Asunción de la Santísima Virgen

Santísima Virgen de la Asunción

María era una doncella judía de la casa de David y de la tribu de Judá. la tradición popular atribuye a sus padres los nombres de Joaquín y Ana. María fue concebida sin pecado original (8 de diciembre). Su nacimiento, que la Iglesia celebra el 8 de septiembre, tuvo lugar en Séforis,  Nazaret, o como lo afirma la tradición más popular, en Jerusalén, muy cerca de la piscina de Betseda y de una de las puertas de la ciudad. Es curioso notar que son los mahometanos y no los cristianos quienes llaman a esa puerta «La Puerta de María». Los padres de la niña la habían prometido a Dios desde antes de su nacimiento; la Iglesia celebra el 21 de noviembre su presentación en el Templo, aunque ignoramos por qué lo hace precisamente en esa fecha. Según los apócrifos, María fue educada en el Templo con otras jóvenes judías. A los catorce años, fue prometida en matrimonio a un carpintero llamado José, quien había sido señalado milagrosamente al sumo sacerdote. Después de los desposorios y antes de que conviviesen, María recibió la visita del Arcángel Gabriel (la Anunciación, 25 de marzo) y la segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó en su seno por obra del Espíritu Santo. Esto tuvo lugar en Nazaret. María se dirigió entonces a Judea a visitar a su prima Santa Isabel, la madre de San Juan Bautista, la cual estaba en los últimos meses del embarazo (la Visitación, 2 de julio). Cuando ambos se dirigían a Jerusalén con motivo del censo del César Augusto, María dio a luz a Jesucristo, el Dios hecho hombre, en un establo de Belén (la Navidad, 25 de diciembre). Cuarenta días más tarde, cumpliendo lo mandado por la ley, María se presentó en el templo con su Hijo para el rito de la purificación (2 de febrero). Como se sabe, el rito de la purificación no existe en el cristianismo, que considera la maternidad como un honor y no como una impureza. Prevenido por un ángel, San José huyó con su esposa y el Niño a Egipto para evitar la cólera de Herodes. No sabemos cuánto tiempo permanecieron en Egipto; pero volvieron a Nazaret después de la muerte del tirano.

Durante los treinta años que precedieron a la vida pública del Salvador, María vivió exteriormente como todas las otras mujeres judías de condición modesta. Algunos olvidan estos años de la vida de María y sólo piensan en su glorificación como Reina del Cielo y en su participación en los principales misterios de la vida de su Hijo. Las sonoras y hermosas invocaciones de las letanías lauretanas, las delicadas vírgenes de Boticelli y las «prósperas burguesas» de Rafael, los líricos arranques de los predicadores que cantan las glorias de María, constituyen ciertamente un homenaje a la Madre de Dios, pero tienden a hacernos olvidar que María fue la esposa de un carpintero. El Lirio de Israel, la Hija de los Príncipes de Judá, la Madre del género humano, fue también una modesta mujercita judía, esposa de un artesano. Las manos de María se endurecieron en el trabajo y sus pies desnudos recorrieron aquellos polvorientos camino de Nazaret que conducían al pozo, a los olivares, a la sinagoga y al despeñadero en el que un día los enemigos de Jesús estuvieron a punto de precipitarle.

Y, al cabo de esos treinta años, los pies de María recogieron el polvo de los largos caminos de la vida pública del Señor, pues Ella le siguió de lejos desde el regocijo de las bodas de Cana hasta el abandono y la desolación del Calvario. Ahí fue donde la espada que había predicho Simeón el día de la purificación, atravesó el corazón de María. Desde la cruz Jesús confió a su Madre a San Juan «y desde aquella hora el discípulo la tomó por suya». El día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre María y los Apóstoles, que se hallaban reunidos en el cenáculo. Esta es la última ocasión en que la Sagrada Escritura menciona a María. Probablemente pasó el resto de su vida en Jerusalén y, durante las persecuciones, se refugió con San Juan en Efeso y otras ciudades.

María es la Madre de Dios, porque Jesús es Dios. El Concilio de Efeso condenó el año 431 a quienes negaban esta verdad. María fue virgen antes y después del parto y permaneció virgen toda su vida, según lo afirma la tradición constante y unánime de la Iglesia. El Concilio de Trento afirmó expresamente que María no había cometido jamás pecado alguno. Como «segunda Eva», María es madre de todo el género humano y se le debe un culto superior al de todos los santos; pero adorar a María constituiría una verdadera idolatría, porque María es una creatura, como el resto de la humanidad y toda su gloria procede de Dios.

La Iglesia ha sostenido siempre que el cuerpo de María se vio libre de la corrupción, que su alma se reunió nuevamente con él y que la Virgen fue transportada al cielo, como símbolo único de la resurrección que espera a los hijos de Dios. La preservación de la corrupción y la Asunción de María son una consecuencia lógica de la pureza absoluta de la Madre de Dios. Su cuerpo no había sido nunca manchado por el pecado, había sido un templo santo e inmaculado, en el que había tomado carne el Verbo Eterno. Las manos de María habían vestido y alimentado en la tierra al Hijo de Dios, quien la había venerado y obedecido como madre. Lo que no sabemos con certeza es si la Virgen murió o no; la opinión más general es que sí murió, ya fuese en Efeso o en Jerusalén.

Aun en el caso de que la fiesta de hoy sólo conmemorase la Asunción del alma de María, su objeto seguiría siendo el mismo; porque, así como honramos la llegada del alma de los santos al cielo, así, y con mayor razón todavía, debemos regocijarnos y alabar a Dios el día en que la Madre de Jesucristo entró en posesión de la gloria que su Hijo le tenía preparada.

Cuando Alban Butler escribió este artículo, la creencia en la Asunción de María al cielo no era aún un dogma de fe; según lo dijo Benedicto XIV, se trataba de una opinión probable, que no se podía negar sin impiedad y blasfemia. Pero dos siglos más tarde, en 1950, después de haber consultado a los obispos de la universal Iglesia, Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de María. He aquí sus propias palabras en la bula Munificentissimus Deus: «La extraordinaria unanimidad con que los obispos y los fieles de la Iglesia católica afirman la Asunción corporal de María al cielo como un dogma de fe, nos hizo ver que el magisterio ordinario de la Iglesia y la opinión de los fieles, dirigida y sostenida por éste, estaban de acuerdo. Ello probaba con infalible certeza que el privilegio de la Asunción era una verdad revelada por Dios y contenida en el divino depósito que Cristo confió a su esposa la Iglesia para que lo guardase fielmente y lo explicase con certeza absoluta«.

El primero de noviembre, día de la fiesta de Todos los Santos, el Papa promulgó públicamente la bula en la plaza de San Pedro de Roma y definió la Asunción en los términos siguientes: «Habiendo orado instantemente a Dios y habiendo pedido la luz del Espíritu de Verdad, para gloria del Dios todopoderoso, que hizo a María objeto de tan señalados favores; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para el acrecentamiento de la gloria de su Santísima Madre y para gozo y exultación de toda la Iglesia, Nos, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo y délos bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y por nuestra propia autoridad, declaramos y definimos que es un dogma divinamente revelado que la inmaculada Madre de Dios, la siempre virgen María, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo al terminar su vida mortal«.

La fiesta de la Asunción es, por excelencia, «la fiesta de María», la más solemne de cuantas la Iglesia celebra en su honor y es también, la fiesta titular de todas las iglesias consagradas a la Santísima Virgen en general. La Asunción es el glorioso coronamiento de todos los otros misterios de la vida de María, es la celebración de su grandeza, de sus privilegios y de sus virtudes, que se conmemoran también, por separado, en otras fiestas. El día de la Asunción ensalzamos a Cristo por todas las gracias que derramó sobre su Madre y, sobre todo, por la gloria con que se dignó coronar esas gracias. Sin embargo, la contemplación de la gloria de María en esta fecha no debe hacernos olvidar la forma en que la alcanzó, para que imitemos sus virtudes. Ciertamente, la maternidad divina de María fue el mayor de los milagros y la fuente de su grandeza, pero Dios no coronó precisamente la maternidad de María, sino sus virtudes: su caridad, su humildad, su pureza, su paciencia, su mansedumbre, su perfecto homenaje de adoración, amor, alabanza y agradecimiento.

Es imposible tratar a fondo, en el breve espacio de que disponemos, la introducción y evolución de la fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen. Tres puntos son claros: En primer lugar, la construcción de iglesias dedicadas a la Virgen María, la Theotokos (Madre de Dios), trajo inevitablemente consigo la celebración de la dedicación de dichas iglesias. Consta con certeza que en la primera mitad del siglo V había ya en Roma y en Efeso iglesias dedicadas a Nuestra Señora, y algunos historiadores opinan que ya en el año 370 se celebraba en Antioquía la conmemoración de «la siempre Virgen María, Madre de Dios».

En segundo lugar, dicha conmemoración de la Santísima Virgen no hacía al principio mención de su salida de este mundo, simplemente se celebraba, como en el caso de los demás santos, su «nacimiento para el cielo» («natalis«); la fiesta recibía indiferentemente los nombres de «nacimiento», «dormición» y «asunción». En tercer lugar, según una tradición apócrifa pero muy antigua, la Santísima Virgen murió en el aniversario del nacimiento de su Hijo, es decir, el día de Navidad. Como ese día estaba consagrado a Cristo, hubo de posponerse la celebración de María. En algunos sitios empezó a celebrarse a Nuestra Señora en el invierno. Así, San Gregorio de Tours (c. 580) afirma que en Galia se celebraba a mediados de enero la fiesta de la Virgen. Pero también consta que en Siria la celebración tenía lugar el quinto día del mes de Ab, es decir, hacia agosto. Poco a poco fue extendiéndose esa práctica al occidente. San Adelmo (c. 690) afirma que en Inglaterra se celebraba el «nacimiento» de Nuestra Señora a mediados de agosto.

Butler, Vida de los Santos, Agosto, página 335 y siguientes.