Croisset. VIII Domingo después de pentecostés

Como la Iglesia nuestra buena madre en nada tiene tanto empeño como en la salvación de, sus hijos, reúne todos los domingos a los fieles para darles lecciones importantes de salud, para reanimar más su fe, renovar su fervor, prevenirles contra los peligros, animarles contra los esfuerzos y las astucias del tentador, consolarles en sus males y sostenerles en todos los accidentes molestos de la vida. Ella les alimenta con el pan de la palabra de Dios, les fortifica con el uso de los sacramentos, y recordándoles cada domingo la memoria de las grandes verdades de la religión, procura siempre, por medio de aquellos rasgos mas señalados de la bondad y de la misericordia de Dios con nosotros, excitar nuestro amor y nuestro reconocimiento hacia él, e inclinarnos a que pongan en él toda nuestra confianza. A esta precisamente se dirige todo el oficio de la Misa de este día. El introito nos trae a la memoria los más señalados beneficios del Señor; la Epístola en pocas palabras nos presenta el retrato de un hombre espiritual, tal como debe serlo todo verdadero fiel; el Evangelio nos enseña el buen uso que debemos hacer para el cielo de los bienes terrenos, y en el ejemplo de un recaudador, infiel, pero ingenioso y previsor, quiere el Salvador darnos á entender la industria piadosa por medio de la cual debemos hacer servir a nuestra salvación los falsos bienes de este mundo, de los que no tenemos, por decirlo así, mas que la administración y con los que, sin embargo, podemos ganarnos amigos y poderosos protectores en la otra vida. Esta industriosa sabiduría este buen espíritu, junto con un corazón acomodado á él, es 1o que pedimos a Dios en la oración de la Misa de este día, la cual debe ser una oración diaria para todos los fieles.

Nosotros, Señor, nos acordamos de todos los beneficios de que habéis colmado a vuestros siervos; hemos recibido vuestra misericordia en medio de vuestro santo templo; en medio de vuestro pueblo, como traducen los Setenta, San Crisóstomo, Teodoreto y San Agustin. ¡Qué de maravillas, oh Dios mío, no habéis obrado a favor nuestro! ¡qué solicitud, qué bondad, qué providencia paternal! ¿Podríamos, oh Dios, olvidar nunca á un Señor tan beneficio, o dejar de confiar en un Salvador, en un Padre semejante? Vuestra gloria ha penetrado, oh Dios mío, hasta las extremidades de la tierra; en todas partes se os alaba de tal modo proporcionado a la grandeza de vuestro nombre; exáltese, sobre todo, ese brazo justiciero que se ha armado para nuestra defensa. Es bien patente que el salmo XL VII, que en el sentido literal puede entenderse de la protección de Dios sobre .Jerusalén y sobre e] pueblo judío, no debe entenderse en el sentido figurado sino de la protección singular de Dios sobre la Iglesia. Sólo en el cristianismo es donde puede decirse que la gloria de Dios ha penetrado hasta los confines de la tierra y que él Señor es alabado en todos los pueblos de un modo proporcionado a la grandeza de su santo nombre. Antes de Jesucristo no era Dios conocido más que en la Judea y sólo después de la venida de este divino Salvador ha; sido llevado y predicado á todas las naciones del mundo el conocimiento del verdadero Dios, y los predicadores evangélicos han anunciado a Jesucristo por todo e1 universo. La memoria de esta maravilla, de esta gran misericordia, es lo que nos recuerda el introito de la Misa de este domingo para despertar nuestra fe y nuestro amor a Dios y obligarnos a ocuparnos en continuas acciones de gracias.

La Epístola está tornada del capitulo octavo de la de San Pablo a los romanos. Habiendo hecho ver el Apóstol cuan diferente es la vida, de un cristiano deja de un hombre carnal, nos advierte que aunque la concupiscencia y las pasiones no queden enteramente extinguidas por la gracia del bautismo, querían, no obstante, muy debilitadas, y no tienen más imperio sobre nuestro corazón que lo que nosotros les damos voluntariamente. Cita en seguida las razones que tenemos para tenerlas sujetas, y de la nuestra que, debiendo ser un fiel hombre enteramente espiritual, no debe vivir según las inclinaciones de la carne.

No somos deudores a la carne, dice, para que vivamos según la carne. No debemos nuestra vida a la carne. Nacemos hijos de la ira, puesto que nacemos esclavos del pecado; sólo á Jesucristo debemos nuestra libertad; somos reengendrados por el bautismo; debemos, pues, vivir para Jesucristo, según su espíritu y sus máximas. En virtud de este nuevo nacimiento del agua y del espíritu, no estamos ya sujetos, a la carne, al pecado, a la concupiscencia; no tiene ya este imperio alguno sobre nosotros, y únicamente Jesucristo es el que debe reinar en nuestros corazones. Desgraciados de nosotros si renunciando a la dichosa libertad de hijos de Dios, nos sometemos de nuevo al imperio del pecado. Jesucristo, por los méritos de su sangre y de su muerte, ha hecho pedazo nuestro pecado y ha destruido el imperio del demonio. Este enemigo mantiene, la verdad, todavía alguna inteligencia en la plaza de nuestro propios sentidos, nuestro mismos sentidos, nuestro mismo corazón, pueden hacernos traición y nosotros debemos continuamente desconfiar de ellos; pero al menos que nosotros no queramos introducirle en el fuerte, son inútiles todos los esfuerzos; el perro rabioso, dice San Agustín que está encadenado puede ladrar, puede chillar, pero no puede morder sino a los que se le acercan demasiado.

El año cristiano, Juan Croisset.