Croisset. Primer domingo de Pasión

Siempre se ha contado el domingo de Pasión, con respecto al oficio, en el número de los más solemnes, y no cede a ninguna otra solemnidad en la Iglesia. Como no hay misterio en nuestra religión que nos toqué más de cerca y en que el amor que Jesucristo nos tiene aparezca con más viveza que el de la redención, no hay tampoco otro que más nos interese, ni que exija de nosotros un reconocimiento más vivo y un tributo más justo de compasión, de imitación, de ternura y de amor. La Iglesia comienza hoy a llamar nuestra atención a  los preparativos de la muerte de Jesucristo, por la consideración particular del misterio de su pasión, que no pierde de vista en toda la Cuaresma, pero singularmente en estos últimos quince días; de suerte que puede decirse que las cuatro primeras semanas de Cuaresma están particularmente destinadas a conducir al pecador a que haga penitencia por sus pecados, y las dos últimas a hacerle honrar el misterio de la Pasión del Salvador, por la participación, por decirlo así, de sus tormentos. Como fue este el tiempo poco más ó menos en que los sacerdotes, los doctores de la ley, llamados escribas, y los fariseos (confundidos y desconcertados por la resurrección de Lázaro, la cual había atraído un gran número de nuevos discípulos a Jesucristo, a quien no se apellidaba ya cuasi por todas partes más que por el Mesías) comenzaron a tramar su muerte, y como se cree que en este día fue cuando quedó determinada, la Iglesia, para manifestar su tristeza, se viste en él de luto; quita de sus oficios todo cántico de alegría, cubre sus altares, y en todas sus oraciones da a entender su dolor y su aflicción. Con la propia mira emplea en los oficios nocturnos la profecía de Jeremías, quien parece haber figurado á la vez los dolores de Jesucristo en su Pasión, y las desgracias ocasionadas por los pecados de aquellos que este divino Salvador había venido á rescatar con su muerte.

En algunos lugares la Iglesia toma hasta ornamentos negros, para hacer su luto todavía más sensible á la vista de los pueblos, e inspirarles, por medio de este lúgubre aparato, los sentimientos de compunción y de tristeza que convienen a los misterios que celebra en este santo tiempo. Y si la Iglesia, dicen los Padres, está sumergida en la tristeza y cubierta de luto en estos días de llanto, ¿será razón que sus hijos animen los sentimientos de una alegría profana? ¡Qué extravagancia tan escandalosa; qué impiedadseria, si se viesen los hijos presentarse en público con un brillante equipaje, divertirse con algazara, mientras que su Madre gime en la aflicción y tiene su corazón anegado en la amargura! Seguramente se hubiera mirado antiguamente como un apóstata, un cristiano que en el tiempo de Pasión se hubiera presentado en público con trajes ostentosos ó se hubiera atrevido a tomar parte en fiestas mundanas.

Llamabanse estas dos semanas de Cuaresma las dos semanas de Xerophagias, esto es, en las que no sólo estaba prohibido el uso de los lacticinios, sino también el del pescado, y sólo se alimentaban los fieles con legumbres secas. El ayuno era también más riguroso, y todo respiraba en ellas la penitencia. Hay algunos autores que llaman a este día el domingo de la Neomenia, esto es, de la Nueva Luna Pascual, porque, en efecto, no deja nunca de acaecer después de la nueva luna de Marzo, así como el domingo de Pascua después de la luna llena. Estos dos últimos domingos de Cuaresma se han distinguido siempre de los cuatro primeros: aquéllos se llaman domingo de Pasión y de Ramos, y éstos simplemente domingos de Cuaresma.

Los Santos Padres distinguen estas dos últimas semanas de las cuatro precedentes: aquéllas se llaman las semanas de Pasión, porque la Iglesia en todo este tiempo está en mayor duelo y los fieles dedicados a ejercicios de una devoción más tierna y de una penitencia más austera; éstas se llaman simplemente semanas de  Cuaresma, durante las que la penitencia y el ayuno se observaban con un poco menos rigor.

Esta distinción se ve manifiesta en los sermones de San León, de los cuales unos se intitulan para las cuatro semanas de Cuaresma, y los otros para el tiempo de Pasión: hay doce para la Cuaresma, y diez y nueve para el tiempo de la Pasión. Aquí se ve también que se predicaba más a  menudo los catorce últimos días de Cuaresma; que eran más continuos y más ordinarios los ejercicios de piedad y las buenas obras, y que se ayunaba con más austeridad. Eran más frecuentes las instrucciones que se hacían a los competentes, esto es, a  los catecúmenos que en el último examen se había juzgado suficientemente instruidos para recibir el bautismo la víspera de Pascua, y nada se omitía para disponerlos a recibir dignamente este grande sacramento.

El introito de la Misa de este día está tomado del salmo 42, en el que David, desterrado y perseguido por Saúl, suspira por s u vuelta y por la vista del tabernáculo. El pide esta gracia al Señor, y se consuela con la esperanza de obtenerla; pero al mismo tiempo ruega al Señor que haga patente su inocencia. Compuso David este salmo al tiempo que Jonatás le declaró que Saúl estaba por último resuelto a quitarle la vida. Esto es, sin duda, lo que h a obligado a la Iglesia a elegirle para el tiempo en que la muerte del Salvador quedó decidida por los escribas, los fariseos y los sacerdotes.

La Misa de este día comienza por el primer versículo del salmo. Júzgazdme, Dios mío, y por en medio de lo que una liga criminal publica para difamarme, haced que aparezca a vista de todo el mundo mi inocencia; sustraedme al odio de un perseguidor tan injusto como artificioso, puesto que vos sois todo mi apoyo y toda mi fortaleza. Se ve bien la relación que tiene este texto con el misterio del dia. Haced que brille a mis ojos vuestra fidelidad en vuestras promesas; ella me hará caminar sin temor en medio de los más evidentes peligros, y me conducirá hasta vuestra montaña santa y a vuestros tabernáculos. Los Padres entienden por la luz y la verdad a Jesucristo. San Cirilo por la luz entiende al Hijo, y por la verdad al Espíritu Santo. Los mismos rabinos explican lo uno y lo otro del Mesías; y es claro que la montaña santa, en el sentido místico, es la Iglesia de Jesucristo.

Pocos santos hay a quienes la meditación de la Pasión de Jesucristo no haya sido familiar, y que no hayan encontrado en este gran misterio un fondo inagotable de fortaleza, de confianza y aun de alegría en las adversidades. Se consuela uno fácilmente en sus aflicciones y en sus molestias cuando mira con los ojos de la fe y con un corazón cristiano a un Dios espirando por nosotros en la cruz. Si Jesucristo ha sufrido, dice el apóstol San Pedro, ha sido para darnos ejemplo; y por el ejemplo mismo que nos ha dado, nos ha suministrado un motivo poderoso para animarnos a sufrir, y nos ha merecido la gracia para ello. El Padre Eterno dice a cada uno de los cristianos, mostrándole a su Hijo sobre el Calvario, lo que había dicho en otro tiempo a Moisés: Mira este modelo que se te propone sobre esta montaña, y aplícate a imitarlo. No podrías ser predestinado, si no fueses la copia de este divino original, y si no te hicieses semejante a  Jesucristo crucificado; porque tu predestinación la h a merecido él principalmente sobre la cruz. Falta, dice San Pablo, alguna cosa a la Pasión de Jesucristo, con respecto a nosotros; es preciso que se le agregue por nosotros lo que le falta, y es la aplicación; ella no puede sernos útil, si no puede aplicársenos; es preciso, pues, estar clavado en la cruz con Jesucristo, como el apóstol; es indispensable estar unido a Jesucristo paciente. Que un Dios, como Dios, obre como señor y como soberano, dice uno de los más celebres oradores cristianos; que haya criado con una sola palabra el cielo y la tierra; que haga prodigios en el universo y que nada resista a su poder, es una cosa tan natural para él, que no debe ser cuasi motivo de admiración para nosotros.

Pero que un Dios sufra, que un Dios espire entre tormentos, que un Dios, como habla la Escritura, guste la muerte, siendo él solo quien posee la inmortalidad, esto es lo que ni los ángeles ni los hombres comprenderán jamás. Este es el misterio de la Pasión de Jesucristo, el cual obligó al profeta a  exclamar: Llenaos, cielos, de asombro, porque he aquí lo que sobrepuja todos nuestros conocimientos y lo que exige toda la sumisión y obediencia de nuestra fe; pero también en este gran misterio ha triunfado nuestra fe del mundo: ¿y cuándo triunfará de nosotros mismos? Ella ha triunfado d e nuestro entendimiento: ¿y cuándo triunfará de nuestro corazón y de nuestras pasiones? E s muy extraño que en el tiempo mismo en que todo nos predica la Pasión del Salvador, en un tiempo singularmente consagrado a honrar sus humillaciones y sus tormentos, apetezca un cristiano el fausto, alimente un fondo de orgullo y de ambición y viva entre los placeres. La Iglesia nada omite para inspirarnos el espíritu de humildad, de compunción, de mortificación y de tristeza santa en estas dos últimas semanas de Cuaresma. Sus oficios, su gran luto, sus oraciones, todo tiende a  hacernos sensibles a los tormentos y a la muerte de Jesucristo.

La Epístola de la Misa de este día está tomada del capitulo de la admirable carta de San Pablo a  los hebreos, en la que el santo apóstol demuestra, con tanto vigor como elocuencia, la superioridad y la excelencia infinita de la nueva ley sobre la antigua; y hace ver, por los mismos términos de la ley, la infinita desproporción del sacerdocio de Aarón y de las ceremonias legales con el sacerdocio eterno y el sacrificio de precio infinito de Jesucristo. Como el santo apóstol escribía a los judíos instruidos en su ley y encaprichados con sus ritos y sus ceremonias, no se sirve más que de su misma ley para demostrar que ella no era más que la sombra de la ley nueva; que todos sus sacrificios de expiación, de acciones de gracias, de propiciación, no eran más que una débil figura del sacrificio y de la muerte de Jesucristo en la cruz, el cual ha sido la única victima capaz de borrar y de quitar el pecado del mundo. Todo su razonamiento se funda en la Escritura misma; su estilo es ajustado, alegórico y todo figurado, conforme al genio y a la costumbre de los orientales.

Después de haber demostrado San Pablo, por medio de un razonamiento sin réplica, la indigencia, la impotencia, el vacío de todo lo más respetable, más religioso y más sagrado que teñía la antigua ley; después de haber manifestado que todo en ella no era santo, más que con una santidad puramente legal, puesto que nada era capaz de santificar al alma, borrar el pecado, ni abrir le cielo, cerrado a todo el género humano desde el pecado del primer hombre, hace ver cuán inferior era el sacerdocio levítico al de Jesucristo. Toda la virtud de aquél se reducía a algunas purificaciones legales, a procurar algunos bienes temporales; el gran sacerdote no entraba más que una vez al año en el Santo de los santos, que era la parte más sagrada de un tabernáculo material hecho por mano de los hombres, y la entrada de este tabernáculo estaba cerrada a todos. He aquí el compendio de la virtud y de las prerrogativas del antiguo sacerdocio. Jesucristo, dice el Apóstol, habiéndose presentado como el pontífice de los bienes futuros, esto es, de los bienes eternos, de los bienes espirituales y celestes, de los bienes sobrenaturales, ha entrado una vez en el santuario, es decir, en el cielo, y por la triunfante ascensión de su humanidad nos ha abierto a todos la entrada. También se vio que el velo que cerraba la entrada del santuario en el templo se desgarró en la muerte del Salvador. El tabernáculo por el cual, ó con el cual, según el Apóstol, ha entrado Jesucristo en el celeste santuario, es la naturaleza humana de que se h a revestido, y con la que ha subido al cielo, para prepararnos allí un lugar y para tomar posesión de él, dice San Juan Crisóstomo, en nombre de todos. Por un tabernáculo, mucho más excelente, más perfecto y más santo, dice el Apóstol. En efecto, la carne, la humanidad del Salvador es el verdadero tabernáculo del Verbo encarnado: este hombre es en quien reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad, el que no ha nacido ni sido concebido de la manera que los demás; no hecho con la mano del hombre. El Espíritu Santo le ha formado de un modo sobrenatural en el seno de la Santísima Virgen; no de esta creación: no es el hombre el que le ha formado sino la operación del Espíritu Santo. El gran sacerdote no entraba en el Santo de los santos sino en el día de la expiación, llevando allí la sangre de las victimas, esto es, de los machos cabrios y de los novillos que había inmolado, por sus pecados y por los del pueblo. Jesucristo, único Pontífice eterno, no ha entrado en la estancia de los bienaventurados con la sangre de los animales inmolados, sino con su propia sangre derramada voluntariamente, no por él, que era la inocencia misma, sino generalmente por la remisión de los pecados de todos los hombres; y por este divino sacrificio, por esta sangre adorable derramada sobre el altar de la cruz, sangre de la nueva alianza, ha entrado, no una vez cada año como el gran sacerdote de los judíos, sino una vez para siempre. El efecto de este sacrificio no es, como los sacrificios de la antigua ley, el purificarnos de algunas manchas legales y pasajeras; la expiación que nos aplica, habiéndonos abierto el cielo para siempre, produce su efecto en la misma eternidad; nos purifica de todas nuestras manchas interiores, nos da la gracia, la justicia, la inocencia, nos libra de la muerte eterna y nos hace hijos de Dios. Se llamaba el santuario del tabernáculo el Santo de los santos, esto es, el lugar santo, la estancia santa de los santos, lo cual no conviene propiamente más que al cielo, asiento de los bienaventurados, sólo verdadero lugar santo de los santos, cuya entrada nos ha abierto a todos Jesucristo habiendo entrado en él, y del que el santuario del tabernáculo y del templo de Jerusalén era sólo la figura. Y si la sangre de los machos cabrios y de los toros, si la aspersión hecha con la ceniza de una novilla santifica a los que están manchados, purificándolos según la carne; ¿cuánto más la sangre de Jesucristo, la cual por el mismo que no tenía mancha se ha ofrecido a Dios por el Espíritu Santo, limpiará nuestra conciencia de la impureza de las obras muertas?

Leemos en el libro de los Números que una de las ceremonias legales era inmolar solemnemente una novilla roja. Después de haberla degollado en presencia del pueblo, se la quemaba; tomaba el sacerdote las cenizas, las cuales distribuía al pueblo, para que con ellas hiciese una agua de aspersión, esto es, que esta ceniza puesta en el agua servia para purificar de las manchas contraídas  en los funerales y por el contacto de un cuerpo muerto. Todo esto era misterioso. Los israelitas, nacidos y criados en medio de las supersticiones paganas de los egipcios, tenían necesidad de esta especie de ceremonias materiales y sensibles, capaces de borrar en ellos las ideas de las supersticiones a que estaban acostumbrados

Una de las más religiosas entre los egipcios era el no matar jamás vacas; este animal era sagrado entre ellos, en consideración de Isis, a quien adoraban en este vil animal. Para inspirar, sin duda, a los israelitas horror a las ceremonias y supersticiones egipcias, les ordenó el Señor que ofreciesen en sacrificio esta novilla, diosa de los egipcios, cuyas cenizas, mezcladas con el agua, debían servir para la expiación de las manchas legales. Ahora bien, dice San Pablo: si la aspersión de los toros y de los machos cabrios; si la aspersión hecha con la ceniza de una novilla santifica a  los que están manchados, purificándoles según la carne, esto es, los hace capaces de acercarse a  las cosas santas y

participar del culto del Señor, ¿cuánto más la sangre de Jesucristo, Dios y hombre, derramada por un efecto de su elección, de su amor, de su voluntad de redimirnos, nos limpiará de nuestras manchas interiores y de nuestros pecados, que el Apóstol llama aquí obras muertas? L a razón de esta consecuencia es que los animales no se ofrecían a  si mismos: el Espíritu Santo no era el motor interior de esta oblación, y no servían más que para un culto figurado, al paso que Jesucristo se ofrece a  si mismo, por el movimiento del Espíritu Santo, como una victima sin mancha, y nos hace dar al Dios vivo un verdadero culto. E s decir, que la oblación de Jesucristo era voluntaria, santa, espiritual y de un precio infinito: cualidades que faltaban a los sacrificios de los animales y a  todas las ceremonias legales; y por esto él es el mediador del nuevo Testamento. Moisés ha sido como el mediador y el ministro de la antigua alianza entre el Señor v los israelitas, la cual fue confirmada con la sangre de las victimas inmoladas al pié del monte Sinai: Jesucristo es el mediador de la nueva, sellada con su propia sangre, que él ha derramado para expiar nuestros pecados, para reconciliarnos con su Padre y merecernos la cualidad de hijos suyos. Después de la lectura de todos los preceptos de la ley y de las promesas hechas a  los que los observasen, empapó Moisés en ]a sangre de las víctimas inmoladas una rama de hisopo, y roció con ella el libro, el pueblo, el tabernáculo y todos los vasos que servían para el culto de Dios, pronunciando estas palabras: He aquí la sangre del Testamento y de la alianza que Dios ha hecho hoy con vosotros. La verdad debe responder á la figura; era necesario, pues, que el pueblo cristiano figurado por el pueblo judío fuese rociado interiormente con la sangre de Jesucristo, de la cual era figura la de los animales, y por consiguiente, que Jesucristo derramase su sangre. Ningún heredero entra en posesión de la herencia sino después de la muerte del testador: era preciso, pues, que Jesucristo muriese, a fin de que pudiésemos entrar en la herencia que nos había prometido.

El Evangelio de la Misa de este día no tiene menos relación que la Epístola con el gran misterio de la Pasión, cuya solemnidad, que continúa hasta la Pascua, comienza este domingo. Hallándose el Salvador en el templo, cinco ó seis meses antes de su muerte, hizo un largo y admirable discurso a  una multitud de gentes que le escuchaban, en el cual les explicó su unión con el Padre; el carácter y la potestad que había recibido de él; la autoridad y autenticidad de su divina misión; la deplorable ceguedad de los que rehusaban reconocerle y recibirle; la excelencia, en fin, y la verdad de su doctrina. Había estrechado mucho a los judíos con vivas amonestaciones, y les había hecho conocer el agravio que le hacían en no creer en él, y un razonamiento tan justo y tan concluyente les hacia inexcusables. Porque, al fin, les decía, no puede haber más que dos pretextos para justificar vuestra obstinada incredulidad; ó los defectos que advertís en mi conducta, ó los errores que descubrís en mi doctrina. Ahora bien, yo os desafío si podéis reprenderme en alguna cosa, sea en mi doctrina, sea en mi vida, no obstante que hace ya tanto tiempo que me observáis con tanta malignidad: porque, ¿quién de vosotros podrá convencerme de la menor culpa? Si, pues, no podéis acusarme de nada; si mis obras y  mis leyes son igualmente irreprensibles; si no os predico más que la pura verdad; si autorizo aun todo lo que digo por la pureza de mis costumbres y con el esplendor de los mayores milagros; ¿por qué no creéis lo que os digo? Considerad aquí, hermanos míos, exclama San Gregorio, la extrema dulzura de un Dios que se abate hasta mostrar que no es un pecador, aquel que por su poder divino puede justificar a todos los pecadores. No os diré yo aquí, continúa el Salvador, cuál es la causa de vuestra incredulidad: sólo os diré que todo aquel que está animado del espíritu de Dios oye de buena gana su palabra: la razón por que vosotros no oís de buena gana la palabra de Dios es porque no sois hijos de Dios. Esta reprensión tan bien fundada y tan caritativa ofendió a los judíos, y no le respondieron más que con injurias y blasfemias, tratando al Salvador de blasfemo y endemoniado. Tal es aún todos los días el reconocimiento de los libertinos: advertirles sus extravíos, ellos no responden más que con injurias. Miraban los judíos con un odio y un desprecio extremo a los samaritanos, a los que consideraban como enemigos de su religión y de la ley de Moisés. Dan, pues, el nombre de samaritano al Salvador, porque no se extrañaba como los judíos de aquel pueblo. Había permanecido algunos días en Sichem, les había predicado la palabra de Dios, no les excluía de la salvación, teniendo tanto interés por su conversión como por la de los demás. Tampoco responde el Salvador a la primera injuria, y se contenta con decirles con su ordinaria dulzura que no estaba poseído del demonio; que si les decía verdades con más fuerza que lo que ellos quisieran, no debían tomar por furor lo que no era otra cosa que un celo caritativo; que nada le movía más que la gloria de su Padre, y su salvación; que bien podían cargarle de injurias, pero que no por eso despertarían en él el resentimiento; que en cuanto a hombre no buscaba su propia gloria; que dejaba todo el cuidado de esto a  aquel sobre quien recaían los ultrajes que a él se le hacían, y que siendo el soberano Juez no dejaría de vengarle de sus calumniadores. Queriendo templar, por decirlo así, el Salvador esta terrible amenaza por una promesa agradable: Yo os aseguro, les añade, que cualquiera que observare mis preceptos, no morirá jamás.

Los judíos, que despreciaban igualmente sus promesas que sus amenazas, le respondieron con indignación: Nunca mejor que ahora conocemos que es el demonio el que te hace hablar. Abraham ha muerto, los profetas han muerto también, y ¡te atreves á decir que los que guardaren tus preceptos no morirán! ¿Eres tú mayor que nuestro padre Abraham? ¿Eres mejor que todos los profetas a quienes no ha perdonado la muerte? ¿Quién piensas tú que eres? Todo este razonamiento rueda sobre un falso principio; ellos suponen que Jesucristo habla de una vida temporal, y de lo que habla el Salvador es de la vida del alma, de la vida eterna. Vosotros pensáis, continúa, que lo que yo digo es una vanagloria qué me atribuyo. No tengo yo que glorificarme, bastante me glorifica mi Padre delante de vosotros por tan repetidos prodigios; él es el que hace brillar en mi su poder por las maravillas que obro a vuestra vista, y por la verdad que os anuncio. Y no digáis que este Padre os es desconocido, y que yo os hablo enigmáticamente: este Padre es el Dios que vosotros adoráis y cuyo testimonio os negáis a  recibir; puede aún decirse que para vosotros es un Dios desconocido, puesto que no reconocéis las obras que ejecuta por mi. Si le conociéseis, descubriríais en mi persona todos los caracteres del Mesías, y me reconoceríais por hijo suyo: para mi, yo le conozco perfectamente, y haría traición a la verdad si fuese capaz de decir lo contrario. Pueblo ingrato, vosotros no conocéis a vuestro Dios, ni a aquel que él os h a enviado para dárosle a conocer: yo si, yo conozco a  Dios mi Padre, y si dijese que no le conocía, seria tan mentiroso como vosotros diciendo que le conocéis. Si le conociéseis, guardaríais fielmente sus preceptos: yodos guardo con extrema fidelidad porque le conozco claramente. Se ve que Jesucristo habla aquí como hombre. ¡De qué honor no blasonáis, añade, porque tenéis a Abraham por padre! Sabed, pues, que este gran patriarca, ilustrado con luz divina, conoció el día feliz en que yo debía venir al mundo; le vio como lo había deseado ardientemente, y dio saltos de alegría. Los judíos, que no habían comprendido el pensamiento del Salvador, le dijeron con un tono despreciativo: No tienes todavía cincuenta años, y quieres hacernos creer que eres del tiempo de Abraham. Tomando entonces el Hijo de Dios un tono de maestro, y queriendo darles a entender sin alegoría y sin figura que él era en toda la eternidad como Dios. En  verdad os digo, les respondió, si, yo os lo digo, y es verdad, yo soy antes que Abraham estuviese en el mundo. Los judíos comprendieron muy bien que el Salvador decía que era tan eterno como su Padre; juzgaron esto como una blasfemia, y tomaron piedras para apedrearle como blasfemo; pero Jesús, que quería morir en la cruz y no apedreado, desapareció de sus ojos haciéndose invisible, y salió del templo, reservando el sacrificio de su vida para el tiempo que su Padre le había señalado.

Año Cristiano, Dominicas, Juan Croisset.

Ordenes mayores

Estos cuatro ministros inferiores del culto: el portero, el lector, el exorcista y el acólito, si bien son ya verdaderos ordenados y miembros oficiales de la Jerarquía Eclesiástica, todavía no han contraído con la Iglesia ningún compromiso definitivo. Ellos y ella pueden romper legítimamente los lazos sagrados que los unen, aunque con el consiguiente dolor por ambas partes. Lo definitivo y lo indisoluble comienza en el Subdiaconado, que es, como hemos dicho, la primera de las Órdenes mayores. Por lo mismo la reciben los jóvenes clérigos ya en su mayoría de edad, para que más deliberadamente piensen a lo que de por vida se obligan. Ni las órdenes menores ni el Subdiaconado son verdaderas Órdenes, en el sentido estricto de la palabra.

El Subdiaconado.

Antes de proceder a la ordenación, el obispo les avisa a los candidatos que todavía son libres de retirarse y de optar por la vida secular, pero que no lo serán ya después de haber recibido esta Orden, la que les obliga al voto perpetuo de castidad y a estar siempre al servicio de la Iglesia. Un compromiso tan grave no se cumple sin especiales gracias del Cielo, las cuales piden para ellos el prelado y el pueblo con las Letanías de los Santos. A continuación les dice que consideren el alto ministerio que se les confía, “pues de la incumbencia del subdiácono es preparar el agua para el servicio del altar, ayudar al diácono, lavar los manteles del altar y los corporales, y presentar al mismo el cáliz y la patena para el Sacrificio”. Como instrumentos de su oficio reciben el cáliz vacío con la patena, unas vinajeras provistas de vino y agua, y el platillo con el manutergio. Luego el obispo les impone el amito, el manípulo y la tunicela (o dalmática), y les entrega el Epistolario con el poder de leer las epístolas en la Iglesia.

8. El Diaconado.

El Diaconado es la última etapa antes del sacerdocio. Es una verdadera Orden sagrada. Para que no entre en él ningún sujeto dudoso, pregunta el obispo al clero y al pueblo allí presentes, si tienen algún cargo contra el candidato. Luego, dirigiéndose a él, le dice que piense en su gran dignidad, “pues le toca al diácono servir directamente al altar, bautizar y predicar”. Después le impone las manos, comunicándole el  Espíritu Santo, para que “lo fortalezca y le dé resistencia contra el diablo y sus tentaciones”. Por fin, le re-viste la estola y la dalmática y le entrega el Evangeliario, con el poder de leer el Evangelio en la Iglesia.

Antiguamente los diáconos intervenían mucho más que ahora en la liturgia, como auxiliares ordinarios de los sacerdotes y de los obispos, y muchos se quedaban diáconos para siempre. Ahora, aunque en casos especiales pueden los diáconos bautizar y predicar, su ministerio, está casi concretado al altar, donde es el servidor inmediato del celebrante. Por otra parte, el diaconado ya no es, más que por excepción, una orden terminal, sino el último paso para el sacerdocio.

Para la ordenación del diaconado la materia es la imposición de las manos del obispo, única prevista en este rito, y la forma está contenida en el Prefacio, siendo estas palabras las esenciales: “Emitte in eum, qusesumus, Domine, Spiritum Sanctum, quo in opus ministerii tui fideliter exequendi septiformis gratiae tuae munere roboretur”.

Hasta aquí no hemos hecho más que seguir al joven clérigo en su gradual ascensión hacia el altar. De lo puramente material: abrir y cerrar las puertas del templo, tocar las campanas, suministrar agua, etcétera, ha ido pasando a lo espiritual: arrojar los demonios, bendecir los frutos, leer, cantar, predicar, bautizar, etcétera. Ordenado de diácono, es ya un verdadero ministro del culto, con poderes bien determinados sobre el Cuerpo real de Jesucristo y sobre el Cuerpo místico; pero todo eso se endereza a una meta sublime, que es el sacerdocio, el cual alcanza su plenitud en la Consagración Episcopal.

La Ordenación Sacerdotal.

Conducidos los candidatos por el arcediano ante su obispo y a la presencia del pueblo, para que testifiquen uno y otro si aquéllos son o no dignos del sacerdocio, amonéstales el prelado sobre su alta dignidad y sobre los poderes que se les van a conferir, como a sucesores de los setenta y dos discípulos de Cristo y de los Ancianos.

La flor de la liturgia, Azcarate.

Ordenes Menores

A medida que los nuevos clérigos van adelantando en edad, en ciencia sagrada y en virtud, el obispo diocesano va invitándolos, de parte de la Iglesia, a ascender paso a paso las gradas del altar, presentándose a las Órdenes menores. Ordénanse primero de porteros, luego de lectores, después de exorcistas y por fin de acólitos, que son los ínfimos grados de la Jerarquía Eclesiástica.

Cada una de estas cuatro Ordenaciones comprende como tres fases: una advertencia o explicación de las obligaciones de cada Orden, la entrega de poderes y una oración ara implorar sobre los ordenados las gracias necesarias para su cargo.

El Portero u Ostiario.

El Portero —dice el Pontifical— “debe tañer las campanas, abrir la iglesia y la sacristía y sostener el libro abierto delante del que predica”. Recibe las llaves como símbolo de su oficio.

Los porteros eclesiásticos traen su origen de los porteros de las casas patricias romanas, ya que las primitivas asambleas religiosas tenían lugar en ellas. Era un puesto de confianza. Ellos impedían la entrada a los no iniciados, de los excomulgados y, en general, de los importunos, y cuidaban de que el ruido exterior no turbara la paz y el silencio del templo. A este cuidado de la puerta agrega el portero el de convocar al pueblo a los divinos oficios, mediante el tañido de las campanas, y el de preparar los libros litúrgicos para las lecturas públicas.

La Iglesia, en el deseo de que el orden y el decoro más exquisitos reinen en todo lo que al culto se refiere, prevé todos los pormenores y designa para todo personas responsables.

El Lector.

“Es oficio del Lector —dice el Pontifical—: leer las cosas que se han de predicar, cantar las lecciones y bendecir el pan y todos los nuevos frutos”. Recibe el Leccionario como manual de su oficio.

El lector viene a ser, en su origen, como el primer catequista oficial, con poder y gracia para enseñar al pueblo en nombre de la jerarquía, de la que es ya miembro. Su enseñanza es exclusivamente bíblica, que a veces’ toma la solemnidad del canto para mayor expresión. Además de servir a las almas este manjar espiritual de la buena doctrina, bendecía el pan y todos los demás alimentos corporales que los fieles le presentaban, para que se acordaran que era Dios quien se lo suministraba cada día y que debían comerlos en su nombre y con nacimientos de gracias.

El Exorcista.

“El Exorcista —dice el Pontifical— debe arrojar a los demonios, avisar al pueblo que el que no ha de comulgar ceda el lugar a los demás, y proporcionar el agua para el ministerio”. Recibe el Libro de los Exorcismos y el poder para imponer las manos sobre los energúmenos y para arrojar a los demonios de los cuerpos de los posesos.

El oficio del exorcista era de suma importancia y de aplicación casi diaria en los primitivos tiempos del cristianismo, en que el poder de los demonios sobre las almas y sobre los cuerpos, era entonces más manifiesto. El exorcista no ejercía todavía poder sino solamente sobre los cuerpos de los endemoniados, a los que imponía sus manos, los bendecía y los rociaba con agua bendita. Papel suyo era también impedir que se acercasen a la comunión los indignos, que a veces se entrometían en el templo.

El Acólito.

Finalmente —dice el Pontifical— “al Acólito compétele llevar el cirial, encender las luces de la Iglesia y suministrar el vino y el agua necesarios para el Sacrificio”. Recibe, como instrumento de su cargo, el cirial con una vela apagada y un cantarillo vacío.

El acólito, pues, sirve ya más de cerca al altar y se preocupa más directamente de todo lo concerniente al Santo Sacrificio. Cuida él de que haya luz, agua y vino, y presencia por sí mismo la gran Acción, pero todavía no le es permitido subir las gradas del altar.

De «La flor de la liturgia» Dom Andrés Azcarate.

¿QUÉ PODEMOS PEDIR EN LA ORACIÓN?

Que podemos pedir.—

Algunos dijeron que a Dios no se le debía pedir nada en concreto, sino en general, que se haga su voluntad. Pero esto es contrario a la fe y uso cristiano de toda la Iglesia y al ejemplo de Jesucristo. En efecto, Jesucristo pidió determinadamente por la fe de Pedro, para que pasase su propio cáliz; por el perdón de los que le crucificaban. Y la Iglesia, desde el principio, pide muchas cosas muy determinadas, y la oración de la Iglesia es, sin duda, nuestro modelo. Pero son de advertir algunas cosas. Porque hay varias clases de bienes: unos son espirituales y otros temporales; y entre los espirituales algunos son de la providencia ordinaria y otros de la extraordinaria; y entre los temporales algunos pueden hacer daño a los espirituales y otros tal vez no: y unos son de la providencia ordinaria y otros son milagrosos.

Podemos pedir bienes temporales.—

Aunque no pocos censuran el que se pida a Dios cosas temporales, sin embargo, es licito y aun laudable el pedirlas, con tal que se haga en las debidas condiciones. Mal pediría bienes temporales quien los pidiese como si este fuese su ultimo fin: contentándose con que aquí le den buena fortuna, aunque después no le den nada: esto seria una grave injuria a Dios y desorden moral. Pero podemos, sin duda alguna, pedir estos bienes temporales, no como fin ultimo, sino para estar bien en esta vida y con la condición presupuesta de que no nos priven de la gracia y de la gloria; y esto, aunque lo pidamos por gusto y comodidad de la vida, como la salud, la riqueza, el honor, la buena amistad, y otros bienes, con tal que los pidamos con moderación; porque pedirlos con exceso no parece racional, antes es un peligro, y el mismo desearlos con demasía es ya, por lo menos, un desorden. Pero, fuera de este desorden y exceso, podemos decir, y, por cierto, aun por medio de Nuestro Señor Jesucristo, como quiera que todos estos bienes moderadamente pedidos, recibidos y usados, siempre, como todos los bienes de esta vida, sirven de alguna manera y aun son necesarios para el ultimo fin; y para esto nos los concede el Señor, como toda la vida temporal.

Podemos pedir bienes espirituales.—

Esto, en general, esta claro. Y de estos bienes, sin duda, trataba especial y definidamente Jesucristo al recomendarnos la oración y prometernos su eficacia. Porque en la intención de Dios todo esta ordenado a que nosotros consigamos nuestro ultimo fin, la salvación; y en la intención de Jesucristo toda su vida y su redención a esto se dirigía finalmente: a que nosotros nos santificásemos y nos salvásemos.

Todo aquello, pues, que pertenezca a nuestra santificación, todo entra directamente en la administración y economía de la vida cristiana. Y, por tanto, aunque no niega los bienes temporales, como hemos dicho, por ser estos también, en cierto grado, necesarios o convenientes para el progreso espiritual, pero plenamente y determinadamente Jesucristo nos vino a traer la vida espiritual y sobrenatural; y sus méritos son para esta directamente. Por donde nuestras oraciones pueden y deben pedir santidad y gracia, salvación y gloria, y, por tanto, todo aquello que sirva para mayor santidad y mayor gloria.

Diversos bienes espirituales.—

Mas hemos de tener presente que hay diversos bienes espirituales. Porque: 1.° Los hay que son necesarios para nuestra salvación, como lo es, por ejemplo, la remisión de los pecados mortales, la perseverancia final o la muerte en gracia, y, en fin, todos aquellos auxilios necesarios y eficaces para evitar el pecado; y 2.° Los hay, en cambio, que no son necesarios para salvarse, por ejemplo, un alto grado de santidad, una eminente virtud o perfección, etc. Asimismo: 1.° Hay bienes espirituales sustanciales, en los cuales consiste la santidad o la perfección, como, por ejemplo, la caridad, las virtudes y dones que la acompañan; y 2.° Bienes, en cambio, que aunque son espirituales, no consiste en ellos la santidad, sino que son accidentales, sirven, si, para ella, pero no son la santidad; como, por ejemplo, la vocación religiosa, un alto grado de contemplación, visiones y revelaciones, dulzuras y sentimientos espirituales, de los que decía San Buenaventura que pueden ser comunes a buenos y malos, y que en otros dones espirituales hay mayor fuerza, mas cierta verdad, mas fructuoso provecho y mas pura perfección. De estos bienes, los primeros, tanto los necesarios para la salvación y santificación, como los sustanciales a la misma santidad, los podemos pedir sin temor y absolutamente. Los segundos, es decir, aquellos que son accidentales, pero no necesarios, y en los que no consiste propiamente la santidad y salvación, los debemos pedir con cautela, prudencia y humildad, y siempre, como hemos dicho, conforme al orden establecido por Dios en esta providencia. Y así seria temerario y necio pedir que nos conceda Dios el mismo grado de santidad que tuvo la Virgen. Se puede, si, y lo han hecho los Santos, desear con simple afecto de devoción tener un amor de Dios tan grande o una pureza tan limpia como la Virgen, para así manifestar a Dios nuestro amor; pero no se pide eso con animo de obtenerlo, porque seria temerario, pretencioso, y sobre el orden establecido por Dios.

El gran bien de la oración: la perseverancia final.—

Aunque ya varias veces hemos indicado este punto, pero por la suma importancia que tiene, queremos que quede bien explicado, y que se advierta a todos los fieles que la oración, esta arma omnipotente que Dios nos ha concedido para conseguir todos los bienes que nos son necesarios y convenientes, es sobre todo omnipotente para alcanzarnos un bien sumo, que es la perseverancia final. Se entiende por perseverancia final, el don de perseverar en gracia hasta morir. Esta perseverancia puede ser mas o menos extensa de la parte anterior a la muerte; porque algunos perseveran desde el bautismo hasta morir en gracia; otros, poco antes de morir se ponen en gracia, pero mueren en ella; otros duran mas o menos tiempo en gracia, y caen y recaen mas o menos veces; pero siempre el gran don sin el cual todos los demás no sirven por fin nada, es la ultima perseverancia, muriendo en gracia de Dios. “El que persevere hasta el fin se salvará” (Mt., 10, 22), dice Jesucristo. !Oh!, dichoso el que consigue esta gracia. Pero .como encontrar un medio para alcanzarla? Los Santos nos amonestan con mucho cuidado que estemos alerta. Ahora tal vez soy bueno. Pero .perseverare sin caer? Y si caigo, .me levantare? Y si me levanto, volveré caer? ¿Y .moriré caído?, ¿o .moriré levantado? “El que piensa que esta levantado, mire no caiga” (1 Cor., 10, 12), decía San Pablo a los Corintios. “Con temor y temblor obrad vuestra salvación”, decía a los Filipenses. (Phil., 2, 12). “Reten lo que tienes para que nadie reciba tu corona” (Apoc., 3, 11), decía Jesucristo al Obispo de Filadelfia. Es, en verdad, para temblar. Pero tenemos un medio cierto, de obtener la perseverancia, no por méritos nuestros propiamente, pero si por medio de la oración. Este es el sentir de todos los Padres y Doctores de la Iglesia que de esto tratan. No consta, dice San Agustín, que Dios ha dispuesto dar algunos dones aun a quien no se los pide, como el principio de la fe, y algunos solo a quienes se los piden, como la perseverancia final. Y bien se puede esperar con toda certeza que por medio de la oración obtendremos la perseverancia y que por lo menos a esta se refieren aquellas palabras: Todo lo que pidiereis en oración con fe, lo recibiréis.

Y, pedid y se os dará, buscad y hallareis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y quien busca halla, y al que llama se le abrirá (Mt., 7, 7). Y si pidiendo la gracia y la gloria, y llamando a la puerta del cielo no se nos da y se nos abre, .para que queremos lo demás? .Y de que trataba Nuestro Señor sino especialmente de la gracia y de la gloria, y de lo que a ellas conduce?

Que oración vale para alcanzar la perseverancia.—

Siendo este punto tan importante, nos conviene saber que oración es necesaria para obtener la perseverancia. Porque no basta cualquiera, de manera que si uno pide una vez se la concedan. Sino que todos los Doctores nos advierten que es preciso orar con frecuencia y perseverancia. “Es necesario, dice Jesucristo, orar y no desfallecer” (Le., 18, 1), y en otra parte: “Vigilad en todo tiempo orando” (Mt., 16, 41). Y San Pablo nos dice (1 Thes., 5, 17): “Orad sin intermisión”.

No que materialmente hayamos de estar siempre orando, lo cual seria imposible. Sino que todos los días y siempre en nuestra vida tengamos alguna oración instante y frecuente a Dios, para que nos salve, y nos de un fin bueno, y la gloria eterna. Habituémonos, pues, a ser frecuentes en orar y pedir a Dios nuestra perseverancia con toda confianza, y que de tal modo disponga las cosas en su providencia que tengamos buena vida, y sobre todo, buena muerte, y creamos que nos lo concederá. Para mas seguramente conseguir esto, hay algunas practicas y oraciones, a las cuales se atribuyen con razón especiales prerrogativas para la perseverancia, como la practica de las tres Avemarías diarias, y otras; pero de ellas hablaremos en otra ocasión.

Puntos de Catecismo, Vilariño S.J.

Grados de la perfección cristiana

De los diversos grados de la perfección.

La perfección tiene sus grados y sus límites aquí en la tierra. De esto nacen dos cuestiones: ¿Cuáles son los principales grados de la perfección? ¿Cuáles sus límites aquí en la tierra?

I. De los diversos grados de la perfección.

Muchos son los grados por los que se sube a la perfección. No intentamos enumerarlos todos, sino solamente señalar los principales tramos. Según la sentencia común, expuesta por Santo Tomas, tres son los principales tramos que se distinguen, o tres vias , como generalmente se las llama: la de los principiantes, la de los proficientes, y la de los perfectos, según el fin que cada cual pretenda.

a) En la primera vía, los que comienzan han de poner todo su cuidado en no perder jamásla caridad que poseen : han de hacer cuanto puedanpara evitar el pecado, sobre todo el mortal, y paravencer las malas inclinaciones, las pasiones y cuantopudiera ser causa de que perdieran el amor de Dios.

Llamase purgativa  esta vía, porque el fin suyo es purificar al alma de sus pecados.

b) En la segunda vía, los que por ella andan, quieren adelantar en el ejercicio positivo de las virtudes, y fortalecer su voluntad. Purificado el corazón, ábrese a la luz y amor divinos; desease seguir a Jesús e imitarle en sus virtudes, y, porque, siguiéndole, caminamos hacia la luz, llamase iluminativa esta vía. Pone todo su empeño el proficiente en evitar no solamente el pecado mortal, sino también el venial.

c) En la tercera, no tienen otro afán los perfectos sino el de unirse con Dios y poner en él todo su contento. Porque buscan de continuo la unión con Dios, dícese de ellos que están en la vía unitiva .

Causales horror el pecado, porque temen mucho desagradar a Dios y el ofenderle; robanles el corazón las virtudes, en especial las teologales, por ser medios para unirse con Dios. Tienen el mundo por un destierro, y, como San Pablo, ansían morir para unirse con Cristo.

II. De los límites de la perfección en la tierra.

Cuando leemos las vidas de los Santos, especialmente las de los grandes contemplativos, quedamos sorprendidos al ver las sublimes alturas a que puede levantarse un alma generosa que no sabe negar a Dios cosa alguna. Mas, con todo, tiene ciertos limites nuestra perfección en la tierra, los cuales nadie podrá traspasar, si no quiere venir mas abajo y aun caer en el pecado.

1º Es muy cierto que jamás podremos amar a Dios cuanto él puede ser amado: es en verdad infinitamente digno de ser amado, y, porque nuestro corazón no es infinito, jamás podrá amarle, ni aun en el cielo, con un amor sin limites. Por esta razón debemos trabajar siempre por amarle cada vez mas, y, como dice San Bernardo, la medida del amor de Dios es amarle sin medida. Mas no perdamos de vista que el verdadero amor no esta en el amoroso sentir cuanto en los actos de la voluntad, y que, la mejor manera de amar a Dios, será conformar nuestra voluntad con la suya, como mas adelante diremos, al tratar de la conformidad con la voluntad divina.

Mientras vivamos sobre la tierra, no podremos amar a Dios sin interrupción y sin descanso. Cierto que podemos, por una gracia especial, que jamás se niega a las almas de buena voluntad, evitar todos los pecados veniales deliberados, pero no todos los de fragilidad; jamás llegaremos a ser enteramente impecables, según ha declarado la Iglesia en muchas ocasiones.

Del libro de Tanqueray, Perfección de la vida cristiana.

Misa de la Vigilia de Navidad

MISA EN ESPAÑOL

INTROITO Exodo 16, 6-7. Salmo  23,1

HOY SABRÉIS que viene el Señor a salvarnos; mañana veréis su gloria. V/. Del Señor es la tierra y cuanto la llena; el mundo y todos sus habitantes. V/.  Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre,  por los siglos de los siglos. Amén. 

COLECTA

OH DIOS que nos alegras con la expectación anual de nuestra redención; haz que así como recibimos gozosos a tu Unigénito como Redentor, así también lo veamos seguros venir como Juez a nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo: El que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.

EPÍSTOLA Romanos 1, 1-6 

Lección de la carta del Apóstol san Pablo a los Corintios.

Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para el Evangelio de Dios, que fue prometido por sus profetas en las Escrituras Santas y se refiere a su Hijo, nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos: Jesucristo nuestro Señor. Por él hemos recibido la gracia del apostolado, para suscitar la obediencia de la fe entre todos los gentiles, para gloria de su nombre. Entre ellos os encontráis también vosotros, llamados de Jesucristo.

GRADUAL Éxodo 16, 6-7. Salmo 79, 2-3.

HOY SABRÉIS que viene el Señor a salvarnos; y mañana veréis su gloria. V/. Tú, que gobiernas a Israel, atiende; tú, que guías a José como a una ovejuela; tú que estás sentado sobre Querubines, manifestate a Efraím, Bejamín y Manasés. 

Se dice aleluya, si cae en domingo:

ALELUYA Esdras 4, 16. 53

ALELUYA. Aleluya. Mañana será borrada la iniquidad de la tierra, y reinará sobre nosotros el Salvador del mundo. Aleluya.

EVANGELIO Mateo 1, 18-21

Continuación del Santo Evangelio según San Mateo

María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados».

Si cae en domingo, se dice Credo

OFERTORIO Salmo 23. 7

ALZAD, príncipes, vuestras puertas; levantaos, puertas antiguas,  que va a entrar el Rey de la gloria.

SECRETA

CONCÉDENOS, te rogamos, oh Dios Omnipotente, que así como anticipamos el adorable nacimiento de tu Hijo, así también gozosos recibamos sus eternos dones. El que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios,

COMUNIÓN Isaías 40,5

SE REVELARÁ la gloria del Señor, y verá toda carne la salvación de nuestro Dios.

POSCOMUNIÓN

CONCÉDENOS, Señor, te rogamos, que nos reanimemos con el recuerdo de la natividad de tu unigénito hijo, cuyo misterio celestial es nuestro alimento y nuestra bebida. Por el mismo Señor  nuestro Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.

MISA EN LATIN

INTROITO Exodo 16, 6-7. Salmo  23,1

HÓDIE SCIÉTIS, quia véniet Dóminus, et salvábit nos: et mane vidébitis glóriam ejus. V/. Dómini est terra, et plenitúdo ejus; orbis terrárum, et univérsi qui hábitant in eo. V/. Glória Patri et Filio et Spiritui Sancto. Sicut erat in principio et nunc et semper, et in saecula saeculorum. Amén 

COLECTA

DEUS, qui nos redemptiónis nostræ ánnua exspectatióne lætíficas: præsta; ut Unigénitum tuum, quem Redemptórem læti suscípimus, veniéntem quoque Júdicem secúri videámus, Dóminum nostrum Jesum Christum Fílium tuum: – Qui tecum vivit et regnat in unitate Spritus Sancti Deus, per omnia saecula saeculorum. Amén.

EPÍSTOLA Romanos 1, 1-6 

LÉCTIO EPÍSTOLÆ BEÁTI PAULI APÓSTOLI AD ROMÁNOS

Paulus, servus Jesu Christi, vocátus Apóstolus, segregátus in Evangélium Dei, quod ante promíserat per Prophétas suos in Scriptúris sanctis de Fílio suo, qui factus est ei ex sémine David secúndum carnem, qui prædestinátus est Fílius Dei in virtúte secúndum spíritum sanctificatiónis ex resurrectióne mortuórum Jesu Christi Dómini nostri: per quem accépimus grátiam, et apostolátum ad obediéndum fídei in ómnibus géntibus pro nómine ejus, in quibus estis et vos vocáti Jesu Christi Dómini nostri.

GRADUAL Éxodo 16, 6-7. Salmo 79, 2-3.

HÓDIE SCIÉTIS, quia véniet Dóminus, et salvábit nos: et mane vidébitis glóriam ejus. V/. Qui regis Israël, inténde: qui dedúcis velut ovem Joseph: qui sedes super Chérubim, appáre coram Ephraim, Bénjamin et Manásse.

Se dice aleluya, si cae en domingo:

ALELUYA Esdras 4, 16. 53

ALLELÚJA. Allelúja. Crástina die delébitur iníquitas terræ: et regnábit super nos Salvátor mundi. Allelúja.

EVANGELIO Mateo 1, 18-21

SEQUÉNTIA SANCTI EVANGÉLII SECÚNDUM MATTHǼUM.

Cum esset desponsáta mater Jesu María Joseph, ántequam convenírent, invénta est in útero habens de Spíritu Sancto. Joseph autem vir ejus, cum esset justus, et nollet eam tradúcere, vóluit occúlte dimíttere eam. Hæc autem eo cogitánte, ecce Angelus Dómini appáruit in somnis ei, dicens: «Joseph, fili David, noli timére accípere Maríam cónjugem tuam: quod enim in ea natum est, de Spíritu Sancto est. Páriet autem fílium: et vocábis nomen ejus Jesum: ipse enim salvum fáciet pópulum suum a peccátis eórum.

Si cae en domingo, se dice Credo

OFERTORIO Salmo 23. 7

TÓLLITE portas, príncipes, vestras et elevámini portæ æternáles: et introíbit Rex glóriæ.

SECRETA

DA NOBIS quǽsumus omnípotens Deus: ut, sicut adoránda Fílii tui natalítia prævenímus; sic ejus múnera capiámus sempitérna gaudéntes. Qui tecum vivit et regnat in unitate Spritus Sancti Deus,

COMUNIÓN Isaías 40.5

REVELÁBITUR glória Dómini; et vidébit omnis caro salutáre Dei nostri.

POSCOMUNIÓN

DA NOBIS quǽsumus, Dómine unigéniti Fílii tui recensíta nativitáte respiráre: cujus cœlésti mystério páscimur, et potámur. Per eúmdem Dóminum nostrum Jesum Christum, Filium Tuum, qui Tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti, Deus, per omnia saecula saeculorum. Amen.

Mística del tiempo de Navidad

Todo es misterioso en los días que nos ocupan. El Verbo divino, cuya generación es anterior a la, aurora, nace en el tiempo; un Niño es Dios; una Virgen es Madre quedando Virgen; se entremezcla lo divino con lo humano y la sublime e inefable antítesis expresada por el discípulo amado en aquella frase de su Evangelio: EL VERBO SE HIZO CARNE, se repite en todas las formas y tonos en las oraciones de la Iglesia; resumiendo admirablemente el gran prodigio que acaba de verificarse en la unión de la naturaleza divina con la humana. Misterio desconcertador para la inteligencia, pero dulce al corazón de los fieles; es la consumación de los designios divinos en el tiempo, motivo de admiración y pasmo para los Angeles y Santos en la eternidad, y al mismo tiempo principio y motivo de su felicidad. Veamos cómo se lo propone la Iglesia a sus hijos en la Liturgia.

EL DÍA DE NAVIDAD. —

Hénos ya llegados, como a un. término deseado, al día veinticinco de diciembre, después de cuatro semanas de preparación, símbolo de los miles de años del antiguo mundo; lo primero que sentimos es un movimiento natural de extrañeza al ver que este día es el único que posee la inmutable prerrogativa de celebrar el Nacimiento del Salvador; todo el ciclo litúrgico parece fatigarse en cambio, todos los años al tratar de dar a luz ese otro día variable, al que está ligada la memoria del misterio de la Resurrección.

Ya en el siglo cuarto, San Agustín se creyó obligado a explicar esta diferencia en su famosa epístola ad Ianuarium; en ella dice que, únicamente celebramos el dia del Nacimiento del Salvador para conmemorar el Nacimiento efectuado por nuestra salvación, sin que el día mismo en que ocurrió tenga en si significado misterioso alguno; en tanto que el dia de la semana en que se realizó la Resurrección, fue escogido en los decretos eternos, para expresar un misterio del que se debía hacer expresa conmemoración hasta el fin de los siglos. San Isidoro de Sevilla y el antiguo comentador de los ritos sagrados que durante mucho tiempo se creyó sería Alcuino, se adhieren en esta materia al parecer del Obispo de Hipona; Durando, en su Rationale, no hace más que explicar sus palabras,

Estos autores hacen notar que, conforme a la tradición eclesiástica, habiendo ocurrida, la creación del .hombre en viernes y muerto el Salvador en ese mismo día para expiar el pecado de los hombres; y habiéndose por otra parte, realizado la Resurrección de Jesucristo al tercer día, es decir el Domingo, día en que señala el Génesis la creación de la luz, «las solemnidades de la Pasión y Resurrección, como dice San Agustín, no tienen por objeto solamente el conmemorar los hechos, sino que además tienen un sentido sagrado y misterioso»

Pero no creamos que, por no estar ligada a ningún día de la semana en particular la celebración de la fiesta de Navidad el 25 de diciembre, haya quedado completamente exenta de un significado místico. En primer lugar, podríamos afirmar con los antiguos liturgistas, que la fiesta de Navidad recorre sucesivamente todos los días de la semana, para santificarlos y absolverlos de la maldición que el pecado de Adán había hecho recaer sobre cada uno de ellos. Pero existe otro mucho más sublime misterio que declarar en la elección de este día; misterio que, si no se refiere a la división del tiempo que Dios mismo trazó y que llamamos Semana, se relaciona del modo más significativo con el curso del gran astro por cuyo medio renacen y se conservan sobre la tierra el calor y la luz, es decir, la vida.

Jesucristo, nuestro Salvador, la luz del mundo nació en el momento en que la noche de la Idolatría y del pecado tenía sumergido al mundo en las más espesas tinieblas. Y he aquí que el día de ese nacimiento, el 25 de diciembre, es precisamente cuando este sol material, en lucha con las tinieblas y ya próximo a extinguirse, se reanima de repente y se dispone al triunfo.

En el Adviento, hemos advertido ya con los Santos Padres, la disminución de la luz física como un triste símbolo de estos días de universal espera; con la Iglesia hemos suspirado por el divino Oriente, por el Sol de Justicia el único que nos podrá librar de los horrores de la muerte del cuerpo y del alma. Dios nos ha oído, y en el mismo día del solsticio de invierno, célebre en el mundo antiguo por sus terrores y regocijos, nos concede juntamente la luz material y la antorcha de las inteligencias.

San Gregorio Niseno, San Ambrosio, San Máximo de Turín, San León, San Bernardo y los más celebrados liturgistas se complacen én señalar el profundo misterio impreso en su obra, a la vez natural y sobrenatural, por el Creador del universo; veremos que también hacen alusión a él las oraciones de la Iglesia en el Tiempo de Navidad, como lo hicieron en el Adviento.

«En este día que hizo el Señor, dice San Gregorio de Nisa en su Homilía sobre Navidad, las tinieblas comienzan a disminuir y crece la luz, siendo arrojada la noche más allá de sus fronteras. En verdad, hermanos míos, esto no sucede al azar, ni al capricho de una extraña voluntad, el día en que resplandece El que es la vida divina de los hombres. Es la naturaleza quien bajo este símbolo revela un secreto a los que tienen la mirada penetrante, y son capaces de comprender esta circunstancia de la venida del Señor. Paréceme oír decir: ¡Oh hombre! piensa que, bajo las cosas que contemplas, te son revelados escondidos misterios. La noche, ya lo sabes, había llegado a su más larga duración y de repente se detiene. Considera la funesta noche del pecado, que había llegado a su colmo reuniendo en sí toda clase de culpables artificios; en el día de hoy ha sido detenida su carrera. Desde hoy será más pequeña y pronto quedará reducida a la nada. Contempla ahora los rayos del sol más vivos, el astro mismo más elevado en el cielo, y al mismo tiempo considera la verdadera luz del Evangelio que aparece ante todo el mundo.»

Alegrémonos, hermanos míos, exclama a su vez San Agustín, porque este día es sagrado, no por razón del sol visible, sino por el nacimiento del invisible Creador del sol. El Hijo de Dios eligió este día para nacer, como eligió también una Madre, El, creador al mismo tiempo del día y de la Madre. Este día, efectivamente, en el que la luz comienza a crecer, era a propósito para simbolizar la obra de Cristo, quien, por medio de su gracia, renueva continuamente nuestro hombre interior. Habiendo resuelto el Creador eterno nacer en el tiempo, convenía que el día de su nacimiento estuviese de acuerdo con la creación temporal.

En otro Sermón sobre la misma fiesta, el obispo de Hipona nos da la clave de una misteriosa frase de San Juan Bautista, que confirma maravillosamente el pensamiento tradicional de la Iglesia. Este admirable Precursor había dicho hablando de Cristo: Es necesario que El crezca, y que yo disminuya. Profética frase, que, en su sentido literal, significaba que la misión de San Juan Bautista iba a concluir, mientras que la del Salvador estaba comenzando; pero, podemos ver también en ella, con San Agustín, un segundo misterio: «Juan vino al mundo cuando los días empiezan a disminuir, Cristo nació en el momento en que comienzan a crecer.» De este modo, todo es misterioso: la salida del Astro Precursor en el solsticio del verano, y la aparición del Sol celestial en el tiempo de las tinieblas.

La ciencia miope y ya anticuada de los Dupuis y de los Volney creía haber derrumbado los fundamentos de la superstición religiosa, por haber descubierto, entre los pueblos antiguos, la existencia de una fiesta del sol en el solsticio de invierno; les parecía que una religión no podía considerarse como divina, desde el momento en que su culto ofrecía analogías con fenómenos de un mundo, que si hemos de creer a la Revelación, no fue creado por Dios sino en vista de Cristo y de su Iglesia. Nosotros, en cambio, los católicos, hallamos la confirmación de nuestra fe donde estos hombres creyeron momentáneamente hallar su ruina.

Ya hemos, pues, explicado el misterio fundamental de esta festiva cuarentena, al descorrer el velo que ocultaba en la predestinación eterna, el misterio de ese día veinticinco de diciembre, que iba a ser el día del Nacimiento de Dios sobre la tierra. Tratemos de descubrir ahora con todo respeto un segundo misterio, el del lugar donde se realizó el Nacimiento.

Dom Prosper Gueranger, el año litúrgico.

Sermón Primer Domingo de Adviento

SERMON DE ADVIENTO

Sermón de San León, Papa.

Sermón 8 del ayuno del 10º mes y de las limosnas.

Cuando el Salvador instruía a sus discípulos, y a toda la Iglesia en sus Apóstoles, acerca del advenimiento del reino de Dios, y del fin del mundo y de los tiempos, les dijo: “Guardaos de no agravar vuestros corazones con la crápula y la embriaguez y los cuidados del siglo”. Cuyo precepto especialmente se refiere a nosotros, ya que el día anunciado, si bien nos es desconocido, no dudamos de que esté cercano.

Para cuyo advenimiento deben prepararse todos los hombres, no sea que halle a alguno dedicado al cuidado de su carne o a los negocios del siglo. La experiencia nos enseña que los excesos en la bebida ofuscan la mente, y la saciedad de manjares disminuye el vigor del corazón. Los deleites de la comida son contrarios a la salud si no se moderan por la templanza y no se sustrae al placer lo que podría convertirse en perjudicial.

Es propio del alma privar de algunas cosas al cuerpo que le está sujeto, y apartarle de las cosas exteriores que le son nocivas, para que, libre habitualmente de las carnales concupiscencias, pueda ella dedicarse en su interior a la meditación de la divina sabiduría, y, acallado el tumulto de los cuidados externos, gozarse en la contemplación de las cosas santas y en la posesión de aquellos bienes que han de durar eternamente.

SERMON DEL EVANGELIO

Homilía de San Gregorio, Papa.

Homilía 1 sobre los Evangelios.

Deseando nuestro Señor y Redentor hallarnos preparados, nos anuncia los males que acompañarán al mundo en su vejez, para que de esta suerte no nos apartemos de su amor. Nos muestra las calamidades a fin de que, si no queremos temer a Dios mientras gozamos de tranquilidad, por lo menos nos espanten sus castigos y nos atemorice su juicio cercano.

Un poco antes de este Evangelio, había dicho el Señor: “Se levantará un pueblo contra otro pueblo, y un reino contra otro reino, y acontecerán grandes terremotos por los lugares, peste y hambres”. Y, tras algunas palabras, añade: “Se verán fenómenos prodigiosos en el sol, la luna y las estrellas; y en la tierra estarán consternadas y atónitas las gentes por el estruendo del mar y de las olas”. De estas cosas, algunas vemos que se han ya cumplido, y otras tememos que presto sucederán.

Levantarse unos pueblos contra otros, y demás calamidades, vemos en nuestros tiempos mucho más de lo que leemos en los libros. Ya sabéis cuántas ciudades han destruido los terremotos. En cuanto a las pestes, las sufrimos sin cesar. Las señales en el sol, la luna y las estrellas, aún no las vemos tan manifiestas, mas según las mudanzas que del aire experimentamos, creer podemos que no están muy lejanas.

Breviario Romano

El culto a la Virgen María

1. Después de Jesús, María.

Después de Dios y de la sagrada Humanidad de Jesucristo, nada hay en el cielo ni en la tierra tan grande y tan digno de veneración y de amor como la Santísima Virgen. Toda la grandeza y todas las perfecciones le vienen a María de su divina Maternidad. “Dios —dice San Buenaventura— puede hacer un mundo mucho mayor que el que existe, pero una Madre mayor que la Madre de Dios no puede hacerla”. Lo cual explica Santo Tomás de esta manera: “La Bienaventurada Virgen María, por el hecho de ser la Madre Dios, posee una cierta infinidad del bien infinito que es Dios, y por esta razón no puede crearse una cosa mejor, que ella, como tampoco puede hacerse nada mejor que Dios”.

El Papa Pío XII, en su tan citada encíclica, se expresa así: “Entre los Santos del cielo se venera de un modo preeminente a la Virgen María, Madre de Dios; pues su vida, por la misión recibida del Señor, se une íntimamente con los misterios de Jesucristo; y nadie, en verdad, siguió más de cerca y más eficazmente las huellas del Verbo encarnado, nadie goza de mayor gracia y de poder cerca del Corazón Sacratísimo del Hijo de Dios, y, por su medio, cerca del Padre celestial. Ella es más santa que los querubines y los serafines, y goza de una gloria mucho mayor que los demás moradores del cielo, como quiera es la llena de gracia, y Madre de Dios, y la que con su parto feliz nos ha dado al Redentor…”.

2. El culto de “hiperdulía”.

Segurísimos los cristianos de que esto es así, al culto litúrgico del Hijo unieron muy pronto el culto de la Madre, reservando para Dios el culto de latría o de suprema adoración y tributándole a María el culto de hyperdulía.

Dicho culto de hyperdulía comprende tres actos principales:

a) la invocación y reverencia a la Santísima Virgen, a causa de su dignidad de Madre de Dios, y de su eximia santidad;

b) la invocación y confianza, por ser poderosa y a la vez misericordiosa Mediadora ante Cristo; y

c) el amor filial y la imitación, por cuanto es nuestra Madre espiritual, y Madre adornada de todas las virtudes280.

Este culto de hyperdulía tributado a la Virgen por la Iglesia Católica, lejos de ser —como pretenden los protestantes— supersticioso e idolátrico, es razonable y legítimo.

Pruébase:

a) Por el ejemplo del mismo Dios, quien, por el Arcángel San Gabriel, manifestó la veneración que la Virgen le merecía, llamándola “llena de gracia”, y por Santa Isabel la proclamó “Bendita entre todas las mujeres”.

b) Por el ejemplo de Jesucristo, que quiso inculcarnos un gran amor y una confianza suma en la Sma. Virgen, obrando por Ella su primer milagro en las bodas de Caná, y entregándonosla por Madre nuestra en el momento de expirar.

c) Por la tradición eclesiástica, contenida en todas las liturgias, en los monumentos arqueológicos y pictóricos, y en los escritos de los Santos Padres.

Todo esto nos persuade de que un culto insinuado, como se ve, en el Evangelio, confirmado por una venerable tradición y practicado desde la más remota antigüedad, no puede ser sino muy legítimo y reportar a los hombres bienes incalculables.

3. Origen del culto de la Virgen.

Aunque la devoción a la Santísima Virgen nació entre los cristianos con el mismo cristianismo y se manifestó desde el principio de diversas maneras y principalmente mediante imágenes, altares y templos dedicados a su memoria, es difícil probar con documentos la existencia de un culto litúrgico mariano anterior a la paz de la Iglesia. Quizá fué el primer paso, al menos en Occidente, el inscribir su nombre en el Canon de la Misa, entre el siglo IV y el V. En este mismo siglo V, en Oriente se celebra ya una fiesta global, en los alrededores de Navidad, en honor de la Virgen, y en el siglo VI es un hecho real, en Occidente, la celebración litúrgica de la Dormitio o Asunción, primera fiesta del calendario mariano, a la cual siguieron luego la Anunciación, la Natividad y todas las demás.

El culto de la Virgen, lo mismo que otras prácticas legítimas de la religión, tardó tanto en oficializar-se por miedo a la superstición, entonces tan arraigada en el pueblo. Temía la Iglesia que fueran a confundir a la Madre de Dios con la diosa Cibeles, que era adorada como la Madre de los dioses, y por eso prefirió que el culto se fuese imponiendo por sí mismo, paulatinamente. Así sucedió que, a mediados del siglo IV, tenía ya la Virgen en Roma dos hermosos templos (Santa María la Antigua y Santa María in Transtevere) y pinturas y mosaicos en abundancia, y no tenía todavía un culto reconocido. En cambio, del siglo VI en adelante, la fiesta de la Asunción abre la serie de las fiestas marianas, las que en lo sucesivo se multiplican prodigiosamente. Con estas fiestas se van creando otras formas populares de devoción, tales como la del Oficio Parvo, cuyo rezo, hasta la propagación del Rosario, en el siglo XIII, constituyó las delicias del clero y del pueblo cristiano.

La flor de la Liturgia de Dom. Andrés Azcarate.

El combate espiritual. Parte trece

Algo que aumenta mucho el valor. La intención de hacerlo todo por amor de Dios y para su mayor gloria aumenta tanto el valor de nuestras obras que aunque ellas sean de poquísimo valor en sí mismas, si se hacen puramente por Dios, se vuelven de mayor precio y premio, que otras obras aunque ellas sean de mayor valor en sí mismas, si se hacen por otros fines. Así por ejemplo, una pequeña limosna dada a un pobre (pequeña, pero que nos cueste a nosotros. Porque lo que no cuesta es basura y no tiene premio) si esa pequeña limosna se da por amor a Dios, porque el prójimo representa a Jesucristo, puede ser de mayor precio y obtener un premio más grande, que unos enormes gastos que se hacen en obras brillantes, pero por aparecer y por ganarse la admiración de los demás.

Algo que no es fácil. No nos engañemos ni nos ilusionemos. Esto de hacerlo todo siempre por puro amor a Dios no será fácil al principio, sino que más bien nos parecerá bien difícil. Pero con el tiempo se nos irá haciendo no solamente fácil sino hasta agradable, e iremos adquiriendo la costumbre de hacerlo todo por amor al buen Dios de quien todo lo bueno que tenemos lo hemos recibido.

Como la piedra filosofal. Los antiguos creían en la leyenda de que existía una piedra que todo lo que tocaba lo convertía en oro. La llamaban «la piedra filosofal», y la buscaban por todas partes, y como bien puede suponerse nunca la encontraron porque la tal piedra no existe. Pero en lo espiritual sí la hay, y consiste en esto que hemos venido recomendando: en ofrecer todo lo que hacemos únicamente por amor a Dios y por agradarlo a Él. Acción que ofrecemos por Dios, automáticamente queda convertida en oro para la vida eterna. En algo de altísimo precio para la eternidad. Por eso convienen que desde hoy mismo comencemos a tratar de adquirir la buenísima costumbre de dirigir todas las anteriores a un solo fin: el amor y la gloria de Dios.

ALGO QUE SE CONSIGUE PIDIÉNDOLO

Es necesario recordar que esta formidable costumbre de hacerlo todo por Dios y sólo por Él, no es algo que la creatura humana va a lograr conseguir únicamente por sus esfuerzos y propósitos. Esto es algo importado del cielo, y si Nuestro Señor no nos los concede por una gracia especial suya, no lo vamos a obtener. Por eso hay que pedirlo mucho en nuestras oraciones. Y para animarnos a cumplirlo debemos meditar frecuentemente en los innumerables beneficios y favores que Dios nos ha hecho y nos sigue haciendo continuamente, considerar que todo ello lo hace por puro amor y sin ningún interés de parte tuya.

«NO PODRAN CREER SI LO QUE BUSCAN ES LA GLORIA Y LA ALABANZA QUE VIENEN DE LOS OTROS, Y NO LA GLORIA QUE VIENE DEL ÚNICO DIOS». (Jn 5, 44)

El combate espiritual del Padre Scúpoli.