Sermón XXIII domingo después de Pentecostés

Icono de la Resurrección de la hija de Jairo

JESUS VIDA Y RESURRECCIÓN

Una vez liberados los endemoniados de Gerasa la barca que conducía a Jesús regresó a la ribera occidental del lago de Tiberiades, donde, después del temporal del mar, una multitud ansiosa le estaba aguardando, con gran impaciencia. Puesto el pie en tierra y calmado el entusiasmo de la gente comenzó su instrucción. Más he aquí que, en cuanto acabó de hablar, se le acercó un noble de la región, el presidente de una Sinagoga, el cual se postró a los pies y exclamó: Señor, mi hija se muere; está ya en la agonía y en el mismo trance de la muerte. Venid, poned sobre ella vuestra mano y salvadla.

Esta plegaria tan fervorosa, tan confiada, conmovió a Jesús, el cual calmó aquel corazón atribulado y se puso en camino, seguido de sus discípulos y de una parte del pueblo. Confundida con la multitud iba una mujer, que, desde hacía doce años, padecía flujo de sangre. Inútilmente había gastado todos sus bienes en médicos y medicinas; su mal empeoraba y su dolor no disminuía. Hubiera deseado suplicar a Jesús, pero sentía rubor de manifestar su enfermedad. Ésta era vergonzosa y constituía una impureza legal, que la obligaba a vivir alejada de sus semejantes. Padecer este mal era, puara ella, una gran humillación, pues el pueblo lo consideraba como el efecto de una vida depravada y mostraba menosprecio por lo que lo sufrían. Por esto, a fin de que nadie se enterase, ni aun el mismo Jesús, decidió intentar la consecución de esta gracia de una manera furtiva. Si llego tan sólo a tocar, decía para sus adentros, la franja de su vestido, quedaré curada. Y metiéndose entre la multitud, pudo acercarse a Jesús, tocó la franja de su manto y sintió que quedaba retenida la hemorragia y que estaba completamente curada. Retrocedió en seguida e intentó deslizarse por medio de la gente, pero en aquel instante, Jesús se volvió, en voz pronunció estas palabras: ¿Quién me ha tocado? Todos hicieron, con la cabeza, un signo negativo o de duda. Entonces Simón Pedro, sencillo y candoroso, le dijo: Estas viendo que todos se empujan alrededor de ti ¿Y preguntas quién te ha tocado? Entre tanto Jesús recorría con los ojos los circunstantes y fijaba sobre la pobre enferma una de aquellas miradas que penetran los corazones. Ella, trémula, al verse descubierta, se arrodilló a los pies de Jesús, y temerosa de una seria represión manifestó por qué había tocado con su mano la punta de su vestido, y cómo, con solo tocarla, había sido curada al instante. Entonces, venciendo todo respeto humano, dio efusivamente las gracias a Jesús por un favor tan grande. El Salvador, para mostrar que la fe profunda, que en Él había tenido, había sido la causa única de aquel milagro, le dijo: Ten confianza, hija; Tu fe te ha salvado. ¡Qué dulzura tan inefable la del corazón amantísimo de Jesús!

Mientras el pueblo comentaba este prodigio, llegó un criado del presidente de la Sinagoga, para decirle que su hija acababa de morir y que no importunase más a Jesús, por ya no llegaría a tiempo. Ante esta noticia, el padre quedó desolado y transido de dolor. Jesús le consoló diciéndole: No temas, ten confianza y  tu hija vivirá. Al llegar a la casa de Jairo, vieron a los que lloraban, a los que tocaban la flauta y a una multitud en tumulto. El entierro se hacía siempre con acompañamiento de flautas y se ejecutaban las más fúnebres melodías. También había plañideras, mujeres contratadas para acompañar, con llantos, el féretro del difuntos. ¿Por qué lloráis? Dijo Jesús. La niña no ha muerto; está dormida. Al oir esto, todos miraban a Jesús despectivamente. Más Él entró en la cámara mortuoria, tomó la mano de la difunta y dijo en alta voz: Niña, levántate. Y, al instante, se levantó, como si realmente despertase de un ligero sueño.

DOLENCIAS ESPIRITUALES.

La enfermedad que padecía aquella mujer, lo mismo por su naturaleza que por sus efectos, nos recuerda aquella enfermedad espiritual de los pecadores reincidentes, que se han habituado a un pecado, ordinariamente al de impureza. Imiten estos pecadores a la mujer del Evangelio y busquen, como ella, la salud y la salvación. Tengan fe viva, hagan una resolución firme y acudan al único médico que puede curarles, que es un confesor prudente, póngase bajo su dirección.

Y por inveterados que sean los vicios de un pecador, procure cobrar valor, considerando el procedimiento que siguió Jesús, con su palabra omnipotente, resucitó aquella hija única esperanza de sus padres. Nuestra alma es toda nuestra esperanza, ya que, salvada ella, todo está salvado. Si alguna vez llega a morir, a causa del pecado, y nos confesamos debidamente, oiremos de labios del sacerdote las palabras que pronuncio Jesús: Levántate, alma caída. Jesús resucitó a la hija de Jairo con poco esfuerzo, delante de pocos testigos y en su misma casa. De la misma manera, el pecador culpable de haber consentido en un mal pensamiento oculto, queda resucitado en su conciencia, con un acto de perfecta contrición o con una confesión sincera, sin ostentación ni numerosos testigos.

Padre Ginebra, El Evangelio de los domingos y fiestas, Ed. Balmes, página 262 y ss.