Llamase el domingo décimo después de Pentecostés el domingo de la humildad, o sea el domingo del fariseo y del publicano, a causa del Evangelio que se lee en la Misa, en el cual hace Jesucristo el paralelo entre el orgulloso fariseo y el humilde publicano por medio de una parábola que propuso á los que, erigiéndose en jueces, ponían su confianza en si mismos, despreciando a los demás como imperfectos y pecadores en comparación de ellos. Déjase conocer bastante que el designio del Salvador es el enseñarnos por medio de esta parábola, que sin la humildad no hay justicia ni virtud cristiana, y que la inocencia debe tener por base la humildad, la cual la sirve también de apoyo y de defensa. La Epístola es como el preludio razonado de esta parábola, y confirma la necesidad que tenemos de esta importante virtud, sin la cual todas las demás son defectuosas. San Pablo en esta Epístola trae a la memoria a los fieles de Corinto el lastimoso estado en que estaban antes de su conversión á la fe. Ninguna cosa humilla tanto al hombre como la vista de su propia miseria; nuestro amor propio que produce nuestro orgullo, lleva también en si el contraveneno.
Háceles notar el Apóstol que todos los dones espirituales, todas las diferentes operaciones del Espíritu Santo son puros dones y por consiguiente, que seríamos muy injustos enorgullecernos. Cuanto más nos enriquece el Salvador con sus favores, tanto más humildes debemos ser; los tesoros de la gracia no se conservan más que por la humildad. No tiene menos relación con esta virtud el introito de la Misa, inspirándonos siempre una humilde confianza en la bondad de Dios, que es á un tie1npo nuestro Criador, nuestro Salvador y nuestro Padre. Como el Evangelio nos representa dos hon1bres que oran de un n1odo 1nuy diferente en el templo, la Iglesia en el introito de la Misa nos representa un modelo de oración muy conforme al que nos ofrece el humilde publicano.
Cuando he clamado al Señor ha oído mi voz, esto es, mi oración, y me ha librado de los que no se acercan a mí sino para dañarme: él, que es antes de todos los siglos y será por toda la eternidad, les ha humillado. Poneos enteramente en las manos de Dios, y él os alimentará. Oíd, Dios mío, mi oración y no desechéis mis ruegos; dignaos considerar el estado en que estoy y no me neguéis la asistencia que imploro. Estas palabras están tomadas del salmo LIV de David, obligado por la rebelión de su hijo Absalón a salir de Jerusalén, representa a Dios el triste e infeliz estado en que se halla, y en este estado humilde le pide su socorro. Este salmo en el sentido figurado conviene perfectamente a Jesucristo. David, destronado y arrojado de Jerusalén, representa al Salvador rechazado y condenado a muerte por los judíos. Absalón, a la cabeza de los revoltosos, representa á los sacerdotes sublevando al pueblo contra el Salvador; en fin, la traición de Aquitofel, según los intérpretes, representa la de Judas. Nótase que David en una y otra fortuna no ha estado nunca sin cruz y sin tribulación, no obstante que en todo tiempo haya sido un hombre según el corazón de Dios y siempre fiel en el cumplimento de sus deberes. ¿Qué no ha tenido que sufrir contra toda justicia de parte de Saúl? Elevado sobre el trono, victorioso de todos sus enemigos, ¿qué no ha tenido que tolerar hasta de su propio hijo? Allá desterrado de la c6rte, perseguido, errante por los desiertos; aquí obligado á salir de su capital y huir a pié para no verse entregado a los insultos y a la inhumanidad de un hijo rebelde. De este modo templa Dios las dulzuras de esta vida en sus elegidos. Los mantiene en las humillaciones a fin de que una sucesión no interrumpida de prosperidades · no corrompa su corazón y el orgullo no les haga indignos de sus gracias. Las adversidades en esta vida son necesarias para purificar el alma en el fuego de las tribulaciones y para preservarla del contagio por medio de una humildad perseverante.
La Epístola de la Misa de este día está tomada de la primera de San Pablo á los corintios, en la que el santo Apóstol declara quiénes son los que tienen el espíritu de Dios y quiénes los que no le tienen. He aquí lo que dio ocasión a San Pablo para escribirles lo que les dice en esta Epístola. En los primeros días de la Iglesia, el Espíritu Santo derramaba sus dones liberalmente y de un modo sensible sobre la mayor parte de los que eran bautizados: el don de lenguas era muy común en los nuevos convertidos; el de los milagros no era menos conocido entre ellos. Veíanse un gran número de fieles que hablaban todo género de lenguas y otros á quienes el Espíritu Santo daba una ciencia infusa y la gracia de las curaciones.
Pero como el hombre abusa frecuentemente de los mayores dones de Dios, muchos no siempre hacían el buen uso que debían de estos dones espirituales y abusaban de sus misterios. La mayor parte, en verdad, hacían de ellos un excelente uso para la conversión de los gentiles y para la edificación e instrucción de los fieles; mas otros abusaban de ellos para alimentar su vanidad: hacían alarde y no se servían de ellos sino para tomar de aquí motivo para su ostentación. Los que hablaban diversas lenguas se interrumpían á cada paso unos á otros en las reuniones, y hablaban algunas veces tres ó cuatro á un tiempo; otras veces hablaban todos diferentes lenguas, sin que nadie interpretase lo que decían, y esta confusión era siempre un motivo de murmuración y de escándalo; los que habían recibido dones más excelentes, llevaban su presunción algunas veces al mas alto grado , y parecía que despreciaban a los demás; aquellos, por el contrario, que los habían recibido menores, se encelaban muchas veces de los que los habían recibido más brillantes. Es muy natural al hombre el abusar de los más preciosos dones de la gracia luego que deja de estar alerta sobre su propio corazón. Los corintios más sabios y mejor intencionados escribieron en esta ocasión a San Pablo, para preguntarle el uso que debía hacerse de los dones espirituales; por qué señales podía conocerse el espíritu de Dios, y de qué medio podían valerse para corregir estos abusos tan contrarios al verdadero espíritu del Evangelio.
Vosotros sabéis, responde el santo Apóstol, que mientras estuvísteis envueltos en las tinieblas del paganismo os dejasteis conducir como ciegos por los que os llevaban a adorar los ídolos, a estas estatuas mudas e incapaces de haceros ningún bien. Yo os aseguro, pues, que entonces no teníais el espíritu de Dios, ni estabais animados sino del espíritu del demonio que se gozaba de vuestra imbecilidad y de vuestra tontería. Los que dicen anatema a Jesucristo, esto es, niegan su divinidad, rehúsan reconocerle por el dueño del universo, único Dios verdadero, Salvador y Redentor del género humano, y verdadero Mesías, como hacen los idólatras, y los judíos, y como lo hicisteis vosotros mismos en otro tiempo, no tienen este divino espíritu. Aquellos, por el contrario, que reconocen al Señor Jesús, que confiesan su nombre, que le adoran como su Dios, que le aman como su Redentor y su Salvador, que le sirven como su Soberano Señor, como no pueden hacer todo esto sin ser inspirados de Dios, todos estos tienen el espíritu de Dios; porque nadie puede reconocer á Jesucristo por el Mesías, por el Señor del universo, por el verdadero Hijo de Dios y Salvador de los hombres, adorarle y servirle en esta cualidad sin que sea inspirado por el Espíritu Santo. La fe es un don de Dios, y sólo el Espíritu Santo es el que nos hace creer las verdades cristianas, así como el espíritu de tinieblas únicamente es el que nos hace dudar de las verdades de la religión y nos induce al error.
Por diferentes que sean los dones espirituales, todos se derivan del mismo principio. El Espíritu Santo es el que los comunica como quiere y á quien quiere. Todos estos dones son igualmente preciosos, aunque los misterios son diferentes; no hay empleo en la Iglesia que no sea honorífico, y que no deba referirse a la utilidad común de los fieles y a la gloria del Señor. Da San Pablo aquí esta lección a los corintios, porque los que tenían empleos superiores despreciaban algunas veces a los que estaban en un rango subalterno. Los misterios son diferentes: los unos son elevados al obispado, los otros al sacerdocio: estos sirven en un grado inferior, aquellos en funciones 1nénos brillantes aun: sin embargo, todos son ministros de un mismo Señor, todos concurren a un mismo fin, todos pertenecen al mismo Señor, y aunque los empleos sean diferentes y los talentos desiguales, las funciones son igualmente santas por la santidad del ministerio. Tócale al ministro corresponder a la santidad de su ministerio y a la dignidad de su empleo, por la dignidad, por la regularidad, por la santidad de sus costumbres y de su vida.
Las operaciones son diferentes, pero es el mismo Dios el que obra todas estas cosas en todos. Aquí parece que distingue el Apóstol los dones espirituales en gracias, en ministerios y en operaciones. Las gracias se atribuyen á la bondad del Espíritu Santo, dice un sabio intérprete; los diferentes ministerios para el gobierno de la Iglesia, a la sabiduría del Hijo; los milagros y las operaciones naturales, al poder del Padre. Más en estas tres adorables personas, así como es la misma la divinidad, «es la misma bondad, la misma sabiduría, el mismo poder. Como los misterios son diversos, las gracias para cumplirlos son diferentes; pero Dios exige de todos los que las reciben el mismo reconocimiento y la misma fidelidad. El don visible del Espíritu Santo se concede a cada uno de por si para bien. Es un talento que es menester no enterrarlo, es un don espiritual para utilidad publica; ¡qué abuso tan criminal seria el apropiársela y no hacerlo servir más que para la ostentación y la codicia!
Desciende San Pablo enseguida a la relación individual de las gracias particulares. El Espíritu Santo, dice, concede al uno el hablar el lenguaje de la sabiduría, este es propiamente el don de consejo; a otro el lenguaje de la ciencia, este es el don de inteligencia; a otro este mismo Espíritu Santo da la fe, esto es, aquella viva, aquella firn1e confianza en Dios, que nos asegura que no nos negará en la necesidad su asistencia para obrar las cosas más maravillosas, y este es propiamente el don de los milagros; a otro la gracia de las curaciones, y aun el don de resucitar los muertos; a este el don de profecía, de pronosticar lo venidero y de interpretar las divinas Escrituras; a algunos el discernimiento de los espíritus, tan necesario en el gobierno y en la dirección de las almas; a otros el don de las lenguas y el de entenderlas aunque no se supiesen hablar. Todas estas cosas las obra el mismo Espíritu Santo, dividiéndolas a cada uno según le agrada. El Espíritu Santo reparte sus dones, dice el mismo intérprete; á fin de que la necesidad mutua una más estrechamente a los fieles y los haga más humildes. Si hubiéremos recibido unos dones tan brillantes, temamos el abuso que pudieran hacer y la cuenta que tendríamos que dar de ellos.
Si no los hemos recibido, pensemos que hubieran podido habernos hinchado de orgullo, y que la humildad es más preciosa que todos estos talentos, los cuales son en provecho de los demás. Estos dones son gracias puramente gratuitas, diferentes de la gracia justificante que nos hace santos y justos delante de Dios. Llámase gracia puramente gratuita la que no santifica al que la recibe, aunque se le confiera como remuneración por Dios. Puede, sin embargo, serle útil al que se le confiere para su salud, pero principalmente mira a la santificación del prójimo: tales son la gracia de los milagros, el don de la sabiduría, el del discernimiento de espíritus, el de ciencia, el don de lenguas; pueden poseer estos dones y no ser santos por el mal uso que se hace de ‘ellos. Con todo es raro que el d6n de lenguas, el de profecía, el de milagros, no estén acompañados de una santidad eminente. La Iglesia las mira como pruebas de santidad en la canonización de los santos; mas esto es después de haber tenido pruebas ciertas de la heroicidad de sus virtudes. Estos dones visibles del Espíritu Santo eran muy ordinarios en los primeros siglos de la Iglesia; eran entonces necesarios milagros brillantes para convertirá los judíos y a los paganos.
No es esto decir, dice el venerable Beda, que estos dones hayan cesado enteramente en lo sucesivo. No hay siglo alguno de la Iglesia en que no haya habido taun1aturgos, sobre todo cuando a Dios le ha agradado enviar hombres apostólicos para convertirá los gentiles. San Francisco Javier, de la Compañía de Jesús, es en los últimos tiempos una prueba muy solemne de esta verdad, y la Francia ha visto en el siglo pasado, y ve todavía en el presente (téngase presente que esto se escribía en el siglo XVIII), un beato, Juan Francisco Regis, de la misma Compañía de Jesús, célebre por un número prodigioso de milagros que Dios obra aún todos los días por su intercesión.
El Evangelio de la Misa de este día es del capítulo XVIII de San Lucas, en el que refiere el Salvador una parábola de las más instructivas, la cual, en el contraste del fariseo orgulloso y del humilde publicano, nos presenta un verdadero retrato de la humildad cristiana y del vicio contrario, y nos demuestra cuáles son los efectos respectivos.
Instruyendo el Hijo de Dios al pueblo, que se había reunido en rededor de él, vio algunos de los más principales, que se lisonjeaban de llevar una vida más regular y que le escuchaban con bastante atención; a estos principalmente les dirigió esta parábola, en donde se ve el precio y la eficacia de la humildad. Cierto día, les dijo, subieron al te1nplo juntamente dos hombres para orar, el uno era fariseo y el otro era publicano. Háse dicho ya en otra parte que los fariseos eran una secta célebre que se levantó en Judea hacia el tiempo de los Macabeos, y a cuyos individuos se les dio el nombre de fariseos, que significa gentes separadas de todos los demás por un género de vida que engañaba al pueblo, y de la que hacían alarde sus vanos y orgullosos sectarios: afectaban delante de gentes una modestia estudiada, una regularidad exterior que imponía, y todo no era más que como unos sepulcros blanqueados, llenos de basura y podredumbre. El orgullo era el alma y el gran móvil de todas sus acciones. El publicano era entre los romanos un arrendador de los impuestos y de las rentas públicas. Este nombre era muy odioso entre los judíos; con él designaban un gran pecador, un hon1bre de mala vida, un usurero de profesión; era, en fin, un género de vida propio de los gentiles muy desacreditadas por la corrupción de sus costumbres y por sus violencias. Esto era lo que se entendía por un fariseo y por un publicano. Volvamos, pues, a nuestro Evangelio.
Dos hombres, decía el Señor, subieron juntamente al templo para orar; el uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, en lugar de orar y humillarse delante de Dios, se puso a ponderarle la justicia de sus obras, porque manteniéndose en pié: Y os doy gracias, Señor, decía dentro de si mismo, de que no soy yo como el resto de los hombres, y particularn1ente como este publicano que está aquí. El y los otros son ladrones, malvados, adúlteros; por lo que hace a mi, tengo religión, ayuno dos veces en la semana, además de los ayunos prescritos por la ley.
Créese que estos dos días de que habla el fariseo eran el lunes y el jueves, y por esto, y por no parecer que se conformaban con este uso de los fariseos, los antiguos cristianos ayunaban el miércoles y el viernes, lo que practican aún hoy muchas comunidades religiosas y muchas personas piadosas en el mundo, añadiendo a la abstinencia de carne del viernes y del sábado la del miércoles. Yo pago el diezmo de todos mis bienes, continuaba, no sólo de los frutos mayores de la tierra, como esta ordenado por la ley, sino que también pago por supererogación el diezmo de la hierbabuena, del hinojo, del comino y de las legumbres menores; en fin, yo me distingo del resto de los hombres por mi exacta probidad. ¿Qué es lo que encontramos en esta odiosa ostentación, dice San Agustín, que tenga ni aun una sombra de oración? Viene para rogar y se alaba; y esto 1nisrno es lo que hacen todos los herejes: vanas ostentaciones de regularidad y de pretendida reforma; orgullosas declamaciones contra los abusos; eternas lamentaciones por la relajación; censores implacables del género humano; proclamadores desvergonzados de su pretendida justicia y de su secta. No hay cosa que más se parezca á un fariseo que un hereje; el mismo orgullo, el mismo odio contra Jesucristo y sus verdaderos discípulos, el mismo espíritu de error, la misma imprudencia, la misma inhumanidad.
El publicano del Evangelio es de un carácter muy distinto. Manteníase a la entrada del atrio de los judíos, sin atreverse ni aun a levantar los ojos al cielo, dándose golpes de pecho; su corazón, contrito y humillado, no cesaba de repetir estas palabras: Señor, sed propicio para con un pecador como yo. Este signo del dolor de los pecados y esta indicación de la penitencia golpeándose el pecho, no sólo es común y ordinario en la Iglesia, sino que se usaba ya en la misn1a sinagoga. El es un signo exterior de una contrición interior y de un vivo arrepentimiento. He aquí dos oraciones bien diferentes; así lo fueron también en su efecto. El publicano, dice el Salvador, se fue justificado a su casa. Dios, que oye la súplica de los humildes con tanto más placer, cuanto es mayor el horror que tiene á los soberbios, tuvo misericordia del humilde publicano; aceptó su arrepentimiento, escuchó sus votos, oyó su oración y le perdonó en el acto sus pecados, al paso que reprobó al orgulloso fariseo, el cual, con aquella imprudente vanidad, puso el colmo, por decirlo así, a su iniquidad y a su malicia. Así que al entrar en el templo, el publicano era acaso mayor pecador que el fariseo; pero al salir del templo, el publicano se halló justificado y el fariseo salió más criminal. Así sucede, concluye el Salvador del inundo; así sucede que cualquiera que se ensalza será humillado, y cualquiera que se humilla será ensalzado.
Así el pecado que sirve para humillar al hombre, sirve también para sacarlo de la humillación por la confusión saludable que le inspira. Nada debe humillar tanto al hombre como su orgullo, y sólo descendiendo á su nada es como encuentra el fundamento de una verdadera grandeza y el secreto de ensalzar su bajeza. Por poco que se eleve, se le trastorna la cabeza. La opinión excesivamente ventajosa que tiene de si mismo, de su pretendido mérito, de su propia excelencia, en que consiste el orgullo, es una: prueba de pequeñez de espíritu y de locura. Dios se complace también en confundir a las almas vanas y elevar a los que hacen un estudio en abatirse.
Croisset, El año cristiano.