Los padres del desierto. Continuación letra Z

ABBA TEODORO DE ENNATÓN

1. Dijo abba Teodoro de Ennatón: “Cuando era joven vivía en el desierto. Fui una vez a la panadería para hacer dos panes de harina, y encontré allí un hermano que quería hacer panes y no había quien lo ayudase. Yo, dejando lo mío, le di una mano. Cuando quedé libre vino otro hermano, y también le di una mano e hice dos panes. Vino un tercero, e hice lo mismo. De igual manera hice con cuantos vinieron, e hice seis hornadas. Al fin hice mis dos panes, cuando ya no vino nadie más”.

2. Decían acerca de abba Teodoro y de abba Lucio, de Ennatón, qué pasaron cincuenta años burlándose de sus pensamientos y diciendo: “Después de este invierno, nos iremos de aquí”. Cuando llegaba el verano decían: “Después del verano nos iremos de aquí”. Y así hicieron durante todo el tiempo estos Padres inolvidables.

3. Dijo abba Teodoro de Ennatón: “Si Dios nos reprochase las negligencias en la oración y las infidelidades en las salmodias, no podríamos salvarnos”.

ABBA TEODORO DE ESCETE

1. Dijo abba Teodoro de Escete: “Viene un pensamiento, y me aflige y ocupa, Pero no puede llevarme a la acción, sino que solamente molesta a la virtud. El hombre vigilante lo sacude y se levanta para orar”.

ABBA TEODORO DE ELEUTERÓPOLIS

1. Preguntó abba Abraham el Íbero a abba Teodoro de Eleuterópolis, diciendo: “¿Qué es lo bueno, padre, buscar la gloria o la ignominia?”. El anciano dijo: “Yo prefiero buscar la gloria y no la ignominia. Porque si hago una obra buena y me glorío, puedo condenar mi pensamiento porque no soy digno de esa gloria. Pero la ignominia viene de las obras malas. ¿Cómo podré consolar mi corazón si los hombres se escandalizan por culpa mía? Conviene hacer el bien y gloriarse”. Abba Abraham dijo: “Dices bien, Padre”.

ABBA TEODOTO

1. Dijo abba Teodoto: “La carencia de pan mortifica el cuerpo del monje”. Pero otro anciano decía: “La vigilia lo mortifica aún más”.

2. Dijo también: «No juzgues al fornicador si tú eres continente. Si lo haces, quebrantas igualmente la Ley, porque el que dijo: “No fornicarás”, dijo también: “No juzgarás” (St 2,11)».

ABBA TEONÁS

1. Dijo abba Teonás: “Cuando la mente está ocupada fuera de la contemplación de Dios, nos volvemos esclavos de las pasiones camales”. El anciano nos contó que abba Teonás había dicho también: “Quiero llenar mi espíritu de Dios”.

TEÓFILO, EL ARZOBISPO

1. El bienaventurado arzobispo Teófilo fue una vez a la montaña de Nitria, y salió a su encuentro el abba del monte. Le dijo el arzobispo: “¿Qué es lo más grande que encontraste en el camino que sigues, Padre?”. Le dijo el anciano: “Acusarse y reprocharse siempre”. Dijo abba Teófilo: “No hay otro camino fuera de él”.

2. El mismo abba Teófilo, el arzobispo, vino una vez a Escete. Reunidos los hermanos dijeron a abba Pambo: “Dile una palabra al Papa, para que aproveche”. El anciano respondió: “Si no aprovecha con mi silencio, tampoco sacará provecho con mi palabra”.

3. Fueron una vez los Padres a Alejandría, llamados por el arzobispo Teófilo para que orasen y derribasen los templos. Estaban ellos comiendo con él y sirvieron carne de ternero y la comieron, porque no se dieron cuenta. Tomando el obispo un trozo de carne lo dio al anciano que estaba cerca de él, diciendo: “Este es un buen pedazo, come, abba”. Ellos respondieron: “Nosotros hasta ahora hemos comido solamente legumbres. Si es carne, no comemos”. Y ninguno de ellos comió la carne que les servían.

4. Dijo el mismo abba Teófilo: «Qué temor, temblor y estrechez tendremos que ver, cuando el alma se separe del cuerpo. Vendrán a nosotros los ejércitos y potestades de las fuerzas adversas, los príncipes de las tinieblas, los que mandan el mal, los principados y potestades, los espíritus del mal. A modo de juicio detendrán al alma, poniéndole delante todo lo que pecó con conocimiento o sin él, desde su juventud hasta la edad en que fue tomada. Estarán de pie, acusándola de todo cuanto hizo. Por lo demás, ¿cuánto temblor crees que tendrá el alma en aquella hora, hasta que sea dada la sentencia y reciba la libertad? Esta es la hora de la necesidad, hasta que sepa lo que sucederá. Por otra parte, también las Potestades divinas estarán allí, y aportarán las cosas buenas del alma. Piensa en qué temor y temblor estará el alma, puesta en medio, hasta que su juicio reciba la sentencia del justo Juez. Si fuera digna, los demonios recibirán el castigo, y ella será llevada por los ángeles, y serás después sin preocupación, y estarás según lo que está escrito: “La morada de los que se alegran está en ti” (Sal 86 [87],7). Se cumplirá entonces aquello de la Escritura: “Huye el dolor, la tristeza y el gemido” (Is 35,10). Entonces marchará liberada hacia aquella inefable alegría y aquella gloria en que será constituida. Pero si el alma ha sido encontrada viviendo en la negligencia, oirá esa voz terrible: “Quítese el impío, para que no vea la gloria de Dios” (Is 26,10). Recibirá entonces el día de la ira, el día de la tribulación, el día de la oscuridad y tinieblas. Entregado a las tinieblas exteriores y condenado al fuego perpetuo, será castigado por los siglos infinitos. ¿Dónde estará entonces la gloria del mundo? ¿Dónde la vanagloria, las delicias y voluptuosidades? ¿Dónde la imaginación, el descanso, la jactancia, las riquezas, la nobleza, el padre, la madre, el hermano? ¿Quién podrá sacar de los males presentes al alma ardiendo en el fuego, en poder de los acerbos tormentos? Si éstos están así ¿cómo no tendremos que ser nosotros en las santas acciones y en las obras buenas? ¿Qué caridad debemos alcanzar? ¿Qué conducta, qué vida, qué carrera, qué diligencia, qué oración, qué prudencia? Dice la Escritura: “En esta espera, hagamos todos los esfuerzos para ser encontrados sin mancha e irreprochables en la paz” (2 P 3,14). De tal manera seremos dignos de escuchar: “Vengan, benditos de mi Padre, reciban en herencia el reino que les ha sido preparado desde el principio del mundo” (Mt 25,14), por todos los siglos de los siglos. Amén».

5. El mismo abba Teófilo, el arzobispo, estando por morir, dijo: “Bienaventurado eres, abba Arsenio, porque siempre recordaste esta hora”.

Los apotegmas de los Padres del desierto.

Los Padres del desierto. Abba Teodoro de Fermo

1. Abba Teodoro de Fermo tenía tres libros hermosos, y fue adonde estaba abba Macario y le dijo: “Tengo tres hermosos libros, y saco provecho de ellos, y también los hermanos los usan y aprovechan. Dime qué debo hacer: conservarlos para utilidad mía y de los hermanos, o venderlos y dar (el precio) a los pobres”. Respondió el anciano, diciendo: “Las obras son buenas, pero la mayor de todas es la pobreza”. Habiendo oído esto, fue y los vendió y dio (su precio) a los pobres.

2. Un hermano que residía en Escete fue turbado en su soledad. Fue a decírselo a abba  Teodoro de Fermo, y el anciano le dijo: “Ve, humilla tu pensamiento y sométete, y vive con otros”. Volvió después al anciano y le dijo: “Tampoco con los hombres estoy tranquilo”. El anciano le dijo: “Si no tienes paz solo ni con otros, ¿por qué saliste para hacerte monje? ¿No fue acaso para soportar las tribulaciones? Dime ¿cuántos años hace que llevas el hábito?”. Respondió: “Ocho”. Le dijo el anciano: “En verdad, yo llevo en el hábito setenta años y ni un solo día encontré tranquilidad, y tú quieres tener paz después de ocho años”. Al oír esto, se marchó fortalecido.

3. Un hermano fue a ver a abba Teodoro, y permaneció durante tres días rogándole le hiciera escuchar una palabra. Pero él no contestó, y el hermano se alejó entristecido. Su discípulo le preguntó: “Abba, ¿por qué no le dijiste una palabra? Se fue triste”. El anciano le dijo: “En verdad no le he hablado porque es un negociante: quiere gloriarse con las palabras ajenas”.

4. Dijo también: “Si tienes amistad con alguien, y éste cae en la tentación de la impureza, si puedes darle una mano, levántalo. Pero si cae en la herejía, y no puedes convencerlo de que se convierta (cf. Tt 3,10), apártalo en seguida de ti, no sea que, por la demora, seas atraído con él hacia el abismo”.

5. Decían acerca de abba Teodoro de Fermo que apreciaba sobre todo estas tres cosas: la pobreza, la austeridad y la huida de los hombres.

6. Un día se recreaba abba Teodoro con los hermanos, y mientras comían tomaban las copas con respeto, pero no decían: “Con perdón”. Dijo abba Teodoro: «Han perdido los monjes su nobleza, que es decir: “Con perdón”».

7. Un hermano lo interrogó diciendo: “¿Quieres, abba, que no coma pan durante unos días?”. Respondió el anciano: “Haces bien, yo también lo hice”. El hermano agregó: “Deseo llevar mis garbanzos a la panadería, para hacer harina”. Le dijo el anciano: “Si vas a la panadería, haz tu pan ¿qué necesidad tienes de hacer esta salida?”.

8. Vino uno de los ancianos para ver a abba Teodoro, y le dijo: “El hermano tal volvió al mundo”. Le respondió el anciano: “¿Te admiras por ello? No te asombres sino de que uno pueda huir de la boca del enemigo”.

9. Vino un hermano adonde estaba abba Teodoro, y comenzó a hablar y discutir acerca de cosas que todavía no había puesto en práctica. Le dijo el anciano: “Todavía no has encontrado la nave ni cargado en ella tu carga, ¿y antes de navegar llegaste a la ciudad? Cuando hayas practicado lo que dices, ven a hablarme de lo que estás hablando ahora”

10. El mismo fue una vez donde abba Juan, el eunuco de nacimiento, y hablando con él dijo: “Cuando estaba en Escete el trabajo del alma era nuestra ocupación, y al trabajo manual lo teníamos como algo accesorio; ahora es el trabajo del alma el que se ha vuelto accesorio, y el que era accesorio antes, es ahora nuestra ocupación principal”.

11. Un hermano le preguntó: “¿Cuál es el trabajo del alma que es ahora accesorio para nosotros, y cuál es el accesorio, que se ha convertido en nuestra ocupación principal?”. Le dijo el anciano: “Todo lo que se hace por el mandato de Dios es el trabajo del alma, pero trabajar para sí y reunirse, debemos considerarlo como trabajo accesorio”. Dijo el hermano: “Explícame lo que has dicho”. Dijo el anciano: «Si oyes decir que estoy enfermo, y tú tienes que visitarme, pero dices en tu interior: “¿Tengo que dejar mi trabajo e ir ahora? Más bien, lo concluyo primero y después voy”. Y te llega alguna otra ocupación y al fin no vas. Otro hermano te dice: “Dame una mano, hermano”. Y tú dices: “¿Tendré que dejar mi trabajo e ir a trabajar con éste?”. Si no vas, desechas el mandamiento de Dios, que es el trabajo del alma, y haces el trabajo accesorio, que es el trabajo manual».

12. Dijo abba Teodoro de Fermo: “Un hombre que está de pie para hacer penitencia no está obligado por la ley”.

13. Dijo el mismo: “No hay virtud igual a la de no despreciar”.

14. Dijo también: “El hombre que ha conocido la dulzura de la celda, huye de su prójimo pero sin despreciarlo”.

15. Dijo también: “Si no me separo de estas compasiones, ellas no me dejan ser monje”.

16. Dijo también: “Muchos en este tiempo han tomado la quietud antes de que Dios se la otorgase”.

17. Dijo también: “No duermas en el lugar en que hay una mujer”.

18. Un hermano interrogó a abba Teodoro diciendo: “Quiero cumplir los mandamientos”. El anciano le contó acerca de abba Teonas quien dijo también una vez: “Quiero cumplir mi pensamiento para con Dios”, y tomando harina de la panadería, hizo pan. Se lo pidieron unos pobres, y les dio los panes. Otros le pidieron, y les dio los canastos y el manto que llevaba, y entró en la celda ceñido con su maforio (capuchón con esclavina). Después de esto se lamentaba, diciendo: “No he cumplido el mandamiento de Dios”.

19. Enfermó en una oportunidad abba José, y mandó decir a abba Teodoro: “Ven, que te vea antes de salir del cuerpo”. Era a mediados de semana. Y no fue, pero mandó uno que le dijese: “Si duras hasta el sábado, iré; pero si te vas antes, nos veremos en el otro mundo”.

20. Dijo un hermano a abba Teodoro: “Dime una palabra, que perezco”. Con esfuerzo le contestó: “Yo mismo estoy en peligro, ¿qué debería decirte?”.

21. Un hermano vino donde abba Teodoro para que le enseñara a trenzar, y trajo consigo una cuerda. El anciano le dijo: “Vete, y vuelve aquí mañana”. Levantándose entonces el anciano, mojó su cuerda y preparó lo necesario, diciendo: “Haz así y así”, y lo dejó. Fue a su celda el anciano, y permaneció allí, Cuando llegó la hora le dio de comer y lo despidió. Volvió a la mañana siguiente y el anciano le dijo: “Saca de aquí tu cuerda y aléjate; viniste para ponerme en tentación y preocuparme”. Y no le permitió entrar más.

22. Contaba un discípulo de abba Teodoro: «Vino un hombre que vendía cebollas y me llenó (con ellas) una vasija. Dijo el anciano: “Llena una de trigo y dásela”. Había dos montones de trigo, uno limpio y otro sin limpiar, y la llené del sucio. El anciano me miró con cólera y tristeza; a causa del temor, caí y rompí la vasija. Hice entonces una metanía, y el anciano me dijo: “Levántate, no tienes la culpa; yo fui el que pequé, porque te hablé”. Y entrando el anciano, llenó su pecho con trigo limpio y se lo dio juntamente con las cebollas».

23. Abba Teodoro iba con un hermano a buscar agua; adelantándose el hermano vio en el pozo un dragón. El anciano le dijo: “Ve y písale la cabeza”. Pero él, temeroso, no fue. Fue entonces el anciano, y cuando el reptil lo vio, huyó avergonzado al desierto.

24. Preguntó uno a abba Teodoro: “Si sobreviniera súbitamente una catástrofe, ¿temerías tú también, abba?”. Le dijo el anciano: “Aunque se mezclaran el cielo y la tierra Teodoro no tiene miedo”. En efecto, había rogado a Dios para que alejase de él el miedo. Por eso lo interrogaba.

25. Decían de él que cuando fue ordenado diácono en Escete no quiso asumir el ministerio, y escapaba a muchos lugares. Y los ancianos lo traían de nuevo, diciéndole: “No abandones tu ministerio”. Les dijo abba Teodoro: “Permítanme que ore a Dios para que me revele que debo permanecer en el lugar de mi servicio”. Oró a Dios, diciendo: “Si es tu voluntad que permanezca en mi lugar, revélamelo”. Y le fue mostrada una columna de fuego desde la tierra hasta el cielo, y una voz que decía: “Si puedes hacerte como esta columna, ve y ejerce el diaconado”. Al oírlo decidió que nunca lo aceptaría. Cuando fue a la iglesia, le hicieron los hermanos una metanía diciendo: “Si no quieres oficiar, al menos sostén el cáliz”. Pero no quiso, diciendo: “Si no me dejan me alejaré de este lugar”. Y así le dejaron.

26. Contaban de él que, cuando fue devastada Escete, fue a vivir a Fermo. Siendo anciano enfermó; le llevaban alimentos, pero lo que le traía el primero se lo daba al segundo y así por orden, lo que recibía del anterior se lo daba al siguiente. Cuando llegaba la hora de comer, comía lo que le traía el que venía entonces.

27. Decían de abba Teodoro que mientras vivía en Escete vino un demonio adonde él estaba, deseando entrar; y lo ató fuera de la celda. Vino otro demonio, que también deseaba entrar, y lo ató igualmente. Vino un tercer demonio, y encontrando atados a los otros dos les dijo: “¿Por qué están afuera?”. Le respondieron: “El que está adentro no nos permite entrar”. Quiso entrar por la fuerza, pero el anciano también lo ató. Temiendo las oraciones del anciano le rogaban, diciendo: “Suéltanos”. Les dijo el anciano: “Márchense”. Al fin, avergonzados, se alejaron.

28. Contó uno de los Padres acerca de abba Teodoro de Fermo: “Vine una vez al atardecer adonde él estaba, y lo encontré vestido con una túnica desgarrada, llevaba el pecho desnudo y el capuchón por delante. Vino a visitarlo un conde. Llamó, y salió a abrirle el anciano, quien, yendo a su encuentro, se sentó a la puerta para conversar con él. Yo tomé parte de su maforio y le cubrí los hombros. El anciano extendió la mano y lo arrancó. Cuando se hubo marchado el conde le dije: “Abba, ¿por qué lo hiciste? Este hombre vino para sacar provecho, ¿acaso se habrá escandalizado?”. Me dijo el anciano: “¿Qué me dices, abba? ¿Acaso todavía servimos a los hombres? Hice lo que era preciso, el resto está de más. El que quiere aprovechar, aprovecha; el que quiere escandalizarse, se escandaliza. Yo me mostraré de la manera en que me encuentre”. Y avisó a su discípulo diciendo: «Si alguien viene para verme, no le digas nada de humano, pero si estoy comiendo, di: “Come”; si estoy durmiendo, di: “Duerme”».

29. Fueron una vez a su celda tres ladrones, y dos lo tenían y el otro sacaba sus  pertenencias. Después de sacar los libros, quiso también llevarse su túnica, y le dijo: “Deja eso”. Pero no quisieron. Moviendo las manos derribó a los dos (que lo tenían). Y al verlo tuvieron miedo. Les dijo el anciano: “No teman; hagan cuatro partes de todo, tomen tres y dejen una”. Así lo hicieron, para que pudiera él tomar su parte: la túnica para la sinaxis.

De los Apotegmas de los Padres del desierto.

Los padres del desierto. Letra eta

ABBA ISAÍAS

1. Dijo abba Isaías: “Nada es tan útil para el principiante como la injuria. Como el árbol que es regado cada día, así es el principiante que es injuriado, y lo soporta”.

2. Dijo también a los que comienzan bien y están sometidos a los santos Padres: “Como sucede con la púrpura, la primera tintura no se pierde”. Y: “Como los ramos tiernos fácilmente se enrollan y se doblan, así son los principiantes que están en la sumisión”.

3. Dijo también: “El principiante que pasa de monasterio en monasterio, es como un animal que salta de un lado para otro por miedo del bozal”.

4. Dijo también que el presbítero de Pelusio, celebrándose una vez el ágape, y mientras estaban los hermanos en la iglesia, comiendo y conversando entre sí, les reprochó diciendo: “Callen, hermanos. He visto yo a un hermano que come con ustedes, y que bebe tantos vasos como ustedes, y su oración sube como fuego en la presencia de Dios”.

5. Decían de abba Isaías que tomó una vez una rama y fue a la era, y dijo al propietario: “Dame trigo”. Le respondió: “Entonces ¿tú cosechaste, abba?”. Dijo: “No”. Le dijo el propietario: “¿Cómo quieres recibir el trigo que no cosechaste? “. El anciano preguntó: “Entonces, ¿si uno no cosecha no recibe paga?”. Dijo el propietario: “No”. Con esto se alejó el anciano. Los hermanos, al ver lo que había hecho, le hicieron una metanía rogándole se lo explicase. Respondió el anciano: “Esto lo hice para ejemplo, que quien no trabaja, no recibe la paga de parte de Dios”.

6. El mismo abba Isaías llamó a un hermano y le lavó los pies. Después, echó un puñado de lentejas en la olla, y cuando hubo hervido, se lo llevó. El hermano le dijo: “No está bien cocido, abba”. Le respondió: “¿No te basta con que haya visto el fuego? Esto es ya una gran consolación”.

7. Dijo también: “Si Dios quiere tener misericordia del alma, y ésta se resiste y no lo acepta, sino que hace su propia voluntad, le permite padecer lo que no quiere, para que ella después lo busque”.

8. Dijo también: “Cuando uno quiere devolver mal por mal, puede, con un solo gesto de la cabeza, lastimar la conciencia del hermano”.

9. Interrogado el mismo abba Isaías sobre la avaricia, respondió: “No creer en Dios, que cuida de ti; desesperar de las promesas de Dios y amar la jactancia”.

10. Preguntado también sobre la difamación, respondió: “No conocer la gloria de Dios, y odiar al prójimo”.

11. Interrogado también sobre la ira, respondió: “Disputa, mentira e ignorancia”.

ABBA ELÍAS

1. Dijo abba Elías: “Tres cosas temo: cuando mi alma salga del cuerpo; cuando me presente ante Dios, y cuando se pronuncie la sentencia contra mí”.

2. Decían los ancianos a abba Elías, en Egipto, acerca de abba Agatón: “Es buen abba”. Les dijo el anciano: “Es bueno para su generación”. Le dijeron: “¿Cómo sería para los antiguos?”. Les respondió: “Les dije que es bueno para su generación; pero de los antiguos vi en Escete a uno, que podía detener el sol en el cielo, como Josué, hijo de Nun (Jos 10,12-­‐13)”. Al oír esto, se admiraron y glorificaron a Dios.

3. Dijo abba Elías, el de la diaconía: “¿Qué puede el pecado donde hay penitencia, y qué puede el amor donde hay soberbia?”.

4. Dijo abba Elías: «Vi a uno que llevaba un odre de vino bajo el brazo; y para avergonzar a los demonios, porque era una visión, dije al hermano: “Hazme la caridad, saca esto”. Y al sacarse el manto, no encontré nada. Les digo esto para que no acepten lo que vean con sus ojos u oigan. Observen más bien sus pensamientos, lo que tienen en el corazón y en el alma, sabiendo que son enviados por los demonios para ensuciar el alma y hacerla pensar en lo que no conviene, y distraer al espíritu de (la consideración de) sus pecados y de Dios».

5. Dijo también: “Los hombres tienen la inteligencia que atiende al pecado o a Jesús o a los hombres”.

6. Dijo también: “Si la inteligencia no salmodia con el cuerpo, es vano el esfuerzo. El que ama la aflicción estará después en la alegría y el descanso”.

7. Dijo también: «Un anciano vivía en un templo, y fueron a decirle los demonios: “Vete de este lugar, que es nuestro”. Dijo el anciano: “Ustedes no tienen lugar propio”. Y comenzaron a desparramar sus palmas. El anciano perseveró, y las juntaba. Al fin, el demonio lo tomó de la mano y lo llevó hacia afuera. Cuando llegó el anciano a la puerta, se tomó de ella con la otra mano, mientras gritaba: “¡Jesús, socórreme!”. En seguida huyó el demonio. El anciano se puso a llorar, y el Señor le dijo: “¿Por qué lloras?”. Respondió el anciano: “¿Cómo se atreven a apoderarse del hombre, y obrar así?”. Le respondió: “Tú fuiste negligente. Porque cuando me buscaste, viste cómo te hallé”. Digo esto porque hay necesidad de trabajar mucho, y sin trabajo no es posible poseer a su Dios. Puesto que Él fue crucificado por nosotros».

8. Un hermano encontró a abba Elías el hesicasta en el cenobio de la gruta de abba Sabas, y le dijo: “Abba, dime una palabra”. El anciano respondió al hermano: “En los días de nuestros padres reinaban estas tres virtudes: la pobreza, la mansedumbre y la abstinencia. Ahora a los monjes los domina la avaricia, la gula y la confianza. Elige lo que quieras”.

Los Apotegmas de los Padres del Desierto.

Los padres del desierto. Santos letras Z

ABBA ZENÓN

1. Dijo abba Zenón, discípulo del bienaventurado Silvano: “No habites en un lugar renombrado, no permanezcas con un hombre de gran reputación ni eches cimientos para edificarte una celda”.

2. Decían acerca de abba Zenón que, al comienzo, no quería recibir nada de nadie. Los que le llevaban cosas se alejaban tristes, porque no las recibía, y los que iban a verlo, esperando recibir algo de él, como de un gran anciano, también se retiraban tristes, porque no tenía qué darles. Dijo el anciano: “¿Qué haré? Pues se entristecen los que traen, y también los que desean recibir. Conviene pues hacer esto: si alguien trae algo, lo recibiré, y al que pide, le daré”. Obrando de esta manera tuvo paz y satisfizo a todos.

3. Vino un hermano egipcio a Siria para visitar a abba Zenón, y se acusaba de sus propios pensamientos ante el anciano. Éste, admirado, dijo: “Los egipcios ocultan las virtudes que adquieren y se acusan continuamente de los defectos que no tienen. Los sirios y los griegos, en cambio, afirman tener las virtudes que no poseen y ocultan los defectos que tienen”.

4. Acudieron a él unos hermanos y lo interrogaron, diciendo: “¿Qué quiere decir lo que está escrito en el libro de Job: El cielo no es puro en su presencia (Jb 15,15)?”. Respondió el anciano: “Los hermanos han descuidado sus pecados y preguntan acerca del cielo. Esta es la explicación de la palabra: sólo Él es puro, por eso dice: El cielo no es puro”.

5. Decían acerca de abba Zenón que cuando residía en Escete, salió una noche de su celda como para ir al lago. Y estuvo marchando sin rumbo durante tres días y tres noches. Al fin se cansó y, debilitado, cayó como un moribundo. Y he aquí que se detuvo junto a él un niño, que tenía un pan y un jarro con agua, y le dijo: “Levántate, come” (cf. 1 R 19,7). Él, levantándose, oró, porque creía que se trataba de una visión. El niño le dijo. “Hiciste bien”. Y oró nuevamente, por segunda, y tercera vez. Le dijo: “Hiciste bien”. El anciano se levantó, comió y bebió. Después de esto le dijo: “Tanto te has alejado de la celda cuanto has caminado, pero levántate y sígueme”. Y en seguida encontró su celda. El anciano le dijo: “Entra y ora conmigo”. Pero cuando entró el anciano, el otro se volvió invisible.

6. En otra ocasión caminaba el mismo abba Zenón en Palestina, y, cansado, se sentó para comer cerca de una plantación de pepinos. Su pensamiento le dijo: “Toma un pepino y cómelo. En efecto, ¿qué es?”. El dijo en respuesta a su pensamiento: “Los ladrones van al tormento. Pruébate ahora, si puedes soportar el tormento”. Y levantándose, estuvo al sol durante cinco días. Cuando estuvo todo quemado dijo: “No puedes soportar el suplicio”. Y dijo a su pensamiento: “Si no lo puedes, no robes ni comas”.

7. Dijo abba Zenón: “El que quiere que Dios escuche velozmente su oración, cuando se levante y extienda sus manos hacia Dios, ante todo y antes de hacerlo por su propia alma, ore de corazón por sus enemigos. Por esta acción, todo lo que pidiere a Dios será escuchado”.

8. Decían que en cierta aldea había un hombre que ayunaba mucho, de modo que lo llamaban el ayunador. Habiendo oído hablar de él, abba Zenón lo hizo ir adonde él estaba. Fue él con alegría y, hecha la oración, se sentaron. Comenzó el anciano a trabajar en silencio. El ayunador, que no encontraba la manera de conversar con él, comenzó a ser molestado por la acedia. Dijo al anciano: “Ruega por mí, abba, porque quiero retirarme”. Le dijo el anciano: “¿Por qué?”. Respondió: “Porque mi corazón está como ardiendo y no sé qué tiene. Mientras estaba en la aldea ayunaba hasta la tarde y nunca me sucedió esto”. Le dijo el anciano: “En la aldea te alimentabas por las orejas, pero vete, y desde ahora come a la hora novena, y todo lo que hagas, hazlo en lo oculto”. Cuando empezó a hacerlo, esperaba con aflicción hasta la hora novena. Los que lo conocían decían: “El ayunador está endemoniado”. Fue a contarlo todo al anciano, y éste le dijo: “Este es el camino según Dios”.

ABBA ZACARÍAS

1. Dijo abba Macario a abba Zacarías: “¿Dime, cuál es la obra del monje?”. Respondió: “¿A mí me preguntas, Padre?”. Le dijo abba Macario: “Me han asegurado acerca de ti, hijo mío, Zacarías. Es Dios quien me inspira para que te interrogue”. Le dijo Zacarías: “Por mi parte, Padre, el que se hace violencia en todo, ese es monje”.

2. Fue una, vez abba Moisés a buscar agua, y encontró a abba Zacarías orando junto al pozo, y el Espíritu de Dios estaba sobre él.

3. Dijo una vez abba Moisés al hermano Zacarías: “Dime qué tengo que hacer”. Al oír esto, se echó por tierra a sus pies, diciendo: “¿Tú me preguntas, Padre?”. Le dijo el anciano: “Créeme, hijo mío, Zacarías, vi al Espíritu Santo que descendía sobre ti, y por eso estoy forzado a interrogarte”. Tomó entonces Zacarías la cogulla de su cabeza, la puso bajo sus pies y, pisándola, dijo: “Si el hombre no es pisoteado así, no puede ser monje”.

4. Estaba abba Zacarías en Escete y vino a él una visión. Fue a comunicárselo a su abba, Carión. Pero el anciano, que era un asceta, no actuó con prudencia en este asunto, y levantándose, lo castigó, diciéndole que procedía de los demonios. Le quedaba sin embargo el pensamiento, y levantándose, fue de noche hasta donde estaba abba Pastor, y le contó lo sucedido, y cómo se consumía interiormente. Viendo el anciano que procedía de Dios, le dijo: “Ve adonde está el anciano tal, y será lo que él te diga”. Fue adonde estaba el anciano, y antes de que él preguntase nada, adelantándose, le dijo todo, y que la visión venía de Dios. “Pero ve, y somételo a tu Padre”.

5. Abba Pastor dijo que abba Moisés preguntó a abba Zacarías, que estaba ya cerca de la muerte: “¿Qué ves?”. Y respondió: “¿No es mejor callar, Padre?”. Le dijo: “Sí, hijo, calla”. En la hora de su muerte, abba Isidoro, que estaba sentado, miró al cielo y dijo: “Alégrate, Zacarías, hijo mío, porque se te han abierto las puertas del reino de los cielos”.

            Los Apotegmas de los Padres del Desierto.

Padres del desierto: Otros santos con la letra E

EUCARISTO, SEGLAR

Dos padres rogaron a Dios que les revelara qué medida habían alcanzado. Y llegó hasta ellos una voz que decía: “En un lugar de Egipto hay un secular llamado Eucaristo, y su mujer se llama María. Todavía no han llegado ustedes a su medida”. Se levantaron los dos ancianos y llegaron a la aldea, y preguntando encontraron su habitación, y en ella a su mujer. Le dijeron: “¿Dónde está tu marido?”. Respondió ella: “Es pastor, y está apacentando las ovejas”. Los hizo entrar en su celda. Al atardecer llegó Eucaristo con las ovejas, y al ver a los ancianos preparó la mesa para ellos, y trajo agua para que se lavaran los pies. Los ancianos le dijeron: “No gustaremos de esto si no nos dices cuál es tu obra”. Respondió Eucaristo con humildad: “Soy pastor, y esta es mi mujer”. Los ancianos insistían rogándole, pero él no quería hablar. Le dijeron: “Dios nos ha mandado a ti”. Al oír esta palabra, temió y les dijo: “Estas ovejas las hemos recibido de nuestros padres, y si, por la misericordia del Señor, aumentan, hacemos tres partes: una para los pobres, otra para la hospitalidad y la tercera para nuestras necesidades. Desde que tomé mujer no hemos tenido relación; ella es virgen. Cada uno duerme por separado. De noche llevamos cilicios y de día nuestros vestidos. Hasta ahora nadie ha sabido esto”. Al oírlo se admiraron, y se retiraron glorificando a Dios.

EULOGIO, PRESBÍTERO

Cierto Eulogio, discípulo del bienaventurado obispo Juan, presbítero y gran asceta, ayunaba dos días seguidos y a menudo extendía el ayuno por toda la semana, comiendo sólo pan con sal; era celebrado por los hombres. Fue adonde estaba abba José en Panefo, esperando ver en él mayor austeridad. El anciano lo recibió con alegría y le dio cuanto tenía para confortarlo. Los discípulos de Eulogio dijeron: “El anciano no come sino pan con sal”. Abba José empero comía callando. Pasaron allí tres días, y no los oían salmodiar u orar, porque obraban en secreto. Partieron al fin (los visitantes) sin aprovechar nada. Providencialmente se hizo oscuro, y después de haber estado vagando regresaron a la celda del anciano. Antes de llamar, los oyeron salmodiar, y aguardaron durante un largo tiempo antes de llamar nuevamente. Cesando en su salmodia los recibieron con alegría. A causa del calor, los discípulos de Eulogio tomaron una vasija de agua que había allí, y se la dieron. Era una mezcla de agua de mar con agua del río, y no la pudo beber. Comprendiendo al fin, se echó a los pies del anciano, puesto que deseaba aprender su forma de vida, diciendo: “Abba, ¿qué es esto? Antes no salmodiabas, pero lo haces ahora después de nuestra partida; al tomar la vasija, encuentro agua salada”. El anciano respondió: “El hermano es un tonto, y por error mezcló con agua de mar”. Eulogio empero rogaba al anciano, porque deseaba conocer la verdad. El anciano entonces le dijo: “Aquel pequeño vaso de vino era por caridad, esta agua es la que beben siempre los hermanos”. Y le enseñó el discernimiento de los pensamientos, y cortó de él todo lo humano. Se volvió en consecuencia discreto, y comía todo lo que le servían, y aprendió también a trabajar secretamente. Dijo entonces al anciano: “Realmente, tu trabajo es veraz”.

ABBA EUPREPIO

1. Dijo abba Euprepio: “Seguro de que Dios es fiel y poderoso, cree en Él y tendrás parte en sus bienes. Pero si te desanimas, no crees. Todos creemos que Él es poderoso y que todo es posible para Él. Pero confíale tus propios asuntos, porque también en ti hará signos”.

2. El mismo, una vez que estaban robando (en su celda), ayudaba a los ladrones a que le robaran. Cuando se hubieron llevado todo lo que había adentro, olvidaron su bastón. Lo vio abba Euprepio y se entristeció, y tomándolo, corrió en pos de ellos para entregárselo. Ellos no lo quisieron tomar, temiendo que les sucediera algo. Él rogó entonces a uno que viajaba por el mismo camino, que les llevara el bastón.

3. Dijo abba Euprepio: “Las cosas corporales son materiales. El que ama al mundo, ama los obstáculos. Si llegamos a perder algo, debemos recibir este suceso con alegría y alabanza, como que hemos sido liberados de preocupaciones”.

4. Un hermano interrogó a abba Euprepio acerca de la vida. El anciano le respondió: “Come hierba, lleva hierba, duerme en la hierba; es decir, desprecia todo y tendrás un corazón de hierro”.

5. Un hermano interrogó al mismo anciano, diciendo: “¿De qué modo llega al alma el temor de Dios?”. El anciano respondió: “Si el hombre tiene humildad y pobreza, y se abstiene de juzgar, posee el temor de Dios”.

6. Dijo también: “El temor y la humildad, la escasez de alimentos y el llanto permanezcan contigo”.

7. En sus comienzos, fue abba Euprepio donde un anciano y le dijo: “Abba, dime una palabra para que me salve”. Le respondió: “Si quieres salvarte, cuando encuentres a alguien no te adelantes a hablarle antes que él te pregunte”. Él, lleno de compunción por esta palabra, hizo una metanía y dijo: “¡Aunque he leído muchos libros, no conocía todavía esta enseñanza!”.

ABBA ELADIO

1. Decían acerca de abba Eladio que pasó veinte años en Las Celdas, y nunca levantó los ojos a lo alto para mirar el techo de la iglesia.

2. Decían acerca del mismo abba Eladio que comía pan y sal. Cuando llegaba la Pascua decía: “Los hermanos comen pan con sal; pero yo tengo que hacer un pequeño esfuerzo a causa de la Pascua. Puesto que los demás días como sentado, ahora, por ser Pascua, haré el esfuerzo y comeré de pie”.

3. Un sábado se reunieron los hermanos con alegría para comer en la iglesia de Las Celdas. Cuando pusieron la fuente, comenzó a llorar abba Eladio de Alejandría. Abba Santiago le dijo: “¿Por qué lloras, abba?”. Le respondió: “Porque pasó la alegría del alma, que es el ayuno, y llegó la consolación del cuerpo”.

ABBA EVAGRIO

1. Dijo abba Evagrio: “Cuando estás en la celda, recoge tu espíritu: recuerda el día de la muerte, mira la mortificación del cuerpo; piensa en la calamidad, asume el esfuerzo, condena la vaciedad del mundo, para poder permanecer siempre en el propósito de la hesiquía y no te debilites. Recuerda también cómo es el infierno, piensa cómo se encuentran allí las almas, en qué profundo silencio, en qué amargos gemidos, en qué temor, en qué lucha, en qué espera, con dolor inacabable y lágrimas incesantes del alma. Recuerda el día de la resurrección y de la presentación ante Dios. Imagina el juicio aquel, horrible y tremendo. Ten a la vista lo que está reservado para los pecadores: la vergüenza en la presencia de Dios y de los ángeles y arcángeles, y de todos los hombres, los suplicios, el fuego eterno, el gusano que no duerme nunca, el tártaro y las tinieblas, el rechinar de dientes, los terrores y los tormentos. Piensa también en los bienes que están reservados para los justos, la confianza con Dios Padre y con su Cristo, con los ángeles, arcángeles y todo el pueblo de los santos, el reino de los cielos y sus riquezas, su alegría y su felicidad. Ten el recuerdo de todas estas cosas y del juicio de los pecadores. Llora, aflígete, teme, no sea que tú también te encuentres entre ellos; alégrate y goza en lo que está destinado para los justos. Y si tratas de gozar de estas cosas, apártate de aquellas. Haz que nunca, dentro o fuera de la celda, se te borre esto, de modo que, gracias a este recuerdo, huyas de los pensamientos impuros y molestos”.

2. Dijo también: “Aparta de ti el afecto de muchos, para que tu alma no se distraiga, y se turbe el modo de tu hesiquía”.

3. Dijo también: “Es una gran cosa orar sin distracción, pero es aún más grande salmodiar sin distracción”.

4. Dijo también: “Recuerda siempre tu salida (de esta vida) y no olvides el juicio eterno, y no habrá delito en tu vida”.

5. Dijo también: “Suprime las tentaciones y nadie se salvará”.

6. Dijo también: «Un padre dijo: “El alimento sobrio y regular, unido a la caridad, lleva pronto al monje al umbral de la impasibilidad”».

7. Hubo una reunión en Las celdas para tratar acerca de un asunto, y habló abba Evagrio. El presbítero le dijo: “Sabemos, abba, que si estuvieras en tu tierra seguramente serías obispo y estarías a la cabeza de muchos, pero aquí vives ahora como extranjero”. Él, arrepentido, no se turbó, sino que inclinó la cabeza y dijo: “Es verdad, abba: hablé una vez, pero no agregaré otra cosa” (Jb 40,5).

ABBA EUDÉMON

1. Dijo abba Eudémon acerca de abba Pafnucio, el Padre de Escete: «Fui allí cuando el joven, y no me permitió quedar diciendo: “No quiero que haya en Escete un rostro de mujer, por el combate del enemigo”».

De los Apotegmas de los Padres del Desierto

Los Padres del Desierto. San Epifanio y San Efrén

SAN EPIFANIO, OBISPO DE CHIPRE

1. Decía el obispo san Epifanio que, en presencia del bienaventurado Atanasio el grande, los cuervos que volaban junto al templo de Serapis graznaban continuamente: Cras, cras. Los griegos se pusieron delante del bienaventurado Atanasio y le gritaban: “Mal anciano, dinos ¿qué graznan los cuervos?”. Respondiendo les dijo: “Los cuervos graznan: Cras, cras. Y cras significa mañana en la lengua de los ausonios (occidentales)”. Y agregó: “Mañana verán la gloria de Dios”. Después se anunció la muerte del emperador Juliano. Cuando hubo sucedido esto clamaban los presentes contra Serapis, diciendo: “Si a ti no te gustaba, ¿por qué recibías sus ofrendas?”.

2. El mismo contaba que había un auriga en Alejandría, hijo de una mujer llamada María. Cayó éste en un combate ecuestre, se levantó después, pudo al que lo había derribado y venció. La plebe gritó: “El hijo de María cayó, se levantó y venció”. Estaban todavía diciendo esto, cuando llegó hasta la plebe un rumor sobre el santuario de Serapis: el gran Teófilo, subió (al templo), derribó al ídolo de Serapis y se apoderó del templo.

3. Dijo al bienaventurado Epifanio, obispo de Chipre, el abad del monasterio que había sido suyo en Palestina: “Por tus plegarias no hemos descuidado nuestro orden, sino que con diligencia celebramos tercia, sexta y nona”. Él, reprendiéndolos, respondió: “Es claro que descuidan las demás horas del día, cesando la oración. El verdadero monje debe tener sin cesar la oración y la salmodia en su corazón”.

4. Una vez, san Epifanio mandó llamar a abba Hilarión, diciendo: “Ven, veámonos antes de que salgamos del cuerpo”. Cuando se hubieron encontrado, se alegraron el uno con el otro. Comieron juntos, y les trajeron un ave. El obispo la tomó y se la dio a abba Hilarión. El anciano le dijo: “Perdóname, pero desde que he recibido el hábito no he comido carne sacrificada”. El obispo dijo: “Yo, en cambio, desde que recibí el hábito no dejé que nadie se durmiera teniendo algo contra mí, ni yo me he dormido con algo contra otro”.

5. Dijo el mismo: “Melquisedec, imagen de Cristo, bendijo a Abraham (Gn 14,19), raíz de los judíos; cuánto más la Verdad misma, Cristo, bendecirá y santificará a los que creen en Él”.

6. Dijo el mismo: “La cananea llama, y es oída (Mt 15,22), la hemorroisa calla, y es bendecida (Mt 9,22); el fariseo grita, y es condenado, el publicano no abre la boca, y es escuchado (Lc 18,10-­‐14)”.

7. Dijo el mismo: «El profeta David oraba tarde en la noche, a medianoche se despertaba, rogaba antes del alba, se levantaba al amanecer, suplicaba en la mañana, por la tarde y al mediodía pedía, por eso dijo: “Siete veces al día te alabé” (Sal 118 [119],64)».

8. Dijo también: “Es necesario poseer aquellos libros cristianos que se pueden adquirir. Puesto que la sola vista de esos libros nos hace remisos para el pecado y nos dispone a crecer más en la justicia”.

9. Dijo también “Gran precaución para no pecar es la lectura de las Escrituras”.

10. Dijo también: “Gran precipicio y abismo profundo es la ignorancia de las Escrituras”.

11. Dijo también: “Es gran traición para la salvación no conocer en absoluto la ley divina”.

12. El mismo dijo: «Los pecados de los justos están en sus labios, los de los impíos brotan de todo el cuerpo. Por eso canta David: “Pon, Señor, una guardia en mi boca y una puerta alrededor de mis labios (Sal 140 [141],3). Vigilaré mis caminos, para no pecar con mi lengua” (Sal 38 [39],2)».

13. Fue interrogado el mismo: “¿Por qué son diez los preceptos de la Ley y nueve las bienaventuranzas?”. Y respondió: “El decálogo iguala en número a las plagas de Egipto; el número de las bienaventuranzas es el triplo de la figura de la Trinidad”.

14. Al mismo preguntaron: “¿Puede un solo justo aplacar a Dios?”. Respondió: «Sí, porque ha dicho: “Busquen un hombre que viva en la justicia, y perdonaré a todo el pueblo” (Jr 5,1)».

15. Dijo el mismo: «Dios perdona a los pecadores arrepentidos, como la prostituta y el publicano. A los justos les pide hasta los intereses. Esto dice a los apóstoles: “Si no es más abundante la justicia de ustedes que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5,20)».

16. Esto dijo también: “Dios vende la justicia a los que la quieren comprar por un pequeño pedazo de pan, un traje humilde, un vaso de agua fresca, una moneda”.

17. Agregaba también esto: “Un hombre que recibe algo de otro a causa de su pobreza o por necesidad, está agradecido, pero lo devuelve en secreto porque se avergüenza. El Señor Dios es diferente: recibe en secreto, pero retribuye en presencia de los ángeles y arcángeles y de los justos”.

SAN EFRÉN

1. Era todavía niño abba Efrén, y tuvo una visión: Había nacido una viña en su lengua, creció y llenó todo lo que estaba bajo el cielo, y dio abundante fruto. Acudieron todos los pájaros del cielo y comieron del fruto de la viña, y a pesar de ello, aumentó su fruto.

2. Otra vez vio uno de los santos en una visión que una formación de ángeles descendía del cielo, por mandato de Dios, y llevaban en sus manos un volumen escrito por dentro y por fuera, y se decían unos a otros: “¿A quién tenemos que entregar esto?”. Respondían diciendo: “Hay santos y justos que lo son en verdad, pero nadie puede recibirlo sino sólo Efrén”. Y vio el anciano que entregaron el volumen a Efrén. Por la mañana, al levantarse, oyó a Efrén, como que una fuente manase de su boca, y comprendió que lo que salía de los labios de Efrén procedía del Espíritu Santo.

3. Otra vez, pasando Efrén, vino una meretriz a persuadirlo con sus halagos a un torpe comercio, o al menos a provocarlo a ira, porque nadie le había visto airado. Él le dijo: “Sígueme”. Y cuando hubieron llegado a un lugar frecuentado le dijo: “Ven, en este lugar será lo que deseas”. Ella, al ver a la multitud, dijo: “¿Cómo podremos hacerlo sin vergüenza en presencia de esta multitud?”. Él respondió: “Si tenemos vergüenza de los hombres, cuánto más debemos avergonzarnos de Dios, que conoce lo oculto de las tinieblas”. Ella, confundida, se retiró sin hacer nada.

De los Apotegmas de los Padres del Desierto

Croisset. XVI domingo después de Pentecostés

Se ha podido ver ya bien, por lo que se ha dicho en la historia de los domingos precedentes, que el asunto del Evangelio de la Misa del día da el nombre distintivo a los domingos después de Pentecostés. El domingo decimosexto se llama en toda la Iglesia latina el domingo del hidrópico. Le proviene este nombre del asunto del Evangelio que se leía ya en este día en Roma desde el tiempo del papa San Gregorio, y que se lee en cuasi todas las iglesias de Occidente.


El introito de la Misa está tomado del mismo salmo que el del domingo precedente. No hay cosa más afectuosa ni más tierna que esta oración, y debe ser familiar á todas las personas afligidas y a los que padecen alguna tentación violenta. Dejaos mover, Señor de mis clamores y de mis lágrimas, compadeceos de una alma que no cesa en todo el día de implorar vuestro auxilio y vuestra misericordia. Confieso que no merezco ser oído, y que la voz de mis iniquidades es más fuerte que la de mi contrición y de mis lágrimas; pero os mueve a lo menos mi perseverancia y mi inoportunidad, e inclinaos a que tengáis compasión de mi. Dios quiere que se le ruegue con perseverancia y con cierta especie de importunidad. Hay un género de violencia que es agradable a Dios, dice Tertuliano, y esta es la que se le hace con una oración perseverante, cual lo hizo David implorando todo el dia la misericordia y el auxilio del Señor. El pensamiento de la bondad y de la infinita misericordia de Dios le sirve también de un nuevo motivo para redoblar su confianza. Lo que me obliga, Señor, a pediros con perseverancia y a creer que me oiréis, es que yo sé que sois un Dios lleno de bondad, lleno de mansedumbre, lleno de misericordia con los que os invocan: porque, ¿quién es el que habiendo puesto en Vos toda su esperanza no ha sido oído? Yo espero, Señor, que seré de este número: no; Vos no estableceréis para mi un nuevo sistema; sois incapaz de mudaros, y por consiguiente, vuestra misericordia será siempre vuestra cualidad favorita, la que á nuestra vista brillara siempre más que todas las demás de vuestras maravillas, y yo mismo seré una nueva prueba para toda la tierra del exceso de vuestra bondad con los pecadores: Esto lo repite muchas veces el santo profeta en todos los salmos, y señaladamente en el salmo CXLIV, cuando dice: El Señor es bueno, tierno, compasivo, es paciente y lleno de misericordia; es bueno con todas sus criaturas, y su misericordia se extiende sobre todas sus obras: no hay ninguna que a su manera no publique cuán bueno es Dios. El Señor está siempre cerca de los que le invocan para consolarlos; pero de los que le invocan con una verdadera confianza en su bondad, y si no concede inmediatamente lo que se le pide es porque se complace en que se le ruegue. Para ninguna cosa es David más elocuente que para publicar la bondad y la mansedumbre de nuestro Dios, y para exaltar su misericordia sin limites. El introito de la Misa de este día dice todo esto, en las palabras que quedan dichas al principio. Concluye este introito por donde comienza el salmo LXXXV: Señor, inclinad vuestros oídos y escuchad mi oración, porque estoy en el desamparo y en la indigencia. Para que la oración sea eficaz, debe ser humilde, perseverante y llena de una confianza que no se debilite. La Iglesia tiene cuidado de darnos todos los domingos después de Pentecostés un modelo perfecto de una oración corta en el introito de la Misa; no hay más que reunirlas todas, y se hallarán en ellas oraciones excelentes para todas las necesidades.

La Epístola de la Misa de este día está tomada de aquel pasaje de San Pablo a los efesios, en donde el Apóstol, siempre perseguido, siempre entre las cruces y los tormentos, exhorta a los fieles a que no se escandalicen ni se desanimen a vista de los males que le ven sufrir por ellos, en las funciones de su ministerio. Os ruego que no os dejéis abatir, les dice., por las tribulaciones que padezco por vosotros; porque esto es lo que constituye vuestra gloria. Si San Pablo ha trabajado mucho por la salvación de las almas, también ha sufrido mucho. Él mismo hace una relación de una parte de sus padecimientos, escribiendo a los corintios: He sufrido, les dice, persecuciones de parte de los judíos y de los gentiles, y de parte de los falsos her1nanos., prisiones, suplicios, naufragios, peligros de parte de los ladrones, peligros de parte de mi nación, peligros de parte de los gentiles; peligros en la ciudad, peligros en la soledad, peligros en el mar. He sufrido treinta y nueve azotes de los judíos, he sido apaleado, apedreado una vez, tres veces he naufragado; ¿qué de fatigas, qué de trabajos, qué de miserias no he pasado? en las vigilias sin descanso, en el hambre y en la sed, en los ayunos continuos., en el frío y en la desnudez; además de lo que padezco por parte de fuera, la pesadez de los negocios de cada día que están a mi cargo, el cuidado de las iglesias.

Estas persecuciones tan frecuentes, estas humillaciones tan continuas, estos tormentos, estas cruces, podían espantará los nuevamente convertidos a la fe, como eran los efesinos, y espantándoles, debilitar en ellos la estimación que habían hecho de San Pablo y de su doctrina. El santo Apóstol previene la tentación y les hace ver que cuanto más atormentado y más lleno de trabajos le vean, en más estima y veneración deben tener su ministerio. Los males que sufrimos, les dice, contribuyen a vuestra gloria, puesto que tenéis el consuelo y aun podéis vanagloriaros de que vuestro Apóstol nada os ha predicado de que no haya estado pronto á dar testimonio a expensas de su vida. Mi constancia en los trabajos y mi perseverancia, mi celo en n1edio de los padecimientos son pruebas de la verdad y de la santidad de la religión que predico. ¿Qué interés tendría yo en sufrir tanto si os anunciase fabulas? Es menester que esté bien con vencido de la verdad de mi religión para predicar a tanta costa. Si yo no encontrase más que honor; si no recibiese más que aplausos; si mi celo fuese lucrativo para este mundo; si viviese entre la abundancia y los placeres, tendríais motivo para desconfiar de las máximas duras y de la moral austera que os enseño: el honor y las ventajas temporales que me resultarían, no podrían menos de debilitar vuestra fe y de haceros sospechosa mi doctrina; pero cuando no se gana sobre la tierra por predicar esta doctrina más que trabajos y persecuciones, es menester que el predicador esté bien cierto de su infalibilidad y de su certeza. Con esta mira, y para alcanzaros la fortaleza y la perseverancia, a pesar de todos los males que me veis padecer en las funciones de mi ministerio, doblo yo mis rodillas en presencia del padre de Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios, a fin de que os ilumine, y que no miréis como un mal los trabajos y las persecuciones que acompañan la predicación del Evangelio, sino que las consideréis más bien corno una dicha en orden a la eternidad. San Jerónimo, explicando este lugar, dice, que lo que los infieles miran como una desgracia, nosotros lo recibimos como un favor. Se ve aquí por la postura con que ora San Pablo, que el uso de orar arrodillados viene desde el nacimiento de la Iglesia y del tiempo de los mismos apóstoles; San Pablo ha orado muchas veces de rodillas, San Esteban oró de rodillas, y queriendo San Pedro resucitar a Thabita, se puso de rodillas y oró. «Yo ruego al Señor, añade San Pablo (Actor. IX), que, según la riqueza de su gloria, os dé por medio de su espíritu un aumento de fortaleza para el hombre interior: le pido sin cesar que Jesucristo habite en vuestros corazones por la fe, á fin de que, arraigados y afirmados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad.» El texto no expresa cuál es la cosa de la cual desea que se conozcan estas dimensiones espirituales. San Crisóstomo dice que el santo Apóstol pide a Dios que conceda a los efesinos la inteligencia de los grandes misterios de la fe que él les ha predicado, y singularmente del gran misterio de la vocación de los gentiles, del que les ha hablado hasta aquí. Se comprende bien la longitud, si se atiende a que Dios había resuelto en la eternidad llamar por fin a los gentiles a la fe de Jesucristo, hacerles su pueblo favorecido y formar y llenar con ellos su Iglesia. Se comprende también la anchura, si se considera que esta vocación mira a todos los pueblos del universo, en vez de que la antigua alianza no miraba más que al pueblo judío. La nueva mira a todas las naciones de la tierra; habiendo Jesucristo derramado su sangre y sido muerto por la salvación de todos los ho1nbres, no hay ninguno excluido del beneficio de la redención. Mas habiendo muerto el Salvador por todos los hombres, ¿en qué consiste que no se salvaran todos los hombres, y aun que los elegidos para esto son en número tan pequeño? ¿Por qué los unos se mantienen en las tinieblas del error, y los otros abren los ojos a la luz? Aquí es menester exclamar: ¡Oh altitud! ¡Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría de 1a ciencia de Dios! ¡Qué incomprensibles son sus juicios y qué superiores a toda comprensión sus caminos! San Pablo pide al Señor que haga comprender á los efesinos, no el f0ndo de un misterio incomprensible á todo espíritu humano, sino la incomprensibilidad, por decirlo así, de este mismo misterio, reconociendo que Dios no hace nada que no sea con una sabiduría infinita; y que así. como no llama ni salva a nadie por su misericordia, así tampoco rechaza ni condena a nadie sino con justicia, disponiendo las cosas de tal modo que todo viene a concurrir al cumplimiento de sus designios y a la manifestación de sus atributos. Por la altura o sublimidad de este misterio puede entender el Apóstol todas las ventajas espirituales de su vocación á la fe, infinitamente superiores a todo lo que se llama bienes, honores y fortuna sobre la tierra.

Que conozcáis también, prosigue el Apóstol, la caridad de Jesucristo, la cual supera a todo lo que alcanzan nuestros conocimientos, para que quedéis llenos de Dios plenamente. Yo ruego al Señor, dice que os dé a conocer hasta qué exceso nos ha amado Jesucristo. A la verdad, este amor inmenso del Salvador es superior a todos nuestros conocimientos y todas nuestras ideas, es  incomprensible; pero por poco que conozcamos cuánto nos ha amado Jesucristo, es muy difícil que nosotros no le amemos; y por este amor puro y ardiente con que amaremos a Jesucristo, seremos llenos de Dios plenamente, no sólo en esta vida, animados de su espíritu y de su gracia, sino especialmente en el cielo, en donde poseeremos a Dios perfectamente. Una prueba de que conocemos poco el amor que Dios nos tiene, es el poco que nosotros le tenemos a él. Si conociésemos hasta qué punto nos ha amado este divino Salvador, y con qué ternura nos ama, ¿cuál seria nuestro fervor y nuestra diligencia en hacerle la corte en el Santísimo Sacramento? ¿cuál nuestra fidelidad en guardar sus preceptos y en seguir sus consejos? ¿cuál nuestra solicitud por agradarle? Por último, concluye el santo Apóstol: «Al que por sola su virtud, esto es, por su espíritu y por su gracia que obra en nosotros, es poderoso en todo mucho más de lo que nosotros podemos pedir ni pensar, sea dada la gloria por la Iglesia y por Jesucristo en los siglos de los siglos. Amen. » De este pasaje de San Pablo es de donde la Iglesia ha tomado la conclusión o fórmula con que termina todas sus oraciones. Como el mismo espíritu de Dios que animaba a San Pablo y a los demás apóstoles es el que anima a la Iglesia, pocas de sus prácticas hay que no haya tomado de estos primeros doctores de la religión que son sus maestros.

El Evangelio de la Misa del día está lleno de instrucciones y de misterios. Cuanto más se aumentaba la gloria del Salvador entre el pueblo, crecía también mas la envidia y el odio que le tenían los escribas y fariseos. La vida pura, santa y perfecta del Salvador, el conocimiento que tenia del interior de las gentes y de la malignidad del corazón de los fariseos, la pureza de su doctrina, sus milagros, todo irritaba los celos mortales que habían concebido contra él. Como no habían hallado basta entonces pretexto más especioso para calumniarle que el de que, según ellos, no guardaba escrupulosamente el sábado, porque hasta entonces en este día curaba a los enfermos, se sirvieron también de una comida a que había sido convidado en un sábado por: uno de los más considerables de la secta. Allí encontró cuasi tantos adversarios y censores como convidados. Iban a cuál más espiraría sus acciones, a quién observaría con más malignidad sus palabras y sus discursos, y a quién encontraría más que censurarle; aquellos espíritus negros y artificiosos envenenaban todo lo que decía y todo lo que hacia, sin exceptuar ni aun los actos de caridad más maravillosos y más laudables.

Apenas se habían sentado a la mesa, llevaron un hidrópico y lo pusieron delante de él. Es probable que fuese con designio formado el presentar al principio de la comida aquel enfermo. El Salvador no ignoraba su intención dañada; veía sobradamente el veneno oculto en su alma; pero colmo siempre obraba con mucha sabiduría y dulzura, quiso, antes de curar el enfermo, o corregir su iniquidad, o confundir su malicia. Les previno, pues, y les preguntó si era permitido curar los enfermos en sábado. Esta pregunta, que ellos no esperaban, les desconcertó; porque si respondían que esto estaba prohibido, preveían bien que los apuraría vivamente con ventaja, y los haría ridículos, como sabían lo había hecho más de una vez. Confesar que la cosa era permitida, era aprobar públicamente aquello mismo de que pensaban hacerle un crimen. No sabiendo, pues, qué responder, tomaron el partido de callar. Entonces Jesús, que antes de hacer nada se había precaucionado sabiamente contra la calumnia, y les había hecho conocer que no había olvidado la solemnidad del día, tomó el enfermo por la mano, le curó y le despidió con admiración de todos los que habían sido testigos del milagro. No hubo uno de los fariseos que se atreviese a decir palabra; mas porque su silencio no era efecto de un verdadero arrepentimiento, sino de un bochorno maligno, creyó que era menester obviar todas sus quejas, convenciéndoles por su propia conducta de la justicia de su proceder y de la malignidad de sus murmuraciones. ¿Quién de vosotros, les dijo, si ve caer su buey o su asno en una hoya en un sábado no se apresura inmediatamente a sacarle de ella? ¿Hay quién crea qué por respeto al día haya de dejarse el buey o el asno en la hoya? El Salvador les dejó hacer la aplicación era muy fácil y muy justa para no confundirlos. Veían ellos que conocía sus más secretos pensamientos, y cuanto abrigaban en su corazón; nada tenían que responderá una paridad de razón sin réplica. Así es que quedaron mudos, pero no se hicieron mejores De este modo se aprovechaba el divino Salvador de todas las ocasiones para corregir ó para instruir; pero siempre con su dulzura y su prudencia ordinaria, contemplando las personas y reprendiendo, al mismo tiempo, sus defectos. El mismo espíritu de celo y de caridad fue el que le obligó a darles también una lección tan importante como la pasada, para corregir una vanidad necia que todos los fariseos tenían cuando se ponían a la mesa; apenas había uno que no se apresurase con descaro para colocarse en el lugar más distinguido, y esta afectación ridícula era común a todos. Lo habían advertido el Hijo de Dios al ponerse a la mesa. Y para rebatir su orgullo y su ambición de presidir les dio esta lección de humildad, que el Evangelista no llama parábola sino porque tenia un sentido figurado, y porque lo que prescribe aquí el Señor a los que son convidados a un festín, se debe aplicar a las demás coyunturas de la vida. Cuando seáis convidados á las bodas, les dice, no os coloquéis en el primer lugar, no sea que otro más digno de consideración que vosotros haya sido también convidado, y que el que os ha convidado a los dos, se vea obligado a deciros: Tomaos la pena de bajar más abajo, y ceded a este vuestro sitio; porque ¿qué confusión os causaría esto en la asamblea? Nada os perjudicaría tanto. Para evitar esta afrenta, escoged siempre el lugar menos honroso, a fin de que el que os ha convidado, viendo vuestra humildad y prendado de vuestra modestia, os diga: Amigo, no es este vuestro sitio, subid más arriba; entonces quedareis honrado a la vista de todos los que os acompañaren a la mesa. Nada hay que temer, dice San Bernardo, por abatirse uno cuanto pueda; pero por poco que uno se engría, arriesga siempre el engreírse más de lo que debe. Pero Jesucristo, dice un sabio intérprete, ¿quiere aquí autorizará los fariseos para que se abatan precisamente con la mira de procurarse honor, o de evitar la confusión? No, este motivo es muy bajo y aún vicioso para dar mérito, y seria esto humillarse por un motivo de orgullo. Conocía bien el Salvador que los fariseos no eran gentes que se moviesen por razones muy espirituales; se acomodó, pues, a su flaqueza, y solamente para corregirlos de la ansia vergonzosa que tenían por las presidencias, se aprovecha del vano deseo de ser estimados que nota en ellos. Como si a un hombre intemperante, a quien se trata de hacer sobrio por el amor de la; salud, se le dispusiese así por un motivo puramente natural a la templanza .cristiana. La humildad exterior es un paso para llegar a la humildad del corazón.

Esta instrucción, que se llama aquí parábola, en el sentido literal mira particularmente a los judíos. Ellos habían sido convidados los primeros al banquete celestial por la predicación del Evangelio; ellos mismos se han excluido de la felicidad eterna por una orgullosa prevención en su favor, dicen los Padres. Algunos pobres solamente, los publicanos, las mujeres pecadoras, los gentiles mismos con un corazón contrito y humillado han aceptado el convite que se había hecho a ellos, y reconociéndose indignos de un favor tan insigne, manteniéndose en el último puesto sin atreverse á levantar los ojos como el publicano, y permaneciendo en lo más bajo del templo, han merecido que se les haya dicho: Subid más arriba, ocupad las primeras plazas de que se han hecho indignos los judíos por su orgullosa obstinación. De todo su discurso concluye el Hijo de Dios: Porque cualquiera que se eleva será humillado, y cualquiera que se humilla será ensalzado.

Es muy extraño que concurriendo todo a humillarnos, sea tan rara la verdadera humildad; Para ser uno humilde no es menester más que conocerse; no hay virtud que cueste menos, y sin embargo, no hay ninguna de que más se carezca. Nada debe humillarnos más que nuestro orgullo. Cuando lo queremos de veras, dice San Bernardo, no hay cosa tan fácil como el humillarnos. Si aspiro a ensalzarme, inmediatamente encuentro mil obstáculos a mi engrandecimiento; mas si quiero abatirme nadie se me opone. La humildad  cristiana es el origen de nuestro reposo, así como el orgullo lo es de nuestros disgustos.

El año cristiano de Juan Croisset.

Croisset. XV domingo después de Pentecostes

Llámase este domingo en la Iglesia el domingo del hijo de la viuda de Naim, cuya milagrosa resurrección es el asunto de Evangelio que se lee en la Misa del día y que está en uso en Roma desde el siglo VII. La Epístola de este día es continuación de la que se leyó en la dominica precedente. San Pablo da en ella instrucciones circunstanciadas de la moral cristiana con tal precisión que en pocas palabras dice mucho; esta sola Epístola da las regla de su conducta a todos los fieles. En toda la Escritura no tenemos, cosa más llena ni más instructiva que ella. El introito es una corta pero afectuosa oración que el alma hace a Dios, animada de una viva confianza en su misericordia.

Escuchad, Señor, mi oración y oídme; porque estoy en el desamparo y en la indigencia, añade David. Una de las mejores disposiciones para la oración es el conocer uno su pobreza y su necesidad. Cuando todo nos rie, cuando lisonjea todo, estamos contentos. Apenas sale uno de si mismo cuando reinan la abundancia la prosperidad; pasase uno fácilmente sin auxilio extraño, cuando todo florece en el propio suelo. Mas cuando todo este esplendor tan satisfactorio se extingue; cuando la pobreza nos asalta; cuando nos vemos abandonados y hasta aborrecidos de las criaturas, recurrimos a Dios con confianza y con fervor. La oración es siempre viva, cuando es humilde; y siempre eficaz, cuando parte de  un corazón humillado y contrito. Los honores, las riquezas tienen encantos que suspenden muchas veces la fe y que debilitan siempre la devoción; las adversidades la despiertan; ninguna cosa nos hace acudir a Dios más afectuosamente que la persecución. David perseguido por Saúl o por Absalón reconoce su nada, la cual perdía de vista en la prosperidad y sobre el trono; durante, pues, esta persecución, esta aflicción, cuando se vio en este abandono universal de las criaturas, es cuando recurre a Dios. Este rey afligido y perseguido jamás tal vez hubiera pedido a Dios con tanto ardor y confianza, si no se hubiese visto en tan grande aflicción.

Conservadme, oh Dios mío, salvad a vuestro siervo que pone en Vos solo toda su esperanza; movido de mis clamores, Señor, compadeceos de un siervo que no cesa día y noche de implorar vuestra misericordia: consoladle, puesto que en su aflicción y en sus penas pone en Vos solo su confianza e implora vuestro auxilio.

Se ha dicho ya en otra parte que levantar su alma, que es la expresión de que usa David, levate animam meam, hacia alguna cosa, es un modo de hablar muy ordinario en la Escritura para expresar el deseo ardiente que tenemos del objeto de nuestros votos. Pocos salmos hay más afectuosos que este. Habla en él un siervo de Dios que derrama su corazón delante del Señor con entera confianza. Un cristiano en el tiempo de la tentación no podría hacer una oración más bella; no hay nada más vivo, más patético, ni más tierno, que este salmo LXXXV. Hallándonos en la aflicción o en la desolación, él debe ser nuestra oración ordinaria.

La Epístola, como hemos dicho, es un pormenor instructivo de los puntos más importantes de la moral cristiana; es una lección excelente que interesa a todos los fieles, y que mira a todas las edades y á todas las condiciones. Si estamos animados del espíritu de Dios, nos dice el santo Apóstol; si no vivimos según la carne, ni según los perniciosos deseos de la concupiscencia; si somos verdaderamente cristianos, vivamos de un modo entera1nente cristiano; si el espíritu de Jesucristo es el que nos anima, caminemos también según este espíritu. No seamos ávidos de vanagloria, acometiéndonos unos a otros, teniéndonos envidia, llevados de una emulación secreta tan contraria a la caridad. Si no hubiese orgullo, no habría división, contestación, ni querella. La causa ordinaria de la diversidad de sentimientos es una vanidad secreta. Por más que se forjen motivos plausibles de nuestra tenacidad, es seguro que estaríamos muy pronto acordes, si el orgullo no patrocinase la causa; la envidia, los celos son siempre los primeros frutos del orgullo. Hermanos míos, añade, si alguno se ha dejado sorprender hasta cometer alguna falta, vosotros, que sois espirituales, dadle buenos consejos, pero con un espíritu de mansedumbre. Algunos doctores, animados de un falso celo y de un espíritu de orgullo, habiéndose metido a dogmatizar, habían introducido la turbación y la división en aquella Iglesia. No hay hereje, no hay cismático sin partidarios. Abusando de la simplicidad de aquellos nuevos fieles habían arrastrado á muchos al error. San Pablo exhorta a los sacerdotes y á todos los que estaban animados del espíritu de Jesucristo a que vuelvan a traer al redil a aquellos que habían caído en los lazos; que les den la mano y los retiren de su extravío, no echándoles en cara su falta con acritud, sino representándoles su caída con espíritu de dulzura y de caridad. Guardémonos bien de abrigar un celo amargo, que lejos de curar las llagas las exacerba y las cancera; y para esto, que considere cada uno su propia flaqueza y reflexione que no por haber sido más fiel es por eso menos capaz de semejantes desacuerdos. La vista de lo que somos no debe fascinarnos para no ver lo que podemos ser. No hay pecado, dice San Agustín, de que no sea uno capaz, si Dios no nos tiene de su mano. El conocimiento de nuestra propia flaqueza inspira siempre más compasión que aspereza contra los pecadores. Siempre es un orgullo secreto lo que causa la amargura y la dureza en el celo. Cuando uno piensa que ha sido pecador, o a lo menos que puede serlo, se compadece de los que lo son. Nada inspira tanto el espíritu de mansedumbre para con los pecadores como el conocimiento experimental de nuestra propia flaqueza. Jesucristo, dicen los Padres, no quiso dar las llaves del reino de los cielos a San Juan, porque había vivido siempre en la inocencia; y las dio a San Pedro, que no obstante su fervor había experimentado sobradamente su propia flaqueza en su caída; y tú también, le dijo por tanto el Señor, cuando una vez hubieres vuelto en ti, confirma a tus hermanos. Un ministro del Señor probado, instruido por sus propias caídas, tiene mas compasión de las caídas de los otros, y sin contemplar nunca al pecado, contempla siempre al pecador. Guardándoos cada uno de vosotros, añade el santo Apóstol, no sea que vosotros mismos seáis también tentados. Los que son tan severos con los otros, no siempre lo son consigo mismos.

Muchos van por un camino ancho, mientras que a los demás sólo les muestran senderos muy estrechos. Para confundir esta hipócrita severidad permite Dios muchas veces que estos implacables médicos espirituales se vean atacados del mal, para el que ellos ordenaban remedios impracticables; y que aprendan, por la necesidad que tienen ellos mismos de indulgencia, a tenerla con los demás pecadores.

Llevad mutuamente la carga, continúa el santo Apóstol, y de este modo cumpliréis la ley de Jesucristo. Esta divina ley está fundada sobre la caridad, y esta caridad reciproca entre los cristianos es la que los conduce a aliviarse mutuamente los unos a los otros. Los socorros mutuos alivian las cargas particulares; nada disminuye tanto su peso como la caridad cristiana, y en alguna manera es participar de la aflicción de nuestros hermanos el compadecernos de sus aflicciones. La dureza del alma es una prueba de su orgullo. Esto es lo que hace decir al Apóstol que si alguno se imagina que es algo, no siendo nada, se engaña a si mismo. El orgullo, Ja estima ventajosa de si mismo, es una especie de locura. Nos reímos, tenemos lástima de un vil artesano que se imagina que es un gran príncipe; ¿somos nosotros menos imbéciles cuando creemos que somos alguna cosa más que nuestros hermanos? De nuestro propio fondo no tenemos otra cosa más que la nada, y propiamente hablando, de ninguna otra podemos gloriarnos. Una vanidad necia, lejos de elevarnos sobre los demás, nos pone siempre inmediatamente bajo de todos. Examine bien cada uno lo que ha hecho y lo que hace, y así no se gloriará sino de lo que es en sí mismo y no de lo que son los demás; nuestras enfermedades, nuestras flaquezas, dicen lo que somos. No descubrimos con tanta perspicacia los defectos de otro, sino para tener el maligno placer de creernos exentos de ellos, y abrogarnos por esta buena opinión de nuestra pretendida virtud un derecho de superioridad sobre los demás. Desengañémonos, nuestras vanas imaginaciones no serán nunca títulos de nobleza. No se funda nuestro mérito ni sobre las virtudes, ni sobre los defectos de otros; lo que constituye nuestra gloria, dice San Pablo (2 Cor. I), es el testimonio de nuestra conciencia, fundado sobre la conducta que hubiéremos observado en este mundo, viviendo en él con un corazón simple y sincero delante de Dios, no según la prudencia de la carne, sino según la gracia de Dios, principalmente en lo que a nosotros nos toca. Nuestras obras y no las de otro son las que nos acompañan y formarán nuestro retrato. Las buenas o las malas cualidades de los demás no constituirán jamás nuestro .carácter; cada uno debe ser juzgado por el bien o por el mal que se hubiere hecho. ¡Qué locura el creerse uno bueno porque los demás son malos cada uno llevará su carga. No se nos pedirá cuenta de los talentos que los demás han recibido, sino de los que se nos han entregado a cada uno de nosotros; las faltas de otro no nos justificarán a nosotros. Aquel que se hace instruir, dé parte de todos sus bienes al que le instruye. Muchos entienden este lugar de la limosna que debe hacerse a los que nos instruyen; pero San Jerónimo y Santo Tomás le explican en un sentido espiritual: Que el que se instruye en la fe, dicen, escuche a su maestro con docilidad e imite sus buenos ejemplos. No os hagáis de tal modo discípulos de los que os instruyen, que os impongáis una ley de imitar hasta sus defectos; porque, .como dice el Salvador, los escribas y los fariseos están sentados en la cátedra de Moisés; observad, si, y haced todo lo que os dijeren; pero no obréis como ellos, cuando ellos no hacen lo que dicen.

No os engañéis, nadie se mofa de Dios impunemente. Por más que nos alimentemos de nuestras propias ideas, por más que nos formemos un sistema de conciencia á nuestro gusto, Dios no juzga sino conforme al suyo. Podemos engañar á los hombres; pero ¿pretendemos engañar á Dios? Enmascarase la hipocresía, pero esta máscara no puede sostenerse delante de los ojos de Dios. Todos esos aires artificiosos de una devoción puramente exterior, todas esas añagazas de devoción no sirven más que para hacernos más criminales. Dios desenvuelve todos los pliegues y repliegues del corazón humano; Dios hace un discernimiento justo y preciso de todos los n1otivos que nos excitan a obrar; Dios, penetra en el fondo de la conciencia. ¡Qué impiedad! ¡qué extravagancia el querer le alucinar! y el vivir de otro modo que lo que se hace profesión de creer, ¿no es quererse burlar de Dios? Lo que el hombre hubiere sembrado eso es lo que cogerá. No hay cosa más miserable que la falsa conciencia: ¿qué se gana con engañar a los demás, con engañarse á si mismo por un falso brillo de piedad? ¿de qué sirven todos esos forzados raciocinios para colorar el error en que se está y para justificar la relajación en que se vive? ¿Porque queramos autorizar nuestra conducta, por más irregular que sea, será por eso menos defectuosa? ¿Deferirá Dios mucho a nuestras opiniones cuando sean contrarias a la santidad y a la severidad de su moral? ¿y seremos juzgados dignos del reino celestial porque nos creamos santos a nuestros ojos? La recolección corresponde siempre a la sementera; ¿se ha sembrado grano malo? no se puede coger sino cizaña: ¿no se hacen más que obras de tinieblas? no se puede coger otra cosa que corrupción. ¿Se vive en el espíritu; esto es, según el espíritu de Dios? se recogerá la vida eterna. No nos cansemos de obrar el bien, porque, no cansándonos., cogeremos el fruto a su tiempo. Durante esta vida sembramos para la eternidad; en la muerte es propiamente cuando se cogen y entonces cogeremos lo que hayamos sembrado. ¿Hemos seguido en la vida los deseos de la carne; hemos vivido según el espíritu del mundo? corrupción, sentimientos infructuosos, desgracias eternas; he aquí nuestra cosecha en la muerte. ¿Hemos llevado una vida inocente, pura, mortificada, una vida espiritual y cristiana? la cosecha será la felicidad eterna. La vida eterna es para aquellos que, obrando constantemente el bien, aspiran a la verdadera gloria, al honor sólido y real y a la inmortalidad: luego mientras tenemos tiempo hagamos bien a todo el mundo, y principalmente a los que componen la familia de los fieles. Hagamos todo el bien que podamos mientras estamos en esta vida; en la muerte no será ya tiempo de hacerlo. En la muerte sólo habrá vanos pesares, estériles deseos, promesas, sentimientos frívolos; el día va declinando, los nuestros están contados y se marchan; háganlos el bien mientras que tenemos tiempo. Comencemos por hacer bien á todo el mundo y principalmente á nuestros hermanos, no sólo asistiéndoles con nuestros bienes, sino también edificándoles con nuestros buenos ejemplos; es esta una especie de limosna de obligación de la que nadie está exento.


El Evangelio de la Misa de este día contiene la historia de la resurrección del hijo único de la viuda de Naím, con todas las circunstancias de este gran milagro. Habiendo el Salvador salido de Cafarnaum, en donde había curado de una manera tan milagrosa al siervo del centurión, pasó por una ciudad llamada Naím; era esta ciudad pequeña, situada hacia el extremo de la baja Galilea, a dos millas del monte Tabor, entre la Galilea y la Samaria. En el día está enteramente arruinada, y no queda de ella más que unas pocas casas que habitan algunas familias de árabes extraordinariamente salvajes. Cuando se acercaba, pues, el Salvador a esta ciudad vio innumerable gente reunida para los funerales de un joven, hijo único de una viuda. Allí fue donde su palabra omnipotente que el día antes había sacado del lecho a un paralítico, hizo salir un muerto del féretro. No es una casualidad la que hizo que el Salvador encontrase á aquel joven a quien llevaban a enterrar; fue su bondad la que le condujo allí para darle la vida. Así también esos accidentes imprevistos que convierten a los pecadores en lo fuerte de sus desórdenes y en el tiempo en que menos lo pensaban, no son de manera alguna, imprevistos de parte de Dios. Su providencia los ha proporcionado según los designios de su misericordia para nuestra Salvación.

Habiéndose acertado Jesucristo, vio el acompañamiento fúnebre. Los llantos de una madre excesivamente afligida por la pérdida de su hijo, que era todo su consuelo y su esperanza, le conmovieron sensiblemente. No pudo verla derramar lágrimas, ni oír sus gemidos, sin enternecerse y moverse á co1npasion; y dirigiéndose a aquella madre desconsolada: No llores, la dijo, consuélate, el motivo de tus lagrimas y de tu dolor se acaba, puesto que yo voy a volver la vida a tu hijo. Detiénese todo el acompañamiento a estas palabras, fijan todos la vista en el Salvador, y cada uno espera a ver el efecto de esta promesa. Acercase Jesús al féretro y le toca con la mano; los que le llevan se detienen por respeto, cuidadosos de lo que iba a hacer. La esperanza de una maravilla tan grande suspende todo afecto de dolor; todos callan., cuando el Salvador, dirigiéndose al muerto, le dice en tono de señor: Joven, levántate, yo te lo mando: al instante se levanta el muerto y se sienta: mira todo aquel lúgubre aparato y los que están en rededor de él, y con un tono firme les habla. Pero su mayor solicitud es por dar gracias a su insigne bienhechor. Baja del féretro, y llega a postrarse a los pies de Jesucristo, de cuya omnipotencia acaba de experimentar una prueba tan brillante. Mas el Salvador, más solicito todavía, por decirlo así, de acabar de perfeccionar el gozo de aquella madre afligida, él mismo la presenta á su hijo y se lo vuelve con vida. Puédese imaginar cuáles serian los afectos de alegría de la madre y del hijo, y cuáles también los sentimientos de admiración de toda la reunión que allí estaba; todos llegaron á postrarse a los pies del Salvador llenos de respeto; todo resonó con los gritos de alegría, de alabanzas, de bendiciones; todos se apresuraron a ir a la ciudad para publicar el milagro. Todos los que fueron testigos de esta maravilla quedaron poseídos de asombro y de un santo pavor, que les obligaba á exclamar con los afectos mas profundos de reconocimiento a Dios: En verdad tenemos un gran profeta entre nosotros; el Señor, lleno de misericordia, se ha dignado visitar a su pueblo, y hacer brillar a nuestra vista su omnipotencia en la persona de este hombre enteramente divino.

Todas las circunstancias de esta maravilla demuestran visiblemente la autoridad soberana y absoluta con que el Salvador ha los mayores milagros. No manda al muerto que resucite y se levante como un simple profeta, como un hombre animado de espíritu de Dios, como puro hombre; no habla como hombre si como Dios; la ley prohibía mancharse tocando un muerto; pero prohibía tocar un muerto para volverle la vida; una acción purificaba al mismo muerto sacándole del estado de corrupción Un gran profeta ha aparecido entre nosotros. Los habitantes Naím reconocen aquí a Jesucristo por el Mesías, por el gran profeta prometido de Dios por Moisés: El Señor suscitará de en medio de vosotros y de entre vuestros hermanos, esto es, de la misma nación que vosotros, un profeta como yo, y aun mucho más gran de que yo, a quien escuchareis y obedeceréis. (Deut. XVIII.)

Se sirven de los mismos términos y de la misma expresión de que
Zacarías, padre de San Juan Bautista, se había servido para designar al Mesías: Bendito sea el Señor Dios de Israel, porque ha visitado y rescatado a su pueblo. San Lucas añade que lo que los habitantes de Naim decían del Salvador y lo que acababa de hacer, se extendió por toda la Judea y por todo el país circunvecino. No es extraño que en toda la Judea resonase la fama de este milagro y de tantos otros; pero que todos estos milagros tan conocidos, tan incontestables, no hubiesen podido evitará Jesucristo la muerte más ignominiosa, es un prodigio de ceguera, de ingratitud, de estupidez, de impiedad en el pueblo que fue autor de ella.

El año cristiano, Juan Croisset.

Croisset. XIII Domingo después de Pentecostés.

Como el Evangelio de la Misa del día es siempre el que sirve de título y da el nombre a los domingos después de Pentecostés, se ha llamado por tanto comúnmente a este el de la curación de los diez leprosos; los griegos y los latinos con vienen en esta denominación del decimotercio domingo. Podría también llamarse el domingo de la ingratitud, puesto que de los diez leprosos que fueron milagrosamente curados por el Salvador, no hubo más que uno solo que viniese a dar gracias a su bienhechor, sin que los otros nueve hubiesen parecido más. Solo este extranjero es, dice el Salvador, el que ha vuelto y ha dado gloria a Dios. La atención que el Salvador hace aquí sobre el reconocimiento de este extranjero, que fue el único de los diez que volvió a darle gracias, es una instrucción misteriosa. Háse dicho ya que la Iglesia reúne a los fieles todos los domingos, no solo para orar y asistir al divino sacrificio, sino que también para alimentarlos con el pan de la divina palabra, e instruirlos en las grandes verdades de la religión, les da cada domingo una lección particular sobre algún punto de la moral y del dogma. La lección de moral se contiene ordinariamente en el Evangelio del día, y la del dogma se halla en la Epístola. El introito de la Misa es por lo común una oración que puede servir de modelo para enseñarnos a orar bien.

El introito de la misa de este día esta tomado del Salmo LXXIII. Previendo el Profeta las desgracias que debían suceder a todo el pueblo, dirige á Dios una piadosa demanda, llena de amor y de confianza; quéjase a Dios en nombre del pueblo de la desolación de Jerusalén y de toda la nación, e implora el auxilio del cielo. Este salmo conviene perfectamente á la Iglesia perseguida no sólo por los paganos, sino 1nucho más tiempo todavía por los herejes, que no cesan aún de perseguirla. Se ven en él rasgos vivos y elocuentes, expresiones fuertes, grandes y patéticas que convienen admirablemente al asunto y que traen á la 1nemoria los excesos y los sacrilegios de los herejes; he aquí algunos de ellos: «Levantad cuanto antes, Señor, la mano sobre nuestros enemigos, para que su orgullo quede abatido para siempre: ¡ah! ¡cuántas impiedades han cometido en el lugar santo! ¡en vuestro templo! ¡Con qué insolencia han profanado el lugar santo, en el cual celebrábamos nosotros fiestas en vuestro honor! Ellos han enarbolado sus estandartes en el lugar 1nás alto del templo, igualmente que en las encrucijadas, sin hacer diferencia entre lo sagrado y lo profano. Hanse animado los unos a los otros para echar las puertas a bajo a golpes de hachas, co1no hubieran derribado los árboles en una floresta; han volcado las puertas a hachazos y a golpes. Esta nación impía y todas sus sectas, aunque diferentes entre si en dogmas, en errores, en intereses, han convenido siempre en este artículo; todos han dicho unánime1nente: Abolamos en la tierra todas las fiestas del Señor. ¿Quién no ve en esta muestra el verdadero retrato de los herejes de los últimos siglos? Tal es el salmo del cual ha tomado a Iglesia las palabras que componen el introito de la Misa de este día. Acordaos, Señor, de la alianza que hicisteis en otro tiempo con nuestros padres, y no olvidéis para siempre a vuestro pobre pueblo. Acordaos, Señor, de todas las maravillas que obrasteis en nuestro favor; acordaos que sois nuestro Criador, nuestro protector., nuestro libertador; no olvidéis que sois nuestro Dios, y nosotros somos vuestro pueblo; vuestro honor está, en cierto modo, interesado en socorrernos, puesto que nuestros enemigos son los vuestros. Levantaos, Señor; vuestra causa igualmente que la nuestra es la que os pedimos encarecidamente que defendáis; y que no rechacéis las súplicas humildes de los que os buscan con todo su corazón. ¿Por qué ¡oh Dios mío! nos habéis abandonado, como si nada tuviésemos que esperar de Vos? ¿Por qué estáis tan irritado contra las ovejas de vuestro rebaño? ¿Está por ventura ¡oh Dios mio! encendida para siempre contra nosotros vuestra ira? ¿no acabarán jamás estos males? ¿habéis arrojado para siempre este pueblo, en otro tiempo tan querido, tan privilegiado, que vos mismo habéis conducido por el desierto, y como buen pastor alimentado con el pan de los ángeles?

En todo este salmo se ve un modelo perfecto de una oración afectuosa y llena de1 confianza, muy a propósito para todas las calamidades públicas, y para pedir al Señor que se digne hacer que cesen los azotes bajo de los cuales gime el pueblo.

La Epístola de la Misa de este día está tomada de la instrucción que San Pablo da a los gálatas para enseñarles que la ley no justifica, y que no puede ninguno justificarse sino por la fe, la cual es como la vida del justo. Para comprender toda esta Epístola, y entrar en el verdadero sentido del Apóstol, conviene saber que habiendo predicado San Pablo la fe de Jesucristo eh Galacia, que era una provincia del Asia menor, entre la Capadocia y la Frigia, convirtió allí tan gran número de gentiles, que en poco tiempo formó una Iglesia considerable. La primera vez que fue allá fue recibido como un ángel de Dios, y como lo hubiera sido Jesucristo mismo, según él mismo lo dice: Sin que mis humillaciones, añade, ni mis flaquezas os hayan disgustado. Pero túrbose muy pronto la tranquilidad y el fervor de aquella Iglesia naciente, por el falso celo y la envidia de los judíos que San Pedro había convertido allí a la fe, antes que San Pablo hubiese ido a predicará los gentiles. Estos falsos hermanos, más bien judíos que cristianos, encaprichados en su antigua ley, no podían sufrir que San Pablo habiendo convertido á los gentiles a la fe de Jesucristo, no les hubiese obligado a guardar las ceremonias legales. Comenzaron a desacreditar al Santo Apóstol para desacreditar mejor su doctrina; trataron de hacerle pasar por un intruso en el ministerio del apostolado; y no hallando nada reprensible en su conducta, ni en sus costumbres, se agarraron a lo que parecía defectuoso e irregular en su aire, e su voz y en toda su persona. Después de haber procurado hacerle a él despreciable, comenzaron a predicar la obligación de observar en el cristianismo la ley de Moisés. Los gálatas, pueblo simple y grosero, se dejaron de los halagüeños discursos de aquellos falsos doctores; sin embargo, muchos se opusieron a estas novedades, de lo que resultó muy pronto un cisma en aquella Iglesia. Habiéndolo advertido San Pedro, y queriendo cortar el curso a un mal tan grave, escribió a los gálatas con toda la fuerza y vehemencia que exija semejante abuso. Comienza por establecer invenciblemente su apostolado, como que ha sido llamado a él por el mismo Jesucristo. Refiere su conversión milagrosa, y prueba la autenticidad de su misión. Desciende luego al origen del mal, y a lo que había dado lugar a aquellas contestaciones y al cisma. Demuestra por un raciocinio, al cual nada hay que replicar, y por diversos pasajes de la Escritura, que ni la circuncisión ni la ley de Moisés sirven ya para nada; que las bendiciones prometidas a Abraham son para los fieles que han creído en Jesucristo; qué propiamente hablando, sólo el Salvador divino y sus discípulos son los verdaderos hijos de Abraham, y los herederos de las bendiciones y de las promesas. Que en la Escritura es preciso distinguir el sentido histórico y carnal, y el sentido alegórico y espiritual, que es al que principalmente ha atendido el Espíritu Santo; que los judíos carnales, esto es, según la carne, están figurados en Agar e Ismael, y al contrario los cristianos en Sara e Isaac; que por la fe hemos entrado en la dichosa libertad de hijos de Dios y herederos de las bendiciones y las promesas; que los hebreos bajo de la ley no han sido más esclavos, que según la Escritura el esclavo debe ser arrojado con su hijo, porque el hijo de la que es esclava no será heredero con el hijo de la que es libre. Por lo que hace a nosotros, añade, no son los hijos de la esclava para que estemos sujetos a los preceptos serviles de la antigua ley, sino de la que es libre, esto es, de la ley de gracia, y esta dichosa libertad es la que Jesucristo nos ha dado, y la que vuestros falsos doctores quisieran destruir, o al menos inutilizar si pudiesen. Sus perversos designios y sus persecuciones han sido figuradas en la Escritura, y su cumplimiento lo véis bien claro en el día; porque así como entonces el que había nacido según la carne, esto es, Israel, perseguía al que lo era según el espíritu, esto es, Isaac, así sucede ahora. Sabed, pues, continúa el Santo Apóstol, que la ley no se ha dado a vuestros padres sino para detener sus trasgresiones; igualmente los que vivían bajo de la ley estaban sometidos a la maldición fulminada tantas veces contra los que no observaban las ceremonias legales. Jesucristo sólo es el que nos ha librado de esta maldición por la muerte que ha querido sufrir en la cruz; Jesucristo, les dice, nos ha eximido de la maldición de la ley, habiéndose hecho por nuestro amor un objeto de maldición, según lo que estaba escrito: maldito el hombre que está clavado en una cruz. En fin, les hace recordar que por la fe, y no por la ley, han recibido los dones sobrenaturales del Espíritu Santo, lo cual, con respecto a ellos, era una prueba evidente de que la ley no era de modo alguno necesaria para, recibir la gracia de la justificación. Habla de la ley de Moisés, en cuyo lugar ha sustituido la ley de Jesucristo, que es la única que ahora debemos seguir. He aquí lo que desenvuelve el verdadero sentido de la Epístola. Las promesas se han hecho a Abraham y al que de él nacerá. No se ha dicho, advierte San Pablo, y á los que nacerán de él, como si fuesen muchos, sino como si sólo se tratase de uno, y al que nacerá de él, esto es, a Cristo. Rabia Dios hecho dos especies de promesas a Abraham las unas miraban a su propia persona; las otras á su linaje y a su posteridad. Dios cumplió lo que había prometido a la persona de Abraham, colmándole de bienes temporales y concediéndole, con una numerosa posteridad, una vida tan dichosa como larga; pero su justicia, su obediencia y su fe, no debía recompensársele sino en el cielo. Por lo que hace a su posteridad, se la puede considerar, dicen los intérpretes, según la carne y según el espíritu Isaac es el hijo de Abraham según la carne, y Jesucristo en cuanto hombre es su hijo según el espíritu, y a Jesucristo propiamente es a quien se dirigen las promesas hechas a Abraham y a su estirpe, y sólo en Jesucristo es en quien se ha cumplido esta promesa: Todas las naciones de la tierra serán benditas en el que saldrá, de ti. Es evidente que esta promesa no se ha cumplido en Isaac, puesto que los hebreos no tenían comercio alguno con las naciones extranjeras, a las cuales miraban con horror. Estas bendiciones universales y sobreabundantes no se han cumplido sino en Jesucristo, verdadero Isaac inmolado en la cruz por todas las naciones, por todos los hombres, y del que el primer Isaac no era más que la figura; en Jesucristo únicamente es en quien han sido benditas todas las naciones; no era tampoco la raza de los judíos la que debía multiplicarse como las estrellas del cielo y como la arena que está en la orilla del mar; nada fue mas limitado que la Judea; debe, pues, entenderse esta pron1esa de la generación espiritual de Jesucristo, que son los cristianos, y se ha cumplido en la Iglesia y de ningún modo en la sinagoga.

No entra aquí San Pablo en el pormenor del cumplimiento de las promesas hechas a la estirpe carnal de Abraham; limitase a la estirpe espiritual, que es Jesucristo, dice San Agustín, en cuanto que ella es la que forma toda la Iglesia de los fieles de todos los siglos, de cualquiera nación y de cualquier país que sean. Si los patriarcas, los profetas, los santos del Antiguo Testamento han tenido parte en las bendiciones de la generación espiritual, no es en cualidad de hijos de Abraham, según la carne, sino sólo como imitadores de su fe y como pertenecientes ya a la generación espiritual de Jesucristo y a la nueva alianza; puesto que ninguno, ni en una ni en otra alianza, ha podido salvarse sino en contemplación y por los méritos de Jesucristo. Esto es lo que hace decir aquí a San Pablo que la Escritura no dice que las promesas hayan sido hechas a Abraham y a los que nacerán de él, sino a Abraham y al que debía nacer de él, que es Jesucristo. La promesa, dice Santo Tomás, es histórica y figurativa: histórica y literal en Isaac y su posteridad según la carne; figurativa y espiritual en Jesucristo y los fieles. San Pablo tenia toda la autoridad necesaria, dice este gran doctor, para dar al texto figurativo un sentido determinado y cierto, y capaz de fijar nuestra fe.

He aquí, pues, lo que yo digo: habiendo hecho Dios como un contrato y una alianza con Abraham, por la cual promete a su generación espiritual, esto es, al que debía nacer de él, que es Jesucristo, todo género de bendiciones, la ley que no se ha dado has cuatrocientos treinta años después, no ha podido anular ni desvanecer la promesa hecha a Abraham. Ahora bien: si por la fe, independientemente de Ja ley, hemos llegado a ser herederos de lo bienes celestiales, luego no sería ya por la promesa, la cual quedaba vana y nula por la ley. Sin embargo, a Abraham y a su linaje es a quien se han prometido las bendiciones independientemente de la ley; no es, pues la ley la que justifica y la que da la herencia, sino la fe. ¿De qué sirve, Juego, la ley, si sin ella puede uno justificarse y llegará ser heredero de las bendiciones prometidas? La ley, responde San Pablo, se ha establecido a causa de los crímenes que se cometían. Aquel pueblo, enteramente carnal y grosero, cometía mil faltas graves todos los días sin temor y sin remordimiento. Para darles, pues, a conocer estas faltas e instruirles de ellas, se les ha dado la ley a fin de que reconociesen, violándola, los crímenes de que se hacían culpables, y se contuviesen, por lo menos, por el temor del castigo ordenado por la ley. No se había dado, en efecto, la ley para merecer las bendiciones y la herencia prometidas en virtud de la alianza contratada, sino para que sirviese como de luz para reconocer las faltas y como de freno para evitarlas. Esta ley no se había dado más que hasta la venida del que debía nacer, esto es, basta la venida de Jesucristo, que mediante su espíritu y su gracia nos da bastante a conocer hasta las faltas más ligeras, y al
mismo tiempo nos da la fortaleza para evitarlas; así que, habiendo venido Jesucristo, la ley antigua que los ángeles habían intimado por el ministerio de un mediador, que es Moisés, no es ya necesaria para la salvación en cuanto á sus preceptos y ceremonias legales. Pero me diréis, continúa San Pablo, ¿luego la ley es contra las promesas de Dios? De ningún modo. Las promesas se han hecho independientemente de la ley, y la misma ley es como un efecto de las promesas, puesto que ella es una señal de la protección de Dios sobre los hebreos  a quienes se le ha dado para que les sirviese de luz, de freno y de guía; mas esta ley no tenia la virtud de justificarlos por si misma; recordábales las promesas y les ha dado entender que no debían ver los efectos y el cumplimiento de ellas sea un su verdadero sentido, sino por la fe de Jesucristo. Mas la Escritura, añade San Pablo, lo ha sujetado todo al pecado, a fin de que por la fe en Jesucristo se cu1npliese la pron1esa con respecto a los que creyesen. La ley, dice San Crisóstomo, ha convencido a los que han vivido antes de la fe, que vivían en el error acerca de un gran número de puntos de moral. Ella ha hecho ver a los judíos que vivían bajo de la ley que eran prevaricadores; en fin, ella les ha hecho esperar; pero no les ha dado el remedio eficaz a sus males. Este no le han podido obtener sino por la fe en Jesucristo. La antigua ley no se ha promulgado, concluye el santo Apóstol, para justificar a los hombres, sino para darles a conocer su flaqueza, y que se penetrasen mejor de la necesidad que tenían de la fe de Jesucristo, su Redentor y Mesías, y que no había otro medio que esta fe para adquirir la herencia.

El Evangelio de la Misa de este día contiene la curación milagrosa de diez leprosos, cuya historia es como sigue: El Salvador, que por donde quiera que pasaba iba haciendo bien., y que obraba maravillas por todas partes, yendo a Jerusalén para la fiesta de la Dedicación, pasó por medio de la Samaria y de la Galilea. Al tiempo de entrar en un pueblecillo vio venir hacia él diez leprosos, que, deteniéndose lejos, porque la ley les prohibía comunicar con nadie, inmediatamente que le vieron desde donde estaban, gritaron diciendo: Jesús, Maestro nuestro, compadeceos de nosotros. Luego que el Salvador hizo alto en ellos: Id, les dijo, mostraos a los sacerdotes. La ley establecía jueces de esta enfermedad a los sacerdotes, á los cuales tocaba el declarar si los que se les presentaban estaban atacados de ella o si estaban bien curados. Aquellos cuya curación estaba reconocida ofrecían desde luego dos gorriones, y ocho días después ofrecían dos corderos y una oveja, y si eran pobres un cordero y dos tórtolas. Enviando Jesucristo los leprosos a los sacerdotes, les daba a entender que quedarían curados en el camino puesto que no debían irse a presentar a los sacerdotes sino a fin de que éstos pronunciasen sobre su curación, y que no pudiesen dudar de su misión con un testimonio tan seguro como el del milagro.

Cumplieron con gusto los leprosos lo que el Salvador les mandaba; no dudaron un momento en tomar el camino de Jerusalén como si ya hubiesen quedado enteramente limpios de su lepra. Su fe recibió sobre la marcha su recompensa, y apenas se pusieron en camino cuando todos se hallaron perfectamente sanos. El regocijo que les causó su curación hizo que se olvidasen de aquel a quien se la debían; de los diez que eran, no hubo más que uno a quien ocurriese el pensamiento de volver a dar gracias a su insigne bienhechor, y aún éste era samaritano, y por consiguiente mirado como gentil y extranjero; los otros nueve, que eran judíos, no fueron tan reconocidos. El samaritano, pues, volvió al mismo sitio sin dejar de alabar en alta voz la bondad del Salvador y exaltar su omnipotencia. Luego que llegó adonde estaba Jesucristo se postró a sus pies, pegado su rostro con la tierra, y le rindió mil acciones de gracias por su curación. Recibióle Jesús con su acostumbrada dulzura; pero significó bien lo que le llamaba la atención el paso que acababa de dar, y la ingratitud de los otros que no estaban menos obligados que él a hacer lo mismo. Por esto dijo en alta voz: Qué ¿no han sido diez los curados? ¿donde están, pues, los otros nueve? ¿Precisamente no hay otro que este extranjero que haya sido agradecido, y que haya dado gloria y gracias á Dios por el beneficio recibido? La sorpresa que demuestra aquí el Salvador no es efecto de una extrañeza verdadera ó de una especie de ignorancia: Jesús no podía admirarse de nada, conociendo todo lo que debía suceder aun antes que sucediese; quería sólo abrirnos los ojos para que viésemos nuestra ingratitud para con Dios. Dichoso aquel, dice San Agustin, que, á ejemplo de este samaritano, considerándose como extranjero con respecto á Dios, le da muestras del mayor reconocimiento por los beneficios más pequeños, persuadido de que nada es tan gratuito como lo que se hace por un extranjero y un deseo desconocido. Tenía también el Salvador la idea de indicar por estas. Palabras cuán diferente sería con respecto a él la conducta de los gentiles de la del pueblo judío, el cual no debía pagar los favores tan insignes de que había sido colmado sino con la más insigne y la más negra de las ingratitudes. Levántate, le dice, ve, tu fe te ha salvado. Seguramente los otros habían tenido fe puesto que sin replicar habían obedecido y habían sido curados; pero el reconocimiento de éste le atrajo otras nuevas gracias, y es verosímil que el Salvador promete aquí alguna cosa particular a este samaritano, con respecto al bien de su alma y a su conversión. Figura instructiva de lo que sucede todos los días en el cristianismo. Muchos hay que reciben de la misericordia del Señor curaciones milagrosas, y muchos pecadores convertidos beneficios singulares, gracias particulares; pero pocos se portan con un verdadero reconocimiento, y por esta negra ingratitud se hacen indignos de nuevos favores.

Croisset, el año litúrgico.

Croisset. XI Domingo después de Pentecostés

Llámase comúnmente en la Iglesia Romana este domingo el
domingo del sordomudo curado por Jesucristo, porque el Evangelio de este día refiere la historia de este milagro. Como todas las maravillas de la vida del Salvador eran pruebas visibles de su .omnipotencia y de su divinidad, y al mismo tiempo pruebas evidentes de la santidad de la religión que venia a establecer en el inundo, la Iglesia ha escogido para la Epístola de la Misa de este día aquel pasaje de la carta que San Pablo escribió a los corintios; en donde, después de haberles dado cuenta del modo con que les había anunciado el Evangelio, les declara que n9 les ha enseñado y como dado en depósito más que lo que él mismo había recibido de Jesucristo, y por el compendio que les hace de los principales misterios de nuestra religión les da una idea justa de la excelencia del Redentor, de su divinidad y de la bondad infinita que ha tenido con los hombres. El Evangelio no es una prueba menor de esto, no pudiendo ser el n1ilagro asombroso que refiere sino el efecto de esta omnipotencia que no puede convenir más que á Dios solo. El introito de la Misa expresa perfectamente los sentimientos de un corazón animado de una fe viva en este divino Salvador, y lleno de una santa confianza en su bondad y en su omnipotencia.

Yo veo al Señor en la nueva Sión;  allí ha remitido a los hombres, y los une por unos mismos sentimientos y por unas mismas leyes: el Dios de Israel inspira valor y fortaleza á su pueblo, y le hace formidable a sus enemigos. Preséntese, nada más, este Dios, levántese y disperse sus enemigos; muéstrese este Dios omnipotente, y huyan de su presencia los que sacuden el yugo de sus leyes. Todo este salmo, uno de los más magníficos y más admirables que David ha compuesto en un estilo sublime y elevado y que es una alegoría continua, todo este salmo, repito, debe entenderse de la venida de Jesucristo, de sus milagros, de sus victorias., de los misterios realizados en su persona y del establecimiento de la Iglesia por los apóstoles. El Profeta hace en él la relación de diversos prodigios del Antiguo Testamento que fueron figura de lo que debía  suceder en  el Nuevo, y en particular de todas las 1naravillas que debía obrar el Salvador. El milagro cuya historia refiere el Evangelio de este día ha determinado a la Iglesia para hacer la elección de este salmo, que es propiamente uno de los mis bellos cánticos que tenemos en honor de las maravillas y de los n1isterios de Jesucristo. Todos los Santos Padres griegos y latinos, que lo explican según la alegoría y el sentido místico, lo aplican a la venida, a la resurrección y a la ascensión del Salvador, a todos los milagros que ha obrado, a la predicación de los apóstoles, a la conversión milagrosa de los gentiles y a la destrucción victoriosa del paganismo. Si el Profeta habla en él de la salida de Egipto y de la publicación de la ley, no es sino por alegoría a la libertad del cautiverio del pecado, que ha sido el fruto principal de la venida del Salvador y de la publicación del Evangelio, cuyos hechos estaban allí figurados. Esto es lo que movió a comenzar este cántico por unos términos entusiasmados y con expresiones enfáticas. Levántese Dios y disperse sus enemigos: huyan de su presencia todos sus adversarios. Desaparezcan los impíos delante del Señor, como el humo se desvanece en el aire, o como la cera que en un momento se derrite al fuego; mas los justos, por el contrario, alégrense y regocíjense viendo a su Dios y su libertador. Pueblos fieles, celebrad su gloria, cantad salmos en su honor. Todo este salmo es un cántico de regocijo, un cántico de alegría continua para celebrar las maravillas del Salvador y la pompa de su triunfo.

La Epístola de la Misa de este día puede mirarse como un compendio de las pruebas más brillantes de nuestra religión y de las verdades fundamentales del cristianismo. Como la verdad de la resurrección de Jesucristo es el fundamento sólido y la base de  nuestra creencia, no es de extrañar que los apóstoles se aplicasen, con tanto ahínco a demostrar esta importante verdad, que tanto interés tenia el infierno en debilitar, pero cuya evidencia no había podido oscurecer todo el infierno: así es que no hay dogma alguno mejor establecido, ninguna verdad más a menudo ni más útilmente sostenida. Había entre los cristianos de Corinto ciertos espíritus dañados, que no abrigaban sentimientos muy ortodoxos en orden a la resurrección. Como este articulo era, por decirlo así, el fundamento de todo el cristianismo, San Pablo se aplica a establecer esta verdad en el capitulo quince de su carta con todo género de razones, y al mismo tiempo prueba la resurrección futura de los muertos por la resurrección de Jesucristo, la cual confirma con muchos testimonios.

Voy a poner a la vista uno de los puntos capitales y más importantes del Evangelio que os he predicado, que habeis recibido por una gracia especial de Jesucristo, y en el cual os mantenéis con tanta fidelidad a pesar de los artificios seductivos de los falsos doctores, que os deslumbran con sus sofismas. Vosotros sabéis que sólo creyendo las verdades que os he anunciado, os salvareis; no hay que esperar salud fuera de esta creencia; porque a menos que no hayáis creído en vano, debéis acordaros de qué manera os he predicado. Mis predicaciones, dice en otra parte, nada tenían parecido á los mañosos discursos de la sabiduría humana, antes bien, el Espíritu Santo y su virtud eran visibles en ellas, y esto a fin de que la sabiduría humana no fuese el fundamento de vuestra fe, sino la virtud divina. A esto alude San Pablo cuando dice aquí á los fieles de Cristo que se acuerden de qué manera les ha predicado, de las maravillas que han acompañado a su predicación, y que si han creído las grandes verdades que les ha anunciado, no ha sido ligeramente como gentes que se dejan llevar de la novedad sin examen, y que son tan fáciles para abandonar la fe como lo han sido para abrazarla. Por más incomprensibles que sean nuestros misterios, por más sublimes que sean las verdades de nuestra religión, por más austera que sea su moral, nunca me he servido para persuadiros todo esto de términos escogidos, ni de maneras de hablar seductivas y estudiadas; no he empleado para ello los artificios de una elocuencia alucinadora. Yo os he enseñado con toda sencillez lo que a mi mismo se me ha enseñado por el Señor, que, siendo la verdad por esencia, no puede ser engañado, ni engañarnos. Os he dicho desde luego que Jesucristo nuestro Salvador ha muerto por nuestros pecados conforme a las Escrituras, esto es, como lo había predicho por los profetas, y singularmente por Daniel que con tanta precisión marca el tiempo de su muerte; y pasadas setenta y dos semanas de años, será Jesucristo condenado a muerte (Dan. c. IX); lo cual sucedió precisamente en el tiempo señalado según los cálculos de la más exacta cronología; por Isaías que predijo el fin de su muerte; esto es, por los pecados de los hombres (cap. LIII) y las circunstancias de su muerte: será llevado a la muerte como una oveja sin quejarse, y será cubierto de llagas sin decir palabra.

Os he enseñado, continúa el santo Apóstol, que habiendo muerto este divino Señor fue sepultado; que ha resucitado al tercero día, conforme a las Escrituras, como un testimonio de los más persuasivos y de los más concluyentes. No hay cosa que persuada mejor al entendimiento en orden a las verdades incomprensibles, que el ver que han sido predichas; porque sólo Dios es el que puede conocer y pronosticar lo venidero: la predicción es un motivo muy poderoso para creer una verdad aunque no se la pueda comprender. La resurrección de Jesucristo era una verdad demasiadamente esencial en nuestra religión, para que no hubiera sido predicha y figurada en muchos pasajes de la Escritura. David, Isaías, Oseas, y en particular el profeta Jonás, nos la han anunciado en más de un pasaje. No se contenta San Pablo con esta prueba, sacada de la predicción: trae también el testimonio de los que han sido testigos de ella, y este testimonio no tiene réplica. Os he dicho, añade, que el Salvador resucitado ha aparecido a Cefas, y después a los once. El santo Apóstol no refiere aquí en particular todas las apariciones de Jesucristo, sino sólo aquellas que juzga mas apropósito para hacer impresión en el ánimo de los fieles de Corinto. Después de haber referido San Lucas la aparición del Salvador a los dos discípulos que iban al castillo de Emaús y la vuelta de éstos a Jerusalén, dice que habiendo encontrado estos dos discípulos a los once apóstoles, y a los que estaban con ellos, todos juntos, y habiéndoles contenido lo que acababa de sucederles; supieron de ellos que el Señor había resucitado verdaderamente y que había aparecido a Simon-. (Luc. XXIV.) Os he dicho también, continúa aún el santo Apóstol, que después se apareció a más de quinientos hermanos al mismo tiempo, de los cuales algunos han muerto, pero todavía están muchos en el mundo. Habla aquí San Pablo de la aparición que hizo el Salvador a todos los discípulos que se congregaron en la montaña de los Olivos, cuando el Salvador subió al cielo. ¡Qué nube de testigos y de pruebas para establecer el solo milagro de la  resurrección de Jesucristo!

Con todo, dice aquí un sabio intérprete, no era necesario menos para convencer al mundo de una verdad, que por una consecuencia necesaria le obligaba a creer todos los misterios y á practicar todas las máximas del cristianismo. San Pablo añade que muchos de los que se habían hallado en esta aparición vivían aún, a fin de que pudiesen, si querían, asegurarse por si mismos de un hecho tan importante.

Después de esto, continúa San Pablo, apareció a Santiago; después a todos los apóstoles. El Evangelio no habla de esta aparición; pero los Padres, siguiendo la antigua tradición, nos refieren que Santiago, dicho el menor, hijo de Cleofás y de María, primo del Salvador, y por tanto, llamado hermano del Señor, según el uso de los judíos; los Padres, repito, nos refieren que este Apóstol, que fue el primer obispo de Jerusalén, y que era también apellidado el Justo, había resuelto des pues de la muerte de su divino Maestro no tomar alimento alguno hasta haberle visto resucitado, y que el Salvador, por una bondad singular hacia este fervoroso Apóstol, se le apareció inmediatamente después de su resurrección, y habiéndole colmado de alegría por su presencia, le dio por si mismo pan que había bendecido, diciéndole que tomase de aquel alimento, pues que ya veía a su Salvador resucitado. Por fin, y en último lugar, prosigue el santo Apóstol, también me ha aparecido a mi que no soy más que un aborto. Siempre fue la humildad el carácter común de todos los santos. Los mayores entre ellos han sido siempre .los más humildes. Cuanto más los ha distinguido el Señor con los favores más sublimes, tanto mas bajamente han sentido de si mismos; las gracias más brillantes descubren siempre la profundidad de nuestra nada. San Pablo se llama a si mismo un aborto, para significar por esta expresión que no había nacido al cristianismo ni sido llamado al apostolado sino después de todos los demás; cuando todavía se hallaba informe, como de ordinario están los niños que vienen al mundo trabajosamente, o antes del término, esto es, antes de haber podido recibir el aumento y la forma conveniente. Los de mas apóstoles habían sido alimentados mucho tiempo por el Salvador con sus divinas instrucciones; San Pablo había sido llamado al apostolado estando todavía por confirmar, por decirlo así, desfigurado por su tenaz apego al judaísmo. A la verdad, el Señor había suplido en él lo que le faltaba con su gracia y con sus revelaciones, que en menos de nada le formaron el doctor de las naciones y una de las lumbreras más brillantes de la Iglesia; pero San Pablo, como todos los grandes santos, no mira en si mismo sino lo que tiene de su propia cosecha y lo que en si descubría más defectuoso, reconociendo humildemente que toda la ciencia. Y la inteligencia que poseía y cuanto bueno podía adornarle era un puro don de Dios. Poseído de los sentimientos más bajos de si mismo, en medio de todas las maravillas que obraba; este gran santo no pierde nunca de vista lo que ha sido, reconociendo siempre que todo lo que es lo debe a la gracia. Porque, dice, yo soy el menor de los apóstoles, que no merezco este nombre, habiendo perseguido la Iglesia de Dios. Tal ha sido siempre el carácter de los mayores santos; no consideran en si mismos más que el mal que han hecho o que han podido hacer; las maravillas más grandes que Dios obra por su ministerio las miran desde el fondo de su nada. La humildad fue siempre la virtud favorita de todos los santos. Cuando el perseguidor de Jesucristo, convertido en apóstol suyo, anuncia á los hombres su resurrección, ¿qué podía oponer la incredulidad para enervar su testimonio? Su conducta, sus trabajos, la persecución misma que él había suscitado contra la Iglesia, son otras tantas pruebas de la sinceridad y de la verdad de su predicación, dice un sabio intérprete. No se le puede acusar de haber creído con ligereza lo que predica, y se ve bien claro que ha sido necesario un milagro muy marcado para hacer un apóstol del que era el más violento y el más pertinaz de los perseguidores de Jesucristo. Reconoced, pues, pueblos incrédulos, la fuerza victoriosa de la gracia del Redentor; porque lo que yo soy, lo soy por la gracia de Dios, que se complace muchas veces en elegir lo más flaco para con el mundo. Para confundir lo más fuerte, a fin de que ninguno tenga de qué gloriarse delante de él. Siendo, pues, tan indigno del apostolado, como acabo de decir, sólo por un favor enteramente gratuito y por una bondad del todo particular de Dios soy yo apóstol. En mi vocación, no ha sido ciertamente a mis méritos a lo que ha tenido el Señor consideración, sino sólo a su pura misericordia; lo poco que soy, y todo el bien que hago, lo debo a la gracia, sin la que nada soy, ni puedo nada. Por la gracia de Dios soy todo lo que soy, y de mi mismo no puedo gloriarme más que de mis humillaciones y de mi nada. ¿Qué somos, en efecto, en el orden sobrenatural sin la gracia? Flaqueza, ignorancia, pecado; y todavía entre tantas miserias se desliza el orgullo, para poner el colmo a todas ellas: ninguna cosa, en efecto, prueba tanto nuestra imbecilidad y nuestra nada como nuestro orgullo. Pero ¿qué no somos y qué no podemos con a gracia? ¡Qué luz, qué sabiduría, qué ánimo, qué fortaleza! Todo lo puedo, dice en otra parte el mismo Apóstol, en aquel que me da la fortaleza; y ciertamente, la gracia que me ha dado no ha quedado sin efecto. ¿Qué no ha hecho en’ mi? ¡Qué mutación tan portentosa! De un perseguidor obstinado de Jesucristo y de sus siervos, ha hecho un apóstol; el amor tierno a este divino Salvador ha sucedido al furor con que le aborrecía; la fe mas animosa, a la incredulidad más terca; y el celo mas ardiente por extender la fe de Jesucristo, a la pasión mas violenta que jamás hubo y que yo tenía por extinguirla. Dios ha querido hacer ver en la persona de San Pablo lo que puede la gracia de Dios en un corazón que no opone obstáculo a ella y que dice como este Apóstol: Señor, ¿qué queréis que haga? Rindámonos con docilidad á las dulces impresiones de la gracia y tendremos el consuelo de poder decir muy pronto corno él: «la gracia que Dios me ha concedido no ha quedado sin efecto;» pero para esto es menester también decir sinceramente como él: «Señor, ¿qué queréis que haga?»

El Evangelio de la Misa de este día refiere la curación milagrosa de un hombre sordo y mudo: todo es misterioso en esta historia. Habiendo dejado el Salvador por un poco tiempo la Judea, de la cual no estaba muy contento, vino hacia los confines del país de Tiro y de Sidón, sin ruido y al parecer como queriendo ocultar su llegada a aquellos extranjeros; pero una luz tan resplandeciente no podía estar escondida mucho tiempo. Los pueblos de aquellos contornos eran cananeos, descendientes de Canaan, y por consiguiente, gentiles, y confinaban con la Judea; había entre ellos algunos que se llamaban siro-fenicios, a causa dé que ocupaban la región de la Fenicia que constituía entonces una parte de la verdadera Siria. Allí fue en donde una mujer siro-fenicia, llamada comunmente la Cananea, mereció por su perseverancia que el Salvador hiciese el elogio de su fe y que librase a su hija de un demonio de que estaba poseída. El Hijo de Dios no se detuvo allí mucho tiempo; solamente quería dar á entender que había venido principalmente para convertir a los judíos, según se les había prometido; pero que igualmente había venido también para los gentiles aun cuando no debiesen ser llamados a la fe, sino después que los judíos se hubiesen hecho indignos del Evangelio. Volviéndose, pues, Jesús del país de Tiro, se fue por Sidón, esto es, pasó solamente por el territorio de los sidonios; y encaminándose hacia el mar de Galilea, atravesó una parte del país de la Decápolis. Llamábase asi una co1narca de la Galilea en Judea. Extendíase desde el monte Líbano hasta cerca, del mar de Galilea, y tomaba .su nombre de diez ciudades principales que contenía, las cuales eran: Dan, Cesarea de Filipo, Cades, Neftali, Aser, Safer, Cafarnaum, Corozain, Bethsaida, Jotapate, Tiberiades y Bethsan o Scitópolis. Habiendo llegado el pueblo a entender que Jesús había llegado al país, le salió al encuentro. Lleváronle un hombre que era sordo y mudo: Este pobre daba gritos, con algunas palabras confusas y poco articuladas, como hacen por lo común los mudos, arrojando impetuosamente la voz, sin poderse dar a entender. Pidiéronle al Salvador .que le tocase con su mano y le curase.

Hizo, en efecto, lo que deseaban; pero con ciertas ceremonias de que no acostumbraba servirse cuando hacia otros milagros. Quería mostrarnos el Salvador en esto que sus 1nenores acciones eran misterios que debemos reverenciar, instrucciones mudas de que nos debemos aprovechar y ejemplos que debernos seguir. Quería al mismo tiempo con estas ceremonias hacernos comprender que no lía y demonio más peligroso que el que nos cierra la boca y nos impide descubrir las llagas del alma. No hay tampoco pecador más difícil de convertir que el que esta sordo á la voz de Dios. Estas dos enfermedades del alma son cuasi incurables; es menester un gran milagro para curar esta sordera espiritual; no hay una señal más visible de reprobación que cuando un pecador rehúsa oír la voz de Dios que le llama y le ofrece su. misericordia; ninguno esta en mayor peligro que el que no quiere descubrir las llagas de su alma al médico caritativo que las puede curar.

La primera: cosa que hizo el Salvador fue sacará aquel hombre de entre la multitud. Esta especie de pecadores apenas se convierten mientras permanecen en medio del tumulto del mundo; necesitan del retiro; él sólo puede poner al pecador en estado de oír la voz del Señor. En la soledad es en donde Dios habla al corazón del pecador. Habiendo, pues, el Hijo de Dios tomado aparte a este hombre sordo y n1udo, le mete sus dedos en los oídos,, le toca la lengua con su saliva; después, levantando los ojos al cielo, suspira por él y por todos los pecadores, figurados en este enfermo, y habiendo pronunciado esta palabra siriaca, que era la lengua del país, Ephpheta, que significa ábrete, el enfermo se halló curado: sus oídos se abren, su lengua se desata; el sordo oye la voz de su médico, el mudo habla con una facilidad que asombra y llena de regocijo a todos los que estaban presentes. ¡Qué de misterios, a cual más instructivos, en un solo milagro! Notemos aquí que el Salvador se contenta con decir á los oídos Ephpheta, ábrete; y que no dice a la lengua desátate, porque basta que el pecador oiga la palabra de Dios: inmediatamente habla, desatase la lengua, luego que el corazón es movido. Es muy difícil convertir a un pecador cuando no quiere oír hablar de su estado, ni explicarse él mismo con aquellos que podrían sacarle de él.

El Salvador gime, levanta sus ojos al cielo, lo que hacia ordinariamente antes de obrar los mayores milagros. Todo .esto muestra la dificultad de aquella curación. El Hijo de Dios no tenia necesidad de hacer todas estas ceremonias para volver la palabra y el oído al sordomudo, no era menester más que el que quisiera que hablase y que oyese; pero quería el Salvador instruirnos y enseñarnos al mismo tiempo que es necesario levantar los ojos al cielo, que es preciso gemir, esto es, que es menester orar y hacer penitencia por esta especie de pecadores. Quería también el Salvador enseñar a sus discípulos por estas ceremonias las que ellos debían observar en la administración del sacramento del Bautismo, y en efecto, comprendiéronlo perfectamente los apóstoles después de la venida del Espíritu Santo, y así lo enseñaron luego a la Iglesia. En la explicación que se ha dado en la historia del sexto domingo después de Pentecostés, ha podido verse lo que significan estas misteriosas ceremonias. Todo lo que el Salvador ha hecho y dicho durante su vida pública en la tierra ha sido para nuestra instrucción.

No es menos saludable la orden que dio el Salvador a todo el pueblo de que no hablasen de la 1naravilla de que habían sido testigos. La humildad ha sido siempre el rasgo más brillante y más señalado de Jesucristo y de todos sus verdaderos discípulos. Sabía bien que se publicaría; pero quería enseñarnos que en el ejercicio de las buenas obras, sobre todo en. los actos de esplendor que acompañan algunas veces las funciones del divino ministerio, no se ha de buscar la gloria delante de los hombres, ni hemos de tener otra mira que la gloria de Dios; esto es todo lo que debemos proponernos en los servicios que hacemos al prójimo.

San Juan Crisóstomo, San Jerónimo y los demás Santos Padres creen que Nuestro Señor no pretendía imponerles una obligación estrecha de que no hablasen de los milagros, cuando les prohibía publicarlos; era más bien una lección de humildad .y de modestia que les daba, que un precepto rigoroso que les imponía; ni tampoco ellos tomaron la prohibición que les había hecho más que como la expresión de un simple deseo, tan ordinario en las almas humildes, de evitar el esplendor y la alabanza. Todos los que estaban presentes no podían imaginarse que aquel fuese un mandamiento absoluto que les obligase a callar; por otra parte su admiración era demasiado grande y demasiado general para que pudiese contenerse ni dejar de publicarse; por más que el Salvador tratase de huir del honor que le reportaba, era imposible que les cerrase la boca. Cuanto 1nás se lo prohibía, más altamente hablaban y más se maravillaban: honor, gloria, alabanza, exclamaban en un santo trasporte de admiración; bendición, salud a este hombre extraordinario que todo lo hace con perfección: él ha dado oídos a los sordos, lengua a los mudos, vista a los ciegos. Nuestras acciones son las que deben hacer nuestro elogio. Cualquiera otro titulo de alabanza es vano.

Juan Croisset, El año cristiano.