El culto a la Virgen María

1. Después de Jesús, María.

Después de Dios y de la sagrada Humanidad de Jesucristo, nada hay en el cielo ni en la tierra tan grande y tan digno de veneración y de amor como la Santísima Virgen. Toda la grandeza y todas las perfecciones le vienen a María de su divina Maternidad. “Dios —dice San Buenaventura— puede hacer un mundo mucho mayor que el que existe, pero una Madre mayor que la Madre de Dios no puede hacerla”. Lo cual explica Santo Tomás de esta manera: “La Bienaventurada Virgen María, por el hecho de ser la Madre Dios, posee una cierta infinidad del bien infinito que es Dios, y por esta razón no puede crearse una cosa mejor, que ella, como tampoco puede hacerse nada mejor que Dios”.

El Papa Pío XII, en su tan citada encíclica, se expresa así: “Entre los Santos del cielo se venera de un modo preeminente a la Virgen María, Madre de Dios; pues su vida, por la misión recibida del Señor, se une íntimamente con los misterios de Jesucristo; y nadie, en verdad, siguió más de cerca y más eficazmente las huellas del Verbo encarnado, nadie goza de mayor gracia y de poder cerca del Corazón Sacratísimo del Hijo de Dios, y, por su medio, cerca del Padre celestial. Ella es más santa que los querubines y los serafines, y goza de una gloria mucho mayor que los demás moradores del cielo, como quiera es la llena de gracia, y Madre de Dios, y la que con su parto feliz nos ha dado al Redentor…”.

2. El culto de “hiperdulía”.

Segurísimos los cristianos de que esto es así, al culto litúrgico del Hijo unieron muy pronto el culto de la Madre, reservando para Dios el culto de latría o de suprema adoración y tributándole a María el culto de hyperdulía.

Dicho culto de hyperdulía comprende tres actos principales:

a) la invocación y reverencia a la Santísima Virgen, a causa de su dignidad de Madre de Dios, y de su eximia santidad;

b) la invocación y confianza, por ser poderosa y a la vez misericordiosa Mediadora ante Cristo; y

c) el amor filial y la imitación, por cuanto es nuestra Madre espiritual, y Madre adornada de todas las virtudes280.

Este culto de hyperdulía tributado a la Virgen por la Iglesia Católica, lejos de ser —como pretenden los protestantes— supersticioso e idolátrico, es razonable y legítimo.

Pruébase:

a) Por el ejemplo del mismo Dios, quien, por el Arcángel San Gabriel, manifestó la veneración que la Virgen le merecía, llamándola “llena de gracia”, y por Santa Isabel la proclamó “Bendita entre todas las mujeres”.

b) Por el ejemplo de Jesucristo, que quiso inculcarnos un gran amor y una confianza suma en la Sma. Virgen, obrando por Ella su primer milagro en las bodas de Caná, y entregándonosla por Madre nuestra en el momento de expirar.

c) Por la tradición eclesiástica, contenida en todas las liturgias, en los monumentos arqueológicos y pictóricos, y en los escritos de los Santos Padres.

Todo esto nos persuade de que un culto insinuado, como se ve, en el Evangelio, confirmado por una venerable tradición y practicado desde la más remota antigüedad, no puede ser sino muy legítimo y reportar a los hombres bienes incalculables.

3. Origen del culto de la Virgen.

Aunque la devoción a la Santísima Virgen nació entre los cristianos con el mismo cristianismo y se manifestó desde el principio de diversas maneras y principalmente mediante imágenes, altares y templos dedicados a su memoria, es difícil probar con documentos la existencia de un culto litúrgico mariano anterior a la paz de la Iglesia. Quizá fué el primer paso, al menos en Occidente, el inscribir su nombre en el Canon de la Misa, entre el siglo IV y el V. En este mismo siglo V, en Oriente se celebra ya una fiesta global, en los alrededores de Navidad, en honor de la Virgen, y en el siglo VI es un hecho real, en Occidente, la celebración litúrgica de la Dormitio o Asunción, primera fiesta del calendario mariano, a la cual siguieron luego la Anunciación, la Natividad y todas las demás.

El culto de la Virgen, lo mismo que otras prácticas legítimas de la religión, tardó tanto en oficializar-se por miedo a la superstición, entonces tan arraigada en el pueblo. Temía la Iglesia que fueran a confundir a la Madre de Dios con la diosa Cibeles, que era adorada como la Madre de los dioses, y por eso prefirió que el culto se fuese imponiendo por sí mismo, paulatinamente. Así sucedió que, a mediados del siglo IV, tenía ya la Virgen en Roma dos hermosos templos (Santa María la Antigua y Santa María in Transtevere) y pinturas y mosaicos en abundancia, y no tenía todavía un culto reconocido. En cambio, del siglo VI en adelante, la fiesta de la Asunción abre la serie de las fiestas marianas, las que en lo sucesivo se multiplican prodigiosamente. Con estas fiestas se van creando otras formas populares de devoción, tales como la del Oficio Parvo, cuyo rezo, hasta la propagación del Rosario, en el siglo XIII, constituyó las delicias del clero y del pueblo cristiano.

La flor de la Liturgia de Dom. Andrés Azcarate.

El combate espiritual. Parte trece

Algo que aumenta mucho el valor. La intención de hacerlo todo por amor de Dios y para su mayor gloria aumenta tanto el valor de nuestras obras que aunque ellas sean de poquísimo valor en sí mismas, si se hacen puramente por Dios, se vuelven de mayor precio y premio, que otras obras aunque ellas sean de mayor valor en sí mismas, si se hacen por otros fines. Así por ejemplo, una pequeña limosna dada a un pobre (pequeña, pero que nos cueste a nosotros. Porque lo que no cuesta es basura y no tiene premio) si esa pequeña limosna se da por amor a Dios, porque el prójimo representa a Jesucristo, puede ser de mayor precio y obtener un premio más grande, que unos enormes gastos que se hacen en obras brillantes, pero por aparecer y por ganarse la admiración de los demás.

Algo que no es fácil. No nos engañemos ni nos ilusionemos. Esto de hacerlo todo siempre por puro amor a Dios no será fácil al principio, sino que más bien nos parecerá bien difícil. Pero con el tiempo se nos irá haciendo no solamente fácil sino hasta agradable, e iremos adquiriendo la costumbre de hacerlo todo por amor al buen Dios de quien todo lo bueno que tenemos lo hemos recibido.

Como la piedra filosofal. Los antiguos creían en la leyenda de que existía una piedra que todo lo que tocaba lo convertía en oro. La llamaban «la piedra filosofal», y la buscaban por todas partes, y como bien puede suponerse nunca la encontraron porque la tal piedra no existe. Pero en lo espiritual sí la hay, y consiste en esto que hemos venido recomendando: en ofrecer todo lo que hacemos únicamente por amor a Dios y por agradarlo a Él. Acción que ofrecemos por Dios, automáticamente queda convertida en oro para la vida eterna. En algo de altísimo precio para la eternidad. Por eso convienen que desde hoy mismo comencemos a tratar de adquirir la buenísima costumbre de dirigir todas las anteriores a un solo fin: el amor y la gloria de Dios.

ALGO QUE SE CONSIGUE PIDIÉNDOLO

Es necesario recordar que esta formidable costumbre de hacerlo todo por Dios y sólo por Él, no es algo que la creatura humana va a lograr conseguir únicamente por sus esfuerzos y propósitos. Esto es algo importado del cielo, y si Nuestro Señor no nos los concede por una gracia especial suya, no lo vamos a obtener. Por eso hay que pedirlo mucho en nuestras oraciones. Y para animarnos a cumplirlo debemos meditar frecuentemente en los innumerables beneficios y favores que Dios nos ha hecho y nos sigue haciendo continuamente, considerar que todo ello lo hace por puro amor y sin ningún interés de parte tuya.

«NO PODRAN CREER SI LO QUE BUSCAN ES LA GLORIA Y LA ALABANZA QUE VIENEN DE LOS OTROS, Y NO LA GLORIA QUE VIENE DEL ÚNICO DIOS». (Jn 5, 44)

El combate espiritual del Padre Scúpoli.

El combate espiritual. Parte doce.

CÓMO EJERCITAR LA VOLUNTAD. Y EL FIN POR EL CUAL DEBEMOS HACER TODAS LAS COSAS

Ya hemos visto cómo evitar los defectos que pueden perjudicar el entendimiento, y ahora vamos a estudiar cómo evitar aquello que pueda hacer daño a la voluntad, para que así logremos llegar a tal grado de perfección que renunciando a las propias inclinaciones, lo que busquemos sea cumplir siempre la santa Voluntad de Dios.

Una condición. Hay que advertir que no basta con querer y buscar hacer siempre lo que Dios manda y desea, sino que también es necesario querer y hacer estas obras con el fin de agradar a Nuestro Señor.

Una trampa. Es necesario dominar las propias inclinaciones. Porque la naturaleza desde el pecado original es tan inclinada a darse gusto, que en todas las cosas, aún en las más espirituales y santas lo primero que busca es su propia satisfacción y deleite. Y de ahí un peligro, y es que cuando se nos presenta la ocasión de hacer alguna buena obra, puede ser que nos dediquemos a hacerla y la amemos pero no porque es voluntad de Dios ni por agradarle a Él, sino por darle gusto a nuestras inclinaciones y por conseguir las satisfacciones que se encuentran al hacer lo que Dios manda.

Y hasta en lo más santo, por ejemplo en el deseo de vivir en continúa comunicación con Dios, puede ser que busquemos más nuestro propio interés que conseguir su gloria y cumplir su santa Voluntad, y esto último debería ser el único objeto que se deben proponer quienes lo aman, lo buscan y quieren cumplir su divina Ley.

Remedio. Para evitar este peligro que es muy dañoso para quienes desean conseguir la perfección y santidad, hay que proponerse, con la ayuda del Espíritu Santo, no querer ni emprender acción alguna sino con el único fin de agradar a Dios y de cumplir con su santísima Voluntad, de manera que Él sea el principio y el fin de todas nuestra acciones. Hay qué imitar lo que hacía el Papa san Gregorio Magno el cual mientras estaba escribiendo sus obras admirables, de vez en cuando suspendía su trabajo y decía: «Señor, es por Ti, es por tu gloria. Es para la salvación de las almas. Que nada de lo que yo hago sea para darles gusto a mis inclinaciones y afectos, sino para que se cumpla siempre en mi tu santa Voluntad».

Técnica. Conviene mucho que cuando se nos presente la ocasión de hacer alguna buena obra, primero elevemos una oración a Dios para pedirle que nos ilumine si es voluntad suya que hagamos esto, y que luego nos examinemos para ver si lo que vamos a hacer lo hacemos para agradar a Nuestro Señor. De esta manera la voluntad se va acostumbrando a querer lo que Dios quiere, y a obrar con el único motivo de agradarle a Él y de conseguir su mayor gloria. De la misma manera conviene proceder cuando queremos rechazar y dejar de hacer algo. Elevar primero el espíritu a Dios para pedirle que los ilumine si en realidad Él quiere que no hagamos esto, y si al dejar de hacerlo, le estamos agradando a Él. Conviene decir de vez en cuando: «Señor: ilumínanos lo que debemos decir, hacer, evitar y haz que lo hagamos, digamos y evitemos».

Engaños encubiertos. Es importante recordar que son grandes y muy poco conocido los engaños que nos hace la naturaleza corrompida, la cual con hipócritas pretextos nos hace creer que lo que estamos buscando con nuestras obras no es otro fin que el de agradar a Dios. Y de aquí proviene que nos entusiasmamos por unas cosas y sentimos repulsión por otras sólo por contentarnos y satisfacernos a nosotros mismos, pero mientras tanto seguimos convencidos de que ese entusiasmo o esa repulsión se debe solamente a nuestro deseo de agradar a Dios o al temor de ofenderle. Para esto hay un remedio; rectificar continuamente la intención y proponernos seriamente dominar nuestra antigua condición inclinada al pecado y reemplazarla por una nueva condición dedicada solamente a agradar a Dios; o como dijo san Pablo: «Renunciar al hombre viejo con sus vicios y concupiscencias y revestirnos del hombre nuevo conforme en todo a Jesucristo» (cf. Col 3, 9).

Un método. San Bernardo decía de vez en cuando a su orgullo, a su sensualidad, vanidad y amor propio: «No fue por vosotros que empecé esta obra ni es por vosotros que la voy a seguir haciendo». Y otro santo repetía: «En el día del premio eterno solamente me van a servir para recibir felicitaciones de Dios las obras que haya hecho por Él y por el bien de los demás. Lo que haya por darle gusto a mi vanidad o a mi sensualidad, lo habré perdido para siempre. Sería muy triste mi final si el Señor tuviera que decirme como a los fariseos: «Todo lo hizo para ser felicitado y estimado por la gente, ¿o por dar gusto a sus gustos? Pues ya recibió su premio en la tierra. Que no espere nada para el cielo».

El timón. Quien dirige un barco necesita estar continuamente enrumbándolo hacia la dirección a donde se ha propuesto llegar, porque el primer descuido que tenga, las olas y el viento echarán el barco hacia otra dirección totalmente distinta. Así sucede con nuestras acciones. Necesitamos reavivar y reafirmar continuamente la intención de hacerlo todo por Dios y sólo por Él, porque el amor propio es tan traicionero, que al menor descuido nos hace cambiar de intención, y lo que empezamos haciendo por Dios lo podemos fácilmente terminar haciéndolo sólo por darnos gusto a nosotros mismos. Y sería una gran pérdida.

Un síntoma o señal de alarma. Sucede frecuentemente que cuando la persona se dedica a hacer una buena obra no por tener contento a Dios únicamente, sino sobre todo por satisfacer sus gustos e inclinaciones, cuando Dios le impide el progreso de su obra con alguna enfermedad, accidente o falta económica, por la oposición de superiores o vecinos, se enoja, se irrita, se inquieta, empieza a murmurar, a quejarse y hasta dice que Nuestro Señor debería mostrarse, más compasivo y generoso con su obra. Y de aquí se deduce que lo que le movía no era solamente agradar al Creador, sino satisfacer sus propios gustos. Pues si fuera sólo por Dios dejaría tranquilamente que Él cuando mejor le parezca lleve a feliz término su obra si es para su mayor gloria, y si no lo es, que la deje desaparecer, porque entonces no merece seguir existiendo.

Examen. Por eso cada uno debe preguntarse de vez en cuando: ¿Me inquieto demasiado si las obras que emprendo no obtienen éxito prontamente o no me resultan según mis planes? Me disgusto si el Señor, con los hechos que permite que me sucedan, me está diciendo: «Todavía no es tiempo… ¿hay que esperar un poco más?». Tengo que recordar que lo importante no es que mis obras tengan mucho éxito terrenal, sino que Dios quede contento de lo que yo hago. Que no es la acción la que tiene valor, sino la intención con la cual se hace.

El Combate espiritual del Padre Scupoli

El combate espiritual. Parte once.

OTRO VICIO DEL CUAL DEBEMOS LIBRAR AL ENTENDIMIENTO PARA QUE PUEDA CONOCER Y JUZGAR BIEN LO QUE ES ÚTIL.

El segundo vicio o defecto que puede hacer mucho daño a nuestro entendimiento es la vana curiosidad, el llenar nuestra mente de una cantidad de pensamientos y conocimientos inútiles que nos hacen más mal que bien.

Existen muchas cosas y muchos acontecimientos que por no saberlos no perdemos nada, pero que el estar averiguándolos nos llena de inútiles distracciones la mente. Deberíamos estar como muertos a los conocimientos que no son útiles para nuestra santidad y perfección espiritual. El antiguo refrán decía: «Por noticias curiosas y nuevas no te afanarás, que se volverán antiguas, y ya las conocerás».

Es necesario recoger nuestro entendimiento para no dejarlo desparramarse vanamente por un montón de noticias y conocimientos profanos y mundanos que sólo nos van a servir para dispersar la mente y no permitirnos tener recogimiento ni meditar con calma. En lo que no me sirve para mi santificación, ¿para qué vivir pensando?

LA MEJOR CIENCIA

Cada uno de nosotros deberá repetir con san Pablo: «No deseo sino conocer a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado» (1Co 2, 2). Conocer su vida, su muerte,resurrección, ascensión y glorificación; entender sus mensajes, imitar sus buenos ejemplos, recordar lo mucho que ha hecho y sigue haciendo por sus seguidores, lo que pide y desea de cada uno de nosotros.

NUBES SIN AGUA

De las otras cosas, especialmente de las que no son necesarias para conseguir nuestra santificación y salvación que no nos van a servir para ser útiles a los demás y crecer en virtud, ¿para qué vivir queriendo saberlas y conocerlas? Cuántas cosas hay que con ignorarlas no se pierde nada y en cambio el saberlas llena de inquietud el corazón. En esto sí se cumple lo que en el siglo primero decía el sabio Séneca: «Cuánto más curiosamente me dediqué a conocer los detalles de la vida de los seres humanos, tanto menos buen ser humano me volví». A estos conocimientos llama san Judas Tadeo: «Nubes sin agua, árboles sin fruto, olas que sólo traen espumas» (Judas 12).

Cuando queramos saber algo preguntémonos: ¿esto sí será de provecho para mi santificación o para el bien que yo les pueda hacer a los demás? Si no lo es, el dedicarme a indagarlo y a querer saberlo puede ser dañosa curiosidad, o hasta trampa de los enemigos de mi salvación, que quieren llenar mi cerebro de cucarachas que no dejen conservarse bien allí el maná de la sabiduría celestial.

Si seguimos esta regla nos vamos a librar de muchas preocupaciones inútiles, porque el enemigo del alma cuando ve que no logra que cometamos faltas graves se propone al menos llenarnos de inquietudes para quitarnos la paz. Y así si no logra que dejemos de rezar, por lo menos se propone llenarnos de pensamientos e imaginaciones durante la oración, para que la atención no la pongamos en Dios, en su gloria, su poder y su bondad en las gracias y bendiciones que deseamos conseguir, sino en la multitud de proyectos fantásticos y en recuerdos de hechos que hemos llegado a saber. Y así logra que en vez de arrepentimos de nuestras maldades y de odiar el pecado y formar propósitos firmes de enmendar la propia vida, en vez de llenarnos de actos de amor a Dios y de deseos de perseverar en su santa amistad hasta la muerte, nos dediquemos a distraernos en pensamientos vaporosos que hasta nos puede llenar de orgullo y presunción creyendo que ya somos lo que hemos planeado ser y que ya no necesitamos director espiritual n correcciones. Y nos trae la gran equivocación de convencernos de que ya somos buenos, solamente porque hemos planeado serlo. (Y de pensar serlo a llegar a serlo hay un abismo inmenso).

Mal incurable. Este mal es muy peligroso y casi incurable, porque cuando el pensamiento se llena de teorías nuevas, de ideas fantásticas y de planes descabellados, la persona llega a convencerse de que es mejor que los demás (solamente porque ha planeado serlo, sin que lo sea todavía ni remotamente). ¿Quién logrará desengañarle? ¿Cómo podrá reconocer su error? ¿Cómo logrará dejarse guiar por un prudente director espiritual si ya se imagina ser una autoridad en cuanto al espíritu? Es un ciego guiando a otro ciego; el orgullo ciego guiando al entendimiento enceguecido por la vanidad. Nosotros en cambio deberíamos repetir con el sabio antiguo: «En cuestiones de espíritu «sólo sé que nada sé» aunque el orgullo nos quiera convencer que somos más sabios que Salomón.

El combate espiritual del Padre Scúpoli.

El combate espiritual. Parte décima.

LAS CAUSAS QUE NOS IMPIDEN JUZGAR Y CALIFICAR DEBIDAMENTE LAS SITUACIONES Y LA REGLA QUE SE DEBE OBSERVAR PARA CONOCERLAS BIEN

Una causa muy importante por la cual no juzgamos ni calificamos debidamente las situaciones y las cosas, es porque tan pronto se nos presentan a nuestra imaginación inmediatamente nos dejamos llevar por la simpatía o la antipatía hacia ellas, la simpatía y la antipatía vuelven ciega la razón y desfiguran de tal suerte las personas, las situaciones y las cosas que nos parecen diferentes de los que realmente son.

Un remedio. Si queremos vernos libres de este grave peligro es necesario estar alerta para no opinar sin más ni más, precipitadamente, dejándonos llevar simplemente porque aquello nos agrada o nos desagrada. Cuando a la mente se presenta una situación, una persona, un objeto, una acción, es necesario darse tiempo para juzgar y examinar despacio, sin apasionamiento, sin demasiada simpatía ni antipatía, antes que la voluntad se determine a amarle o aborrecerle, a aceptarle o rechazarle, a declarar que es agradable o desagradable.

Si la voluntad, antes de analizar y conocer bien el objeto, se inclina a amarlo o aborrecerlo entonces ya el entendimiento no es libre para conocerlo como es verdaderamente en sí, porque la pasión se lo desfigura de tal manera que le obliga a formarse una falsa idea y entonces se inclina a amarle o aborrecerle con vehemencia y no logra guardar reglas ni medidas ni escucha lo que aconseja la razón.

Y dejándose llevar de la inclinación natural el entendimiento se oscurece cada vez más y representa a la voluntad el objeto o más odioso o más amable que antes, de tal modo que si la persona no se esfuerza por no dejarse llevar por prejuicios e inclinaciones, su entendimiento y su voluntad la van a hacer moverse en un círculo vicioso yendo de error en error, de abismo en abismo y de tinieblas en tinieblas. Por eso mientras estamos apasionados por algo es mejor abstenerse de dar juicio al respecto hasta que se calme la pasión.

Prudencia. Hay que cuidarse con gran cuidado para no tener afecto desordenado a las cosas antes de examinar o conocer lo que son realmente en sí mismas, con la luz de la razón, especialmente con la luz sobrenatural que envía el Espíritu Santo a quien le reza con fe, y tratar de obtener la luz de la prudencia que se consigue consultando a personas que sepan de ese asunto.

También en lo que es bueno. Notemos que esta prudencia para no dejarse llevar por la sola inclinación antes de juzgar, es necesario no sólo en lo que puede ser peligroso, sino también en lo que de por sí es bueno, porque en estas obras, como son dignas de admiración y aprecio, puede haber peligro de dejarse llevar más por el propio gusto que por la conveniencia. Pues basta que haya una circunstancia de tiempo, o de lugar que no sea conveniente para esas obras para que en ese momento no convenga hacerlas.

Por eso hay que saber consultar siempre a los que saben. No todo se puede decir en todas partes ni todo se puede hacer siempre, aunque sean cosas muy buenas, porque todo tiene su tiempo y su lugar, si no se sigue las reglas de la prudencia aun por dedicarse a obras muy buenas se pueden cometer muchos disparates. Por eso es tan necesario pedir mucho al Espíritu Santo el Don de Consejo por medio del cual sabemos cuándo, dónde y cómo debemos hacer y decir lo que tenemos que hacer y decir.

Petición diaria. Un santo decía que cada día debemos pedir al Espíritu Santo que nos conceda la virtud de la prudencia, que es la que nos enseña, cuándo, cómo y dónde, debemos decir y hacer cada cosa. ¿Pedimos en verdad de vez en cuando al Divino Espíritu que nos conceda la virtud de la prudencia? Si no la hemos pedido, a empezar desde hoy a pedirla.

El combate espiritual del Padre Scúpoli.

El combate espiritual. Parte novena

CÓMO HACER BUEN USO DE LAS DOS POTENCIAS QUE HEMOS RECIBIDO: EL ENTENDIMIENTO Y LA VOLUNTAD

Si en el combate espiritual no tuviéramos sino dos armas: la confianza en Dios y la desconfianza en nosotros mismos, lo más probable sería que no podríamos vencer nuestras pasiones y caeríamos en muchísimas y graves faltas. Por eso es necesario añadir a estas dos cualidades otras dos muy importantes: hacer buen empleo de nuestro entendimiento y fortificar nuestra voluntad.

LOS DOS VICIOS QUE ATACAN EL ENTENDIMIENTO

Hay dos grandes vicios que pervierten, hacen mucho daño al entendimiento y son la ignorancia y la vana curiosidad. (Entendimiento es la facultad o aptitud o capacidad que tenemos de comparar, juzgar, razonar o sacar conclusiones).

El primer defecto: la ignorancia. Ésta consiste en no saber lo que deberíamos saber, lo que nos convendría saber. La ignorancia impide al entendimiento poseer y conocer la verdad, la cual es el objeto para el cual fue hecha la inteligencia. Es de primerísima necesidad que el alma que desea llegar a la perfección se esfuerce por ir adquiriendo cada día más y más conocimientos espirituales y tratar de conocer cada vez mejor lo que debe hacer para llegar a la perfección y para adquirir las virtudes, y lo que se debe evitar para lograr vencer las pasiones.

¿CÓMO SE ADQUIEREN LAS LUCES QUE AHUYENTAN LA IGNORANCIA?

Las tinieblas de la ignorancia se alejan con dos luces muy especiales. La primera de estas luces es la oración, el pedir frecuentemente al Espíritu Santo que nos ilumine lo que debemos hacer, decir y evitar. Jesús decía: «Mi Padre Celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden» (cf. Lc 11, 15). Y después añade: «El Espíritu Santo los guiará hacía la verdad plena y les recordará todo lo que Yo les he dicho» (Jn 16,13). El Espíritu Santo nos hablará muchas veces por medio de la Sagrada Escritura (si la leemos), especialmente de los Santos Evangelios. Nos hablará también por medio de la lectura de libros piadosos (si queremos apartar algunos ratos para dedicarnos a leer) y muchísimas veces por medio de los predicadores y de los superiores religiosos que Dios ha puesto para que nos guíen. Jesús dijo acerca de ellos: «El que los escucha, me escucha a Mí» (cf. Lc 10, 16). Por eso es tan importante sujetar nuestro juicio y parecer al de los superiores y guías espirituales.

De la intervención del Espíritu Santo depende en mucho el que se aleje nuestra ignorancia. Es necesario que nos dejemos programar por el Espíritu Santo. Hay que investigar qué será lo que el Divino Espíritu quiere de nosotros. No se puede hablar bien o pensar debidamente u obrar como en verdad lo desea Dios, sin la iluminación del Espíritu Santo. Por eso es necesario decirle muchas veces y todos los días «Ven Espíritu Santo». Él es la fuente inagotable de imaginación y de buenas ideas. Él nos da un modo nuevo de mirar y apreciar a las personas, al mundo, a la historia y a nosotros mismos. Él es el gran pedagogo o maestro que nos enseña cómo amar, cómo emplear bien nuestra libertad, el tiempo, los dones y cualidades que Dios nos dio y cómo conocer en cada caso qué será lo que más le agrada a Dios y qué es lo que a Nuestro Señor le desagrada.

La segunda luz para alejar la ignorancia es dedicarse continuamente a considerar, analizar las situaciones que se presentan y las cosas que queremos decir o hacer, para examinar si son buenas y nos convienen o son malas y nos pueden perjudicar, calificando lo que valen, no por las apariencias ni según la opinión del mundo, pues la Escritura dice: «Dios no se fija en lo que aparece al exterior sino en la santidad del corazón y en el valor interior» (1S 16, 7) y valorarlas según la idea que nos inspira el Espíritu Santo. Este modo de analizar y valorar las cosas y las situaciones, nos hará conocer con evidencia que lo que el mundo ama y busca con tanto ardor es ilusión y mentiras; que los honores y placeres de la tierra no son sino aflicción y humo que se lleva el viento, como dice el Eclesiastés: «Vanidad de vanidades, todo vaciedad y aflicción de espíritu» (Ecl.1).

La luz del Espíritu Santo nos hará ver que las humillaciones, ofensas y desprecios que nos hacen son para nosotros ocasiones de conseguir verdadera gloria para el cielo; que es perdonar y hacer bien a los que nos han ofendido es señal de que también nosotros seremos perdonados por Dios y que no seremos castigados con todo el rigor que merecen nuestros pecados; que el ser buenos con todos, aun con los malos y desagradecidos es hacernos semejantes al buen Dios que hace llover sobre buenos y malos y hace brillar el sol hasta sobre los más ingratos.

El Espíritu Santo, si lo invocamos con fe nos irá convenciendo de que vale más renunciar a los placeres del mundo que vivir gozando de todo lo que se nos antoja. Que mucho más premio se gana obedeciendo humildemente que dando órdenes a muchos. Que el conocer y reconocer humildemente lo que somos es una ciencia que nos hace mayor provecho que todas las demás ciencias que nos pueden inflar de orgullo. Que el vencer, dominar los malos deseos y las malas inclinaciones y el llevarse la contraria en muchos pequeños deseos que no eran tan necesarios, nos puede conseguir una gran personalidad, y se cumplirá en nosotros lo que dijo el Libro Santo: «Quien se domina a sí mismo, vale más que quien domina a una ciudad» (Pr 16, 32).

El combate espiritual del Padre Scúpoli

El combate espiritual. Parte octava

AVISOS IMPORTANTES PARA ADQUIRIR LA DESCONFIANZA EN Sí MISMO Y LA CONFIANZA EN DIOS

Como gran parte de la fuerza que necesitamos para salir vencedores de los ataques de los enemigos de nuestra salvación depende de la desconfianza de nosotros mismos y de la confianza en Dios, vamos a recordar algunos avisos que son muy útiles para conseguir estas dos cualidades.

UNA CONDICIÓN SIN LA CUAL NADA SE OBTIENE

Primeramente hemos de tener en cuenta como verdad que no admite discusión ni duda, que aunque tengamos todos los talentos y cualidades, ya sean naturales, ya sea que se han adquirido por propio esfuerzo, aunque contemos con una inteligencia prodigiosa, aunque nos sepamos de memoria la Sagrada Escritura, hayamos servido al Señor por muchos años, estemos acostumbrados a servirle y a portarnos bien, siempre seremos absolutamente incapaces de obedecer debidamente al Creador y de cumplir a cabalidad nuestras obligaciones, si la fuerza poderosa de Dios con especial protección no fortifica nuestro corazón en cada ocasión que se nos presente de hacer el bien y evitar el mal, de hacer algunas obras buenas o de vencer alguna tentación, de salir de un peligro o de poder soportar la cruz de la tribulación.

Es necesario grabar profundamente esta verdad en nuestra memoria, no dejar pasar día sin meditarla, considerarla y por este medio iremos evitando el defecto que se llama presunción que consiste en creernos más capaces de ser buenos y dejar de ser malos, de lo que en verdad somos, y así evitaremos andar confiando temeraria e imprudentemente en nuestras propias fuerzas.

Algo fácil para Dios. En cuanto a la confianza en Dios recordemos lo que dice el Libro Santo: «A Dios le queda muy fácil darnos la victoria contra todos los enemigos de nuestra alma, ya sean pocos o ya sean muchos, ya sean fuertes o sean débiles, ya sean viejos y experimentados o jóvenes y exaltados» (1S 14, 6).

De este principio fundamental sacaremos la conclusión que aunque el alma se halle atacada por todos los pecados y vicios, llena de imperfecciones, malas costumbres y horrendas inclinaciones, aunque después de haber hecho todos los esfuerzos por reformar las costumbres no se nota ningún progreso en la virtud, se siente y reconoce en sí mismo una mayor inclinación hacía el mal y más facilidad para pecar, no por eso hay que perder el ánimo y la confianza en Dios, ni dejar de luchar, ni abandonar las prácticas de piedad, sino más bien dedicarse con mayor entusiasmo a tratar de hacer el bien y evitar el mal, porque en este combate espiritual no se declara vencido a quien no cesa de combatir y de confiar en Dios, el cual nunca deja de ayudar con sus auxilios y socorros a quienes quieren salir vencedores, aunque muchas veces permite que sean vencidos. Si se tiene la ayuda de Dios se pueden perder batallas, pero jamás se perderá la guerra.

El combate espiritual. Padre Scúpoli

El combate espiritual. Parte séptima.

EL ERROR DE ALGUNAS PERSONAS QUE CONFUNDEN EL MIEDO Y EL PESIMISMO CON UNA CUALIDAD O VIRTUD

Hay un error muy común que consiste en creer que es virtud, buena cualidad el desanimarse, desalentarse, dejarse vencer por la tristeza y el pesimismo cuando se comete alguna falta. Pues en estos casos casi siempre sucede que la amargura que se siente por haber pecado no proviene mayormente del dolor de haber ofendido y disgustado a Dios, sino que el orgullo ha quedado herido al constatarse la propia miseria y debilidad, la confianza que se tenía en las propias fuerzas y capacidades para resistir al mal, falló totalmente.

Peligro propio de gente orgullosa. Ordinariamente las almas presuntuosas que se creen más capaces de ser buenas de lo que en realidad son, no les dan la debida importancia a los peligros que les van a llegar y a las tentaciones que les pueden venir, luego al caer en alguna y reconocer por amarga experiencia cuán grande son su miseria y su debilidad, se maravillan y se afanan por su caída como si se tratara de cosa nueva y rara, porque ven derrumbado por el suelo el ídolo del amor propio y de la falsa confianza en sí mismas en lo cual imprudentemente habían puesto su esperanza, y demostrando que son almas que más ponían la confianza en sus propias fuerzas que en la ayuda de Dios, se dejan llevar por la tristeza, el desánimo y hasta pueden llegar a la desesperación.

ALGO QUE NO SUCEDE A LOS HUMILDES

Esto no sucede a las almas verdaderamente humildes que no ponen su confianza en las propias fuerzas o capacidades para resistir al mal, sino únicamente en la ayuda y en la bondad de Dios, porque cuando caen en alguna falta, aunque sienten gran dolor de haber ofendido al buen Dios, haber manchado su alma y haber hecho daño a los demás, no se maravillan, ni se inquietan, ni se desaniman, pues muy bien conocen que su caída es un efecto natural de su espantosa debilidad y de la impresionante inclinación que su naturaleza siente hacia el mal.

Estas almas repiten lo que decía aquella santa antigua: «Todo lo temo de mi malicia, de mi debilidad y de mi inclinación al mal. Todo lo espero de la bondad y de la misericordia de Dios». Cada día constatamos el combate entre la debilidad humana y la omnipotencia de Dios. En verdad que se cumple lo que dicen los santos: «La humildad produce tranquilidad». De lo único propio de lo cual el humilde está seguro es de su debilidad. Pero se conserva alegre si al mismo tiempo vive seguro de que la bondad de Dios nunca lo abandonará. «Yo nunca te abandonaré», dice el Señor varias veces en la Sagrada Escritura. 

Con razón un director espiritual le dijo a alguien que le pedía un consejo: «No eres más santo porque no eres más humilde». Como los tres jóvenes en el horno (de los cuales nos habla el profeta Daniel), tenemos que decir: «Señor: hemos pecado. Por eso con toda justicia nos han llegado tantas humillaciones».

San Agustín cuando recordaba los terribles y tan numerosos pecados de su vida no se dedicaba a lamentarse o desanimarse sino a proclamar la maravillosa bondad de Dios que lo supo perdonar.

 

El combate espiritual del P.Scúpoli

 

El combate espiritual. Parte sexta

SEÑOR: DICHOSOS LOS QUE CONFÍAN EN TI (SAL 83)

CÓMO PODEMOS CONOCER SI OBRAMOS CON DESCONFIANZA EN NOSOTROS MISMOS Y CON CONFIANZA EN DIOS

Muchas veces las almas que creen ser lo que no son, se imaginan que ya consiguieron la desconfianza en sí mismas y la suficiente confianza en Dios, pero es un error y un engaño que no se conoce bien sino cuando se cae en algún pecado, pues entonces el alma se inquieta, se desanima, se aflige y pierde la esperanza de poder progresar en la virtud; y todo esto es señal de que no puso su confianza en Dios sino en sí misma, si su desesperación y su tristeza son muy grandes, esto es un argumento claro de que confiaba mucho en sí y poco en Dios.

Diferencia: quien desconfía mucho de sí mismo, de su debilidad e inclinación al mal y pone toda su confianza en Dios, cuando comete alguna falta no se desanima, ni se inquieta demasiado, ni se desespera, porque conoce que sus faltas son un efecto natural de su debilidad y del poco cuidado que ha tenido en aumentar su confianza en Dios; antes bien, con esta amarga experiencia aprende a desconfiar más de sus propias fuerzas y a confiar con mayor humildad en la bondad de Nuestro Señor, aborreciendo con toda su alma las faltas cometidas y las pasiones desordenadas que llevan a cometer esos errores; pero su dolor y arrepentimiento son suaves, pacíficos, humildes, llenos de confianza en que la misericordia divina le tendrá compasión y le perdonará; vuelve otra vez a sus prácticas de piedad y se propone enfrentarse a los enemigos de su salvación con mayor ánimo, más fuerza y sacrifico que antes.

Una causa engañosa: en esto es importante que piensen y consideren algunas personas espirituales que cuando caen en alguna falta se afligen y se desaniman con exceso, muchas veces, quieren más librarse de la inquietud y pena que su pecado les proporciona, que por recuperar otra vez la plena amistad con Dios; y si buscan rápidamente al confesor no es tanto por tener contento a Nuestro Señor, sino por recuperar la paz y tranquilidad de su espíritu (por eso cierto confesor a una religiosa que le decía que había gritado esa tarde a su superiora, le dijo: «Por hoy no se confiese todavía. Aguarde a que pasen tres días y cuando le haya pedido excusas a su superiora venga a pedir perdón por medio de su confesor». Así evita aquel sacerdote que esa alma buscará sólo obtener su propia paz y tranquilidad, en vez de buscar primero hacer la paz y amistad con Dios y con la persona ofendida).

Preguntas muy importantes: cada cual debe preguntarse de vez en cuando: ¿cuál es la causa de la tristeza que siento por haber pecado? ¿El haber disgustado al buen Dios? ¿El haber hecho daño a los demás? ¿El haber afeado horriblemente mi alma que está siendo observada por Dios y sus ángeles? ¿El haber perdido un grado de brillo y de gloria para la eternidad? ¿El haberme acarreado un castigo más para el día en que el Justo Juez pague a cada uno según sus obras y según su conducta? ¿O simplemente lo que me entristece es que mi amor propio y mi orgullo quedaron heridos? ¿O que mi apariencia de santidad quedó disminuida? Importante preguntarse esto muchas veces.

El combate espiritual del P. Scúpoli.

El combate espiritual. Parte quinta

CONDICIÓN SIN LA CUAL NO

Si no aceptamos que nos desprecien y nos humillen, no conseguiremos jamás la desconfianza en nosotros mismos, porque ésta se basa en la verdadera humildad la cual nunca se consigue sin recibir humillaciones y se basa también en un reconocimiento sincero de que por nosotros mismos no merecemos sino desprecio y humillación.

No aguardar para cuando sea demasiado tarde. Es mejor ir aceptando las pequeñas humillaciones que nos van llegando a causa de las debilidades y miserias cada día, y que no nos suceda como a las personas muy orgullosas y creídas que solamente abren los ojos para reconocer su debilidad y malas inclinaciones cuando les suceden grandes y vergonzosas caídas. Les sucede lo que decía san Agustín: «Temo que vas a caer en faltas que te humillarán mucho, porque noto que tienes demasiado orgullo».

Cuando Dios ve que los remedios más fáciles y suaves no producen efecto para hacer que una persona reconozca su incapacidad para resistir con sus solas fuerzas contra los ataques del mal y conseguir su santificación, permite entonces, que le sucedan caídas en pecado, las cuales serán más o menos frecuentes y más o menos graves, según sea el grado de orgullo y presunción que esa alma tenga. Y si hubiera una persona tan exenta y libre de esa vana confianza en sus propias fuerzas, como por ejemplo la Santísima Virgen María, lo más seguro es que no caería jamás en falta alguna.

Buena consecuencia. De todo esto debes sacar la siguiente conclusión: que cada vez que caigas en alguna falta reconozcas humildemente que por tu propia cuenta sin la ayuda de Dios, no eres capaz ni siquiera de fabricar un buen pensamiento o de resistir a una sola tentación y le pidas al Señor que te conceda su luz e iluminación para convencerte de tu propia nada y de la necesidad absoluta e indispensable que tienes de la ayuda divina; y te propongas no presumir ni pensar vanamente que por tu propia cuenta vas a conseguir la santidad o la virtud. Porque si te crees lo que no eres y te imaginas que podrás lo que no puedes, seguramente seguirás cayendo en las mismas faltas de antes y quizás hasta las cometas aún peores.

LA CONFIANZA EN DIOS

Aunque la desconfianza en nosotros mismos es tan importante y tan necesaria en este combate, sin embargo si lo único que tenemos es esa desconfianza, seguramente vamos a ser desarmados y derrotados por los enemigos espirituales.

Es absolutamente necesario que tengamos una gran confianza en Dios, que es el autor de todo lo bueno que nos sucede y del único del cual podemos esperar las victorias en el campo espiritual. Porque así como por nosotros mismos lo que vamos a conseguir serán frecuentes faltas y peligrosas caídas lo cual nos debe llevar a vivir siempre desconfiando en nuestras solas fuerzas así también podemos estar seguros que de la ayuda de Dios y de su gran bondad podemos esperar victoria contra los enemigos de nuestra salvación, progreso en la virtud y crecimiento en perfección, si desconfiando de la propia debilidad y de las malas inclinaciones que tenemos y confiando grandemente en el poder divino y en el deseo que Nuestro Señor tiene de ayudarnos, le rogamos con todo el corazón que venga a socorrernos.

LOS MEDIOS PARA CONSEGUIR LA CONFIANZA EN DIOS

Cuatro son los medios para lograr progresar en la confianza en Dios.

El primero: pedirla muchas veces y con humildad, en nuestra oración. Jesús prometió: «Todo el que pide recibe. Mi Padre dará el buen espíritu a quien se lo pida» (Lc 11, 11).

El segundo medio es: pensar en el gran poder de Dios y en su infinita bondad, que lo mueve a conceder siempre mucho más de lo que se le suplica.

Recordar lo que el ángel le dijo a la Virgen María: «ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 38).

Es muy provechoso pensar de vez en cuando que Dios por su inmensa bondad y por el exceso de amor con que nos ama, está siempre dispuesto y pronto a darnos cada hora y cada día todo lo que necesitemos para la vida espiritual y para conseguir la victoria contra el egoísmo y las malas inclinaciones, si le pedimos con filial confianza. El Salmo 145 dice: «Dios satisface los buenos deseos de sus fieles».

ALGO QUE CONVIENE RECORDAR

Para aumentar la confianza en Nuestro Señor, pensemos que por 33 años ha vivido en esta tierra en medio de sacrificios y sufrimientos, para lograr salvar nuestra alma.

Recordemos que cada uno de nosotros somos la oveja extraviada que por sus imprudencias se alejó del rebañe del Señor, y Él nos ha venido llamando noche y día para que volvamos a ser del grupo de los que lo van a acompañar en el cielo para siempre. Sudor, sangre y lágrimas ha tenido que derramar para obtener que volvamos a ser del número de sus ovejas fieles. Sí por una oveja que se extravió se arriesgó a ir tan lejos a buscarla, ¿cuánto más nos ayudará a quienes lo buscamos y clamamos e imploramos su ayuda? Cuando escucha que la oveja brama desde el precipicio donde ha caído, temerosa de los aullidos de los lobos que ya se escuchan a lo lejos, el buen Pastor corre a protegerla y defenderla. Y no la humilla, ni la golpea, ni le echa en cara su imprudencia, sino que cariñosamente la lleva sobre sus hombros hasta donde está el grupo de las ovejas que han permanecido fieles. Consideremos que nuestra alma está representada en esa pobre oveja, a la cual Jesús se interesa inmensamente por salvarla de los peligros del mundo, del demonio y de la carne, trata cada día de llevarla a la santidad.

La moneda perdida. Narraba Jesús el caso de aquella mujer a la cual se le perdió una moneda de plata, lo que equivalía al mercado de un día para la familia y ella se dedica a barrer la casa y a sacudir esteras y muebles hasta que logra encontrarla, muy contenta invita a las vecinas a que la feliciten por la gran alegría que siente al haber recuperado la moneda perdida. Y Jesús en ese hermoso capítulo 15 del Evangelio de san Lucas en el cual narra estas parábolas, nos habla de que en el cielo, Dios y sus ángeles sienten gran alegría por un alma que estaba ya pérdida y que vuelve a recuperarse para el Reino de Dios. También Dios siente la alegría de encontrar lo que se ha perdido. Y cada uno de nosotros puede proporcionarle esa alegría al retornar otra vez en nuestra vida de pecado a la vida de gracia y santidad. Y el más interesado en que esto suceda es nuestro Divino Salvador.

Estoy a la puerta y llamo. En el Libro del Apocalipsis dice Jesús: «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguien me abre la puerta de su alma, entraré y cenaremos juntos» (Ap 3, 21). Con esto demuestra Nuestro Señor el gran deseo que Él tiene de vivir en nuestra alma, dialogar con nosotros y regalarnos sus dones y gracias. Y si viene con tan buena voluntad, ¿no nos concederá los favores que deseamos?

El tercer remedio para conseguir una gran confianza en Dios es repasar de vez en cuando lo que dice la Sagrada Escritura acerca de lo importante que es confiar en Nuestro Señor. Por ejemplo el Salmo 2 dice: «Dichosos serán los que confían en Dios». Y el Salmo 19 afirma: «Unos confían en sus bienes de fortuna. Otros en sus armas defensivas. Nosotros en cambio confiamos en Dios e imploramos su ayuda, mientras los otros caen derribados, nosotros logramos permanecer en pie». Y el salmista añade después: «Señor: porque confío en Tí, por eso no seré confundido eternamente» (Sal 24). Los que confían en Dios no serán rechazados por Él (cf. Sal 33). Quien confía en Dios verá que Él actuará en su favor. Soy viejo y nunca he visto que alguien haya confiado en Dios y haya fracasado (cf. Sal 36). Quienes confían en el Señor son como el Monte Sión, no serán conmovidos ni derribados por los ataques ni las contrariedades (cf. Sal 124). Quien confía en Dios será bendecido, prosperará y será feliz (cf. Pr 28). 77 veces dice la Sagrada Escritura que para quien pone su confianza en Dios vendrán bendiciones, felicidad, paz, progreso y bendición. Si lo dice 77 veces es que esto es demasiado importante para que se nos vaya a olvidar. Por eso el profeta exclamó: «¿Sabes a quiénes prefiere el Señor? A los que confían en su misericordia». Jamás alguna persona ha confiado en Dios y ha sido abandonada por Él (cf. Ecl 2, 11).

El cuarto y último remedio para que logremos al mismo tiempo adquirir desconfianza en nuestras solas fuerzas y gran confianza en Dios, es que cuando nos proponemos hacer alguna obra buena o conseguir alguna virtud o cualidad fijemos nuestra atención primero en la propia miseria, debilidad y luego en el enorme poder de Dios y en el deseo infinito que tiene de ayudarnos y así equilibráremos el temor que nos viene de nuestra incapacidad y de la inclinación hacía el mal, con la seguridad que nos inspira la ayuda poderosísima que el buen Dios nos quiere enviar, y nos determinaremos a obrar y combatir valientemente. «Yo, más mis fuerzas y capacidades, igual: nada. Pero yo, mis fuerzas, mis capacidades, más la ayuda de Dios, igual: éxitos incontables. «No es que nosotros mismos podamos nada, dice san Pablo: toda nuestra suficiencia viene de Dios». La autosuficiencia orgullosa lleva al fracaso. La humilde confianza en Nuestro Señor consigue éxitos formidables.

Las tres fuerzas: con la desconfianza en nosotros mismos y la confianza en Dios, unidas a una constante oración seremos capaces de hacer obras grandes y de conseguir victorias maravillosas. Hagamos el ensayo y veremos efectos inesperados.

Pero si no desconfiamos en nuestra miseria y no ponemos toda la confianza en la ayuda de Dios, y si descuidamos la oración, terminaremos en tristes derrotas espirituales. Cuanto más confiemos en Dios, más favores suyos recibiremos.

Recordemos siempre lo que el Señor le dijo a una gran santa: «No olvides que Yo tengo poder y bondad para darte mucho más de lo que tú puedes atreverte a pedir o a desear». Es lo que san Pablo había enseñado ya hace tantos siglos (Ef 3, 20).

El combate espiritual del P. Scúpoli.