Fecha de la Pascua

La resurrección del Hombre-Dios realizada en domingo, pedía no se la solemnizase anualmente en otro día de la semana. De aquí la necesidad de separar la Pascua de los cristianos de la de los judíos que, fijada de modo irrevocable en el catorce de la luna de marzo, aniversario de la salida de Egipto, caía sucesivamente en cada uno de los días de la semana. Esta Pascua no era más que una figura; la nuestra es la realidad ante la cual la sombra desaparece. Era necesario, pues, que la Iglesia rompiese este último lazo con la sinagoga, y proclamase su emancipación celebrando la más solemne de las fiestas un día que no coincidiese nunca con aquel en que los judíos celebrasen su Pascua, en lo sucesivo estéril de esperanzas. Los Apóstoles determinaron que desde entonces la Pascua para los cristianos no sería ya el catorce de la luna de marzo, aun cuando ese día cayese en domingo, sino que se celebraría en todo el universo el domingo siguiente al día en que el calendario caducado de la sinagoga continuaba colocándola.

Con todo, en consideración al gran número de judíos que habían recibido el bautismo y que formaban entonces el núcleo de la Iglesia cristiana, para no herir su sensibilidad, se determinó que se aplicase con prudencia y paulatinamente la ley relativa al día de la nueva Pascua. Además, Jerusalén no tardaría en sucumbir debajo de las águilas romanas, según el vaticinio del Salvador; y la nueva ciudad que se levantaría sobre sus ruinas y que albergaría a la colonia cristiana, tendría también su Iglesia, pero una Iglesia completamente disgregada del elemento judaico, que la justicia divina había visiblemente reprobado en aquellos mismos lugares.

La mayor parte de los Apóstoles no tuvieron que luchar contra las costumbres judías en sus predicaciones en tierras lejanas, ni en la fundación de las Iglesias que establecieron en tantas regiones, aun fuera de los límites del imperio romano; sus principales conquistas las hacían entre lós gentiles. La Iglesia de Roma, que llegaría a ser Madre y Maestra de todas las demás, jamás conoció otra Pascua que aquella que hermana al domingo el recuerdo del primer día del mundo y la memoria de la gloriosa resurrección del Hijo de Dios y de todos nosotros, que somos sus miembros.

LA COSTUMBRE DE ASIA MENOR. —

Una sola provincia de la Iglesia, el Asia Menor, rehusó largo tiempo asociarse a este acuerdo. San Juan, que pasó muchos años en Efeso y terminó allí su vida, creyó no debía exigir, de los numerosos cristianos que de las sinagogas habían pasado a la  Iglesia en aquellas regiones, el renunciamiento a la costumbre judía en la celebración de la Pascua; y los fieles salidos de la gentilidad que fueron a acrecentar la población de aquellas florecientes cristiandades, llegaron a apasionarse con exceso en la defensa de una costumbre que se remontaba a los orígenes de la Iglesia del Asia Menor. Como consecuencia, al correr de los años, esta anomalía degeneraba en escándalo; allí se aspiraban efluvios judaizantes y la unidad del culto cristiano sufría una divergencia que impedía a los fieles vivir unidos en las alegrías de la Pascua y en las santas tristezas que la preceden.

El Papa San Víctor, que gobernó la Iglesia desde el año 185, puso toda su solicitud sobre este abuso y creyó que había llegado el momento de hacer triunfar la unidad exterior sobre un punto tan esencial y tan central en el culto cristiano. Anteriormente, con el Papa San Aniceto, hacia el año 150, la Sede Apostólica había intentado, por medio de negociaciones amistosas, atraer las Iglesias de Asia Menor a la práctica universal; no fue posible triunfar sobre un prejuicio fundado en una tradición conceptuada como inviolable en aquellas regiones. San Víctor creyó tendría más éxito que sus predecesores; y a fin de influir en las asiáticos por el testimonio unánime de todas las Iglesias, ordenó se reuniesen concilios en los diversos países en que el Evangelio había penetrado, y se examinase en ellos la cuestión de la Pascua. La unanimidad fue perfecta en todas partes; y el historiador Eusebio, que escribía siglo y medio después, atestigua que todavía en su tiempo se guardaba el recuerdo de las decisiones que habían tomado en esta encuesta, además del concilio de Roma, los de las Galias, de Acaya, del Ponto, de Palestina y de Osrhoena en Mesopotamia.

El concilio de Efeso, presidido por Polícrato, obispo de aquella ciudad, resistió solo a las insinuaciones del Pontífice y al ejemplo de la Iglesia Universal. San Víctor, juzgando que esta oposición no podía tolerarse por más tiempo, publicó una sentencia por la que separaba de la comunión de la Santa Sede las Iglesias refractarias del Asia Menor. Esta pena severa, que no se imponía por parte de Roma sino después de prolongadas instancias encaminadas a extirpar los prejuicios asiáticos, excitó la conmiseración de muchos obispos.

San Ireneo, que ocupaba entonces la silla de Lyon, intercedió ante el Papa, en favor de dichas Iglesias, que no habían pecado, según él, sino por falta de luces; y obtuvo la revocación de una medida cuyo rigor parecía desproporcionado con la falta. Esta indulgencia produjo su efecto: al siglo siguiente, San Anatolio, obispo de Laodicea, atestigua en su libro sobre la Pascua, escrito en 276, que las Iglesias del Asia Menor se habían adaptado anualmente, desde hacia algún tiempo, a la práctica romana.

LA OBRA DEL CONCILIO DE NICEA. —

Por una coincidencia extraña, hacia la misma época, las Iglesias de Siria, de Cilicia, y de Mesopotamia dieron el escándalo de una nueva desavenencia en la celebración de la Pascua. Dejaron la costumbre cristiana y apostólica, para adoptar el rito judío del catorce de la luna de marzo. Este cisma en la liturgia, afligió a la Iglesia; y uno de los primeros cuidados del concilio de Nicea fue promulgar la obligación universal de celebrar la Pascua en domingo. El decreto restableció la unanimidad; y los Padres del concilio ordenaron «que sin controversia, los hermanos de Oriente solemnizasen la Pascua en el mismo día que los romanos, los alejandrinos y todos los demás fieles». La cuestión parecía tan grave por su conexión con la esencia misma de la liturgia cristiana, que San Atanasio, resumiendo las razones que habían impulsado la convocatoria del concilio de Nicea, asigna como motivos de su reunión la condenación de la herejía arriana y el restablecimiento de la unión en la solemnidad de la Pascua.

El concilio de Nicea reglamentó también que el obispo de Alejandría fuese el encargado de mandar hacer los cálculos astronómicos que ayudasen cada año a determinar el día preciso de la Pascua, y que enviase al Papa el resultado de los descubrimientos realizados por los sabios de aquella ciudad, tenidos por los más certeros en sus cómputos. El Pontífice romano dirigiría después a todas las Iglesias cartas en que intimase la celebración uniforme de la magna fiesta del cristianismo. De este modo, la unidad de la Iglesia se trasparentaba por la unidad de la liturgia; y la Silla apostólica, fundamento de la primera, era al mismo tiempo el medio para la segunda.

Además, ya antes del concilio de Nicea, el Pontífice romano tenía como costumbre dirigir cada año a todas las Iglesias una encíclica pascual en que señalaba el día en que debía celebrarse la solemnidad de la Resurrección. Así nos lo muestra la carta sinodal de los Padres del concilio de Arlés, en 314, dirigida al papa San Silvestre. «En primer lugar, dicen los Padres, pedimos que la observación de la Pascua del Señor sea uniforme en cuanto al tiempo y en cuanto al día, en todo el mundo, y que dirijáis a todos cartas para este fin, según la costumbre».

Con todo, este uso no perseveró por mucho tiempo después del concilio de Nicea. La carencia de medios astronómicos acarreaba perturbaciones en la manera de computar el día de la Pascua. Es verdad que dicha fiesta quedó definitivamente fijada en domingo; ninguna Iglesia se permitió en adelante celebrarla en el mismo día que los judíos; mas, por desconocer la fecha precisa del equinoccio de primavera, sucedía que el día propio de la solemnidad variaba algunos años según los lugares. Paulatinamente fue descartándose la regla que había dado el concilio de Nicea de considerar el 21 de marzo como el día del equinoccio. El calendario exigía una reforma que nadie estaba preparado para realizar; se multiplicaban los calendarios en contradicción los unos con los otros, de manera que Roma y Alejandría no siempre llegaban a entenderse. Por este motivo, de tiempo en tiempo, la Pascua se celebró sin la unanimidad absoluta que el concilio de Nicea había procurado; pero se procedía de buena fe por ambas partes.

LA REFORMA DEL CALENDARIO. —

Occidente se agrupó en torno de Roma, que terminó por triunfar de algunas oposiciones en Escocia y en Irlanda, cuyas Iglesias se habían dejado extraviar por ciclos erróneos. Finalmente la ciencia hizo adelantos considerables en el siglo XVI, y permitió a Gregorio XIII emprender y terminar la reforma del calendario. Se trataba de restablecer el equinoccio en el 21 de marzo, conforme a la disposición del concilio de Nicea. Por una bula del 24 de febrero de 1581, el Pontífice tomó esta medida suprimiendo diez días del año siguiente, del 4 al 15 de octubre; de este modo restablecía la obra de Julio César, que en su tiempo también había tomado medidas acertadas sobre las computaciones astronómicas. Pero la Pascua era la idea fundamental y el fin de la reforma implantada por Gregorio XIII. Los recuerdos del concilio de Nicea y sus normas dominaban siempre sobre esta cuestión capital del año litúrgico; y así, una vez más, el Romano Pontífice señalaba la celebración de la Pascua al universo, no sólo por un año, sino por largos siglos.

Las naciones herejes experimentaron, a su pesar, la autoridad divina de la Iglesia en esta promulgación solemne que influía al mismo tiempo en la vida religiosa y en la civil; y protestaron contra el calendario como habían protestado contra la regla de la fe. Inglaterra y los Estados luteranos de Alemania prefirieron conservar aún mucho tiempo el calendario erróneo que la ciencia rechazaba, antes que aceptar de manos de un papa una reforma reconocida por el mundo como indispensable. Hoy es Rusia la única nación europea que, por odio a la Roma de San Pedro, persiste en tener su calendario retrasado diez o doce días respecto del que se usa en el mundo civilizado.

Dom Prosper Gueranger. El año litúrgico.