Como el Evangelio de la Misa del día es siempre el que sirve de título y da el nombre a los domingos después de Pentecostés, se ha llamado por tanto comúnmente a este el de la curación de los diez leprosos; los griegos y los latinos con vienen en esta denominación del decimotercio domingo. Podría también llamarse el domingo de la ingratitud, puesto que de los diez leprosos que fueron milagrosamente curados por el Salvador, no hubo más que uno solo que viniese a dar gracias a su bienhechor, sin que los otros nueve hubiesen parecido más. Solo este extranjero es, dice el Salvador, el que ha vuelto y ha dado gloria a Dios. La atención que el Salvador hace aquí sobre el reconocimiento de este extranjero, que fue el único de los diez que volvió a darle gracias, es una instrucción misteriosa. Háse dicho ya que la Iglesia reúne a los fieles todos los domingos, no solo para orar y asistir al divino sacrificio, sino que también para alimentarlos con el pan de la divina palabra, e instruirlos en las grandes verdades de la religión, les da cada domingo una lección particular sobre algún punto de la moral y del dogma. La lección de moral se contiene ordinariamente en el Evangelio del día, y la del dogma se halla en la Epístola. El introito de la Misa es por lo común una oración que puede servir de modelo para enseñarnos a orar bien.
El introito de la misa de este día esta tomado del Salmo LXXIII. Previendo el Profeta las desgracias que debían suceder a todo el pueblo, dirige á Dios una piadosa demanda, llena de amor y de confianza; quéjase a Dios en nombre del pueblo de la desolación de Jerusalén y de toda la nación, e implora el auxilio del cielo. Este salmo conviene perfectamente á la Iglesia perseguida no sólo por los paganos, sino 1nucho más tiempo todavía por los herejes, que no cesan aún de perseguirla. Se ven en él rasgos vivos y elocuentes, expresiones fuertes, grandes y patéticas que convienen admirablemente al asunto y que traen á la 1nemoria los excesos y los sacrilegios de los herejes; he aquí algunos de ellos: «Levantad cuanto antes, Señor, la mano sobre nuestros enemigos, para que su orgullo quede abatido para siempre: ¡ah! ¡cuántas impiedades han cometido en el lugar santo! ¡en vuestro templo! ¡Con qué insolencia han profanado el lugar santo, en el cual celebrábamos nosotros fiestas en vuestro honor! Ellos han enarbolado sus estandartes en el lugar 1nás alto del templo, igualmente que en las encrucijadas, sin hacer diferencia entre lo sagrado y lo profano. Hanse animado los unos a los otros para echar las puertas a bajo a golpes de hachas, co1no hubieran derribado los árboles en una floresta; han volcado las puertas a hachazos y a golpes. Esta nación impía y todas sus sectas, aunque diferentes entre si en dogmas, en errores, en intereses, han convenido siempre en este artículo; todos han dicho unánime1nente: Abolamos en la tierra todas las fiestas del Señor. ¿Quién no ve en esta muestra el verdadero retrato de los herejes de los últimos siglos? Tal es el salmo del cual ha tomado a Iglesia las palabras que componen el introito de la Misa de este día. Acordaos, Señor, de la alianza que hicisteis en otro tiempo con nuestros padres, y no olvidéis para siempre a vuestro pobre pueblo. Acordaos, Señor, de todas las maravillas que obrasteis en nuestro favor; acordaos que sois nuestro Criador, nuestro protector., nuestro libertador; no olvidéis que sois nuestro Dios, y nosotros somos vuestro pueblo; vuestro honor está, en cierto modo, interesado en socorrernos, puesto que nuestros enemigos son los vuestros. Levantaos, Señor; vuestra causa igualmente que la nuestra es la que os pedimos encarecidamente que defendáis; y que no rechacéis las súplicas humildes de los que os buscan con todo su corazón. ¿Por qué ¡oh Dios mío! nos habéis abandonado, como si nada tuviésemos que esperar de Vos? ¿Por qué estáis tan irritado contra las ovejas de vuestro rebaño? ¿Está por ventura ¡oh Dios mio! encendida para siempre contra nosotros vuestra ira? ¿no acabarán jamás estos males? ¿habéis arrojado para siempre este pueblo, en otro tiempo tan querido, tan privilegiado, que vos mismo habéis conducido por el desierto, y como buen pastor alimentado con el pan de los ángeles?
En todo este salmo se ve un modelo perfecto de una oración afectuosa y llena de1 confianza, muy a propósito para todas las calamidades públicas, y para pedir al Señor que se digne hacer que cesen los azotes bajo de los cuales gime el pueblo.
La Epístola de la Misa de este día está tomada de la instrucción que San Pablo da a los gálatas para enseñarles que la ley no justifica, y que no puede ninguno justificarse sino por la fe, la cual es como la vida del justo. Para comprender toda esta Epístola, y entrar en el verdadero sentido del Apóstol, conviene saber que habiendo predicado San Pablo la fe de Jesucristo eh Galacia, que era una provincia del Asia menor, entre la Capadocia y la Frigia, convirtió allí tan gran número de gentiles, que en poco tiempo formó una Iglesia considerable. La primera vez que fue allá fue recibido como un ángel de Dios, y como lo hubiera sido Jesucristo mismo, según él mismo lo dice: Sin que mis humillaciones, añade, ni mis flaquezas os hayan disgustado. Pero túrbose muy pronto la tranquilidad y el fervor de aquella Iglesia naciente, por el falso celo y la envidia de los judíos que San Pedro había convertido allí a la fe, antes que San Pablo hubiese ido a predicará los gentiles. Estos falsos hermanos, más bien judíos que cristianos, encaprichados en su antigua ley, no podían sufrir que San Pablo habiendo convertido á los gentiles a la fe de Jesucristo, no les hubiese obligado a guardar las ceremonias legales. Comenzaron a desacreditar al Santo Apóstol para desacreditar mejor su doctrina; trataron de hacerle pasar por un intruso en el ministerio del apostolado; y no hallando nada reprensible en su conducta, ni en sus costumbres, se agarraron a lo que parecía defectuoso e irregular en su aire, e su voz y en toda su persona. Después de haber procurado hacerle a él despreciable, comenzaron a predicar la obligación de observar en el cristianismo la ley de Moisés. Los gálatas, pueblo simple y grosero, se dejaron de los halagüeños discursos de aquellos falsos doctores; sin embargo, muchos se opusieron a estas novedades, de lo que resultó muy pronto un cisma en aquella Iglesia. Habiéndolo advertido San Pedro, y queriendo cortar el curso a un mal tan grave, escribió a los gálatas con toda la fuerza y vehemencia que exija semejante abuso. Comienza por establecer invenciblemente su apostolado, como que ha sido llamado a él por el mismo Jesucristo. Refiere su conversión milagrosa, y prueba la autenticidad de su misión. Desciende luego al origen del mal, y a lo que había dado lugar a aquellas contestaciones y al cisma. Demuestra por un raciocinio, al cual nada hay que replicar, y por diversos pasajes de la Escritura, que ni la circuncisión ni la ley de Moisés sirven ya para nada; que las bendiciones prometidas a Abraham son para los fieles que han creído en Jesucristo; qué propiamente hablando, sólo el Salvador divino y sus discípulos son los verdaderos hijos de Abraham, y los herederos de las bendiciones y de las promesas. Que en la Escritura es preciso distinguir el sentido histórico y carnal, y el sentido alegórico y espiritual, que es al que principalmente ha atendido el Espíritu Santo; que los judíos carnales, esto es, según la carne, están figurados en Agar e Ismael, y al contrario los cristianos en Sara e Isaac; que por la fe hemos entrado en la dichosa libertad de hijos de Dios y herederos de las bendiciones y las promesas; que los hebreos bajo de la ley no han sido más esclavos, que según la Escritura el esclavo debe ser arrojado con su hijo, porque el hijo de la que es esclava no será heredero con el hijo de la que es libre. Por lo que hace a nosotros, añade, no son los hijos de la esclava para que estemos sujetos a los preceptos serviles de la antigua ley, sino de la que es libre, esto es, de la ley de gracia, y esta dichosa libertad es la que Jesucristo nos ha dado, y la que vuestros falsos doctores quisieran destruir, o al menos inutilizar si pudiesen. Sus perversos designios y sus persecuciones han sido figuradas en la Escritura, y su cumplimiento lo véis bien claro en el día; porque así como entonces el que había nacido según la carne, esto es, Israel, perseguía al que lo era según el espíritu, esto es, Isaac, así sucede ahora. Sabed, pues, continúa el Santo Apóstol, que la ley no se ha dado a vuestros padres sino para detener sus trasgresiones; igualmente los que vivían bajo de la ley estaban sometidos a la maldición fulminada tantas veces contra los que no observaban las ceremonias legales. Jesucristo sólo es el que nos ha librado de esta maldición por la muerte que ha querido sufrir en la cruz; Jesucristo, les dice, nos ha eximido de la maldición de la ley, habiéndose hecho por nuestro amor un objeto de maldición, según lo que estaba escrito: maldito el hombre que está clavado en una cruz. En fin, les hace recordar que por la fe, y no por la ley, han recibido los dones sobrenaturales del Espíritu Santo, lo cual, con respecto a ellos, era una prueba evidente de que la ley no era de modo alguno necesaria para, recibir la gracia de la justificación. Habla de la ley de Moisés, en cuyo lugar ha sustituido la ley de Jesucristo, que es la única que ahora debemos seguir. He aquí lo que desenvuelve el verdadero sentido de la Epístola. Las promesas se han hecho a Abraham y al que de él nacerá. No se ha dicho, advierte San Pablo, y á los que nacerán de él, como si fuesen muchos, sino como si sólo se tratase de uno, y al que nacerá de él, esto es, a Cristo. Rabia Dios hecho dos especies de promesas a Abraham las unas miraban a su propia persona; las otras á su linaje y a su posteridad. Dios cumplió lo que había prometido a la persona de Abraham, colmándole de bienes temporales y concediéndole, con una numerosa posteridad, una vida tan dichosa como larga; pero su justicia, su obediencia y su fe, no debía recompensársele sino en el cielo. Por lo que hace a su posteridad, se la puede considerar, dicen los intérpretes, según la carne y según el espíritu Isaac es el hijo de Abraham según la carne, y Jesucristo en cuanto hombre es su hijo según el espíritu, y a Jesucristo propiamente es a quien se dirigen las promesas hechas a Abraham y a su estirpe, y sólo en Jesucristo es en quien se ha cumplido esta promesa: Todas las naciones de la tierra serán benditas en el que saldrá, de ti. Es evidente que esta promesa no se ha cumplido en Isaac, puesto que los hebreos no tenían comercio alguno con las naciones extranjeras, a las cuales miraban con horror. Estas bendiciones universales y sobreabundantes no se han cumplido sino en Jesucristo, verdadero Isaac inmolado en la cruz por todas las naciones, por todos los hombres, y del que el primer Isaac no era más que la figura; en Jesucristo únicamente es en quien han sido benditas todas las naciones; no era tampoco la raza de los judíos la que debía multiplicarse como las estrellas del cielo y como la arena que está en la orilla del mar; nada fue mas limitado que la Judea; debe, pues, entenderse esta pron1esa de la generación espiritual de Jesucristo, que son los cristianos, y se ha cumplido en la Iglesia y de ningún modo en la sinagoga.
No entra aquí San Pablo en el pormenor del cumplimiento de las promesas hechas a la estirpe carnal de Abraham; limitase a la estirpe espiritual, que es Jesucristo, dice San Agustín, en cuanto que ella es la que forma toda la Iglesia de los fieles de todos los siglos, de cualquiera nación y de cualquier país que sean. Si los patriarcas, los profetas, los santos del Antiguo Testamento han tenido parte en las bendiciones de la generación espiritual, no es en cualidad de hijos de Abraham, según la carne, sino sólo como imitadores de su fe y como pertenecientes ya a la generación espiritual de Jesucristo y a la nueva alianza; puesto que ninguno, ni en una ni en otra alianza, ha podido salvarse sino en contemplación y por los méritos de Jesucristo. Esto es lo que hace decir aquí a San Pablo que la Escritura no dice que las promesas hayan sido hechas a Abraham y a los que nacerán de él, sino a Abraham y al que debía nacer de él, que es Jesucristo. La promesa, dice Santo Tomás, es histórica y figurativa: histórica y literal en Isaac y su posteridad según la carne; figurativa y espiritual en Jesucristo y los fieles. San Pablo tenia toda la autoridad necesaria, dice este gran doctor, para dar al texto figurativo un sentido determinado y cierto, y capaz de fijar nuestra fe.
He aquí, pues, lo que yo digo: habiendo hecho Dios como un contrato y una alianza con Abraham, por la cual promete a su generación espiritual, esto es, al que debía nacer de él, que es Jesucristo, todo género de bendiciones, la ley que no se ha dado has cuatrocientos treinta años después, no ha podido anular ni desvanecer la promesa hecha a Abraham. Ahora bien: si por la fe, independientemente de Ja ley, hemos llegado a ser herederos de lo bienes celestiales, luego no sería ya por la promesa, la cual quedaba vana y nula por la ley. Sin embargo, a Abraham y a su linaje es a quien se han prometido las bendiciones independientemente de la ley; no es, pues la ley la que justifica y la que da la herencia, sino la fe. ¿De qué sirve, Juego, la ley, si sin ella puede uno justificarse y llegará ser heredero de las bendiciones prometidas? La ley, responde San Pablo, se ha establecido a causa de los crímenes que se cometían. Aquel pueblo, enteramente carnal y grosero, cometía mil faltas graves todos los días sin temor y sin remordimiento. Para darles, pues, a conocer estas faltas e instruirles de ellas, se les ha dado la ley a fin de que reconociesen, violándola, los crímenes de que se hacían culpables, y se contuviesen, por lo menos, por el temor del castigo ordenado por la ley. No se había dado, en efecto, la ley para merecer las bendiciones y la herencia prometidas en virtud de la alianza contratada, sino para que sirviese como de luz para reconocer las faltas y como de freno para evitarlas. Esta ley no se había dado más que hasta la venida del que debía nacer, esto es, basta la venida de Jesucristo, que mediante su espíritu y su gracia nos da bastante a conocer hasta las faltas más ligeras, y al
mismo tiempo nos da la fortaleza para evitarlas; así que, habiendo venido Jesucristo, la ley antigua que los ángeles habían intimado por el ministerio de un mediador, que es Moisés, no es ya necesaria para la salvación en cuanto á sus preceptos y ceremonias legales. Pero me diréis, continúa San Pablo, ¿luego la ley es contra las promesas de Dios? De ningún modo. Las promesas se han hecho independientemente de la ley, y la misma ley es como un efecto de las promesas, puesto que ella es una señal de la protección de Dios sobre los hebreos a quienes se le ha dado para que les sirviese de luz, de freno y de guía; mas esta ley no tenia la virtud de justificarlos por si misma; recordábales las promesas y les ha dado entender que no debían ver los efectos y el cumplimiento de ellas sea un su verdadero sentido, sino por la fe de Jesucristo. Mas la Escritura, añade San Pablo, lo ha sujetado todo al pecado, a fin de que por la fe en Jesucristo se cu1npliese la pron1esa con respecto a los que creyesen. La ley, dice San Crisóstomo, ha convencido a los que han vivido antes de la fe, que vivían en el error acerca de un gran número de puntos de moral. Ella ha hecho ver a los judíos que vivían bajo de la ley que eran prevaricadores; en fin, ella les ha hecho esperar; pero no les ha dado el remedio eficaz a sus males. Este no le han podido obtener sino por la fe en Jesucristo. La antigua ley no se ha promulgado, concluye el santo Apóstol, para justificar a los hombres, sino para darles a conocer su flaqueza, y que se penetrasen mejor de la necesidad que tenían de la fe de Jesucristo, su Redentor y Mesías, y que no había otro medio que esta fe para adquirir la herencia.
El Evangelio de la Misa de este día contiene la curación milagrosa de diez leprosos, cuya historia es como sigue: El Salvador, que por donde quiera que pasaba iba haciendo bien., y que obraba maravillas por todas partes, yendo a Jerusalén para la fiesta de la Dedicación, pasó por medio de la Samaria y de la Galilea. Al tiempo de entrar en un pueblecillo vio venir hacia él diez leprosos, que, deteniéndose lejos, porque la ley les prohibía comunicar con nadie, inmediatamente que le vieron desde donde estaban, gritaron diciendo: Jesús, Maestro nuestro, compadeceos de nosotros. Luego que el Salvador hizo alto en ellos: Id, les dijo, mostraos a los sacerdotes. La ley establecía jueces de esta enfermedad a los sacerdotes, á los cuales tocaba el declarar si los que se les presentaban estaban atacados de ella o si estaban bien curados. Aquellos cuya curación estaba reconocida ofrecían desde luego dos gorriones, y ocho días después ofrecían dos corderos y una oveja, y si eran pobres un cordero y dos tórtolas. Enviando Jesucristo los leprosos a los sacerdotes, les daba a entender que quedarían curados en el camino puesto que no debían irse a presentar a los sacerdotes sino a fin de que éstos pronunciasen sobre su curación, y que no pudiesen dudar de su misión con un testimonio tan seguro como el del milagro.
Cumplieron con gusto los leprosos lo que el Salvador les mandaba; no dudaron un momento en tomar el camino de Jerusalén como si ya hubiesen quedado enteramente limpios de su lepra. Su fe recibió sobre la marcha su recompensa, y apenas se pusieron en camino cuando todos se hallaron perfectamente sanos. El regocijo que les causó su curación hizo que se olvidasen de aquel a quien se la debían; de los diez que eran, no hubo más que uno a quien ocurriese el pensamiento de volver a dar gracias a su insigne bienhechor, y aún éste era samaritano, y por consiguiente mirado como gentil y extranjero; los otros nueve, que eran judíos, no fueron tan reconocidos. El samaritano, pues, volvió al mismo sitio sin dejar de alabar en alta voz la bondad del Salvador y exaltar su omnipotencia. Luego que llegó adonde estaba Jesucristo se postró a sus pies, pegado su rostro con la tierra, y le rindió mil acciones de gracias por su curación. Recibióle Jesús con su acostumbrada dulzura; pero significó bien lo que le llamaba la atención el paso que acababa de dar, y la ingratitud de los otros que no estaban menos obligados que él a hacer lo mismo. Por esto dijo en alta voz: Qué ¿no han sido diez los curados? ¿donde están, pues, los otros nueve? ¿Precisamente no hay otro que este extranjero que haya sido agradecido, y que haya dado gloria y gracias á Dios por el beneficio recibido? La sorpresa que demuestra aquí el Salvador no es efecto de una extrañeza verdadera ó de una especie de ignorancia: Jesús no podía admirarse de nada, conociendo todo lo que debía suceder aun antes que sucediese; quería sólo abrirnos los ojos para que viésemos nuestra ingratitud para con Dios. Dichoso aquel, dice San Agustin, que, á ejemplo de este samaritano, considerándose como extranjero con respecto á Dios, le da muestras del mayor reconocimiento por los beneficios más pequeños, persuadido de que nada es tan gratuito como lo que se hace por un extranjero y un deseo desconocido. Tenía también el Salvador la idea de indicar por estas. Palabras cuán diferente sería con respecto a él la conducta de los gentiles de la del pueblo judío, el cual no debía pagar los favores tan insignes de que había sido colmado sino con la más insigne y la más negra de las ingratitudes. Levántate, le dice, ve, tu fe te ha salvado. Seguramente los otros habían tenido fe puesto que sin replicar habían obedecido y habían sido curados; pero el reconocimiento de éste le atrajo otras nuevas gracias, y es verosímil que el Salvador promete aquí alguna cosa particular a este samaritano, con respecto al bien de su alma y a su conversión. Figura instructiva de lo que sucede todos los días en el cristianismo. Muchos hay que reciben de la misericordia del Señor curaciones milagrosas, y muchos pecadores convertidos beneficios singulares, gracias particulares; pero pocos se portan con un verdadero reconocimiento, y por esta negra ingratitud se hacen indignos de nuevos favores.
Croisset, el año litúrgico.