Sermón del III Domingo de Adviento

San Juan Bautista, el Precursor

DE LA SINCERIDAD CRISTIANA

En la ribera oriental del Jordán, cerca de Betania, el Precursor administraba el Bautismo de Penitencia y predicaba, en voz alta, el advenimiento del reino mesiánico. Tenía el Bautista una dicción y el aspecto de un gran profeta, y como sea que éste era esperado por el pueblo hebreo, su aparición le atrajo una multitud extraordinaria.

En seguida comenzó a decirse, por aquellos contornos y aún por Jerusalén, que el Bautista era el Mesías prometido o, a lo menos, un gran profeta, y este rumor adquirió las vastas proporciones de las cosas extraordinarias al ser transmitidas y propaladas por la gente vulgar.

Cabalmente en Jerusalén, esstaba el Tribunal supremo de los judíos, el Sanedrín, de la incumbencia del cual eran los asuntos que afectaban el dogma y a la práctica exterior del culto. Ante el éxito del Bautista, la inquietud del Sanedrín se acentuaba por momentos, hasta que, haciéndose insoportable, se tomó el acuerdo de enviarlos cuales eran como los teólogos de la nación. Unos y otros pertenecían a la secta de los fariseos, duramente fustigada por el Salvador, porque eran egoístas, vanidosos; personificación del abominable vicio de la hipocresía. Por esta causa, la embajada del Sanedrín tenía un carácter marcadamente hostil.

Al llegar los emisarios al lugar donde estaba el Bautista, le preguntaron, en nombre del Tribunal de Jerusalén: ¿Quién eres tú? ¿Con qué autoridad instituyes este rito? ¿Cuál  es la naturaleza de tu misión? El Precursor se dio claramente cuenta del sentido de la pregunta, y respondió con sinceridad y firmeza: Yo no soy el Cristo. ¿Eres tal vez Elías, el que volverá a la tierra, cuando venga el Mesías? No, no soy Elías. ¿Eres tú el profeta, es decir, Jeremías o bien aquel gran profeta y legislador, semejante a Moisés y prometido por él, cuando dejó de ser caudillo del pueblo hebreo? El Bautista responde: No. ¿Quién eres, pues, para qué demos una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo? ¿Cuál es la naturaleza o la dignidad de la misión que te atribuyes? Y Juan, que podía confundirles diciendo que era el Precursor de Cristo y el más grande de todos los hombres de la antigua Ley, les manifestó tan solo la más pequeña de sus prerrogativas: Yo soy, les dijo, la voz que clama en el desierto. Preparad los caminos del Señor según dijo el profeta Isaías. Realmente, aquel rostro demacrado, aquel cuerpo lacerado por la mortificación y la penitencia, aquel hombre inflamado por el celo de la gloria de Dios, no parecía otra cosa que una voz que clamaba en el desierto. Los delegados del Sanedrín, preocupados por la inutilidad de su mensaje, no se dieron cuenta de la aplicación que el Bautista se hacía a sí mismo del profeta Elías; por esto como desconcertados, le dijeron: ¿Cómo es, pues, que tú no siendo Cristo, ni Elías, ni el profeta, estableces un rito nuevo que será propio de Cristo? El bautismo les respondió, mostrándoles claramente que era legítima la ceremonia bautismal. Yo bautizo con agua, que es rito figurativo y promisorio, pero en medio de vosotros está Aquel que instituirá el bautismo de gracia, el que verdaderamente lavará el alma de toda mancha de pecado. Éste está ya entre nosotros, más vosotros no le conocéis.

La fuerza de las palabras del Precursor hubo de abatir el orgullo de los enviados del Sanedrín, que no supieron qué contestarle. El Bautista predicaba, no sólo con la palabra, sino con el ejemplo, la necesidad de la mortificación y de la penitencia; les manifiesta que sólo un corazón contrito podía ser digno de las misericordias del Señor. Y, al decir esto, se dirigía especialmente a los orgullosos fariseos, que creían innecesaria la penitencia y juzgaban que les bastaba ser hijos de Abrahán y llevar, con la circuncisión, una señal externa de su penitencia ante el pueblo de Dios. ¡Qué abominables son los fariseos a los ojos del Bautista y, especialmente a los ojos de Dios, que es el escrutador de los corazones de los hombres!

CONOZCAMOS QUÉ SOMOS NOSOTROS Y QUIÉN ES JESÚS.

La ciencia más grande (formulada cabalmente por los enviados del Sanedrín) es la de sabernos conocer a nosotros mismos; está en saber decir sinceramente lo que somos y lo que valemos. La humildad cristiana es siempre sincera y fiel. Sería muy útil que el cristiano se hiciese con frecuencia esta pregunta: “¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu vida? ¿Qué dicen de ti tus palabras y tus obras?”. No escuches, pues, a tu amor propio, tan hábil en engañarte y en seducirte; no escuches a los hombres, a los cuales engañas y que te engañan; escucha solamente la voz de tu conciencia, que es un testimonio infalible puesto por Dios en el interior de nuestros corazones. Ella te dirá que eres algo grande si eres la voz de Dios, si eres un apóstol, un cristiano práctico; pero te dirá que eres una cosa muy vil si consideras lo que realmente eres sin la gracia de Dios.

Por otra parte, es muy triste cosa que se nos puedan también aplicar las palabras del Bautista: En medio de vosotros está Aquel a quien vosotros no conocéis. Jesús está, de verdad, en medio de nosotros, por sus beneficios infinitos, por su gracia inefable, sobre todo, en la Sagrada Eucaristía, donde se han querido quedar hasta la consumación de los siglos. ¿Tan grande es nuestra necesidad que esté en nosotros preesente y al mismo tiempo sea por nosotros desconocido?

P. Ginebra,  El Evangelio de los domingos y fiestas, Editorial, Balmes, Barcelona, 1961, página 17 y siguiente.