Santos de la tercera semana de Adviento

11 DE DICIEMBRE: SAN DAMASO

Dámaso, español, ilustre y muy erudito en Sagradas Escrituras, convocó el primer concilio de Constantinopla, y puso fin a la perversa herejía de Eunomio y Macedonio. Condenó de nuevo el conciliábulo de Rimini, antes rechazado por el papa Liberio, en el cual, según San Jerónimo, las intrigas de Ursacio y, principalmente de Valente, habían logrado que se votase la condenación de la fe de Nicea, de manera que el orbe gimió asombrado al verse arriano.

Edificó dos basílicas: la primera dedicada a San Lorenzo, cerca del teatro de Pompeyo, a la cual concedió dones magníficos, y le atribuyó la renta de casas y predios; la otra en la vía Ardeatina, en las Catacumbas. Dedicó elegantes versos a Platonia, donde habían reposado algún tiempo los cuerpos de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo. Escribió en prosa y verso sobre la virginidad, y compuso muchas otras poesías.

Estableció la pena del talión contra aquel que acusara a otro falsamente. Ordenó lo que ya en muchos lugares estaba en uso, a saber: que los Salmos se cantasen en la iglesia de día y de noche a dos coros, y que al fin de cada Salmo se añadiese: Gloria al padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Por su mandato, San Jerónimo tradujo el Nuevo Testamento según el texto griego. Gobernó la Iglesia 17 años, 2 meses y 20 días, y celebró ordenaciones cinco veces en el mes de diciembre en las cuales creó 21 presbíteros, 11 diáconos y 72 obispos para diversos lugares. Ilustre por su virtud, doctrina y prudencia, teniendo casi ochenta años, durante el imperio de Teodosio, se durmió Dámaso en el Señor, y fue sepultado en la vía Ardeatina, juntamente con su madre y hermana, en la basílica que él mismo había edificado. Sus reliquias fueron después trasladadas a la iglesia de San Lorenzo, llamado por su nombre in Dámaso.

13 DE DICIEMBRE: SANTA LUCIA

Lucía, virgen de Siracusa, ilustre ya desde su infancia no solamente por la nobleza de su linaje sino también por su fe, vino a Catania juntamente con su madre Eutiquia, que estaba enferma de un flujo de sangre, para venerar el cuerpo de la bienaventurada Águeda. Sus oraciones junto al sepulcro de la Santa obtuvieron la salud de su madre. Conseguida esta gracia, rogó a su madre que le permitiera entregar a los pobres de Jesucristo cuanto había de darle como dote. Por esto volvió a Siracusa, vendió sus bienes y distribuyó su producto entre los pobres.

Cuando aquel a quien los padres de Lucía, contra la voluntad de ésta, la habían prometido en matrimonio supo esto, la acusó al prefecto Pascasio de que era cristiana. Y como Pascasio no pudiese conseguir, ni con ruegos ni con amenazas, que venerara a los ídolos, antes al contrario, cuanto más se esforzaba en apartarla de su propósito, tanto más se mostraba ardiente en confesar su fe cristiana, le dijo: “Cesarán tus palabras cuando pasemos a los castigos”. “A los siervos de Dios, dijo la Virgen, no les pueden faltar las palabras, ya que les tiene dicho nuestro Señor Jesucristo: Cuando estuviereis ante los reyes y gobernadores, no penséis de antemano lo que habéis de decir, sino hablad lo que os será inspirado en aquel trance, porque no seréis entonces vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo es el que hablará en vosotros”.

Preguntada por Pascasio: “¿Juzgas que el Espíritu Santo está en ti?”, respondió: “Creo que cuantos observan una vida piadosa y casta son templo del Espíritu Santo”. Contestó el tirano: “Mandaré que seas conducida a un lugar infame, para que te abandone el Espíritu Santo”. Replicó la virgen: “Si por fuerza mandas que mi cuerpo sea profanado, mi castidad será honrada con doble corona”. Por lo cual Pascasio, lleno de ira, mandó que Lucía fuese llevada donde su virginidad quedara violada. Mas, por obra de Dios, la virgen permaneció firme e inmóvil y no hubo fuerza que la pudiese apartar de aquel lugar. Por ello, el prefecto mandó encender una hoguera a su alrededor, después de haberla cubierto de pez, resina y aceite hirviendo. Mas como ni las llamas le causaran el más pequeño mal, la atormentó de muchas maneras, y atravesaron su garganta con la espada, pero Lucía siguió profetizando la paz de la Iglesia, que seguiría a la muerte de Diocleciano y Maximiano, y entregó su espíritu a Dios el día 13 de diciembre. Fue sepultada en Siracusa, trasladada después a Constantinopla y al fin a Venecia.

16 DE DICIEMBRE: SAN EUSEBIO

Eusebio, sardo de nacimiento, lector de la Iglesia romana, y después Obispo de Vercelli, fue elegido por divina inspiración para el gobierno de esta Iglesia. Ya que, sin haberle conocido nunca, excepto sus conciudadanos, los electores le escogieron nada más verlo. Así, le apreciaron con solo verle. Fue el primer obispo de Occidente que mandó que los monjes desempeñasen los oficios clericales, para reunir en las mismas personas el menosprecio del mundo y la solicitud por el servicio divino. En aquella época las impiedades arrianas se extendieron por el Occidente. Eusebio las atacó con tal decisión que el Papa Liberio encontró en su invencible fe un gran consuelo. Reconociendo el Pontífice cuán grande era en Eusebio el favor del Espíritu divino, le encargó que, junto a sus legados, defendiese ante el emperador la causa de la fe, y para ello Eusebio se dirigió con ellos a visitar a Constancio, y llegó a conseguir, por su celo, lo que se propuso en esta embajada: la celebración de un concilio.

El concilio se reunió en Milán, en el año siguiente. Fue invitado al concilio por Constancio, en tanto que los legados de Liberio reclamaban también su presencia. Allí, lejos de dejarse seducir por la influencia de la sinagoga de los arrianos, y de tomar parte contra San Atanasio, declaró desde el primer momento que algunos de los presentes estaban inficionados por la lepra de la herejía, y les propuso suscribir ante todo la fe de Nicea. A lo cual, negándose los airados arrianos, el Santo no sólo rehusó suscribir la condenación contra Atanasio, sino que consiguió también librar a San Dionisio del compromiso que había contraído al firmar, engañado por los herejes, aquella condenación injusta. Indignados los herejes, después de haberle injuriado de muchas maneras, le enviaron al destierro. Mas el santo varón, sacudido el polvo de sus sandalias, no temió las amenazas del César, ni el filo de las espadas, aceptando el destierro. Enviado a Escitópolis, donde padeció hambre, sed, azotes y diversos suplicios, por amor a la fe despreció la vida, y sin temor a la muerte, se puso a disposición de los verdugos.

Cuánta fuese entonces para con él la crueldad y el insolente atrevimiento de los arrianos, lo muestran unas cartas llenas de valentía, piedad y religión, que desde Escitópolis envió al clero y pueblo de Vercelli y a algunas poblaciones vecinas. Ellas muestran también que jamás le pudieron amedrentar ni las amenazas ni crueldad, que ni con halagadoras promesas le pudieron conquistar. A causa de su constancia fue deportado a Capadocia, y al fin a la Tebaida superior de Egipto, sufriendo el destierro hasta la muerte de Constancio. Después, habiéndosele permitido reintegrarse a su rebaño, no lo hizo hasta después de haber asistido al concilio de Alejandría, a fin de reparar las pérdidas que había sufrido la fe. Recorrió después las provincias de Oriente para devolver la salud, como hábil médico, a los enfermos en la fe, instruyéndoles en la doctrina de la Iglesia. Luego, con el mismo objeto, pasó a la Iliria, y por último llegó a Italia, cesando allí el duelo dejado por su partida. Allí publicó los comentarios de Orígenes y de Eusebio de Cesárea sobre los Salmos, después de haberlos expurgado y vertido del griego al latín. Finalmente, dejó esta vida para recibir la corona de la gloria, merecida con tantos trabajos, en Vercelli, en tiempo de Valentiniano y Valente.

Del Breviario Romano