7 de octubre: Santisima Virgen del Rosario

Cuando la impía herejía Albigense se extendía por la región de Tolosa, arraigando cada vez más profundamente, Santo Domingo, que acababa de fundar la Orden de Predicadores, se consagró a extirparla. Para conseguirlo con mayor eficacia, imploró con asiduas oraciones el auxilio de la Santísima Virgen, cuyo honor atacaban los impúdicos herejes, y a quien se ha dado poder para destruir todas las herejías en el mundo. Y habiéndole recomendado la Virgen (según atestigua la tradición), que predicara a los pueblos el Rosario, como singular auxilio contra las herejías y los vicios, lo hizo con fervor y gran éxito. El Rosario es una forma especial de oración que consta de quince decenas de Avemarías, separada una decena de la otra por la Oración dominical, y cada una de las cuales presenta a nuestras meditaciones uno de los principales misterios de nuestra Redención. Así, pues, a Santo Domingo fue debida en aquellos días la divulgación y la propagación de aquella fórmula piadosa de plegaria. Y que él hubiese sido quien la instituyó, lo han afirmado con frecuencia los Papas en sus letras apostólicas.

Al Rosario hay que atribuir muchísimos favores obtenidos por el pueblo cristiano, entre los cuales es justo mencionar la victoria que el Papa San Pío V y los príncipes cristianos, enardecidos por sus exhortaciones, obtuvieron en el golfo de Lepanto sobre el poderosísimo tirano turco. Y en efecto; siendo el día en que se alcanzó esta victoria el mismo en que las cofradías del santísimo Rosario del mundo dirigen a María sus oraciones, a estas plegarias se atribuyó aquel triunfo. Así lo reconoció el Papa Gregorio XIII, el cual, para que en memoria de tan señalado beneficio se tributaran perennes acciones de gracias a la Santísima Virgen invocada por los fieles bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario, concedió que en todas las iglesias en donde hubiese un altar del Rosario se celebrara a perpetuidad un Oficio con rito doble mayor; y otros Pontífices enriquecieron con muchas indulgencias el rezo del Rosario y a las Cofradías de este mismo nombre.

Clemente XI estaba persuadido de que debía atribuirse a esta oración la victoria del año 1716, en el reino de Hungría, sobre el gran ejército de los Turcos, por Carlos VI, emperador de los Romanos, ya que tuvo lugar en el día en que se celebraba la Dedicación de la Virgen de las Nieves, y en la hora en que habían organizado los cofrades del Santísimo Rosario unas solemnes rogativas públicas, con numerosa concurrencia y grandes muestras de devoción; pedían con fervor a los pies del Señor la derrota de los turcos, e imploraban el poderoso auxilio de la Virgen Madre de Dios a favor de los cristianos. Atendidas estas, Clemente XI creyó que debí atribuir a la protección de la Virgen Inmaculada esta victoria, lo mismo que el levantamiento del sitio de la isla de Corfú por los Turcos, ocurrido poco después. Para dejar de este beneficio perpetua memoria y gratitud, extendió a toda la Iglesia, con el mismo rito, la Fiesta del Santísimo Rosario. Benedicto XIII mandó consignar estas gracias en el Breviario Romano. León XIII, en tiempos tan turbulentos para la Iglesia, y ante el despliegue espantoso de males que desde tanto tiempo nos abruman, excitó a los fieles, en varias cartas apostólicas, a la devoción al Rosario de María, en especial que lo rezaran durante el mes de octubre. Elevó esta fiesta a un grado superior; añadió a las Letanías lauretanas la invocación: Reina del sacratísimo Rosario; y concedió a la Iglesia universal un Oficio propio para este día. Honremos sin cesar a la Santísima Madre de Dios con esta devoción que tanto le place; y Ella que tantas veces, al ser invocada con confianza por los fieles de Cristo mediante el Rosario, nos ha conseguido ver humillados a nuestros enemigos de la tierra, nos obtendrá el triunfo sobre los del infierno.

Del Breviario Romano

Santos de la semana del 3 al 9 de octubre

3 DE OCTUBRE: SANTA TERESITA DEL NIÑO JESUS

Teresa del Niño Jesús nació en Alencón, Francia, de padres que se distinguían por su singular piedad para con Dios. Prevenida por el Espíritu Santo, concibió desde niña el deseo de abrazar la vida religiosa; y prometió a Dios no negarle nada de cuanto le pareciera que Él le pedía; promesa que se esforzó en guardar hasta la hora de la muerte. Huérfana con sólo cinco años, se confió a la divina Providencia, bajo la vigilancia de su padre y de sus hermanas mayores; y con tales maestros, adelantó muy rápido por el camino de la perfección. A los nueve años, fue educada por las benedictinas de Lisieux; durante ese tiempo destacó en el conocimiento de las cosas divinas. A los diez años, sufrió una grave y misteriosa enfermedad, de la cual se vio libre, según refiere ella misma, gracias al auxilio de la Santísima Virgen, que se le apareció sonriente durante una novena dedicada a la advocación de Nuestra Señora de las Victorias. Con su espíritu lleno de fervor, se preparó con esmero para participar en el sagrado convite en que Jesucristo se da como alimento de nuestras almas.

Recibida la primera comunión, se manifestó en ella un hambre insaciable de este celestial alimento. Como inspirada, pedía a Jesús le trocara en amarguras todas las mundanas consolaciones. Y ardiendo en amor hacia nuestro Señor Jesucristo y su Iglesia, no deseó en adelante otra cosa que ingresar en la Orden de las Carmelitas Descalzas, para poder, mediante su inmolación y sacrificios, venir en ayuda de los sacerdotes, los misioneros y de toda la Iglesia, y ganar muchas almas para Jesucristo, cosa que más tarde, próxima a morir, prometió seguir haciendo cuando se hallara cerca de Dios. Tuvo grandes dificultades para entrar en la vida religiosa, debido a su juventud, pero consiguió vencerlas con increíble fortaleza, y tuvo la dicha de entrar a los quince años en el Carmelo de Lisieux. Allí obró Dios admirables cosas en el corazón de Teresa, la cual, imitando la vida oculta de la Virgen María, produjo como fértil jardín las flores de todas las virtudes, y principalmente la de una eminente caridad para con Dios y con el prójimo.

Al leer en las Sagradas Escrituras esta invitación: El que sea pequeño, que venga a mí, deseando agradar más a Dios, quiso hacerse pequeña según el espíritu, y con una confianza del todo filial, se entregó para siempre a Dios como al más amante de los padres. Y este camino de la infancia espiritual, según la doctrina del Evangelio, lo enseñó a los demás, especialmente a las novicias, de cuya formación en las virtudes religiosas hubo de encargarse por obediencia; y de esta manera, llena de celo apostólico, mostró a un mundo henchido de soberbia y amador de la vanidad, el camino de la sencillez evangélica. Jesús, su Esposo, la enardeció con deseos de sufrir en el alma y en el cuerpo. Viendo, con gran dolor, que el amor de Dios es olvidado en todas partes, dos años antes de morir se ofreció como víctima al amor misericordioso de Dios. Se sintió, entonces, herida por una llama de celestes ardores. Por último, consumida por el amor, arrebatada y exclamando con gran fervor: ¡Oh Dios mío, yo os amo!, voló al encuentro del Esposo, el 30 de septiembre de 1897 a la edad de 24 años. La promesa que hizo al morir, de dejar caer sobre la tierra, a partir de su entrada en el cielo, una perpetua lluvia de rosas, la ha cumplido, y sigue cumpliéndola, con innumerables milagros. Por esto el Papa Pío XI la inscribió entre las Vírgenes Beatas, y dos años más tarde, con ocasión del gran Jubileo, la canonizó, declarándola especial Patrona de todos los misioneros.

4 DE OCTUBRE: SAN FRANCISCO DE ASIS

Francisco, natural de Asís, Umbría, se dedicó desde joven, a ejemplo de su padre, a ejercer el comercio. Un día en que, contra su costumbre, rechazó a un pobre que le pedía limosna por amor de Cristo, concibió tal contrición que le socorrió con largueza, y prometió a Dios no negar desde entonces a nadie la limosna que le pidiesen. Contrajo luego una grave enfermedad, y apenas restablecido, comenzó a entregarse con ardor a la práctica de la caridad, en cuyo ejercicio aprovechó tanto, que por amor a la perfección evangélica entregaba a los pobres cuanto poseía. Indignado su padre por este proceder, le llevó ante el obispo de Asís para que, ante él, renunciara a su patrimonio. Francisco renunció a todo; hasta a sus vestidos, de los cuales se despojó, diciendo que en adelante podría exclamar con mayor razón: Padre nuestro que estás en los cielos.

Un día en que oyó leer este pasaje del Evangelio: “No llevéis oro ni plata, ni dinero alguno en vuestros bolsillos, ni alforja para el viaje, ni más de una túnica y un calzado, resolvió atenerse a esta regla en adelante. Y así, quitándose su calzado, contentándose con un solo vestido, y juntándose con otros doce compañeros, instituyó la Orden de religiosos Menores. En el año de gracia, 1209, vino a Roma, para que la Sede Apostólica confirmara la regla de dicha Orden. Inocencio III por de pronto rehusó su demanda; pero después de haber visto en sueños al mismo a quien desechara, sosteniendo sobre sus espaldas la basílica de Letrán que amenazaba ruina, mandó ir en busca de Francisco, y en una cordial entrevista aprobó todo el plan de su Instituto. Entonces envió Francisco hermanos por diversas partes del mundo a predicar el Evangelio de Cristo; en cuanto a él, deseoso del martirio, se embarcó en dirección a Siria; allí fue tratado por el Sultán con gran benignidad, pero como no consiguiera sus deseos, regresó a Italia.

Luego de edificar muchas casas de su Orden, se refugió en la soledad del monte Alvernia, donde habiendo comenzado un ayuno de cuarenta días en honor de San Miguel Arcángel, se le apareció, en el día de la Exaltación de la Santa Cruz, un Serafín que, entre sus alas, mostraba la efigie del Crucificado, y que dejó impresas en las manos, pies y costado de Francisco las señales de los clavos. San Buenaventura nos dice que él mismo oyó referir este hecho al papa Alejandro IV en un sermón, como testigo de vista. Estas muestras del inmenso amor que Cristo le tenía, atrajéronle la admiración de todas las gentes. Dos años después, enfermó gravemente, y quiso que le llevaran a la iglesia de Santa María de los Ángeles para entregar su espíritu allí mismo donde Dios le comunicó el espíritu de gracia; y allí, en el día cuarto anterior a las nonas de octubre, después de exhortar a los hermanos a la pobreza, a la paciencia y a la fe en la santa Iglesia romana, exhaló su alma al pronunciar el versículo: Los justos están en expectación hasta que me recompenses, del Salmo: Alcé mi voz para clamar al Señor. Resplandeciendo por sus milagros, fue canonizado por el Papa Gregorio IX.

6 DE OCTUBRE: SAN BRUNO.

Bruno, fundador de la Orden cartujana, nació en Colonia. Desde su infancia dio tales muestras de su futura santidad en la gravedad de su porte y en el cuidado con que se apartaba, ayudado de la divina gracia, de los juegos propios de la edad, que ya podía vislumbrarse en él al futuro padre de los monjes y restaurador de la vida anacorética. Sus padres, ilustres por su prosapia y sus virtudes, le enviaron a París, donde sus progresos en el estudio de la filosofía y de la teología le granjearon el título de doctor en las dos disciplinas; poco después, sus virtudes le merecieron un canonicato en la Iglesia de Reims.

Tras unos años, junto con otros seis compañeros, se propuso renunciar al mundo, presentándose a San Hugo, Obispo de Grenoble; el cual, al conocer la causa de su venida, entendió que los siete habían sido simbolizados por las siete estrellas que en sueños había visto caer a sus pies aquella misma noche, y por ello les cedió unos ásperos montes, llamados Cartujanos, acompañando a Bruno y a sus compañeros a aquel desierto, en donde el santo se ejercitó durante algunos años en la vida eremítica; llamado por Urbano II, que había sido su discípulo, marchó a Roma. Allí, con sus consejos y doctrina ayudó algunos años al Papa en medio de las grandes calamidades que afligían a la Iglesia, hasta que, renunciando al arzobispado de Regio, obtuvo del Papa la licencia de partir.

Bruno pudo entonces, en su amor a la vida solitaria, retirarse a un desierto cerca de Esquilache, Calabria. Y aconteció que yendo de caza Rogelio, conde de aquel país, descubrió por los ladridos de los perros la cueva en que Bruno estaba orando, e impresionado por la santidad del anacoreta, empezó a honrar y a favorecer en gran manera a él y a sus discípulos. Esta liberalidad no quedó sin recompensa, pues con ocasión del sitio que el mismo Rogelio puso a Capua, y de la traición que había maquinado contra él uno de sus oficiales llamado Sergio, Bruno, que vivía aún en aquel desierto, le reveló en sueños lo que ocurría, salvando así a su bienhechor de un peligro inminente. Por último, colmado de méritos y de virtudes, e ilustre por su ciencia, murió en el Señor, y fue sepultado en el monasterio de San Esteban, construido por el mismo Rogelio, donde aún hoy recibe los honores del culto.

Del Breviario Romano