Textos para meditar: IV domingo de Pascua

Homilía de San Agustín, Obispo.

Tratado 94 sobre San Juan, en el principio.

Habiendo predicho nuestro Señor Jesucristo a sus discípulos las persecuciones que padecerían después de su pasión, añadió: Estas cosas no os las dije en el principio, porque estaba con vosotros; y ahora me vuelvo a Aquel que me ha enviado. Debemos indagar si les había ya anunciado las futuras persecuciones. Los otros tres evangelistas demuestran que se las había predicho suficientemente antes de celebrar la Cena; terminada la cual les habló así, según San Juan: Estas cosas no os las dije en el principio, porque estaba con vosotros.

¿Acaso no se podrá resolver esta dificultad, diciendo que los otros evangelistas hacen observar que la pasión del Señor estaba próxima cuando Él hablaba así? Él no les había dicho, de consiguiente, estas cosas desde el principio, cuando estaba con ellos, ya que las dijo cuando estaba próximo a dirigirse al Padre. Y por lo mismo, aun según aquellos evangelistas, se halla confirmada la verdad de estas palabras del Salvador: “Estas cosas en el principio no os las dije”. Mas si esto es así, ¿cómo se salva la veracidad del Evangelio según San Mateo, el cual nos refiere que estas cosas fueron pronunciadas por el Señor, no sólo cuando ya iba a celebrar la Pascua con los discípulos, estando inminente la pasión, sino desde el principio, en el pasaje donde los apóstoles son expresamente llamados por sus nombres y enviados a ejercer el santo ministerio?

¿Qué quieren decir, de consiguiente, estas palabras: “Esto no os lo dije al principio, porque estaba con vosotros”; sino que la predicción que Él hace del Espíritu Santo, a saber, que vendría a ellos y daría testimonio en el momento en que habrían de sufrir los males que les anunciaba, no la hizo desde el principio porque estaba con ellos? Este Consolador o Abogado (ambas cosas significa en griego la palabra Paráclito) no era necesario sino después de haber partido Cristo al cielo, y por esta razón no había hablado de Él en el principio, cuando Él estaba con ellos, ya que con su misma presencia les consolaba.

Del Tratado de San Cipriano, Obispo y Mártir, sobre el bien de la paciencia.


Sermón 3, al inicio.


Habiendo de tratar de la paciencia, y teniendo que predicaros de sus bienes y utilidades, ¿por dónde empezaré mejor, sino por haceros notar que, para oírme, necesitáis de la paciencia? Lo mismo que oís y aprendéis, no lo podéis aprender sin paciencia, dado que las enseñanzas y doctrinas de la salvación no se aprenden eficazmente cuando no se escuchan con paciencia. Entre todos los medios que nos ofrece la ley celestial y que dirigen nuestra vida a la consecución de los premios que nos promete la fe y la esperanza, el más útil para la vida y más excelente para conseguir la gloria, es que observemos cuidadosísimamente la paciencia, nosotros que nos adherimos a la ley de Dios por un culto de temor y de amor. Los filósofos paganos dicen que ellos también practican esta virtud, pero en ellos es tan falsa la paciencia como la filosofía. Pues ¿cómo puede alguno ser sabio o paciente, si ignora la sabiduría y la paciencia de Dios?

Jamás nosotros, hermanos amadísimos, que somos filósofos, no de palabra sino con las obras; que preferimos la verdad a la aparente sabiduría; que conocemos la realidad de las virtudes más que el jactarnos de las mismas; que no decimos grandes cosas, sino que vivimos como siervos de Dios; demostremos con obsequios espirituales la paciencia que aprendimos mediante el magisterio divino. Esta virtud nos es común con el mismo Dios. De éste trae su origen, de éste su excelencia y dignidad. El origen y grandeza de la paciencia proceden de Dios como de su autor. El hombre debe amar lo que agrada a Dios. Puesto que lo que ama Dios, es por lo mismo recomendado por la majestad divina. Siendo el Señor nuestro Padre y nuestro Dios, imitemos la paciencia de Aquél que es igualmente Señor y Padre, ya que conviene que los siervos sean obedientes, y que los hijos no sean degenerados.

La paciencia es la que nos hace agradables a Dios, y nos conserva en su servicio. Ella es la que mitiga la ira, refrena la lengua, gobierna la mente, guarda la paz, dirige las costumbres, quebranta el ímpetu de la concupiscencia, reprime la violencia del enojo, apaga el incendio de los odios, modera la tiranía de los poderosos, anima la indigencia de los pobres, defiende en las vírgenes la santa integridad, en las viudas la laboriosa castidad, en los desposados la mutua caridad; nos hace humildes en las prosperidades, en las adversidades esforzados, sufridos en las injurias y oprobios. Enseña a perdonar prontamente a los culpables; si hemos faltado nosotros mismos, nos enseña a pedir por largo tiempo y con insistencia el perdón. Vence las tentaciones, soporta las persecuciones, corona los sufrimientos y el martirio. Ella es la que robustece con firmeza los cimientos de nuestra fe.