La fiesta de Pentecostés cristiana fue figurada por la de Pentecostés judaica. Es la única., con la de la Pascua., cuyo verdadero origen encontran1os en el Antiguo Testamento, y cuya institución inmediata, por consiguiente, podemos atribuir al mismo Dios, que mandó celebrar la Pascua y la de Pentecostés á su pueblo corno las dos-principales solemnidades del culto religioso que debía tributarle.
La fiesta de Pentecostés, dice Eusebio, es la más grande de todas las del año. En efecto, ella es la perfección de la grande obra de la redención, la consumación de todos los misterios de la religión, la publicación solemne de la nueva ley y como el último sello de la nueva alianza. El Espíritu Santo ha sido enviado, dice San Agustín, á fin de que la virtud de .este mismo espíritu consumase la obra que el Salvador había comenzado, para que conservase lo que el Salvador había adquirido y para que acabase de santificar lo que el Salvador había rescatado.
Entre todas las criaturas no hay ninguna, dicen los Padres, que haya llamado más la atención de Dios, por decirlo así, ni que le haya costado tanto como el hombre. Diríase que todas las tres personas divinas se han complacido en perfeccionarle y hacerle admirable y hacerse admirar ellas mismas en esta obra maestra. El Padre le bosquejó, si podemos explicarnos de este modo, criándole; el Hijo le perfeccionó rescatándole, y el Espíritu Santo le ha concluido santificándole. El Padre formando al hombre, dice un piadoso orador cristiano, le dio la razón para conocer, el apetito para aunar, la libertad para obrar con mérito; el Hijo reformando este mismo hombre le ha dado la fe para conducir su razón, la caridad para rectificar su apetito, la gracia para fortificar su libertad; y el Espíritu Santo, para dar las últimas pinceladas á esta obra, añade la inteligencia á la fe, el ardor y el celo a la caridad y la fortaleza y la magnanimidad a la gracia: de suerte que puede decirse que el Padre nos ha hecho hombres; que por Jesucristo hemos llegado a ser cristianos, y que el Espíritu Santo es el que nos hace santos, y en esto es, en algún modo, en lo que estriba todo el fondo de este gran misterio.
El descendimiento del Espíritu Santo sobre los apóstoles, que es el motivo de la solemnidad de este día, es propiamente la fiesta de la consumación de todos los misterios de la religión; la época célebre de la publicación de la ley y del establecimiento de la Iglesia. Esta Iglesia había sido formada por Jesucristo antes de su ascensión al cielo; pero estaba todavía, por decirlo así, en la cuna durante los diez días, en los que los apóstoles y los discípulos estaban encerrados en el cenáculo; hasta el día de Pentecostés no se mostró por primera vez al público esta esposa de Jesucristo; en aquel día tomó como posesión de la herencia prometida a los descendientes de Abraham, y entró en todos los derechos que había perdido la sinagoga y en todas las prerrogativas que el Salvador le había concedido. Justo, pues, era que fuese una de las más solemnes. No se duda, según se ha dicho, que los mismos apóstoles la hayan instituido por si mismos entre los primeros fieles, por el interés que tenían de no dejar en el olvido un acontecimiento tan glorioso para ellos y tan ventajoso para la Iglesia: San Lucas refiere la ansia que tenia San Pablo de hallarse en Jerusalén para celebrar la fiesta de Pentecostés; es muy probable que seria la Pentecostés cristiana puesto que no se ve que los apóstoles hayan celebrado las fiestas de los judíos.
Nunca hubo una analogía más perfecta entre la figura y la realidad que la que se halla entre la fiesta de Pentecostés de los judíos y la de los cristianos. La primera fue prescrita para el día quincuagésimo después de la ceremonia de la Pascua ó del Cordero Pascual, y la segunda se celebra el día quincuagésimo después de Pascua. Aquélla fue, según los Padres, la publicación de la ley de Dios, hecha sobre la montaña del Sinaí, el día quincuagésimo, entre el ruido de los truenos, de los relán1pagos y de las trompetas, que fue el motivo principal de la Pentecostés judaica: ésta es la publicación de la ley nueva, dada a los apóstoles por el espíritu de verdad al cabo del mismo número de días, entre el ruido de un viento impetuoso y entre el brillo relumbrante de una exhalación inflamada, que es lo que hace el principal objeto de la fiesta de Pentecostés de los cristianos. San Agustín prueba, por la misma Escritura, que el día de Pentecostés, esto es, el quincuagésimo después de Pascua, fue el en que se dio a Moisés la ley de Dios sobre la montaña del Sinaí. En el día de Pentecostés fue cuando se cumplió la promesa que Dios había hecho en otro tiempo por el profeta Jeremías, cuando dijo que nos daría una nueva ley mucho más perfecta que la primera, que tantas veces había sido violada. Pero he aquí la nueva alianza que, cuando llegare el tiempo, haré yo con la casa de Israel. No la escribiré en tablas de piedra; la imprimiré, la escribiré yo mismo en el corazón. No se me servirá ya con un temor servil, sino por amor: yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. El profeta Ezequiel anuncia también y expresa este gran misterio en términos todavía mas claros y mas precisos: Derramaré, dice el Señor, sobre vosotros una agua pura y quedareis purificados de todas vuestras inmundicias: alude a las diferentes aspersiones usadas entre los judíos, las cuales purificaban de las inmundicias legales y eran figuras del bautismo y de la penitencia, que nos lavan de nuestras iniquidades en virtud del mérito de la sangre de Jesucristo y por la aspersión invisible del Espíritu Santo y de su gracia. Entonces os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo en medio de vosotros; os quitaré ese corazón de piedra, ese corazón duro, ingrato, indócil; os daré un corazón flexible, dócil, reconocido; os -daré, en fin, mi espíritu, y entonces os agradará mi ley y marchareis con alegría por el camino de mis preceptos; nada se os hará difícil en mi servicio, y guardareis mis mandamientos con fidelidad -y con alegría. Todas estas predicciones se han verificado exactamente y se han cumplido tan visiblemente estas promesas en el día de Pentecostés por la venida del Espíritu Santo, que no se necesitan, al parecer, más que las luces de la razón para quedar convencidos de la publicidad y de la verdad de este gran misterio, el cual se ha cumplido de la manera siguiente.
Habiendo llevado el Salvador a sus apóstoles y discípulos al monte de los Olivos el día de su gloriosa ascensión para que fuesen testigos de su triunfo, les prometió que les enviaría el Espíritu consolador, el cual derramaría sobre ellos todos sus dones, que quedarían llenos de-ellos y entonces comprenderían todas las verdades que les había enseñado. Que abrasados entonces con este fuego divino, iluminados con las luces más puras de la gracia, se verían animados de un valor que no conocían, de una fortaleza que les haría sobrepujar sin trabajo todos los obstáculos. Que predicarían con una santa libertad y un resultado maravilloso su nombre y su Evangelio en 1nedio de Jerusalén, en toda la Judea, la Samaria y por toda la tierra. Pero que para prepararse a recibir un don tan grande del cielo les mandaba que fuesen á encerrarse en Jerusalén y que pasasen allí los diez días que restaban en retiro y en oración. Ejecutose esta orden religiosamente y con puntualidad. Habiendo subido Jesucristo al cielo del modo que he1nos dicho en el día de la Ascensión, se retiraron a Jerusalén y se encerraron en una gran casa que habían elegido para lugar de su retiro todos los once apóstoles y los demás discípulos en número de cerca de ciento veinte, en que consistía entonces toda la Iglesia, teniendo a su cabeza a la Santísima Virgen, la cual constituía entonces todo su consuelo. El paraje más santo de aquella casa era el cenáculo, que era una gran sala en un lugar retirado en lo más alto de la casa, lejos del tumulto y á propósito para hacer oración. Esta sala fue la primera iglesia de los cristianos, en donde celebraban sus asambleas, en una de las cuales se resolvió llenar en el colegio apostólico la plaza vacante por la apostasía y por la muerte del traidor Judas, habiendo quedado elegido San Matías para llenarla. Habiendo llegado el día de Pentecostés. Era esta una de las tres principales fiestas de los judíos. En aquel día ofrecían a Dios panes hechos con los primeros frutos de la nueva cosecha. Llamábase esta fiesta Pentecostés ó quincuagésimo día, porque se celebraba el día quincuagésimo después de la fiesta de Pascua, como ya se ha dicho, en memoria de haber dado Dios su ley sobre el monte Sinaí, cincuenta días después de la primera Pascua y la salida de Egipto. Hallábanse reunidos todos los discípulos con la Madre de Dios en el sitio en donde acostumbraban á hacer su oración, a las nueve de la mañana. En medio de su oración se oyó repentinamente un gran ruido, como de un viento impetuoso, que hizo temblar toda la casa, el cual se oyó en toda la población.
Este ruido, este viento, esta impresión sensible eran símbolos de la presencia de la divinidad, como en otro tiempo en el Sinaí los truenos, los relámpagos y la montaña que humeaba manifestaban la majestad de Dios que en cierto modo se sensibilizaba a todo el pueblo. Más prodigioso aún fue lo que sucedió al mismo tiempo. El viento o turbillón que venia del cielo fue acompañado de una especie de globo de fuego, cuyas llamas, separándose repentinamente en forma de lenguas de fuego, se esparcieron sobre toda aquella santa congregación y se fijaron sobre la cabeza de cada uno de ellos. No era un fuego real y material, sólo eran signos exteriores y apariencias sensibles de los efectos que el Espíritu Santo producía interiormente en cada uno de los discípulos, y que debía producir en el corazón de los primeros fieles llenándolos de sus dones. En efecto, todos los apóstoles y discípulos llenos del Espíritu Santo se sintieron en el mismo instante abrasados todos de aquel fuego divino, ilustrados con luces sobrenaturales que les daban una inteligencia perfecta de los misterios más altos y de las verdades mas sublimes, animados dé un valor y de un santo atrevimiento desconocido para ellos; en fin, como mudados de pronto en otros hombres.
Jerusalén estaba entonces llena de un gran número de judíos, que en todas partes habían concurrido allí para solemnizar la fiesta de Pentecostés; pues aunque la distancia de los lugares pudiera dispensarles de hallarse en Jerusalén, aun en los días de las grandes festividades, había, sin embargo, muchos a quienes traía a ellas su piedad y devoción, y aun por esto les llama la Escritura vir religioso: hombres afectos a la religión. Estos judíos forasteros se unieron a los de la ciudad, y acudieron al ruido que habían oído, de modo que el cenáculo o la casa se vio muy pronto rodeada de una multitud cuasi infinita de gentes de toda suerte de naciones. Los apóstoles, que no deseaban más que comunicar el fuego divino de que estaba su corazón abrasado, no esperaron a que les sacasen de su retiro; ellos mismos se presentaron delante de todo aquel pueblo allí reunido, el cual quedó extraordinariamente sorprendido al ver aquellos pobres pescadores, que apenas sabían la lengua del país, gentes idiotas, estúpidas y groseras., predicar públicamente a Jesucristo con un valor, una elocuencia y una unción, que movía a todo el mundo; creció mucho más el asombro, cuando todos aquellos diferentes pueblos, de un idioma tan diverso cada uno, advirtieron que cada uno les entendía, no obstante que no hablaban más que una sola lengua, que era la siriaca. El dónde lenguas que entonces recibieron todos los que habían recibido el Espíritu Santo, consistía en que podían entender y hablar las diferentes de los pueblos con quienes debían tratar; y lo que hay aún más portentoso es que hablando ellos una sola lengua les entendían todos los diferentes pueblos que les escuchaban, de modo que cada uno creía que hablaban la lengua de su país, sin que hablasen más que la suya, que era la siriaca. Verificáronse, pues, entonces dos milagros en los apóstoles: el uno, que hablasen en griego, en persa y en romano, cuando hablaban a un griego, a un persa o a un romano en particular; el otro, que hablando a todos estos diferentes pueblos en general, cada uno de ellos les oía hablar su lengua, no obstante que en realidad no hablaban entonces más que la nativa suya. Esto fue lo que asombro a aquella n1ultitud y lo que les obligó a exclamar en medio de su asombro: ¿Qué es esto? ¡Jamás se ha visto cosa semejante! ¿Estas gentes no son todos galileos? ¿Cómo, pues, les oímos hablar la lengua de nuestro país? Nosotros, a la verdad, todos somos judíos, si no de nacimiento , al menos de religión; pero de país y de idioma somos muy diversos: los unos son partos, los otros medos., muchos son persas , los hay de Mesopotamia, de Judea, de Capadocia, de la provincia del Ponto, del Asia menor, de Frigia, de Panfilia, de Egipto, de la Libia., que esta próxima a Cirene; muchos han venido hasta de Roma; algunos de la isla de Creta o de la Arabia; pero todos cuantos estamos aquí, ya judíos naturales, ya prosélitos, esto es, gentiles que han abrazado el judaísmo, les he1nos oído, cada uno en nuestra lengua, exaltar y publicar las maravillas incomprensibles que Dios ha hecho y de que no habíamos oído nunca hablar. Tan grande fue su sorpresa que se miraban los unos a los otros, y poseídos de una admiración que les embargaba, se preguntaban: ¿Qué quiere decir todo esto?
Habiendo advertido San Pedro la extrañeza que esta maravilla causaba en todos los anin1os, levanto la voz para que todos le oyesen; y como vicario de Jesucristo y cabeza visible de la Iglesia, comenzó a desenvolver el misterio que se cumplía: Vosotros todos, les dice, que os gloriáis de haber nacido judíos o que habéis abrazado el judaísmo y que estáis hoy reunidos en Jerusalén, escuchadme. La causa de esas maravillas de que sois testigos, y que os causan tanta admiración, no es lo que algunos de vosotros piensan; lo que tanto admiráis en nosotros y todo lo que acabáis de oír no es un efecto de embriaguez; vosotros sabéis que en los días festivos, como es el que celebramos, no nos es permitido beber ni comer antes del mediodía, y todavía no son más que las nueve. Sabed, pues, que aquí se cumple la promesa que el Señor había hecho a su pueblo, por su profeta Joél, de que en los últimos tiempos haría que descendiese su Espíritu sobre toda carne, sobre sus siervos y siervas; que les daría el don de profecía, el de milagros , y que les colmaría de sus dones (los términos profecía, sueño, visión, significan aquí, en general, todo género de revelaciones y de dones particulares del Espíritu Santo): todo esto acaba de cumplirse en la persona de aquellos en quienes acabáis de admirar tantas maravillas. En seguida, aprovechándose el santo Apóstol de la disposición en que se hallaba el pueblo y de la atención con que se le escuchaba, les hizo un discurso tan sólido, tan enérgico, tan patético, que no se sabía si el que hablaba era un hombre o era un ángel. Prueba en él sobre todo la divinidad de Jesucristo de la manera más eficaz del mundo; les dice todo cuanto es capaz de persuadirla a los más incrédulos, recorre todas las pruebas, la establece sobre el testimonio de los profetas, y su raciocinio no admite réplica. No disimula su felonía y su deicidio en la persona del Salvador, del verdadero Mesías a quien han crucificado; demuestra su gloriosa y triunfante resurrección; en la Escritura santa encuentra toda la historia evangélica hasta el descendimiento del Espíritu Santo; en ella halla todas las circunstancias de que está acompañado este último misterio, hace valer los textos que cita, desenvuelve el verdadero sentido de las figuras que refiere, descubre el sentido que encierran oculto, apoya su explicación con raciocinios tan fuertes, tan concluyentes y tan justos que se diría que había envejecido en el estudio de los libros santos y que se había formado por un largo uso en el ejercicio de hablar y de discurrir, según todas las reglas de la elocuencia. Aun cuando no hubiera habido otra maravilla que esta en el misterio de este día hubiera sido suficientemente para convencer a los espíritus más incrédulos, Pedro, aquel pobre pescador aquel hombre tan ignorante y tan grosero, que jamás supo otra cosa que manejar unas redes, que cuasi ha envejecido en una barca y en la pesca; aquel Apóstol tímido y cobarde hasta negar á su buen Maestro á la sola reconvención de una criada o de un criado: Juan, Santiago, Bartolomé, Tomás, Andrés y todos los demás apóstoles, de una condición tan vil, de un talento tan craso, de una ignorancia todavía 1nás crasa, convertirse en el momento que han recibido el Espíritu Santo en los doctores más profundos y más ilustrados; en los predicadores más persuasivos y más elocuentes; en los héroes más magnánimo de toda la antigüedad; en los oráculos del inundo; tan penetrados de las luces de Dios y tan consumados en la ciencia del reino de Dios, como habían sido hasta entonces ignorantes, llenos de errores de incrédulos ¿No fue en verdad, una mutación de la mano del Altísimo el verlos en Jerusalén predicando verdades que habían hecho profesión, no sólo de no creer, sino de contradecir, mientras que no hubieron recibido el Espíritu Santo? ¿Qué trabajo no le costó al divino Maestro para hacerles entender la doctrina celestial que había venido a establecer sobre la tierra a pesar del cuidado que puso para darles una inteligencia perfecta de ella? Todo lo que miraba a su divina persona era aun oscuro para ellos; su humildad les chocaba, su cruz era para ellos un escándalo, no concebían nada de sus promesas; en lugar de la verdadera redención que debían esperar de él, se figuraban una quimérica, esto es, una redención temporal, cuya vana esperanza les seducía. He aquí quiénes eran estos hombres groseros, ignorantes y carnales antes de haber recibido el Espíritu Santo. Si, dice San Juan Crisóstomo, estos son los sujetos que elige el Espíritu Santo para hacer de ellos los doctores de la religión y los oráculos del mundo; de este carácter era menester que fuesen. Si hubieran sido menos idiotas y menos groseros, no hubieran ofrecido una prueba tan brillante y tan convincente de la divinidad de Jesucristo, de la virtud omnipotente del Espíritu Santo, de la verdad y de la autenticidad de nuestra religión, y de la santidad y de la veracidad de su doctrina.
Así es que esta maravilla hizo desde luego tanta impresión en los ánimos, que el fruto de esta primera predicación de San Pedro fue la conversión de tres mil personas. Nadie ignora los prodigios que siguieron a este. ¡Qué de milagros y qué de conversiones milagrosas en medio mismo de Jerusalén! ¡Qué de portentos en toda la Judea, la Samaria y en todo el mundo consiguientes á la palabra de Jesucristo! Eran menester n1ilagros para establecer la Iglesia de Jesucristo: no faltarán tampoco milagros en todos tiempos en esta Iglesia; pero ¿no puede decirse que el establecimiento y duración de esta 1nisma Iglesia es un milagro subsistente, el más grande, el más patente y el más convincente de todos los milagros? Doce pobres pescadores, tales como acaban de pintarse, sin armas, sin dinero, sin arte, sin apoyo, forman el designio de establecer en todo el mundo una nueva religión y comenzar destruyendo y proscribiendo todas las demás religiones de todo el mundo.
Propónense el hacer adorar en toda la tierra no mas que a un solo Dios en tres personas, esto es, tres personas realmente distintas, cada una Dios como la otra, sin que haya ni pueda haber más que un solo Dios: hacer creer que este Dios se había hecho hombre, que había muerto en una cruz para rescatar a los hombres, que, habiendo resucitado al tercero día, cuarenta días después había subido al cielo, de donde debía volver aún al fin de los siglos para juzgar á todos los hombres, recompensando con una felicidad eterna a los que, habiendo creído todas estas verdades y observado sus mandamientos, hubieren muerto en su gracia, y para castigar con el más horrible y el mas inimaginable de todos los suplicios por toda la eternidad á los que hubieren muerto en estado de pecado mortal. Si a lo menos a esta incomprensibilidad de los dogmas se hubiesen propuesto agregar una moral dulce, sensual, voluptuosa, acomodada a los sentidos y tan carnal como la que reinaba tantos siglos había en todo el universo, hubiera podido creerse que se hallarían gentes que hubieran dicho: Déjesenos vivir como queramos y nosotros creeremos todo lo que se quisiere. Pero la moral que han resuelto .hacer abrazar es, a la verdad, la mas santa que puede imaginarse, la más pura, la más racional; pero al mismo tiempo la más austera, la más contraria al amor propio, la más enemiga de la sensualidad y de los sentidos. Los hombres son naturalmente soberbios, y esta nueva religión quiere que el fundamento del edificio espiritual en todos los que la sigan sea la humildad más profunda. Los hombres son carnales, naturalmente entregados a sus pasiones, esclavos de su amor propio, y todos nacen con la inclinación al pecado; son naturalmente afeminados, voluptuosos, interesados, vengativos, coléricos; la nueva moral exige una mortificación continua, una pureza sin mancha, un desinterés perfecto, una caridad universal, compasiva, benéfica, una dulzura y una paciencia que se extienda hasta perdonar de todo corazón las injurias más atroces; exige, en fin, está moral una vida en todo santa, siempre crucificada, jamás indulgente con los sentidos, con el amor propio ni con la menor de las pasiones. Decir, pues, que doce pobres pescadores, los más ignorantes, los más desnudos de todos los talentos, los más viles, los más despreciables de todos los hombres, se proponen hacer creer todo esto, hacer abrazar todo esto; y ¿a quiénes? A los romanos, a los griegos, a los escitas, a los persas, a los indios, a los egipcios, a los africanos, a los galos, en una palabra, a todos los pueblos de la tierra habitable; esta sola proposición hace reir, y parece la razón sola una extravagancia lastimosa, una locura que da compasión. Sin embargo, este designio que formaron los apóstoles desde el día mismo de Pentecostés, por más extravagante., por más imposible que entonces pareciera, se ha ejecutado y nosotros ve1nos el milagro. Todos estos pueblos han creído, han abrazado esta ley santa, se han sometido a esta moral austera, a pesar de la corrupción del corazón humano, sin embargo del orgullo del espíritu, no obstante todas las preocupaciones del interés y del nacimiento. La religión cristiana ha visto espirar el paganismo en medio de los fuegos que por todas partes se encendían para exterminará los cristianos. La sangre de más de diez y seis millones de mártires ha sido como la semilla de los fieles. No solo han abrazado la fe las ciudades, hasta los más vastos desiertos se han poblado de santos anacoretas.
La cruz se ha plantado hasta sobre la corona de los emperadores, y ha hecho su más bello ornamento. Después de esto, ¿se pedirá o se buscará un milagro mayor? Este milagro es permanente, él subsistirá hasta la consumación de los siglos, y este milagro es el efecto maravilloso del descendimiento del Espíritu Santo en este día. Tal ha sido la virtud del misterio que celebran1os, tal el fruto de la fiesta de Pentecostés. ¿Extrañaremos que la Iglesia la celebre con tanta solemnidad y que con Eusebio la haya llamado con razón la más grande de todas las festividades del año?
Croisset, El año cristiano.