Croisset. X domingo después de Pentecostés

Llamase el domingo décimo después de Pentecostés el domingo de la humildad, o sea el domingo del fariseo y del publicano, a causa del Evangelio que se lee en la Misa, en el cual hace Jesucristo el paralelo entre el orgulloso fariseo y el humilde publicano por medio de una parábola que propuso á los que, erigiéndose en jueces, ponían su confianza en si mismos, despreciando a los demás como imperfectos y pecadores en comparación de ellos. Déjase conocer bastante que el designio del Salvador es el enseñarnos por medio de esta parábola, que sin la humildad no hay justicia ni virtud cristiana, y que la inocencia debe tener por base la humildad, la cual la sirve también de apoyo y de defensa. La Epístola es como el preludio razonado de esta parábola, y confirma la necesidad que tenemos de esta importante virtud, sin la cual todas las demás son defectuosas. San Pablo en esta Epístola trae a la memoria a los fieles de Corinto el lastimoso estado en que estaban antes de su conversión á la fe. Ninguna cosa humilla tanto al hombre como la vista de su propia miseria; nuestro amor propio que produce nuestro orgullo, lleva también en si el contraveneno.

Háceles notar el Apóstol que todos los dones espirituales, todas las diferentes operaciones del Espíritu Santo son puros dones y por consiguiente, que seríamos muy injustos enorgullecernos. Cuanto más nos enriquece el Salvador con sus favores, tanto más humildes debemos ser; los tesoros de la gracia no se conservan más que por la humildad. No tiene menos relación con esta virtud el introito de la Misa, inspirándonos siempre una humilde confianza en la bondad de Dios, que es á un tie1npo nuestro Criador, nuestro Salvador y nuestro Padre. Como el Evangelio nos representa dos hon1bres que oran de un n1odo 1nuy diferente en el templo, la Iglesia en el introito de la Misa nos representa un modelo de oración muy conforme al que nos ofrece el humilde publicano.

Cuando he clamado al Señor ha oído mi voz, esto es, mi oración, y me ha librado de los que no se acercan a mí sino para dañarme: él, que es antes de todos los siglos y será por toda la eternidad, les ha humillado. Poneos enteramente en las manos de Dios, y él os alimentará. Oíd, Dios mío, mi oración y no desechéis mis ruegos; dignaos considerar el estado en que estoy y no me neguéis la asistencia que imploro. Estas palabras están tomadas del salmo LIV de David, obligado por la rebelión de su hijo Absalón a salir de Jerusalén, representa a Dios el triste e infeliz estado en que se halla, y en este estado humilde le pide su socorro. Este salmo en el sentido figurado conviene perfectamente a Jesucristo. David, destronado y arrojado de Jerusalén, representa al Salvador rechazado y condenado a muerte por los judíos. Absalón, a la cabeza de los revoltosos, representa á los sacerdotes sublevando al pueblo contra el Salvador; en fin, la traición de Aquitofel, según los intérpretes, representa la de Judas. Nótase que David en una y otra fortuna no ha estado nunca sin cruz y sin tribulación, no obstante que en todo tiempo haya sido un hombre según el corazón de Dios y siempre fiel en el cumplimento de sus deberes. ¿Qué no ha tenido que sufrir contra toda justicia de parte de Saúl? Elevado sobre el trono, victorioso de todos sus enemigos, ¿qué no ha tenido que tolerar hasta de su propio hijo? Allá desterrado de la c6rte, perseguido, errante por los desiertos; aquí obligado á salir de su capital y huir a pié para no verse entregado a los insultos y a la inhumanidad de un hijo rebelde. De este modo templa Dios las dulzuras de esta vida en sus elegidos. Los mantiene en las humillaciones a fin de que una sucesión no interrumpida de prosperidades · no corrompa su corazón y el orgullo no les haga indignos de sus gracias. Las adversidades en esta vida son necesarias para purificar el alma en el fuego de las tribulaciones y para preservarla del contagio por medio de una humildad perseverante.

La Epístola de la Misa de este día está tomada de la primera de San Pablo á los corintios, en la que el santo Apóstol declara quiénes son los que tienen el espíritu de Dios y quiénes los que no le tienen. He aquí lo que dio ocasión a San Pablo para escribirles lo que les dice en esta Epístola. En los primeros días de la Iglesia, el Espíritu Santo derramaba sus dones liberalmente y de un modo sensible sobre la mayor parte de los que eran bautizados: el don de lenguas era muy común en los nuevos convertidos; el de los milagros no era menos conocido entre ellos. Veíanse un gran número de fieles que hablaban todo género de lenguas y otros á quienes el Espíritu Santo daba una ciencia infusa y la gracia de las curaciones.

Pero como el hombre abusa frecuentemente de los mayores dones de Dios, muchos no siempre hacían el buen uso que debían de estos dones espirituales y abusaban de sus misterios. La mayor parte, en verdad, hacían de ellos un excelente uso para la conversión de los gentiles y para la edificación e instrucción de los fieles; mas otros abusaban de ellos para alimentar su vanidad: hacían alarde y no se servían de ellos sino para tomar de aquí motivo para su ostentación. Los que hablaban diversas lenguas se interrumpían á cada paso unos á otros en las reuniones, y hablaban algunas veces tres ó cuatro á un tiempo; otras veces hablaban todos diferentes lenguas, sin que nadie interpretase lo que decían, y esta confusión era siempre un motivo de murmuración y de escándalo; los que habían recibido dones más excelentes, llevaban su presunción algunas veces al mas alto grado , y parecía que despreciaban a los demás; aquellos, por el contrario, que los habían recibido menores, se encelaban muchas veces de los que los habían recibido más brillantes. Es muy natural al hombre el abusar de los más preciosos dones de la gracia  luego que deja de estar alerta sobre su propio corazón. Los corintios más sabios y mejor intencionados escribieron en esta ocasión a San Pablo, para preguntarle el uso que debía hacerse de los dones espirituales; por qué señales podía conocerse el espíritu de Dios, y de qué medio podían valerse para corregir estos abusos tan contrarios al verdadero espíritu del Evangelio.

Vosotros sabéis, responde el santo Apóstol, que mientras estuvísteis envueltos en las tinieblas del paganismo os dejasteis conducir como ciegos por los que os llevaban a adorar los ídolos, a estas estatuas mudas e incapaces de haceros ningún bien. Yo os aseguro, pues, que entonces no teníais el espíritu de Dios, ni estabais animados sino del espíritu del demonio que se gozaba de vuestra imbecilidad y de vuestra tontería. Los que dicen anatema a Jesucristo, esto es, niegan su divinidad, rehúsan reconocerle por el dueño del universo, único Dios verdadero, Salvador y Redentor del género humano, y verdadero Mesías, como hacen los idólatras, y los judíos, y como lo hicisteis vosotros mismos en otro tiempo, no tienen este divino espíritu. Aquellos, por el contrario, que reconocen al Señor Jesús, que confiesan su nombre, que le adoran como su Dios, que le aman como su Redentor y su Salvador, que le sirven como su Soberano Señor, como no pueden hacer todo esto sin ser inspirados de Dios, todos estos tienen el espíritu de Dios; porque nadie puede reconocer á Jesucristo por el Mesías, por el Señor del universo, por el verdadero Hijo de Dios y Salvador de los hombres, adorarle y servirle en esta cualidad sin que sea inspirado por el Espíritu Santo. La fe es un don de Dios, y sólo el Espíritu Santo es el que nos hace creer las verdades cristianas, así como el espíritu de tinieblas únicamente es el que nos hace dudar de las verdades de la religión y nos induce al error.

Por diferentes que sean los dones espirituales, todos se derivan del mismo principio. El Espíritu Santo es el que los comunica como quiere y á quien quiere. Todos estos dones son igualmente preciosos, aunque los misterios son diferentes; no hay empleo en la Iglesia que no sea honorífico, y que no deba referirse a la utilidad común de los fieles y a la gloria del Señor. Da San Pablo aquí esta lección a los corintios, porque los que tenían empleos superiores despreciaban algunas veces a los que estaban en un rango subalterno. Los misterios son diferentes: los unos son elevados al obispado, los otros al sacerdocio: estos sirven en un grado inferior, aquellos en funciones 1nénos brillantes aun: sin embargo, todos son ministros de un mismo Señor, todos concurren a un mismo fin, todos pertenecen al mismo Señor, y aunque los empleos sean diferentes y los talentos desiguales, las funciones son igualmente santas por la santidad del ministerio. Tócale al ministro corresponder a la santidad de su ministerio y a la dignidad de su empleo, por la dignidad, por la regularidad, por la santidad de sus costumbres y de su vida.

Las operaciones son diferentes, pero es el mismo Dios el que obra todas estas cosas en todos. Aquí parece que distingue el Apóstol los dones espirituales en gracias, en ministerios y en operaciones. Las gracias se atribuyen á la bondad del Espíritu Santo, dice un sabio intérprete; los diferentes ministerios para el gobierno de la Iglesia, a la sabiduría del Hijo; los milagros y las operaciones naturales, al poder del Padre. Más en estas tres adorables personas, así como es la misma la divinidad, «es la misma bondad, la misma sabiduría, el mismo poder. Como los misterios son diversos, las gracias para cumplirlos son diferentes; pero Dios exige de todos los que las reciben el mismo reconocimiento y la misma fidelidad. El don visible del Espíritu Santo se concede a cada uno de por si para bien. Es un talento que es menester no enterrarlo, es un don espiritual para utilidad publica; ¡qué abuso tan criminal seria el apropiársela y no hacerlo servir más que para la ostentación y la codicia!

Desciende San Pablo enseguida a la relación individual de las gracias particulares. El Espíritu Santo, dice, concede al uno el hablar el lenguaje de la sabiduría, este es propiamente el don de consejo; a otro el lenguaje de la ciencia, este es el don de inteligencia; a otro este mismo Espíritu Santo da la fe, esto es, aquella viva, aquella firn1e confianza en Dios, que nos asegura que no nos negará en la necesidad su asistencia para obrar las cosas más maravillosas, y este es propiamente el don de los milagros; a otro la gracia de las curaciones, y aun el don de resucitar los muertos; a este el don de profecía, de pronosticar lo venidero y de interpretar las divinas Escrituras; a algunos el discernimiento de los espíritus, tan necesario en el gobierno y en la dirección de las almas; a otros el don de las lenguas y el de entenderlas aunque no se supiesen hablar. Todas estas cosas las obra el mismo Espíritu Santo, dividiéndolas a cada uno según le agrada. El Espíritu Santo reparte sus dones, dice el mismo intérprete; á fin de que la necesidad mutua una más estrechamente a los fieles y los haga más humildes. Si hubiéremos recibido unos dones tan brillantes, temamos el abuso que pudieran hacer y la cuenta que tendríamos que dar de ellos.

Si no los hemos recibido, pensemos que hubieran podido habernos hinchado de orgullo, y que la humildad es más preciosa que todos estos talentos, los cuales son en provecho de los demás. Estos dones son gracias puramente gratuitas, diferentes de la gracia justificante que nos hace santos y justos delante de Dios. Llámase gracia puramente gratuita la que no santifica al que la recibe, aunque se le confiera como remuneración por Dios. Puede, sin embargo, serle útil al que se le confiere para su salud, pero principalmente mira a la santificación del prójimo: tales son la gracia de los milagros, el don de la sabiduría, el del discernimiento de espíritus, el de ciencia, el don de lenguas; pueden poseer estos dones y no ser santos por el mal uso que se hace de ‘ellos. Con todo es raro que el d6n de lenguas, el de profecía, el de milagros, no estén acompañados de una santidad eminente. La Iglesia las mira como pruebas de santidad en la canonización de los santos; mas esto es después de haber tenido pruebas ciertas de la heroicidad de sus virtudes. Estos dones visibles del Espíritu Santo eran muy ordinarios en los primeros siglos de la Iglesia; eran entonces necesarios milagros brillantes para convertirá los judíos y a los paganos.

No es esto decir, dice el venerable Beda, que estos dones hayan cesado enteramente en lo sucesivo. No hay siglo alguno de la Iglesia en que no haya habido taun1aturgos, sobre todo cuando a Dios le ha agradado enviar hombres apostólicos para convertirá los gentiles. San Francisco Javier, de la Compañía de Jesús, es en los últimos tiempos una prueba muy solemne de esta verdad, y la Francia ha visto en el siglo pasado, y ve todavía en el presente (téngase presente que esto se escribía en el siglo XVIII), un beato, Juan Francisco Regis, de la misma Compañía de Jesús, célebre por un número prodigioso de milagros que Dios obra aún todos los días por su intercesión.

El Evangelio de la Misa de este día es del capítulo XVIII de San Lucas, en el que refiere el Salvador una parábola de las más instructivas, la cual, en el contraste del fariseo orgulloso y del humilde publicano, nos presenta un verdadero retrato de la humildad cristiana y del vicio contrario, y nos demuestra cuáles son los efectos respectivos.

Instruyendo el Hijo de Dios al pueblo, que se había reunido en rededor de él, vio algunos de los más principales, que se lisonjeaban de llevar una vida más regular y que le escuchaban con bastante atención; a estos principalmente les dirigió esta parábola, en donde se ve el precio y la eficacia de la humildad. Cierto día, les dijo, subieron al te1nplo juntamente dos hombres para orar, el uno era fariseo y el otro era publicano. Háse dicho ya en otra parte que los fariseos eran una secta célebre que se levantó en Judea hacia el tiempo de los Macabeos, y a cuyos individuos se les dio el nombre de fariseos, que significa gentes separadas de todos los demás por un género de vida que engañaba al pueblo, y de la que hacían alarde sus vanos y orgullosos sectarios: afectaban delante de gentes una modestia estudiada, una regularidad exterior que imponía, y todo no era más que como unos sepulcros blanqueados, llenos de basura y podredumbre. El orgullo era el alma y el gran móvil de todas sus acciones. El publicano era entre los romanos un arrendador de los impuestos y de las rentas públicas. Este nombre era muy odioso entre los judíos; con él designaban un gran pecador, un hon1bre de mala vida, un usurero de profesión; era, en fin, un género de vida propio de los gentiles muy desacreditadas por la corrupción de sus costumbres y por sus violencias. Esto era lo que se entendía por un fariseo y por un publicano. Volvamos, pues, a nuestro Evangelio.

Dos hombres, decía el Señor, subieron juntamente al templo para orar; el uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, en lugar de orar y humillarse delante de Dios, se puso a ponderarle la justicia de sus obras, porque manteniéndose en pié: Y os doy gracias, Señor, decía dentro de si mismo, de que no soy yo como el resto de los hombres, y particularn1ente como este publicano que está aquí. El y los otros son ladrones, malvados, adúlteros; por lo que hace a mi, tengo religión, ayuno dos veces en la semana, además de los ayunos prescritos por la ley.

Créese que estos dos días de que habla el fariseo eran el lunes y el jueves, y por esto, y por no parecer que se conformaban con este uso de los fariseos, los antiguos cristianos ayunaban el miércoles y el viernes, lo que practican aún hoy muchas comunidades religiosas y muchas personas piadosas en el mundo, añadiendo a la abstinencia de carne del viernes y del sábado la del miércoles. Yo pago el diezmo de todos mis bienes, continuaba, no sólo de los frutos mayores de la tierra, como esta ordenado por la ley, sino que también pago por supererogación el diezmo de la hierbabuena, del hinojo, del comino y de las legumbres menores; en fin, yo me distingo del resto de los hombres por mi exacta probidad. ¿Qué es lo que encontramos en esta odiosa ostentación, dice San Agustín, que tenga ni aun una sombra de oración? Viene para rogar y se alaba; y esto 1nisrno es lo que hacen todos los herejes: vanas ostentaciones de regularidad y de pretendida reforma; orgullosas declamaciones contra los abusos; eternas lamentaciones por la relajación; censores implacables del género humano; proclamadores desvergonzados de su pretendida justicia y de su secta. No hay cosa que más se parezca á un fariseo que un hereje; el mismo orgullo, el mismo odio contra Jesucristo y sus verdaderos discípulos, el mismo espíritu de error, la misma imprudencia, la misma inhumanidad.

El publicano del Evangelio es de un carácter muy distinto. Manteníase a la entrada del atrio de los judíos, sin atreverse ni aun a levantar los ojos al cielo, dándose golpes de pecho; su corazón, contrito y humillado, no cesaba de repetir estas palabras: Señor, sed propicio para con un pecador como yo. Este signo del dolor de los pecados y esta indicación de la penitencia golpeándose el pecho, no sólo es común y ordinario en la Iglesia, sino que se usaba ya en la misn1a sinagoga. El es un signo exterior de una contrición interior y de un vivo arrepentimiento. He aquí dos oraciones bien diferentes; así lo fueron también en su efecto. El publicano, dice el Salvador, se fue justificado a su casa. Dios, que oye la súplica de los humildes con tanto más placer, cuanto es mayor el horror que tiene á los soberbios, tuvo misericordia del humilde publicano; aceptó su arrepentimiento, escuchó sus votos, oyó su oración y le perdonó en el acto sus pecados, al paso que reprobó al orgulloso fariseo, el cual, con aquella imprudente vanidad, puso el colmo, por decirlo así, a su iniquidad y a su malicia. Así que al entrar en el templo, el publicano era acaso mayor pecador que el fariseo; pero al salir del templo, el publicano se halló justificado y el fariseo salió más criminal. Así sucede, concluye el Salvador del inundo; así sucede que cualquiera que se ensalza será humillado, y cualquiera que se humilla será ensalzado.

Así el pecado que sirve para humillar al hombre, sirve también  para sacarlo de la humillación por la confusión saludable que le inspira. Nada debe humillar tanto al hombre como su orgullo, y sólo descendiendo á su nada es como encuentra el fundamento de una verdadera grandeza y el secreto de ensalzar su bajeza. Por poco que se eleve, se le trastorna la cabeza. La opinión excesivamente ventajosa que tiene de si mismo, de su pretendido mérito, de su propia excelencia, en que consiste el orgullo, es una: prueba de pequeñez de espíritu y de locura. Dios se complace también en confundir a las almas vanas y elevar a los que hacen un estudio en abatirse.

Croisset, El año cristiano.

Padres del desierto: Abba Gregorio y Abba Gelasio

ABBA GREGORIO EL TEÓLOGO (NACIANCENO)

1. Dijo abba Gregorio: “Dios pide estas tres cosas de todo hombre que ha recibido el bautismo: en su alma, una fe recta, verdad en la lengua y templanza en el cuerpo”.

2. Dijo también: “Para los que son poseídos por el deseo, un día es como toda la vida de un hombre”.

ABBA GELASIO

1. Decían acerca de abba Gelasio que tenía un libro en cuero, valuado en dieciocho monedas, en el que estaba escrito todo el Antiguo y el Nuevo Testamento, y quedaba en la iglesia para que lo leyese aquél de los hermanos que quisiera hacerlo. Vino un hermano extranjero para visitar al anciano, y al ver el códice, deseó tenerlo y, robándolo, se marchó. El anciano no fue en su seguimiento, aunque entendió la cosa. Entretanto, fue el otro a la ciudad y buscaba venderlo, y encontró a uno que lo quería comprar, y le pidió dieciséis monedas. Pero el comprador le dijo: “Dámelo antes, para hacerlo ver, y después te pagaré”. Se lo dio, y él lo tomó y lo llevó a abba Gelasio para que lo viera y se pronunciase sobre el precio que pedía el vendedor. El anciano le dijo: “Cómpralo, porque es bueno y vale el precio que dijiste”. Fue el hombre y al vendedor le dijo otra cosa, no lo que hablara el anciano: “Le mostré el libro a abba Gelasio, y me dijo que es demasiado porque no vale el precio que dijiste”. Al oírlo le preguntó: “¿El anciano no dijo nada más?”. Respondió: “No”. Le dijo entonces: “Ya no quiero venderlo”. Arrepentido, fue a pedir perdón al anciano, y le rogó que aceptase el códice. El anciano no lo quería recibir. Le dijo entonces el hermano: “Si no lo tomas, yo no tendré paz”. Le respondió el anciano: “Si no vas a tener paz, entonces lo acepto”. Y el hermano permaneció en ese lugar hasta su muerte, edificado por la obra del anciano.

2. Al mismo abba Gelasio le fue legada una celda con un campo vecino por un anciano, monje también él, que moraba cerca de Nicópolis. Un campesino de un tal Vacatos, que habitaba antes en Nicópolis de Palestina, como era pariente del anciano fallecido, acudió al nombrado Vacatos y le rogaba que tomase esa propiedad que le correspondía por la ley. Entonces él, porque era violento, intentaba arrebatar por la fuerza la tierra a abba Gelasio, Pero abba Gelasio no cedía, no queriendo entregar a un secular una celda monástica. Al ver Vacatos que los animales (de carga) de abba Gelasio se llevaban las aceitunas del campo que le legaran, los tomó por la fuerza, llevando las aceitunas a su casa y apenas si devolvió los animales con sus conductores. El bienaventurado anciano no reclamaba los frutos, pero no abandonaba el dominio del campo por la razón antedicha. Indignado contra él, Vacatos que tenía además otros asuntos que tratar -­‐ puesto que era pleiteador-­‐, marchó hacia Constantinopla, viajando a pie. Al llegar cerca de Antioquía, donde brillaba por entonces como una gran luminaria san Simeón, oyendo hablar de él -­‐porque superaba las condiciones humanas-­‐, quiso, como cristiano que era, ver al santo. Al divisarlo san Simeón desde la columna, apenas entró en el monasterio, le preguntó: “¿De dónde eres y adónde vas?”. Le respondió: “Soy de Palestina y voy a Constantinopla”. Le dijo: “¿Y por qué causa?”. Respondió Vacatos: “Por muchas razones, y espero, por las oraciones de tu santidad, regresar y venerar tus sagradas huellas”. Le dijo entonces san Simeón: “No quieres decir, hombre desgraciado, que vas para actuar contra el varón de Dios. Pero no te será propicio el camino ni volverás a ver tu casa. Si aceptas mi consejo, vuélvete de aquí mismo a tu lugar y arrepiéntete, si llegas vivo hasta allí”. En seguida lo tomó la fiebre, y sus acompañantes lo pusieron en una litera y se apresuraron a llevarlo a su región, de acuerdo a lo dicho por san Simeón, para pedir perdón a abba Gelasio. Pero alcanzó Berito y murió, y no llegó a ver su casa como le profetizara el santo. Esto y la muerte de su padre relató su hijo, llamado Vacatos también él, a hombres dignos de crédito.

3. Muchos de sus discípulos relataron también lo siguiente: “Les habían dado una vez un pescado, y el cocinero lo llevó al encargado después de haberlo freído. Por un asunto tuvo que salir el encargado, y dejó el pescado en un recipiente, en el suelo, y pidió al joven discípulo de abba Gelasio que lo cuidase por un momento, hasta su regreso. El niño, tentado por la gula, se precipitó con avidez para comer el pescado, Entró el encargado y lo halló comiendo, y sin considerar lo que, hacía, movido por la ira, le dio un puntapié al niño que estaba sentado en el suelo. Éste, por obra de un espíritu, murió. El ecónomo, atemorizado, lo recostó en su propio lecho, lo cubrió y fue a echarse a los pies de abba Gelasio, anunciándole lo que había sucedido. Éste, después de recomendarle que no lo dijera a nadie, mandó que cuando todos se hubieran retirado a descansar, por la tarde, lo llevara al diaconicón, lo pusiera frente al altar y se retirase. Y fue el anciano al diaconicón, y permaneció de pie en oración. A la hora de la salmodia nocturna, estando reunidos los hermanos, salió el anciano acompañado por el joven. Nadie supo lo que había sucedido, sino él y el ecónomo, hasta su muerte”.

4. Decían acerca de abba Gelasio, no sólo sus discípulos, sino muchos de los que frecuentemente acudían a él, que en tiempos del sínodo ecuménico congregado en Calcedonia, Teodosio, el que animara en Palestina el cisma de Dióscoro, adelantándose a los obispos que regresaban a sus iglesias -­‐porque él también estaba en Constantinopla, expulsado de su patria porque era feliz suscitando tumultos-­‐, se presentó a abba Gelasio en su monasterio, hablando contra el sínodo, como si la doctrina de Nestorio hubiera salido triunfante; de este modo juzgaba él que podría seducir al santo y atraerlo a la compañía de su error y al cisma. Pero él, por la actitud del hombre y por la prudencia recibida de Dios, comprendió su mala intención y no se unió a su apostasía, como hicieron casi todos entonces, sino que lo expulsó indignamente como correspondía. En efecto, hizo venir en medio al discípulo que había resucitado de entre los muertos y habló (al visitante) con mucho respeto de esta manera: “Si quieres discutir acerca de la fe, tienes a éste que te escuchará y dialogará contigo; yo no tengo tiempo para escucharte”. Con estas palabras, lleno de confusión, irrumpió en la ciudad santa, atrajo a su partido a todos los monjes, con apariencia de celo divino. Atrajo también a la Augusta, que se encontraba entonces allí, y de ese modo, con su ayuda, se apoderó por la violencia del trono de Jerusalén, valiéndose de crímenes, y perpetró otras cosas contra las leyes y los cánones, como hasta hoy recuerdan muchos. Después, como quien ha recibido la potestad, y habiendo conseguido su fin, impuso las manos a muchos obispos, invadiendo las sedes de los obispos que aun no habían regresado. Llamó también a abba Gelasio y lo invitó al santuario, buscando seducirlo a la vez que lo temía. Cuando hubo entrado en el santuario, le dijo Teodosio: “Anatematiza a Juvenal”. Impávido le respondió: “No conozco más obispo de Jerusalén que Juvenal”. Temiendo Teodosio que otros imitasen su celo piadoso, mandó que lo echasen de la iglesia. Los cismáticos pusieron a su alrededor maderas, amenazando quemarlo. Pero viendo que ello no le hacía ceder ni les tenía miedo, y temiendo una revuelta del pueblo, porque era hombre famoso -­‐todo venía de lo alto, de la Providencia-­‐, despacharon sano al mártir, que por sí mismo se había ofrecido a Dios.

Apotegmas de los Padres del desierto.

LOS PADRES DEL DESIERTO: ABBA BENJAMIN, ABBA BIARE

ABBA BENJAMÍN

1. Dijo abba Benjamín: “Cuando bajamos hacia Escete después de la cosecha, nos trajeron la paga desde Alejandría, un recipiente de aceite para cada uno. Cuando se presentaba nuevamente el tiempo de la cosecha, los hermanos llevaban lo que les había sobrado a la iglesia. Pero yo no abrí mi recipiente, sino que lo perforé con una aguja y saqué poco, y en mi corazón pensaba que había hecho una gran obra. Pero cuando los hermanos trajeron sus recipientes tal como los habían recibido, mientras que el mío estaba perforado, tuve tanta vergüenza como si hubiese fornicado”.

2. Dijo abba Benjamín, presbítero de Las Celdas: «Fuimos a Escete para ver a un anciano, y quisimos llevarle un poco de aceite. Él nos dijo: “Miren donde puse el pequeño recipiente que me trajeron hace tres años; como lo trajeron, así quedó”. Al oír esto, nos admiramos de la vida del anciano».

3. Dijo el mismo: «Fuimos a ver a otro anciano, que nos retuvo a comer. Nos ofreció aceite de rabanitos. Le dijimos: “Padre, danos un poco de aceite del bueno”. Al oírlo, se hizo la señal de la cruz y dijo: “Yo no sé si hay otro aceite fuera de éste”».

4. Abba Benjamín dijo a sus hijos al morir: “Hagan esto y se salvarán: alégrense siempre; oren incesantemente; en todo den gracias”.

5. Dijo el mismo: “Vayan por la vía regia; recorran los mojones y no sean mezquinos”.

ABBA BIARE

1. Interrogó uno a abba Biare: “¿Qué debo hacer para salvarme?”. Le dijo: “Ve, haz pequeño tu vientre, pequeño tu trabajo manual y no te inquietes en tu celda. Así te salvarás”.

Los Apotegmas de los Padres del Desierto.

Croisset. VIII Domingo después de pentecostés

Como la Iglesia nuestra buena madre en nada tiene tanto empeño como en la salvación de, sus hijos, reúne todos los domingos a los fieles para darles lecciones importantes de salud, para reanimar más su fe, renovar su fervor, prevenirles contra los peligros, animarles contra los esfuerzos y las astucias del tentador, consolarles en sus males y sostenerles en todos los accidentes molestos de la vida. Ella les alimenta con el pan de la palabra de Dios, les fortifica con el uso de los sacramentos, y recordándoles cada domingo la memoria de las grandes verdades de la religión, procura siempre, por medio de aquellos rasgos mas señalados de la bondad y de la misericordia de Dios con nosotros, excitar nuestro amor y nuestro reconocimiento hacia él, e inclinarnos a que pongan en él toda nuestra confianza. A esta precisamente se dirige todo el oficio de la Misa de este día. El introito nos trae a la memoria los más señalados beneficios del Señor; la Epístola en pocas palabras nos presenta el retrato de un hombre espiritual, tal como debe serlo todo verdadero fiel; el Evangelio nos enseña el buen uso que debemos hacer para el cielo de los bienes terrenos, y en el ejemplo de un recaudador, infiel, pero ingenioso y previsor, quiere el Salvador darnos á entender la industria piadosa por medio de la cual debemos hacer servir a nuestra salvación los falsos bienes de este mundo, de los que no tenemos, por decirlo así, mas que la administración y con los que, sin embargo, podemos ganarnos amigos y poderosos protectores en la otra vida. Esta industriosa sabiduría este buen espíritu, junto con un corazón acomodado á él, es 1o que pedimos a Dios en la oración de la Misa de este día, la cual debe ser una oración diaria para todos los fieles.

Nosotros, Señor, nos acordamos de todos los beneficios de que habéis colmado a vuestros siervos; hemos recibido vuestra misericordia en medio de vuestro santo templo; en medio de vuestro pueblo, como traducen los Setenta, San Crisóstomo, Teodoreto y San Agustin. ¡Qué de maravillas, oh Dios mío, no habéis obrado a favor nuestro! ¡qué solicitud, qué bondad, qué providencia paternal! ¿Podríamos, oh Dios, olvidar nunca á un Señor tan beneficio, o dejar de confiar en un Salvador, en un Padre semejante? Vuestra gloria ha penetrado, oh Dios mío, hasta las extremidades de la tierra; en todas partes se os alaba de tal modo proporcionado a la grandeza de vuestro nombre; exáltese, sobre todo, ese brazo justiciero que se ha armado para nuestra defensa. Es bien patente que el salmo XL VII, que en el sentido literal puede entenderse de la protección de Dios sobre .Jerusalén y sobre e] pueblo judío, no debe entenderse en el sentido figurado sino de la protección singular de Dios sobre la Iglesia. Sólo en el cristianismo es donde puede decirse que la gloria de Dios ha penetrado hasta los confines de la tierra y que él Señor es alabado en todos los pueblos de un modo proporcionado a la grandeza de su santo nombre. Antes de Jesucristo no era Dios conocido más que en la Judea y sólo después de la venida de este divino Salvador ha; sido llevado y predicado á todas las naciones del mundo el conocimiento del verdadero Dios, y los predicadores evangélicos han anunciado a Jesucristo por todo e1 universo. La memoria de esta maravilla, de esta gran misericordia, es lo que nos recuerda el introito de la Misa de este domingo para despertar nuestra fe y nuestro amor a Dios y obligarnos a ocuparnos en continuas acciones de gracias.

La Epístola está tornada del capitulo octavo de la de San Pablo a los romanos. Habiendo hecho ver el Apóstol cuan diferente es la vida, de un cristiano deja de un hombre carnal, nos advierte que aunque la concupiscencia y las pasiones no queden enteramente extinguidas por la gracia del bautismo, querían, no obstante, muy debilitadas, y no tienen más imperio sobre nuestro corazón que lo que nosotros les damos voluntariamente. Cita en seguida las razones que tenemos para tenerlas sujetas, y de la nuestra que, debiendo ser un fiel hombre enteramente espiritual, no debe vivir según las inclinaciones de la carne.

No somos deudores a la carne, dice, para que vivamos según la carne. No debemos nuestra vida a la carne. Nacemos hijos de la ira, puesto que nacemos esclavos del pecado; sólo á Jesucristo debemos nuestra libertad; somos reengendrados por el bautismo; debemos, pues, vivir para Jesucristo, según su espíritu y sus máximas. En virtud de este nuevo nacimiento del agua y del espíritu, no estamos ya sujetos, a la carne, al pecado, a la concupiscencia; no tiene ya este imperio alguno sobre nosotros, y únicamente Jesucristo es el que debe reinar en nuestros corazones. Desgraciados de nosotros si renunciando a la dichosa libertad de hijos de Dios, nos sometemos de nuevo al imperio del pecado. Jesucristo, por los méritos de su sangre y de su muerte, ha hecho pedazo nuestro pecado y ha destruido el imperio del demonio. Este enemigo mantiene, la verdad, todavía alguna inteligencia en la plaza de nuestro propios sentidos, nuestro mismos sentidos, nuestro mismo corazón, pueden hacernos traición y nosotros debemos continuamente desconfiar de ellos; pero al menos que nosotros no queramos introducirle en el fuerte, son inútiles todos los esfuerzos; el perro rabioso, dice San Agustín que está encadenado puede ladrar, puede chillar, pero no puede morder sino a los que se le acercan demasiado.

El año cristiano, Juan Croisset.