Croisset. XV domingo después de Pentecostes

Llámase este domingo en la Iglesia el domingo del hijo de la viuda de Naim, cuya milagrosa resurrección es el asunto de Evangelio que se lee en la Misa del día y que está en uso en Roma desde el siglo VII. La Epístola de este día es continuación de la que se leyó en la dominica precedente. San Pablo da en ella instrucciones circunstanciadas de la moral cristiana con tal precisión que en pocas palabras dice mucho; esta sola Epístola da las regla de su conducta a todos los fieles. En toda la Escritura no tenemos, cosa más llena ni más instructiva que ella. El introito es una corta pero afectuosa oración que el alma hace a Dios, animada de una viva confianza en su misericordia.

Escuchad, Señor, mi oración y oídme; porque estoy en el desamparo y en la indigencia, añade David. Una de las mejores disposiciones para la oración es el conocer uno su pobreza y su necesidad. Cuando todo nos rie, cuando lisonjea todo, estamos contentos. Apenas sale uno de si mismo cuando reinan la abundancia la prosperidad; pasase uno fácilmente sin auxilio extraño, cuando todo florece en el propio suelo. Mas cuando todo este esplendor tan satisfactorio se extingue; cuando la pobreza nos asalta; cuando nos vemos abandonados y hasta aborrecidos de las criaturas, recurrimos a Dios con confianza y con fervor. La oración es siempre viva, cuando es humilde; y siempre eficaz, cuando parte de  un corazón humillado y contrito. Los honores, las riquezas tienen encantos que suspenden muchas veces la fe y que debilitan siempre la devoción; las adversidades la despiertan; ninguna cosa nos hace acudir a Dios más afectuosamente que la persecución. David perseguido por Saúl o por Absalón reconoce su nada, la cual perdía de vista en la prosperidad y sobre el trono; durante, pues, esta persecución, esta aflicción, cuando se vio en este abandono universal de las criaturas, es cuando recurre a Dios. Este rey afligido y perseguido jamás tal vez hubiera pedido a Dios con tanto ardor y confianza, si no se hubiese visto en tan grande aflicción.

Conservadme, oh Dios mío, salvad a vuestro siervo que pone en Vos solo toda su esperanza; movido de mis clamores, Señor, compadeceos de un siervo que no cesa día y noche de implorar vuestra misericordia: consoladle, puesto que en su aflicción y en sus penas pone en Vos solo su confianza e implora vuestro auxilio.

Se ha dicho ya en otra parte que levantar su alma, que es la expresión de que usa David, levate animam meam, hacia alguna cosa, es un modo de hablar muy ordinario en la Escritura para expresar el deseo ardiente que tenemos del objeto de nuestros votos. Pocos salmos hay más afectuosos que este. Habla en él un siervo de Dios que derrama su corazón delante del Señor con entera confianza. Un cristiano en el tiempo de la tentación no podría hacer una oración más bella; no hay nada más vivo, más patético, ni más tierno, que este salmo LXXXV. Hallándonos en la aflicción o en la desolación, él debe ser nuestra oración ordinaria.

La Epístola, como hemos dicho, es un pormenor instructivo de los puntos más importantes de la moral cristiana; es una lección excelente que interesa a todos los fieles, y que mira a todas las edades y á todas las condiciones. Si estamos animados del espíritu de Dios, nos dice el santo Apóstol; si no vivimos según la carne, ni según los perniciosos deseos de la concupiscencia; si somos verdaderamente cristianos, vivamos de un modo entera1nente cristiano; si el espíritu de Jesucristo es el que nos anima, caminemos también según este espíritu. No seamos ávidos de vanagloria, acometiéndonos unos a otros, teniéndonos envidia, llevados de una emulación secreta tan contraria a la caridad. Si no hubiese orgullo, no habría división, contestación, ni querella. La causa ordinaria de la diversidad de sentimientos es una vanidad secreta. Por más que se forjen motivos plausibles de nuestra tenacidad, es seguro que estaríamos muy pronto acordes, si el orgullo no patrocinase la causa; la envidia, los celos son siempre los primeros frutos del orgullo. Hermanos míos, añade, si alguno se ha dejado sorprender hasta cometer alguna falta, vosotros, que sois espirituales, dadle buenos consejos, pero con un espíritu de mansedumbre. Algunos doctores, animados de un falso celo y de un espíritu de orgullo, habiéndose metido a dogmatizar, habían introducido la turbación y la división en aquella Iglesia. No hay hereje, no hay cismático sin partidarios. Abusando de la simplicidad de aquellos nuevos fieles habían arrastrado á muchos al error. San Pablo exhorta a los sacerdotes y á todos los que estaban animados del espíritu de Jesucristo a que vuelvan a traer al redil a aquellos que habían caído en los lazos; que les den la mano y los retiren de su extravío, no echándoles en cara su falta con acritud, sino representándoles su caída con espíritu de dulzura y de caridad. Guardémonos bien de abrigar un celo amargo, que lejos de curar las llagas las exacerba y las cancera; y para esto, que considere cada uno su propia flaqueza y reflexione que no por haber sido más fiel es por eso menos capaz de semejantes desacuerdos. La vista de lo que somos no debe fascinarnos para no ver lo que podemos ser. No hay pecado, dice San Agustín, de que no sea uno capaz, si Dios no nos tiene de su mano. El conocimiento de nuestra propia flaqueza inspira siempre más compasión que aspereza contra los pecadores. Siempre es un orgullo secreto lo que causa la amargura y la dureza en el celo. Cuando uno piensa que ha sido pecador, o a lo menos que puede serlo, se compadece de los que lo son. Nada inspira tanto el espíritu de mansedumbre para con los pecadores como el conocimiento experimental de nuestra propia flaqueza. Jesucristo, dicen los Padres, no quiso dar las llaves del reino de los cielos a San Juan, porque había vivido siempre en la inocencia; y las dio a San Pedro, que no obstante su fervor había experimentado sobradamente su propia flaqueza en su caída; y tú también, le dijo por tanto el Señor, cuando una vez hubieres vuelto en ti, confirma a tus hermanos. Un ministro del Señor probado, instruido por sus propias caídas, tiene mas compasión de las caídas de los otros, y sin contemplar nunca al pecado, contempla siempre al pecador. Guardándoos cada uno de vosotros, añade el santo Apóstol, no sea que vosotros mismos seáis también tentados. Los que son tan severos con los otros, no siempre lo son consigo mismos.

Muchos van por un camino ancho, mientras que a los demás sólo les muestran senderos muy estrechos. Para confundir esta hipócrita severidad permite Dios muchas veces que estos implacables médicos espirituales se vean atacados del mal, para el que ellos ordenaban remedios impracticables; y que aprendan, por la necesidad que tienen ellos mismos de indulgencia, a tenerla con los demás pecadores.

Llevad mutuamente la carga, continúa el santo Apóstol, y de este modo cumpliréis la ley de Jesucristo. Esta divina ley está fundada sobre la caridad, y esta caridad reciproca entre los cristianos es la que los conduce a aliviarse mutuamente los unos a los otros. Los socorros mutuos alivian las cargas particulares; nada disminuye tanto su peso como la caridad cristiana, y en alguna manera es participar de la aflicción de nuestros hermanos el compadecernos de sus aflicciones. La dureza del alma es una prueba de su orgullo. Esto es lo que hace decir al Apóstol que si alguno se imagina que es algo, no siendo nada, se engaña a si mismo. El orgullo, Ja estima ventajosa de si mismo, es una especie de locura. Nos reímos, tenemos lástima de un vil artesano que se imagina que es un gran príncipe; ¿somos nosotros menos imbéciles cuando creemos que somos alguna cosa más que nuestros hermanos? De nuestro propio fondo no tenemos otra cosa más que la nada, y propiamente hablando, de ninguna otra podemos gloriarnos. Una vanidad necia, lejos de elevarnos sobre los demás, nos pone siempre inmediatamente bajo de todos. Examine bien cada uno lo que ha hecho y lo que hace, y así no se gloriará sino de lo que es en sí mismo y no de lo que son los demás; nuestras enfermedades, nuestras flaquezas, dicen lo que somos. No descubrimos con tanta perspicacia los defectos de otro, sino para tener el maligno placer de creernos exentos de ellos, y abrogarnos por esta buena opinión de nuestra pretendida virtud un derecho de superioridad sobre los demás. Desengañémonos, nuestras vanas imaginaciones no serán nunca títulos de nobleza. No se funda nuestro mérito ni sobre las virtudes, ni sobre los defectos de otros; lo que constituye nuestra gloria, dice San Pablo (2 Cor. I), es el testimonio de nuestra conciencia, fundado sobre la conducta que hubiéremos observado en este mundo, viviendo en él con un corazón simple y sincero delante de Dios, no según la prudencia de la carne, sino según la gracia de Dios, principalmente en lo que a nosotros nos toca. Nuestras obras y no las de otro son las que nos acompañan y formarán nuestro retrato. Las buenas o las malas cualidades de los demás no constituirán jamás nuestro .carácter; cada uno debe ser juzgado por el bien o por el mal que se hubiere hecho. ¡Qué locura el creerse uno bueno porque los demás son malos cada uno llevará su carga. No se nos pedirá cuenta de los talentos que los demás han recibido, sino de los que se nos han entregado a cada uno de nosotros; las faltas de otro no nos justificarán a nosotros. Aquel que se hace instruir, dé parte de todos sus bienes al que le instruye. Muchos entienden este lugar de la limosna que debe hacerse a los que nos instruyen; pero San Jerónimo y Santo Tomás le explican en un sentido espiritual: Que el que se instruye en la fe, dicen, escuche a su maestro con docilidad e imite sus buenos ejemplos. No os hagáis de tal modo discípulos de los que os instruyen, que os impongáis una ley de imitar hasta sus defectos; porque, .como dice el Salvador, los escribas y los fariseos están sentados en la cátedra de Moisés; observad, si, y haced todo lo que os dijeren; pero no obréis como ellos, cuando ellos no hacen lo que dicen.

No os engañéis, nadie se mofa de Dios impunemente. Por más que nos alimentemos de nuestras propias ideas, por más que nos formemos un sistema de conciencia á nuestro gusto, Dios no juzga sino conforme al suyo. Podemos engañar á los hombres; pero ¿pretendemos engañar á Dios? Enmascarase la hipocresía, pero esta máscara no puede sostenerse delante de los ojos de Dios. Todos esos aires artificiosos de una devoción puramente exterior, todas esas añagazas de devoción no sirven más que para hacernos más criminales. Dios desenvuelve todos los pliegues y repliegues del corazón humano; Dios hace un discernimiento justo y preciso de todos los n1otivos que nos excitan a obrar; Dios, penetra en el fondo de la conciencia. ¡Qué impiedad! ¡qué extravagancia el querer le alucinar! y el vivir de otro modo que lo que se hace profesión de creer, ¿no es quererse burlar de Dios? Lo que el hombre hubiere sembrado eso es lo que cogerá. No hay cosa más miserable que la falsa conciencia: ¿qué se gana con engañar a los demás, con engañarse á si mismo por un falso brillo de piedad? ¿de qué sirven todos esos forzados raciocinios para colorar el error en que se está y para justificar la relajación en que se vive? ¿Porque queramos autorizar nuestra conducta, por más irregular que sea, será por eso menos defectuosa? ¿Deferirá Dios mucho a nuestras opiniones cuando sean contrarias a la santidad y a la severidad de su moral? ¿y seremos juzgados dignos del reino celestial porque nos creamos santos a nuestros ojos? La recolección corresponde siempre a la sementera; ¿se ha sembrado grano malo? no se puede coger sino cizaña: ¿no se hacen más que obras de tinieblas? no se puede coger otra cosa que corrupción. ¿Se vive en el espíritu; esto es, según el espíritu de Dios? se recogerá la vida eterna. No nos cansemos de obrar el bien, porque, no cansándonos., cogeremos el fruto a su tiempo. Durante esta vida sembramos para la eternidad; en la muerte es propiamente cuando se cogen y entonces cogeremos lo que hayamos sembrado. ¿Hemos seguido en la vida los deseos de la carne; hemos vivido según el espíritu del mundo? corrupción, sentimientos infructuosos, desgracias eternas; he aquí nuestra cosecha en la muerte. ¿Hemos llevado una vida inocente, pura, mortificada, una vida espiritual y cristiana? la cosecha será la felicidad eterna. La vida eterna es para aquellos que, obrando constantemente el bien, aspiran a la verdadera gloria, al honor sólido y real y a la inmortalidad: luego mientras tenemos tiempo hagamos bien a todo el mundo, y principalmente a los que componen la familia de los fieles. Hagamos todo el bien que podamos mientras estamos en esta vida; en la muerte no será ya tiempo de hacerlo. En la muerte sólo habrá vanos pesares, estériles deseos, promesas, sentimientos frívolos; el día va declinando, los nuestros están contados y se marchan; háganlos el bien mientras que tenemos tiempo. Comencemos por hacer bien á todo el mundo y principalmente á nuestros hermanos, no sólo asistiéndoles con nuestros bienes, sino también edificándoles con nuestros buenos ejemplos; es esta una especie de limosna de obligación de la que nadie está exento.


El Evangelio de la Misa de este día contiene la historia de la resurrección del hijo único de la viuda de Naím, con todas las circunstancias de este gran milagro. Habiendo el Salvador salido de Cafarnaum, en donde había curado de una manera tan milagrosa al siervo del centurión, pasó por una ciudad llamada Naím; era esta ciudad pequeña, situada hacia el extremo de la baja Galilea, a dos millas del monte Tabor, entre la Galilea y la Samaria. En el día está enteramente arruinada, y no queda de ella más que unas pocas casas que habitan algunas familias de árabes extraordinariamente salvajes. Cuando se acercaba, pues, el Salvador a esta ciudad vio innumerable gente reunida para los funerales de un joven, hijo único de una viuda. Allí fue donde su palabra omnipotente que el día antes había sacado del lecho a un paralítico, hizo salir un muerto del féretro. No es una casualidad la que hizo que el Salvador encontrase á aquel joven a quien llevaban a enterrar; fue su bondad la que le condujo allí para darle la vida. Así también esos accidentes imprevistos que convierten a los pecadores en lo fuerte de sus desórdenes y en el tiempo en que menos lo pensaban, no son de manera alguna, imprevistos de parte de Dios. Su providencia los ha proporcionado según los designios de su misericordia para nuestra Salvación.

Habiéndose acertado Jesucristo, vio el acompañamiento fúnebre. Los llantos de una madre excesivamente afligida por la pérdida de su hijo, que era todo su consuelo y su esperanza, le conmovieron sensiblemente. No pudo verla derramar lágrimas, ni oír sus gemidos, sin enternecerse y moverse á co1npasion; y dirigiéndose a aquella madre desconsolada: No llores, la dijo, consuélate, el motivo de tus lagrimas y de tu dolor se acaba, puesto que yo voy a volver la vida a tu hijo. Detiénese todo el acompañamiento a estas palabras, fijan todos la vista en el Salvador, y cada uno espera a ver el efecto de esta promesa. Acercase Jesús al féretro y le toca con la mano; los que le llevan se detienen por respeto, cuidadosos de lo que iba a hacer. La esperanza de una maravilla tan grande suspende todo afecto de dolor; todos callan., cuando el Salvador, dirigiéndose al muerto, le dice en tono de señor: Joven, levántate, yo te lo mando: al instante se levanta el muerto y se sienta: mira todo aquel lúgubre aparato y los que están en rededor de él, y con un tono firme les habla. Pero su mayor solicitud es por dar gracias a su insigne bienhechor. Baja del féretro, y llega a postrarse a los pies de Jesucristo, de cuya omnipotencia acaba de experimentar una prueba tan brillante. Mas el Salvador, más solicito todavía, por decirlo así, de acabar de perfeccionar el gozo de aquella madre afligida, él mismo la presenta á su hijo y se lo vuelve con vida. Puédese imaginar cuáles serian los afectos de alegría de la madre y del hijo, y cuáles también los sentimientos de admiración de toda la reunión que allí estaba; todos llegaron á postrarse a los pies del Salvador llenos de respeto; todo resonó con los gritos de alegría, de alabanzas, de bendiciones; todos se apresuraron a ir a la ciudad para publicar el milagro. Todos los que fueron testigos de esta maravilla quedaron poseídos de asombro y de un santo pavor, que les obligaba á exclamar con los afectos mas profundos de reconocimiento a Dios: En verdad tenemos un gran profeta entre nosotros; el Señor, lleno de misericordia, se ha dignado visitar a su pueblo, y hacer brillar a nuestra vista su omnipotencia en la persona de este hombre enteramente divino.

Todas las circunstancias de esta maravilla demuestran visiblemente la autoridad soberana y absoluta con que el Salvador ha los mayores milagros. No manda al muerto que resucite y se levante como un simple profeta, como un hombre animado de espíritu de Dios, como puro hombre; no habla como hombre si como Dios; la ley prohibía mancharse tocando un muerto; pero prohibía tocar un muerto para volverle la vida; una acción purificaba al mismo muerto sacándole del estado de corrupción Un gran profeta ha aparecido entre nosotros. Los habitantes Naím reconocen aquí a Jesucristo por el Mesías, por el gran profeta prometido de Dios por Moisés: El Señor suscitará de en medio de vosotros y de entre vuestros hermanos, esto es, de la misma nación que vosotros, un profeta como yo, y aun mucho más gran de que yo, a quien escuchareis y obedeceréis. (Deut. XVIII.)

Se sirven de los mismos términos y de la misma expresión de que
Zacarías, padre de San Juan Bautista, se había servido para designar al Mesías: Bendito sea el Señor Dios de Israel, porque ha visitado y rescatado a su pueblo. San Lucas añade que lo que los habitantes de Naim decían del Salvador y lo que acababa de hacer, se extendió por toda la Judea y por todo el país circunvecino. No es extraño que en toda la Judea resonase la fama de este milagro y de tantos otros; pero que todos estos milagros tan conocidos, tan incontestables, no hubiesen podido evitará Jesucristo la muerte más ignominiosa, es un prodigio de ceguera, de ingratitud, de estupidez, de impiedad en el pueblo que fue autor de ella.

El año cristiano, Juan Croisset.

Croisset. XIII Domingo después de Pentecostés.

Como el Evangelio de la Misa del día es siempre el que sirve de título y da el nombre a los domingos después de Pentecostés, se ha llamado por tanto comúnmente a este el de la curación de los diez leprosos; los griegos y los latinos con vienen en esta denominación del decimotercio domingo. Podría también llamarse el domingo de la ingratitud, puesto que de los diez leprosos que fueron milagrosamente curados por el Salvador, no hubo más que uno solo que viniese a dar gracias a su bienhechor, sin que los otros nueve hubiesen parecido más. Solo este extranjero es, dice el Salvador, el que ha vuelto y ha dado gloria a Dios. La atención que el Salvador hace aquí sobre el reconocimiento de este extranjero, que fue el único de los diez que volvió a darle gracias, es una instrucción misteriosa. Háse dicho ya que la Iglesia reúne a los fieles todos los domingos, no solo para orar y asistir al divino sacrificio, sino que también para alimentarlos con el pan de la divina palabra, e instruirlos en las grandes verdades de la religión, les da cada domingo una lección particular sobre algún punto de la moral y del dogma. La lección de moral se contiene ordinariamente en el Evangelio del día, y la del dogma se halla en la Epístola. El introito de la Misa es por lo común una oración que puede servir de modelo para enseñarnos a orar bien.

El introito de la misa de este día esta tomado del Salmo LXXIII. Previendo el Profeta las desgracias que debían suceder a todo el pueblo, dirige á Dios una piadosa demanda, llena de amor y de confianza; quéjase a Dios en nombre del pueblo de la desolación de Jerusalén y de toda la nación, e implora el auxilio del cielo. Este salmo conviene perfectamente á la Iglesia perseguida no sólo por los paganos, sino 1nucho más tiempo todavía por los herejes, que no cesan aún de perseguirla. Se ven en él rasgos vivos y elocuentes, expresiones fuertes, grandes y patéticas que convienen admirablemente al asunto y que traen á la 1nemoria los excesos y los sacrilegios de los herejes; he aquí algunos de ellos: «Levantad cuanto antes, Señor, la mano sobre nuestros enemigos, para que su orgullo quede abatido para siempre: ¡ah! ¡cuántas impiedades han cometido en el lugar santo! ¡en vuestro templo! ¡Con qué insolencia han profanado el lugar santo, en el cual celebrábamos nosotros fiestas en vuestro honor! Ellos han enarbolado sus estandartes en el lugar 1nás alto del templo, igualmente que en las encrucijadas, sin hacer diferencia entre lo sagrado y lo profano. Hanse animado los unos a los otros para echar las puertas a bajo a golpes de hachas, co1no hubieran derribado los árboles en una floresta; han volcado las puertas a hachazos y a golpes. Esta nación impía y todas sus sectas, aunque diferentes entre si en dogmas, en errores, en intereses, han convenido siempre en este artículo; todos han dicho unánime1nente: Abolamos en la tierra todas las fiestas del Señor. ¿Quién no ve en esta muestra el verdadero retrato de los herejes de los últimos siglos? Tal es el salmo del cual ha tomado a Iglesia las palabras que componen el introito de la Misa de este día. Acordaos, Señor, de la alianza que hicisteis en otro tiempo con nuestros padres, y no olvidéis para siempre a vuestro pobre pueblo. Acordaos, Señor, de todas las maravillas que obrasteis en nuestro favor; acordaos que sois nuestro Criador, nuestro protector., nuestro libertador; no olvidéis que sois nuestro Dios, y nosotros somos vuestro pueblo; vuestro honor está, en cierto modo, interesado en socorrernos, puesto que nuestros enemigos son los vuestros. Levantaos, Señor; vuestra causa igualmente que la nuestra es la que os pedimos encarecidamente que defendáis; y que no rechacéis las súplicas humildes de los que os buscan con todo su corazón. ¿Por qué ¡oh Dios mío! nos habéis abandonado, como si nada tuviésemos que esperar de Vos? ¿Por qué estáis tan irritado contra las ovejas de vuestro rebaño? ¿Está por ventura ¡oh Dios mio! encendida para siempre contra nosotros vuestra ira? ¿no acabarán jamás estos males? ¿habéis arrojado para siempre este pueblo, en otro tiempo tan querido, tan privilegiado, que vos mismo habéis conducido por el desierto, y como buen pastor alimentado con el pan de los ángeles?

En todo este salmo se ve un modelo perfecto de una oración afectuosa y llena de1 confianza, muy a propósito para todas las calamidades públicas, y para pedir al Señor que se digne hacer que cesen los azotes bajo de los cuales gime el pueblo.

La Epístola de la Misa de este día está tomada de la instrucción que San Pablo da a los gálatas para enseñarles que la ley no justifica, y que no puede ninguno justificarse sino por la fe, la cual es como la vida del justo. Para comprender toda esta Epístola, y entrar en el verdadero sentido del Apóstol, conviene saber que habiendo predicado San Pablo la fe de Jesucristo eh Galacia, que era una provincia del Asia menor, entre la Capadocia y la Frigia, convirtió allí tan gran número de gentiles, que en poco tiempo formó una Iglesia considerable. La primera vez que fue allá fue recibido como un ángel de Dios, y como lo hubiera sido Jesucristo mismo, según él mismo lo dice: Sin que mis humillaciones, añade, ni mis flaquezas os hayan disgustado. Pero túrbose muy pronto la tranquilidad y el fervor de aquella Iglesia naciente, por el falso celo y la envidia de los judíos que San Pedro había convertido allí a la fe, antes que San Pablo hubiese ido a predicará los gentiles. Estos falsos hermanos, más bien judíos que cristianos, encaprichados en su antigua ley, no podían sufrir que San Pablo habiendo convertido á los gentiles a la fe de Jesucristo, no les hubiese obligado a guardar las ceremonias legales. Comenzaron a desacreditar al Santo Apóstol para desacreditar mejor su doctrina; trataron de hacerle pasar por un intruso en el ministerio del apostolado; y no hallando nada reprensible en su conducta, ni en sus costumbres, se agarraron a lo que parecía defectuoso e irregular en su aire, e su voz y en toda su persona. Después de haber procurado hacerle a él despreciable, comenzaron a predicar la obligación de observar en el cristianismo la ley de Moisés. Los gálatas, pueblo simple y grosero, se dejaron de los halagüeños discursos de aquellos falsos doctores; sin embargo, muchos se opusieron a estas novedades, de lo que resultó muy pronto un cisma en aquella Iglesia. Habiéndolo advertido San Pedro, y queriendo cortar el curso a un mal tan grave, escribió a los gálatas con toda la fuerza y vehemencia que exija semejante abuso. Comienza por establecer invenciblemente su apostolado, como que ha sido llamado a él por el mismo Jesucristo. Refiere su conversión milagrosa, y prueba la autenticidad de su misión. Desciende luego al origen del mal, y a lo que había dado lugar a aquellas contestaciones y al cisma. Demuestra por un raciocinio, al cual nada hay que replicar, y por diversos pasajes de la Escritura, que ni la circuncisión ni la ley de Moisés sirven ya para nada; que las bendiciones prometidas a Abraham son para los fieles que han creído en Jesucristo; qué propiamente hablando, sólo el Salvador divino y sus discípulos son los verdaderos hijos de Abraham, y los herederos de las bendiciones y de las promesas. Que en la Escritura es preciso distinguir el sentido histórico y carnal, y el sentido alegórico y espiritual, que es al que principalmente ha atendido el Espíritu Santo; que los judíos carnales, esto es, según la carne, están figurados en Agar e Ismael, y al contrario los cristianos en Sara e Isaac; que por la fe hemos entrado en la dichosa libertad de hijos de Dios y herederos de las bendiciones y las promesas; que los hebreos bajo de la ley no han sido más esclavos, que según la Escritura el esclavo debe ser arrojado con su hijo, porque el hijo de la que es esclava no será heredero con el hijo de la que es libre. Por lo que hace a nosotros, añade, no son los hijos de la esclava para que estemos sujetos a los preceptos serviles de la antigua ley, sino de la que es libre, esto es, de la ley de gracia, y esta dichosa libertad es la que Jesucristo nos ha dado, y la que vuestros falsos doctores quisieran destruir, o al menos inutilizar si pudiesen. Sus perversos designios y sus persecuciones han sido figuradas en la Escritura, y su cumplimiento lo véis bien claro en el día; porque así como entonces el que había nacido según la carne, esto es, Israel, perseguía al que lo era según el espíritu, esto es, Isaac, así sucede ahora. Sabed, pues, continúa el Santo Apóstol, que la ley no se ha dado a vuestros padres sino para detener sus trasgresiones; igualmente los que vivían bajo de la ley estaban sometidos a la maldición fulminada tantas veces contra los que no observaban las ceremonias legales. Jesucristo sólo es el que nos ha librado de esta maldición por la muerte que ha querido sufrir en la cruz; Jesucristo, les dice, nos ha eximido de la maldición de la ley, habiéndose hecho por nuestro amor un objeto de maldición, según lo que estaba escrito: maldito el hombre que está clavado en una cruz. En fin, les hace recordar que por la fe, y no por la ley, han recibido los dones sobrenaturales del Espíritu Santo, lo cual, con respecto a ellos, era una prueba evidente de que la ley no era de modo alguno necesaria para, recibir la gracia de la justificación. Habla de la ley de Moisés, en cuyo lugar ha sustituido la ley de Jesucristo, que es la única que ahora debemos seguir. He aquí lo que desenvuelve el verdadero sentido de la Epístola. Las promesas se han hecho a Abraham y al que de él nacerá. No se ha dicho, advierte San Pablo, y á los que nacerán de él, como si fuesen muchos, sino como si sólo se tratase de uno, y al que nacerá de él, esto es, a Cristo. Rabia Dios hecho dos especies de promesas a Abraham las unas miraban a su propia persona; las otras á su linaje y a su posteridad. Dios cumplió lo que había prometido a la persona de Abraham, colmándole de bienes temporales y concediéndole, con una numerosa posteridad, una vida tan dichosa como larga; pero su justicia, su obediencia y su fe, no debía recompensársele sino en el cielo. Por lo que hace a su posteridad, se la puede considerar, dicen los intérpretes, según la carne y según el espíritu Isaac es el hijo de Abraham según la carne, y Jesucristo en cuanto hombre es su hijo según el espíritu, y a Jesucristo propiamente es a quien se dirigen las promesas hechas a Abraham y a su estirpe, y sólo en Jesucristo es en quien se ha cumplido esta promesa: Todas las naciones de la tierra serán benditas en el que saldrá, de ti. Es evidente que esta promesa no se ha cumplido en Isaac, puesto que los hebreos no tenían comercio alguno con las naciones extranjeras, a las cuales miraban con horror. Estas bendiciones universales y sobreabundantes no se han cumplido sino en Jesucristo, verdadero Isaac inmolado en la cruz por todas las naciones, por todos los hombres, y del que el primer Isaac no era más que la figura; en Jesucristo únicamente es en quien han sido benditas todas las naciones; no era tampoco la raza de los judíos la que debía multiplicarse como las estrellas del cielo y como la arena que está en la orilla del mar; nada fue mas limitado que la Judea; debe, pues, entenderse esta pron1esa de la generación espiritual de Jesucristo, que son los cristianos, y se ha cumplido en la Iglesia y de ningún modo en la sinagoga.

No entra aquí San Pablo en el pormenor del cumplimiento de las promesas hechas a la estirpe carnal de Abraham; limitase a la estirpe espiritual, que es Jesucristo, dice San Agustín, en cuanto que ella es la que forma toda la Iglesia de los fieles de todos los siglos, de cualquiera nación y de cualquier país que sean. Si los patriarcas, los profetas, los santos del Antiguo Testamento han tenido parte en las bendiciones de la generación espiritual, no es en cualidad de hijos de Abraham, según la carne, sino sólo como imitadores de su fe y como pertenecientes ya a la generación espiritual de Jesucristo y a la nueva alianza; puesto que ninguno, ni en una ni en otra alianza, ha podido salvarse sino en contemplación y por los méritos de Jesucristo. Esto es lo que hace decir aquí a San Pablo que la Escritura no dice que las promesas hayan sido hechas a Abraham y a los que nacerán de él, sino a Abraham y al que debía nacer de él, que es Jesucristo. La promesa, dice Santo Tomás, es histórica y figurativa: histórica y literal en Isaac y su posteridad según la carne; figurativa y espiritual en Jesucristo y los fieles. San Pablo tenia toda la autoridad necesaria, dice este gran doctor, para dar al texto figurativo un sentido determinado y cierto, y capaz de fijar nuestra fe.

He aquí, pues, lo que yo digo: habiendo hecho Dios como un contrato y una alianza con Abraham, por la cual promete a su generación espiritual, esto es, al que debía nacer de él, que es Jesucristo, todo género de bendiciones, la ley que no se ha dado has cuatrocientos treinta años después, no ha podido anular ni desvanecer la promesa hecha a Abraham. Ahora bien: si por la fe, independientemente de Ja ley, hemos llegado a ser herederos de lo bienes celestiales, luego no sería ya por la promesa, la cual quedaba vana y nula por la ley. Sin embargo, a Abraham y a su linaje es a quien se han prometido las bendiciones independientemente de la ley; no es, pues la ley la que justifica y la que da la herencia, sino la fe. ¿De qué sirve, Juego, la ley, si sin ella puede uno justificarse y llegará ser heredero de las bendiciones prometidas? La ley, responde San Pablo, se ha establecido a causa de los crímenes que se cometían. Aquel pueblo, enteramente carnal y grosero, cometía mil faltas graves todos los días sin temor y sin remordimiento. Para darles, pues, a conocer estas faltas e instruirles de ellas, se les ha dado la ley a fin de que reconociesen, violándola, los crímenes de que se hacían culpables, y se contuviesen, por lo menos, por el temor del castigo ordenado por la ley. No se había dado, en efecto, la ley para merecer las bendiciones y la herencia prometidas en virtud de la alianza contratada, sino para que sirviese como de luz para reconocer las faltas y como de freno para evitarlas. Esta ley no se había dado más que hasta la venida del que debía nacer, esto es, basta la venida de Jesucristo, que mediante su espíritu y su gracia nos da bastante a conocer hasta las faltas más ligeras, y al
mismo tiempo nos da la fortaleza para evitarlas; así que, habiendo venido Jesucristo, la ley antigua que los ángeles habían intimado por el ministerio de un mediador, que es Moisés, no es ya necesaria para la salvación en cuanto á sus preceptos y ceremonias legales. Pero me diréis, continúa San Pablo, ¿luego la ley es contra las promesas de Dios? De ningún modo. Las promesas se han hecho independientemente de la ley, y la misma ley es como un efecto de las promesas, puesto que ella es una señal de la protección de Dios sobre los hebreos  a quienes se le ha dado para que les sirviese de luz, de freno y de guía; mas esta ley no tenia la virtud de justificarlos por si misma; recordábales las promesas y les ha dado entender que no debían ver los efectos y el cumplimiento de ellas sea un su verdadero sentido, sino por la fe de Jesucristo. Mas la Escritura, añade San Pablo, lo ha sujetado todo al pecado, a fin de que por la fe en Jesucristo se cu1npliese la pron1esa con respecto a los que creyesen. La ley, dice San Crisóstomo, ha convencido a los que han vivido antes de la fe, que vivían en el error acerca de un gran número de puntos de moral. Ella ha hecho ver a los judíos que vivían bajo de la ley que eran prevaricadores; en fin, ella les ha hecho esperar; pero no les ha dado el remedio eficaz a sus males. Este no le han podido obtener sino por la fe en Jesucristo. La antigua ley no se ha promulgado, concluye el santo Apóstol, para justificar a los hombres, sino para darles a conocer su flaqueza, y que se penetrasen mejor de la necesidad que tenían de la fe de Jesucristo, su Redentor y Mesías, y que no había otro medio que esta fe para adquirir la herencia.

El Evangelio de la Misa de este día contiene la curación milagrosa de diez leprosos, cuya historia es como sigue: El Salvador, que por donde quiera que pasaba iba haciendo bien., y que obraba maravillas por todas partes, yendo a Jerusalén para la fiesta de la Dedicación, pasó por medio de la Samaria y de la Galilea. Al tiempo de entrar en un pueblecillo vio venir hacia él diez leprosos, que, deteniéndose lejos, porque la ley les prohibía comunicar con nadie, inmediatamente que le vieron desde donde estaban, gritaron diciendo: Jesús, Maestro nuestro, compadeceos de nosotros. Luego que el Salvador hizo alto en ellos: Id, les dijo, mostraos a los sacerdotes. La ley establecía jueces de esta enfermedad a los sacerdotes, á los cuales tocaba el declarar si los que se les presentaban estaban atacados de ella o si estaban bien curados. Aquellos cuya curación estaba reconocida ofrecían desde luego dos gorriones, y ocho días después ofrecían dos corderos y una oveja, y si eran pobres un cordero y dos tórtolas. Enviando Jesucristo los leprosos a los sacerdotes, les daba a entender que quedarían curados en el camino puesto que no debían irse a presentar a los sacerdotes sino a fin de que éstos pronunciasen sobre su curación, y que no pudiesen dudar de su misión con un testimonio tan seguro como el del milagro.

Cumplieron con gusto los leprosos lo que el Salvador les mandaba; no dudaron un momento en tomar el camino de Jerusalén como si ya hubiesen quedado enteramente limpios de su lepra. Su fe recibió sobre la marcha su recompensa, y apenas se pusieron en camino cuando todos se hallaron perfectamente sanos. El regocijo que les causó su curación hizo que se olvidasen de aquel a quien se la debían; de los diez que eran, no hubo más que uno a quien ocurriese el pensamiento de volver a dar gracias a su insigne bienhechor, y aún éste era samaritano, y por consiguiente mirado como gentil y extranjero; los otros nueve, que eran judíos, no fueron tan reconocidos. El samaritano, pues, volvió al mismo sitio sin dejar de alabar en alta voz la bondad del Salvador y exaltar su omnipotencia. Luego que llegó adonde estaba Jesucristo se postró a sus pies, pegado su rostro con la tierra, y le rindió mil acciones de gracias por su curación. Recibióle Jesús con su acostumbrada dulzura; pero significó bien lo que le llamaba la atención el paso que acababa de dar, y la ingratitud de los otros que no estaban menos obligados que él a hacer lo mismo. Por esto dijo en alta voz: Qué ¿no han sido diez los curados? ¿donde están, pues, los otros nueve? ¿Precisamente no hay otro que este extranjero que haya sido agradecido, y que haya dado gloria y gracias á Dios por el beneficio recibido? La sorpresa que demuestra aquí el Salvador no es efecto de una extrañeza verdadera ó de una especie de ignorancia: Jesús no podía admirarse de nada, conociendo todo lo que debía suceder aun antes que sucediese; quería sólo abrirnos los ojos para que viésemos nuestra ingratitud para con Dios. Dichoso aquel, dice San Agustin, que, á ejemplo de este samaritano, considerándose como extranjero con respecto á Dios, le da muestras del mayor reconocimiento por los beneficios más pequeños, persuadido de que nada es tan gratuito como lo que se hace por un extranjero y un deseo desconocido. Tenía también el Salvador la idea de indicar por estas. Palabras cuán diferente sería con respecto a él la conducta de los gentiles de la del pueblo judío, el cual no debía pagar los favores tan insignes de que había sido colmado sino con la más insigne y la más negra de las ingratitudes. Levántate, le dice, ve, tu fe te ha salvado. Seguramente los otros habían tenido fe puesto que sin replicar habían obedecido y habían sido curados; pero el reconocimiento de éste le atrajo otras nuevas gracias, y es verosímil que el Salvador promete aquí alguna cosa particular a este samaritano, con respecto al bien de su alma y a su conversión. Figura instructiva de lo que sucede todos los días en el cristianismo. Muchos hay que reciben de la misericordia del Señor curaciones milagrosas, y muchos pecadores convertidos beneficios singulares, gracias particulares; pero pocos se portan con un verdadero reconocimiento, y por esta negra ingratitud se hacen indignos de nuevos favores.

Croisset, el año litúrgico.

Croisset. XI Domingo después de Pentecostés

Llámase comúnmente en la Iglesia Romana este domingo el
domingo del sordomudo curado por Jesucristo, porque el Evangelio de este día refiere la historia de este milagro. Como todas las maravillas de la vida del Salvador eran pruebas visibles de su .omnipotencia y de su divinidad, y al mismo tiempo pruebas evidentes de la santidad de la religión que venia a establecer en el inundo, la Iglesia ha escogido para la Epístola de la Misa de este día aquel pasaje de la carta que San Pablo escribió a los corintios; en donde, después de haberles dado cuenta del modo con que les había anunciado el Evangelio, les declara que n9 les ha enseñado y como dado en depósito más que lo que él mismo había recibido de Jesucristo, y por el compendio que les hace de los principales misterios de nuestra religión les da una idea justa de la excelencia del Redentor, de su divinidad y de la bondad infinita que ha tenido con los hombres. El Evangelio no es una prueba menor de esto, no pudiendo ser el n1ilagro asombroso que refiere sino el efecto de esta omnipotencia que no puede convenir más que á Dios solo. El introito de la Misa expresa perfectamente los sentimientos de un corazón animado de una fe viva en este divino Salvador, y lleno de una santa confianza en su bondad y en su omnipotencia.

Yo veo al Señor en la nueva Sión;  allí ha remitido a los hombres, y los une por unos mismos sentimientos y por unas mismas leyes: el Dios de Israel inspira valor y fortaleza á su pueblo, y le hace formidable a sus enemigos. Preséntese, nada más, este Dios, levántese y disperse sus enemigos; muéstrese este Dios omnipotente, y huyan de su presencia los que sacuden el yugo de sus leyes. Todo este salmo, uno de los más magníficos y más admirables que David ha compuesto en un estilo sublime y elevado y que es una alegoría continua, todo este salmo, repito, debe entenderse de la venida de Jesucristo, de sus milagros, de sus victorias., de los misterios realizados en su persona y del establecimiento de la Iglesia por los apóstoles. El Profeta hace en él la relación de diversos prodigios del Antiguo Testamento que fueron figura de lo que debía  suceder en  el Nuevo, y en particular de todas las 1naravillas que debía obrar el Salvador. El milagro cuya historia refiere el Evangelio de este día ha determinado a la Iglesia para hacer la elección de este salmo, que es propiamente uno de los mis bellos cánticos que tenemos en honor de las maravillas y de los n1isterios de Jesucristo. Todos los Santos Padres griegos y latinos, que lo explican según la alegoría y el sentido místico, lo aplican a la venida, a la resurrección y a la ascensión del Salvador, a todos los milagros que ha obrado, a la predicación de los apóstoles, a la conversión milagrosa de los gentiles y a la destrucción victoriosa del paganismo. Si el Profeta habla en él de la salida de Egipto y de la publicación de la ley, no es sino por alegoría a la libertad del cautiverio del pecado, que ha sido el fruto principal de la venida del Salvador y de la publicación del Evangelio, cuyos hechos estaban allí figurados. Esto es lo que movió a comenzar este cántico por unos términos entusiasmados y con expresiones enfáticas. Levántese Dios y disperse sus enemigos: huyan de su presencia todos sus adversarios. Desaparezcan los impíos delante del Señor, como el humo se desvanece en el aire, o como la cera que en un momento se derrite al fuego; mas los justos, por el contrario, alégrense y regocíjense viendo a su Dios y su libertador. Pueblos fieles, celebrad su gloria, cantad salmos en su honor. Todo este salmo es un cántico de regocijo, un cántico de alegría continua para celebrar las maravillas del Salvador y la pompa de su triunfo.

La Epístola de la Misa de este día puede mirarse como un compendio de las pruebas más brillantes de nuestra religión y de las verdades fundamentales del cristianismo. Como la verdad de la resurrección de Jesucristo es el fundamento sólido y la base de  nuestra creencia, no es de extrañar que los apóstoles se aplicasen, con tanto ahínco a demostrar esta importante verdad, que tanto interés tenia el infierno en debilitar, pero cuya evidencia no había podido oscurecer todo el infierno: así es que no hay dogma alguno mejor establecido, ninguna verdad más a menudo ni más útilmente sostenida. Había entre los cristianos de Corinto ciertos espíritus dañados, que no abrigaban sentimientos muy ortodoxos en orden a la resurrección. Como este articulo era, por decirlo así, el fundamento de todo el cristianismo, San Pablo se aplica a establecer esta verdad en el capitulo quince de su carta con todo género de razones, y al mismo tiempo prueba la resurrección futura de los muertos por la resurrección de Jesucristo, la cual confirma con muchos testimonios.

Voy a poner a la vista uno de los puntos capitales y más importantes del Evangelio que os he predicado, que habeis recibido por una gracia especial de Jesucristo, y en el cual os mantenéis con tanta fidelidad a pesar de los artificios seductivos de los falsos doctores, que os deslumbran con sus sofismas. Vosotros sabéis que sólo creyendo las verdades que os he anunciado, os salvareis; no hay que esperar salud fuera de esta creencia; porque a menos que no hayáis creído en vano, debéis acordaros de qué manera os he predicado. Mis predicaciones, dice en otra parte, nada tenían parecido á los mañosos discursos de la sabiduría humana, antes bien, el Espíritu Santo y su virtud eran visibles en ellas, y esto a fin de que la sabiduría humana no fuese el fundamento de vuestra fe, sino la virtud divina. A esto alude San Pablo cuando dice aquí á los fieles de Cristo que se acuerden de qué manera les ha predicado, de las maravillas que han acompañado a su predicación, y que si han creído las grandes verdades que les ha anunciado, no ha sido ligeramente como gentes que se dejan llevar de la novedad sin examen, y que son tan fáciles para abandonar la fe como lo han sido para abrazarla. Por más incomprensibles que sean nuestros misterios, por más sublimes que sean las verdades de nuestra religión, por más austera que sea su moral, nunca me he servido para persuadiros todo esto de términos escogidos, ni de maneras de hablar seductivas y estudiadas; no he empleado para ello los artificios de una elocuencia alucinadora. Yo os he enseñado con toda sencillez lo que a mi mismo se me ha enseñado por el Señor, que, siendo la verdad por esencia, no puede ser engañado, ni engañarnos. Os he dicho desde luego que Jesucristo nuestro Salvador ha muerto por nuestros pecados conforme a las Escrituras, esto es, como lo había predicho por los profetas, y singularmente por Daniel que con tanta precisión marca el tiempo de su muerte; y pasadas setenta y dos semanas de años, será Jesucristo condenado a muerte (Dan. c. IX); lo cual sucedió precisamente en el tiempo señalado según los cálculos de la más exacta cronología; por Isaías que predijo el fin de su muerte; esto es, por los pecados de los hombres (cap. LIII) y las circunstancias de su muerte: será llevado a la muerte como una oveja sin quejarse, y será cubierto de llagas sin decir palabra.

Os he enseñado, continúa el santo Apóstol, que habiendo muerto este divino Señor fue sepultado; que ha resucitado al tercero día, conforme a las Escrituras, como un testimonio de los más persuasivos y de los más concluyentes. No hay cosa que persuada mejor al entendimiento en orden a las verdades incomprensibles, que el ver que han sido predichas; porque sólo Dios es el que puede conocer y pronosticar lo venidero: la predicción es un motivo muy poderoso para creer una verdad aunque no se la pueda comprender. La resurrección de Jesucristo era una verdad demasiadamente esencial en nuestra religión, para que no hubiera sido predicha y figurada en muchos pasajes de la Escritura. David, Isaías, Oseas, y en particular el profeta Jonás, nos la han anunciado en más de un pasaje. No se contenta San Pablo con esta prueba, sacada de la predicción: trae también el testimonio de los que han sido testigos de ella, y este testimonio no tiene réplica. Os he dicho, añade, que el Salvador resucitado ha aparecido a Cefas, y después a los once. El santo Apóstol no refiere aquí en particular todas las apariciones de Jesucristo, sino sólo aquellas que juzga mas apropósito para hacer impresión en el ánimo de los fieles de Corinto. Después de haber referido San Lucas la aparición del Salvador a los dos discípulos que iban al castillo de Emaús y la vuelta de éstos a Jerusalén, dice que habiendo encontrado estos dos discípulos a los once apóstoles, y a los que estaban con ellos, todos juntos, y habiéndoles contenido lo que acababa de sucederles; supieron de ellos que el Señor había resucitado verdaderamente y que había aparecido a Simon-. (Luc. XXIV.) Os he dicho también, continúa aún el santo Apóstol, que después se apareció a más de quinientos hermanos al mismo tiempo, de los cuales algunos han muerto, pero todavía están muchos en el mundo. Habla aquí San Pablo de la aparición que hizo el Salvador a todos los discípulos que se congregaron en la montaña de los Olivos, cuando el Salvador subió al cielo. ¡Qué nube de testigos y de pruebas para establecer el solo milagro de la  resurrección de Jesucristo!

Con todo, dice aquí un sabio intérprete, no era necesario menos para convencer al mundo de una verdad, que por una consecuencia necesaria le obligaba a creer todos los misterios y á practicar todas las máximas del cristianismo. San Pablo añade que muchos de los que se habían hallado en esta aparición vivían aún, a fin de que pudiesen, si querían, asegurarse por si mismos de un hecho tan importante.

Después de esto, continúa San Pablo, apareció a Santiago; después a todos los apóstoles. El Evangelio no habla de esta aparición; pero los Padres, siguiendo la antigua tradición, nos refieren que Santiago, dicho el menor, hijo de Cleofás y de María, primo del Salvador, y por tanto, llamado hermano del Señor, según el uso de los judíos; los Padres, repito, nos refieren que este Apóstol, que fue el primer obispo de Jerusalén, y que era también apellidado el Justo, había resuelto des pues de la muerte de su divino Maestro no tomar alimento alguno hasta haberle visto resucitado, y que el Salvador, por una bondad singular hacia este fervoroso Apóstol, se le apareció inmediatamente después de su resurrección, y habiéndole colmado de alegría por su presencia, le dio por si mismo pan que había bendecido, diciéndole que tomase de aquel alimento, pues que ya veía a su Salvador resucitado. Por fin, y en último lugar, prosigue el santo Apóstol, también me ha aparecido a mi que no soy más que un aborto. Siempre fue la humildad el carácter común de todos los santos. Los mayores entre ellos han sido siempre .los más humildes. Cuanto más los ha distinguido el Señor con los favores más sublimes, tanto mas bajamente han sentido de si mismos; las gracias más brillantes descubren siempre la profundidad de nuestra nada. San Pablo se llama a si mismo un aborto, para significar por esta expresión que no había nacido al cristianismo ni sido llamado al apostolado sino después de todos los demás; cuando todavía se hallaba informe, como de ordinario están los niños que vienen al mundo trabajosamente, o antes del término, esto es, antes de haber podido recibir el aumento y la forma conveniente. Los de mas apóstoles habían sido alimentados mucho tiempo por el Salvador con sus divinas instrucciones; San Pablo había sido llamado al apostolado estando todavía por confirmar, por decirlo así, desfigurado por su tenaz apego al judaísmo. A la verdad, el Señor había suplido en él lo que le faltaba con su gracia y con sus revelaciones, que en menos de nada le formaron el doctor de las naciones y una de las lumbreras más brillantes de la Iglesia; pero San Pablo, como todos los grandes santos, no mira en si mismo sino lo que tiene de su propia cosecha y lo que en si descubría más defectuoso, reconociendo humildemente que toda la ciencia. Y la inteligencia que poseía y cuanto bueno podía adornarle era un puro don de Dios. Poseído de los sentimientos más bajos de si mismo, en medio de todas las maravillas que obraba; este gran santo no pierde nunca de vista lo que ha sido, reconociendo siempre que todo lo que es lo debe a la gracia. Porque, dice, yo soy el menor de los apóstoles, que no merezco este nombre, habiendo perseguido la Iglesia de Dios. Tal ha sido siempre el carácter de los mayores santos; no consideran en si mismos más que el mal que han hecho o que han podido hacer; las maravillas más grandes que Dios obra por su ministerio las miran desde el fondo de su nada. La humildad fue siempre la virtud favorita de todos los santos. Cuando el perseguidor de Jesucristo, convertido en apóstol suyo, anuncia á los hombres su resurrección, ¿qué podía oponer la incredulidad para enervar su testimonio? Su conducta, sus trabajos, la persecución misma que él había suscitado contra la Iglesia, son otras tantas pruebas de la sinceridad y de la verdad de su predicación, dice un sabio intérprete. No se le puede acusar de haber creído con ligereza lo que predica, y se ve bien claro que ha sido necesario un milagro muy marcado para hacer un apóstol del que era el más violento y el más pertinaz de los perseguidores de Jesucristo. Reconoced, pues, pueblos incrédulos, la fuerza victoriosa de la gracia del Redentor; porque lo que yo soy, lo soy por la gracia de Dios, que se complace muchas veces en elegir lo más flaco para con el mundo. Para confundir lo más fuerte, a fin de que ninguno tenga de qué gloriarse delante de él. Siendo, pues, tan indigno del apostolado, como acabo de decir, sólo por un favor enteramente gratuito y por una bondad del todo particular de Dios soy yo apóstol. En mi vocación, no ha sido ciertamente a mis méritos a lo que ha tenido el Señor consideración, sino sólo a su pura misericordia; lo poco que soy, y todo el bien que hago, lo debo a la gracia, sin la que nada soy, ni puedo nada. Por la gracia de Dios soy todo lo que soy, y de mi mismo no puedo gloriarme más que de mis humillaciones y de mi nada. ¿Qué somos, en efecto, en el orden sobrenatural sin la gracia? Flaqueza, ignorancia, pecado; y todavía entre tantas miserias se desliza el orgullo, para poner el colmo a todas ellas: ninguna cosa, en efecto, prueba tanto nuestra imbecilidad y nuestra nada como nuestro orgullo. Pero ¿qué no somos y qué no podemos con a gracia? ¡Qué luz, qué sabiduría, qué ánimo, qué fortaleza! Todo lo puedo, dice en otra parte el mismo Apóstol, en aquel que me da la fortaleza; y ciertamente, la gracia que me ha dado no ha quedado sin efecto. ¿Qué no ha hecho en’ mi? ¡Qué mutación tan portentosa! De un perseguidor obstinado de Jesucristo y de sus siervos, ha hecho un apóstol; el amor tierno a este divino Salvador ha sucedido al furor con que le aborrecía; la fe mas animosa, a la incredulidad más terca; y el celo mas ardiente por extender la fe de Jesucristo, a la pasión mas violenta que jamás hubo y que yo tenía por extinguirla. Dios ha querido hacer ver en la persona de San Pablo lo que puede la gracia de Dios en un corazón que no opone obstáculo a ella y que dice como este Apóstol: Señor, ¿qué queréis que haga? Rindámonos con docilidad á las dulces impresiones de la gracia y tendremos el consuelo de poder decir muy pronto corno él: «la gracia que Dios me ha concedido no ha quedado sin efecto;» pero para esto es menester también decir sinceramente como él: «Señor, ¿qué queréis que haga?»

El Evangelio de la Misa de este día refiere la curación milagrosa de un hombre sordo y mudo: todo es misterioso en esta historia. Habiendo dejado el Salvador por un poco tiempo la Judea, de la cual no estaba muy contento, vino hacia los confines del país de Tiro y de Sidón, sin ruido y al parecer como queriendo ocultar su llegada a aquellos extranjeros; pero una luz tan resplandeciente no podía estar escondida mucho tiempo. Los pueblos de aquellos contornos eran cananeos, descendientes de Canaan, y por consiguiente, gentiles, y confinaban con la Judea; había entre ellos algunos que se llamaban siro-fenicios, a causa dé que ocupaban la región de la Fenicia que constituía entonces una parte de la verdadera Siria. Allí fue en donde una mujer siro-fenicia, llamada comunmente la Cananea, mereció por su perseverancia que el Salvador hiciese el elogio de su fe y que librase a su hija de un demonio de que estaba poseída. El Hijo de Dios no se detuvo allí mucho tiempo; solamente quería dar á entender que había venido principalmente para convertir a los judíos, según se les había prometido; pero que igualmente había venido también para los gentiles aun cuando no debiesen ser llamados a la fe, sino después que los judíos se hubiesen hecho indignos del Evangelio. Volviéndose, pues, Jesús del país de Tiro, se fue por Sidón, esto es, pasó solamente por el territorio de los sidonios; y encaminándose hacia el mar de Galilea, atravesó una parte del país de la Decápolis. Llamábase asi una co1narca de la Galilea en Judea. Extendíase desde el monte Líbano hasta cerca, del mar de Galilea, y tomaba .su nombre de diez ciudades principales que contenía, las cuales eran: Dan, Cesarea de Filipo, Cades, Neftali, Aser, Safer, Cafarnaum, Corozain, Bethsaida, Jotapate, Tiberiades y Bethsan o Scitópolis. Habiendo llegado el pueblo a entender que Jesús había llegado al país, le salió al encuentro. Lleváronle un hombre que era sordo y mudo: Este pobre daba gritos, con algunas palabras confusas y poco articuladas, como hacen por lo común los mudos, arrojando impetuosamente la voz, sin poderse dar a entender. Pidiéronle al Salvador .que le tocase con su mano y le curase.

Hizo, en efecto, lo que deseaban; pero con ciertas ceremonias de que no acostumbraba servirse cuando hacia otros milagros. Quería mostrarnos el Salvador en esto que sus 1nenores acciones eran misterios que debemos reverenciar, instrucciones mudas de que nos debemos aprovechar y ejemplos que debernos seguir. Quería al mismo tiempo con estas ceremonias hacernos comprender que no lía y demonio más peligroso que el que nos cierra la boca y nos impide descubrir las llagas del alma. No hay tampoco pecador más difícil de convertir que el que esta sordo á la voz de Dios. Estas dos enfermedades del alma son cuasi incurables; es menester un gran milagro para curar esta sordera espiritual; no hay una señal más visible de reprobación que cuando un pecador rehúsa oír la voz de Dios que le llama y le ofrece su. misericordia; ninguno esta en mayor peligro que el que no quiere descubrir las llagas de su alma al médico caritativo que las puede curar.

La primera: cosa que hizo el Salvador fue sacará aquel hombre de entre la multitud. Esta especie de pecadores apenas se convierten mientras permanecen en medio del tumulto del mundo; necesitan del retiro; él sólo puede poner al pecador en estado de oír la voz del Señor. En la soledad es en donde Dios habla al corazón del pecador. Habiendo, pues, el Hijo de Dios tomado aparte a este hombre sordo y n1udo, le mete sus dedos en los oídos,, le toca la lengua con su saliva; después, levantando los ojos al cielo, suspira por él y por todos los pecadores, figurados en este enfermo, y habiendo pronunciado esta palabra siriaca, que era la lengua del país, Ephpheta, que significa ábrete, el enfermo se halló curado: sus oídos se abren, su lengua se desata; el sordo oye la voz de su médico, el mudo habla con una facilidad que asombra y llena de regocijo a todos los que estaban presentes. ¡Qué de misterios, a cual más instructivos, en un solo milagro! Notemos aquí que el Salvador se contenta con decir á los oídos Ephpheta, ábrete; y que no dice a la lengua desátate, porque basta que el pecador oiga la palabra de Dios: inmediatamente habla, desatase la lengua, luego que el corazón es movido. Es muy difícil convertir a un pecador cuando no quiere oír hablar de su estado, ni explicarse él mismo con aquellos que podrían sacarle de él.

El Salvador gime, levanta sus ojos al cielo, lo que hacia ordinariamente antes de obrar los mayores milagros. Todo .esto muestra la dificultad de aquella curación. El Hijo de Dios no tenia necesidad de hacer todas estas ceremonias para volver la palabra y el oído al sordomudo, no era menester más que el que quisiera que hablase y que oyese; pero quería el Salvador instruirnos y enseñarnos al mismo tiempo que es necesario levantar los ojos al cielo, que es preciso gemir, esto es, que es menester orar y hacer penitencia por esta especie de pecadores. Quería también el Salvador enseñar a sus discípulos por estas ceremonias las que ellos debían observar en la administración del sacramento del Bautismo, y en efecto, comprendiéronlo perfectamente los apóstoles después de la venida del Espíritu Santo, y así lo enseñaron luego a la Iglesia. En la explicación que se ha dado en la historia del sexto domingo después de Pentecostés, ha podido verse lo que significan estas misteriosas ceremonias. Todo lo que el Salvador ha hecho y dicho durante su vida pública en la tierra ha sido para nuestra instrucción.

No es menos saludable la orden que dio el Salvador a todo el pueblo de que no hablasen de la 1naravilla de que habían sido testigos. La humildad ha sido siempre el rasgo más brillante y más señalado de Jesucristo y de todos sus verdaderos discípulos. Sabía bien que se publicaría; pero quería enseñarnos que en el ejercicio de las buenas obras, sobre todo en. los actos de esplendor que acompañan algunas veces las funciones del divino ministerio, no se ha de buscar la gloria delante de los hombres, ni hemos de tener otra mira que la gloria de Dios; esto es todo lo que debemos proponernos en los servicios que hacemos al prójimo.

San Juan Crisóstomo, San Jerónimo y los demás Santos Padres creen que Nuestro Señor no pretendía imponerles una obligación estrecha de que no hablasen de los milagros, cuando les prohibía publicarlos; era más bien una lección de humildad .y de modestia que les daba, que un precepto rigoroso que les imponía; ni tampoco ellos tomaron la prohibición que les había hecho más que como la expresión de un simple deseo, tan ordinario en las almas humildes, de evitar el esplendor y la alabanza. Todos los que estaban presentes no podían imaginarse que aquel fuese un mandamiento absoluto que les obligase a callar; por otra parte su admiración era demasiado grande y demasiado general para que pudiese contenerse ni dejar de publicarse; por más que el Salvador tratase de huir del honor que le reportaba, era imposible que les cerrase la boca. Cuanto 1nás se lo prohibía, más altamente hablaban y más se maravillaban: honor, gloria, alabanza, exclamaban en un santo trasporte de admiración; bendición, salud a este hombre extraordinario que todo lo hace con perfección: él ha dado oídos a los sordos, lengua a los mudos, vista a los ciegos. Nuestras acciones son las que deben hacer nuestro elogio. Cualquiera otro titulo de alabanza es vano.

Juan Croisset, El año cristiano.

Los Padres del desierto. Abba Daniel

1. Decían acerca de abba Daniel que cuando llegaron a Escete los bárbaros, huyeron los Padres, y dijo el anciano: “Si Dios no me protege, ¿para quién vivo entonces?”. Y pasó en medio de los bárbaros, que no lo vieron. Se dijo entonces: “Dios me ha protegido y no he muerto. Haz tú también lo de los hombres y huye como los Padres”.

2. Interrogó un hermano a abba Daniel diciendo: “Dame un solo mandato y lo guardaré”. Le respondió: “Nunca pongas tu mano en el plato con una mujer ni comas con ella, y con esto te alejarás un poco del demonio de la fornicación”.

3. Dijo abba Daniel: «Había en Babilonia una hija de un notable que estaba poseída por un demonio. El padre tenía gran afecto por un monje, el cual le dijo: “Nadie puede curar a tu hija sino los solitarios que yo conozco, pero si les pides a ellos no aceptarán hacerlo, por humildad. Hagamos más bien esto: cuando vengan a la plaza, haz como los que desean comprar sus canastos, y cuando se presenten para recibir su precio les diremos que hagan oración, y confío que sanará”. Saliendo pues a la plaza encontraron a uno de los discípulos de los ancianos que estaba sentado vendiendo sus canastos, y lo llevaron con sus canastos como para recibir su precio. Cuando el monje llegó a la casa, salió la endemoniada y le dio una bofetada. Él le ofreció la otra mejilla, según el mandamiento del Señor, y el demonio, dolorido, gritó: “¡Oh violencia! ¡El mandato del Señor me expulsa!”. Quedó en seguida limpia la mujer. Cuando llegaron los ancianos les anunciaron lo sucedido. Ellos glorificaron a Dios y decían: “Es normal que la soberbia del diablo caiga por la humildad del mandamiento de Cristo”».

4. Dijo otra vez abba Daniel: “Cuanto el cuerpo se fortalece, se debilita el alma, y cuanto disminuye el cuerpo, se fortalece el alma”.

5. Caminaban una vez abba Daniel y abba Amoes. Y abba Amoes dijo. “¿Cuándo estaremos nosotros también sentados en la celda, padre?”. Le dijo abba Daniel: “¿Quién nos quita a Dios ahora? Dios está en la celda, y también afuera está Dios”.

6. Contaba abba Daniel: «Cuando estaba abba Arsenio en Escete había allí un monje que robaba los objetos que poseían los ancianos. Abba Arsenio lo tomó en su celda, deseando ganárselo y dar tranquilidad a los ancianos, y le dijo: “Te daré lo que quieras, pero no robes”. Le dio oro, dinero, vestidos, y todo lo que necesitaba. Pero él salía y seguía robando. Los ancianos entonces, viendo que no se aquietaba, lo expulsaron, diciendo: “Si un hermano tiene la enfermedad del pecado, es necesario soportarlo, pero si roba expúlsenlo, porque perjudica a su alma y molesta a todos los que están en ese lugar”».

7. Abba Daniel de Farán contaba: «Dijo nuestro padre abba Arsenio acerca de un escetiota, que era grande en las obras pero simple en la fe. A causa de su simplicidad se engañaba, diciendo: “No es realmente el cuerpo de Cristo lo que recibimos, sino una figura”. Supieron los ancianos que decía esto, y conociendo que era grande en la vida pensaron que hablaba de esa manera sin malicia, sino por simplicidad, y fueron adónde estaba él y le dijeron: “Abba, hemos oído acerca de una palabra contraria a la fe de uno que dice que el pan que recibimos no es verdaderamente el cuerpo de Cristo sino una figura”. Dijo el anciano: “Yo soy el que ha dicho eso”. Ellos lo amonestaron diciendo: “No sostengas eso, abba, sino lo que enseña la Iglesia Católica. Nosotros creemos que este mismo pan es el cuerpo de Cristo y que esta bebida es la sangre de Cristo, verdaderamente, y no una figura. Como en el principio tomó polvo de la tierra y plasmó al hombre a su imagen (cf. Gn 1,27), y nadie puede decir que no es la imagen de Dios, aunque sea incomprensible, así este pan del que dijo: ‘Es mi cuerpo’ (cf. Mt 26,26; Mc 14,22; Lc 22,19), creemos que es verdaderamente el cuerpo de Cristo”. Dijo el anciano: “Si no me convence la cosa misma, no creeré”. Le dijeron: “Roguemos a Dios durante esta semana acerca de este misterio, y confiamos que Dios nos lo revelará”. El anciano recibió con alegría la palabra, y oraba a Dios diciendo: “Señor, tú sabes que no es por maldad que no creo; pero si es por ignorancia que me engaño, revélamelo, Señor Jesucristo”. Se retiraron los ancianos a sus celdas, y rogaban también ellos a Dios, diciendo: “Señor Jesucristo, revela al anciano este misterio para que crea y no pierda su esfuerzo”. Y los oyó Dios. Se cumplió la semana y fueron a la iglesia el domingo, y se pusieron los tres juntos sobre una misma alfombra, el anciano en el medio. Se les abrieron los ojos, y cuando se puso el pan sobre la sagrada mesa, se les apareció a los tres, y sólo a ellos, un niño. Cuando el presbítero extendió la mano para partir el pan, bajó del cielo un ángel del Señor con una espada y tocó al niño, y vació su sangre en el cáliz. Cuando el presbítero partía el pan en pequeñas partículas, también el ángel cortaba al niño en pequeños pedazos. Y cuando fueron a recibir los sagrados misterios, solamente al anciano se le dio carne ensangrentada, y al verlo temió, y exclamó diciendo: “Creo, Señor, que el pan es tu cuerpo y la bebida es tu sangre”. Y en seguida, la carne que tenía en la mano se volvió pan, conforme al sacramento, y lo consumió dando gracias a Dios. Le dijeron los ancianos: “Dios conoce la naturaleza humana, y sabe que no puede comer carne cruda, por eso transformó su cuerpo en pan y su sangre en vino para los que lo reciben con fe”. Y agradecieron a Dios por el anciano, porque no permitió que pereciesen sus trabajos. Y se volvieron los tres con alegría a sus celdas».

De los Padres del desierto.