El combate espiritual. Parte doce.

CÓMO EJERCITAR LA VOLUNTAD. Y EL FIN POR EL CUAL DEBEMOS HACER TODAS LAS COSAS

Ya hemos visto cómo evitar los defectos que pueden perjudicar el entendimiento, y ahora vamos a estudiar cómo evitar aquello que pueda hacer daño a la voluntad, para que así logremos llegar a tal grado de perfección que renunciando a las propias inclinaciones, lo que busquemos sea cumplir siempre la santa Voluntad de Dios.

Una condición. Hay que advertir que no basta con querer y buscar hacer siempre lo que Dios manda y desea, sino que también es necesario querer y hacer estas obras con el fin de agradar a Nuestro Señor.

Una trampa. Es necesario dominar las propias inclinaciones. Porque la naturaleza desde el pecado original es tan inclinada a darse gusto, que en todas las cosas, aún en las más espirituales y santas lo primero que busca es su propia satisfacción y deleite. Y de ahí un peligro, y es que cuando se nos presenta la ocasión de hacer alguna buena obra, puede ser que nos dediquemos a hacerla y la amemos pero no porque es voluntad de Dios ni por agradarle a Él, sino por darle gusto a nuestras inclinaciones y por conseguir las satisfacciones que se encuentran al hacer lo que Dios manda.

Y hasta en lo más santo, por ejemplo en el deseo de vivir en continúa comunicación con Dios, puede ser que busquemos más nuestro propio interés que conseguir su gloria y cumplir su santa Voluntad, y esto último debería ser el único objeto que se deben proponer quienes lo aman, lo buscan y quieren cumplir su divina Ley.

Remedio. Para evitar este peligro que es muy dañoso para quienes desean conseguir la perfección y santidad, hay que proponerse, con la ayuda del Espíritu Santo, no querer ni emprender acción alguna sino con el único fin de agradar a Dios y de cumplir con su santísima Voluntad, de manera que Él sea el principio y el fin de todas nuestra acciones. Hay qué imitar lo que hacía el Papa san Gregorio Magno el cual mientras estaba escribiendo sus obras admirables, de vez en cuando suspendía su trabajo y decía: «Señor, es por Ti, es por tu gloria. Es para la salvación de las almas. Que nada de lo que yo hago sea para darles gusto a mis inclinaciones y afectos, sino para que se cumpla siempre en mi tu santa Voluntad».

Técnica. Conviene mucho que cuando se nos presente la ocasión de hacer alguna buena obra, primero elevemos una oración a Dios para pedirle que nos ilumine si es voluntad suya que hagamos esto, y que luego nos examinemos para ver si lo que vamos a hacer lo hacemos para agradar a Nuestro Señor. De esta manera la voluntad se va acostumbrando a querer lo que Dios quiere, y a obrar con el único motivo de agradarle a Él y de conseguir su mayor gloria. De la misma manera conviene proceder cuando queremos rechazar y dejar de hacer algo. Elevar primero el espíritu a Dios para pedirle que los ilumine si en realidad Él quiere que no hagamos esto, y si al dejar de hacerlo, le estamos agradando a Él. Conviene decir de vez en cuando: «Señor: ilumínanos lo que debemos decir, hacer, evitar y haz que lo hagamos, digamos y evitemos».

Engaños encubiertos. Es importante recordar que son grandes y muy poco conocido los engaños que nos hace la naturaleza corrompida, la cual con hipócritas pretextos nos hace creer que lo que estamos buscando con nuestras obras no es otro fin que el de agradar a Dios. Y de aquí proviene que nos entusiasmamos por unas cosas y sentimos repulsión por otras sólo por contentarnos y satisfacernos a nosotros mismos, pero mientras tanto seguimos convencidos de que ese entusiasmo o esa repulsión se debe solamente a nuestro deseo de agradar a Dios o al temor de ofenderle. Para esto hay un remedio; rectificar continuamente la intención y proponernos seriamente dominar nuestra antigua condición inclinada al pecado y reemplazarla por una nueva condición dedicada solamente a agradar a Dios; o como dijo san Pablo: «Renunciar al hombre viejo con sus vicios y concupiscencias y revestirnos del hombre nuevo conforme en todo a Jesucristo» (cf. Col 3, 9).

Un método. San Bernardo decía de vez en cuando a su orgullo, a su sensualidad, vanidad y amor propio: «No fue por vosotros que empecé esta obra ni es por vosotros que la voy a seguir haciendo». Y otro santo repetía: «En el día del premio eterno solamente me van a servir para recibir felicitaciones de Dios las obras que haya hecho por Él y por el bien de los demás. Lo que haya por darle gusto a mi vanidad o a mi sensualidad, lo habré perdido para siempre. Sería muy triste mi final si el Señor tuviera que decirme como a los fariseos: «Todo lo hizo para ser felicitado y estimado por la gente, ¿o por dar gusto a sus gustos? Pues ya recibió su premio en la tierra. Que no espere nada para el cielo».

El timón. Quien dirige un barco necesita estar continuamente enrumbándolo hacia la dirección a donde se ha propuesto llegar, porque el primer descuido que tenga, las olas y el viento echarán el barco hacia otra dirección totalmente distinta. Así sucede con nuestras acciones. Necesitamos reavivar y reafirmar continuamente la intención de hacerlo todo por Dios y sólo por Él, porque el amor propio es tan traicionero, que al menor descuido nos hace cambiar de intención, y lo que empezamos haciendo por Dios lo podemos fácilmente terminar haciéndolo sólo por darnos gusto a nosotros mismos. Y sería una gran pérdida.

Un síntoma o señal de alarma. Sucede frecuentemente que cuando la persona se dedica a hacer una buena obra no por tener contento a Dios únicamente, sino sobre todo por satisfacer sus gustos e inclinaciones, cuando Dios le impide el progreso de su obra con alguna enfermedad, accidente o falta económica, por la oposición de superiores o vecinos, se enoja, se irrita, se inquieta, empieza a murmurar, a quejarse y hasta dice que Nuestro Señor debería mostrarse, más compasivo y generoso con su obra. Y de aquí se deduce que lo que le movía no era solamente agradar al Creador, sino satisfacer sus propios gustos. Pues si fuera sólo por Dios dejaría tranquilamente que Él cuando mejor le parezca lleve a feliz término su obra si es para su mayor gloria, y si no lo es, que la deje desaparecer, porque entonces no merece seguir existiendo.

Examen. Por eso cada uno debe preguntarse de vez en cuando: ¿Me inquieto demasiado si las obras que emprendo no obtienen éxito prontamente o no me resultan según mis planes? Me disgusto si el Señor, con los hechos que permite que me sucedan, me está diciendo: «Todavía no es tiempo… ¿hay que esperar un poco más?». Tengo que recordar que lo importante no es que mis obras tengan mucho éxito terrenal, sino que Dios quede contento de lo que yo hago. Que no es la acción la que tiene valor, sino la intención con la cual se hace.

El Combate espiritual del Padre Scupoli

XX Domingo después de Pentecostés

MISA EN ESPAÑOL

INTROITO Daniel 3, 31.29. 35. Salmo 118, 1

Todo cuanto habéis hecho, oh Señor, lo hicisteis con verdad y justicia, porque hemos pecado no obedeciendo a vuestros mandatos, pero glorificad vuestro Nombre y obrad con nosotros según vuestra gran misericordia. V/. Dichosos los limpios de corazón, los que andan por el camino de la Ley de Dios.  V/.  Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre,  por los siglos de los siglos. Amén. 

COLECTA

Conceded, Señor, os suplicamos, a vuestros fieles el perdón y la paz, para que juntamente se purifiquen de todo pecado y os sirvan con seguridad y confianza.  Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén. 

EPÍSTOLA Efesios 5, 15-21

Lección de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios

Hermanos: Fijaos bien cómo andáis; no seáis insensatos, sino sensatos, aprovechando la ocasión, porque vienen días malos. Por eso, no estéis aturdidos, daos cuenta de lo que el Señor quiere. No os emborrachéis con vino, que lleva al libertinaje, sino dejaos llenar del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y tocad con toda el alma para el Señor. Dad siempre gracias a Dios Padre por todo, en nombre de nuestro Señor Jesucristo. Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo. 

GRADUAL Salmo 144, 15-16

Todos los ojos te están aguardando, tú les das la comida a su tiempo. V/. Tu mano se abre y sacia de favores a todos los vivientes. 

ALELUYA Salmo 107, 2

Aleluya, aleluya. V/. Dios mío, mi corazón está firme, para ti cantaré y tocaré, gloria mía. Aleluya. 

EVANGELIO Juan 4, 46-36

Continuación del Santo Evangelio según San Juan

En aquel tiempo: Fue Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaún. Oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a verlo, y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose. Jesús le dijo: «Si no veis signos y prodigios, no creéis». El funcionario insiste: «Señor, baja antes de que se muera mi niño». Jesús le contesta: «Anda, tu hijo vive». El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando, cuando sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo vivía. Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Y le contestaron: «Ayer a la hora séptima lo dejó la fiebre». El padre cayó en la cuenta de que esa era la hora en que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive». Y creyó él con toda su familia.

Se dice Credo

 OFERTORIO Salmo 136, 1

En las márgenes de los ríos de Babilonia nos sentamos y lloramos al acordarnos de ti, oh Sión. 

SECRETA

Os rogamos, Señor, nos sirvan estos misterios de celestial medicina y purifiquen de vicios nuestro corazón. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo y es Dios.  

PREFACIO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

En verdad es digno y justo, equitativo y saludable, darte gracias en todo tiempo y lugar, Señor, santo Padre, omnipotente y eterno Dios, que con tu unigénito Hijo y con el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor, no en la individualidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia. Por lo cual, cuanto nos has revelado de tu gloria, lo creemos también de tu Hijo y del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción. De suerte, que confesando una verdadera y eterna Divinidad, adoramos la propiedad en las personas, la unidad en la esencia, y la igualdad en la majestad, la cual alaban los Ángeles y los Arcángeles, los Querubines, que no cesan de cantar a diario, diciendo a una voz. 

COMUNIÓN Salmo 118, 49-50

Acordaos, Señor, de la promesa hecha a vuestro siervo, que tanta esperanza me ha infundido; y es consuelo en mi dolor. 

POSCOMUNIÓN

A fin de hacernos dignos de vuestros sagrados misterios, haced, Señor, que sigamos siempre vuestra ley. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.

MISA EN LATIN

INTROITO Daniel 3, 31.29. 35. Salmo 118, 1

Omnia, quæ fecísti nobis, Dómine, in vero judício fecísti, quia pecávimus tibi, et mandátis tuis non obedívimus: sed da glóriam nómini tuo, et fac nobíscum secúndum multitúdinem misericórdiæ tuæ. V/. Beáti immaculáti in via: qui ambulant in lege Dómini. V/. Glória Patri et Filio et Spiritui Sancto. Sicut erat in principio et nunc et semper, et in saecula saeculorum. Amén 

COLECTA

Largíre, quǽsumus, Dómine fidélibus tuis indulgéntiam placátus et pacem: ut páriter ab ómnibus mundéntur offénsis, et secúra tibi mente desérviant.  Per Dominum Jesum Christum, Filium Tuum, qui Tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti, Deus, per omnia saecula saeculorum. Amen. 

EPÍSTOLA Efesios 5, 15-21

Léctio Epístolæ beáti Pauli Apóstoli ad Ephesios.

Fratres: Vidéte quómodo caute ambulétis: non quasi insipiéntes, sed ut sapiéntes, rediméntes tempus, quóniam dies mali sunt. Proptérea nolíte fíeri inprudéntes, sed intellegéntes, quæ sit volúntas Dei. Et nolíte inebriári vino, in quo est luxúria sed implémini Spíritu Sancto, loquéntes vobismetípsis in psalmis, et hymnis, et cánticis spirituálibus, cantántes, et psalléntes in córdibus vestris Dómino: grátias agéntes semper pro ómnibus in nómine Dómini nostri Jesu Christi, Deo et Patri. Subjécti ínvicem in timóre Christi. 

GRADUAL Salmo 144, 15-16

Oculi ómnium in te sperant, Dómine: et tu das illis escam in témpore opportúno. V/. Aperis tu manum tuam: et imples omne ánimal benedictióne. 

ALELUYA Salmo 107, 2

Allelúja, allelúja. V/. Parátum cor meum, Deus, parátum cor meum: cantábo, et psallam tibi, glória mea. Allelúja.

EVANGELIO Juan 4, 46-36

Sequéntia sancti Evangélii secúndum Joánnem.

In illo témpore:. Erat quidam régulus cujus fílius infirmabátur Caphárnaum. Hic cum audísset quia Jesus adveníret a Judǽa in Galilǽam, ábiit ad eum, et rogábat eum ut descénderet et sanáret fílium ejus: incipiébat enim mori. Dixit ergo Iesus ad eum: «Nisi signa et prodígia vidéritis, non créditis.» Dicit ad eum régulus: «Dómine, descénde priúsquam moriátur fílius meus.» Dicit ei Jesus: «Vade fílius tuus vivit.» Crédidit homo sermóni, quem dixit ei Jesus, et ibat. Jam autem eo descendénte, servi occurrérunt ei, et nuntiavérunt dicéntes, quia fílius eius víveret. Interrogábat ergo horam ab eis, in qua mélius habúerit. Et dixérunt ei: «Quia heri hora séptima relíquit eum febris. Cognóvit ergo pater, quia illa hora erat, in qua dixit ei Jesus, «Fílius tuus vivit,» et credidit ipse, et domus ejus tota.

Se dice Credo

OFERTORIO Salmo 136, 1

Super flúmina Babylónis illic sédimus, et flévimus: dum recordarémur tui, Sion. 

SECRETA

Cæléstem nobis prǽbeant hæc mystéria, quǽsumus, Dómine, medicínam: et vita nostri cordis expúrgent. Per Dominum Jesum Christum, Filium Tuum, qui Tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti, Deus,  

PREFACIO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Vere dignum et iustum est, æquum et salutáre, nos tibi semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens ætérne Deus: Qui cum unigénito Fílio tuo, et Spíritu Sancto, unus es Deus, unus es Dóminus: non in uníus singularitáte persónæ, sed in uníus Trinitáte substántiæ. Quod enim de tua gloria, revelánte te, crédimus, hoc de Fílio tuo, hoc de Spíritu Sancto, sine differéntia discretiónis sentimus. Ut in confessióne veræ sempiternáeque Deitátis, et in persónis propríetas, et in esséntia únitas, et in majestáte adorétur æquálitas. Quam laudant Angeli atque Archángeli, Chérubim quoque ac Séraphim: qui non cessant clamáre quotídie, una voce dicéntes: 

COMUNIÓN Salmo 118, 49-50

Meménto verbi tui servo tuo, Dómine, in quo mihi spem dedísti: hæc me consoláta est in humilitáte mea. 

POSCOMUNIÓN

Ut sacris, Dómine, reddámur digni munéribus: fac nos, quǽsumus, tuis semper obedíre mandátis. Per Dominum Jesum Christum, Filium Tuum, qui Tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti, Deus, per omnia saecula saeculorum. Amen.

El combate espiritual. Parte once.

OTRO VICIO DEL CUAL DEBEMOS LIBRAR AL ENTENDIMIENTO PARA QUE PUEDA CONOCER Y JUZGAR BIEN LO QUE ES ÚTIL.

El segundo vicio o defecto que puede hacer mucho daño a nuestro entendimiento es la vana curiosidad, el llenar nuestra mente de una cantidad de pensamientos y conocimientos inútiles que nos hacen más mal que bien.

Existen muchas cosas y muchos acontecimientos que por no saberlos no perdemos nada, pero que el estar averiguándolos nos llena de inútiles distracciones la mente. Deberíamos estar como muertos a los conocimientos que no son útiles para nuestra santidad y perfección espiritual. El antiguo refrán decía: «Por noticias curiosas y nuevas no te afanarás, que se volverán antiguas, y ya las conocerás».

Es necesario recoger nuestro entendimiento para no dejarlo desparramarse vanamente por un montón de noticias y conocimientos profanos y mundanos que sólo nos van a servir para dispersar la mente y no permitirnos tener recogimiento ni meditar con calma. En lo que no me sirve para mi santificación, ¿para qué vivir pensando?

LA MEJOR CIENCIA

Cada uno de nosotros deberá repetir con san Pablo: «No deseo sino conocer a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado» (1Co 2, 2). Conocer su vida, su muerte,resurrección, ascensión y glorificación; entender sus mensajes, imitar sus buenos ejemplos, recordar lo mucho que ha hecho y sigue haciendo por sus seguidores, lo que pide y desea de cada uno de nosotros.

NUBES SIN AGUA

De las otras cosas, especialmente de las que no son necesarias para conseguir nuestra santificación y salvación que no nos van a servir para ser útiles a los demás y crecer en virtud, ¿para qué vivir queriendo saberlas y conocerlas? Cuántas cosas hay que con ignorarlas no se pierde nada y en cambio el saberlas llena de inquietud el corazón. En esto sí se cumple lo que en el siglo primero decía el sabio Séneca: «Cuánto más curiosamente me dediqué a conocer los detalles de la vida de los seres humanos, tanto menos buen ser humano me volví». A estos conocimientos llama san Judas Tadeo: «Nubes sin agua, árboles sin fruto, olas que sólo traen espumas» (Judas 12).

Cuando queramos saber algo preguntémonos: ¿esto sí será de provecho para mi santificación o para el bien que yo les pueda hacer a los demás? Si no lo es, el dedicarme a indagarlo y a querer saberlo puede ser dañosa curiosidad, o hasta trampa de los enemigos de mi salvación, que quieren llenar mi cerebro de cucarachas que no dejen conservarse bien allí el maná de la sabiduría celestial.

Si seguimos esta regla nos vamos a librar de muchas preocupaciones inútiles, porque el enemigo del alma cuando ve que no logra que cometamos faltas graves se propone al menos llenarnos de inquietudes para quitarnos la paz. Y así si no logra que dejemos de rezar, por lo menos se propone llenarnos de pensamientos e imaginaciones durante la oración, para que la atención no la pongamos en Dios, en su gloria, su poder y su bondad en las gracias y bendiciones que deseamos conseguir, sino en la multitud de proyectos fantásticos y en recuerdos de hechos que hemos llegado a saber. Y así logra que en vez de arrepentimos de nuestras maldades y de odiar el pecado y formar propósitos firmes de enmendar la propia vida, en vez de llenarnos de actos de amor a Dios y de deseos de perseverar en su santa amistad hasta la muerte, nos dediquemos a distraernos en pensamientos vaporosos que hasta nos puede llenar de orgullo y presunción creyendo que ya somos lo que hemos planeado ser y que ya no necesitamos director espiritual n correcciones. Y nos trae la gran equivocación de convencernos de que ya somos buenos, solamente porque hemos planeado serlo. (Y de pensar serlo a llegar a serlo hay un abismo inmenso).

Mal incurable. Este mal es muy peligroso y casi incurable, porque cuando el pensamiento se llena de teorías nuevas, de ideas fantásticas y de planes descabellados, la persona llega a convencerse de que es mejor que los demás (solamente porque ha planeado serlo, sin que lo sea todavía ni remotamente). ¿Quién logrará desengañarle? ¿Cómo podrá reconocer su error? ¿Cómo logrará dejarse guiar por un prudente director espiritual si ya se imagina ser una autoridad en cuanto al espíritu? Es un ciego guiando a otro ciego; el orgullo ciego guiando al entendimiento enceguecido por la vanidad. Nosotros en cambio deberíamos repetir con el sabio antiguo: «En cuestiones de espíritu «sólo sé que nada sé» aunque el orgullo nos quiera convencer que somos más sabios que Salomón.

El combate espiritual del Padre Scúpoli.

El combate espiritual. Parte décima.

LAS CAUSAS QUE NOS IMPIDEN JUZGAR Y CALIFICAR DEBIDAMENTE LAS SITUACIONES Y LA REGLA QUE SE DEBE OBSERVAR PARA CONOCERLAS BIEN

Una causa muy importante por la cual no juzgamos ni calificamos debidamente las situaciones y las cosas, es porque tan pronto se nos presentan a nuestra imaginación inmediatamente nos dejamos llevar por la simpatía o la antipatía hacia ellas, la simpatía y la antipatía vuelven ciega la razón y desfiguran de tal suerte las personas, las situaciones y las cosas que nos parecen diferentes de los que realmente son.

Un remedio. Si queremos vernos libres de este grave peligro es necesario estar alerta para no opinar sin más ni más, precipitadamente, dejándonos llevar simplemente porque aquello nos agrada o nos desagrada. Cuando a la mente se presenta una situación, una persona, un objeto, una acción, es necesario darse tiempo para juzgar y examinar despacio, sin apasionamiento, sin demasiada simpatía ni antipatía, antes que la voluntad se determine a amarle o aborrecerle, a aceptarle o rechazarle, a declarar que es agradable o desagradable.

Si la voluntad, antes de analizar y conocer bien el objeto, se inclina a amarlo o aborrecerlo entonces ya el entendimiento no es libre para conocerlo como es verdaderamente en sí, porque la pasión se lo desfigura de tal manera que le obliga a formarse una falsa idea y entonces se inclina a amarle o aborrecerle con vehemencia y no logra guardar reglas ni medidas ni escucha lo que aconseja la razón.

Y dejándose llevar de la inclinación natural el entendimiento se oscurece cada vez más y representa a la voluntad el objeto o más odioso o más amable que antes, de tal modo que si la persona no se esfuerza por no dejarse llevar por prejuicios e inclinaciones, su entendimiento y su voluntad la van a hacer moverse en un círculo vicioso yendo de error en error, de abismo en abismo y de tinieblas en tinieblas. Por eso mientras estamos apasionados por algo es mejor abstenerse de dar juicio al respecto hasta que se calme la pasión.

Prudencia. Hay que cuidarse con gran cuidado para no tener afecto desordenado a las cosas antes de examinar o conocer lo que son realmente en sí mismas, con la luz de la razón, especialmente con la luz sobrenatural que envía el Espíritu Santo a quien le reza con fe, y tratar de obtener la luz de la prudencia que se consigue consultando a personas que sepan de ese asunto.

También en lo que es bueno. Notemos que esta prudencia para no dejarse llevar por la sola inclinación antes de juzgar, es necesario no sólo en lo que puede ser peligroso, sino también en lo que de por sí es bueno, porque en estas obras, como son dignas de admiración y aprecio, puede haber peligro de dejarse llevar más por el propio gusto que por la conveniencia. Pues basta que haya una circunstancia de tiempo, o de lugar que no sea conveniente para esas obras para que en ese momento no convenga hacerlas.

Por eso hay que saber consultar siempre a los que saben. No todo se puede decir en todas partes ni todo se puede hacer siempre, aunque sean cosas muy buenas, porque todo tiene su tiempo y su lugar, si no se sigue las reglas de la prudencia aun por dedicarse a obras muy buenas se pueden cometer muchos disparates. Por eso es tan necesario pedir mucho al Espíritu Santo el Don de Consejo por medio del cual sabemos cuándo, dónde y cómo debemos hacer y decir lo que tenemos que hacer y decir.

Petición diaria. Un santo decía que cada día debemos pedir al Espíritu Santo que nos conceda la virtud de la prudencia, que es la que nos enseña, cuándo, cómo y dónde, debemos decir y hacer cada cosa. ¿Pedimos en verdad de vez en cuando al Divino Espíritu que nos conceda la virtud de la prudencia? Si no la hemos pedido, a empezar desde hoy a pedirla.

El combate espiritual del Padre Scúpoli.

El combate espiritual. Parte novena

CÓMO HACER BUEN USO DE LAS DOS POTENCIAS QUE HEMOS RECIBIDO: EL ENTENDIMIENTO Y LA VOLUNTAD

Si en el combate espiritual no tuviéramos sino dos armas: la confianza en Dios y la desconfianza en nosotros mismos, lo más probable sería que no podríamos vencer nuestras pasiones y caeríamos en muchísimas y graves faltas. Por eso es necesario añadir a estas dos cualidades otras dos muy importantes: hacer buen empleo de nuestro entendimiento y fortificar nuestra voluntad.

LOS DOS VICIOS QUE ATACAN EL ENTENDIMIENTO

Hay dos grandes vicios que pervierten, hacen mucho daño al entendimiento y son la ignorancia y la vana curiosidad. (Entendimiento es la facultad o aptitud o capacidad que tenemos de comparar, juzgar, razonar o sacar conclusiones).

El primer defecto: la ignorancia. Ésta consiste en no saber lo que deberíamos saber, lo que nos convendría saber. La ignorancia impide al entendimiento poseer y conocer la verdad, la cual es el objeto para el cual fue hecha la inteligencia. Es de primerísima necesidad que el alma que desea llegar a la perfección se esfuerce por ir adquiriendo cada día más y más conocimientos espirituales y tratar de conocer cada vez mejor lo que debe hacer para llegar a la perfección y para adquirir las virtudes, y lo que se debe evitar para lograr vencer las pasiones.

¿CÓMO SE ADQUIEREN LAS LUCES QUE AHUYENTAN LA IGNORANCIA?

Las tinieblas de la ignorancia se alejan con dos luces muy especiales. La primera de estas luces es la oración, el pedir frecuentemente al Espíritu Santo que nos ilumine lo que debemos hacer, decir y evitar. Jesús decía: «Mi Padre Celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden» (cf. Lc 11, 15). Y después añade: «El Espíritu Santo los guiará hacía la verdad plena y les recordará todo lo que Yo les he dicho» (Jn 16,13). El Espíritu Santo nos hablará muchas veces por medio de la Sagrada Escritura (si la leemos), especialmente de los Santos Evangelios. Nos hablará también por medio de la lectura de libros piadosos (si queremos apartar algunos ratos para dedicarnos a leer) y muchísimas veces por medio de los predicadores y de los superiores religiosos que Dios ha puesto para que nos guíen. Jesús dijo acerca de ellos: «El que los escucha, me escucha a Mí» (cf. Lc 10, 16). Por eso es tan importante sujetar nuestro juicio y parecer al de los superiores y guías espirituales.

De la intervención del Espíritu Santo depende en mucho el que se aleje nuestra ignorancia. Es necesario que nos dejemos programar por el Espíritu Santo. Hay que investigar qué será lo que el Divino Espíritu quiere de nosotros. No se puede hablar bien o pensar debidamente u obrar como en verdad lo desea Dios, sin la iluminación del Espíritu Santo. Por eso es necesario decirle muchas veces y todos los días «Ven Espíritu Santo». Él es la fuente inagotable de imaginación y de buenas ideas. Él nos da un modo nuevo de mirar y apreciar a las personas, al mundo, a la historia y a nosotros mismos. Él es el gran pedagogo o maestro que nos enseña cómo amar, cómo emplear bien nuestra libertad, el tiempo, los dones y cualidades que Dios nos dio y cómo conocer en cada caso qué será lo que más le agrada a Dios y qué es lo que a Nuestro Señor le desagrada.

La segunda luz para alejar la ignorancia es dedicarse continuamente a considerar, analizar las situaciones que se presentan y las cosas que queremos decir o hacer, para examinar si son buenas y nos convienen o son malas y nos pueden perjudicar, calificando lo que valen, no por las apariencias ni según la opinión del mundo, pues la Escritura dice: «Dios no se fija en lo que aparece al exterior sino en la santidad del corazón y en el valor interior» (1S 16, 7) y valorarlas según la idea que nos inspira el Espíritu Santo. Este modo de analizar y valorar las cosas y las situaciones, nos hará conocer con evidencia que lo que el mundo ama y busca con tanto ardor es ilusión y mentiras; que los honores y placeres de la tierra no son sino aflicción y humo que se lleva el viento, como dice el Eclesiastés: «Vanidad de vanidades, todo vaciedad y aflicción de espíritu» (Ecl.1).

La luz del Espíritu Santo nos hará ver que las humillaciones, ofensas y desprecios que nos hacen son para nosotros ocasiones de conseguir verdadera gloria para el cielo; que es perdonar y hacer bien a los que nos han ofendido es señal de que también nosotros seremos perdonados por Dios y que no seremos castigados con todo el rigor que merecen nuestros pecados; que el ser buenos con todos, aun con los malos y desagradecidos es hacernos semejantes al buen Dios que hace llover sobre buenos y malos y hace brillar el sol hasta sobre los más ingratos.

El Espíritu Santo, si lo invocamos con fe nos irá convenciendo de que vale más renunciar a los placeres del mundo que vivir gozando de todo lo que se nos antoja. Que mucho más premio se gana obedeciendo humildemente que dando órdenes a muchos. Que el conocer y reconocer humildemente lo que somos es una ciencia que nos hace mayor provecho que todas las demás ciencias que nos pueden inflar de orgullo. Que el vencer, dominar los malos deseos y las malas inclinaciones y el llevarse la contraria en muchos pequeños deseos que no eran tan necesarios, nos puede conseguir una gran personalidad, y se cumplirá en nosotros lo que dijo el Libro Santo: «Quien se domina a sí mismo, vale más que quien domina a una ciudad» (Pr 16, 32).

El combate espiritual del Padre Scúpoli

El combate espiritual. Parte octava

AVISOS IMPORTANTES PARA ADQUIRIR LA DESCONFIANZA EN Sí MISMO Y LA CONFIANZA EN DIOS

Como gran parte de la fuerza que necesitamos para salir vencedores de los ataques de los enemigos de nuestra salvación depende de la desconfianza de nosotros mismos y de la confianza en Dios, vamos a recordar algunos avisos que son muy útiles para conseguir estas dos cualidades.

UNA CONDICIÓN SIN LA CUAL NADA SE OBTIENE

Primeramente hemos de tener en cuenta como verdad que no admite discusión ni duda, que aunque tengamos todos los talentos y cualidades, ya sean naturales, ya sea que se han adquirido por propio esfuerzo, aunque contemos con una inteligencia prodigiosa, aunque nos sepamos de memoria la Sagrada Escritura, hayamos servido al Señor por muchos años, estemos acostumbrados a servirle y a portarnos bien, siempre seremos absolutamente incapaces de obedecer debidamente al Creador y de cumplir a cabalidad nuestras obligaciones, si la fuerza poderosa de Dios con especial protección no fortifica nuestro corazón en cada ocasión que se nos presente de hacer el bien y evitar el mal, de hacer algunas obras buenas o de vencer alguna tentación, de salir de un peligro o de poder soportar la cruz de la tribulación.

Es necesario grabar profundamente esta verdad en nuestra memoria, no dejar pasar día sin meditarla, considerarla y por este medio iremos evitando el defecto que se llama presunción que consiste en creernos más capaces de ser buenos y dejar de ser malos, de lo que en verdad somos, y así evitaremos andar confiando temeraria e imprudentemente en nuestras propias fuerzas.

Algo fácil para Dios. En cuanto a la confianza en Dios recordemos lo que dice el Libro Santo: «A Dios le queda muy fácil darnos la victoria contra todos los enemigos de nuestra alma, ya sean pocos o ya sean muchos, ya sean fuertes o sean débiles, ya sean viejos y experimentados o jóvenes y exaltados» (1S 14, 6).

De este principio fundamental sacaremos la conclusión que aunque el alma se halle atacada por todos los pecados y vicios, llena de imperfecciones, malas costumbres y horrendas inclinaciones, aunque después de haber hecho todos los esfuerzos por reformar las costumbres no se nota ningún progreso en la virtud, se siente y reconoce en sí mismo una mayor inclinación hacía el mal y más facilidad para pecar, no por eso hay que perder el ánimo y la confianza en Dios, ni dejar de luchar, ni abandonar las prácticas de piedad, sino más bien dedicarse con mayor entusiasmo a tratar de hacer el bien y evitar el mal, porque en este combate espiritual no se declara vencido a quien no cesa de combatir y de confiar en Dios, el cual nunca deja de ayudar con sus auxilios y socorros a quienes quieren salir vencedores, aunque muchas veces permite que sean vencidos. Si se tiene la ayuda de Dios se pueden perder batallas, pero jamás se perderá la guerra.

El combate espiritual. Padre Scúpoli

El combate espiritual. Parte séptima.

EL ERROR DE ALGUNAS PERSONAS QUE CONFUNDEN EL MIEDO Y EL PESIMISMO CON UNA CUALIDAD O VIRTUD

Hay un error muy común que consiste en creer que es virtud, buena cualidad el desanimarse, desalentarse, dejarse vencer por la tristeza y el pesimismo cuando se comete alguna falta. Pues en estos casos casi siempre sucede que la amargura que se siente por haber pecado no proviene mayormente del dolor de haber ofendido y disgustado a Dios, sino que el orgullo ha quedado herido al constatarse la propia miseria y debilidad, la confianza que se tenía en las propias fuerzas y capacidades para resistir al mal, falló totalmente.

Peligro propio de gente orgullosa. Ordinariamente las almas presuntuosas que se creen más capaces de ser buenas de lo que en realidad son, no les dan la debida importancia a los peligros que les van a llegar y a las tentaciones que les pueden venir, luego al caer en alguna y reconocer por amarga experiencia cuán grande son su miseria y su debilidad, se maravillan y se afanan por su caída como si se tratara de cosa nueva y rara, porque ven derrumbado por el suelo el ídolo del amor propio y de la falsa confianza en sí mismas en lo cual imprudentemente habían puesto su esperanza, y demostrando que son almas que más ponían la confianza en sus propias fuerzas que en la ayuda de Dios, se dejan llevar por la tristeza, el desánimo y hasta pueden llegar a la desesperación.

ALGO QUE NO SUCEDE A LOS HUMILDES

Esto no sucede a las almas verdaderamente humildes que no ponen su confianza en las propias fuerzas o capacidades para resistir al mal, sino únicamente en la ayuda y en la bondad de Dios, porque cuando caen en alguna falta, aunque sienten gran dolor de haber ofendido al buen Dios, haber manchado su alma y haber hecho daño a los demás, no se maravillan, ni se inquietan, ni se desaniman, pues muy bien conocen que su caída es un efecto natural de su espantosa debilidad y de la impresionante inclinación que su naturaleza siente hacia el mal.

Estas almas repiten lo que decía aquella santa antigua: «Todo lo temo de mi malicia, de mi debilidad y de mi inclinación al mal. Todo lo espero de la bondad y de la misericordia de Dios». Cada día constatamos el combate entre la debilidad humana y la omnipotencia de Dios. En verdad que se cumple lo que dicen los santos: «La humildad produce tranquilidad». De lo único propio de lo cual el humilde está seguro es de su debilidad. Pero se conserva alegre si al mismo tiempo vive seguro de que la bondad de Dios nunca lo abandonará. «Yo nunca te abandonaré», dice el Señor varias veces en la Sagrada Escritura. 

Con razón un director espiritual le dijo a alguien que le pedía un consejo: «No eres más santo porque no eres más humilde». Como los tres jóvenes en el horno (de los cuales nos habla el profeta Daniel), tenemos que decir: «Señor: hemos pecado. Por eso con toda justicia nos han llegado tantas humillaciones».

San Agustín cuando recordaba los terribles y tan numerosos pecados de su vida no se dedicaba a lamentarse o desanimarse sino a proclamar la maravillosa bondad de Dios que lo supo perdonar.

 

El combate espiritual del P.Scúpoli

 

El combate espiritual. Parte sexta

SEÑOR: DICHOSOS LOS QUE CONFÍAN EN TI (SAL 83)

CÓMO PODEMOS CONOCER SI OBRAMOS CON DESCONFIANZA EN NOSOTROS MISMOS Y CON CONFIANZA EN DIOS

Muchas veces las almas que creen ser lo que no son, se imaginan que ya consiguieron la desconfianza en sí mismas y la suficiente confianza en Dios, pero es un error y un engaño que no se conoce bien sino cuando se cae en algún pecado, pues entonces el alma se inquieta, se desanima, se aflige y pierde la esperanza de poder progresar en la virtud; y todo esto es señal de que no puso su confianza en Dios sino en sí misma, si su desesperación y su tristeza son muy grandes, esto es un argumento claro de que confiaba mucho en sí y poco en Dios.

Diferencia: quien desconfía mucho de sí mismo, de su debilidad e inclinación al mal y pone toda su confianza en Dios, cuando comete alguna falta no se desanima, ni se inquieta demasiado, ni se desespera, porque conoce que sus faltas son un efecto natural de su debilidad y del poco cuidado que ha tenido en aumentar su confianza en Dios; antes bien, con esta amarga experiencia aprende a desconfiar más de sus propias fuerzas y a confiar con mayor humildad en la bondad de Nuestro Señor, aborreciendo con toda su alma las faltas cometidas y las pasiones desordenadas que llevan a cometer esos errores; pero su dolor y arrepentimiento son suaves, pacíficos, humildes, llenos de confianza en que la misericordia divina le tendrá compasión y le perdonará; vuelve otra vez a sus prácticas de piedad y se propone enfrentarse a los enemigos de su salvación con mayor ánimo, más fuerza y sacrifico que antes.

Una causa engañosa: en esto es importante que piensen y consideren algunas personas espirituales que cuando caen en alguna falta se afligen y se desaniman con exceso, muchas veces, quieren más librarse de la inquietud y pena que su pecado les proporciona, que por recuperar otra vez la plena amistad con Dios; y si buscan rápidamente al confesor no es tanto por tener contento a Nuestro Señor, sino por recuperar la paz y tranquilidad de su espíritu (por eso cierto confesor a una religiosa que le decía que había gritado esa tarde a su superiora, le dijo: «Por hoy no se confiese todavía. Aguarde a que pasen tres días y cuando le haya pedido excusas a su superiora venga a pedir perdón por medio de su confesor». Así evita aquel sacerdote que esa alma buscará sólo obtener su propia paz y tranquilidad, en vez de buscar primero hacer la paz y amistad con Dios y con la persona ofendida).

Preguntas muy importantes: cada cual debe preguntarse de vez en cuando: ¿cuál es la causa de la tristeza que siento por haber pecado? ¿El haber disgustado al buen Dios? ¿El haber hecho daño a los demás? ¿El haber afeado horriblemente mi alma que está siendo observada por Dios y sus ángeles? ¿El haber perdido un grado de brillo y de gloria para la eternidad? ¿El haberme acarreado un castigo más para el día en que el Justo Juez pague a cada uno según sus obras y según su conducta? ¿O simplemente lo que me entristece es que mi amor propio y mi orgullo quedaron heridos? ¿O que mi apariencia de santidad quedó disminuida? Importante preguntarse esto muchas veces.

El combate espiritual del P. Scúpoli.

El combate espiritual. Parte quinta

CONDICIÓN SIN LA CUAL NO

Si no aceptamos que nos desprecien y nos humillen, no conseguiremos jamás la desconfianza en nosotros mismos, porque ésta se basa en la verdadera humildad la cual nunca se consigue sin recibir humillaciones y se basa también en un reconocimiento sincero de que por nosotros mismos no merecemos sino desprecio y humillación.

No aguardar para cuando sea demasiado tarde. Es mejor ir aceptando las pequeñas humillaciones que nos van llegando a causa de las debilidades y miserias cada día, y que no nos suceda como a las personas muy orgullosas y creídas que solamente abren los ojos para reconocer su debilidad y malas inclinaciones cuando les suceden grandes y vergonzosas caídas. Les sucede lo que decía san Agustín: «Temo que vas a caer en faltas que te humillarán mucho, porque noto que tienes demasiado orgullo».

Cuando Dios ve que los remedios más fáciles y suaves no producen efecto para hacer que una persona reconozca su incapacidad para resistir con sus solas fuerzas contra los ataques del mal y conseguir su santificación, permite entonces, que le sucedan caídas en pecado, las cuales serán más o menos frecuentes y más o menos graves, según sea el grado de orgullo y presunción que esa alma tenga. Y si hubiera una persona tan exenta y libre de esa vana confianza en sus propias fuerzas, como por ejemplo la Santísima Virgen María, lo más seguro es que no caería jamás en falta alguna.

Buena consecuencia. De todo esto debes sacar la siguiente conclusión: que cada vez que caigas en alguna falta reconozcas humildemente que por tu propia cuenta sin la ayuda de Dios, no eres capaz ni siquiera de fabricar un buen pensamiento o de resistir a una sola tentación y le pidas al Señor que te conceda su luz e iluminación para convencerte de tu propia nada y de la necesidad absoluta e indispensable que tienes de la ayuda divina; y te propongas no presumir ni pensar vanamente que por tu propia cuenta vas a conseguir la santidad o la virtud. Porque si te crees lo que no eres y te imaginas que podrás lo que no puedes, seguramente seguirás cayendo en las mismas faltas de antes y quizás hasta las cometas aún peores.

LA CONFIANZA EN DIOS

Aunque la desconfianza en nosotros mismos es tan importante y tan necesaria en este combate, sin embargo si lo único que tenemos es esa desconfianza, seguramente vamos a ser desarmados y derrotados por los enemigos espirituales.

Es absolutamente necesario que tengamos una gran confianza en Dios, que es el autor de todo lo bueno que nos sucede y del único del cual podemos esperar las victorias en el campo espiritual. Porque así como por nosotros mismos lo que vamos a conseguir serán frecuentes faltas y peligrosas caídas lo cual nos debe llevar a vivir siempre desconfiando en nuestras solas fuerzas así también podemos estar seguros que de la ayuda de Dios y de su gran bondad podemos esperar victoria contra los enemigos de nuestra salvación, progreso en la virtud y crecimiento en perfección, si desconfiando de la propia debilidad y de las malas inclinaciones que tenemos y confiando grandemente en el poder divino y en el deseo que Nuestro Señor tiene de ayudarnos, le rogamos con todo el corazón que venga a socorrernos.

LOS MEDIOS PARA CONSEGUIR LA CONFIANZA EN DIOS

Cuatro son los medios para lograr progresar en la confianza en Dios.

El primero: pedirla muchas veces y con humildad, en nuestra oración. Jesús prometió: «Todo el que pide recibe. Mi Padre dará el buen espíritu a quien se lo pida» (Lc 11, 11).

El segundo medio es: pensar en el gran poder de Dios y en su infinita bondad, que lo mueve a conceder siempre mucho más de lo que se le suplica.

Recordar lo que el ángel le dijo a la Virgen María: «ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 38).

Es muy provechoso pensar de vez en cuando que Dios por su inmensa bondad y por el exceso de amor con que nos ama, está siempre dispuesto y pronto a darnos cada hora y cada día todo lo que necesitemos para la vida espiritual y para conseguir la victoria contra el egoísmo y las malas inclinaciones, si le pedimos con filial confianza. El Salmo 145 dice: «Dios satisface los buenos deseos de sus fieles».

ALGO QUE CONVIENE RECORDAR

Para aumentar la confianza en Nuestro Señor, pensemos que por 33 años ha vivido en esta tierra en medio de sacrificios y sufrimientos, para lograr salvar nuestra alma.

Recordemos que cada uno de nosotros somos la oveja extraviada que por sus imprudencias se alejó del rebañe del Señor, y Él nos ha venido llamando noche y día para que volvamos a ser del grupo de los que lo van a acompañar en el cielo para siempre. Sudor, sangre y lágrimas ha tenido que derramar para obtener que volvamos a ser del número de sus ovejas fieles. Sí por una oveja que se extravió se arriesgó a ir tan lejos a buscarla, ¿cuánto más nos ayudará a quienes lo buscamos y clamamos e imploramos su ayuda? Cuando escucha que la oveja brama desde el precipicio donde ha caído, temerosa de los aullidos de los lobos que ya se escuchan a lo lejos, el buen Pastor corre a protegerla y defenderla. Y no la humilla, ni la golpea, ni le echa en cara su imprudencia, sino que cariñosamente la lleva sobre sus hombros hasta donde está el grupo de las ovejas que han permanecido fieles. Consideremos que nuestra alma está representada en esa pobre oveja, a la cual Jesús se interesa inmensamente por salvarla de los peligros del mundo, del demonio y de la carne, trata cada día de llevarla a la santidad.

La moneda perdida. Narraba Jesús el caso de aquella mujer a la cual se le perdió una moneda de plata, lo que equivalía al mercado de un día para la familia y ella se dedica a barrer la casa y a sacudir esteras y muebles hasta que logra encontrarla, muy contenta invita a las vecinas a que la feliciten por la gran alegría que siente al haber recuperado la moneda perdida. Y Jesús en ese hermoso capítulo 15 del Evangelio de san Lucas en el cual narra estas parábolas, nos habla de que en el cielo, Dios y sus ángeles sienten gran alegría por un alma que estaba ya pérdida y que vuelve a recuperarse para el Reino de Dios. También Dios siente la alegría de encontrar lo que se ha perdido. Y cada uno de nosotros puede proporcionarle esa alegría al retornar otra vez en nuestra vida de pecado a la vida de gracia y santidad. Y el más interesado en que esto suceda es nuestro Divino Salvador.

Estoy a la puerta y llamo. En el Libro del Apocalipsis dice Jesús: «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguien me abre la puerta de su alma, entraré y cenaremos juntos» (Ap 3, 21). Con esto demuestra Nuestro Señor el gran deseo que Él tiene de vivir en nuestra alma, dialogar con nosotros y regalarnos sus dones y gracias. Y si viene con tan buena voluntad, ¿no nos concederá los favores que deseamos?

El tercer remedio para conseguir una gran confianza en Dios es repasar de vez en cuando lo que dice la Sagrada Escritura acerca de lo importante que es confiar en Nuestro Señor. Por ejemplo el Salmo 2 dice: «Dichosos serán los que confían en Dios». Y el Salmo 19 afirma: «Unos confían en sus bienes de fortuna. Otros en sus armas defensivas. Nosotros en cambio confiamos en Dios e imploramos su ayuda, mientras los otros caen derribados, nosotros logramos permanecer en pie». Y el salmista añade después: «Señor: porque confío en Tí, por eso no seré confundido eternamente» (Sal 24). Los que confían en Dios no serán rechazados por Él (cf. Sal 33). Quien confía en Dios verá que Él actuará en su favor. Soy viejo y nunca he visto que alguien haya confiado en Dios y haya fracasado (cf. Sal 36). Quienes confían en el Señor son como el Monte Sión, no serán conmovidos ni derribados por los ataques ni las contrariedades (cf. Sal 124). Quien confía en Dios será bendecido, prosperará y será feliz (cf. Pr 28). 77 veces dice la Sagrada Escritura que para quien pone su confianza en Dios vendrán bendiciones, felicidad, paz, progreso y bendición. Si lo dice 77 veces es que esto es demasiado importante para que se nos vaya a olvidar. Por eso el profeta exclamó: «¿Sabes a quiénes prefiere el Señor? A los que confían en su misericordia». Jamás alguna persona ha confiado en Dios y ha sido abandonada por Él (cf. Ecl 2, 11).

El cuarto y último remedio para que logremos al mismo tiempo adquirir desconfianza en nuestras solas fuerzas y gran confianza en Dios, es que cuando nos proponemos hacer alguna obra buena o conseguir alguna virtud o cualidad fijemos nuestra atención primero en la propia miseria, debilidad y luego en el enorme poder de Dios y en el deseo infinito que tiene de ayudarnos y así equilibráremos el temor que nos viene de nuestra incapacidad y de la inclinación hacía el mal, con la seguridad que nos inspira la ayuda poderosísima que el buen Dios nos quiere enviar, y nos determinaremos a obrar y combatir valientemente. «Yo, más mis fuerzas y capacidades, igual: nada. Pero yo, mis fuerzas, mis capacidades, más la ayuda de Dios, igual: éxitos incontables. «No es que nosotros mismos podamos nada, dice san Pablo: toda nuestra suficiencia viene de Dios». La autosuficiencia orgullosa lleva al fracaso. La humilde confianza en Nuestro Señor consigue éxitos formidables.

Las tres fuerzas: con la desconfianza en nosotros mismos y la confianza en Dios, unidas a una constante oración seremos capaces de hacer obras grandes y de conseguir victorias maravillosas. Hagamos el ensayo y veremos efectos inesperados.

Pero si no desconfiamos en nuestra miseria y no ponemos toda la confianza en la ayuda de Dios, y si descuidamos la oración, terminaremos en tristes derrotas espirituales. Cuanto más confiemos en Dios, más favores suyos recibiremos.

Recordemos siempre lo que el Señor le dijo a una gran santa: «No olvides que Yo tengo poder y bondad para darte mucho más de lo que tú puedes atreverte a pedir o a desear». Es lo que san Pablo había enseñado ya hace tantos siglos (Ef 3, 20).

El combate espiritual del P. Scúpoli.

El combate espiritual Parte cuarta

ALGO QUE ES MUY AGRADABLE A DIOS

La guerra que tenemos que sostener para llegar a la santidad es la más difícil de todas las guerras, porque tenemos que luchar contra nosotros mismos, o como dice san Pedro: «Tenemos que luchar contra las malas inclinaciones de nuestro cuerpo que combaten contra el alma» (cf. 1P 2, 11). Pero precisamente porque el combate es más difícil y más prolongado, por eso mismo la victoria que se alcanza es mucho más agradable a Dios y más gloriosa para quien logra vencer; porque aquí se cumple lo que dice el Libro Santo: «Quien se domina a sí mismo, vale más que quien domina una ciudad» (Pr 16, 32). Lograr dominar las propias pasiones, refrenar las malas inclinaciones, reprimir los malos deseos y malos movimientos que nos asaltan, es una obra que puede resultar ante Dios más agradable que si ejecutáramos obras brillantes que nos dieran fama y popularidad.

Y por el contrario, pudiera suceder que aunque hiciéramos muchas obras externas admirables ante la gente, en cambio ante Dios no seamos agradables porque aceptamos en nuestro corazón seguir las malas inclinaciones de nuestra naturaleza y nos dejamos llevar y dominar por las pasiones desordenadas.

Por eso debemos tener cuidado no sea que nos contentemos con dedicarnos a hacer obras que ante los demás nos consiguen fama y prestigio, mientras tanto dejemos que los sentidos se vayan hacía el mal, la sensualidad nos domine y las malas costumbres se apoderen de nuestro modo de obrar. Sería una equivocación fatal.

Cuatro condiciones. Hemos visto en qué consiste la perfección espiritual o santidad y qué ventajas tiene. Ahora vamos a tratar de las cuatro condiciones que son necesarias para lograr adquirir dicha perfección, conseguir la palma de la victoria y quedar vencedores en la batalla por salvar el alma y conseguir alto puesto en el cielo. Estas cuatro condiciones son: Desconfianza de nosotros mismos, confianza en Dios, ejercitar las cualidades que se tienen y dedicarse a la oración.

LA DESCONFIANZA QUE SE HA DETENER EN Sí MISMO

La desconfianza en sí mismo es sumamente necesaria en el combate espiritual, que sin esta cualidad o condición, no solamente no podremos triunfar contra los enemigos de nuestra santidad, si no que ni siquiera lograremos vencer las más débiles de nuestras pasiones. Siempre se cumplirá lo que dijo la profetisa Ana en la Biblia: «No triunfa el ser humano por su propia fuerza» (cf. 1S 2, 9). Y lo que anunció el profeta: «mi pueblo dijo: ‘soy fuerte’. Puedo resistir solo al enemigo. Y fue entregado en poder de sus opresores».

Es necesario grabar profundamente en nuestra mente esta verdad, porque sucede desafortunadamente que aunque en verdad no somos sino nada y miseria, sin embargo tenemos una falsa estimación de nosotros mismos, creyendo sin ningún fundamento, que somos algo, que podemos algo, que vamos a ser capaces de vencer por nuestra cuenta y con las propias fuerzas.

Este error es funesto y trae fatales consecuencias y es efecto de un dañoso orgullo que desagrada mucho a los ojos de Dios. Y si lo aceptamos se cumplirá en cada uno lo que cuenta el salmista: «Yo creía muy tranquilo; no fracasaré jamás. Pero alejaste oh Dios tu ayuda de mi lado, y caí en derrota y opresión» (Sal 30).

Tenemos que convencernos que no hay virtud, ni cualidad, ni buen proceder en nosotros que no proceda de la bondad y misericordia de Dios, porque nosotros mismos como dice san Pablo, ni siquiera podemos decir por propia cuenta que Jesús es Dios. «Toda nuestra capacidad viene de Dios. Pues Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar» (Flp 2, 13). Por nuestras solas fuerzas lo que somos capaces de producir es: maldad, imperfección y pecado.

La desconfianza es sí mismo es un regalo del cielo y Dios la concede en mayor grado a las almas que tiene destinadas a más alta dignidad, hasta que puedan repetir lo que decía aquella famosa mujer de la antigüedad, santa Ildegarda: «De lo único que puedo tener absoluta seguridad en cuanto a mí misma, es de mi pavorosa debilidad para pecar y de mi terrible inclinación hacia el mal».

Un camino: Dios lleva al alma hacía la desconfianza en sí misma permitiendo que le lleguen tentaciones casi insuperables, caídas humillantes, reacciones inesperadas, que aparezcan en su naturaleza unas inclinaciones inconfesables y dejándola por ciertos tiempos en una tan oscura noche del alma que hasta para decir un Padrenuestro siente fatiga y desgano. De manera que se llegue a adquirir la convicción de la total impotencia e incapacidad para caminar hacía la perfección y la santidad, si el poder de Dios no viene a ayudar.

Los remedios. El principal remedio, de los cuatro que vamos a aconsejar es pensar y meditar hasta convencerse de que por las propias y solas fuerzas naturales no somos capaces de dedicarnos a obrar el bien y a evitar el mal, ni de comportarnos de tal manera que merezcamos entrar al Reino de los cielos. En nuestra memoria deben estar siempre aquellas palabras de Jesús: «Sin mí, nada podéis hacer».

El segundo remedio es pedir con fervor y humildad, muy frecuentemente a Dios la gracia de confiar en Él y desconfiar de nosotros mismos. Porque esto es un regalo del cielo y para conseguirlo es necesario ante todo reconocer de que no poseemos la desconfianza necesaria, luego convencernos de que la desconfianza en nosotros mismos no la vamos a conseguir por nuestra propia cuenta sino que es necesario postrarse humildemente en la presencia del Señor y suplicarle por infinita bondad que se digne concedérnosla. Y podemos estar seguros que si perseveramos pidiéndosela, al fin nos la concederá.

Hay un tercer remedio para adquirir la desconfianza en sí mismo (respecto al lograr conseguir por nuestra propia cuenta la santidad) y consiste en acostumbrarse poco a poco a no fiarse de las propias fuerzas para lograr mantener el alma sin pecado, y a sentir verdadero temor acerca de las trampas que nos van a presentar nuestras malas inclinaciones que tienden siempre hacía el pecado; a recordar que son innumerables los enemigos que se oponen a que consigamos la perfección, los cuales son incomparablemente más astutos y fuertes que nosotros y aun logran hacer lo que ya temía san Pablo: «Se transforman en ángeles de luz, para engañarnos» (1Co 11, 14) y con apariencia de que nos están guiando hacía el cielo nos ponen trampas contra nuestra salvación. Con el salmista podemos repetir: «¡Cuántos son los enemigos de mi alma, Señor! Y la odian con odio cruel». Y no nos queda sino repetirle la súplica del Salmo 12: «Señor: ¿Hasta cuándo van a triunfar los enemigos de mi alma? Que no pueda decir mi enemigo: le he vencido: «Qué no se alegren mis adversarios de mi fracaso».

El cuarto remedio consiste en que cuando caemos en alguna falta, reflexionemos acerca de cuán grande es nuestra debilidad e inclinación al mal, y pensemos que probablemente Dios permite las culpas y caídas para iluminarnos mejor acerca de la impresionante incapacidad que tenemos para conseguir por la propia cuenta la santificación y aprendamos así a ser humildes y reconocer las limitaciones y aceptar ser menospreciados por los demás.

                   El combate espiritual, P. Scupoli.