Texto para meditar: III Domingo después de Pentecostés

De la Encíclica Miserentissimus Redemptor del Papa Pío XI.


Descuella y merece especial mención la devota consagración con que nos ofrecemos, con todas nuestras cosas, al Corazón divino de Jesús, reconociéndolas como recibidas del amor eterno de Dios. Pero hay que hacer más todavía; nos referimos al deber de tributar al Sacratísimo Corazón de Jesús aquella satisfacción digna que llaman reparación. Porque si lo primero y principal en la consagración es que al amor del Criador responda el amor de la criatura, síguese espontáneamente otro deber: el de compensar las injurias de cualquier modo inferidas al Amor increado, cuando sea desdeñado con el olvido, o ultrajado con la ofensa. Al cual deber llamamos vulgarmente reparación.

Con más apremiante título de justicia y de amor estamos obligados al deber de reparar y expiar: de justicia, para expiar la ofensa hecha a Dios por nuestras culpas y reintegrar el orden violado; de amor, para padecer con Cristo paciente y “saturado de oprobios” y, según nuestra pobreza, ofrecerle algún consuelo. Porque pecadores como somos todos, cargados de muchas culpas, no hemos de contentarnos con honrar a nuestro Dios con sólo aquel culto con que adoramos con los debidos obsequios a Su Majestad Suprema, o reconocemos orando su absoluto dominio, o alabamos con acciones de gracias su largueza infinita; sino que además es necesario satisfacer a Dios, juez justísimo, “por nuestros innumerables pecados, ofensas y negligencias”. A la consagración, pues, por la cual nos ofrecemos a Dios y somos llamados santos de Dios, con aquella santidad y firmeza que, como enseña el Doctor Angélico, son propias de la consagración, ha de añadirse la expiación con que totalmente se extingan los pecados, no sea que la santidad de la divina justicia rechace nuestra indignidad impudente, y repulse nuestra ofrenda como odiosa, en vez de aceptarla como agradable.

Este deber de expiación incumbe a todo el género humano. Después de la caída miserable de Adán, inficionado de la culpa hereditaria, sujeto a las concupiscencias y misérrimamente depravado, debía haber sido arrojado a la ruina sempiterna. Ciertos soberbios filósofos de nuestros tiempos, siguiendo el antiguo error de Pelagio, lo niegan, blasonando de cierta virtud nativa de la naturaleza humana que por sus propias fuerzas continuamente progresa a cosas cada vez más altas; pero estas invenciones del orgullo las rechaza el Apóstol: “éramos por naturaleza hijos de ira”. Ya desde el principio los hombres en cierto modo reconocieron el deber de aquella común expiación y comenzaron a practicarlo, guiados de cierto natural sentido, aplacando a Dios con sacrificios, aun públicos.