Texto para meditar: VI Domingo después de Pentecostés

Del Libro de San Ambrosio, Obispo, sobre la Apología de David.


Apología 1, c. 2.


¡Cuántas faltas cometemos todos continuamente! Y ninguno se acuerda de la obligación de confesarlas. David, un rey tan glorioso y poderoso, no puede permanecer por corto tiempo bajo el peso del pecado sobre su conciencia, y, mediante una pronta confesión, con dolor inmenso, se descarga de él a los pies del Señor. ¿Hallaríais fácilmente hoy un hombre rico y lleno de honores que soporte humildemente una reprimenda por una falta cometida? David, en pleno esplendor del poder real, a quien alaban con frecuencia las Sagradas Escrituras, al reprocharle un particular un gran crimen, no se estremece de indignación, sino que confiesa su falta y la llora lleno de dolor.

De tal manera se conmovió el Señor por tan inmenso dolor, que Natán dijo a David: “Porque te has arrepentido, el Señor ha perdonado tu pecado”. La rapidez del perdón pone de manifiesto cuán profundo sería el arrepentimiento del rey. Los demás hombres, cuando los sacerdotes los reprenden, agravan sus pecados, procurando negarlos o excusarlos, y caen más abajo cuando debían levantarse. Pero los santos del Señor, que desean consumar el piadoso combate y recorrer por entero la carrera de la salvación, si alguna vez llegan a caer, menos por amor al pecado que por fragilidad natural, se levantan con más ardor para reanudar la carrera, y, estimulados por la vergüenza de la caída, la compensan con más rudos combates; así, su caída, en vez de producirles algún retraso, sólo sirve para aguijonearlos y hacerlos avanzar más deprisa.

David peca, como muchos reyes; pero hace penitencia, llora, gime, bastante raro en los reyes. Reconoce su falta, y, con la frente en el polvo, pide perdón; deplora su miserable fragilidad; ayuna, ora, y hace llegar a los siglos futuros el testimonio de su confesión. La confesión que avergüenza a los particulares, no avergüenza a este príncipe. Los que están sujetos a las leyes, niegan sus pecados, o no piden el perdón como este soberano que no está sometido a ninguna ley humana. Pecando, dio un signo de su frágil condición; suplicando, da una nota de enmienda. Común a todos es el caer; es propio de almas escogidas el confesarse. La inclinación a la culpa viene de la naturaleza; la voluntad de regenerarse, de la virtud.