Asia menor, entre la Capadocia y la Frigia, convirtió allí tan gran número de gentiles, que en poco tiempo formó una Iglesia considerable. La primera vez que fue allá fue recibido como un ángel de Dios, y como lo hubiera sido Jesucristo mismo, según él mismo lo dice: Sin que mis humillaciones, añade, ni mis flaquezas os hayan disgustado. Pero túrbose muy pronto la tranquilidad y el fervor de aquella Iglesia naciente, por el falso celo y la envidia de los judíos que San Pedro había convertido allí a la fe, antes que San Pablo hubiese ido a predicará los gentiles. Estos falsos hermanos, más bien judíos que cristianos, encaprichados en su antigua ley, no podían sufrir que San Pablo habiendo convertido á los gentiles a la fe de Jesucristo, no les hubiese obligado a guardar las ceremonias legales. Comenzaron a desacreditar al Santo Apóstol para desacreditar mejor su doctrina; trataron de hacerle pasar por un intruso en el ministerio del apostolado; y no hallando nada reprensible en su conducta, ni en sus costumbres, se agarraron a lo que parecía defectuoso e irregular en su aire, e su voz y en toda su persona. Después de haber procurado hacerle a él despreciable, comenzaron a predicar la obligación de observar en el cristianismo la ley de Moisés. Los gálatas, pueblo simple y grosero, se dejaron de los halagüeños discursos de aquellos falsos doctores; sin embargo, muchos se opusieron a estas novedades, de lo que resultó muy pronto un cisma en aquella Iglesia. Habiéndolo advertido San Pedro, y queriendo cortar el curso a un mal tan grave, escribió a los gálatas con toda la fuerza y vehemencia que exija semejante abuso. Comienza por establecer invenciblemente su apostolado, como que ha sido llamado a él por el mismo Jesucristo. Refiere su conversión milagrosa, y prueba la autenticidad de su misión. Desciende luego al origen del mal, y a lo que había dado lugar a aquellas contestaciones y al cisma. Demuestra por un raciocinio, al cual nada hay que replicar, y por diversos pasajes de la Escritura, que ni la circuncisión ni la ley de Moisés sirven ya para nada; que las bendiciones prometidas a Abraham son para los fieles que han creído en Jesucristo; qué propiamente hablando, sólo el Salvador divino y sus discípulos son los verdaderos hijos de Abraham, y los herederos de las bendiciones y de las promesas. Que en la Escritura es preciso distinguir el sentido histórico y carnal, y el sentido alegórico y espiritual, que es al que principalmente ha atendido el Espíritu Santo; que los judíos carnales, esto es, según la carne, están figurados en Agar e Ismael, y al contrario los cristianos en Sara e Isaac; que por la fe hemos entrado en la dichosa libertad de hijos de Dios y herederos de las bendiciones y las promesas; que los hebreos bajo de la ley no han sido más esclavos, que según la Escritura el esclavo debe ser arrojado con su hijo, porque el hijo de la que es esclava no será heredero con el hijo de la que es libre. Por lo que hace a nosotros, añade, no son los hijos de la esclava para que estemos sujetos a los preceptos serviles de la antigua ley, sino de la que es libre, esto es, de la ley de gracia, y esta dichosa libertad es la que Jesucristo nos ha dado, y la que vuestros falsos doctores quisieran destruir, o al menos inutilizar si pudiesen. Sus perversos designios y sus persecuciones han sido figuradas en la Escritura, y su cumplimiento lo véis bien claro en el día; porque así como entonces el que había nacido según la carne, esto es, Israel, perseguía al que lo era según el espíritu, esto es, Isaac, así sucede ahora. Sabed, pues, continúa el Santo Apóstol, que la ley no se ha dado a vuestros padres sino para detener sus trasgresiones; igualmente los que vivían bajo de la ley estaban sometidos a la maldición fulminada tantas veces contra los que no observaban las ceremonias legales. Jesucristo sólo es el que nos ha librado de esta maldición por la muerte que ha querido sufrir en la cruz; Jesucristo, les dice, nos ha eximido de la maldición de la ley, habiéndose hecho por nuestro amor un objeto de maldición, según lo que estaba escrito: maldito el hombre que está clavado en una cruz. En fin, les hace recordar que por la fe, y no por la ley, han recibido los dones sobrenaturales del Espíritu Santo, lo cual, con respecto a ellos, era una prueba evidente de que la ley no era de modo alguno necesaria para, recibir la gracia de la justificación. Habla de la ley de Moisés, en cuyo lugar ha sustituido la ley de Jesucristo, que es la única que ahora debemos seguir. He aquí lo que desenvuelve el verdadero sentido de la Epístola. Las promesas se han hecho a Abraham y al que de él nacerá. No se ha dicho, advierte San Pablo, y á los que nacerán de él, como si fuesen muchos, sino como si sólo se tratase de uno, y al que nacerá de él, esto es, a Cristo. Rabia Dios hecho dos especies de promesas a Abraham las unas miraban a su propia persona; las otras á su linaje y a su posteridad. Dios cumplió lo que había prometido a la persona de Abraham, colmándole de bienes temporales y concediéndole, con una numerosa posteridad, una vida tan dichosa como larga; pero su justicia, su obediencia y su fe, no debía recompensársele sino en el cielo. Por lo que hace a su posteridad, se la puede considerar, dicen los intérpretes, según la carne y según el espíritu Isaac es el hijo de Abraham según la carne, y Jesucristo en cuanto hombre es su hijo según el espíritu, y a Jesucristo propiamente es a quien se dirigen las promesas hechas a Abraham y a su estirpe, y sólo en Jesucristo es en quien se ha cumplido esta promesa: Todas las naciones de la tierra serán benditas en el que saldrá, de ti. Es evidente que esta promesa no se ha cumplido en Isaac, puesto que los hebreos no tenían comercio alguno con las naciones extranjeras, a las cuales miraban con horror. Estas bendiciones universales y sobreabundantes no se han cumplido sino en Jesucristo, verdadero Isaac inmolado en la cruz por todas las naciones, por todos los hombres, y del que el primer Isaac no era más que la figura; en Jesucristo únicamente es en quien han sido benditas todas las naciones; no era tampoco la raza de los judíos la que debía multiplicarse como las estrellas del cielo y como la arena que está en la orilla del mar; nada fue mas limitado que la Judea; debe, pues, entenderse esta pron1esa de la generación espiritual de Jesucristo, que son los cristianos, y se ha cumplido en la Iglesia y de ningún modo en la sinagoga.

No entra aquí San Pablo en el pormenor del cumplimiento de las promesas hechas a la estirpe carnal de Abraham; limitase a la estirpe espiritual, que es Jesucristo, dice San Agustín, en cuanto que ella es la que forma toda la Iglesia de los fieles de todos los siglos, de cualquiera nación y de cualquier país que sean. Si los patriarcas, los profetas, los santos del Antiguo Testamento han tenido parte en las bendiciones de la generación espiritual, no es en cualidad de hijos de Abraham, según la carne, sino sólo como imitadores de su fe y como pertenecientes ya a la generación espiritual de Jesucristo y a la nueva alianza; puesto que ninguno, ni en una ni en otra alianza, ha podido salvarse sino en contemplación y por los méritos de Jesucristo. Esto es lo que hace decir aquí a San Pablo que la Escritura no dice que las promesas hayan sido hechas a Abraham y a los que nacerán de él, sino a Abraham y al que debía nacer de él, que es Jesucristo. La promesa, dice Santo Tomás, es histórica y figurativa: histórica y literal en Isaac y su posteridad según la carne; figurativa y espiritual en Jesucristo y los fieles. San Pablo tenia toda la autoridad necesaria, dice este gran doctor, para dar al texto figurativo un sentido determinado y cierto, y capaz de fijar nuestra fe.

He aquí, pues, lo que yo digo: habiendo hecho Dios como un contrato y una alianza con Abraham, por la cual promete a su generación espiritual, esto es, al que debía nacer de él, que es Jesucristo, todo género de bendiciones, la ley que no se ha dado has cuatrocientos treinta años después, no ha podido anular ni desvanecer la promesa hecha a Abraham. Ahora bien: si por la fe, independientemente de Ja ley, hemos llegado a ser herederos de lo bienes celestiales, luego no sería ya por la promesa, la cual quedaba vana y nula por la ley. Sin embargo, a Abraham y a su linaje es a quien se han prometido las bendiciones independientemente de la ley; no es, pues la ley la que justifica y la que da la herencia, sino la fe. ¿De qué sirve, Juego, la ley, si sin ella puede uno justificarse y llegará ser heredero de las bendiciones prometidas? La ley, responde San Pablo, se ha establecido a causa de los crímenes que se cometían. Aquel pueblo, enteramente carnal y grosero, cometía mil faltas graves todos los días sin temor y sin remordimiento. Para darles, pues, a conocer estas faltas e instruirles de ellas, se les ha dado la ley a fin de que reconociesen, violándola, los crímenes de que se hacían culpables, y se contuviesen, por lo menos, por el temor del castigo ordenado por la ley. No se había dado, en efecto, la ley para merecer las bendiciones y la herencia prometidas en virtud de la alianza contratada, sino para que sirviese como de luz para reconocer las faltas y como de freno para evitarlas. Esta ley no se había dado más que hasta la venida del que debía nacer, esto es, basta la venida de Jesucristo, que mediante su espíritu y su gracia nos da bastante a conocer hasta las faltas más ligeras, y al
mismo tiempo nos da la fortaleza para evitarlas; así que, habiendo venido Jesucristo, la ley antigua que los ángeles habían intimado por el ministerio de un mediador, que es Moisés, no es ya necesaria para la salvación en cuanto á sus preceptos y ceremonias legales. Pero me diréis, continúa San Pablo, ¿luego la ley es contra las promesas de Dios? De ningún modo. Las promesas se han hecho independientemente de la ley, y la misma ley es como un efecto de las promesas, puesto que ella es una señal de la protección de Dios sobre los hebreos  a quienes se le ha dado para que les sirviese de luz, de freno y de guía; mas esta ley no tenia la virtud de justificarlos por si misma; recordábales las promesas y les ha dado entender que no debían ver los efectos y el cumplimiento de ellas sea un su verdadero sentido, sino por la fe de Jesucristo. Mas la Escritura, añade San Pablo, lo ha sujetado todo al pecado, a fin de que por la fe en Jesucristo se cu1npliese la pron1esa con respecto a los que creyesen. La ley, dice San Crisóstomo, ha convencido a los que han vivido antes de la fe, que vivían en el error acerca de un gran número de puntos de moral. Ella ha hecho ver a los judíos que vivían bajo de la ley que eran prevaricadores; en fin, ella les ha hecho esperar; pero no les ha dado el remedio eficaz a sus males. Este no le han podido obtener sino por la fe en Jesucristo. La antigua ley no se ha promulgado, concluye el santo Apóstol, para justificar a los hombres, sino para darles a conocer su flaqueza, y que se penetrasen mejor de la necesidad que tenían de la fe de Jesucristo, su Redentor y Mesías, y que no había otro medio que esta fe para adquirir la herencia.

El Evangelio de la Misa de este día contiene la curación milagrosa de diez leprosos, cuya historia es como sigue: El Salvador, que por donde quiera que pasaba iba haciendo bien., y que obraba maravillas por todas partes, yendo a Jerusalén para la fiesta de la Dedicación, pasó por medio de la Samaria y de la Galilea. Al tiempo de entrar en un pueblecillo vio venir hacia él diez leprosos, que, deteniéndose lejos, porque la ley les prohibía comunicar con nadie, inmediatamente que le vieron desde donde estaban, gritaron diciendo: Jesús, Maestro nuestro, compadeceos de nosotros. Luego que el Salvador hizo alto en ellos: Id, les dijo, mostraos a los sacerdotes. La ley establecía jueces de esta enfermedad a los sacerdotes, á los cuales tocaba el declarar si los que se les presentaban estaban atacados de ella o si estaban bien curados. Aquellos cuya curación estaba reconocida ofrecían desde luego dos gorriones, y ocho días después ofrecían dos corderos y una oveja, y si eran pobres un cordero y dos tórtolas. Enviando Jesucristo los leprosos a los sacerdotes, les daba a entender que quedarían curados en el camino puesto que no debían irse a presentar a los sacerdotes sino a fin de que éstos pronunciasen sobre su curación, y que no pudiesen dudar de su misión con un testimonio tan seguro como el del milagro.

Cumplieron con gusto los leprosos lo que el Salvador les mandaba; no dudaron un momento en tomar el camino de Jerusalén como si ya hubiesen quedado enteramente limpios de su lepra. Su fe recibió sobre la marcha su recompensa, y apenas se pusieron en camino cuando todos se hallaron perfectamente sanos. El regocijo que les causó su curación hizo que se olvidasen de aquel a quien se la debían; de los diez que eran, no hubo más que uno a quien ocurriese el pensamiento de volver a dar gracias a su insigne bienhechor, y aún éste era samaritano, y por consiguiente mirado como gentil y extranjero; los otros nueve, que eran judíos, no fueron tan reconocidos. El samaritano, pues, volvió al mismo sitio sin dejar de alabar en alta voz la bondad del Salvador y exaltar su omnipotencia. Luego que llegó adonde estaba Jesucristo se postró a sus pies, pegado su rostro con la tierra, y le rindió mil acciones de gracias por su curación. Recibióle Jesús con su acostumbrada dulzura; pero significó bien lo que le llamaba la atención el paso que acababa de dar, y la ingratitud de los otros que no estaban menos obligados que él a hacer lo mismo. Por esto dijo en alta voz: Qué ¿no han sido diez los curados? ¿donde están, pues, los otros nueve? ¿Precisamente no hay otro que este extranjero que haya sido agradecido, y que haya dado gloria y gracias á Dios por el beneficio recibido? La sorpresa que demuestra aquí el Salvador no es efecto de una extrañeza verdadera ó de una especie de ignorancia: Jesús no podía admirarse de nada, conociendo todo lo que debía suceder aun antes que sucediese; quería sólo abrirnos los ojos para que viésemos nuestra ingratitud para con Dios. Dichoso aquel, dice San Agustin, que, á ejemplo de este samaritano, considerándose como extranjero con respecto á Dios, le da muestras del mayor reconocimiento por los beneficios más pequeños, persuadido de que nada es tan gratuito como lo que se hace por un extranjero y un deseo desconocido. Tenía también el Salvador la idea de indicar por estas. Palabras cuán diferente sería con respecto a él la conducta de los gentiles de la del pueblo judío, el cual no debía pagar los favores tan insignes de que había sido colmado sino con la más insigne y la más negra de las ingratitudes. Levántate, le dice, ve, tu fe te ha salvado. Seguramente los otros habían tenido fe puesto que sin replicar habían obedecido y habían sido curados; pero el reconocimiento de éste le atrajo otras nuevas gracias, y es verosímil que el Salvador promete aquí alguna cosa particular a este samaritano, con respecto al bien de su alma y a su conversión. Figura instructiva de lo que sucede todos los días en el cristianismo. Muchos hay que reciben de la misericordia del Señor curaciones milagrosas, y muchos pecadores convertidos beneficios singulares, gracias particulares; pero pocos se portan con un verdadero reconocimiento, y por esta negra ingratitud se hacen indignos de nuevos favores.

Croisset, el año litúrgico.

Croisset. XI Domingo después de Pentecostés

Llámase comúnmente en la Iglesia Romana este domingo el
domingo del sordomudo curado por Jesucristo, porque el Evangelio de este día refiere la historia de este milagro. Como todas las maravillas de la vida del Salvador eran pruebas visibles de su .omnipotencia y de su divinidad, y al mismo tiempo pruebas evidentes de la santidad de la religión que venia a establecer en el inundo, la Iglesia ha escogido para la Epístola de la Misa de este día aquel pasaje de la carta que San Pablo escribió a los corintios; en donde, después de haberles dado cuenta del modo con que les había anunciado el Evangelio, les declara que n9 les ha enseñado y como dado en depósito más que lo que él mismo había recibido de Jesucristo, y por el compendio que les hace de los principales misterios de nuestra religión les da una idea justa de la excelencia del Redentor, de su divinidad y de la bondad infinita que ha tenido con los hombres. El Evangelio no es una prueba menor de esto, no pudiendo ser el n1ilagro asombroso que refiere sino el efecto de esta omnipotencia que no puede convenir más que á Dios solo. El introito de la Misa expresa perfectamente los sentimientos de un corazón animado de una fe viva en este divino Salvador, y lleno de una santa confianza en su bondad y en su omnipotencia.

Yo veo al Señor en la nueva Sión;  allí ha remitido a los hombres, y los une por unos mismos sentimientos y por unas mismas leyes: el Dios de Israel inspira valor y fortaleza á su pueblo, y le hace formidable a sus enemigos. Preséntese, nada más, este Dios, levántese y disperse sus enemigos; muéstrese este Dios omnipotente, y huyan de su presencia los que sacuden el yugo de sus leyes. Todo este salmo, uno de los más magníficos y más admirables que David ha compuesto en un estilo sublime y elevado y que es una alegoría continua, todo este salmo, repito, debe entenderse de la venida de Jesucristo, de sus milagros, de sus victorias., de los misterios realizados en su persona y del establecimiento de la Iglesia por los apóstoles. El Profeta hace en él la relación de diversos prodigios del Antiguo Testamento que fueron figura de lo que debía  suceder en  el Nuevo, y en particular de todas las 1naravillas que debía obrar el Salvador. El milagro cuya historia refiere el Evangelio de este día ha determinado a la Iglesia para hacer la elección de este salmo, que es propiamente uno de los mis bellos cánticos que tenemos en honor de las maravillas y de los n1isterios de Jesucristo. Todos los Santos Padres griegos y latinos, que lo explican según la alegoría y el sentido místico, lo aplican a la venida, a la resurrección y a la ascensión del Salvador, a todos los milagros que ha obrado, a la predicación de los apóstoles, a la conversión milagrosa de los gentiles y a la destrucción victoriosa del paganismo. Si el Profeta habla en él de la salida de Egipto y de la publicación de la ley, no es sino por alegoría a la libertad del cautiverio del pecado, que ha sido el fruto principal de la venida del Salvador y de la publicación del Evangelio, cuyos hechos estaban allí figurados. Esto es lo que movió a comenzar este cántico por unos términos entusiasmados y con expresiones enfáticas. Levántese Dios y disperse sus enemigos: huyan de su presencia todos sus adversarios. Desaparezcan los impíos delante del Señor, como el humo se desvanece en el aire, o como la cera que en un momento se derrite al fuego; mas los justos, por el contrario, alégrense y regocíjense viendo a su Dios y su libertador. Pueblos fieles, celebrad su gloria, cantad salmos en su honor. Todo este salmo es un cántico de regocijo, un cántico de alegría continua para celebrar las maravillas del Salvador y la pompa de su triunfo.

La Epístola de la Misa de este día puede mirarse como un compendio de las pruebas más brillantes de nuestra religión y de las verdades fundamentales del cristianismo. Como la verdad de la resurrección de Jesucristo es el fundamento sólido y la base de  nuestra creencia, no es de extrañar que los apóstoles se aplicasen, con tanto ahínco a demostrar esta importante verdad, que tanto interés tenia el infierno en debilitar, pero cuya evidencia no había podido oscurecer todo el infierno: así es que no hay dogma alguno mejor establecido, ninguna verdad más a menudo ni más útilmente sostenida. Había entre los cristianos de Corinto ciertos espíritus dañados, que no abrigaban sentimientos muy ortodoxos en orden a la resurrección. Como este articulo era, por decirlo así, el fundamento de todo el cristianismo, San Pablo se aplica a establecer esta verdad en el capitulo quince de su carta con todo género de razones, y al mismo tiempo prueba la resurrección futura de los muertos por la resurrección de Jesucristo, la cual confirma con muchos testimonios.

Voy a poner a la vista uno de los puntos capitales y más importantes del Evangelio que os he predicado, que habeis recibido por una gracia especial de Jesucristo, y en el cual os mantenéis con tanta fidelidad a pesar de los artificios seductivos de los falsos doctores, que os deslumbran con sus sofismas. Vosotros sabéis que sólo creyendo las verdades que os he anunciado, os salvareis; no hay que esperar salud fuera de esta creencia; porque a menos que no hayáis creído en vano, debéis acordaros de qué manera os he predicado. Mis predicaciones, dice en otra parte, nada tenían parecido á los mañosos discursos de la sabiduría humana, antes bien, el Espíritu Santo y su virtud eran visibles en ellas, y esto a fin de que la sabiduría humana no fuese el fundamento de vuestra fe, sino la virtud divina. A esto alude San Pablo cuando dice aquí á los fieles de Cristo que se acuerden de qué manera les ha predicado, de las maravillas que han acompañado a su predicación, y que si han creído las grandes verdades que les ha anunciado, no ha sido ligeramente como gentes que se dejan llevar de la novedad sin examen, y que son tan fáciles para abandonar la fe como lo han sido para abrazarla. Por más incomprensibles que sean nuestros misterios, por más sublimes que sean las verdades de nuestra religión, por más austera que sea su moral, nunca me he servido para persuadiros todo esto de términos escogidos, ni de maneras de hablar seductivas y estudiadas; no he empleado para ello los artificios de una elocuencia alucinadora. Yo os he enseñado con toda sencillez lo que a mi mismo se me ha enseñado por el Señor, que, siendo la verdad por esencia, no puede ser engañado, ni engañarnos. Os he dicho desde luego que Jesucristo nuestro Salvador ha muerto por nuestros pecados conforme a las Escrituras, esto es, como lo había predicho por los profetas, y singularmente por Daniel que con tanta precisión marca el tiempo de su muerte; y pasadas setenta y dos semanas de años, será Jesucristo condenado a muerte (Dan. c. IX); lo cual sucedió precisamente en el tiempo señalado según los cálculos de la más exacta cronología; por Isaías que predijo el fin de su muerte; esto es, por los pecados de los hombres (cap. LIII) y las circunstancias de su muerte: será llevado a la muerte como una oveja sin quejarse, y será cubierto de llagas sin decir palabra.

Os he enseñado, continúa el santo Apóstol, que habiendo muerto este divino Señor fue sepultado; que ha resucitado al tercero día, conforme a las Escrituras, como un testimonio de los más persuasivos y de los más concluyentes. No hay cosa que persuada mejor al entendimiento en orden a las verdades incomprensibles, que el ver que han sido predichas; porque sólo Dios es el que puede conocer y pronosticar lo venidero: la predicción es un motivo muy poderoso para creer una verdad aunque no se la pueda comprender. La resurrección de Jesucristo era una verdad demasiadamente esencial en nuestra religión, para que no hubiera sido predicha y figurada en muchos pasajes de la Escritura. David, Isaías, Oseas, y en particular el profeta Jonás, nos la han anunciado en más de un pasaje. No se contenta San Pablo con esta prueba, sacada de la predicción: trae también el testimonio de los que han sido testigos de ella, y este testimonio no tiene réplica. Os he dicho, añade, que el Salvador resucitado ha aparecido a Cefas, y después a los once. El santo Apóstol no refiere aquí en particular todas las apariciones de Jesucristo, sino sólo aquellas que juzga mas apropósito para hacer impresión en el ánimo de los fieles de Corinto. Después de haber referido San Lucas la aparición del Salvador a los dos discípulos que iban al castillo de Emaús y la vuelta de éstos a Jerusalén, dice que habiendo encontrado estos dos discípulos a los once apóstoles, y a los que estaban con ellos, todos juntos, y habiéndoles contenido lo que acababa de sucederles; supieron de ellos que el Señor había resucitado verdaderamente y que había aparecido a Simon-. (Luc. XXIV.) Os he dicho también, continúa aún el santo Apóstol, que después se apareció a más de quinientos hermanos al mismo tiempo, de los cuales algunos han muerto, pero todavía están muchos en el mundo. Habla aquí San Pablo de la aparición que hizo el Salvador a todos los discípulos que se congregaron en la montaña de los Olivos, cuando el Salvador subió al cielo. ¡Qué nube de testigos y de pruebas para establecer el solo milagro de la  resurrección de Jesucristo!

Con todo, dice aquí un sabio intérprete, no era necesario menos para convencer al mundo de una verdad, que por una consecuencia necesaria le obligaba a creer todos los misterios y á practicar todas las máximas del cristianismo. San Pablo añade que muchos de los que se habían hallado en esta aparición vivían aún, a fin de que pudiesen, si querían, asegurarse por si mismos de un hecho tan importante.

Después de esto, continúa San Pablo, apareció a Santiago; después a todos los apóstoles. El Evangelio no habla de esta aparición; pero los Padres, siguiendo la antigua tradición, nos refieren que Santiago, dicho el menor, hijo de Cleofás y de María, primo del Salvador, y por tanto, llamado hermano del Señor, según el uso de los judíos; los Padres, repito, nos refieren que este Apóstol, que fue el primer obispo de Jerusalén, y que era también apellidado el Justo, había resuelto des pues de la muerte de su divino Maestro no tomar alimento alguno hasta haberle visto resucitado, y que el Salvador, por una bondad singular hacia este fervoroso Apóstol, se le apareció inmediatamente después de su resurrección, y habiéndole colmado de alegría por su presencia, le dio por si mismo pan que había bendecido, diciéndole que tomase de aquel alimento, pues que ya veía a su Salvador resucitado. Por fin, y en último lugar, prosigue el santo Apóstol, también me ha aparecido a mi que no soy más que un aborto. Siempre fue la humildad el carácter común de todos los santos. Los mayores entre ellos han sido siempre .los más humildes. Cuanto más los ha distinguido el Señor con los favores más sublimes, tanto mas bajamente han sentido de si mismos; las gracias más brillantes descubren siempre la profundidad de nuestra nada. San Pablo se llama a si mismo un aborto, para significar por esta expresión que no había nacido al cristianismo ni sido llamado al apostolado sino después de todos los demás; cuando todavía se hallaba informe, como de ordinario están los niños que vienen al mundo trabajosamente, o antes del término, esto es, antes de haber podido recibir el aumento y la forma conveniente. Los de mas apóstoles habían sido alimentados mucho tiempo por el Salvador con sus divinas instrucciones; San Pablo había sido llamado al apostolado estando todavía por confirmar, por decirlo así, desfigurado por su tenaz apego al judaísmo. A la verdad, el Señor había suplido en él lo que le faltaba con su gracia y con sus revelaciones, que en menos de nada le formaron el doctor de las naciones y una de las lumbreras más brillantes de la Iglesia; pero San Pablo, como todos los grandes santos, no mira en si mismo sino lo que tiene de su propia cosecha y lo que en si descubría más defectuoso, reconociendo humildemente que toda la ciencia. Y la inteligencia que poseía y cuanto bueno podía adornarle era un puro don de Dios. Poseído de los sentimientos más bajos de si mismo, en medio de todas las maravillas que obraba; este gran santo no pierde nunca de vista lo que ha sido, reconociendo siempre que todo lo que es lo debe a la gracia. Porque, dice, yo soy el menor de los apóstoles, que no merezco este nombre, habiendo perseguido la Iglesia de Dios. Tal ha sido siempre el carácter de los mayores santos; no consideran en si mismos más que el mal que han hecho o que han podido hacer; las maravillas más grandes que Dios obra por su ministerio las miran desde el fondo de su nada. La humildad fue siempre la virtud favorita de todos los santos. Cuando el perseguidor de Jesucristo, convertido en apóstol suyo, anuncia á los hombres su resurrección, ¿qué podía oponer la incredulidad para enervar su testimonio? Su conducta, sus trabajos, la persecución misma que él había suscitado contra la Iglesia, son otras tantas pruebas de la sinceridad y de la verdad de su predicación, dice un sabio intérprete. No se le puede acusar de haber creído con ligereza lo que predica, y se ve bien claro que ha sido necesario un milagro muy marcado para hacer un apóstol del que era el más violento y el más pertinaz de los perseguidores de Jesucristo. Reconoced, pues, pueblos incrédulos, la fuerza victoriosa de la gracia del Redentor; porque lo que yo soy, lo soy por la gracia de Dios, que se complace muchas veces en elegir lo más flaco para con el mundo. Para confundir lo más fuerte, a fin de que ninguno tenga de qué gloriarse delante de él. Siendo, pues, tan indigno del apostolado, como acabo de decir, sólo por un favor enteramente gratuito y por una bondad del todo particular de Dios soy yo apóstol. En mi vocación, no ha sido ciertamente a mis méritos a lo que ha tenido el Señor consideración, sino sólo a su pura misericordia; lo poco que soy, y todo el bien que hago, lo debo a la gracia, sin la que nada soy, ni puedo nada. Por la gracia de Dios soy todo lo que soy, y de mi mismo no puedo gloriarme más que de mis humillaciones y de mi nada. ¿Qué somos, en efecto, en el orden sobrenatural sin la gracia? Flaqueza, ignorancia, pecado; y todavía entre tantas miserias se desliza el orgullo, para poner el colmo a todas ellas: ninguna cosa, en efecto, prueba tanto nuestra imbecilidad y nuestra nada como nuestro orgullo. Pero ¿qué no somos y qué no podemos con a gracia? ¡Qué luz, qué sabiduría, qué ánimo, qué fortaleza! Todo lo puedo, dice en otra parte el mismo Apóstol, en aquel que me da la fortaleza; y ciertamente, la gracia que me ha dado no ha quedado sin efecto. ¿Qué no ha hecho en’ mi? ¡Qué mutación tan portentosa! De un perseguidor obstinado de Jesucristo y de sus siervos, ha hecho un apóstol; el amor tierno a este divino Salvador ha sucedido al furor con que le aborrecía; la fe mas animosa, a la incredulidad más terca; y el celo mas ardiente por extender la fe de Jesucristo, a la pasión mas violenta que jamás hubo y que yo tenía por extinguirla. Dios ha querido hacer ver en la persona de San Pablo lo que puede la gracia de Dios en un corazón que no opone obstáculo a ella y que dice como este Apóstol: Señor, ¿qué queréis que haga? Rindámonos con docilidad á las dulces impresiones de la gracia y tendremos el consuelo de poder decir muy pronto corno él: «la gracia que Dios me ha concedido no ha quedado sin efecto;» pero para esto es menester también decir sinceramente como él: «Señor, ¿qué queréis que haga?»

El Evangelio de la Misa de este día refiere la curación milagrosa de un hombre sordo y mudo: todo es misterioso en esta historia. Habiendo dejado el Salvador por un poco tiempo la Judea, de la cual no estaba muy contento, vino hacia los confines del país de Tiro y de Sidón, sin ruido y al parecer como queriendo ocultar su llegada a aquellos extranjeros; pero una luz tan resplandeciente no podía estar escondida mucho tiempo. Los pueblos de aquellos contornos eran cananeos, descendientes de Canaan, y por consiguiente, gentiles, y confinaban con la Judea; había entre ellos algunos que se llamaban siro-fenicios, a causa dé que ocupaban la región de la Fenicia que constituía entonces una parte de la verdadera Siria. Allí fue en donde una mujer siro-fenicia, llamada comunmente la Cananea, mereció por su perseverancia que el Salvador hiciese el elogio de su fe y que librase a su hija de un demonio de que estaba poseída. El Hijo de Dios no se detuvo allí mucho tiempo; solamente quería dar á entender que había venido principalmente para convertir a los judíos, según se les había prometido; pero que igualmente había venido también para los gentiles aun cuando no debiesen ser llamados a la fe, sino después que los judíos se hubiesen hecho indignos del Evangelio. Volviéndose, pues, Jesús del país de Tiro, se fue por Sidón, esto es, pasó solamente por el territorio de los sidonios; y encaminándose hacia el mar de Galilea, atravesó una parte del país de la Decápolis. Llamábase asi una co1narca de la Galilea en Judea. Extendíase desde el monte Líbano hasta cerca, del mar de Galilea, y tomaba .su nombre de diez ciudades principales que contenía, las cuales eran: Dan, Cesarea de Filipo, Cades, Neftali, Aser, Safer, Cafarnaum, Corozain, Bethsaida, Jotapate, Tiberiades y Bethsan o Scitópolis. Habiendo llegado el pueblo a entender que Jesús había llegado al país, le salió al encuentro. Lleváronle un hombre que era sordo y mudo: Este pobre daba gritos, con algunas palabras confusas y poco articuladas, como hacen por lo común los mudos, arrojando impetuosamente la voz, sin poderse dar a entender. Pidiéronle al Salvador .que le tocase con su mano y le curase.

Hizo, en efecto, lo que deseaban; pero con ciertas ceremonias de que no acostumbraba servirse cuando hacia otros milagros. Quería mostrarnos el Salvador en esto que sus 1nenores acciones eran misterios que debemos reverenciar, instrucciones mudas de que nos debemos aprovechar y ejemplos que debernos seguir. Quería al mismo tiempo con estas ceremonias hacernos comprender que no lía y demonio más peligroso que el que nos cierra la boca y nos impide descubrir las llagas del alma. No hay tampoco pecador más difícil de convertir que el que esta sordo á la voz de Dios. Estas dos enfermedades del alma son cuasi incurables; es menester un gran milagro para curar esta sordera espiritual; no hay una señal más visible de reprobación que cuando un pecador rehúsa oír la voz de Dios que le llama y le ofrece su. misericordia; ninguno esta en mayor peligro que el que no quiere descubrir las llagas de su alma al médico caritativo que las puede curar.

La primera: cosa que hizo el Salvador fue sacará aquel hombre de entre la multitud. Esta especie de pecadores apenas se convierten mientras permanecen en medio del tumulto del mundo; necesitan del retiro; él sólo puede poner al pecador en estado de oír la voz del Señor. En la soledad es en donde Dios habla al corazón del pecador. Habiendo, pues, el Hijo de Dios tomado aparte a este hombre sordo y n1udo, le mete sus dedos en los oídos,, le toca la lengua con su saliva; después, levantando los ojos al cielo, suspira por él y por todos los pecadores, figurados en este enfermo, y habiendo pronunciado esta palabra siriaca, que era la lengua del país, Ephpheta, que significa ábrete, el enfermo se halló curado: sus oídos se abren, su lengua se desata; el sordo oye la voz de su médico, el mudo habla con una facilidad que asombra y llena de regocijo a todos los que estaban presentes. ¡Qué de misterios, a cual más instructivos, en un solo milagro! Notemos aquí que el Salvador se contenta con decir á los oídos Ephpheta, ábrete; y que no dice a la lengua desátate, porque basta que el pecador oiga la palabra de Dios: inmediatamente habla, desatase la lengua, luego que el corazón es movido. Es muy difícil convertir a un pecador cuando no quiere oír hablar de su estado, ni explicarse él mismo con aquellos que podrían sacarle de él.

El Salvador gime, levanta sus ojos al cielo, lo que hacia ordinariamente antes de obrar los mayores milagros. Todo .esto muestra la dificultad de aquella curación. El Hijo de Dios no tenia necesidad de hacer todas estas ceremonias para volver la palabra y el oído al sordomudo, no era menester más que el que quisiera que hablase y que oyese; pero quería el Salvador instruirnos y enseñarnos al mismo tiempo que es necesario levantar los ojos al cielo, que es preciso gemir, esto es, que es menester orar y hacer penitencia por esta especie de pecadores. Quería también el Salvador enseñar a sus discípulos por estas ceremonias las que ellos debían observar en la administración del sacramento del Bautismo, y en efecto, comprendiéronlo perfectamente los apóstoles después de la venida del Espíritu Santo, y así lo enseñaron luego a la Iglesia. En la explicación que se ha dado en la historia del sexto domingo después de Pentecostés, ha podido verse lo que significan estas misteriosas ceremonias. Todo lo que el Salvador ha hecho y dicho durante su vida pública en la tierra ha sido para nuestra instrucción.

No es menos saludable la orden que dio el Salvador a todo el pueblo de que no hablasen de la 1naravilla de que habían sido testigos. La humildad ha sido siempre el rasgo más brillante y más señalado de Jesucristo y de todos sus verdaderos discípulos. Sabía bien que se publicaría; pero quería enseñarnos que en el ejercicio de las buenas obras, sobre todo en. los actos de esplendor que acompañan algunas veces las funciones del divino ministerio, no se ha de buscar la gloria delante de los hombres, ni hemos de tener otra mira que la gloria de Dios; esto es todo lo que debemos proponernos en los servicios que hacemos al prójimo.

San Juan Crisóstomo, San Jerónimo y los demás Santos Padres creen que Nuestro Señor no pretendía imponerles una obligación estrecha de que no hablasen de los milagros, cuando les prohibía publicarlos; era más bien una lección de humildad .y de modestia que les daba, que un precepto rigoroso que les imponía; ni tampoco ellos tomaron la prohibición que les había hecho más que como la expresión de un simple deseo, tan ordinario en las almas humildes, de evitar el esplendor y la alabanza. Todos los que estaban presentes no podían imaginarse que aquel fuese un mandamiento absoluto que les obligase a callar; por otra parte su admiración era demasiado grande y demasiado general para que pudiese contenerse ni dejar de publicarse; por más que el Salvador tratase de huir del honor que le reportaba, era imposible que les cerrase la boca. Cuanto 1nás se lo prohibía, más altamente hablaban y más se maravillaban: honor, gloria, alabanza, exclamaban en un santo trasporte de admiración; bendición, salud a este hombre extraordinario que todo lo hace con perfección: él ha dado oídos a los sordos, lengua a los mudos, vista a los ciegos. Nuestras acciones son las que deben hacer nuestro elogio. Cualquiera otro titulo de alabanza es vano.

Juan Croisset, El año cristiano.

Croisset. X domingo después de Pentecostés

Llamase el domingo décimo después de Pentecostés el domingo de la humildad, o sea el domingo del fariseo y del publicano, a causa del Evangelio que se lee en la Misa, en el cual hace Jesucristo el paralelo entre el orgulloso fariseo y el humilde publicano por medio de una parábola que propuso á los que, erigiéndose en jueces, ponían su confianza en si mismos, despreciando a los demás como imperfectos y pecadores en comparación de ellos. Déjase conocer bastante que el designio del Salvador es el enseñarnos por medio de esta parábola, que sin la humildad no hay justicia ni virtud cristiana, y que la inocencia debe tener por base la humildad, la cual la sirve también de apoyo y de defensa. La Epístola es como el preludio razonado de esta parábola, y confirma la necesidad que tenemos de esta importante virtud, sin la cual todas las demás son defectuosas. San Pablo en esta Epístola trae a la memoria a los fieles de Corinto el lastimoso estado en que estaban antes de su conversión á la fe. Ninguna cosa humilla tanto al hombre como la vista de su propia miseria; nuestro amor propio que produce nuestro orgullo, lleva también en si el contraveneno.

Háceles notar el Apóstol que todos los dones espirituales, todas las diferentes operaciones del Espíritu Santo son puros dones y por consiguiente, que seríamos muy injustos enorgullecernos. Cuanto más nos enriquece el Salvador con sus favores, tanto más humildes debemos ser; los tesoros de la gracia no se conservan más que por la humildad. No tiene menos relación con esta virtud el introito de la Misa, inspirándonos siempre una humilde confianza en la bondad de Dios, que es á un tie1npo nuestro Criador, nuestro Salvador y nuestro Padre. Como el Evangelio nos representa dos hon1bres que oran de un n1odo 1nuy diferente en el templo, la Iglesia en el introito de la Misa nos representa un modelo de oración muy conforme al que nos ofrece el humilde publicano.

Cuando he clamado al Señor ha oído mi voz, esto es, mi oración, y me ha librado de los que no se acercan a mí sino para dañarme: él, que es antes de todos los siglos y será por toda la eternidad, les ha humillado. Poneos enteramente en las manos de Dios, y él os alimentará. Oíd, Dios mío, mi oración y no desechéis mis ruegos; dignaos considerar el estado en que estoy y no me neguéis la asistencia que imploro. Estas palabras están tomadas del salmo LIV de David, obligado por la rebelión de su hijo Absalón a salir de Jerusalén, representa a Dios el triste e infeliz estado en que se halla, y en este estado humilde le pide su socorro. Este salmo en el sentido figurado conviene perfectamente a Jesucristo. David, destronado y arrojado de Jerusalén, representa al Salvador rechazado y condenado a muerte por los judíos. Absalón, a la cabeza de los revoltosos, representa á los sacerdotes sublevando al pueblo contra el Salvador; en fin, la traición de Aquitofel, según los intérpretes, representa la de Judas. Nótase que David en una y otra fortuna no ha estado nunca sin cruz y sin tribulación, no obstante que en todo tiempo haya sido un hombre según el corazón de Dios y siempre fiel en el cumplimento de sus deberes. ¿Qué no ha tenido que sufrir contra toda justicia de parte de Saúl? Elevado sobre el trono, victorioso de todos sus enemigos, ¿qué no ha tenido que tolerar hasta de su propio hijo? Allá desterrado de la c6rte, perseguido, errante por los desiertos; aquí obligado á salir de su capital y huir a pié para no verse entregado a los insultos y a la inhumanidad de un hijo rebelde. De este modo templa Dios las dulzuras de esta vida en sus elegidos. Los mantiene en las humillaciones a fin de que una sucesión no interrumpida de prosperidades · no corrompa su corazón y el orgullo no les haga indignos de sus gracias. Las adversidades en esta vida son necesarias para purificar el alma en el fuego de las tribulaciones y para preservarla del contagio por medio de una humildad perseverante.

La Epístola de la Misa de este día está tomada de la primera de San Pablo á los corintios, en la que el santo Apóstol declara quiénes son los que tienen el espíritu de Dios y quiénes los que no le tienen. He aquí lo que dio ocasión a San Pablo para escribirles lo que les dice en esta Epístola. En los primeros días de la Iglesia, el Espíritu Santo derramaba sus dones liberalmente y de un modo sensible sobre la mayor parte de los que eran bautizados: el don de lenguas era muy común en los nuevos convertidos; el de los milagros no era menos conocido entre ellos. Veíanse un gran número de fieles que hablaban todo género de lenguas y otros á quienes el Espíritu Santo daba una ciencia infusa y la gracia de las curaciones.

Pero como el hombre abusa frecuentemente de los mayores dones de Dios, muchos no siempre hacían el buen uso que debían de estos dones espirituales y abusaban de sus misterios. La mayor parte, en verdad, hacían de ellos un excelente uso para la conversión de los gentiles y para la edificación e instrucción de los fieles; mas otros abusaban de ellos para alimentar su vanidad: hacían alarde y no se servían de ellos sino para tomar de aquí motivo para su ostentación. Los que hablaban diversas lenguas se interrumpían á cada paso unos á otros en las reuniones, y hablaban algunas veces tres ó cuatro á un tiempo; otras veces hablaban todos diferentes lenguas, sin que nadie interpretase lo que decían, y esta confusión era siempre un motivo de murmuración y de escándalo; los que habían recibido dones más excelentes, llevaban su presunción algunas veces al mas alto grado , y parecía que despreciaban a los demás; aquellos, por el contrario, que los habían recibido menores, se encelaban muchas veces de los que los habían recibido más brillantes. Es muy natural al hombre el abusar de los más preciosos dones de la gracia  luego que deja de estar alerta sobre su propio corazón. Los corintios más sabios y mejor intencionados escribieron en esta ocasión a San Pablo, para preguntarle el uso que debía hacerse de los dones espirituales; por qué señales podía conocerse el espíritu de Dios, y de qué medio podían valerse para corregir estos abusos tan contrarios al verdadero espíritu del Evangelio.

Vosotros sabéis, responde el santo Apóstol, que mientras estuvísteis envueltos en las tinieblas del paganismo os dejasteis conducir como ciegos por los que os llevaban a adorar los ídolos, a estas estatuas mudas e incapaces de haceros ningún bien. Yo os aseguro, pues, que entonces no teníais el espíritu de Dios, ni estabais animados sino del espíritu del demonio que se gozaba de vuestra imbecilidad y de vuestra tontería. Los que dicen anatema a Jesucristo, esto es, niegan su divinidad, rehúsan reconocerle por el dueño del universo, único Dios verdadero, Salvador y Redentor del género humano, y verdadero Mesías, como hacen los idólatras, y los judíos, y como lo hicisteis vosotros mismos en otro tiempo, no tienen este divino espíritu. Aquellos, por el contrario, que reconocen al Señor Jesús, que confiesan su nombre, que le adoran como su Dios, que le aman como su Redentor y su Salvador, que le sirven como su Soberano Señor, como no pueden hacer todo esto sin ser inspirados de Dios, todos estos tienen el espíritu de Dios; porque nadie puede reconocer á Jesucristo por el Mesías, por el Señor del universo, por el verdadero Hijo de Dios y Salvador de los hombres, adorarle y servirle en esta cualidad sin que sea inspirado por el Espíritu Santo. La fe es un don de Dios, y sólo el Espíritu Santo es el que nos hace creer las verdades cristianas, así como el espíritu de tinieblas únicamente es el que nos hace dudar de las verdades de la religión y nos induce al error.

Por diferentes que sean los dones espirituales, todos se derivan del mismo principio. El Espíritu Santo es el que los comunica como quiere y á quien quiere. Todos estos dones son igualmente preciosos, aunque los misterios son diferentes; no hay empleo en la Iglesia que no sea honorífico, y que no deba referirse a la utilidad común de los fieles y a la gloria del Señor. Da San Pablo aquí esta lección a los corintios, porque los que tenían empleos superiores despreciaban algunas veces a los que estaban en un rango subalterno. Los misterios son diferentes: los unos son elevados al obispado, los otros al sacerdocio: estos sirven en un grado inferior, aquellos en funciones 1nénos brillantes aun: sin embargo, todos son ministros de un mismo Señor, todos concurren a un mismo fin, todos pertenecen al mismo Señor, y aunque los empleos sean diferentes y los talentos desiguales, las funciones son igualmente santas por la santidad del ministerio. Tócale al ministro corresponder a la santidad de su ministerio y a la dignidad de su empleo, por la dignidad, por la regularidad, por la santidad de sus costumbres y de su vida.

Las operaciones son diferentes, pero es el mismo Dios el que obra todas estas cosas en todos. Aquí parece que distingue el Apóstol los dones espirituales en gracias, en ministerios y en operaciones. Las gracias se atribuyen á la bondad del Espíritu Santo, dice un sabio intérprete; los diferentes ministerios para el gobierno de la Iglesia, a la sabiduría del Hijo; los milagros y las operaciones naturales, al poder del Padre. Más en estas tres adorables personas, así como es la misma la divinidad, «es la misma bondad, la misma sabiduría, el mismo poder. Como los misterios son diversos, las gracias para cumplirlos son diferentes; pero Dios exige de todos los que las reciben el mismo reconocimiento y la misma fidelidad. El don visible del Espíritu Santo se concede a cada uno de por si para bien. Es un talento que es menester no enterrarlo, es un don espiritual para utilidad publica; ¡qué abuso tan criminal seria el apropiársela y no hacerlo servir más que para la ostentación y la codicia!

Desciende San Pablo enseguida a la relación individual de las gracias particulares. El Espíritu Santo, dice, concede al uno el hablar el lenguaje de la sabiduría, este es propiamente el don de consejo; a otro el lenguaje de la ciencia, este es el don de inteligencia; a otro este mismo Espíritu Santo da la fe, esto es, aquella viva, aquella firn1e confianza en Dios, que nos asegura que no nos negará en la necesidad su asistencia para obrar las cosas más maravillosas, y este es propiamente el don de los milagros; a otro la gracia de las curaciones, y aun el don de resucitar los muertos; a este el don de profecía, de pronosticar lo venidero y de interpretar las divinas Escrituras; a algunos el discernimiento de los espíritus, tan necesario en el gobierno y en la dirección de las almas; a otros el don de las lenguas y el de entenderlas aunque no se supiesen hablar. Todas estas cosas las obra el mismo Espíritu Santo, dividiéndolas a cada uno según le agrada. El Espíritu Santo reparte sus dones, dice el mismo intérprete; á fin de que la necesidad mutua una más estrechamente a los fieles y los haga más humildes. Si hubiéremos recibido unos dones tan brillantes, temamos el abuso que pudieran hacer y la cuenta que tendríamos que dar de ellos.

Si no los hemos recibido, pensemos que hubieran podido habernos hinchado de orgullo, y que la humildad es más preciosa que todos estos talentos, los cuales son en provecho de los demás. Estos dones son gracias puramente gratuitas, diferentes de la gracia justificante que nos hace santos y justos delante de Dios. Llámase gracia puramente gratuita la que no santifica al que la recibe, aunque se le confiera como remuneración por Dios. Puede, sin embargo, serle útil al que se le confiere para su salud, pero principalmente mira a la santificación del prójimo: tales son la gracia de los milagros, el don de la sabiduría, el del discernimiento de espíritus, el de ciencia, el don de lenguas; pueden poseer estos dones y no ser santos por el mal uso que se hace de ‘ellos. Con todo es raro que el d6n de lenguas, el de profecía, el de milagros, no estén acompañados de una santidad eminente. La Iglesia las mira como pruebas de santidad en la canonización de los santos; mas esto es después de haber tenido pruebas ciertas de la heroicidad de sus virtudes. Estos dones visibles del Espíritu Santo eran muy ordinarios en los primeros siglos de la Iglesia; eran entonces necesarios milagros brillantes para convertirá los judíos y a los paganos.

No es esto decir, dice el venerable Beda, que estos dones hayan cesado enteramente en lo sucesivo. No hay siglo alguno de la Iglesia en que no haya habido taun1aturgos, sobre todo cuando a Dios le ha agradado enviar hombres apostólicos para convertirá los gentiles. San Francisco Javier, de la Compañía de Jesús, es en los últimos tiempos una prueba muy solemne de esta verdad, y la Francia ha visto en el siglo pasado, y ve todavía en el presente (téngase presente que esto se escribía en el siglo XVIII), un beato, Juan Francisco Regis, de la misma Compañía de Jesús, célebre por un número prodigioso de milagros que Dios obra aún todos los días por su intercesión.

El Evangelio de la Misa de este día es del capítulo XVIII de San Lucas, en el que refiere el Salvador una parábola de las más instructivas, la cual, en el contraste del fariseo orgulloso y del humilde publicano, nos presenta un verdadero retrato de la humildad cristiana y del vicio contrario, y nos demuestra cuáles son los efectos respectivos.

Instruyendo el Hijo de Dios al pueblo, que se había reunido en rededor de él, vio algunos de los más principales, que se lisonjeaban de llevar una vida más regular y que le escuchaban con bastante atención; a estos principalmente les dirigió esta parábola, en donde se ve el precio y la eficacia de la humildad. Cierto día, les dijo, subieron al te1nplo juntamente dos hombres para orar, el uno era fariseo y el otro era publicano. Háse dicho ya en otra parte que los fariseos eran una secta célebre que se levantó en Judea hacia el tiempo de los Macabeos, y a cuyos individuos se les dio el nombre de fariseos, que significa gentes separadas de todos los demás por un género de vida que engañaba al pueblo, y de la que hacían alarde sus vanos y orgullosos sectarios: afectaban delante de gentes una modestia estudiada, una regularidad exterior que imponía, y todo no era más que como unos sepulcros blanqueados, llenos de basura y podredumbre. El orgullo era el alma y el gran móvil de todas sus acciones. El publicano era entre los romanos un arrendador de los impuestos y de las rentas públicas. Este nombre era muy odioso entre los judíos; con él designaban un gran pecador, un hon1bre de mala vida, un usurero de profesión; era, en fin, un género de vida propio de los gentiles muy desacreditadas por la corrupción de sus costumbres y por sus violencias. Esto era lo que se entendía por un fariseo y por un publicano. Volvamos, pues, a nuestro Evangelio.

Dos hombres, decía el Señor, subieron juntamente al templo para orar; el uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, en lugar de orar y humillarse delante de Dios, se puso a ponderarle la justicia de sus obras, porque manteniéndose en pié: Y os doy gracias, Señor, decía dentro de si mismo, de que no soy yo como el resto de los hombres, y particularn1ente como este publicano que está aquí. El y los otros son ladrones, malvados, adúlteros; por lo que hace a mi, tengo religión, ayuno dos veces en la semana, además de los ayunos prescritos por la ley.

Créese que estos dos días de que habla el fariseo eran el lunes y el jueves, y por esto, y por no parecer que se conformaban con este uso de los fariseos, los antiguos cristianos ayunaban el miércoles y el viernes, lo que practican aún hoy muchas comunidades religiosas y muchas personas piadosas en el mundo, añadiendo a la abstinencia de carne del viernes y del sábado la del miércoles. Yo pago el diezmo de todos mis bienes, continuaba, no sólo de los frutos mayores de la tierra, como esta ordenado por la ley, sino que también pago por supererogación el diezmo de la hierbabuena, del hinojo, del comino y de las legumbres menores; en fin, yo me distingo del resto de los hombres por mi exacta probidad. ¿Qué es lo que encontramos en esta odiosa ostentación, dice San Agustín, que tenga ni aun una sombra de oración? Viene para rogar y se alaba; y esto 1nisrno es lo que hacen todos los herejes: vanas ostentaciones de regularidad y de pretendida reforma; orgullosas declamaciones contra los abusos; eternas lamentaciones por la relajación; censores implacables del género humano; proclamadores desvergonzados de su pretendida justicia y de su secta. No hay cosa que más se parezca á un fariseo que un hereje; el mismo orgullo, el mismo odio contra Jesucristo y sus verdaderos discípulos, el mismo espíritu de error, la misma imprudencia, la misma inhumanidad.

El publicano del Evangelio es de un carácter muy distinto. Manteníase a la entrada del atrio de los judíos, sin atreverse ni aun a levantar los ojos al cielo, dándose golpes de pecho; su corazón, contrito y humillado, no cesaba de repetir estas palabras: Señor, sed propicio para con un pecador como yo. Este signo del dolor de los pecados y esta indicación de la penitencia golpeándose el pecho, no sólo es común y ordinario en la Iglesia, sino que se usaba ya en la misn1a sinagoga. El es un signo exterior de una contrición interior y de un vivo arrepentimiento. He aquí dos oraciones bien diferentes; así lo fueron también en su efecto. El publicano, dice el Salvador, se fue justificado a su casa. Dios, que oye la súplica de los humildes con tanto más placer, cuanto es mayor el horror que tiene á los soberbios, tuvo misericordia del humilde publicano; aceptó su arrepentimiento, escuchó sus votos, oyó su oración y le perdonó en el acto sus pecados, al paso que reprobó al orgulloso fariseo, el cual, con aquella imprudente vanidad, puso el colmo, por decirlo así, a su iniquidad y a su malicia. Así que al entrar en el templo, el publicano era acaso mayor pecador que el fariseo; pero al salir del templo, el publicano se halló justificado y el fariseo salió más criminal. Así sucede, concluye el Salvador del inundo; así sucede que cualquiera que se ensalza será humillado, y cualquiera que se humilla será ensalzado.

Así el pecado que sirve para humillar al hombre, sirve también  para sacarlo de la humillación por la confusión saludable que le inspira. Nada debe humillar tanto al hombre como su orgullo, y sólo descendiendo á su nada es como encuentra el fundamento de una verdadera grandeza y el secreto de ensalzar su bajeza. Por poco que se eleve, se le trastorna la cabeza. La opinión excesivamente ventajosa que tiene de si mismo, de su pretendido mérito, de su propia excelencia, en que consiste el orgullo, es una: prueba de pequeñez de espíritu y de locura. Dios se complace también en confundir a las almas vanas y elevar a los que hacen un estudio en abatirse.

Croisset, El año cristiano.

Croisset. VIII Domingo después de pentecostés

Como la Iglesia nuestra buena madre en nada tiene tanto empeño como en la salvación de, sus hijos, reúne todos los domingos a los fieles para darles lecciones importantes de salud, para reanimar más su fe, renovar su fervor, prevenirles contra los peligros, animarles contra los esfuerzos y las astucias del tentador, consolarles en sus males y sostenerles en todos los accidentes molestos de la vida. Ella les alimenta con el pan de la palabra de Dios, les fortifica con el uso de los sacramentos, y recordándoles cada domingo la memoria de las grandes verdades de la religión, procura siempre, por medio de aquellos rasgos mas señalados de la bondad y de la misericordia de Dios con nosotros, excitar nuestro amor y nuestro reconocimiento hacia él, e inclinarnos a que pongan en él toda nuestra confianza. A esta precisamente se dirige todo el oficio de la Misa de este día. El introito nos trae a la memoria los más señalados beneficios del Señor; la Epístola en pocas palabras nos presenta el retrato de un hombre espiritual, tal como debe serlo todo verdadero fiel; el Evangelio nos enseña el buen uso que debemos hacer para el cielo de los bienes terrenos, y en el ejemplo de un recaudador, infiel, pero ingenioso y previsor, quiere el Salvador darnos á entender la industria piadosa por medio de la cual debemos hacer servir a nuestra salvación los falsos bienes de este mundo, de los que no tenemos, por decirlo así, mas que la administración y con los que, sin embargo, podemos ganarnos amigos y poderosos protectores en la otra vida. Esta industriosa sabiduría este buen espíritu, junto con un corazón acomodado á él, es 1o que pedimos a Dios en la oración de la Misa de este día, la cual debe ser una oración diaria para todos los fieles.

Nosotros, Señor, nos acordamos de todos los beneficios de que habéis colmado a vuestros siervos; hemos recibido vuestra misericordia en medio de vuestro santo templo; en medio de vuestro pueblo, como traducen los Setenta, San Crisóstomo, Teodoreto y San Agustin. ¡Qué de maravillas, oh Dios mío, no habéis obrado a favor nuestro! ¡qué solicitud, qué bondad, qué providencia paternal! ¿Podríamos, oh Dios, olvidar nunca á un Señor tan beneficio, o dejar de confiar en un Salvador, en un Padre semejante? Vuestra gloria ha penetrado, oh Dios mío, hasta las extremidades de la tierra; en todas partes se os alaba de tal modo proporcionado a la grandeza de vuestro nombre; exáltese, sobre todo, ese brazo justiciero que se ha armado para nuestra defensa. Es bien patente que el salmo XL VII, que en el sentido literal puede entenderse de la protección de Dios sobre .Jerusalén y sobre e] pueblo judío, no debe entenderse en el sentido figurado sino de la protección singular de Dios sobre la Iglesia. Sólo en el cristianismo es donde puede decirse que la gloria de Dios ha penetrado hasta los confines de la tierra y que él Señor es alabado en todos los pueblos de un modo proporcionado a la grandeza de su santo nombre. Antes de Jesucristo no era Dios conocido más que en la Judea y sólo después de la venida de este divino Salvador ha; sido llevado y predicado á todas las naciones del mundo el conocimiento del verdadero Dios, y los predicadores evangélicos han anunciado a Jesucristo por todo e1 universo. La memoria de esta maravilla, de esta gran misericordia, es lo que nos recuerda el introito de la Misa de este domingo para despertar nuestra fe y nuestro amor a Dios y obligarnos a ocuparnos en continuas acciones de gracias.

La Epístola está tornada del capitulo octavo de la de San Pablo a los romanos. Habiendo hecho ver el Apóstol cuan diferente es la vida, de un cristiano deja de un hombre carnal, nos advierte que aunque la concupiscencia y las pasiones no queden enteramente extinguidas por la gracia del bautismo, querían, no obstante, muy debilitadas, y no tienen más imperio sobre nuestro corazón que lo que nosotros les damos voluntariamente. Cita en seguida las razones que tenemos para tenerlas sujetas, y de la nuestra que, debiendo ser un fiel hombre enteramente espiritual, no debe vivir según las inclinaciones de la carne.

No somos deudores a la carne, dice, para que vivamos según la carne. No debemos nuestra vida a la carne. Nacemos hijos de la ira, puesto que nacemos esclavos del pecado; sólo á Jesucristo debemos nuestra libertad; somos reengendrados por el bautismo; debemos, pues, vivir para Jesucristo, según su espíritu y sus máximas. En virtud de este nuevo nacimiento del agua y del espíritu, no estamos ya sujetos, a la carne, al pecado, a la concupiscencia; no tiene ya este imperio alguno sobre nosotros, y únicamente Jesucristo es el que debe reinar en nuestros corazones. Desgraciados de nosotros si renunciando a la dichosa libertad de hijos de Dios, nos sometemos de nuevo al imperio del pecado. Jesucristo, por los méritos de su sangre y de su muerte, ha hecho pedazo nuestro pecado y ha destruido el imperio del demonio. Este enemigo mantiene, la verdad, todavía alguna inteligencia en la plaza de nuestro propios sentidos, nuestro mismos sentidos, nuestro mismo corazón, pueden hacernos traición y nosotros debemos continuamente desconfiar de ellos; pero al menos que nosotros no queramos introducirle en el fuerte, son inútiles todos los esfuerzos; el perro rabioso, dice San Agustín que está encadenado puede ladrar, puede chillar, pero no puede morder sino a los que se le acercan demasiado.

El año cristiano, Juan Croisset.

Croisset. VI domingo después de Pentecostés

Contiene tantos misterios el oficio de este domingo, que su historia no puede menos de ser muy interesante, llena de saludables. instrucciones. El segundo milagro de la multiplicación de los panes, cuando con siete solamente y unos pocos peces satisfizo Jesucristo a más de cuatro mil personas, es el asunto del Evange1io de este día, y en cuya consideración se llama este domingo el de la multiplicación milagrosa de los siete panes, diferente de la que refiere San Juan cuando el Salvador con solos cinco panes y dos peces satisfizo a más de cinco mil personas. La Epístola nos enseña cuál es la virtud del bautismo, y sus maravillosos efectos, y cuán inocente y edificante debe ser la vida de los que han sido bautizados.

Esto nos dará ocasión para explicar las ceremonias del bautismo, todas a cual más misteriosas y más santas, y cuyo sentido ignoran un gran numero de entre los fieles, Está tomado el introito de la Misa del salino XXVII, que es una oración afectuosa del justo en la aflicción, el cual pone toda su confianza en Dios, bajo de cuya protección nada tiene que temer. Puede aplicarse este salmo a los justos perseguidos por los impíos, a Jesucristo tan maltratado por los judíos, y a la Iglesia perseguida por los paganos y por los herejes. David, inspirado por un espíritu profético, parece haber tenido presentes estos tres objetos manifestando sus sentimientos durante la persecución injusta que sufría de parte de Saúl, o de su hijo Absalón, o previendo 1o que sufriría su pueblo algún día durante su cautividad en Babilonia.

El Señor es la fortaleza de su pueblo, y á su protección especial es á la que el pueblo y el rey deben sn salud. Salvad, Señor a vuestro pueblo: vos que le habéis elegido por vuestra heredad, derramad sobre él vuestras bendiciones, cuidad de conducirle, y haced que siempre triunfe de sus enemigos. Yo no cesaré de dirigiros, Señor, mis clamores; -respondedme, Dios mío, porque si permanecéis silencioso, me consideraré como aquellos á quienes encierra el sepulcro, que ya no pueden hacerse oír ni pedir socorro. La ingenuidad con que el profeta representa á Dios sus necesidades, su confianza en su misericordia y en su auxilio, tan marcada en todos sus salinos, que la Iglesia elige cuasi siempre para el introito de la Misa de la mayor parte de los domingos del año; todo esto nos demuestra con qué simplicidad debemos exponer á Dios nuestras necesidades y cuál es la confianza de que deben estar animadas nuestras oraciones.

La Epístola contiene lo que San Pablo escribe á los romanos en orden a la vida nueva de los que han sido bautizados, los cuales habiendo muerto al pecado por el bautismo deben tener gran cuidado de no dejarle revivir, jamás. Todos cuantos, dice, hemos sido bautizados en Jesucristo, todos hemos sido bautizados en su muerte: como si dijera, que sólo por la sangre de Jesucristo y por los méritos de su muerte hemos sido lavados y limpios de la mancha del pecado, y que el bautismo no sólo adquiere toda su eficacia de la muerte de Jesucristo, sino que es el símbolo y la figura de ella. Por el bautismo representamos la muerte y la sepultura de Jesucristo, y por consiguiente debemos estar verdaderamente muertos al pecado, para vivir una vida nueva enteramente a ejemplo de Jesucristo resucitado. Como por el bautismo, continúa el santo Apóstol, hemos sido sepultados con él para morir, del mismo modo resucitemos y salgamos con él  de esta especie de sepulcro para glorificar a Dios el resto de nuestros días por la santidad de una nueva vida. Alude San Pablo a la inmersión en las aguas del bautismo, que es la figura de la muerte y de la sepultura del Salvador. El bautismo que hoy se administra por la aspersión, se administraba en la primitiva Iglesia sumergiendo enteramente en el agua, todo el cuerpo  de suerte que venía a quedar como sepultado en las aguas, como Jesucristo lo fue después de su muerte en el sepulcro. Esta inmersión de todo el cuerpo representa de un modo más sensible la sepultura del cuerpo del Salvador. Ahora bien, así como el Salvador no salió glorioso del sepulcro sino para no vivir ya más que una vida del todo espiritual, impasible, inmortal, gloriosa, del mismo modo, no debe el cristiano salir de este baño saludable, de esta especie de sepulcro en el que ha sido sepultado sumergiéndole en él; no debe, repito, salir de este baño, sino para llevar una vida pura, inocente, resplandeciente en virtud, una vida enteramente  contraria al espíritu y a las máximas del mundo, una vida, en fin, cristiana, animada del espíritu de Jesucristo.


Otra comparación hace todavía San Pablo, que explica aún más el sentido de la primera. No solamente, dice, hemos sido sepultados como Jesucristo; hemos sido también injertados en la semejanza de su muerte, y por consiguiente debemos ser también como injertados en la semejanza de su resurrección. Admiremos la fuerza, la energía y el sentido maravilloso de este término. Así como una púa vive dependientemente del árbol en que está injertada y de donde saca toda su savia y su jugo, así también estando unidos a Jesucristo por el bautismo, como miembros del mismo cuerpo, es menester que él sea por su resurrección el principio y el modelo de nuestra resurrección espiritual a la vida de la gracia, como ha sido por su muerte el principio y el modelo de nuestra muerte espiritual al pecado. La rama, por decirlo así, separada del árbol del cual había nacido y resucita unida al tronco del cual saca todo su alimento y su jugo. Preciso es, pues, que el bautismo produzca en nosotros lo mismo que representa por su ceremonia; esto es, que así como la ceremonia del bautismo representa la muerte, la sepultura y la resurrección gloriosa de Jesucristo , lo que se ve admirablemente bien en un injerto, puesto que la púa muere separada de su tronco primitivo, es sepultada injertándola en el nuevo, y resucita cuando arroja hojas, flores y frutos unida al nuevo árbol, del mismo modo es menester que por el bautismo participemos de estos tres estados. Que sea por inmersión, o por aspersión, es preciso que no sólo estén los muertos a la vida del pecado que habíamos recibido de Adán, la cual ha destruido Jesucristo con su muerte en la cruz, sino que es necesario que seamos también sepultados como lo fue Jesucristo después de su muerte; esto es, que sean tan insensibles a todos los atractivos del pecado, como lo es un cuerpo en el sepulcro a todos los incentivos de los placeres de la vida: y como por la resurrección tomo Jesucristo una vida nueva, impasible, gloriosa, inmortal, del mismo modo la nueva vida de la gracia que recibimos por el bautismo , debe estar exenta de la flaqueza de la recaída y de la muerte espiritual del alma que causa el pecado. Esto es lo que el santo Apóstol prueba siempre alegóricamente en todo el resto de la Epístola.

El hombre viejo, dice, ha sido crucificado con Jesucristo. El hombre viejo es el hombre tal como nace de Adán, con el pecado y los hábitos viciosos que le inclinan al pecado. Este hombre viejo ha sido crucificado por Jesucristo, esto es, que habiendo Jesucristo satisfecho plenamente a la justicia de su Padre por su muerte en la cruz, ha destruido y como dado muerte al pecado; de modo que el pecador; por la aplicación que se le hace en el bautismo de los méritos de la muerte del Salvador, obtiene la remisión de sus pecados y es como mudado en un hombre nuevo por la infusión de la gracia santificante, mediante la cual deja de ser esclavo del demonio y se hace hijo de Dios; de pecador se hace justo; de hijo de ira, hijo amado con derecho a la herencia, heredero de Dios, coheredero del mismo Jesucristo, y he aquí lo que San Pablo entiende cuando dice que por el bautismo, esto es, por la aplicación que se nos hace en este sacramento de los méritos de la muerte de Jesucristo, queda destruido el cuerpo del pecado, lo que debe entenderse principalmente del pecado de origen, que es como el tronco y la raíz de todos los demás ,y que el santo Apóstol llama cuerpo de pecado. Como la muerte natural nos descarga de toda servidumbre y de todo empeño civil, porque un muerto no es más esclavo, del mismo modo, dice San Pablo, la muerte espiritual debe librarnos de toda sujeción y de toda servidumbre con respecto al pecado. Estamos muertos al pecado por el bautismo, luego no debemos ya ser esclavos del pecado.

Croisset, El año cristiano.

Croisset. IV Domingo después de Pentecostés

Si el domingo precedente se llama con razón en los leccionarios antiguos el cuarto domingo de la misericordia y de la bondad de Dios con los pecadores, porque todo el oficio de la Misa, esto es, el introito, la Epístola y el Evangelio no predican más que esta gran misericordia, por la misma razón puede llamarse este cuarto domingo el domingo de la confianza .en Dios, pues que todo el oficio de éste día no ofrece grandes motivos para ello, ya en el introito de la Misa, ya en la Epístola y el Evangelio, en donde todo inspira esta dulce confianza.

La Misa comienza por este versículo del salmo XXVI: El Señor me instruye en sus consejos; él vela en mi conservación; el Señor es mi luz, mi guía, mi apoyo, mi salud; toda mi confianza la tengo puesta en él; ¿á quién, pues, temeré? ¿Qué enemigo puede espantarme, ni qué peligro puede hacerme temblar? Bajo de una protección semejante no podré perecer imagina alguno que sea más poderoso que nuestro Dios, dice San Agustín, y entonces tendrá fundamento tu temor y tu desconfianza. El Señor es el defensor de mi vida, y como dice el texto hebreo, el Señor es la fortaleza de mi vida; ¿Podrán estremecerme ya los mayores peligros?

Líguense contra mi todos mis enemigos, veánme en medio de las olas, agitado por los vientos más furiosos y amenazado a cada momento de un triste naufragio; siendo el Señor el defensor y la fortaleza de mi vida, nada hay que pueda espantarme. Agraviaría ciertamente, a la omnipotencia, á la sabiduría infinita y á la bondad incomprensible de mi di vino protector si yo temiese. Mi temor seria una insigne desconfianza; ¿y puedo yo ser capaz de este destino pues de haber visto tantas veces que los mayores esfuerzos de mis enemigos han sido inútiles contra esta omnipotente protección? ¿Qué no han tentado los enemigos de mi salvación para perderme, o al menos para turbarme y amedentrarme? ¡cuántas veces, arrebatados del deseo de perderme, se han precipitado sobre mi como otras tantas bestias feroces, prontas para devorarme! vanos proyectos, inútiles esfuerzos, frívolas tentativas; ellos han pasado por la, confusión de ver frustrados sus perversos designios; y se han visto obligados a reconocer su debilidad. Toda esa nube fecunda en granizo y en piedras se ha desvanecido cuando estaba para aniquilarme. ¡Oh, qué dichoso es el que pone toda su confianza en Dios sí, aun cuando yo viera todas las fuerzas, todas las potestades de la tierra y del infierno reunidas delante de -mí como un cuerpo de ejército, yo me mantendría intrépido: la protección del Señor es una muralla que no pueden forzar todas las potestades juntas. David tenia una larga experiencia de esto, y por lo mismo jamás podía tener una confianza incierta en la protección de Dios. Un Goliath, ufano por su monstruosa talla y por la fuerza enorme de su brazo, vencido, aterrado, muerto por un niño, sin otras armas que una honda. Un ejército formidable de filisteos, hasta entonces siempre victorioso de las tropas de Israel, batido, deshecho, disipado por este ungido del Señor; toda la malignidad de la envidia de Saúl eludida; en fin, David, victorioso de todos sus enemigos, pacifico ya en su trono después de tantos peligros, tantas persecuciones y contratiempos, ¿podría tener menos confianza en la bondad y en la protección de su Dios?

La Epístola de la Misa de este día esta tomada de aquel pasaje de la carta de San Pablo a los Romanos, en que el santo Apóstol dice que aquellos que han recibido por el bautismo el espíritu de  adopción, que nos hace hijos de Dios y coherederos con Jesucristo de la gloria futura por la cual suspira todo fiel, cuentan por nada todo .lo que hay que sufrir sobre la tierra para merecer la recompensa que nos está preparada en el cielo, adonde deben dirigirse todos nuestros deseos. Ordenase toda esta Epístola a inspirarnos  un gran fondo de confianza y dé ánimo en 1as mayores adversidades.

Estoy persuadida, dice el santo Apóstol, que las aflicciones del tiempo presente no tienen proporción alguna con la gloria futura que resplandecerá en nosotros. Seria necesario comprender en esta vida lo que es esta gloria; seria necesario gustar sus dulzuras inefables, dulzuras castas, llenas, satisfactorias, que sobrepujan todo cuanto puede pensar o conocer el entendimiento humano; seria necesario, en fin,  está como sumergido en el torrente de delicias con que Dios embriaga á sus elegidos para ver la infinita desproporción que hay entre lo que sufrimos en este lugar de destierro y la recompensa que nos está preparada en la patria celestial. Por algunas sombras de humillación, ¡qué honor, qué gloria, buen Dios, en el cielo, en donde el menor de los santos es objeto de la admiración, del respeto, de la más profunda veneración de los más grandes monarcas del mundo! Por algunos amagos de dolor, ¡qué torrente, qué abundancia de dulzuras las que Dios reserva para los que le sirven! En fin, por algunos momentos de dolores y aflicciones que huyen una felicidad pura y perfecta .que jamás debe acabarse. Nuestras aflicciones presentes, dice San Pablo, que no duran más que un momento y que son tan ligeras nos producen un peso eterno de gloria en un alto grado de excelencia superior a todo encarecimiento. (E. Cor. Capítulo IV). Y ciertamente la vida comparada con la eternidad no es más que un instante indivisible e imperceptible. La misma proporción que hay entre un punto de tiempo imperceptible y toda 1a eternidad incomprensible, esa misma es la que hay entre las aflicciones de esta vida. y la gloria de la otra.

Este es el dichoso hechizo que cambia en lagrimas de alegría las que hace derramar el dolor durante esta vida: yo peso lo que padezco con lo que espero, dice San Agustín, y encuentro el peso de mis padecimientos .infinitamente más ligero que el peso de gloria que producen. Todavía queda un momento de tribulación; pero el reposo que sucederá á nuestras penas será eterno. Aquí abajo no se bebe más que gota a gota el agua amarga de la tribulación; en el cielo seremos inundados en un torrente de delicias que no se agotará jamás. Aunque la gloria de la otra vida no tenga proporción alguna con nuestros trabajos considerados en sí mismos, sin embargo, Dios ha querido que otra gloria inmensa fuese adquirida con ellos a titulo de recompensa y de justicia. Pero para hacérnosla merecer nos hace entrar en la participación de los méritos de Jesucristo y realza por su gracia el mérito de nuestros trabajos.


Por esto, lo que más esperan las criaturas, continúa San Pablo, es que brille esta gloria de los hijos de Dios. San Agustín cree que por las criaturas deben entenderse aquí todos los fieles que suspiran por el fin de las miserias de esta vida y que, descubriendo a favor de las luces. de la fe .la felicidad que les está, preparada en el cielo y que es el objeto de su esperanza, desean con ansia, esperan con una santa impaciencia, piden con fervor el dichoso momento que debe ponerlos en posesión de esta bienaventurada herencia. Otros muchos Santos Padres sienten que las criaturas significan aquí todos los hombres, y singularmente los gentiles, cuya vocación a la fe, que debe ser el principio de su libertad, comienza ya a anunciarla el Apóstol. Llámase el Mesías en la Escritura el .deseado de las naciones. Había largo tiempo, dice el sabio intérprete que hemos citado repetidas veces, había mucho tiempo que los gentiles sentían el peso de sus miserias; gemían y se hallaban, tanto más oprimidos, cuanto que tenían menos auxilio que los judíos para salir de ellas. Lo había Dios permitido así para manifestar a su tiempo los tesoros de sus misericordias sobre ellos.

Llegó, por fin, el dichoso momento en que debían ser reconciliados con su Dios. Las gracias que se les habían comunicado hacían sus miserias más pesadas y más sensibles y les obligaban a dar en cierto modo los gritos que anunciaban su nacimiento espiritual al Evangelio. Porque sabemos, dice, que hasta ahora todas las criaturas gimen y .sufren los dolores del parto.

El hombre no ha sido criado mas que para Dios: este es nuestro fin;· Dios no ha podido criarnos para otro que para si, y cualquiera otro fin que no sea este es incapaz de satisfacernos. No tenemos más que consultar sobre esto a nuestro corazón. Dios solo es el centro de nuestro descanso; fuera de él está nuestro corazón en una agitación continua. La propensión natural a todo hombre, la extrema pasión que tenemos a ser dichosos, no puede satisfacerse aquí abajo.

Después de más de seis mil años que hace que los hombres trabajan para ser felices, ninguno ha podido hallar todavía un reposo lleno y perfecto que haya fijado todos sus deseos: siempre queda un vacío infinito que no son capaces de llenar todos los objetos criados: no ha sido el hombre hecho para ellos: menester es que se eleve hasta Dios, y desde el momento que toma este partido, encuentra una paz, una dulzura que no ha encontrado en otra parte: señal evidente de que Dios es su fin y el centro de su reposo. Nos hiciste, Señor, para ti, dice San Agustín, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti. Sólo, pues, en el cielo se encuentra el perfecto descanso, la felicidad plena y perfecta; por ella suspira naturalmente todo hombre, aun cuando la mayor parte no conozca en dónde está el centro de su reposo .Y de su felicidad. Los judíos eran los únicos que poseían este cono-cimiento. De los demás pueblos puede decirse que lo deseaban sin saber en donde se hallaba. Jesucristo ha venido a mostrarle a todas las naciones de la tierra, y el cristianismo las enseñaría en dónde está y dónde se encuentra esta felicidad inseparable del soberano bien, por la cual suspira naturalmente todo hombre, y que no es posible encontrar aquí abajo. Esta dicha, esta felicidad de la otra vida es la que hacia gemir todavía más a los apóst0les y a todos los primeros fieles por el ardiente deseo que tenían de que se les llamase de este lugar de destierro para ir a gozar de aquella gloria celestial, de la cual tenían tan alta idea. Cuanto más ilustrado está uno con las luces de la fe, con más ardor ama a Jesucristo y más suspira por la mansión de la celestial Jerusalén. Yo deseo con ardor, decía San Pablo, no vivir más, ni estar más. que con Jesucristo (Philip., l.) En el mismo sentido dice aquí el santo Apostol, que no son solos los gentiles los que suspiran por su libertad. Nosotros mismos, que hemos recibido las primicias del Evangelio, nosotros que hemos sido santificados por el Espíritu Santo, esperamos tal bien el entero cumplimiento de nuestra adopción, esto es; la gloria que es la perfección y el efecto de la adopción. Nosotros suspiramos sin cesar por la patria celestial y nos lamentamos viéndonos todavía detenidos en este lugar de nuestro destierro.

Croisset, El año litúrgico

Croisset. Tercer domingo después de Pentecostés

Como el primer domingo después de Pentecostés está consagrado á la solemnidad de la fiesta de la Santísima Trinidad, y el segundo concurre siempre en la octava del Santísimo Sacramento, el primero que sigue inmediatamente a la celebración de todas esas fiestas es siempre el tercero; y por consiguiente, por el domingo tercero después de Pentecostés es por donde empiezan nuestros ejercicios de piedad para todos los domingos que quedan hasta el· Adviento.

Los griegos llamaban a este domingo el segundo de la doctrina o de la predicación de Jesucristo, o en otros términos, el de Cristo docente; por los latinos es llamado el domingo de los Publicanos y de los Pecadores, y comúnmente el de la oveja descarriada; con motivo dé leerse este día en la Misa el Evangelio en que se refiere la solicitud con que los publicanos y los pecadores públicos procuraban oir a Jesucristo. Habiendo murmurado de esto los fariseos dieron ocasión al Salvador. para proponerles la parábola consoladora de la oveja extraviada, que con tanto celo va el pastor a buscar, dejándose las noventa y nueve en el redil. Toda la historia del oficio de este domingo está llena de los rasgos de 1a bondad de Dios con el pecador y de la confianza que debe inspirarnos una Misericordia tan oficiosa.

La Misa de este día comienza por este versillo del salmo XXIV: Volved, oh Dios mío, vuestros ojos hacia mi, dignaos favorecerme con una de vuestras miradas; destituido de todo socorro, admitirme como objeto de vuestra compasión. Considerad mi abatimiento y los males que yo padezco, y, sírvanme  al menos éstos para expiar todos los pecados que he cometido, Es verosímil que este salmo fue compuesto durante la rebelión de Absalón. Arrojado David de Jerusalén, y perseguido a todo trance por aquel hijo rebelde, abandonado de todos sus cortesanos, insultado por Seneí y obligado a salvarse a pié como el más vil de los esclavos; reconoce que todos estos males son penas justas por su pecado y señalado por su adulterio. Confiesa que su pecado es grande; pero reconoce que es más grande todavía la misericordia de Dios, y penetrado de los más vivos sentimientos de confianza en esta infinita misericordia., tanto por lo menos como de amargo dolor de su pecado, toma ocasión de la enormidad de este último pecado para tener confianza en esta divina misericordia: Aplicaos sobre mi pecado, porque es muy grave. Como si dijera: Yo estoy persuadido, Señor, que esta rebelión de mi hijo y todos los males qué yo padezco son .justos efectos de mi pecado; yo conozco .toda su enormidad; pero cuanto más grande es, es más a propósito para hacer brillar vuestra bondad, que siempre predomina en todas vuestras obras. Perdonando, pues, a un pecador tan grande como yo, es como se ostenta vuestra misericordia. Todo este salmo está lleno de admirables sentimientos de contrición, de humildad y de penitencia, y en todo él brilla la confianza de este ilustre penitente. Yo levanto mi corazón a Vos; Señor; en Vos sólo, Dios mío, pongo toda mi confianza; no pase yo, Señor, por la confusión de verme abandonado de Vos. Levantar el alma hacia algún objeto, es una manera de hablar bastante ordinaria en la Escritura; y significa el deseo ardiente que uno tiene la viva confianza que Je anima en la bondad de aquel que puede conceder lo que se le pide. En este sentido, hablando Jeremías a los israelitas cautivos en Babilonia, los cuales suspiraban por la vuelta a su amada patria, a la que no debían volver, dice que aquel pueblo no volverá a la tierra hacia la cual eleva su alma: Elevemos nuestros corazones y nuestras manos al cielo hacia el Señor, dice en otra parte. Fácil es ver la relación que tiene el principio de la Misa de este día con todo el resto del oficio, el cual gira todo sobre la bondad de Dios con el pecador y sobre la confianza del pecador en este Padre de las misericordias, en este Dios de toda consolación.

La Epístola que se ha elegido para la fiesta de este día esta tomada de la exhortación que hace San Pedro a los fieles para inclinarles a que se humillen delante de Dios, a que reposen en él y velen sobre sí, a fin de no dar motivo al enemigo de nuestra salvación, que nos observa y da vueltas continuamente alrededor de nosotros, para aprovecharse de todas las ocasiones de dañarnos.

Humillaos, pues, dice el santo Apóstol, bajo de la mano poderosa de Dios, á fin de que os exalte en el tiempo de su visitación. Formando aquí San Pedro un compendio de la vida cristiana, comienza exhortando á los fieles a que tengan humildad, la cual debe ser la virtud fundamental de los cristianos, puesto que ella es la base y el sólido fundamento de todas las virtudes cristianas. Sin ella se edifica sobre arena movediza. Por más que el edificio de la perfección esté apuntalado con cien prácticas de piedad, todas a cual mas especiosas, sin una humildad sincera y profunda todo bambolea, todo se hunde, el edificio y los puntales. Humillaos pues, bajo de la mano del Omnipotente, adorad sus órdenes, obedeced su voluntad, someteos á las leyes de su providencia.

Reconoced en su presencia que nada podéis sin su auxilio, que vuestra salud esta en sus manos, que no tenéis bien alguno que no hayáis recibido de su pura liberalidad; espíritu, talento bellas cualidades, penetración, ciencia, genio todas estas ventajas son puros dones, son bienes, de los cuales le debéis el capital y los réditos. Dios resiste a los orgullosos y da su gracia a los humildes. ¡Cosa extraña! estamos convencidos de nuestra pobreza; nuestra ignorancia, nuestros defectos, nuestras flaquezas, todo nos predica, todo nos da a conocer nuestra nada; nada hay, hasta nuestro mismo orgullo, que no nos humille; mas en tanto, aunque nos vemos así humillados, no somos por eso mas humildes; sin embargo, es menester ser humildes para ser exaltados en el tiempo de la visitación, esto es, en el día decisivo de nuestra suerte eterna, en el que por más virtud que hayamos tenido, nos hallaremos todavía cargados de deudas. Sola la humildad puede enternecer nuestro soberano Juez; ella es la que le desarma. Un corazón generoso, un corazón noble fácilmente se perdona a un criminal que ve a sus pies.

Tenéis un Dios que es también vuestro Padre, descargad en él todo lo que puede inquietaros. Dios ha tenido cuidado de vosotros antes que fueseis, dice San Agustín; ¿os olvidara por ventura ahora que os ha criado? Procurad servir á Dios con fidelidad .Y no tengáis cuidado por lo venidero. ¡Cuántas inquietudes, temores y disgustos nos ahorraríamos; si tuviésemos una verdadera confianza en Dios y contásemos firmemente con su providencia!

Dios quiere, si, que seamos solícitos en proveer nuestras necesidades, y no condena una sabia previsión. Las vírgenes necias son repudiadas por no haber tenido cuidado de hacer en tiempo su provisión de aceite. Es menester obrar, dice un gran Santo, como si el éxito dependiese sólo de nuestra industria; y sin embargo, es preciso contar con la divina providencia, como si para nada sirviesen todos nuestros cuidados y toda nuestra industria. Sirvamos a Dios con fervor, y estemos tranquilos en orden a todos los acontecimientos de la vida, porque ·él mismo tiene cuidado de nosotros. Dios todo 1o ve, lo futuro como lo presente; Dios es omnipotente, y nos ama; tomando, pues, á su cargo el cuidado de nosotros, nada tenemos que temer más que nuestra desconfianza; ella es la que detiene muchas veces el curso de los beneficios y de las gracias de Dios sobre nosotros.

Sed sobrios, vivid con modestia y con templanza; pero con todas estas virtudes no dejéis de velar siempre. No contéis ni con vuestra piedad, ni con la seguridad del estado que habéis abrazado, ni con los auxilios que tenéis, ni con la buena voluntad de que estáis animados, ni con vuestra inocencia: velad incesantemente estad siempre sobre las armas, porque vuestro enemigo; el demonio, semejante a un león que ruge, da vueltas por todos lados buscando a quién devorar. Estáis, es verdad como en un coto y en el aprisco a la vista de Jesucristo vuestro divino pastor; pero este mismo buen pastor os exhorta a que oréis y veléis para que no seáis sorprendidos por el león rugiente que no duerme y que da vueltas de continuo para devorará cualquiera que sale del redil, y aun para entrar en él apenas encuentre la más pequeña brecha; y si entra, ¡qué estrago que hace! Manteneos, pues, en el aprisco, esto es, en la Iglesia católica, apostólica y romana; luego que se sale uno de ella, o por la apostasía, o por el cisma ya· está devorado. No es bastante permanecer en el aprisco, es menester una vigilancia eterna y estar día y noche alerta contra un enemigo que esta al pie del muro buscando algún subterráneo por donde introducirse en la plaza, o para volar alguna mina y dar en seguida el asalto. El demonio no se cansa y jamás duerme. Sutil, hábil y astuto, observará los pasajes débiles y contra ellos dirige siempre todos sus esfuerzos. Por poco que descuidemos el reparar las brechas y el fortificar los puestos más descubiertos, la plaza es tomada. Resistidle, constituyendo vuestra fuerza en la fe. Las almas que así lo hacen son las que vencen al demonio y .al mundo. Tomando en todo encuentro el escudo de la fe, es el medio por el cual se extinguen todos los tiros encendidos del espíritu maligno. La fe es la que nos descubre los bienes infinitos y eternos que debemos esperar, los males que debemos evitar y los medios de que debemos servirnos para ello.

                                                                                  Croisset, Año cristiano.

Croisset. II Domingo después de Pentecostés

Este domingo es propiamente la continuación de la fiesta solemne del Santisimo Sacramento y de la celebridad del triunfo de Jesucristo en la Eucaristía. Toda la octava no es más que la fiesta, esto es, una sola fiesta solemne que dura ocho días. Siendo por otra parte siempre solemne el domingo, aumenta también la devoción y celebridad de este día.

El introito de la Misa de este día está tomado del Salmo XVII, que es un cántico de acción de gracias que David da a Dios por haberle sacado de tantos peligros y haberle puesto bajo su protección, con la que no teme ya a sus enemigos, y a la cual reconoce que debe todas las victorias que ha conseguido. Nosotros podemos decir que toda nuestra fortaleza está en Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Tenemos en la Eucaristía un antemural que no es capaz de forzar nunca todo el infierno. ¿Qué protección más ilustre ni más segura que este divino Salvador en nuestros altares? La Eucaristía es nuestro apoyo, nuestro consuelo,  nuestro refugio, todo nuestro recurso en todos los peligros de esta vida. Movida la Iglesia de este espíritu, comienza la Misa de este día por el versillo de este salino que tan bien expresa los vivos y afectuosos sentimientos de reconocimiento y de amor de que deben estar poseídos todos los fieles al acordarse de los grandes auxilios y de los bienes infinitos que hallamos en el Santísimo Sacramento. El Señor se ha hecho mi protector de una manera muy singular, haciéndose mi alimento: ya no me veré estrechado por mis enemigos, porque el Señor me ha puesto en franquía. Yo reconozco sin que me quede duda que el exceso de su amor inmenso es lo que me ha salvado. El testimonio más brillante de su ternura es la prenda de mi salud. También yo amaré a mi Salvador con todo mi corazón, con toda mi alma, con todas mis fuerzas. ¿Y cómo podría yo, oh Dios mío, después de haberme dado una señal tan prodigiosa de vuestro amor, no amaros con todo mi corazón, o amaros sólo á medias 6 con reserva? Yo os amaré, Señor, a Vos que sois mi fortaleza. El Señor es mi apoyo, mi refugio y mi libertador.

La Eucaristía es el pan de los fuertes, es el pan celestial, el pan divino, el pan de vida, del que no era más que la figura el que el ángel trajo a Elías y le dio tanto vigor para continuar su camino.

A los que excitan y exhortan al combate por la fe, decía San Cipriano escribiendo al papa Cornelio, no dejamos que entren en el campo de batalla sin que estén antes fortalecidos y como armados con el cuerpo y con la sangre de Jesucristo por la comunión. Nosotros debemos salir de la santa mesa como leones, dicen los Padres, respirando el fuego divino que enciende en las almas el cuerpo y sangre de Jesucristo; ¿y qué ánimo, qué fortaleza no debe excitar?

La Epístola de la Misa de este día está tomada del capitulo III de la primera Epístola canónica de San Juan. Acababa de referir el Apóstol el ejemplo de Caín, que, arrastrado de la envidia más maligna que hubo jamás, mató a su hermano Abel, no pudiendo sufrir que Dios diese a Abel señales de preferencia, aceptando sus ofrendas, que eran santas, al paso que reprobaba las suyas, porque eran malas e indignas de la majestad de Dios. No había cosa más injusta que los celos que había concebido Caín contra su hermano. No extrañéis, hermanos míos, continúa el santo Apóstol, que el mundo os aborrezca: si vosotros fueseis tan malvados como él, el mundo no os aborrecería. Siempre han sido los buenos el objeto del odio y del desprecio de los malos. La vida pura, inocente, religiosa de aquéllos es una censura incómoda de los desórdenes de éstos; he aquí lo que les pone de tan mal humor contra aquéllos cuya virtud condena tácitamente el desarreglo de sus costumbres y de su conducta. Siempre habrá Caines en el mundo, mientras que en él hubiere Abeles. No son los defectos que se les escapan a los buenos lo que altera la bilis de los perversos, son muy comunes y muy ordinarias las irregularidades en los mundanos y en los libertinos para que se ofenda su pretendida delicadeza; todo el mundo está sumergido en la iniquidad y en la malicia, y sobre este artículo todos los mundanos son muy inclinados y están muy acostumbrados a perdonárselo todo. Lo que les irrita contra las gentes virtuosas es la probidad, la inocencia de los que no son de otra condición, ni profesan otra religión que los libertinos. La demasiada luz hiere los ojos enfermos, y esto es lo que atrae á los buenos el odio y las persecuciones de los malos. No debéis, pues, admiraros si el inundo os aborrece, vosotros no sois del mundo. El mundo mira como enemigo todo lo que no es como él. Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. La caridad caracteriza a todos los discípulos de Jesucristo, y jamás fue el carácter de los partidarios y esclavos del mundo. Nosotros sabemos, dice el santo Apóstol, que hemos pasado de la muerte a la vida, esto es, que por la misericordia de Dios hemos llegado á ser hijos suyos, y por esta cualidad tenemos derecho á la vida eterna, somos herederos de Dios y coherederos de Jesucristo. El inocente Abel debe servirnos de modelo. A la verdad, la predestinación de cada uno en particular es un secreto que Dios se ha reservado, y a no ser por una revelación, nadie puede penetrar este misterio.

Sin embargo, dice el Apóstol, yo quiero dar una señal poco dudosa de vuestra predestinación; esta señal es el amor y .la perfecta caridad que tenemos a nuestros hermanos. Por esta señal es por lo que el Salvador quiere que se conozcan sus verdaderos discípulos: este es su precepto favorito: mi precepto especial, dice él mismo, es que os améis unos a otros, como yo os he amado. San Juan acababa de decir que por el beneficio inestimable de la redención hemos pasado de la muerte a la vida; con esto declara que en vano nos lisonjearíamos de esta ventaja si no amásemos a nuestro prójimo como a nosotros n1is1nos; sin esta caridad cristiana se vive en un estado de reprobación, porque el que no ama está en un estado de muerte. En efecto, no es amará Dios el aborrecer á sus hermanos. ¡Qué ilusión, qué error, buen Dios, lisonjearse de que se os ama, de ser agradable, alimentando en el corazón un odio secreto contra su prójimo!

Cualquiera que aborrece a su hermano es un homicida, y vosotros sabéis, afirma, que ningún homicida tiene en si la vida eterna. El odio es un veneno que da la muerte al alma desde el momento que se ha apoderado del corazón. Cualquiera que aborrece a su hermano se da a si mismo la muerte; es también el odio por si mismo asesino de inclinación de aquel a quien aborrece. Es una pasión que de su naturaleza tiende a la destrucción de su objeto. Por reservados, por disimulados que sean sus deseos, siempre le agrada la muerte de un enemigo, y sin buscarla la desea. Esto es lo que ha hecho decir a San Jerónimo que cualquiera que aborrece no deja de ser homicida, aunque no se sirva de espada ni de veneno para dar la muerte; y vosotros sabéis, añade San Juan, que ningún homicida tiene en si la vida eterna, esto es, la vida de la gracia, que es corrió la semilla de la bienaventurada eternidad .

¿Queréis conocer si verdaderamente amáis a vuestros hermanos, prosigue, y si les profesáis la caridad cristiana que tanto se nos recomienda? Mirad si estáis en disposición de dar vuestra vida por su salvación, como Jesucristo ha dado la suya por salvarnos; porque también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos. Esto es lo que hacen aún todos los días los que pasan los mares, y van a exponerse a los mayores peligros de la vida para convertir á los infieles y á los herejes, renovando en estos últimos tiempos aquella caridad cristiana de los primeros siglos que hacía decir a los paganos, hablando de los primeros cristianos, según lo refiere Tertuliano: Mirad cómo se aman, y hasta dónde llega su caridad, que están prontos a dar su vida los unos por los otros.

Esto es lo que también hemos visto nosotros en nuestros días en la persona de esos héroes cristianos, a quienes los horrores de la muerte no han sido capaces de detener para que hayan expuesto su vida por la salud de sus hermanos a quienes el riesgo del contagio más horrible ponía en peligro de morir sin auxilios espirituales. ¡Cuán lejos están de esta caridad cristiana los que niegan a las necesidades extremas de sus hermanos hasta lo que tienen superfluo! Todo el que teniendo bienes de este mundo y viendo a su hermano necesitado cerrase su corazón para con él, ¿cómo puede abrigar en si el amor de Dios? Ricos del mundo que sois duros para con los pobres; grandes del mundo que consumís en el lujo, en banquetes espléndidos, en caballos y en soberbios equipajes lo que seria suficiente para que no n1uriesen de pura miseria un número infinito de infelices y para hacer dichosa una prodigiosa multitud de familias pobres que perecen por falta de socorro; ¿podéis lisonjearos de que tenéis la caridad cristiana? ¿y se podrá racionalmente esperar sin ella conseguir la salvación? Es una falta grave, dice San Ambrosio, el no asistir a nuestros hermanos que sabemos, que está en la última miseria y en una pobreza extrema.

Mis queridos hijos, concluye el santo Apóstol; que conocía mejor que nadie la necesidad indispensable de esta virtud, no se reduzca vuestra caridad sólo a las palabras, ni esté sólo en la lengua, sea si efectiva y verdadera. Obsérvanse en el mundo muchas demostraciones de amistad, muchos cumplimientos, grandes ofertas de servicios, y en medio de todas estas protestas y de bellos sentimientos de compasión, de solicitud y aun de ternura., ¡cuán poca caridad cristiana se encuentra! Muchas palabras oficiosas, cortesanas, y en esto para todo. Cuando no se ama al prójimo más que de palabra, ¿se unirá a Dios de todo corazón? El amor que Jesucristo nos testifica en el misterio de la Eucaristía, el que nos da no sólo todo lo que tiene, sino también todo lo que es, y en donde renueva continuamente el sacrificio de su vida que ha hecho a su Padre por nosotros, es ciertamente un gran modelo y al mismo tiempo un gran motivo de la caridad cristiana que debemos tener con nuestro prójimo.

Croisset, El año cristiano.