Siempre se ha contado el domingo de Pasión, con respecto al oficio, en el número de los más solemnes, y no cede a ninguna otra solemnidad en la Iglesia. Como no hay misterio en nuestra religión que nos toqué más de cerca y en que el amor que Jesucristo nos tiene aparezca con más viveza que el de la redención, no hay tampoco otro que más nos interese, ni que exija de nosotros un reconocimiento más vivo y un tributo más justo de compasión, de imitación, de ternura y de amor. La Iglesia comienza hoy a llamar nuestra atención a los preparativos de la muerte de Jesucristo, por la consideración particular del misterio de su pasión, que no pierde de vista en toda la Cuaresma, pero singularmente en estos últimos quince días; de suerte que puede decirse que las cuatro primeras semanas de Cuaresma están particularmente destinadas a conducir al pecador a que haga penitencia por sus pecados, y las dos últimas a hacerle honrar el misterio de la Pasión del Salvador, por la participación, por decirlo así, de sus tormentos. Como fue este el tiempo poco más ó menos en que los sacerdotes, los doctores de la ley, llamados escribas, y los fariseos (confundidos y desconcertados por la resurrección de Lázaro, la cual había atraído un gran número de nuevos discípulos a Jesucristo, a quien no se apellidaba ya cuasi por todas partes más que por el Mesías) comenzaron a tramar su muerte, y como se cree que en este día fue cuando quedó determinada, la Iglesia, para manifestar su tristeza, se viste en él de luto; quita de sus oficios todo cántico de alegría, cubre sus altares, y en todas sus oraciones da a entender su dolor y su aflicción. Con la propia mira emplea en los oficios nocturnos la profecía de Jeremías, quien parece haber figurado á la vez los dolores de Jesucristo en su Pasión, y las desgracias ocasionadas por los pecados de aquellos que este divino Salvador había venido á rescatar con su muerte.
En algunos lugares la Iglesia toma hasta ornamentos negros, para hacer su luto todavía más sensible á la vista de los pueblos, e inspirarles, por medio de este lúgubre aparato, los sentimientos de compunción y de tristeza que convienen a los misterios que celebra en este santo tiempo. Y si la Iglesia, dicen los Padres, está sumergida en la tristeza y cubierta de luto en estos días de llanto, ¿será razón que sus hijos animen los sentimientos de una alegría profana? ¡Qué extravagancia tan escandalosa; qué impiedadseria, si se viesen los hijos presentarse en público con un brillante equipaje, divertirse con algazara, mientras que su Madre gime en la aflicción y tiene su corazón anegado en la amargura! Seguramente se hubiera mirado antiguamente como un apóstata, un cristiano que en el tiempo de Pasión se hubiera presentado en público con trajes ostentosos ó se hubiera atrevido a tomar parte en fiestas mundanas.
Llamabanse estas dos semanas de Cuaresma las dos semanas de Xerophagias, esto es, en las que no sólo estaba prohibido el uso de los lacticinios, sino también el del pescado, y sólo se alimentaban los fieles con legumbres secas. El ayuno era también más riguroso, y todo respiraba en ellas la penitencia. Hay algunos autores que llaman a este día el domingo de la Neomenia, esto es, de la Nueva Luna Pascual, porque, en efecto, no deja nunca de acaecer después de la nueva luna de Marzo, así como el domingo de Pascua después de la luna llena. Estos dos últimos domingos de Cuaresma se han distinguido siempre de los cuatro primeros: aquéllos se llaman domingo de Pasión y de Ramos, y éstos simplemente domingos de Cuaresma.
Los Santos Padres distinguen estas dos últimas semanas de las cuatro precedentes: aquéllas se llaman las semanas de Pasión, porque la Iglesia en todo este tiempo está en mayor duelo y los fieles dedicados a ejercicios de una devoción más tierna y de una penitencia más austera; éstas se llaman simplemente semanas de Cuaresma, durante las que la penitencia y el ayuno se observaban con un poco menos rigor.
Esta distinción se ve manifiesta en los sermones de San León, de los cuales unos se intitulan para las cuatro semanas de Cuaresma, y los otros para el tiempo de Pasión: hay doce para la Cuaresma, y diez y nueve para el tiempo de la Pasión. Aquí se ve también que se predicaba más a menudo los catorce últimos días de Cuaresma; que eran más continuos y más ordinarios los ejercicios de piedad y las buenas obras, y que se ayunaba con más austeridad. Eran más frecuentes las instrucciones que se hacían a los competentes, esto es, a los catecúmenos que en el último examen se había juzgado suficientemente instruidos para recibir el bautismo la víspera de Pascua, y nada se omitía para disponerlos a recibir dignamente este grande sacramento.
El introito de la Misa de este día está tomado del salmo 42, en el que David, desterrado y perseguido por Saúl, suspira por s u vuelta y por la vista del tabernáculo. El pide esta gracia al Señor, y se consuela con la esperanza de obtenerla; pero al mismo tiempo ruega al Señor que haga patente su inocencia. Compuso David este salmo al tiempo que Jonatás le declaró que Saúl estaba por último resuelto a quitarle la vida. Esto es, sin duda, lo que h a obligado a la Iglesia a elegirle para el tiempo en que la muerte del Salvador quedó decidida por los escribas, los fariseos y los sacerdotes.
La Misa de este día comienza por el primer versículo del salmo. Júzgazdme, Dios mío, y por en medio de lo que una liga criminal publica para difamarme, haced que aparezca a vista de todo el mundo mi inocencia; sustraedme al odio de un perseguidor tan injusto como artificioso, puesto que vos sois todo mi apoyo y toda mi fortaleza. Se ve bien la relación que tiene este texto con el misterio del dia. Haced que brille a mis ojos vuestra fidelidad en vuestras promesas; ella me hará caminar sin temor en medio de los más evidentes peligros, y me conducirá hasta vuestra montaña santa y a vuestros tabernáculos. Los Padres entienden por la luz y la verdad a Jesucristo. San Cirilo por la luz entiende al Hijo, y por la verdad al Espíritu Santo. Los mismos rabinos explican lo uno y lo otro del Mesías; y es claro que la montaña santa, en el sentido místico, es la Iglesia de Jesucristo.
Pocos santos hay a quienes la meditación de la Pasión de Jesucristo no haya sido familiar, y que no hayan encontrado en este gran misterio un fondo inagotable de fortaleza, de confianza y aun de alegría en las adversidades. Se consuela uno fácilmente en sus aflicciones y en sus molestias cuando mira con los ojos de la fe y con un corazón cristiano a un Dios espirando por nosotros en la cruz. Si Jesucristo ha sufrido, dice el apóstol San Pedro, ha sido para darnos ejemplo; y por el ejemplo mismo que nos ha dado, nos ha suministrado un motivo poderoso para animarnos a sufrir, y nos ha merecido la gracia para ello. El Padre Eterno dice a cada uno de los cristianos, mostrándole a su Hijo sobre el Calvario, lo que había dicho en otro tiempo a Moisés: Mira este modelo que se te propone sobre esta montaña, y aplícate a imitarlo. No podrías ser predestinado, si no fueses la copia de este divino original, y si no te hicieses semejante a Jesucristo crucificado; porque tu predestinación la h a merecido él principalmente sobre la cruz. Falta, dice San Pablo, alguna cosa a la Pasión de Jesucristo, con respecto a nosotros; es preciso que se le agregue por nosotros lo que le falta, y es la aplicación; ella no puede sernos útil, si no puede aplicársenos; es preciso, pues, estar clavado en la cruz con Jesucristo, como el apóstol; es indispensable estar unido a Jesucristo paciente. Que un Dios, como Dios, obre como señor y como soberano, dice uno de los más celebres oradores cristianos; que haya criado con una sola palabra el cielo y la tierra; que haga prodigios en el universo y que nada resista a su poder, es una cosa tan natural para él, que no debe ser cuasi motivo de admiración para nosotros.
Pero que un Dios sufra, que un Dios espire entre tormentos, que un Dios, como habla la Escritura, guste la muerte, siendo él solo quien posee la inmortalidad, esto es lo que ni los ángeles ni los hombres comprenderán jamás. Este es el misterio de la Pasión de Jesucristo, el cual obligó al profeta a exclamar: Llenaos, cielos, de asombro, porque he aquí lo que sobrepuja todos nuestros conocimientos y lo que exige toda la sumisión y obediencia de nuestra fe; pero también en este gran misterio ha triunfado nuestra fe del mundo: ¿y cuándo triunfará de nosotros mismos? Ella ha triunfado d e nuestro entendimiento: ¿y cuándo triunfará de nuestro corazón y de nuestras pasiones? E s muy extraño que en el tiempo mismo en que todo nos predica la Pasión del Salvador, en un tiempo singularmente consagrado a honrar sus humillaciones y sus tormentos, apetezca un cristiano el fausto, alimente un fondo de orgullo y de ambición y viva entre los placeres. La Iglesia nada omite para inspirarnos el espíritu de humildad, de compunción, de mortificación y de tristeza santa en estas dos últimas semanas de Cuaresma. Sus oficios, su gran luto, sus oraciones, todo tiende a hacernos sensibles a los tormentos y a la muerte de Jesucristo.
La Epístola de la Misa de este día está tomada del capitulo de la admirable carta de San Pablo a los hebreos, en la que el santo apóstol demuestra, con tanto vigor como elocuencia, la superioridad y la excelencia infinita de la nueva ley sobre la antigua; y hace ver, por los mismos términos de la ley, la infinita desproporción del sacerdocio de Aarón y de las ceremonias legales con el sacerdocio eterno y el sacrificio de precio infinito de Jesucristo. Como el santo apóstol escribía a los judíos instruidos en su ley y encaprichados con sus ritos y sus ceremonias, no se sirve más que de su misma ley para demostrar que ella no era más que la sombra de la ley nueva; que todos sus sacrificios de expiación, de acciones de gracias, de propiciación, no eran más que una débil figura del sacrificio y de la muerte de Jesucristo en la cruz, el cual ha sido la única victima capaz de borrar y de quitar el pecado del mundo. Todo su razonamiento se funda en la Escritura misma; su estilo es ajustado, alegórico y todo figurado, conforme al genio y a la costumbre de los orientales.
Después de haber demostrado San Pablo, por medio de un razonamiento sin réplica, la indigencia, la impotencia, el vacío de todo lo más respetable, más religioso y más sagrado que teñía la antigua ley; después de haber manifestado que todo en ella no era santo, más que con una santidad puramente legal, puesto que nada era capaz de santificar al alma, borrar el pecado, ni abrir le cielo, cerrado a todo el género humano desde el pecado del primer hombre, hace ver cuán inferior era el sacerdocio levítico al de Jesucristo. Toda la virtud de aquél se reducía a algunas purificaciones legales, a procurar algunos bienes temporales; el gran sacerdote no entraba más que una vez al año en el Santo de los santos, que era la parte más sagrada de un tabernáculo material hecho por mano de los hombres, y la entrada de este tabernáculo estaba cerrada a todos. He aquí el compendio de la virtud y de las prerrogativas del antiguo sacerdocio. Jesucristo, dice el Apóstol, habiéndose presentado como el pontífice de los bienes futuros, esto es, de los bienes eternos, de los bienes espirituales y celestes, de los bienes sobrenaturales, ha entrado una vez en el santuario, es decir, en el cielo, y por la triunfante ascensión de su humanidad nos ha abierto a todos la entrada. También se vio que el velo que cerraba la entrada del santuario en el templo se desgarró en la muerte del Salvador. El tabernáculo por el cual, ó con el cual, según el Apóstol, ha entrado Jesucristo en el celeste santuario, es la naturaleza humana de que se h a revestido, y con la que ha subido al cielo, para prepararnos allí un lugar y para tomar posesión de él, dice San Juan Crisóstomo, en nombre de todos. Por un tabernáculo, mucho más excelente, más perfecto y más santo, dice el Apóstol. En efecto, la carne, la humanidad del Salvador es el verdadero tabernáculo del Verbo encarnado: este hombre es en quien reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad, el que no ha nacido ni sido concebido de la manera que los demás; no hecho con la mano del hombre. El Espíritu Santo le ha formado de un modo sobrenatural en el seno de la Santísima Virgen; no de esta creación: no es el hombre el que le ha formado sino la operación del Espíritu Santo. El gran sacerdote no entraba en el Santo de los santos sino en el día de la expiación, llevando allí la sangre de las victimas, esto es, de los machos cabrios y de los novillos que había inmolado, por sus pecados y por los del pueblo. Jesucristo, único Pontífice eterno, no ha entrado en la estancia de los bienaventurados con la sangre de los animales inmolados, sino con su propia sangre derramada voluntariamente, no por él, que era la inocencia misma, sino generalmente por la remisión de los pecados de todos los hombres; y por este divino sacrificio, por esta sangre adorable derramada sobre el altar de la cruz, sangre de la nueva alianza, ha entrado, no una vez cada año como el gran sacerdote de los judíos, sino una vez para siempre. El efecto de este sacrificio no es, como los sacrificios de la antigua ley, el purificarnos de algunas manchas legales y pasajeras; la expiación que nos aplica, habiéndonos abierto el cielo para siempre, produce su efecto en la misma eternidad; nos purifica de todas nuestras manchas interiores, nos da la gracia, la justicia, la inocencia, nos libra de la muerte eterna y nos hace hijos de Dios. Se llamaba el santuario del tabernáculo el Santo de los santos, esto es, el lugar santo, la estancia santa de los santos, lo cual no conviene propiamente más que al cielo, asiento de los bienaventurados, sólo verdadero lugar santo de los santos, cuya entrada nos ha abierto a todos Jesucristo habiendo entrado en él, y del que el santuario del tabernáculo y del templo de Jerusalén era sólo la figura. Y si la sangre de los machos cabrios y de los toros, si la aspersión hecha con la ceniza de una novilla santifica a los que están manchados, purificándolos según la carne; ¿cuánto más la sangre de Jesucristo, la cual por el mismo que no tenía mancha se ha ofrecido a Dios por el Espíritu Santo, limpiará nuestra conciencia de la impureza de las obras muertas?
Leemos en el libro de los Números que una de las ceremonias legales era inmolar solemnemente una novilla roja. Después de haberla degollado en presencia del pueblo, se la quemaba; tomaba el sacerdote las cenizas, las cuales distribuía al pueblo, para que con ellas hiciese una agua de aspersión, esto es, que esta ceniza puesta en el agua servia para purificar de las manchas contraídas en los funerales y por el contacto de un cuerpo muerto. Todo esto era misterioso. Los israelitas, nacidos y criados en medio de las supersticiones paganas de los egipcios, tenían necesidad de esta especie de ceremonias materiales y sensibles, capaces de borrar en ellos las ideas de las supersticiones a que estaban acostumbrados
Una de las más religiosas entre los egipcios era el no matar jamás vacas; este animal era sagrado entre ellos, en consideración de Isis, a quien adoraban en este vil animal. Para inspirar, sin duda, a los israelitas horror a las ceremonias y supersticiones egipcias, les ordenó el Señor que ofreciesen en sacrificio esta novilla, diosa de los egipcios, cuyas cenizas, mezcladas con el agua, debían servir para la expiación de las manchas legales. Ahora bien, dice San Pablo: si la aspersión de los toros y de los machos cabrios; si la aspersión hecha con la ceniza de una novilla santifica a los que están manchados, purificándoles según la carne, esto es, los hace capaces de acercarse a las cosas santas y
participar del culto del Señor, ¿cuánto más la sangre de Jesucristo, Dios y hombre, derramada por un efecto de su elección, de su amor, de su voluntad de redimirnos, nos limpiará de nuestras manchas interiores y de nuestros pecados, que el Apóstol llama aquí obras muertas? L a razón de esta consecuencia es que los animales no se ofrecían a si mismos: el Espíritu Santo no era el motor interior de esta oblación, y no servían más que para un culto figurado, al paso que Jesucristo se ofrece a si mismo, por el movimiento del Espíritu Santo, como una victima sin mancha, y nos hace dar al Dios vivo un verdadero culto. E s decir, que la oblación de Jesucristo era voluntaria, santa, espiritual y de un precio infinito: cualidades que faltaban a los sacrificios de los animales y a todas las ceremonias legales; y por esto él es el mediador del nuevo Testamento. Moisés ha sido como el mediador y el ministro de la antigua alianza entre el Señor v los israelitas, la cual fue confirmada con la sangre de las victimas inmoladas al pié del monte Sinai: Jesucristo es el mediador de la nueva, sellada con su propia sangre, que él ha derramado para expiar nuestros pecados, para reconciliarnos con su Padre y merecernos la cualidad de hijos suyos. Después de la lectura de todos los preceptos de la ley y de las promesas hechas a los que los observasen, empapó Moisés en ]a sangre de las víctimas inmoladas una rama de hisopo, y roció con ella el libro, el pueblo, el tabernáculo y todos los vasos que servían para el culto de Dios, pronunciando estas palabras: He aquí la sangre del Testamento y de la alianza que Dios ha hecho hoy con vosotros. La verdad debe responder á la figura; era necesario, pues, que el pueblo cristiano figurado por el pueblo judío fuese rociado interiormente con la sangre de Jesucristo, de la cual era figura la de los animales, y por consiguiente, que Jesucristo derramase su sangre. Ningún heredero entra en posesión de la herencia sino después de la muerte del testador: era preciso, pues, que Jesucristo muriese, a fin de que pudiésemos entrar en la herencia que nos había prometido.
El Evangelio de la Misa de este día no tiene menos relación que la Epístola con el gran misterio de la Pasión, cuya solemnidad, que continúa hasta la Pascua, comienza este domingo. Hallándose el Salvador en el templo, cinco ó seis meses antes de su muerte, hizo un largo y admirable discurso a una multitud de gentes que le escuchaban, en el cual les explicó su unión con el Padre; el carácter y la potestad que había recibido de él; la autoridad y autenticidad de su divina misión; la deplorable ceguedad de los que rehusaban reconocerle y recibirle; la excelencia, en fin, y la verdad de su doctrina. Había estrechado mucho a los judíos con vivas amonestaciones, y les había hecho conocer el agravio que le hacían en no creer en él, y un razonamiento tan justo y tan concluyente les hacia inexcusables. Porque, al fin, les decía, no puede haber más que dos pretextos para justificar vuestra obstinada incredulidad; ó los defectos que advertís en mi conducta, ó los errores que descubrís en mi doctrina. Ahora bien, yo os desafío si podéis reprenderme en alguna cosa, sea en mi doctrina, sea en mi vida, no obstante que hace ya tanto tiempo que me observáis con tanta malignidad: porque, ¿quién de vosotros podrá convencerme de la menor culpa? Si, pues, no podéis acusarme de nada; si mis obras y mis leyes son igualmente irreprensibles; si no os predico más que la pura verdad; si autorizo aun todo lo que digo por la pureza de mis costumbres y con el esplendor de los mayores milagros; ¿por qué no creéis lo que os digo? Considerad aquí, hermanos míos, exclama San Gregorio, la extrema dulzura de un Dios que se abate hasta mostrar que no es un pecador, aquel que por su poder divino puede justificar a todos los pecadores. No os diré yo aquí, continúa el Salvador, cuál es la causa de vuestra incredulidad: sólo os diré que todo aquel que está animado del espíritu de Dios oye de buena gana su palabra: la razón por que vosotros no oís de buena gana la palabra de Dios es porque no sois hijos de Dios. Esta reprensión tan bien fundada y tan caritativa ofendió a los judíos, y no le respondieron más que con injurias y blasfemias, tratando al Salvador de blasfemo y endemoniado. Tal es aún todos los días el reconocimiento de los libertinos: advertirles sus extravíos, ellos no responden más que con injurias. Miraban los judíos con un odio y un desprecio extremo a los samaritanos, a los que consideraban como enemigos de su religión y de la ley de Moisés. Dan, pues, el nombre de samaritano al Salvador, porque no se extrañaba como los judíos de aquel pueblo. Había permanecido algunos días en Sichem, les había predicado la palabra de Dios, no les excluía de la salvación, teniendo tanto interés por su conversión como por la de los demás. Tampoco responde el Salvador a la primera injuria, y se contenta con decirles con su ordinaria dulzura que no estaba poseído del demonio; que si les decía verdades con más fuerza que lo que ellos quisieran, no debían tomar por furor lo que no era otra cosa que un celo caritativo; que nada le movía más que la gloria de su Padre, y su salvación; que bien podían cargarle de injurias, pero que no por eso despertarían en él el resentimiento; que en cuanto a hombre no buscaba su propia gloria; que dejaba todo el cuidado de esto a aquel sobre quien recaían los ultrajes que a él se le hacían, y que siendo el soberano Juez no dejaría de vengarle de sus calumniadores. Queriendo templar, por decirlo así, el Salvador esta terrible amenaza por una promesa agradable: Yo os aseguro, les añade, que cualquiera que observare mis preceptos, no morirá jamás.
Los judíos, que despreciaban igualmente sus promesas que sus amenazas, le respondieron con indignación: Nunca mejor que ahora conocemos que es el demonio el que te hace hablar. Abraham ha muerto, los profetas han muerto también, y ¡te atreves á decir que los que guardaren tus preceptos no morirán! ¿Eres tú mayor que nuestro padre Abraham? ¿Eres mejor que todos los profetas a quienes no ha perdonado la muerte? ¿Quién piensas tú que eres? Todo este razonamiento rueda sobre un falso principio; ellos suponen que Jesucristo habla de una vida temporal, y de lo que habla el Salvador es de la vida del alma, de la vida eterna. Vosotros pensáis, continúa, que lo que yo digo es una vanagloria qué me atribuyo. No tengo yo que glorificarme, bastante me glorifica mi Padre delante de vosotros por tan repetidos prodigios; él es el que hace brillar en mi su poder por las maravillas que obro a vuestra vista, y por la verdad que os anuncio. Y no digáis que este Padre os es desconocido, y que yo os hablo enigmáticamente: este Padre es el Dios que vosotros adoráis y cuyo testimonio os negáis a recibir; puede aún decirse que para vosotros es un Dios desconocido, puesto que no reconocéis las obras que ejecuta por mi. Si le conociéseis, descubriríais en mi persona todos los caracteres del Mesías, y me reconoceríais por hijo suyo: para mi, yo le conozco perfectamente, y haría traición a la verdad si fuese capaz de decir lo contrario. Pueblo ingrato, vosotros no conocéis a vuestro Dios, ni a aquel que él os h a enviado para dárosle a conocer: yo si, yo conozco a Dios mi Padre, y si dijese que no le conocía, seria tan mentiroso como vosotros diciendo que le conocéis. Si le conociéseis, guardaríais fielmente sus preceptos: yodos guardo con extrema fidelidad porque le conozco claramente. Se ve que Jesucristo habla aquí como hombre. ¡De qué honor no blasonáis, añade, porque tenéis a Abraham por padre! Sabed, pues, que este gran patriarca, ilustrado con luz divina, conoció el día feliz en que yo debía venir al mundo; le vio como lo había deseado ardientemente, y dio saltos de alegría. Los judíos, que no habían comprendido el pensamiento del Salvador, le dijeron con un tono despreciativo: No tienes todavía cincuenta años, y quieres hacernos creer que eres del tiempo de Abraham. Tomando entonces el Hijo de Dios un tono de maestro, y queriendo darles a entender sin alegoría y sin figura que él era en toda la eternidad como Dios. En verdad os digo, les respondió, si, yo os lo digo, y es verdad, yo soy antes que Abraham estuviese en el mundo. Los judíos comprendieron muy bien que el Salvador decía que era tan eterno como su Padre; juzgaron esto como una blasfemia, y tomaron piedras para apedrearle como blasfemo; pero Jesús, que quería morir en la cruz y no apedreado, desapareció de sus ojos haciéndose invisible, y salió del templo, reservando el sacrificio de su vida para el tiempo que su Padre le había señalado.
Año Cristiano, Dominicas, Juan Croisset.