Sermón XXII domingo después de Pentecostés

Santa Misa

DE LA SUMISIÓN Y RESPETO A LA AUTORIDAD

Por la tarde del Martes Santo, la muerte de Jesús estaba ya decretada; convenía, empero, encontrar un pretexto para que el decreto fuese puesto en ejecución. Los fariseos celebraron consejo y decidieron tentar a Jesús, mediante una pregunta muy espinosa y llena de dificultades. Así cualquiera que fuese la respuesta, maliciosamente entendida  o inicuamente interpretada, había de ser fatal. Creyeron haber encontrado está oportunidad al hacerle esta pregunta: Si era o no ilícito pagar el tributo al César.

En tiempo de Jesucristo, la nación judía era tributaria de los romanos. Los tributos consistían en impuestos sobre los bienes de la tierra o en cotizaciones personales. Todos los judíos, amos y criados, estaban obligados a pagar al César el tributo de un denario, cantidad inferior a una peseta. El denario era una moneda romana de uso corriente en Palestina, como también lo era el as, el cuadrante, el óbolo, pues los judíos había aceptado, en la práctica, el sistema monetario de los romanos.

Más el César, a quien pagaba el tributo, era un monarca infiel y tirano, el cual ejercía un dominio más o menos arbitrario sobre todos los pueblos de la tierra y, entre ellos, la nación judaica.

Por este motivo, intentaron seducir a Jesús con hipócritas alabanzas; Maestro, le dijeron sabemos que eres veraz, que con santa libertad y noble franqueza dices lo que piensas, sin acepción de personas, es decir sin preocuparte de lo que puedan decir de ti ni los judíos ni los romanos; dinos, pues nosotros no lo sabemos: ¿Es lícito pagar el tributo al César?

Jesús, dirigiendo una mirada escrutadora a sus interlocutores y penetrando, su falsedad, les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? Enseñadme la moneda con qué pagáis el tributo. Y le mostraron un denario. Esta moneda, en tiempo de la República, tenía, en el anverso, la cabeza de la diosa de Roma, juntamente con el signo del valor de la moneda (x ases), y, en el reverso, los dos Dióscoros. Pero, desde la época de Augusto, llevaba la cabeza del emperador reinante, con la inscripción de su nombre. Una vez la hubo mirado, les dijo Jesús: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Le respondieron: Del César. Entonces le replicó: Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Es decir, mientras aceptéis esta moneda como legal en vuestros contratos de compra y venta, mientras ella forme parte de vuestro sistema monetario, señal es de que  reconocéis a Cesar como vuestro soberano, sino de derecho, a lo menos de hecho. Y, si lo aceptáis de hecho, porque él es quien mantiene el orden y la seguridad pública de la nación, habéis de darle lo que necesita para cumplir con este deber; pagadle el tributo. Obedecedle, y acatadle, con tal que ese respeto y sumisión no os obliguen a ninguna cosa que sea contraria a la Ley divina, pues entonces estáis obligados todavía más estrictamente a dar a Dios lo que es de Dios. Tanto es así que la sumisión más íntegra y más perfecta es la que debéis a Dios.

Los discípulos de los fariseos y los herodianos, maravillados de una respuesta tan sabia y  tan sencilla, no supieron qué responder. No supieron a qué tribunal habían de llevar a Jesús pues “el César quedaba satisfecho y Dios glorificado y la respuesta del Salvador tampoco tenía nada de odiosa para sus interlocutores”. Por esto, admirados ante una sabiduría que tan fácilmente deshacía sus artificios y les ponía en descubierto en presencia del pueblo, no se atrevieron a cuestionar más con Él y, dejándole, se fueron.

DIOS Y EL CESAR

El César es toda autoridad legítimamente constituida  en las sociedades humanas. Esto mismo le otorga unos derechos que nosotros, cristianos, debemos, en conciencia, respetar y acatar. No importa que no sea un monarca piadoso, con tal que no mande nada contra la Ley santa de Dios. Un frase de Jesús, en su pasión, lo dice muy claramente. Al encontrarse delante de Pilato, que hacía ostentación de su poder para librarle o crucificarle, le contesta: No tendrás sobre mí poder alguno, si no se te hubiese dado de arriba. La palabra y la vida del gran Apóstol de las gentes, San Pablo, son un eco fiel de las enseñanzas del Salvador, cuando nos dice: Toda alma está sujeta a las autoridades superiores, pues no hay autoridad que no venga de Dios, y las que existen han sido instituidas por Él. Téngase en cuenta, que, cuando Jesús hablaba, el César era Tiberio y el procurador, Poncio Pilato. Cuando hablaba San Pablo, el príncipe era Nerón y los magistrados sus satélites. Y, no obstante, nos hablan de sumisión y obediencia. ¡Qué lección tan fecunda para nuestros tiempos! Es menester, empero, dar a Dios lo que es de Dios. Por encima de toda potestad humana, está Dios, que tiene derechos inalienables sobre toda criatura. Y así, como no hay potestad que no venga de Dios, tampoco la hay que pueda obrar contra Dios. Por esta causa, los apóstoles, ante las amenazas de las autoridades judaicas, respondían con firmeza que era necesario obedecer a Dios antes que a los hombres. Demos, pues al César lo que es del César, la moneda del tributo, ya que suya es la imagen y la inscripción; pero demos a Dios lo que es de Dios, el tributo de nuestra alma, ya que ella lleva impresa la imagen de Dios.

Del libro del Padre Ginebra, Pbro, El Evangelio de los domingos y de las fiestas, Ed. Balmes, 1960, págs. 257 y ss.