Sermón de la Santisima Trinidad

San Alfonso María de Ligorio

EL AMOR QUE MANIFESTÓ EL PADRE AL CREARNOS

1. «Hijo mío, -dice Dios- yo te he amado con perpetuo y no interrumpido amor; y por eso; misericordioso, te atraje a mí». (Jer. XXXI, 3). De estas palabras se infiere, amados oyentes míos, que entre todos los que nos aman son nuestros padres; pero ellos no nos aman jamás sino después que nos han conocido. Empero Dios nos amaba ya antes de que nosotros existiéramos. Todavía no existían en el mundo nuestros padres, cuando ya nos amaba Dios; o por decirlo mejor, todavía no estaba creado el mundo, y ya nos amaba el Señor. ¿Y cuánto tiempo antes de crear el mundo nos amaba Dios? ¿Acaso mil años o mil siglos? No solamente mil siglos antes de la creación, sino que nos amaba desde la eternidad, como nos dice por Jeremías con estas palabras: In charitate perpetua dilexi te. Desde que Dios es Dios, siempre nos ha amado: desde que se amó a si mismo, siempre nos amó. Este pensamiento hacía decir a la virgen santa Inés: «Estoy comprometida con otro amador». Cuando las criaturas exigen de ella que las amase, siempre les respondía: «Yo no puedo preferir las criaturas a mi Dios; Él es el primero que me amó, y es justo que yo le prefiera que otro amor».

2. Por tanto, hermanos míos, sabed que Dios os amó desde la eternidad, y solamente por el amor que os tenía, os distinguió entre tantos hombres que podía haber creado en vuestro lugar, y dejándolos a ellos en la nada, os dió el ser a vosotros y os hizo salir al mundo. Por el amor que nos tiene, creó también tantas otras hermosas criaturas, para que nos sirviesen y nos recordasen el amor que nos ha tenido y el que le debemos por gratitud. Por esto decía san Agustín: «El Cielo y la tierra y todos los seres están diciendo que te ame». Cuando el santo miraba el sol, las estrellas, los montes, el mar y los ríos, creía que todas las criaturas le decían: Agustín, ama a Dios, porque Él nos ha creado por ti para que tu le ames. El abad Rancé, fundador de la Trapa, cuando veía las colinas, las fuentes y las flores, decía que todas estas criaturas le recordaban el amor que Dios le tenía. También santa Teresa solía decir, que estas criaturas le echaban en cara su ingratitud para con Dios. Cuando santa María Magdalena de Pazis tenía en la mano alguna hermosa flor, sentía su corazón herido como de una saeta, y embellecida en el amor divino, decía en su interior: «¡Con qué mi Dios pensó desde la eternidad en crear esta flor o este fruto por mi amor con el fin de que yo le amase!»

3. Además, viendo el Padre eterno, que nosotros estábamos condenados al Infierno por nuestras culpas, movido del grande amor que nos tenía, envió a su Hijo al mundo a morir en una cruz para librarnos del Infierno, y llevarnos consigo al Paraíso, como dice san Juan por estas palabras: «Tanto amó Dios a los hombres, que no paró hasta dar por ellos a su Hijo unigénito. (Joann. III, 16). Amor, que con razón llama el Apóstol, excesivo, en el capítulo II, v. 4 de su Epístola a los de Efeso: Propter nimium charitatem suam, qua dilexit nos, et cum essemus mortui peccatis, vivificavit nos in Christo.

4. Contemplemos, además, el especial amor que nos manifestó, haciéndonos nacer en países cristianos y en el gremio de la verdadera Iglesia Católica. ¡Cuántos nacen todos los días entre los gentiles, entre los judíos, entre los mahometanos, y entre los herejes, todos los cuales se condenan! Considerad, que con respecto al gran número de éstos, pocos son los hombres que tienen la suerte de nacer donde reina la verdadera fe, pues no llegan a la décima parte, y entre estos pocos nos ha hecho nacer Dios. ¡Oh, que don tan inmenso y apreciable es de la fe! ¡Cuántos millones de almas hay entre los infieles que están privados de los sacramentos, de la palabra divina, de los ejemplos de los buenos, y de todos los otros auxilios que tenemos en la Iglesia para salvarnos! Pues todos estos grandes auxilios quiso concedernos a todos nosotros el Señor, sin que nosotros lo mereciésemos, antes preveía nuestros grandes crímenes; porque cuando Dios pensaba crearnos y concedernos estas gracias, ya veía de antemano nuestros pecados y lo mucho que habíamos de injuriarle.

EL AMOR QUE NOS TUVO EL HIJO CUANDO NOS REDIMIÓ

5. Nuestro primer padre Adán, por haber comido el fruto prohibido fue condenado miserablemente a la muerte eterna con toda su descendencia. Viendo Dios que todo el género humano había perecido, determinó enviar un Redentor para salvar a los hombres. ¿A quién enviará para que los redima? ¿enviará a un ángel o a un serafín? No, porque el mismo Hijo de Dios, sumo y verdadero como el Padre, se ofrece a bajar a la tierra para tomar en ella carne humana, y morir por la salvación del género humano. ¡Oh prodigio admirable del amor divino! El hombre desprecia a Dios, como dice san Fulgencio, y se separa de Dios; y Dios viene a la tierra a buscar al hombre rebelde, movido del grande amor que le tiene. Viendo que a nosotros no nos era permitido acercarnos al Redentor, como dice san Agustín, no se desdeñó el Redentor de acercarse y venir a nosotros. ¿Y porqué quiso Jesucristo venir a nosotros? El mismo santo Doctor lo dice por estas palabras: «Vino Cristo al mundo, para que conociese el hombre lo mucho que Dios le ama».

6. Por eso escribió el Apóstol a Tito: «Dios nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y su amor». (Tit. III, 4). Y en el texto griego se lee: «se ha manifestado el singular amor de Dios para con los hombres». San Bernardo escribe sobre el mismo texto, que antes que apareciese Dios en la tierra en la forma de siervo, hecho semejante a los demás hombres, no podían llegar a comprender los hombres la grandeza de la bondad divina: «por esta razón el Verbo eterno tomó carne humana, para que presentándose como hombre, conociesen los hombres su bondad». (S. Bern. serm. 1, in Epiph). ¿Y que mayor amor, que mayor bondad podía manifestarnos el Hijo de Dios, que hacerse hombre como nosotros? ¡Oh suma bondad de Dios! Se hizo gusano como nosotros para que nosotros no quedásemos perdidos. ¿No sería una maravilla ver, que un príncipe se convertía en gusano, para salvar a los gusanos de su reino? Pues cuanta mayor maravilla es ver, que un Dios se hizo hombre como nosotros para salvarnos de la muerte eterna?Verbum caro factum est: «El verbo se hizo carne». (Joann. I, 14). Pero ¿quién vió jamás hacerse carne un Dios? ¿Quién pudiera creerlo, si no nos lo asegurase la fe?  Ved aquí, dice san Pablo, «a un Dios casi reducido a la nada». (Philp. II 7). Con estas palabras nos manifiesta el Apóstol, que el Verbo que estaba lleno de majestad y de gloria, quiso humillarse y tomar la condición humilde y débil de la naturaleza humana, revistiéndose de la naturaleza de siervo, y haciéndose en forma semejante a los hombres; aunque, como observa san Juan Crisóstomo, no era simple hombre, sino hombre y Dios juntamente. Oyendo cantar un día a un diácono, aquellas palabras de san Juan: Et verbum caro factum est, salió fuera de sí mismo, dando un fuerte grito, y arrobado, voló por el aire en la iglesia hasta ponerse junto al santísimo Sacramento.

7. No se contentó empero, el Verbo encarnado, no le bastó a este Dios enamorado de los hombres, sino que quiso, además, vivir entre nosotros como el último, el más vil y despreciable de los hombres, como lo había predicho el profeta Isaías (LIII, 2 y 3) «No es de aspecto bello, ni es esplendoroso; nosotros le hemos visto… despreciado y el deshecho de los hombres, varón de dolores, porque fue formado de intento para estar siempre atormentado y perseguido hasta la muerte; pues desde que nació, hasta que murió, estuvo padeciendo por nuestro amor».

8. Y como había venido para hacerse amar de los hombres, según escribe san Lucas con aquellas palabras: «Yo he venido a poner fuego en la tierra, y, ¿que he de querer sino que arda?» (Luc. XII, 49); quiso darnos al fin de su vida las señales y pruebas más evidentes del amor que nos profesaba. Como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin (Joann. XIII, 1). Y no solamente se humilló hasta morir por nosotros, sino que quiso elegir una muerte la más amarga y afrentosa de todas. Y esta es la razón de decir del Apóstol en la Epístola a los Filipenses (II, 8): «se humilló a si mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz». El que entre los hebreos moría crucificado, era maldecido y vituperado por todo el pueblo Leemos en la Santa Escritura: «Es maldito el que está colgado del madero». (Deut. XXI, 23) Por esta razón también quiso terminar así su vida nuestro divino Redentor, muriendo afrentado en una cruz, cercado de ignominias y dolores, como había vaticinado el profeta David por estas palabras: «Llegué a alta mar y sumergióme la tempestad». (Psal. LXVIII, 3).

9. Escribe san Juan en su primera Epístola (III, 16), que conocimos el amor que Dios nos tenía, en que dió el Señor su vida por nosotros. Y en verdad; ¿cómo podía Dios manifestarnos más claramente su amor, que dando su vida por nosotros? Y ¿cómo es posible ver todo un Dios muerto por nosotros en una cruz, y no amarle? Por esto dice san Pablo en su segunda Epístola a los Corintios (v. 14); que el amor de Cristo nos urge. Por estas palabras nos advierte, que nos obliga  y nos mueve a amarle, no tanto lo que Cristo hizo y padeció por nosotros, cuanto el amor que nos manifestó padeciendo y muriendo por el género humano. Murió por todos los hombres, como añade el mismo Apóstol, para que los que viven, no vivan ya para sí, sino para el que murió. (II. Cor. v, 15). Y a fin de granjearse  todo nuestro amor, no contento con haber dado su vida por nosotros, quiso además quedarse Él mismo en el sacramento de la Eucaristía, para servirnos de manjar cuando dijo: «Tomad y comed; este es mi cuerpo» (Matth. XXIV, 26). Y ¿quién creyera una fineza como esta, si no nos la asegurase la fe?

EL AMOR QUE NOS MANIFESTÓ EL ESPÍRITU SANTO CUANDO NOS SANTIFICÓ

10. No contento el eterno Padre con habernos dado a Jesucristo su Hijo, para que nos salvase con su muerte, quiso darnos también el Espíritu Santo, para que habitase en nuestras almas y las tuviese continuamente inflamadas de su santo amor. Jesucristo mismo, a pesar de los malos tratamientos de los hombres en este mundo, olvidado de su ingratitud después de su ascensión a los Cielos, nos envió desde allí el Espíritu Santo, para que con su amor encendiese en nosotros la caridad divina y nos santificase. He ahí por que el Espíritu Santo, cuando descendió al Cenáculo, quiso dejarse ver en figura de lenguas de fuego. Y he ahí también, porque pide la Iglesia al Señor, que nos inflame  el Espíritu con aquél fuego que Jesucristo envió a la tierra, anhelando que ardiese. Este es aquél santo fuego que ha inflamado después a los santos para obrar grandes cosas por amor de Dios, para amar a sus más crueles enemigos, para desear los desprecios, para renunciar las riquezas y honores mundanos, y para abrazar con alegría los tormentos y la muerte.

11. El Espíritu Santo es aquella unión divina que hay entre el Padre y el Hijo, y el que una nuestras almas con Dios por medio del amor, cuyo efecto es unir los corazones y las almas justas con Dios, como dice san Agustín: Los lazos del mundo son lazos de muerte; pero los del Espíritu Santo sonlazos de vida eterna, puesto que nos unen con Dios, que es nuestra vida verdadera que no ha de tener fin.

12. Debemos también estar en la inteligencia, de todas las luces, todas las inspiraciones divinas, y todos los actos buenos que hemos practicado en toda nuestra vida, de dolor de nuestros pecados, de confianza en la misericordia de Dios, de amor y resignación: todos han sido dones del Espíritu Santo. Y el Apóstol añade, que el Espíritu Santo ayuda nuestra flaqueza, porque, no sabiendo nosotros siquiera que hemos de pedir en nuestras oraciones, ni como conviene hacerlo, el mismo Espíritu produce en nuestro interior nuestras peticiones a Dios con gemidos que son inexplicables. (Rom. VIII, 26).

13. En suma, toda la Santísima Trinidad se ha ocupado de manifestarnos el amor que Dios nos tiene, para que nosotros le correspondamos con gratitud; porque como dice san Bernardo, amándonos Dios, no busca otra cosa que ser amado de nosotros. Es muy justo, pues, que nosotros amemos a Dios, ya que Dios nos amó primero, y nos obligó a que le amemos con tantas finezas como nos dispensó. ¡Oh que tesoro tan precioso es el amor! Es también infinito, porque nos hace adquirir la amistad de Dios, como dice Salomón por estas palabras: «Es un tesoro infinito para los hombres, que cuantos se han validado de él, los ha hecho partícipes de la amistad de Dios». (Sap. VII, 14). Para adquirirlo es necesario apartar el corazón de las cosas terrenas. Por eso decía Santa Teresa: Aparta tu corazón de las criaturas y hallarás a Dios. En un corazón lleno de las cosas de la tierra, no tiene cabida el amor divino. Por esto suplicamos siempre al Señor en nuestras oraciones, y en las visitas al Santísimo Sacramento, que nos otorgue su santo amor, para que nos haga perder el afecto de las cosas del mundo. San Francisco de Sales dice que cuando se quema la casa todo se tira por la ventana. Quería manifestar con estas palabras, que cuando un alma está inflamada de amor divino, ella misma se aparta de todas las cosas de la tierra.

14. En el Cantar de los Cantares de Salomón leemos, que «el amor es fuerte como la muerte» (Cant. VIII, 6). Quieren decir estas palabras, que así como no hay fuerza creada que resista a la muerte, cuando ha llegado su hora, así no hay dificultad que una alma amante de Dios no venza con el amor. Cuando se trata de complacer a la persona amada, el amor vence todas las dificultades, dolores, pérdidas e ignominias, porque no hay dificultad ninguna que no pueda vencer el amor. El amor hacia los santos mártires, en medio de los tormentos, sobre los ecúleos y las parrillas alabasen y diesen gracias a Dios, porque les concedía padecer por su amor; y que otros santos, luego que faltaron los tiranos, se convirtieran ene verdugos de sí mismos con los ayunos y penitencias, por dar gusto a Dios. San Agustín dice: «No se experimenta fatiga ninguna cuando uno hace aquello que ama; y  si alguna se experimenta es amada por el mismo que la sufre»: In eo quod amatur, aut non laboratur, aut ipse labor amatur.