Carta de Alfonso de Ratisbona a su prometida Flora

Roma, 21 de enero de l842

“Querida mía:

Estarás por creerme loco. Tres veces te he anunciado mi partida para la Sicilia y Malta y tres veces, sin poder dar razón a mí mismo, de aquello que sucede en mi, tres veces sucede que, a punto de partir, Roma me atrae, Roma me seduce, Roma me tiene. En Nápoles salía yo  para fijar el lugar en el barco a vapor, y obedeciendo a una fuerza irresistible, cambio súbitamente, involuntariamente de dirección, y corro, no se cómo a la oficina de la diligencia de Roma. En Roma, después de una estancia de menos que dos semanas, tomo mi puesto, lo pago para retornar a Nápoles, y continuar con mi viaje: y de nuevo imprevistamente, involuntariamente por decir así, sin graves motivos, me resuelvo a estar unos días más.

Al fin, yo te avisé de mi definitiva partida para la mañana del sábado: y ahora por la tercera vez  estoy a decirte que Roma aún vence; Roma siempre Roma. Tú te pones celosa, mi querida Flora,  pero tranquilízate y no olvides jamás que solo Dios tiene el poder de hacerme renunciar a tu amor, y aún cuando su voluntad me pusiera sí, a cruda prueba, yo bendeciré su nombre y rogaré continuamente por ti.

Pero, ¿porqué te quedas en Roma, tú me dirás?. La pregunta es justa querida mía,  y  rápidamente voy a hacértelo entender.

Yo he emprendido este viaje un poco por mi salud, un poco por distraerme, un poco por placer, gozo y poquísimo para instrucción.

Mi salud, tú lo sabes,  no estaba por algún modo, alterada: era una disposición melancólica,  una  invisible tristeza,  en medio a las fiestas y a los placeres,  los cuales consumaban todo mi ser,  y agitaba sobre nuestra misma unión, un cierto lúgubre velo. Yo sentía en todo y por todo,  como tú lo sentirás un día, incluso ya si tu razón no te lo ha manifestado hasta ahora, un vacío, cuyo horror me helaba.

San Andrea delle Fratte.- Capilla de las Apariciones

En estos momentos, querida mía,  este vacío espantoso se ha llenado.

Soy el más feliz de los hombres, y mi salud, que era débil y delicada,  encuentra los influjos más beneficiosos. Celébralo también conmigo: es en Roma que he vuelto a resonar. Yo no he tenido nunca gran genio por los bailes, y por las insípidas comitivas, que se llaman la felicidad de este mundo,  nunca -me has dicho tu misma-que yo andaba con un semblante lúgubre. Al contrario tu sabes, querida mía, que siempre he manifestado un entusiasmo por las grandes y bellas cosas, sea en mi viaje en Suiza con respecto al imponente espectáculo de la naturaleza, sea en mi viaje a Italia en medio a los avances de la historia del mundo. Este sentimiento,  que tu llamas poesía (porque tú, mi pobre jovencita, no entiendes de religión, estas obligada a llamarlo con este nombre),  este sentimiento es a Roma que yo puedo satisfacerlo. Roma, el centro de todo aquello que es bello, de todo aquello que es grande, de todo aquello que es eterno:  agradezcamos juntos la infinita bondad divina.

En cuanto a mi instrucción de la cual no pensaba mucho, partiendo de Strasburgo,  puedo asegurarte, querida mía,  que en Roma sin maestros, sin libros he aprendido más en pocos días; al contrario, puedo decir que en pocas horas, de aquello que yo pudiese aprender en toda mi vida,  si no hubiese venido. Une, querida mía, tus oraciones a las mías para  dar gracias a Dios.

Tú te asombras  mi Flora, del tono serio y religioso de mi carta.  Esta hace contraste en modo maravilloso,  prodigioso con las blasfemias que he proferido en mis anteriores cartas, que no era sino una lógica consecuencia de mi irreligiosidad y de la impía atmósfera  en el medio en el cual vivía. Entonces pues, Flora querida,  es un milagro en el verdadero sentido de este vocablo;  es un milagro inaudito aquello, al cual debo un Sí a un inmediato cambio: es por medio de un milagro, que yo soy el más feliz de los hombres. Dios ha visto que yo tenia una gran sinceridad en el corazón,  y después de haberme bien hecho conocer  todo el nada de las cosas humanas, ha permitido que un Ángel Custodio viniese a tomarme verdaderamente de la mano, para hacerme descubrir la verdadera felicidad, es decir, la verdad. Te repito, mi querida Flora,  que no estoy loco  porque desgraciadamente (digo nosotros  porque no es largo el tiempo en que yo era tal), nosotros amamos antes que creer a la locura, que a la manifestación de la divina providencia; porque en la familia no se piensa más en la religión, y además porque la religión, en la cual nosotros vivimos,  no en la cual hemos creído vivir no puede negar que al ridículo o al imposible. Y lo juro, querida mía,  las disposiciones repentinas, en las cuales yo me encuentro, no son debidas; sino a un milagro.

Sé bien a cual burla, a cual escarnio yo me expongo de parte de aquellos que ríen de todo (y yo era de estos hace poco tiempo), que ríen incluso de Dios, no obstante sus maravillas de cada día. Yo no me lamento de sus incredulidades;  pero les compadezco por sus ignorancias y presunciones,  y los desafío a probar mi conversión, de lo contrario, de otra manera que merced que un milagro seria por sí mismo el gran milagro.  Este milagro tú lo conocerás;  yo no quiero hablarte de ello aún hoy, no es que te crea indigna de conocerlo; no, que demasiado yo estoy tranquilo sobre tus sentimientos, pero es necesario que tu seas preparada a agregar fe. Te abrazo tiernamente con toda mi querida familia. Escríbeme a Roma, donde yo estaré hasta nueva disposición.” 

Extraido del libro: “La Meraviglia Romana dell´Immacolata”

P.A. Bellantonio, dei Minimi.

II edizione- Roma 1973.