Sermón XXI domingo después de Pentecostés

Santa Eucaristía

DEL PERDÓN DE LAS INJURIAS

Días antes de la fiesta de los Tabernáculos, el divino Maestro enseñaba a sus discípulos la sublime doctrina de la humildad, de la tolerancia, de la corrección fraterna, e insistía mucho en el perdón de las injurias. Esta enseñanza tan útil causó a los apóstoles gran maravilla. Ellos, como buenos orientales, creían que no podía subsistir un principio más satisfactorio y justiciero que el contenido en el proverbio: “Ojo por ojo y diente por diente”. Era breve y sencillo y no se requería saber más.

A quien más sorprendieron las enseñanzas de Jesús fue Simón Pedro, el cual se acercó al Salvador y dijo, como en hipérbole: ¿Cuántas veces tendré que perdonar a mis prójimos? ¿hasta siete? Jesús le responde: No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete. Lo cual, dada la capacidad discursiva de Simón Pedro, significaba: Tantas cuantas veces seas injuriado. Esta afirmación de Jesús debió parecer a los circunstantes poco razonable y aún poco posible. He aquí por qué les fue puesto el ejemplo gráfico del administrador sin compasión, para que aparezca la malignidad y felonía humanas, cuando el hombre obra a su arbitrio.

Era un hombre rey y soberano de extensos dominios, que quiso pedir cuentas a sus servidores, a los perfectos de su imperio, para conocer el estado de su hacienda. Mas, he aquí que, después de haber comenzado, le fue presentado uno, que, por su prodigalidad y malversación de caudales, era deudor de diez mil talentos. Cantidad enorme, apenas verosímil, pues el talento que no era una moneda corriente sino imaginaria, podía calcularse en 6.000 pesetas, por lo tanto, diez mil talentos sumaban 60 millones. No hay para que decir que está cantidad era inmensamente superior a lo que él, como particular, poseía. Por este motivo, el rey, airado y empleando todo el rigor que la ley o las costumbres de su tiempo le permitían, ordenó que este administrador fuese vendido, juntamente con su esposa y sus hijos y que le fuese confiscado todo cuanto poseía. La costumbre de muchos pueblos de la antigüedad permitía al acreedor encarcelar a su deudor, mutilarlo, venderlo como esclavo.

Al oír aquel funcionario la terrible sentencia de su rey, más dura aún que la misma muerte, su espanto fue grande; cayó en seguida de rodillas y suplicó piedad y clemencia. Con los ojos anegados en lagrimas, pidió una prórroga y prometió lo que le era imposible: pagar la deuda. El soberano, que tenía un corazón bondadosísimo, sintiose movido a la piedad y misericordia y, en un exceso de bondad, le concedió más de lo que pedía: no solo la dilación del pago, sino la condonación total de la deuda.

La conducta generosísima del monarca había de ser una norma y un estímulo para su sirviente, es decir un modelo de proceder que él como jefe, había de observar, a su vez, con sus subordinados. No obstante, no fue así, pues es muy grande e incalificable la bajeza de los hombres movidos por el egoísmo. Acababa, apenas, de salir por las puertas del palacio, cuando encontró un subordinado, que le debía la exigua cantidad de 100 denarios, o sea unas 83 pesetas,, cantidad 639.655 veces inferior a la que le había sido perdonada. Al verle, se acordó de la deuda y le exigió inmediatamente aquella cantidad. Al suplicarle el otro que le concediese un plazo para pagarla, lo cogió del cuello y sacudiéndolo con furia, le dijo: Si me debes algo, págamelo. Y, así, lo estrangulaba. Y, como si esto no bastase, lo condujo, maltrecho, ante el juez que le hizo encarcelar.

A saberlo el rey, lleno de enojo, lo puso en manos de los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Como que esto era imposible, había de ser torturado toda su vida.

Así, dice Jesús, de esta manera se portará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno no perdonase de corazón a su hermano.

EL PERDÓN DE DIOS Y EL PERDON NUESTRO

Dios nuestro Señor, rey del universo y juez soberano de todos los hombres, nos pedirá un día cuenta estrechísima de nuestra administración. La deuda, contraída con Él por uno solo de nuestro pecados, es enorme. Con nada del mundo podemos pagarla. Dada nuestra miseria, tal vez son numerosos y gravísimos nuestros pecados. Por esta causa, la divina justicia ha de dictar sentencia contra nosotros, si antes, con el corazón contrito y humillado, no le pedimos perdón por nuestras culpas. La misericordia de Dios es tan grande, que una sola palabra de arrepentimiento, una confesión sincera, puede detener la ejecución de tan terrible sentencia. Pero el amor de Dios a nosotros ha de ser la norma directiva del amor que hemos de tener al prójimo, particularmente en el perdón de las injurias. Si Dios, infinito como es y señor de todo lo tuyo, te perdona con tan inefable clemencia. ¿Cómo puedes tú, gusano de la tierra, ser tan altivo, inexorable, con tu prójimo, por una deuda insignificante?

Padre Ginebra, Pbro. El Evangelio de los Domingos y Fiestas, 1960, pág. 252 y ss.