Sermón del XXIV domingo después de Pentecostés

SIGNOS PRECURSORES DEL JUICIO

La muerte de Jesús estaba ya decretada y, dentro de dos días, el Jueves Santo, había de comenzar su Pasión dolorosa. La perversidad y el egoísmo del Sanedrin y de todos los partidos políticos de la nación teocrática habían degenerado en odio implacable contra la persona del Salvador. El pueblo judío, voluble e ingrato, era el vil instrumento de la ambición farisaica. El hijo del hombre sería, pues, tratado en Jerusalén más ignominiosamente que no lo habían sido los grandes profetas del Señor. Esto había de atraer sobre los judíos un castigo inaudito: la dispersión de aquel pueblo, la ruina y la desolación de la ciudad y del Templo.

Pero los horrores y la desolación de Jerusalén no son más que una imagen, una pálida figura de lo que sucediera en la consumación de los siglos, al fin del mundo. En aquellos días la confusión de las gentes será espantosa y sí peligro de perversión también tan grande, que, aun los escogidos, si fuese posible, serían inducidos a error. Muchos hablarán en nombre de Cristo y,  por obra de Satanás, obrarán maravillas y prodigios, que difícilmente se distinguirán de los verificados en nombre de Dios. “La venida del Anticristo será abundante en toda manifestación de poder, de signos, de falsos prodigios, y en toda seducción de iniquidad por aquellos que mueren”. Será cosa tan difícil distinguir la verdad de la mentira, que, si dicen que Cristo ha aparecido sobre la tierra, desconfiad. Cuando el verdadero Cristo haga su aparición, ésta será imponente. Se presentará simultáneamente a todos los hombres. El brillo de su aparición será fulgurante, como el de un relámpago que sale en el oriente y, en un instante, lo ilumina todo, hasta el occidente. Inmediatamente después de aquellos días de aflicción gravísima provocada por el Anticristo, el Sol astro del día, se obscurecerá: la Luna, satélite de la tierra, perderá su resplandor; las estrellas, hablando vulgarmente, caerán del cielo, y las fuerzas del firmamento, las que parecen sostener el edificio del universo, se conmoverán y aparecerá el signo del hijo del Hombre en el cielo. La señal de la Cruz, estandarte glorioso de Cristo glorificado, más resplandeciente que el sol, hará en los cielos, su aparición, y será un motivo de esperanza para los justos y de confusión para los pecadores. Jesucristo bajará sobre las nubes, resplandeciente de gloria y majestad, y los pueblos de la tierra, reconociéndose culpables, prorrumpirán en grandes gemidos, ante la proximidad del juicio. Todos los muertos, despertados por el sonido formidable de la trompeta, saldrán de sus sepulcros y reunidos de los cuatro vientos, de un extremo al otro del mundo, comparecerán ante el Tribunal del Jesucristo.

EL FIN DEL MUNDO PARA CADA UNO

El fin del mundo, para cada uno de nosotros, es la hora de la muerte. Entonces,, dice un autor, el sol se obscurecerá para nosotros, la tierra desaparecerá bajo nuestros pies y el mundo entero desaparecerá ante nuestros ojos. Será la hora del juicio particular, en el cual se dictará nuestra sentencia, que será ratificada el día del juicio universal. La hora de esta segunda venida de Jesucristo es de todos desconocida: solo sabemos que vendrá, cuando menos se le espere. Tendrá, empero,  sus signos precursores, los cuales, en el orden moral, parece ya presentarse en nuestros días. Jesús, sol de justicia, luz y vida del mundo, comienza a cubrirse de nubes, su nombre es blasfemado, su divinidad, negada, y abandonado su altar. La Iglesia, que refleja, y nos envía la luz del Sol, perseguida y blasfemada; las estrellas del cielo, los santos, los doctores de la Iglesia, los siervos de Cristo, tratados de ilusos, de fanáticos, de hipócritas. En la tierra, confusión de las naciones, de tal manera que los cristianos, antes reunidos en un solo rebaño, hoy están divididos en diferentes sectas; en la vida civil todo es confusión e indisciplina…. No obstante, que nos desaliente este horrible espectáculo, antes al contrario, que nos llene de un santo ardor Dios no abandonará a sus escogidos ni permitirá que sean probados más allá de lo que pueden resistir sus fuerzas. Abreviada esta tribulación, el mismo Dios vendrá para liberarnos.

            Padre Ginebra, El Evangelio de los domingos y Fiestas, Ed. Balmes, 1961, págs. 267 y siguientes.