Fecha de la Pascua

La resurrección del Hombre-Dios realizada en domingo, pedía no se la solemnizase anualmente en otro día de la semana. De aquí la necesidad de separar la Pascua de los cristianos de la de los judíos que, fijada de modo irrevocable en el catorce de la luna de marzo, aniversario de la salida de Egipto, caía sucesivamente en cada uno de los días de la semana. Esta Pascua no era más que una figura; la nuestra es la realidad ante la cual la sombra desaparece. Era necesario, pues, que la Iglesia rompiese este último lazo con la sinagoga, y proclamase su emancipación celebrando la más solemne de las fiestas un día que no coincidiese nunca con aquel en que los judíos celebrasen su Pascua, en lo sucesivo estéril de esperanzas. Los Apóstoles determinaron que desde entonces la Pascua para los cristianos no sería ya el catorce de la luna de marzo, aun cuando ese día cayese en domingo, sino que se celebraría en todo el universo el domingo siguiente al día en que el calendario caducado de la sinagoga continuaba colocándola.

Con todo, en consideración al gran número de judíos que habían recibido el bautismo y que formaban entonces el núcleo de la Iglesia cristiana, para no herir su sensibilidad, se determinó que se aplicase con prudencia y paulatinamente la ley relativa al día de la nueva Pascua. Además, Jerusalén no tardaría en sucumbir debajo de las águilas romanas, según el vaticinio del Salvador; y la nueva ciudad que se levantaría sobre sus ruinas y que albergaría a la colonia cristiana, tendría también su Iglesia, pero una Iglesia completamente disgregada del elemento judaico, que la justicia divina había visiblemente reprobado en aquellos mismos lugares.

La mayor parte de los Apóstoles no tuvieron que luchar contra las costumbres judías en sus predicaciones en tierras lejanas, ni en la fundación de las Iglesias que establecieron en tantas regiones, aun fuera de los límites del imperio romano; sus principales conquistas las hacían entre lós gentiles. La Iglesia de Roma, que llegaría a ser Madre y Maestra de todas las demás, jamás conoció otra Pascua que aquella que hermana al domingo el recuerdo del primer día del mundo y la memoria de la gloriosa resurrección del Hijo de Dios y de todos nosotros, que somos sus miembros.

LA COSTUMBRE DE ASIA MENOR. —

Una sola provincia de la Iglesia, el Asia Menor, rehusó largo tiempo asociarse a este acuerdo. San Juan, que pasó muchos años en Efeso y terminó allí su vida, creyó no debía exigir, de los numerosos cristianos que de las sinagogas habían pasado a la  Iglesia en aquellas regiones, el renunciamiento a la costumbre judía en la celebración de la Pascua; y los fieles salidos de la gentilidad que fueron a acrecentar la población de aquellas florecientes cristiandades, llegaron a apasionarse con exceso en la defensa de una costumbre que se remontaba a los orígenes de la Iglesia del Asia Menor. Como consecuencia, al correr de los años, esta anomalía degeneraba en escándalo; allí se aspiraban efluvios judaizantes y la unidad del culto cristiano sufría una divergencia que impedía a los fieles vivir unidos en las alegrías de la Pascua y en las santas tristezas que la preceden.

El Papa San Víctor, que gobernó la Iglesia desde el año 185, puso toda su solicitud sobre este abuso y creyó que había llegado el momento de hacer triunfar la unidad exterior sobre un punto tan esencial y tan central en el culto cristiano. Anteriormente, con el Papa San Aniceto, hacia el año 150, la Sede Apostólica había intentado, por medio de negociaciones amistosas, atraer las Iglesias de Asia Menor a la práctica universal; no fue posible triunfar sobre un prejuicio fundado en una tradición conceptuada como inviolable en aquellas regiones. San Víctor creyó tendría más éxito que sus predecesores; y a fin de influir en las asiáticos por el testimonio unánime de todas las Iglesias, ordenó se reuniesen concilios en los diversos países en que el Evangelio había penetrado, y se examinase en ellos la cuestión de la Pascua. La unanimidad fue perfecta en todas partes; y el historiador Eusebio, que escribía siglo y medio después, atestigua que todavía en su tiempo se guardaba el recuerdo de las decisiones que habían tomado en esta encuesta, además del concilio de Roma, los de las Galias, de Acaya, del Ponto, de Palestina y de Osrhoena en Mesopotamia.

El concilio de Efeso, presidido por Polícrato, obispo de aquella ciudad, resistió solo a las insinuaciones del Pontífice y al ejemplo de la Iglesia Universal. San Víctor, juzgando que esta oposición no podía tolerarse por más tiempo, publicó una sentencia por la que separaba de la comunión de la Santa Sede las Iglesias refractarias del Asia Menor. Esta pena severa, que no se imponía por parte de Roma sino después de prolongadas instancias encaminadas a extirpar los prejuicios asiáticos, excitó la conmiseración de muchos obispos.

San Ireneo, que ocupaba entonces la silla de Lyon, intercedió ante el Papa, en favor de dichas Iglesias, que no habían pecado, según él, sino por falta de luces; y obtuvo la revocación de una medida cuyo rigor parecía desproporcionado con la falta. Esta indulgencia produjo su efecto: al siglo siguiente, San Anatolio, obispo de Laodicea, atestigua en su libro sobre la Pascua, escrito en 276, que las Iglesias del Asia Menor se habían adaptado anualmente, desde hacia algún tiempo, a la práctica romana.

LA OBRA DEL CONCILIO DE NICEA. —

Por una coincidencia extraña, hacia la misma época, las Iglesias de Siria, de Cilicia, y de Mesopotamia dieron el escándalo de una nueva desavenencia en la celebración de la Pascua. Dejaron la costumbre cristiana y apostólica, para adoptar el rito judío del catorce de la luna de marzo. Este cisma en la liturgia, afligió a la Iglesia; y uno de los primeros cuidados del concilio de Nicea fue promulgar la obligación universal de celebrar la Pascua en domingo. El decreto restableció la unanimidad; y los Padres del concilio ordenaron «que sin controversia, los hermanos de Oriente solemnizasen la Pascua en el mismo día que los romanos, los alejandrinos y todos los demás fieles». La cuestión parecía tan grave por su conexión con la esencia misma de la liturgia cristiana, que San Atanasio, resumiendo las razones que habían impulsado la convocatoria del concilio de Nicea, asigna como motivos de su reunión la condenación de la herejía arriana y el restablecimiento de la unión en la solemnidad de la Pascua.

El concilio de Nicea reglamentó también que el obispo de Alejandría fuese el encargado de mandar hacer los cálculos astronómicos que ayudasen cada año a determinar el día preciso de la Pascua, y que enviase al Papa el resultado de los descubrimientos realizados por los sabios de aquella ciudad, tenidos por los más certeros en sus cómputos. El Pontífice romano dirigiría después a todas las Iglesias cartas en que intimase la celebración uniforme de la magna fiesta del cristianismo. De este modo, la unidad de la Iglesia se trasparentaba por la unidad de la liturgia; y la Silla apostólica, fundamento de la primera, era al mismo tiempo el medio para la segunda.

Además, ya antes del concilio de Nicea, el Pontífice romano tenía como costumbre dirigir cada año a todas las Iglesias una encíclica pascual en que señalaba el día en que debía celebrarse la solemnidad de la Resurrección. Así nos lo muestra la carta sinodal de los Padres del concilio de Arlés, en 314, dirigida al papa San Silvestre. «En primer lugar, dicen los Padres, pedimos que la observación de la Pascua del Señor sea uniforme en cuanto al tiempo y en cuanto al día, en todo el mundo, y que dirijáis a todos cartas para este fin, según la costumbre».

Con todo, este uso no perseveró por mucho tiempo después del concilio de Nicea. La carencia de medios astronómicos acarreaba perturbaciones en la manera de computar el día de la Pascua. Es verdad que dicha fiesta quedó definitivamente fijada en domingo; ninguna Iglesia se permitió en adelante celebrarla en el mismo día que los judíos; mas, por desconocer la fecha precisa del equinoccio de primavera, sucedía que el día propio de la solemnidad variaba algunos años según los lugares. Paulatinamente fue descartándose la regla que había dado el concilio de Nicea de considerar el 21 de marzo como el día del equinoccio. El calendario exigía una reforma que nadie estaba preparado para realizar; se multiplicaban los calendarios en contradicción los unos con los otros, de manera que Roma y Alejandría no siempre llegaban a entenderse. Por este motivo, de tiempo en tiempo, la Pascua se celebró sin la unanimidad absoluta que el concilio de Nicea había procurado; pero se procedía de buena fe por ambas partes.

LA REFORMA DEL CALENDARIO. —

Occidente se agrupó en torno de Roma, que terminó por triunfar de algunas oposiciones en Escocia y en Irlanda, cuyas Iglesias se habían dejado extraviar por ciclos erróneos. Finalmente la ciencia hizo adelantos considerables en el siglo XVI, y permitió a Gregorio XIII emprender y terminar la reforma del calendario. Se trataba de restablecer el equinoccio en el 21 de marzo, conforme a la disposición del concilio de Nicea. Por una bula del 24 de febrero de 1581, el Pontífice tomó esta medida suprimiendo diez días del año siguiente, del 4 al 15 de octubre; de este modo restablecía la obra de Julio César, que en su tiempo también había tomado medidas acertadas sobre las computaciones astronómicas. Pero la Pascua era la idea fundamental y el fin de la reforma implantada por Gregorio XIII. Los recuerdos del concilio de Nicea y sus normas dominaban siempre sobre esta cuestión capital del año litúrgico; y así, una vez más, el Romano Pontífice señalaba la celebración de la Pascua al universo, no sólo por un año, sino por largos siglos.

Las naciones herejes experimentaron, a su pesar, la autoridad divina de la Iglesia en esta promulgación solemne que influía al mismo tiempo en la vida religiosa y en la civil; y protestaron contra el calendario como habían protestado contra la regla de la fe. Inglaterra y los Estados luteranos de Alemania prefirieron conservar aún mucho tiempo el calendario erróneo que la ciencia rechazaba, antes que aceptar de manos de un papa una reforma reconocida por el mundo como indispensable. Hoy es Rusia la única nación europea que, por odio a la Roma de San Pedro, persiste en tener su calendario retrasado diez o doce días respecto del que se usa en el mundo civilizado.

Dom Prosper Gueranger. El año litúrgico.

Ordenes mayores

Estos cuatro ministros inferiores del culto: el portero, el lector, el exorcista y el acólito, si bien son ya verdaderos ordenados y miembros oficiales de la Jerarquía Eclesiástica, todavía no han contraído con la Iglesia ningún compromiso definitivo. Ellos y ella pueden romper legítimamente los lazos sagrados que los unen, aunque con el consiguiente dolor por ambas partes. Lo definitivo y lo indisoluble comienza en el Subdiaconado, que es, como hemos dicho, la primera de las Órdenes mayores. Por lo mismo la reciben los jóvenes clérigos ya en su mayoría de edad, para que más deliberadamente piensen a lo que de por vida se obligan. Ni las órdenes menores ni el Subdiaconado son verdaderas Órdenes, en el sentido estricto de la palabra.

El Subdiaconado.

Antes de proceder a la ordenación, el obispo les avisa a los candidatos que todavía son libres de retirarse y de optar por la vida secular, pero que no lo serán ya después de haber recibido esta Orden, la que les obliga al voto perpetuo de castidad y a estar siempre al servicio de la Iglesia. Un compromiso tan grave no se cumple sin especiales gracias del Cielo, las cuales piden para ellos el prelado y el pueblo con las Letanías de los Santos. A continuación les dice que consideren el alto ministerio que se les confía, “pues de la incumbencia del subdiácono es preparar el agua para el servicio del altar, ayudar al diácono, lavar los manteles del altar y los corporales, y presentar al mismo el cáliz y la patena para el Sacrificio”. Como instrumentos de su oficio reciben el cáliz vacío con la patena, unas vinajeras provistas de vino y agua, y el platillo con el manutergio. Luego el obispo les impone el amito, el manípulo y la tunicela (o dalmática), y les entrega el Epistolario con el poder de leer las epístolas en la Iglesia.

8. El Diaconado.

El Diaconado es la última etapa antes del sacerdocio. Es una verdadera Orden sagrada. Para que no entre en él ningún sujeto dudoso, pregunta el obispo al clero y al pueblo allí presentes, si tienen algún cargo contra el candidato. Luego, dirigiéndose a él, le dice que piense en su gran dignidad, “pues le toca al diácono servir directamente al altar, bautizar y predicar”. Después le impone las manos, comunicándole el  Espíritu Santo, para que “lo fortalezca y le dé resistencia contra el diablo y sus tentaciones”. Por fin, le re-viste la estola y la dalmática y le entrega el Evangeliario, con el poder de leer el Evangelio en la Iglesia.

Antiguamente los diáconos intervenían mucho más que ahora en la liturgia, como auxiliares ordinarios de los sacerdotes y de los obispos, y muchos se quedaban diáconos para siempre. Ahora, aunque en casos especiales pueden los diáconos bautizar y predicar, su ministerio, está casi concretado al altar, donde es el servidor inmediato del celebrante. Por otra parte, el diaconado ya no es, más que por excepción, una orden terminal, sino el último paso para el sacerdocio.

Para la ordenación del diaconado la materia es la imposición de las manos del obispo, única prevista en este rito, y la forma está contenida en el Prefacio, siendo estas palabras las esenciales: “Emitte in eum, qusesumus, Domine, Spiritum Sanctum, quo in opus ministerii tui fideliter exequendi septiformis gratiae tuae munere roboretur”.

Hasta aquí no hemos hecho más que seguir al joven clérigo en su gradual ascensión hacia el altar. De lo puramente material: abrir y cerrar las puertas del templo, tocar las campanas, suministrar agua, etcétera, ha ido pasando a lo espiritual: arrojar los demonios, bendecir los frutos, leer, cantar, predicar, bautizar, etcétera. Ordenado de diácono, es ya un verdadero ministro del culto, con poderes bien determinados sobre el Cuerpo real de Jesucristo y sobre el Cuerpo místico; pero todo eso se endereza a una meta sublime, que es el sacerdocio, el cual alcanza su plenitud en la Consagración Episcopal.

La Ordenación Sacerdotal.

Conducidos los candidatos por el arcediano ante su obispo y a la presencia del pueblo, para que testifiquen uno y otro si aquéllos son o no dignos del sacerdocio, amonéstales el prelado sobre su alta dignidad y sobre los poderes que se les van a conferir, como a sucesores de los setenta y dos discípulos de Cristo y de los Ancianos.

La flor de la liturgia, Azcarate.

Ordenes Menores

A medida que los nuevos clérigos van adelantando en edad, en ciencia sagrada y en virtud, el obispo diocesano va invitándolos, de parte de la Iglesia, a ascender paso a paso las gradas del altar, presentándose a las Órdenes menores. Ordénanse primero de porteros, luego de lectores, después de exorcistas y por fin de acólitos, que son los ínfimos grados de la Jerarquía Eclesiástica.

Cada una de estas cuatro Ordenaciones comprende como tres fases: una advertencia o explicación de las obligaciones de cada Orden, la entrega de poderes y una oración ara implorar sobre los ordenados las gracias necesarias para su cargo.

El Portero u Ostiario.

El Portero —dice el Pontifical— “debe tañer las campanas, abrir la iglesia y la sacristía y sostener el libro abierto delante del que predica”. Recibe las llaves como símbolo de su oficio.

Los porteros eclesiásticos traen su origen de los porteros de las casas patricias romanas, ya que las primitivas asambleas religiosas tenían lugar en ellas. Era un puesto de confianza. Ellos impedían la entrada a los no iniciados, de los excomulgados y, en general, de los importunos, y cuidaban de que el ruido exterior no turbara la paz y el silencio del templo. A este cuidado de la puerta agrega el portero el de convocar al pueblo a los divinos oficios, mediante el tañido de las campanas, y el de preparar los libros litúrgicos para las lecturas públicas.

La Iglesia, en el deseo de que el orden y el decoro más exquisitos reinen en todo lo que al culto se refiere, prevé todos los pormenores y designa para todo personas responsables.

El Lector.

“Es oficio del Lector —dice el Pontifical—: leer las cosas que se han de predicar, cantar las lecciones y bendecir el pan y todos los nuevos frutos”. Recibe el Leccionario como manual de su oficio.

El lector viene a ser, en su origen, como el primer catequista oficial, con poder y gracia para enseñar al pueblo en nombre de la jerarquía, de la que es ya miembro. Su enseñanza es exclusivamente bíblica, que a veces’ toma la solemnidad del canto para mayor expresión. Además de servir a las almas este manjar espiritual de la buena doctrina, bendecía el pan y todos los demás alimentos corporales que los fieles le presentaban, para que se acordaran que era Dios quien se lo suministraba cada día y que debían comerlos en su nombre y con nacimientos de gracias.

El Exorcista.

“El Exorcista —dice el Pontifical— debe arrojar a los demonios, avisar al pueblo que el que no ha de comulgar ceda el lugar a los demás, y proporcionar el agua para el ministerio”. Recibe el Libro de los Exorcismos y el poder para imponer las manos sobre los energúmenos y para arrojar a los demonios de los cuerpos de los posesos.

El oficio del exorcista era de suma importancia y de aplicación casi diaria en los primitivos tiempos del cristianismo, en que el poder de los demonios sobre las almas y sobre los cuerpos, era entonces más manifiesto. El exorcista no ejercía todavía poder sino solamente sobre los cuerpos de los endemoniados, a los que imponía sus manos, los bendecía y los rociaba con agua bendita. Papel suyo era también impedir que se acercasen a la comunión los indignos, que a veces se entrometían en el templo.

El Acólito.

Finalmente —dice el Pontifical— “al Acólito compétele llevar el cirial, encender las luces de la Iglesia y suministrar el vino y el agua necesarios para el Sacrificio”. Recibe, como instrumento de su cargo, el cirial con una vela apagada y un cantarillo vacío.

El acólito, pues, sirve ya más de cerca al altar y se preocupa más directamente de todo lo concerniente al Santo Sacrificio. Cuida él de que haya luz, agua y vino, y presencia por sí mismo la gran Acción, pero todavía no le es permitido subir las gradas del altar.

De «La flor de la liturgia» Dom Andrés Azcarate.

Grados de la perfección cristiana

De los diversos grados de la perfección.

La perfección tiene sus grados y sus límites aquí en la tierra. De esto nacen dos cuestiones: ¿Cuáles son los principales grados de la perfección? ¿Cuáles sus límites aquí en la tierra?

I. De los diversos grados de la perfección.

Muchos son los grados por los que se sube a la perfección. No intentamos enumerarlos todos, sino solamente señalar los principales tramos. Según la sentencia común, expuesta por Santo Tomas, tres son los principales tramos que se distinguen, o tres vias , como generalmente se las llama: la de los principiantes, la de los proficientes, y la de los perfectos, según el fin que cada cual pretenda.

a) En la primera vía, los que comienzan han de poner todo su cuidado en no perder jamásla caridad que poseen : han de hacer cuanto puedanpara evitar el pecado, sobre todo el mortal, y paravencer las malas inclinaciones, las pasiones y cuantopudiera ser causa de que perdieran el amor de Dios.

Llamase purgativa  esta vía, porque el fin suyo es purificar al alma de sus pecados.

b) En la segunda vía, los que por ella andan, quieren adelantar en el ejercicio positivo de las virtudes, y fortalecer su voluntad. Purificado el corazón, ábrese a la luz y amor divinos; desease seguir a Jesús e imitarle en sus virtudes, y, porque, siguiéndole, caminamos hacia la luz, llamase iluminativa esta vía. Pone todo su empeño el proficiente en evitar no solamente el pecado mortal, sino también el venial.

c) En la tercera, no tienen otro afán los perfectos sino el de unirse con Dios y poner en él todo su contento. Porque buscan de continuo la unión con Dios, dícese de ellos que están en la vía unitiva .

Causales horror el pecado, porque temen mucho desagradar a Dios y el ofenderle; robanles el corazón las virtudes, en especial las teologales, por ser medios para unirse con Dios. Tienen el mundo por un destierro, y, como San Pablo, ansían morir para unirse con Cristo.

II. De los límites de la perfección en la tierra.

Cuando leemos las vidas de los Santos, especialmente las de los grandes contemplativos, quedamos sorprendidos al ver las sublimes alturas a que puede levantarse un alma generosa que no sabe negar a Dios cosa alguna. Mas, con todo, tiene ciertos limites nuestra perfección en la tierra, los cuales nadie podrá traspasar, si no quiere venir mas abajo y aun caer en el pecado.

1º Es muy cierto que jamás podremos amar a Dios cuanto él puede ser amado: es en verdad infinitamente digno de ser amado, y, porque nuestro corazón no es infinito, jamás podrá amarle, ni aun en el cielo, con un amor sin limites. Por esta razón debemos trabajar siempre por amarle cada vez mas, y, como dice San Bernardo, la medida del amor de Dios es amarle sin medida. Mas no perdamos de vista que el verdadero amor no esta en el amoroso sentir cuanto en los actos de la voluntad, y que, la mejor manera de amar a Dios, será conformar nuestra voluntad con la suya, como mas adelante diremos, al tratar de la conformidad con la voluntad divina.

Mientras vivamos sobre la tierra, no podremos amar a Dios sin interrupción y sin descanso. Cierto que podemos, por una gracia especial, que jamás se niega a las almas de buena voluntad, evitar todos los pecados veniales deliberados, pero no todos los de fragilidad; jamás llegaremos a ser enteramente impecables, según ha declarado la Iglesia en muchas ocasiones.

Del libro de Tanqueray, Perfección de la vida cristiana.

El culto a la Virgen María

1. Después de Jesús, María.

Después de Dios y de la sagrada Humanidad de Jesucristo, nada hay en el cielo ni en la tierra tan grande y tan digno de veneración y de amor como la Santísima Virgen. Toda la grandeza y todas las perfecciones le vienen a María de su divina Maternidad. “Dios —dice San Buenaventura— puede hacer un mundo mucho mayor que el que existe, pero una Madre mayor que la Madre de Dios no puede hacerla”. Lo cual explica Santo Tomás de esta manera: “La Bienaventurada Virgen María, por el hecho de ser la Madre Dios, posee una cierta infinidad del bien infinito que es Dios, y por esta razón no puede crearse una cosa mejor, que ella, como tampoco puede hacerse nada mejor que Dios”.

El Papa Pío XII, en su tan citada encíclica, se expresa así: “Entre los Santos del cielo se venera de un modo preeminente a la Virgen María, Madre de Dios; pues su vida, por la misión recibida del Señor, se une íntimamente con los misterios de Jesucristo; y nadie, en verdad, siguió más de cerca y más eficazmente las huellas del Verbo encarnado, nadie goza de mayor gracia y de poder cerca del Corazón Sacratísimo del Hijo de Dios, y, por su medio, cerca del Padre celestial. Ella es más santa que los querubines y los serafines, y goza de una gloria mucho mayor que los demás moradores del cielo, como quiera es la llena de gracia, y Madre de Dios, y la que con su parto feliz nos ha dado al Redentor…”.

2. El culto de “hiperdulía”.

Segurísimos los cristianos de que esto es así, al culto litúrgico del Hijo unieron muy pronto el culto de la Madre, reservando para Dios el culto de latría o de suprema adoración y tributándole a María el culto de hyperdulía.

Dicho culto de hyperdulía comprende tres actos principales:

a) la invocación y reverencia a la Santísima Virgen, a causa de su dignidad de Madre de Dios, y de su eximia santidad;

b) la invocación y confianza, por ser poderosa y a la vez misericordiosa Mediadora ante Cristo; y

c) el amor filial y la imitación, por cuanto es nuestra Madre espiritual, y Madre adornada de todas las virtudes280.

Este culto de hyperdulía tributado a la Virgen por la Iglesia Católica, lejos de ser —como pretenden los protestantes— supersticioso e idolátrico, es razonable y legítimo.

Pruébase:

a) Por el ejemplo del mismo Dios, quien, por el Arcángel San Gabriel, manifestó la veneración que la Virgen le merecía, llamándola “llena de gracia”, y por Santa Isabel la proclamó “Bendita entre todas las mujeres”.

b) Por el ejemplo de Jesucristo, que quiso inculcarnos un gran amor y una confianza suma en la Sma. Virgen, obrando por Ella su primer milagro en las bodas de Caná, y entregándonosla por Madre nuestra en el momento de expirar.

c) Por la tradición eclesiástica, contenida en todas las liturgias, en los monumentos arqueológicos y pictóricos, y en los escritos de los Santos Padres.

Todo esto nos persuade de que un culto insinuado, como se ve, en el Evangelio, confirmado por una venerable tradición y practicado desde la más remota antigüedad, no puede ser sino muy legítimo y reportar a los hombres bienes incalculables.

3. Origen del culto de la Virgen.

Aunque la devoción a la Santísima Virgen nació entre los cristianos con el mismo cristianismo y se manifestó desde el principio de diversas maneras y principalmente mediante imágenes, altares y templos dedicados a su memoria, es difícil probar con documentos la existencia de un culto litúrgico mariano anterior a la paz de la Iglesia. Quizá fué el primer paso, al menos en Occidente, el inscribir su nombre en el Canon de la Misa, entre el siglo IV y el V. En este mismo siglo V, en Oriente se celebra ya una fiesta global, en los alrededores de Navidad, en honor de la Virgen, y en el siglo VI es un hecho real, en Occidente, la celebración litúrgica de la Dormitio o Asunción, primera fiesta del calendario mariano, a la cual siguieron luego la Anunciación, la Natividad y todas las demás.

El culto de la Virgen, lo mismo que otras prácticas legítimas de la religión, tardó tanto en oficializar-se por miedo a la superstición, entonces tan arraigada en el pueblo. Temía la Iglesia que fueran a confundir a la Madre de Dios con la diosa Cibeles, que era adorada como la Madre de los dioses, y por eso prefirió que el culto se fuese imponiendo por sí mismo, paulatinamente. Así sucedió que, a mediados del siglo IV, tenía ya la Virgen en Roma dos hermosos templos (Santa María la Antigua y Santa María in Transtevere) y pinturas y mosaicos en abundancia, y no tenía todavía un culto reconocido. En cambio, del siglo VI en adelante, la fiesta de la Asunción abre la serie de las fiestas marianas, las que en lo sucesivo se multiplican prodigiosamente. Con estas fiestas se van creando otras formas populares de devoción, tales como la del Oficio Parvo, cuyo rezo, hasta la propagación del Rosario, en el siglo XIII, constituyó las delicias del clero y del pueblo cristiano.

La flor de la Liturgia de Dom. Andrés Azcarate.

El combate espiritual. Parte trece

Algo que aumenta mucho el valor. La intención de hacerlo todo por amor de Dios y para su mayor gloria aumenta tanto el valor de nuestras obras que aunque ellas sean de poquísimo valor en sí mismas, si se hacen puramente por Dios, se vuelven de mayor precio y premio, que otras obras aunque ellas sean de mayor valor en sí mismas, si se hacen por otros fines. Así por ejemplo, una pequeña limosna dada a un pobre (pequeña, pero que nos cueste a nosotros. Porque lo que no cuesta es basura y no tiene premio) si esa pequeña limosna se da por amor a Dios, porque el prójimo representa a Jesucristo, puede ser de mayor precio y obtener un premio más grande, que unos enormes gastos que se hacen en obras brillantes, pero por aparecer y por ganarse la admiración de los demás.

Algo que no es fácil. No nos engañemos ni nos ilusionemos. Esto de hacerlo todo siempre por puro amor a Dios no será fácil al principio, sino que más bien nos parecerá bien difícil. Pero con el tiempo se nos irá haciendo no solamente fácil sino hasta agradable, e iremos adquiriendo la costumbre de hacerlo todo por amor al buen Dios de quien todo lo bueno que tenemos lo hemos recibido.

Como la piedra filosofal. Los antiguos creían en la leyenda de que existía una piedra que todo lo que tocaba lo convertía en oro. La llamaban «la piedra filosofal», y la buscaban por todas partes, y como bien puede suponerse nunca la encontraron porque la tal piedra no existe. Pero en lo espiritual sí la hay, y consiste en esto que hemos venido recomendando: en ofrecer todo lo que hacemos únicamente por amor a Dios y por agradarlo a Él. Acción que ofrecemos por Dios, automáticamente queda convertida en oro para la vida eterna. En algo de altísimo precio para la eternidad. Por eso convienen que desde hoy mismo comencemos a tratar de adquirir la buenísima costumbre de dirigir todas las anteriores a un solo fin: el amor y la gloria de Dios.

ALGO QUE SE CONSIGUE PIDIÉNDOLO

Es necesario recordar que esta formidable costumbre de hacerlo todo por Dios y sólo por Él, no es algo que la creatura humana va a lograr conseguir únicamente por sus esfuerzos y propósitos. Esto es algo importado del cielo, y si Nuestro Señor no nos los concede por una gracia especial suya, no lo vamos a obtener. Por eso hay que pedirlo mucho en nuestras oraciones. Y para animarnos a cumplirlo debemos meditar frecuentemente en los innumerables beneficios y favores que Dios nos ha hecho y nos sigue haciendo continuamente, considerar que todo ello lo hace por puro amor y sin ningún interés de parte tuya.

«NO PODRAN CREER SI LO QUE BUSCAN ES LA GLORIA Y LA ALABANZA QUE VIENEN DE LOS OTROS, Y NO LA GLORIA QUE VIENE DEL ÚNICO DIOS». (Jn 5, 44)

El combate espiritual del Padre Scúpoli.

El combate espiritual. Parte doce.

CÓMO EJERCITAR LA VOLUNTAD. Y EL FIN POR EL CUAL DEBEMOS HACER TODAS LAS COSAS

Ya hemos visto cómo evitar los defectos que pueden perjudicar el entendimiento, y ahora vamos a estudiar cómo evitar aquello que pueda hacer daño a la voluntad, para que así logremos llegar a tal grado de perfección que renunciando a las propias inclinaciones, lo que busquemos sea cumplir siempre la santa Voluntad de Dios.

Una condición. Hay que advertir que no basta con querer y buscar hacer siempre lo que Dios manda y desea, sino que también es necesario querer y hacer estas obras con el fin de agradar a Nuestro Señor.

Una trampa. Es necesario dominar las propias inclinaciones. Porque la naturaleza desde el pecado original es tan inclinada a darse gusto, que en todas las cosas, aún en las más espirituales y santas lo primero que busca es su propia satisfacción y deleite. Y de ahí un peligro, y es que cuando se nos presenta la ocasión de hacer alguna buena obra, puede ser que nos dediquemos a hacerla y la amemos pero no porque es voluntad de Dios ni por agradarle a Él, sino por darle gusto a nuestras inclinaciones y por conseguir las satisfacciones que se encuentran al hacer lo que Dios manda.

Y hasta en lo más santo, por ejemplo en el deseo de vivir en continúa comunicación con Dios, puede ser que busquemos más nuestro propio interés que conseguir su gloria y cumplir su santa Voluntad, y esto último debería ser el único objeto que se deben proponer quienes lo aman, lo buscan y quieren cumplir su divina Ley.

Remedio. Para evitar este peligro que es muy dañoso para quienes desean conseguir la perfección y santidad, hay que proponerse, con la ayuda del Espíritu Santo, no querer ni emprender acción alguna sino con el único fin de agradar a Dios y de cumplir con su santísima Voluntad, de manera que Él sea el principio y el fin de todas nuestra acciones. Hay qué imitar lo que hacía el Papa san Gregorio Magno el cual mientras estaba escribiendo sus obras admirables, de vez en cuando suspendía su trabajo y decía: «Señor, es por Ti, es por tu gloria. Es para la salvación de las almas. Que nada de lo que yo hago sea para darles gusto a mis inclinaciones y afectos, sino para que se cumpla siempre en mi tu santa Voluntad».

Técnica. Conviene mucho que cuando se nos presente la ocasión de hacer alguna buena obra, primero elevemos una oración a Dios para pedirle que nos ilumine si es voluntad suya que hagamos esto, y que luego nos examinemos para ver si lo que vamos a hacer lo hacemos para agradar a Nuestro Señor. De esta manera la voluntad se va acostumbrando a querer lo que Dios quiere, y a obrar con el único motivo de agradarle a Él y de conseguir su mayor gloria. De la misma manera conviene proceder cuando queremos rechazar y dejar de hacer algo. Elevar primero el espíritu a Dios para pedirle que los ilumine si en realidad Él quiere que no hagamos esto, y si al dejar de hacerlo, le estamos agradando a Él. Conviene decir de vez en cuando: «Señor: ilumínanos lo que debemos decir, hacer, evitar y haz que lo hagamos, digamos y evitemos».

Engaños encubiertos. Es importante recordar que son grandes y muy poco conocido los engaños que nos hace la naturaleza corrompida, la cual con hipócritas pretextos nos hace creer que lo que estamos buscando con nuestras obras no es otro fin que el de agradar a Dios. Y de aquí proviene que nos entusiasmamos por unas cosas y sentimos repulsión por otras sólo por contentarnos y satisfacernos a nosotros mismos, pero mientras tanto seguimos convencidos de que ese entusiasmo o esa repulsión se debe solamente a nuestro deseo de agradar a Dios o al temor de ofenderle. Para esto hay un remedio; rectificar continuamente la intención y proponernos seriamente dominar nuestra antigua condición inclinada al pecado y reemplazarla por una nueva condición dedicada solamente a agradar a Dios; o como dijo san Pablo: «Renunciar al hombre viejo con sus vicios y concupiscencias y revestirnos del hombre nuevo conforme en todo a Jesucristo» (cf. Col 3, 9).

Un método. San Bernardo decía de vez en cuando a su orgullo, a su sensualidad, vanidad y amor propio: «No fue por vosotros que empecé esta obra ni es por vosotros que la voy a seguir haciendo». Y otro santo repetía: «En el día del premio eterno solamente me van a servir para recibir felicitaciones de Dios las obras que haya hecho por Él y por el bien de los demás. Lo que haya por darle gusto a mi vanidad o a mi sensualidad, lo habré perdido para siempre. Sería muy triste mi final si el Señor tuviera que decirme como a los fariseos: «Todo lo hizo para ser felicitado y estimado por la gente, ¿o por dar gusto a sus gustos? Pues ya recibió su premio en la tierra. Que no espere nada para el cielo».

El timón. Quien dirige un barco necesita estar continuamente enrumbándolo hacia la dirección a donde se ha propuesto llegar, porque el primer descuido que tenga, las olas y el viento echarán el barco hacia otra dirección totalmente distinta. Así sucede con nuestras acciones. Necesitamos reavivar y reafirmar continuamente la intención de hacerlo todo por Dios y sólo por Él, porque el amor propio es tan traicionero, que al menor descuido nos hace cambiar de intención, y lo que empezamos haciendo por Dios lo podemos fácilmente terminar haciéndolo sólo por darnos gusto a nosotros mismos. Y sería una gran pérdida.

Un síntoma o señal de alarma. Sucede frecuentemente que cuando la persona se dedica a hacer una buena obra no por tener contento a Dios únicamente, sino sobre todo por satisfacer sus gustos e inclinaciones, cuando Dios le impide el progreso de su obra con alguna enfermedad, accidente o falta económica, por la oposición de superiores o vecinos, se enoja, se irrita, se inquieta, empieza a murmurar, a quejarse y hasta dice que Nuestro Señor debería mostrarse, más compasivo y generoso con su obra. Y de aquí se deduce que lo que le movía no era solamente agradar al Creador, sino satisfacer sus propios gustos. Pues si fuera sólo por Dios dejaría tranquilamente que Él cuando mejor le parezca lleve a feliz término su obra si es para su mayor gloria, y si no lo es, que la deje desaparecer, porque entonces no merece seguir existiendo.

Examen. Por eso cada uno debe preguntarse de vez en cuando: ¿Me inquieto demasiado si las obras que emprendo no obtienen éxito prontamente o no me resultan según mis planes? Me disgusto si el Señor, con los hechos que permite que me sucedan, me está diciendo: «Todavía no es tiempo… ¿hay que esperar un poco más?». Tengo que recordar que lo importante no es que mis obras tengan mucho éxito terrenal, sino que Dios quede contento de lo que yo hago. Que no es la acción la que tiene valor, sino la intención con la cual se hace.

El Combate espiritual del Padre Scupoli

El combate espiritual. Parte once.

OTRO VICIO DEL CUAL DEBEMOS LIBRAR AL ENTENDIMIENTO PARA QUE PUEDA CONOCER Y JUZGAR BIEN LO QUE ES ÚTIL.

El segundo vicio o defecto que puede hacer mucho daño a nuestro entendimiento es la vana curiosidad, el llenar nuestra mente de una cantidad de pensamientos y conocimientos inútiles que nos hacen más mal que bien.

Existen muchas cosas y muchos acontecimientos que por no saberlos no perdemos nada, pero que el estar averiguándolos nos llena de inútiles distracciones la mente. Deberíamos estar como muertos a los conocimientos que no son útiles para nuestra santidad y perfección espiritual. El antiguo refrán decía: «Por noticias curiosas y nuevas no te afanarás, que se volverán antiguas, y ya las conocerás».

Es necesario recoger nuestro entendimiento para no dejarlo desparramarse vanamente por un montón de noticias y conocimientos profanos y mundanos que sólo nos van a servir para dispersar la mente y no permitirnos tener recogimiento ni meditar con calma. En lo que no me sirve para mi santificación, ¿para qué vivir pensando?

LA MEJOR CIENCIA

Cada uno de nosotros deberá repetir con san Pablo: «No deseo sino conocer a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado» (1Co 2, 2). Conocer su vida, su muerte,resurrección, ascensión y glorificación; entender sus mensajes, imitar sus buenos ejemplos, recordar lo mucho que ha hecho y sigue haciendo por sus seguidores, lo que pide y desea de cada uno de nosotros.

NUBES SIN AGUA

De las otras cosas, especialmente de las que no son necesarias para conseguir nuestra santificación y salvación que no nos van a servir para ser útiles a los demás y crecer en virtud, ¿para qué vivir queriendo saberlas y conocerlas? Cuántas cosas hay que con ignorarlas no se pierde nada y en cambio el saberlas llena de inquietud el corazón. En esto sí se cumple lo que en el siglo primero decía el sabio Séneca: «Cuánto más curiosamente me dediqué a conocer los detalles de la vida de los seres humanos, tanto menos buen ser humano me volví». A estos conocimientos llama san Judas Tadeo: «Nubes sin agua, árboles sin fruto, olas que sólo traen espumas» (Judas 12).

Cuando queramos saber algo preguntémonos: ¿esto sí será de provecho para mi santificación o para el bien que yo les pueda hacer a los demás? Si no lo es, el dedicarme a indagarlo y a querer saberlo puede ser dañosa curiosidad, o hasta trampa de los enemigos de mi salvación, que quieren llenar mi cerebro de cucarachas que no dejen conservarse bien allí el maná de la sabiduría celestial.

Si seguimos esta regla nos vamos a librar de muchas preocupaciones inútiles, porque el enemigo del alma cuando ve que no logra que cometamos faltas graves se propone al menos llenarnos de inquietudes para quitarnos la paz. Y así si no logra que dejemos de rezar, por lo menos se propone llenarnos de pensamientos e imaginaciones durante la oración, para que la atención no la pongamos en Dios, en su gloria, su poder y su bondad en las gracias y bendiciones que deseamos conseguir, sino en la multitud de proyectos fantásticos y en recuerdos de hechos que hemos llegado a saber. Y así logra que en vez de arrepentimos de nuestras maldades y de odiar el pecado y formar propósitos firmes de enmendar la propia vida, en vez de llenarnos de actos de amor a Dios y de deseos de perseverar en su santa amistad hasta la muerte, nos dediquemos a distraernos en pensamientos vaporosos que hasta nos puede llenar de orgullo y presunción creyendo que ya somos lo que hemos planeado ser y que ya no necesitamos director espiritual n correcciones. Y nos trae la gran equivocación de convencernos de que ya somos buenos, solamente porque hemos planeado serlo. (Y de pensar serlo a llegar a serlo hay un abismo inmenso).

Mal incurable. Este mal es muy peligroso y casi incurable, porque cuando el pensamiento se llena de teorías nuevas, de ideas fantásticas y de planes descabellados, la persona llega a convencerse de que es mejor que los demás (solamente porque ha planeado serlo, sin que lo sea todavía ni remotamente). ¿Quién logrará desengañarle? ¿Cómo podrá reconocer su error? ¿Cómo logrará dejarse guiar por un prudente director espiritual si ya se imagina ser una autoridad en cuanto al espíritu? Es un ciego guiando a otro ciego; el orgullo ciego guiando al entendimiento enceguecido por la vanidad. Nosotros en cambio deberíamos repetir con el sabio antiguo: «En cuestiones de espíritu «sólo sé que nada sé» aunque el orgullo nos quiera convencer que somos más sabios que Salomón.

El combate espiritual del Padre Scúpoli.

El combate espiritual. Parte décima.

LAS CAUSAS QUE NOS IMPIDEN JUZGAR Y CALIFICAR DEBIDAMENTE LAS SITUACIONES Y LA REGLA QUE SE DEBE OBSERVAR PARA CONOCERLAS BIEN

Una causa muy importante por la cual no juzgamos ni calificamos debidamente las situaciones y las cosas, es porque tan pronto se nos presentan a nuestra imaginación inmediatamente nos dejamos llevar por la simpatía o la antipatía hacia ellas, la simpatía y la antipatía vuelven ciega la razón y desfiguran de tal suerte las personas, las situaciones y las cosas que nos parecen diferentes de los que realmente son.

Un remedio. Si queremos vernos libres de este grave peligro es necesario estar alerta para no opinar sin más ni más, precipitadamente, dejándonos llevar simplemente porque aquello nos agrada o nos desagrada. Cuando a la mente se presenta una situación, una persona, un objeto, una acción, es necesario darse tiempo para juzgar y examinar despacio, sin apasionamiento, sin demasiada simpatía ni antipatía, antes que la voluntad se determine a amarle o aborrecerle, a aceptarle o rechazarle, a declarar que es agradable o desagradable.

Si la voluntad, antes de analizar y conocer bien el objeto, se inclina a amarlo o aborrecerlo entonces ya el entendimiento no es libre para conocerlo como es verdaderamente en sí, porque la pasión se lo desfigura de tal manera que le obliga a formarse una falsa idea y entonces se inclina a amarle o aborrecerle con vehemencia y no logra guardar reglas ni medidas ni escucha lo que aconseja la razón.

Y dejándose llevar de la inclinación natural el entendimiento se oscurece cada vez más y representa a la voluntad el objeto o más odioso o más amable que antes, de tal modo que si la persona no se esfuerza por no dejarse llevar por prejuicios e inclinaciones, su entendimiento y su voluntad la van a hacer moverse en un círculo vicioso yendo de error en error, de abismo en abismo y de tinieblas en tinieblas. Por eso mientras estamos apasionados por algo es mejor abstenerse de dar juicio al respecto hasta que se calme la pasión.

Prudencia. Hay que cuidarse con gran cuidado para no tener afecto desordenado a las cosas antes de examinar o conocer lo que son realmente en sí mismas, con la luz de la razón, especialmente con la luz sobrenatural que envía el Espíritu Santo a quien le reza con fe, y tratar de obtener la luz de la prudencia que se consigue consultando a personas que sepan de ese asunto.

También en lo que es bueno. Notemos que esta prudencia para no dejarse llevar por la sola inclinación antes de juzgar, es necesario no sólo en lo que puede ser peligroso, sino también en lo que de por sí es bueno, porque en estas obras, como son dignas de admiración y aprecio, puede haber peligro de dejarse llevar más por el propio gusto que por la conveniencia. Pues basta que haya una circunstancia de tiempo, o de lugar que no sea conveniente para esas obras para que en ese momento no convenga hacerlas.

Por eso hay que saber consultar siempre a los que saben. No todo se puede decir en todas partes ni todo se puede hacer siempre, aunque sean cosas muy buenas, porque todo tiene su tiempo y su lugar, si no se sigue las reglas de la prudencia aun por dedicarse a obras muy buenas se pueden cometer muchos disparates. Por eso es tan necesario pedir mucho al Espíritu Santo el Don de Consejo por medio del cual sabemos cuándo, dónde y cómo debemos hacer y decir lo que tenemos que hacer y decir.

Petición diaria. Un santo decía que cada día debemos pedir al Espíritu Santo que nos conceda la virtud de la prudencia, que es la que nos enseña, cuándo, cómo y dónde, debemos decir y hacer cada cosa. ¿Pedimos en verdad de vez en cuando al Divino Espíritu que nos conceda la virtud de la prudencia? Si no la hemos pedido, a empezar desde hoy a pedirla.

El combate espiritual del Padre Scúpoli.

El combate espiritual. Parte novena

CÓMO HACER BUEN USO DE LAS DOS POTENCIAS QUE HEMOS RECIBIDO: EL ENTENDIMIENTO Y LA VOLUNTAD

Si en el combate espiritual no tuviéramos sino dos armas: la confianza en Dios y la desconfianza en nosotros mismos, lo más probable sería que no podríamos vencer nuestras pasiones y caeríamos en muchísimas y graves faltas. Por eso es necesario añadir a estas dos cualidades otras dos muy importantes: hacer buen empleo de nuestro entendimiento y fortificar nuestra voluntad.

LOS DOS VICIOS QUE ATACAN EL ENTENDIMIENTO

Hay dos grandes vicios que pervierten, hacen mucho daño al entendimiento y son la ignorancia y la vana curiosidad. (Entendimiento es la facultad o aptitud o capacidad que tenemos de comparar, juzgar, razonar o sacar conclusiones).

El primer defecto: la ignorancia. Ésta consiste en no saber lo que deberíamos saber, lo que nos convendría saber. La ignorancia impide al entendimiento poseer y conocer la verdad, la cual es el objeto para el cual fue hecha la inteligencia. Es de primerísima necesidad que el alma que desea llegar a la perfección se esfuerce por ir adquiriendo cada día más y más conocimientos espirituales y tratar de conocer cada vez mejor lo que debe hacer para llegar a la perfección y para adquirir las virtudes, y lo que se debe evitar para lograr vencer las pasiones.

¿CÓMO SE ADQUIEREN LAS LUCES QUE AHUYENTAN LA IGNORANCIA?

Las tinieblas de la ignorancia se alejan con dos luces muy especiales. La primera de estas luces es la oración, el pedir frecuentemente al Espíritu Santo que nos ilumine lo que debemos hacer, decir y evitar. Jesús decía: «Mi Padre Celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden» (cf. Lc 11, 15). Y después añade: «El Espíritu Santo los guiará hacía la verdad plena y les recordará todo lo que Yo les he dicho» (Jn 16,13). El Espíritu Santo nos hablará muchas veces por medio de la Sagrada Escritura (si la leemos), especialmente de los Santos Evangelios. Nos hablará también por medio de la lectura de libros piadosos (si queremos apartar algunos ratos para dedicarnos a leer) y muchísimas veces por medio de los predicadores y de los superiores religiosos que Dios ha puesto para que nos guíen. Jesús dijo acerca de ellos: «El que los escucha, me escucha a Mí» (cf. Lc 10, 16). Por eso es tan importante sujetar nuestro juicio y parecer al de los superiores y guías espirituales.

De la intervención del Espíritu Santo depende en mucho el que se aleje nuestra ignorancia. Es necesario que nos dejemos programar por el Espíritu Santo. Hay que investigar qué será lo que el Divino Espíritu quiere de nosotros. No se puede hablar bien o pensar debidamente u obrar como en verdad lo desea Dios, sin la iluminación del Espíritu Santo. Por eso es necesario decirle muchas veces y todos los días «Ven Espíritu Santo». Él es la fuente inagotable de imaginación y de buenas ideas. Él nos da un modo nuevo de mirar y apreciar a las personas, al mundo, a la historia y a nosotros mismos. Él es el gran pedagogo o maestro que nos enseña cómo amar, cómo emplear bien nuestra libertad, el tiempo, los dones y cualidades que Dios nos dio y cómo conocer en cada caso qué será lo que más le agrada a Dios y qué es lo que a Nuestro Señor le desagrada.

La segunda luz para alejar la ignorancia es dedicarse continuamente a considerar, analizar las situaciones que se presentan y las cosas que queremos decir o hacer, para examinar si son buenas y nos convienen o son malas y nos pueden perjudicar, calificando lo que valen, no por las apariencias ni según la opinión del mundo, pues la Escritura dice: «Dios no se fija en lo que aparece al exterior sino en la santidad del corazón y en el valor interior» (1S 16, 7) y valorarlas según la idea que nos inspira el Espíritu Santo. Este modo de analizar y valorar las cosas y las situaciones, nos hará conocer con evidencia que lo que el mundo ama y busca con tanto ardor es ilusión y mentiras; que los honores y placeres de la tierra no son sino aflicción y humo que se lleva el viento, como dice el Eclesiastés: «Vanidad de vanidades, todo vaciedad y aflicción de espíritu» (Ecl.1).

La luz del Espíritu Santo nos hará ver que las humillaciones, ofensas y desprecios que nos hacen son para nosotros ocasiones de conseguir verdadera gloria para el cielo; que es perdonar y hacer bien a los que nos han ofendido es señal de que también nosotros seremos perdonados por Dios y que no seremos castigados con todo el rigor que merecen nuestros pecados; que el ser buenos con todos, aun con los malos y desagradecidos es hacernos semejantes al buen Dios que hace llover sobre buenos y malos y hace brillar el sol hasta sobre los más ingratos.

El Espíritu Santo, si lo invocamos con fe nos irá convenciendo de que vale más renunciar a los placeres del mundo que vivir gozando de todo lo que se nos antoja. Que mucho más premio se gana obedeciendo humildemente que dando órdenes a muchos. Que el conocer y reconocer humildemente lo que somos es una ciencia que nos hace mayor provecho que todas las demás ciencias que nos pueden inflar de orgullo. Que el vencer, dominar los malos deseos y las malas inclinaciones y el llevarse la contraria en muchos pequeños deseos que no eran tan necesarios, nos puede conseguir una gran personalidad, y se cumplirá en nosotros lo que dijo el Libro Santo: «Quien se domina a sí mismo, vale más que quien domina a una ciudad» (Pr 16, 32).

El combate espiritual del Padre Scúpoli