Sermón del día 1 de noviembre: Todos los Santos

Todos los Santos

HOMILIA DEL PADRE PEDRO GINEBRA PBRO

EL ESPIRITU DE DIOS Y EL ESPIRITU DEL MUNDO

Era el día 26 del mes de Nisán, a mediados de abril del segundo año de la vida pública de Jesús cuando acaecieron los hechos memorables de la elección de los apóstoles y del sermón de la montaña.

Jesús, al ver aquellas multitudes que se agrupaban en torno suyo, turbas numerosísimas venidas de toda la Judea, de Jerusalén, de las riberas del mar, de Tiro y de Sidón que querían escucharle y ver curadas sus enfermedades, llamó algunos circunstantes y les nombró apóstoles o enviados. Esta elección probablemente tuvo lugar en la cima de la única montaña que existe al oeste de Cafarnaúm. Después descendió un poco y se detuvo. El número de los oyentes iba en aumento. Pocas veces se había visto Jesús rodeado de tan grande muchedumbre. Por esta causa, creyó que había llegado la hora de pronunciar aquel grandioso y admirable sermón que contiene y resume todo el código legislativo de la Ley de la gracia.  Por él sabemos cuáles son los deberes de los ministros de Cristo, cuál la relación entre la Antigua y la Nueva Alianza; por él nos enteramos de la pureza de intención que se requiere en todos los actos de los súbditos de su reino, del valor que hemos de dar a las cosas de la tierra, de las mutuas relaciones entre los ciudadanos del reino de Dios y de la eficacia de la oración.

Este admirable discurso va precedido de un no menos admirable exordio: las Bienaventuranzas, que resumen las cualidades morales que han de poseer los seguidores de Cristo y que se leen en el evangelio de la festividad de hoy dedicada a celebrar las glorias de todos los bienaventurados.

Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. Jesús dice que el reino de los cielos es de los pobres de espíritu son aquellos que no  poseen riquezas o los que, poseyéndolas, no tienen en ellas puesto su corazón. El mundo dice lo contrario: Desgraciado el pobre. Y así como de la bienaventuranza de Jesús nace la paz y la tranquilidad, de la máxima del mundo nacen los odios, los rencores y las envidias y todo linaje de crímenes.

Bienaventurados los mansos, los suaves los que no solo reprimen la ira y toman venganza, sino que ni siquiera pretenden hacer prevalecer sus derechos; los que callan y sufren. El mundo les llama cobardes y necios y, Jesús crea un trato dulce y amistoso entre los hombres, de la máxima del mundo provienen los homicidios y todos los crímenes, que inspiran la ira y la venganza.

Bienaventurados los que lloran sus pecados, los males y los escándalos del mundo y sufren resignadamente las contrariedades de la vida. El mundo que no quiere sufrir, proclama felices a los que se divierten y ríen. Por esto el hombre mundano, al sentirse sujeto al sufrimiento, inevitable a todo mortal, llora, se queja, se revuelve, blasfema contra Dios y se hunde en el abismo de la desesperación. Entretanto, los bienaventurados según Jesús, siempre viven consolados y serán eternamente felices.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, es decir, los que siempre aspiran a mayor perfección y santidad y aceptan todas las mortificaciones y actos de abnegación que esto supone. El mundo, que siente un verdadero horror a la perfección cristiana, dice a sus seguidores que se den a la buena vida, entendiéndolo en el sentido más denigrante para la naturaleza humana. Los seguidores de Jesús quedarán plenamente asociados, mientras que los mundanos no verán satisfechos sus deseos ni en este mundo ni en el otro.

Bienaventurados los misericordiosos, dice Jesús, y les promete misericordia. El mundo, duro de corazón, predica todo lo contrario: Primero procura por ti, y los demás que padezcan. Juicio sin misericordia les aguarda a los que no se compadecen de las desgracias del prójimo. En cambio, los bienaventurados de Jesús serán juzgados misericordiosamente; serán medidos según la meda que con sus hermanos emplearon.

Bienaventurados los limpios de corazón, dice Jesús, pues Dios, que penetra los afectos y los pensamientos, no puede contentarse con solas las apariencias. Por el contrario, al mundo no le interesa el interior de los corazones; según el solo conviene guardar el exterior, y, así, el más hipócrita es el más habilidoso y mejor visto. Poco importa que sea un sepulcro blanqueado lleno de inmundicia. Para el mundo es un perfecto caballero. Los limpios de corazón verán a Dios; pero, desgraciados aquellos a quienes el mundo alaba y aplaude.

Bienaventurados los pacíficos, los que no solo tiene paz consigo mismos, sino que viven en paz con los demás, llegando al extremo de soportar los defectos del prójimo y las injurias, devolviendo bien por mal. El mundo sostiene que las injurias no se pueden tolerar y llega a la horrible locura de defender el prestigio del honor con la sangre del adversario. Homicidas, a los menos en su corazón, no entrarán en el reino de los cielos, mientras que los bienaventurados de Jesús, como hijos de Dios, poseerán la herencia celestial.

Bienaventurados lo que padecen persecución por la justicia, los que padecen resignadamente burlas, desprecios y persecuciones, a causa de sus creencias y practicas piadosas. El mundo odia a Cristo y persigue a sus seguidores. Este odio es el más grave de los pecados. Es horrible el castigo que aguarda a los que persiguen a los justos. En cambio bienaventurados serán los que sean perseguidos por causa del nombre de Jesús.

EXAMINÉMONOS A LA LUZ DE LAS BIENAVENTURANZAS.

Al recorrer las bienaventuranzas, lo primero que se echa de ver es una oposición irreductible, profunda y esencial entre el mundo y Jesucristo. Toda la doctrina del mundo, su manera de ser y de pensar, sus deseos y sus planes, sus goces y sus aspiraciones, todo absolutamente es contrario al Evangelio y al espíritu de Jesús. Por esto recomendó tantas veces a sus discípulos que no fuesen del mundo y les predijo que el mundo les rechazaría y les perseguiría hasta la muerte.

Examinemos, pues, a la luz de las bienaventuranzas y de los ejemplos de los santos, nuestra manera de vivir y el espíritu que la informa y no dejemos pasar la fiesta de hoy sin escudriñar nuestro interior, para ver si han entrado en nuestro corazón el espíritu del mundo y sus perversas máximas, o bien, si, por dicha muestra, seguimos practicando el espíritu de Jesús, de tal manera que seamos merecedores de las bendiciones celestiales.

Dr. Pedro Ginebra, Pbro, El Evangelio de los domingos y fiestas, 1961, pág. 340.