Croisset. XI Domingo después de Pentecostés

Llámase comúnmente en la Iglesia Romana este domingo el
domingo del sordomudo curado por Jesucristo, porque el Evangelio de este día refiere la historia de este milagro. Como todas las maravillas de la vida del Salvador eran pruebas visibles de su .omnipotencia y de su divinidad, y al mismo tiempo pruebas evidentes de la santidad de la religión que venia a establecer en el inundo, la Iglesia ha escogido para la Epístola de la Misa de este día aquel pasaje de la carta que San Pablo escribió a los corintios; en donde, después de haberles dado cuenta del modo con que les había anunciado el Evangelio, les declara que n9 les ha enseñado y como dado en depósito más que lo que él mismo había recibido de Jesucristo, y por el compendio que les hace de los principales misterios de nuestra religión les da una idea justa de la excelencia del Redentor, de su divinidad y de la bondad infinita que ha tenido con los hombres. El Evangelio no es una prueba menor de esto, no pudiendo ser el n1ilagro asombroso que refiere sino el efecto de esta omnipotencia que no puede convenir más que á Dios solo. El introito de la Misa expresa perfectamente los sentimientos de un corazón animado de una fe viva en este divino Salvador, y lleno de una santa confianza en su bondad y en su omnipotencia.

Yo veo al Señor en la nueva Sión;  allí ha remitido a los hombres, y los une por unos mismos sentimientos y por unas mismas leyes: el Dios de Israel inspira valor y fortaleza á su pueblo, y le hace formidable a sus enemigos. Preséntese, nada más, este Dios, levántese y disperse sus enemigos; muéstrese este Dios omnipotente, y huyan de su presencia los que sacuden el yugo de sus leyes. Todo este salmo, uno de los más magníficos y más admirables que David ha compuesto en un estilo sublime y elevado y que es una alegoría continua, todo este salmo, repito, debe entenderse de la venida de Jesucristo, de sus milagros, de sus victorias., de los misterios realizados en su persona y del establecimiento de la Iglesia por los apóstoles. El Profeta hace en él la relación de diversos prodigios del Antiguo Testamento que fueron figura de lo que debía  suceder en  el Nuevo, y en particular de todas las 1naravillas que debía obrar el Salvador. El milagro cuya historia refiere el Evangelio de este día ha determinado a la Iglesia para hacer la elección de este salmo, que es propiamente uno de los mis bellos cánticos que tenemos en honor de las maravillas y de los n1isterios de Jesucristo. Todos los Santos Padres griegos y latinos, que lo explican según la alegoría y el sentido místico, lo aplican a la venida, a la resurrección y a la ascensión del Salvador, a todos los milagros que ha obrado, a la predicación de los apóstoles, a la conversión milagrosa de los gentiles y a la destrucción victoriosa del paganismo. Si el Profeta habla en él de la salida de Egipto y de la publicación de la ley, no es sino por alegoría a la libertad del cautiverio del pecado, que ha sido el fruto principal de la venida del Salvador y de la publicación del Evangelio, cuyos hechos estaban allí figurados. Esto es lo que movió a comenzar este cántico por unos términos entusiasmados y con expresiones enfáticas. Levántese Dios y disperse sus enemigos: huyan de su presencia todos sus adversarios. Desaparezcan los impíos delante del Señor, como el humo se desvanece en el aire, o como la cera que en un momento se derrite al fuego; mas los justos, por el contrario, alégrense y regocíjense viendo a su Dios y su libertador. Pueblos fieles, celebrad su gloria, cantad salmos en su honor. Todo este salmo es un cántico de regocijo, un cántico de alegría continua para celebrar las maravillas del Salvador y la pompa de su triunfo.

La Epístola de la Misa de este día puede mirarse como un compendio de las pruebas más brillantes de nuestra religión y de las verdades fundamentales del cristianismo. Como la verdad de la resurrección de Jesucristo es el fundamento sólido y la base de  nuestra creencia, no es de extrañar que los apóstoles se aplicasen, con tanto ahínco a demostrar esta importante verdad, que tanto interés tenia el infierno en debilitar, pero cuya evidencia no había podido oscurecer todo el infierno: así es que no hay dogma alguno mejor establecido, ninguna verdad más a menudo ni más útilmente sostenida. Había entre los cristianos de Corinto ciertos espíritus dañados, que no abrigaban sentimientos muy ortodoxos en orden a la resurrección. Como este articulo era, por decirlo así, el fundamento de todo el cristianismo, San Pablo se aplica a establecer esta verdad en el capitulo quince de su carta con todo género de razones, y al mismo tiempo prueba la resurrección futura de los muertos por la resurrección de Jesucristo, la cual confirma con muchos testimonios.

Voy a poner a la vista uno de los puntos capitales y más importantes del Evangelio que os he predicado, que habeis recibido por una gracia especial de Jesucristo, y en el cual os mantenéis con tanta fidelidad a pesar de los artificios seductivos de los falsos doctores, que os deslumbran con sus sofismas. Vosotros sabéis que sólo creyendo las verdades que os he anunciado, os salvareis; no hay que esperar salud fuera de esta creencia; porque a menos que no hayáis creído en vano, debéis acordaros de qué manera os he predicado. Mis predicaciones, dice en otra parte, nada tenían parecido á los mañosos discursos de la sabiduría humana, antes bien, el Espíritu Santo y su virtud eran visibles en ellas, y esto a fin de que la sabiduría humana no fuese el fundamento de vuestra fe, sino la virtud divina. A esto alude San Pablo cuando dice aquí á los fieles de Cristo que se acuerden de qué manera les ha predicado, de las maravillas que han acompañado a su predicación, y que si han creído las grandes verdades que les ha anunciado, no ha sido ligeramente como gentes que se dejan llevar de la novedad sin examen, y que son tan fáciles para abandonar la fe como lo han sido para abrazarla. Por más incomprensibles que sean nuestros misterios, por más sublimes que sean las verdades de nuestra religión, por más austera que sea su moral, nunca me he servido para persuadiros todo esto de términos escogidos, ni de maneras de hablar seductivas y estudiadas; no he empleado para ello los artificios de una elocuencia alucinadora. Yo os he enseñado con toda sencillez lo que a mi mismo se me ha enseñado por el Señor, que, siendo la verdad por esencia, no puede ser engañado, ni engañarnos. Os he dicho desde luego que Jesucristo nuestro Salvador ha muerto por nuestros pecados conforme a las Escrituras, esto es, como lo había predicho por los profetas, y singularmente por Daniel que con tanta precisión marca el tiempo de su muerte; y pasadas setenta y dos semanas de años, será Jesucristo condenado a muerte (Dan. c. IX); lo cual sucedió precisamente en el tiempo señalado según los cálculos de la más exacta cronología; por Isaías que predijo el fin de su muerte; esto es, por los pecados de los hombres (cap. LIII) y las circunstancias de su muerte: será llevado a la muerte como una oveja sin quejarse, y será cubierto de llagas sin decir palabra.

Os he enseñado, continúa el santo Apóstol, que habiendo muerto este divino Señor fue sepultado; que ha resucitado al tercero día, conforme a las Escrituras, como un testimonio de los más persuasivos y de los más concluyentes. No hay cosa que persuada mejor al entendimiento en orden a las verdades incomprensibles, que el ver que han sido predichas; porque sólo Dios es el que puede conocer y pronosticar lo venidero: la predicción es un motivo muy poderoso para creer una verdad aunque no se la pueda comprender. La resurrección de Jesucristo era una verdad demasiadamente esencial en nuestra religión, para que no hubiera sido predicha y figurada en muchos pasajes de la Escritura. David, Isaías, Oseas, y en particular el profeta Jonás, nos la han anunciado en más de un pasaje. No se contenta San Pablo con esta prueba, sacada de la predicción: trae también el testimonio de los que han sido testigos de ella, y este testimonio no tiene réplica. Os he dicho, añade, que el Salvador resucitado ha aparecido a Cefas, y después a los once. El santo Apóstol no refiere aquí en particular todas las apariciones de Jesucristo, sino sólo aquellas que juzga mas apropósito para hacer impresión en el ánimo de los fieles de Corinto. Después de haber referido San Lucas la aparición del Salvador a los dos discípulos que iban al castillo de Emaús y la vuelta de éstos a Jerusalén, dice que habiendo encontrado estos dos discípulos a los once apóstoles, y a los que estaban con ellos, todos juntos, y habiéndoles contenido lo que acababa de sucederles; supieron de ellos que el Señor había resucitado verdaderamente y que había aparecido a Simon-. (Luc. XXIV.) Os he dicho también, continúa aún el santo Apóstol, que después se apareció a más de quinientos hermanos al mismo tiempo, de los cuales algunos han muerto, pero todavía están muchos en el mundo. Habla aquí San Pablo de la aparición que hizo el Salvador a todos los discípulos que se congregaron en la montaña de los Olivos, cuando el Salvador subió al cielo. ¡Qué nube de testigos y de pruebas para establecer el solo milagro de la  resurrección de Jesucristo!

Con todo, dice aquí un sabio intérprete, no era necesario menos para convencer al mundo de una verdad, que por una consecuencia necesaria le obligaba a creer todos los misterios y á practicar todas las máximas del cristianismo. San Pablo añade que muchos de los que se habían hallado en esta aparición vivían aún, a fin de que pudiesen, si querían, asegurarse por si mismos de un hecho tan importante.

Después de esto, continúa San Pablo, apareció a Santiago; después a todos los apóstoles. El Evangelio no habla de esta aparición; pero los Padres, siguiendo la antigua tradición, nos refieren que Santiago, dicho el menor, hijo de Cleofás y de María, primo del Salvador, y por tanto, llamado hermano del Señor, según el uso de los judíos; los Padres, repito, nos refieren que este Apóstol, que fue el primer obispo de Jerusalén, y que era también apellidado el Justo, había resuelto des pues de la muerte de su divino Maestro no tomar alimento alguno hasta haberle visto resucitado, y que el Salvador, por una bondad singular hacia este fervoroso Apóstol, se le apareció inmediatamente después de su resurrección, y habiéndole colmado de alegría por su presencia, le dio por si mismo pan que había bendecido, diciéndole que tomase de aquel alimento, pues que ya veía a su Salvador resucitado. Por fin, y en último lugar, prosigue el santo Apóstol, también me ha aparecido a mi que no soy más que un aborto. Siempre fue la humildad el carácter común de todos los santos. Los mayores entre ellos han sido siempre .los más humildes. Cuanto más los ha distinguido el Señor con los favores más sublimes, tanto mas bajamente han sentido de si mismos; las gracias más brillantes descubren siempre la profundidad de nuestra nada. San Pablo se llama a si mismo un aborto, para significar por esta expresión que no había nacido al cristianismo ni sido llamado al apostolado sino después de todos los demás; cuando todavía se hallaba informe, como de ordinario están los niños que vienen al mundo trabajosamente, o antes del término, esto es, antes de haber podido recibir el aumento y la forma conveniente. Los de mas apóstoles habían sido alimentados mucho tiempo por el Salvador con sus divinas instrucciones; San Pablo había sido llamado al apostolado estando todavía por confirmar, por decirlo así, desfigurado por su tenaz apego al judaísmo. A la verdad, el Señor había suplido en él lo que le faltaba con su gracia y con sus revelaciones, que en menos de nada le formaron el doctor de las naciones y una de las lumbreras más brillantes de la Iglesia; pero San Pablo, como todos los grandes santos, no mira en si mismo sino lo que tiene de su propia cosecha y lo que en si descubría más defectuoso, reconociendo humildemente que toda la ciencia. Y la inteligencia que poseía y cuanto bueno podía adornarle era un puro don de Dios. Poseído de los sentimientos más bajos de si mismo, en medio de todas las maravillas que obraba; este gran santo no pierde nunca de vista lo que ha sido, reconociendo siempre que todo lo que es lo debe a la gracia. Porque, dice, yo soy el menor de los apóstoles, que no merezco este nombre, habiendo perseguido la Iglesia de Dios. Tal ha sido siempre el carácter de los mayores santos; no consideran en si mismos más que el mal que han hecho o que han podido hacer; las maravillas más grandes que Dios obra por su ministerio las miran desde el fondo de su nada. La humildad fue siempre la virtud favorita de todos los santos. Cuando el perseguidor de Jesucristo, convertido en apóstol suyo, anuncia á los hombres su resurrección, ¿qué podía oponer la incredulidad para enervar su testimonio? Su conducta, sus trabajos, la persecución misma que él había suscitado contra la Iglesia, son otras tantas pruebas de la sinceridad y de la verdad de su predicación, dice un sabio intérprete. No se le puede acusar de haber creído con ligereza lo que predica, y se ve bien claro que ha sido necesario un milagro muy marcado para hacer un apóstol del que era el más violento y el más pertinaz de los perseguidores de Jesucristo. Reconoced, pues, pueblos incrédulos, la fuerza victoriosa de la gracia del Redentor; porque lo que yo soy, lo soy por la gracia de Dios, que se complace muchas veces en elegir lo más flaco para con el mundo. Para confundir lo más fuerte, a fin de que ninguno tenga de qué gloriarse delante de él. Siendo, pues, tan indigno del apostolado, como acabo de decir, sólo por un favor enteramente gratuito y por una bondad del todo particular de Dios soy yo apóstol. En mi vocación, no ha sido ciertamente a mis méritos a lo que ha tenido el Señor consideración, sino sólo a su pura misericordia; lo poco que soy, y todo el bien que hago, lo debo a la gracia, sin la que nada soy, ni puedo nada. Por la gracia de Dios soy todo lo que soy, y de mi mismo no puedo gloriarme más que de mis humillaciones y de mi nada. ¿Qué somos, en efecto, en el orden sobrenatural sin la gracia? Flaqueza, ignorancia, pecado; y todavía entre tantas miserias se desliza el orgullo, para poner el colmo a todas ellas: ninguna cosa, en efecto, prueba tanto nuestra imbecilidad y nuestra nada como nuestro orgullo. Pero ¿qué no somos y qué no podemos con a gracia? ¡Qué luz, qué sabiduría, qué ánimo, qué fortaleza! Todo lo puedo, dice en otra parte el mismo Apóstol, en aquel que me da la fortaleza; y ciertamente, la gracia que me ha dado no ha quedado sin efecto. ¿Qué no ha hecho en’ mi? ¡Qué mutación tan portentosa! De un perseguidor obstinado de Jesucristo y de sus siervos, ha hecho un apóstol; el amor tierno a este divino Salvador ha sucedido al furor con que le aborrecía; la fe mas animosa, a la incredulidad más terca; y el celo mas ardiente por extender la fe de Jesucristo, a la pasión mas violenta que jamás hubo y que yo tenía por extinguirla. Dios ha querido hacer ver en la persona de San Pablo lo que puede la gracia de Dios en un corazón que no opone obstáculo a ella y que dice como este Apóstol: Señor, ¿qué queréis que haga? Rindámonos con docilidad á las dulces impresiones de la gracia y tendremos el consuelo de poder decir muy pronto corno él: «la gracia que Dios me ha concedido no ha quedado sin efecto;» pero para esto es menester también decir sinceramente como él: «Señor, ¿qué queréis que haga?»

El Evangelio de la Misa de este día refiere la curación milagrosa de un hombre sordo y mudo: todo es misterioso en esta historia. Habiendo dejado el Salvador por un poco tiempo la Judea, de la cual no estaba muy contento, vino hacia los confines del país de Tiro y de Sidón, sin ruido y al parecer como queriendo ocultar su llegada a aquellos extranjeros; pero una luz tan resplandeciente no podía estar escondida mucho tiempo. Los pueblos de aquellos contornos eran cananeos, descendientes de Canaan, y por consiguiente, gentiles, y confinaban con la Judea; había entre ellos algunos que se llamaban siro-fenicios, a causa dé que ocupaban la región de la Fenicia que constituía entonces una parte de la verdadera Siria. Allí fue en donde una mujer siro-fenicia, llamada comunmente la Cananea, mereció por su perseverancia que el Salvador hiciese el elogio de su fe y que librase a su hija de un demonio de que estaba poseída. El Hijo de Dios no se detuvo allí mucho tiempo; solamente quería dar á entender que había venido principalmente para convertir a los judíos, según se les había prometido; pero que igualmente había venido también para los gentiles aun cuando no debiesen ser llamados a la fe, sino después que los judíos se hubiesen hecho indignos del Evangelio. Volviéndose, pues, Jesús del país de Tiro, se fue por Sidón, esto es, pasó solamente por el territorio de los sidonios; y encaminándose hacia el mar de Galilea, atravesó una parte del país de la Decápolis. Llamábase asi una co1narca de la Galilea en Judea. Extendíase desde el monte Líbano hasta cerca, del mar de Galilea, y tomaba .su nombre de diez ciudades principales que contenía, las cuales eran: Dan, Cesarea de Filipo, Cades, Neftali, Aser, Safer, Cafarnaum, Corozain, Bethsaida, Jotapate, Tiberiades y Bethsan o Scitópolis. Habiendo llegado el pueblo a entender que Jesús había llegado al país, le salió al encuentro. Lleváronle un hombre que era sordo y mudo: Este pobre daba gritos, con algunas palabras confusas y poco articuladas, como hacen por lo común los mudos, arrojando impetuosamente la voz, sin poderse dar a entender. Pidiéronle al Salvador .que le tocase con su mano y le curase.

Hizo, en efecto, lo que deseaban; pero con ciertas ceremonias de que no acostumbraba servirse cuando hacia otros milagros. Quería mostrarnos el Salvador en esto que sus 1nenores acciones eran misterios que debemos reverenciar, instrucciones mudas de que nos debemos aprovechar y ejemplos que debernos seguir. Quería al mismo tiempo con estas ceremonias hacernos comprender que no lía y demonio más peligroso que el que nos cierra la boca y nos impide descubrir las llagas del alma. No hay tampoco pecador más difícil de convertir que el que esta sordo á la voz de Dios. Estas dos enfermedades del alma son cuasi incurables; es menester un gran milagro para curar esta sordera espiritual; no hay una señal más visible de reprobación que cuando un pecador rehúsa oír la voz de Dios que le llama y le ofrece su. misericordia; ninguno esta en mayor peligro que el que no quiere descubrir las llagas de su alma al médico caritativo que las puede curar.

La primera: cosa que hizo el Salvador fue sacará aquel hombre de entre la multitud. Esta especie de pecadores apenas se convierten mientras permanecen en medio del tumulto del mundo; necesitan del retiro; él sólo puede poner al pecador en estado de oír la voz del Señor. En la soledad es en donde Dios habla al corazón del pecador. Habiendo, pues, el Hijo de Dios tomado aparte a este hombre sordo y n1udo, le mete sus dedos en los oídos,, le toca la lengua con su saliva; después, levantando los ojos al cielo, suspira por él y por todos los pecadores, figurados en este enfermo, y habiendo pronunciado esta palabra siriaca, que era la lengua del país, Ephpheta, que significa ábrete, el enfermo se halló curado: sus oídos se abren, su lengua se desata; el sordo oye la voz de su médico, el mudo habla con una facilidad que asombra y llena de regocijo a todos los que estaban presentes. ¡Qué de misterios, a cual más instructivos, en un solo milagro! Notemos aquí que el Salvador se contenta con decir á los oídos Ephpheta, ábrete; y que no dice a la lengua desátate, porque basta que el pecador oiga la palabra de Dios: inmediatamente habla, desatase la lengua, luego que el corazón es movido. Es muy difícil convertir a un pecador cuando no quiere oír hablar de su estado, ni explicarse él mismo con aquellos que podrían sacarle de él.

El Salvador gime, levanta sus ojos al cielo, lo que hacia ordinariamente antes de obrar los mayores milagros. Todo .esto muestra la dificultad de aquella curación. El Hijo de Dios no tenia necesidad de hacer todas estas ceremonias para volver la palabra y el oído al sordomudo, no era menester más que el que quisiera que hablase y que oyese; pero quería el Salvador instruirnos y enseñarnos al mismo tiempo que es necesario levantar los ojos al cielo, que es preciso gemir, esto es, que es menester orar y hacer penitencia por esta especie de pecadores. Quería también el Salvador enseñar a sus discípulos por estas ceremonias las que ellos debían observar en la administración del sacramento del Bautismo, y en efecto, comprendiéronlo perfectamente los apóstoles después de la venida del Espíritu Santo, y así lo enseñaron luego a la Iglesia. En la explicación que se ha dado en la historia del sexto domingo después de Pentecostés, ha podido verse lo que significan estas misteriosas ceremonias. Todo lo que el Salvador ha hecho y dicho durante su vida pública en la tierra ha sido para nuestra instrucción.

No es menos saludable la orden que dio el Salvador a todo el pueblo de que no hablasen de la 1naravilla de que habían sido testigos. La humildad ha sido siempre el rasgo más brillante y más señalado de Jesucristo y de todos sus verdaderos discípulos. Sabía bien que se publicaría; pero quería enseñarnos que en el ejercicio de las buenas obras, sobre todo en. los actos de esplendor que acompañan algunas veces las funciones del divino ministerio, no se ha de buscar la gloria delante de los hombres, ni hemos de tener otra mira que la gloria de Dios; esto es todo lo que debemos proponernos en los servicios que hacemos al prójimo.

San Juan Crisóstomo, San Jerónimo y los demás Santos Padres creen que Nuestro Señor no pretendía imponerles una obligación estrecha de que no hablasen de los milagros, cuando les prohibía publicarlos; era más bien una lección de humildad .y de modestia que les daba, que un precepto rigoroso que les imponía; ni tampoco ellos tomaron la prohibición que les había hecho más que como la expresión de un simple deseo, tan ordinario en las almas humildes, de evitar el esplendor y la alabanza. Todos los que estaban presentes no podían imaginarse que aquel fuese un mandamiento absoluto que les obligase a callar; por otra parte su admiración era demasiado grande y demasiado general para que pudiese contenerse ni dejar de publicarse; por más que el Salvador tratase de huir del honor que le reportaba, era imposible que les cerrase la boca. Cuanto 1nás se lo prohibía, más altamente hablaban y más se maravillaban: honor, gloria, alabanza, exclamaban en un santo trasporte de admiración; bendición, salud a este hombre extraordinario que todo lo hace con perfección: él ha dado oídos a los sordos, lengua a los mudos, vista a los ciegos. Nuestras acciones son las que deben hacer nuestro elogio. Cualquiera otro titulo de alabanza es vano.

Juan Croisset, El año cristiano.