Ordenes mayores

Estos cuatro ministros inferiores del culto: el portero, el lector, el exorcista y el acólito, si bien son ya verdaderos ordenados y miembros oficiales de la Jerarquía Eclesiástica, todavía no han contraído con la Iglesia ningún compromiso definitivo. Ellos y ella pueden romper legítimamente los lazos sagrados que los unen, aunque con el consiguiente dolor por ambas partes. Lo definitivo y lo indisoluble comienza en el Subdiaconado, que es, como hemos dicho, la primera de las Órdenes mayores. Por lo mismo la reciben los jóvenes clérigos ya en su mayoría de edad, para que más deliberadamente piensen a lo que de por vida se obligan. Ni las órdenes menores ni el Subdiaconado son verdaderas Órdenes, en el sentido estricto de la palabra.

El Subdiaconado.

Antes de proceder a la ordenación, el obispo les avisa a los candidatos que todavía son libres de retirarse y de optar por la vida secular, pero que no lo serán ya después de haber recibido esta Orden, la que les obliga al voto perpetuo de castidad y a estar siempre al servicio de la Iglesia. Un compromiso tan grave no se cumple sin especiales gracias del Cielo, las cuales piden para ellos el prelado y el pueblo con las Letanías de los Santos. A continuación les dice que consideren el alto ministerio que se les confía, “pues de la incumbencia del subdiácono es preparar el agua para el servicio del altar, ayudar al diácono, lavar los manteles del altar y los corporales, y presentar al mismo el cáliz y la patena para el Sacrificio”. Como instrumentos de su oficio reciben el cáliz vacío con la patena, unas vinajeras provistas de vino y agua, y el platillo con el manutergio. Luego el obispo les impone el amito, el manípulo y la tunicela (o dalmática), y les entrega el Epistolario con el poder de leer las epístolas en la Iglesia.

8. El Diaconado.

El Diaconado es la última etapa antes del sacerdocio. Es una verdadera Orden sagrada. Para que no entre en él ningún sujeto dudoso, pregunta el obispo al clero y al pueblo allí presentes, si tienen algún cargo contra el candidato. Luego, dirigiéndose a él, le dice que piense en su gran dignidad, “pues le toca al diácono servir directamente al altar, bautizar y predicar”. Después le impone las manos, comunicándole el  Espíritu Santo, para que “lo fortalezca y le dé resistencia contra el diablo y sus tentaciones”. Por fin, le re-viste la estola y la dalmática y le entrega el Evangeliario, con el poder de leer el Evangelio en la Iglesia.

Antiguamente los diáconos intervenían mucho más que ahora en la liturgia, como auxiliares ordinarios de los sacerdotes y de los obispos, y muchos se quedaban diáconos para siempre. Ahora, aunque en casos especiales pueden los diáconos bautizar y predicar, su ministerio, está casi concretado al altar, donde es el servidor inmediato del celebrante. Por otra parte, el diaconado ya no es, más que por excepción, una orden terminal, sino el último paso para el sacerdocio.

Para la ordenación del diaconado la materia es la imposición de las manos del obispo, única prevista en este rito, y la forma está contenida en el Prefacio, siendo estas palabras las esenciales: “Emitte in eum, qusesumus, Domine, Spiritum Sanctum, quo in opus ministerii tui fideliter exequendi septiformis gratiae tuae munere roboretur”.

Hasta aquí no hemos hecho más que seguir al joven clérigo en su gradual ascensión hacia el altar. De lo puramente material: abrir y cerrar las puertas del templo, tocar las campanas, suministrar agua, etcétera, ha ido pasando a lo espiritual: arrojar los demonios, bendecir los frutos, leer, cantar, predicar, bautizar, etcétera. Ordenado de diácono, es ya un verdadero ministro del culto, con poderes bien determinados sobre el Cuerpo real de Jesucristo y sobre el Cuerpo místico; pero todo eso se endereza a una meta sublime, que es el sacerdocio, el cual alcanza su plenitud en la Consagración Episcopal.

La Ordenación Sacerdotal.

Conducidos los candidatos por el arcediano ante su obispo y a la presencia del pueblo, para que testifiquen uno y otro si aquéllos son o no dignos del sacerdocio, amonéstales el prelado sobre su alta dignidad y sobre los poderes que se les van a conferir, como a sucesores de los setenta y dos discípulos de Cristo y de los Ancianos.

La flor de la liturgia, Azcarate.