26. Fueron algunos hermanos a abba Antonio, y le dijeron una palabra del Levítico. Salió el anciano al desierto, y lo siguió ocultamente abba Amonas, que conocía sus costumbres. Y alejándose, el anciano, puesto de pie para la oración, exclamó con voz fuerte: “Oh, Dios, envía a Moisés para que me explique esta palabra”. Y llegó una voz que conversó con él. Dijo abba Amonas que él oyó la voz que conversaba con el anciano, pero no comprendió el alcance de esas palabras.
27. Tres padres tenían la costumbre de ir cada año a ver a abba Antonio y mientras dos lo interrogaban acerca de los pensamientos y la salvación del alma, el tercero callaba absolutamente y nada preguntaba. Después de mucho tiempo, le dijo abba Antonio: “Vienes desde hace tiempo y no me preguntas nada”. Le respondió diciendo: “Abba, me basta con verte”.
28. Decían que uno de los ancianos rogó a Dios le concediese ver a los Padres, y los vio excepto a abba Antonio. Le dijo al que se lo mostraba: “¿Dónde está abba Antonio?”. Le respondió: “En el mismo lugar en que está Dios, allí está”.
29. Un hermano en el cenobio fue acusado calumniosamente de fornicación, y levantándose fue adonde estaba abba Antonio. Los hermanos del cenobio fueron también para curarlo y llevarlo consigo, y trataron de convencerlo que había hecho aquello. Él, por el contrario, afirmaba: “No lo hice”. Estaba allí abba Pafnucio Céfalas, quien les dijo esta parábola: “Vi en el borde del río a un hombre, hundido en el fango hasta las rodillas, y fueron unos para darle la mano, y lo hundieron hasta el cuello”. Y les dijo abba Antonio acerca de abba Pafnucio: “Este es un hombre veraz, capaz de curar a las almas y salvarlas”. Movidos a arrepentimiento por las palabras de los ancianos, hicieron la metanía al hermano. Y amonestados por los Padres, recibieron al hermano en el cenobio.
30. Decíase de abba Antonio que llegó a ser pneumatóforo (portador del Espíritu Santo), pero que no quería hablar a causa de los hombres. En efecto, reveló lo que acontecía en el mundo y lo que había de venir.
31. Recibió abba Antonio una carta del emperador Constancio, invitándolo a ir a Constantinopla, y reflexionaba acerca de lo que debía hacer. Le preguntó a abba Pablo, su discípulo: “¿Debo ir?”. Y le respondió: “Si vas, te llamarás Antonio; si no vas, te llamarás abba Antonio”.
32. Dijo abba Antonio: “Ya no temo a Dios, sino que lo amo. En efecto, el amor expulsa el temor (1 J 4,18)”.
33. Dijo el mismo: “Deben tener siempre ante los ojos el temor de Dios. Acuérdense de quien da la muerte y la vida (cf. 1 S 2,6). Tengan odio al mundo y a todo lo que está en él. Renuncien a esta vida, para vivir para Dios. Recuerden lo que prometieron a Dios; eso es lo que se les pedirá en el día del juicio. Sufran el hambre, la sed, la desnudez, las vigilias; entristézcanse y lloren, giman en sus corazones; prueben si son dignos de Dios; desprecien la carne, para salvar sus almas”.
34. Visitó abba Antonio a abba Amún en la montaña de Nitria, y cuando se hubieron encontrado, le dijo abba Amún: “Ya que el número de los hermanos se ha multiplicado gracias a tus oraciones, y algunos de ellos desean construirse celdas retiradas para vivir en el recogimiento (hesiquía), ¿a qué distancia de las actuales dispones que se edifiquen esas celdas?”. Le dijo: “Comeremos a la novena hora, y saldremos a recorrer el desierto para reconocer el lugar”. Cuando hubieron marchado por el desierto hasta la puesta del sol, abba Antonio dijo: “Oremos, y plantemos una cruz, para que construyan aquí los que lo que desean. Así los hermanos que vengan de allá para ver a los que están aquí, lo harán después de tomar una ligera refección a la hora novena, y los encontrarán en este momento. Lo mismo los que vayan de aquí para allá, se conserven de este modo sin distracción en las visitas mutuas”. La distancia es de doce millas.
35. Dijo abba Antonio: “El que trabaja un bloque de hierro, observa primero en su pensamiento lo que desea hacer: una hoz, una espada o un hacha. De la misma manera, nosotros debemos pensar qué virtud buscamos, para no esforzarnos en vano”.
36. También dijo: “La obediencia y la continencia someten las fieras a los hombres”.
37. Dijo también: «Conozco monjes que cayeron después de haber soportado mucho, y que llegaron al orgullo del alma porque esperaron en sus obras y desconocieron el mandato que dice: “Interroga a tu padre y él te enseñará (Dt 32,7)”».
38. Dijo también: “El monje debería manifestar confiadamente a los ancianos, si fuera posible, cuántos pasos hace o cuántas gotas de agua bebe en su celda, para no tropezar en ello”.
Nada particular ofrece este domingo sino lo que es común a todo el tiempo pascual; esto es, la renovación de la alegría espiritual, que es el efecto de la resurrección del Salvador, y una continuación del fervor que debe ser el fruto en el corazón de los fieles.
Los griegos le llaman el domingo de Semi-Pentecostes; esto es, de la semana que divide los cincuenta días que hay desde Pascua hasta Pentecostés, pues que el miércoles siguiente es el vigésimo quinto desde el domingo de Resurrección. Aunque la Iglesia convida a todos sus hijos a las demostraciones de una alegría santa que la gracia produce en una conciencia tranquila y en un corazón puro, con vida principalmente a los gentiles a que celebren con cánticos de alegría su vocación a la fe y a que reconozcan con himnos de acción de gracias el beneficio singular que el Señor les ha hecho sacándolos de las espesas tinieblas del paganismo. No formando ya los judíos y los gentiles sino un solo pueblo en la Iglesia por la vocación á la fe del Salvador, deben tener los mismos sentimientos y el mismo idioma; á esta unión de los dos pueblos hace alusión la Iglesia en la oración de la misa de este día, que es una de las más bellas oraciones que pueden dirigirse á Dios y que debería estar continuamente en la boca y en el corazón de los fieles.
El introito de la Misa esta tomado del salmo XCVII, que es una acción de gracias por la libertad del pueblo judío de la cautividad de Egipto, de la cautividad de Babilonia, tal vez de alguna otra calamidad. El real Profeta, con bastante verosimilitud, designa bajo de esta figura la redención de los hombres por Jesucristo, cuya venida predice. Cantad, dice, hijos de los hombres, un cántico nuevo de la gloria del Señor, que ha obrado tantos prodigios en nuestro favor, y no ceseís de multiplicar vuestras alabanzas en su honor, de bendecirle, de glorificarle y darle gracias. El Señor ha hecho brillar d vista de las naciones su fidelidad, su omnipotencia en sus maravillas, su misericordia en sus beneficios, librando a su pueblo de una esclavitud tan peligrosa. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho nuevos prodigios en vuestro favor, librándoos de la cautividad y de la servidumbre por caminos inesperados y por una misericordia de que no os hubierais atrevido a lisonjearos: tantas maravillas de su parte, con razón merecen vuestras acciones de gracias. Como la servidumbre de Egipto y la cautividad de Babilonia no eran otra cosa que la figura de la servidumbre fatal del pecado bajo de la cual vivíamos, la libertad y manumisión de estas esclavitudes eran la figura de la dichosa libertad que felizmente nos ha adquirido Jesucristo con su muerte y con su gloriosa resurrección. ¡Qué motivo, pues, mas justo de alegría, llena de acciones de gracias y de amorosos trasportes! Dios, dice el texto sagrado, ha manifestado al mundo d su Salvador, la Sabiduría eterna, su Hijo único, su Verbo, la fuente de todo bien y de toda justicia, nuestro Redentor, y nos le ha manifestado singularmente en el día de su resurrección d todas las naciones. Ha difundido la luz del Evangelio por todo el mundo. Los pueblos que vivían en las tinieblas han percibido, en fin, esta gran luz, y la luz se ha descubierto de los que habitaban en la región de la sombra y de la muerte. (Isaías, IX.)
El Señor ha empleado la virtud de su diestra y toda la fortaleza de su brazo para conservar su pueblo y para salvarnos. Quiere decir, que el Señor, para sacarnos de la cautividad, para salvarnos, no ha empleado una fuerza extraña, ha venido él mismo en nuestro auxilio: con su propia muerte y con su triunfante resurrección es con lo que ha vencido al infierno, destruido el imperio del demonio y del pecado, y nos ha librado de la más dura de todas las servidumbres.
La Epístola de la Misa de este día está tomada de la Epístola católica del apóstol Santiago, obispo de Jerusalén, que se apellida hermano, esto es, primo de Jesucristo, cuyo designio principal es hacer ver que la fe no puede salvarnos sin las obras, aun cuando seamos justificados por la fe. Lo que constituye el asunto de la Epístola de la Misa de este do1ningo es el pasaje en que este Apóstol declara á todos los fieles que toda gracia y todo don viene de lo alto y desciende del Padre de las luces, que es la fuente de todo bien. Este Apóstol es llamado Menor para distinguirle de Santiago, hermano de San Juan, el cual es mayor que él., por decirlo así, en el apostolado, y que por la misma razón se llama el Mayor en los fastos de la Iglesia. Llamase católica su Epístola porque no se dirige á ninguna iglesia particular, sino que es común á todas las que profesan la fe de Jesucristo, o a lo menos á las que se componían de judíos convertidos al cristianismo, y esparcidas entonces en cuasi todas las partes del inundo, á lo cual alude el nombre de católica, que significa propiamente universal. Todo favor insigne., dice el santo Apóstol, y todo d6n perfecto viene de lo alto. Era un error muy común entre los judíos el creer que muchas bellas cualidades, y aun muchas virtudes, crecían dentro de nosotros como de nuestra propia cosecha y que eran frutos de nuestro libre albedrío. Los fariseos, sobre todo, creían poder por sí mismos resistir á la concupiscencia y practicar la ley sin necesidad de la oración ni de la gracia. Santiago previene á los fieles contra esta perniciosa presunción; y como aquellos á quienes se dirige principalmente su carta se habían criado en el judaísmo, temiendo no estuviesen imbuidos en este error, les enseña desde luego que todo el bien que hay en nosotros viene de Dios, y que no hay verdadera virtud que no sea un don de su misericordia.
No nos atribuyamos el mérito de nuestras buenas obras, ni pensemos que con sólo nuestras fuerzas podemos resistir los halagos de la concupiscencia; para esto necesitamos del auxilio sobrenatural de Dios y de aquella gracia que no niega á nadie. Es menester esta gracia para querer el bien, para hacer el bien, para perseverar en el bien; sin este auxilio no hay bien alguno que sea meritorio de la vida eterna. Luego toda gracia, todo don excelente viene del Padre de las luces. Llama á Dios Padre de las luces, porque él es, dice San Agustín, el que ilumina á todo el que viene al mundo, y el que imprime en nuestras almas las verdades de salud, el que nos inspira el amor y el que nos le hace poner en práctica con el auxilio de su gracia. Después de haber indicado Santiago en los versículos precedentes el origen del mal, dice un sabio intérprete, indica el del bien, y enseña que todos los bienes de la naturaleza y de la gracia, por excelentes que sean, nos vienen de lo alto y descienden del Padre de las luces. Esta proposición asegura dos verdades importantes: la una que todo lo que viene de Dios es bueno y excelente lo cual destruye la impiedad de Manés, que hace á Dios autor del pecado, la otra que todo lo que nosotros tenen1os bueno, piadosos deseos, buenos pensamientos, obras de justicia y de caridad, todo esto viene de Dios como de su origen, lo cual refuta el error de Pelagio, que hacia al hombre autor de todo el bien sobrenatural que hace. Todo don perfecto, continúa el Apóstol, desciende del Padre de las luces, el cual no se muda .y en quien no hay ni sombra de alteración. ¡Qué dulce es depender en todo de un Señor semejante! ¡Qué consolatorio el que nuestra fortuna y nuestra suerte dependan de él! Con ninguna criatura se puede contar seriamente; todo se doblega al menor viento, todo falla, todo cambia sobre la tierra; sólo Dios no está sujeto a la vicisitud ni a la mutación. Siempre amará la inocencia, siempre recompensará la virtud, siempre tendrá horror al vicio y siempre castigará el pecado. El horror, la aversión, el vicio son los grandes resortes que mueven a obra a los hombres importantes estos tres puntos de moral. Oír .mucho y hablar poco, es siempre señal de sabiduría; y la modestia y la reserva son inseparables de la verdadera virtud. Esos grandes habladores, esas gentes que dogmatizan tanto, no suelen ser siempre los más poderosos en obras; no los que predican o escuchan la ley, sino los que la practican, son justificados delante de Dios. En consecuencia de esta verdad recomienda Santiago la mansedumbre y la paciencia a todos los fieles. La cólera es una pasión, luego es contraria la virtud. Lisonjéase uno a las veces de que no obra sino por celo, y no es más que el movimiento de su pasión el que se sigue. Dios no ha elegido nuestros arrebatos para ejercer su venganza, para esto ha establecido jueces y potestades. El celo ardiente, el celo amargo, en los particulares que no están reputados para la reforma de los otros, no es propiamente otra cosa que una ira disfrazada: cuando se limita a reformarse a si mismos, entonces podrá pasar por celo; pero luego que el celo sale de su esfera y se derrama como torrente por la tierra del vecino, ya es estrago, ya es pasión. Por esto, concluye el mismo Apóstol, renunciando á todo lo que es impuro y á todos los excesos de la iniquidad, recibid con un espíritu de mansedumbre la palabra que se ha plantado en vosotros y que tiene la virtud de salvar vuestras almas; que es como si dijera: puesto que deseáis la sabiduría, y que queréis llegar al puerto de la salud, alejad de vosotros todo lo que puede impediros el llegar á este fin, todo lo que puede suscitar nieblas y borrascas en vuestro corazón. ¿Queréis vivir en la calma y gozar de un cielo sereno? Vivid en la inocencia; domad las pasiones tan enemigas a vuestro reposo y tan opuestas al espíritu de Jesucristo; ignorad hasta el nombre mismo de la impureza; vivid en una grande inocencia; arrojad de vuestro corazón la codicia, la avaricia, el demasiado amor de vosotros mismos. ¿Queréis que las verdades que se os han enseñado, que la divina palabra que se os ha predicado, que el espíritu de Jesucristo que ha sido como ingerido en el vuestro, produzcan mucho fruto? Tened aquella dulzura cristiana que, en alguna manera, caracteriza las almas puras. El fruto de esta divina palabra es la salud.
El Evangelio de la Misa de este día esta tomado de aquel pasaje de San Juan, en que viendo el Salvador que se acercaba su ascensión al cielo, prepara sus apóstoles para esta separación sensible – que debía privarles de su presencia corporal y, por consiguiente, debía afligirles. Les hace ver que es necesario que los deje y que les indemnizará bien de esta satisfacción puramente natural de que gozaban viéndole corporalmente con ellos. Todo el tiempo que Jesucristo estuvo visiblemente con sus apóstoles desde su resurrección hasta su ascensión, lo empleó en instruirle en los grandes misterios de la religión, de los cuales se habían hecho ya más capaces desde que en su primera aparición les hubo dado el Espíritu Santo. Esta comunicación, esta infusión del Espíritu Santo era necesaria para espiritualizar, por decirlo así, gentes tan materiales y hacerles capaces de las verdades que hasta entonces les habían sido tan incomprensibles. El Salvador, en este admirable discurso, tan instructivo y tan lleno, que hizo á sus apóstoles después de la última cena, habiéndoles hecho un compendio de cuanto aflictivo y horroroso debía sucederles en el establecimiento maravilloso de su Iglesia, les afianzo. No les había aún franqueado antes con vosotros, porque mientras yo estaba en vuestra compañía nada teníais que temer; pero ya no es tiempo de ocultaros nada. Ha llegado la hora, y yo estoy en vísperas de dejaros, por esto os he manifestado sin embozo, y aun sin figura, todo lo que tendréis que sufrir en el mundo; pero no temáis nada, aunque vais a perder mi presencia corporal, yo estaré sie1npre invisiblemente con vosotros. Acercase el tiempo en que debo volver al cielo de donde he venido. Yo me voy a aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta ¿adónde vas?
Esta pequeña reconvención que Jesucristo hace aquí a sus apóstoles, es una lección importante que les da el Salvador, -lo mismo que a nosotros. Porque os he dicho que me voy, estais afligidos, la tristeza se ha apoderado de vuestro corazón, os habeis todos consternado; pero lo que así os afecta no es más que la pérdida de mi presencia sensible, sin que tengáis presente en ninguna manera la gloria que voy a recibir subiendo al cielo, en donde debo estar sentado a la diestra de mi Padre, ni las grandes ventajas que debéis reportar de mi gloriosa ascensión. Vosotros estáis apegados a los sentidos, y no os mueve mas que lo sensible; por esto ninguno de vosotros piensa en preguntarme sobre la excelencia, sobre la felicidad de aquella dulce 1nansion de los bienaventurados, en donde Dios hace ostentación de su majestad, en donde mi sagrada humanidad va a recibir toda la gloria que le es debida, de donde he de enviaros el Espíritu Santo, el cual debe dar la última perfección a mi grande obra y derramar sobre vosotros todos mis dones. Yo os digo que me voy a aquel que me ha enviado, que vuelvo al cielo de donde he venido; y en lugar de regocijaros conmigo, tanto á causa de la felicidad que debo recibir allí, cuanto á causa de la ventaja que os resultará de mi exaltación, os afligís, no decís palabra, os veo pensativos y en profundo silencio. El pensamiento solo de mi partida os ha llenado de tal modo el corazón de tristeza, que os ha sobrecogido á todos. ¿De este modo debéis mirar lo más ventajoso que hay para vosotros? Os digo la verdad: os interesa que yo me vaya y que os prive de esta presencia corporal que hace que el amor que me tenéis sea menos espiritual y menos perfecto. Por otra parte, si yo no me fuese, el Espíritu Santo., que es el consolador y el maestro que os he prometido, no vendría, y yéndome yo, os le enviaré. Ahora bien, vosotros no ignoráis cuánto importa que venga; porque él es el que ha de convencer al mundo sobre el pecado, sobre la justicia y sobre el juicio. El Espíritu Santo, por la predicación de los apóstoles y por los milagros que obrarán, convencerá al mundo de pecado; esto es, hará conocer cuál ha sido la corrupción de costumbres y el lamentable error en que han vivido los hombres hasta aquí, sumergidos en la ignorancia del verdadero Dios, en los desarreglos más horribles y en una corrupción de costumbres universal; hará conocer. cuán criminales son los hombres, en particular los judíos, por no haber creído en Jesucristo después de tantas maravillas. Esos espíritus orgullosos y esos corazones indóciles, que habrán resistido tanto tiempo á las luces de la fe, conociendo, al fin, la virtud del espíritu de Dios por los brillantes prodigios que obrará y por la admirable santidad que comunicará a los fieles, confesaran, para confusión suya, que se han engañado cuando no han querido creerle. El mismo Espíritu Santo les convencerá también de la justicia y de la inocencia del Hijo de Dios, haciendo ver que aquel a quien han condenado tan injustamente a muerte ha resucitado y ha subido al cielo para reinar allí eternamente con su Padre. En fin, convencerá al n1undo y a todos sus partidarios de la equidad del juicio hecho contra el demonio que se había como atribuido el imperio del mundo; en donde reinaba con tanta tiranía y se había hecho erigir tantos altares; conocerán la justicia con que ha sido destruido el reino de este tirano, abolido sus leyes perniciosas é injustas, condenado sus falsas máximas y extinguido su poder, no solo por la destrucción de la idolatría, sino también por el establecimiento de una religión tan santa, la cual será la obra y la obra maestra del Espirita Santo y el fruto de la predicación del Evangelio. Estos son los tres efectos principales de la venida del Espíritu Santo que yo os enviaré. Él convencerá al mundo del pecado de los judíos, y de todos los que han rehusado creer en mi, después de las brillantes e incontestables pruebas de mi divinidad; convencerá al inundo de la justicia, haciendo ver á los judíos y los paganos que no habrá justicia ni verdadera virtud más que en la religión cristiana; convencerá, en fin, al mundo del juicio, destruyendo el imperio que tenia el demonio en el mundo sobre el espíritu y el corazón de todos los pueblos, por las falsas y perniciosas máximas que habían tenido fuerza de ley hasta la venida de Jesucristo.
Después de una instrucción tan importante y que viene á ser el compendio, por decirlo así, de nuestra religión, añade Jesucristo que aún tenia muchas cosas que decirles; pero que no estaban todavía en disposición de comprenderlas, y que no quería cargar su entendimiento de lo que no podía aún digerir: que les reservaba el conocimiento de ellas hasta la venida del Espíritu de verdad, el cual les enseñaría todas las verdades necesarias para su perfección, para su salvación y para la de los demás. Había dicho el Salvador a sus apóstoles que les había descubierto todo lo que él había oído de su Padre, esto es, todo lo que eran capaces de comprender antes de haber recibido la plenitud del Espíritu Santo y aquella inteligencia sobrenatural, que era uno de sus principales dones; pero había aún muchas más cosas n1isteriosas, cuyo verdadero sentido no eran todavía capaces de comprender.· Estos grandes misterios. estas verdades superiores, al alcance del entendimiento humano eran: la unión sustancial de la divinidad v de la humanidad en la persona adorable de Jesucristo; la espiritualidad de su reino eterno y temporal; su estado de hun1illacion y de gloria, de poder y de flaqueza, de victima por los pecados del mundo y de hombre sin pecado. Era necesario que viniese el Espíritu Santo para que les diese el don de inteligencia; para que disipase todas sus oscuridades y para que conciliase todas estas contradicciones aparentes, y esto es lo que ha hecho el Espíritu Santo, esta es su obra. Cuando venga aquel Espíritu de verdad, continúa el Salvador, los enseñará todas estas verdades y os comunicará una inteligencia clara de todos estos misterios. No hablará de si mismo, es decir, así como el Hijo nada dice de si -mismo, esto es, así con lo que éste dice, no lo dice solo, sino que su Padre lo dice con él, del mismo modo el Espíritu Santo nada dice de su propia autoridad, esto es, absolutamente solo, porque procediendo del Hijo lo mismo que del Padre, y recibiendo de ellos la misma naturaleza y la misma ciencia, nada dice, nada puede decir, sin lo que el Hijo dice con su Padre, no siendo las tres divinas personas más que un solo Dios: así que no penséis que el Espíritu Santo deba enseñaros una doctrina diferente de mía; es la misma doctrina, de la cual os dará un conocimiento mas perfecto y os desenvolverá el verdadero sentido. El Salvador se había explicado en otra parte poco más o menos en el mismo sentido, cuando decía a los judíos: Mi doctrina no es mía, sino ele aquel que me ha enviado. Todas estas maneras de hablar nos dan una idea muy clara del misterio adorable de la Trinidad, un solo Dios en tres personas.
Por fin, el Espíritu Santo os dará a conocer claramente el porvenir, añade el Salvador, llenándoos del espíritu de profecía, necesaria en el nacimiento de la Iglesia que vosotros debéis establecer. Todo lo que hará este Espíritu Santo será para mi gloria, porque es en el Espíritu, como es Espíritu de mi Padre; porque tendrá parte en lo que a mi pertenece, y os lo dará a conocer. Cuasi todos los intérpretes, después de los Santos Padres, no dudan que Jesucristo por estas palabras, tendrá parte en lo que a mi me pertenece, haya querido indicar que el Espíritu Santo procede del Hijo como del Padre, y que los dos le comunican la naturaleza y las perfecciones divinas que el Hijo mismo recibe del Padre por su generación eterna, y que el Espíritu Santo tiene por su eterna procesión de los dos. Es como si dijese el Hijo de Dios: El Espíritu Santo vendrá como un enviado, que no habla en su nombre y sólo por si. Como procede de mi Padre y de mi, y nosotros somos los que le envían, así como todos tres tenemos la misma naturaleza divina, así también tenemos una misma voluntad; y por tanto, todo lo que os enseñará es mi doctrina, y no os dirá nada que mi Padre y yo no os dijésemos: él es el que le glorificará, haciendo conocer a los hombres mi divinidad, que es la misma que la suya y la de mi Padre , porque estas tres personas el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo no son más que un solo Dios. Hará conocer esta divinidad por medio del don de inteligencia que comunicará a los fieles y por las maravillas que les hará mostrar en mi nombre.
Croisset, Año Cristiano. Cuarto domingo de Pascua.
1. El santo abba Antonio, mientras vivía en el desierto, cayó en la acedia y se oscurecieron sus pensamientos. Dijo a Dios: “Señor, quiero salvar mi alma, pero los pensamientos no me dejan. ¿Qué he de hacer en mi aflicción? ¿Cómo me salvaré?”. Poco después, cuando se levantaba para irse, vio Antonio a un hombre como él, trabajando sentado, que se levantaba de su trabajo para orar, y se sentaba de nuevo para trenzar una cuerda, y se alzaba para orar, y era un ángel del Señor, enviado para corregir y consolar a Antonio. Y oyó al ángel que le decía: “Haz esto y serás salvo”. Al oír estas palabras sintió mucha alegría y fuerza, y obrando de esa manera se salvó.
2. El mismo abba Antonio, investigando la profundidad de los juicios de Dios, rogó diciendo: “Señor, ¿por qué mueren algunos tras una vida corta y otros llegan a extrema vejez? ¿Por qué algunos son pobres y otros ricos? ¿Por qué los injustos se enriquecen los justos pasan necesidad?”. Entonces vino hasta él una voz que le respondió: “Antonio, ocúpate de ti mismo, pues eso es el juicio de Dios, y nada te aprovecha el saberlo”.
3. Uno interrogó a abba Antonio, diciendo: “¿Qué debo observar para agradar a Dios?”. El anciano le respondió diciendo: “Guarda esto que te mando: adondequiera que vayas, lleva a Dios ante tus ojos; y cualquier cosa que hagas, toma un testimonio de las Sagradas Escrituras; y cualquiera sea el lugar que habitas no lo abandones prontamente. Observa estas tres cosas y te salvarás”.
4. Dijo abba Antonio a abba Pastor: “Este es el gran esfuerzo del hombre: poner su culpa ante Dios, y estar preparado para la tentación hasta el último suspiro”.
5. Dijo el mismo: “El que no ha sido tentado no puede entrar en el Reino de los cielos. En efecto, suprime las tentaciones -‐dijo-‐ y nadie se salvará”.
6. Preguntó abba Pambo a abba Antonio: “¿Qué debo hacer?”. Le respondió el anciano: “No confíes en tu justicia, ni te preocupes por las cosas del pasado, y guarda tu lengua y tu vientre”.
7. Dijo abba Antonio: “Vi todas las trampas del enemigo extendidas sobre la tierra y dije gimiendo: ¿quién podrá pasar por ellas? Y oí una voz que me respondía: la humildad”.
8. Dijo también: “Algunos hay que afligieron sus cuerpos con la áscesis, y porque les faltó discernimiento, se alejaron de Dios”.
9. Dijo también: “La vida y la muerte dependen del prójimo. Porque si ganamos al hermano, ganamos a Dios, y si escandalizamos al hermano, pecamos contra Cristo”.
10. Dijo también: “Como los peces mueren si permanecen mucho tiempo fuera del agua, de la misma manera los monjes que se demoran fuera de la celda o se entretienen con seculares, se relaja la intensidad de su tranquilidad interior (hesyquía). Es necesario que, como los peces del mar, nos apresuremos nosotros a ir a nuestra celda, para evitar que, por demorarnos en el exterior, olvidemos la custodia interior”.
11. Dijo también: “El que permanece en la hesyquía en el desierto, se ve libre de tres combates: del oído, de la palabra y de la vista. Tiene sólo uno: el de la fornicación”.
12. Unos hermanos fueron adonde estaba abba Antonio, para comunicarle las visiones que tenían, y para aprender de él si eran verdaderas o procedían de los demonios. Tenían un asno, que había muerto en el camino. Cuando llegaron a la presencia del anciano, anticipándose, éste les dijo: “¿Por qué murió el pequeño asno en el camino?”. Le dijeron: “¿Cómo lo sabes abba?”. Les respondió: “Me lo mostraron los demonios”. Le dijeron: “Por eso veníamos nosotros a preguntar, porque vemos visiones y muchas de ellas son veraces, y no queremos equivocarnos”. Los convenció el anciano con el ejemplo del asno, que esas visiones procedían de los demonios.
13. Un hombre que estaba cazando animales salvajes en el desierto, vio a abba Antonio que se recreaba con los hermanos y se escandalizó. Deseando mostrarle el anciano que es necesario a veces condescender con los hermanos, le dijo: “Pon una flecha en tu arco y estíralo”. Y así lo hizo. Le dijo: “Estíralo más”. Y lo estiró. Le dijo nuevamente: “Estíralo”. Le respondió el cazador: “Si estiro más de la medida, se romperá el arco”. Le dijo el anciano: “Pues así es también en la obra de Dios: si exigimos de los hermanos más de la medida, se romperán pronto. Es preciso pues de vez en cuando condescender con las necesidades de los hermanos”. Vio estas cosas el cazador y se llenó de compunción. Se retiró muy edificado por el anciano. Los hermanos regresaron también, fortalecidos, a sus lugares.
14. Oyó hablar abba Antonio de un joven monje, que había hecho un milagro estando en camino. Porque vio a unos ancianos que viajaban y estaban fatigados, y ordenó a unos onagros que se acercaran y los llevaran hasta la celda de Antonio. Los ancianos se lo contaron a abba Antonio, el cual les dijo: “Me parece que este monje es como un navío cargado de bienes, pero no sé si llegará a puerto”. Y después de un tiempo, comenzó de repente abba Antonio a llorar, a arrancarse los cabellos y a lamentarse. Le dijeron sus discípulos: “Por qué lloras, padre?”. Les respondió el anciano: “Acaba de caer una gran columna de la Iglesia (se refería al joven monje). Pero vayan -‐les dijo-‐, adonde está él, y averigüen qué sucedió”. Fueron los discípulos y vieron al monje sentado sobre una estera, llorando el pecado que había cometido. Al ver a los discípulos del anciano les dijo: “Digan al anciano que le pida a Dios me conceda diez días solamente, y espero da satisfacción”. Pero en el plazo de cinco días murió.
15. Un monje fue alabado por los hermanos en presencia de abba Antonio. Cuando éste lo recibió, lo probó para saber si soportaba la injuria, y viendo que no la soportaba, le dijo: “Pareces una aldea muy adornada en su frente, pero que los ladrones saquean por detrás”.
16. Dijo un hermano a abba Antonio: “Ruega por mí”. Le dijo el anciano: “No tendré misericordia de ti, ni la tendrá Dios, si tú mismo no te esfuerzas y pides a Dios”.
17. Fueron unos ancianos adonde estaba abba Antonio, e iba con ellos abba José. Los quiso probar el anciano y les propuso un pasaje de la Escritura preguntándoles su sentido, comenzando por los menores y uno a uno respondían según su capacidad. A cada uno de ellos decía el anciano: “No lo has encontrado todavía”. Por último, le preguntó a abba José: “¿Qué dices tú acerca de esta palabra?”. Respondió: “No sé”. Dijo abba Antonio: «Abba José encontró el camino, pues dijo: “No sé”».
18. Unos hermanos fueron desde Escete para ver a abba Antonio, y al subir a una nave para dirigirse hasta él, hallaron un anciano que también quería ir. Los hermanos no lo conocían. Sentados entonces en la nave hablaban de las palabras de los Padres y de las Escrituras, y después, acerca de su trabajo manual. El anciano callaba. Cuando llegaron al puerto supieron que el anciano iba también a visitar a abba Antonio. Cuando llegaron adonde estaba él, les dijo (abba Antonio): “Tuvieron buena compañía, este anciano”. Dijo después al anciano: “Encontraste buenos hermanos, padre”. El anciano respondió: “Buenos son, en efecto, pero su casa no tiene puerta, y el que lo desee puede entrar en el establo y desatar el asno”. Decía esto porque hablaban lo que les venía a la boca.
19. Fueron unos hermanos adonde estaba abba Antonio y le dijeron: “Dinos una palabra: ¿qué debemos hacer para salvarnos?”. El anciano les dijo: “¿Oyeron la Escritura? Pues eso es bueno para ustedes”. Le dijeron ellos: “Pero queremos escucharlo de ti, padre”. Les dijo el anciano: “El Evangelio dice: Si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra (Mt 5,39)”. Le respondieron: “No podemos hacer esto”. Les dijo el anciano: “Si no pueden ofrecer la otra mejilla, al menos soporten que los golpeen en una”. Le dijeron: “Tampoco podemos esto”. Dijo el anciano: “Si no pueden esto, no devuelvan el mal que recibieron”. Respondieron: “Tampoco podemos hacer esto”. Dijo entonces el anciano a su discípulo: “Prepárales una papilla, porque están enfermos. Si no pueden hacer esto, ni quieren hacer lo otro, ¿qué puedo hacer yo por ustedes? Necesitan oraciones”.
20. Un hermano que había renunciado al mundo y dado sus bienes a los pobres, había, sin embargo, conservado algo para sí. Fue a ver a abba Antonio. Enterado de todo ello, le dijo el anciano: “Si quieres llegar a ser monje, ve a esa aldea, compra carne y ponla sobre tu cuerpo desnudo y vuelve aquí”. Así lo hizo el hermano, y los perros y las aves lo lastimaban. Fue adonde estaba el anciano, quien le preguntó si había hecho lo que le había aconsejado. Cuando le hubo mostrado su cuerpo herido, le dijo el santo abba Antonio: “Los que renunciaron al mundo y quieren poseer riquezas, son despedazados así por los ataques de los demonios”.
21. Fue tentado un hermano en el cenobio de abba Elías. Expulsado de allí fue al monte donde estaba abba Antonio. Permaneció el hermano con él durante algún tiempo, y le envió después al cenobio del que había salido. Cuando lo vieron los hermanos, lo expulsaron de nuevo. Volvió el hermano a abba Antonio, diciendo: “No quisieron recibirme, padre”. Lo envió de nuevo el anciano diciendo: “La nave naufragó en el mar, perdió la carga y apenas si pudo salvarse llegando a tierra; pero ustedes quieren hundir aquello que logró salvarse en tierra”. Ellos, al oír que lo enviaba abba Antonio, lo recibieron en seguida.
22. Dijo abba Antonio: «Pienso que el cuerpo tiene un movimiento natural, adaptado a él, pero que no actúa si no lo quiere el alma; indica solamente en el cuerpo un movimiento sin pasión. Pero hay otro movimiento, que proviene de la alimentación y del abrigo del cuerpo por la comida y la bebida; es así que el calor de la sangre excita el cuerpo para la acción. Por ello dice el Apóstol: “No se embriaguen con vino, en el que está la impureza (Ef 5,18)”. Y también el Señor en el Evangelio amonesta a los discípulos diciendo: “Miren que no se entorpezcan sus corazones con la crápula y la ebriedad (Lc 21,34)”. Hay todavía otro movimiento para los que combaten, que procede de las trampas y la envidia de los demonios. Hay que saber, por tanto, que hay tres movimientos del cuerpo: uno es natural, el segundo viene de la abundancia de alimentos, el tercero viene de los demonios».
23. Dijo también: “Dios no permite que esta generación sea atacada como la de los antiguos, pues sabe que es débil y no puede resistir”.
24. Le fue revelado a abba Antonio en el desierto: “En la ciudad hay un hombre semejante a ti, de profesión médico, que da lo superfluo a los necesitados y todos los días canta el trisagio con los ángeles”.
25. Dijo abba Antonio: «Viene el tiempo en que se enloquecerán los hombres, y cuando vean a uno que no está loco, se volverán contra él, diciendo: “Estás loco”, porque no es semejante a ellos».
La resurrección del Hombre-Dios realizada en domingo, pedía no se la solemnizase anualmente en otro día de la semana. De aquí la necesidad de separar la Pascua de los cristianos de la de los judíos que, fijada de modo irrevocable en el catorce de la luna de marzo, aniversario de la salida de Egipto, caía sucesivamente en cada uno de los días de la semana. Esta Pascua no era más que una figura; la nuestra es la realidad ante la cual la sombra desaparece. Era necesario, pues, que la Iglesia rompiese este último lazo con la sinagoga, y proclamase su emancipación celebrando la más solemne de las fiestas un día que no coincidiese nunca con aquel en que los judíos celebrasen su Pascua, en lo sucesivo estéril de esperanzas. Los Apóstoles determinaron que desde entonces la Pascua para los cristianos no sería ya el catorce de la luna de marzo, aun cuando ese día cayese en domingo, sino que se celebraría en todo el universo el domingo siguiente al día en que el calendario caducado de la sinagoga continuaba colocándola.
Con todo, en consideración al gran número de judíos que habían recibido el bautismo y que formaban entonces el núcleo de la Iglesia cristiana, para no herir su sensibilidad, se determinó que se aplicase con prudencia y paulatinamente la ley relativa al día de la nueva Pascua. Además, Jerusalén no tardaría en sucumbir debajo de las águilas romanas, según el vaticinio del Salvador; y la nueva ciudad que se levantaría sobre sus ruinas y que albergaría a la colonia cristiana, tendría también su Iglesia, pero una Iglesia completamente disgregada del elemento judaico, que la justicia divina había visiblemente reprobado en aquellos mismos lugares.
La mayor parte de los Apóstoles no tuvieron que luchar contra las costumbres judías en sus predicaciones en tierras lejanas, ni en la fundación de las Iglesias que establecieron en tantas regiones, aun fuera de los límites del imperio romano; sus principales conquistas las hacían entre lós gentiles. La Iglesia de Roma, que llegaría a ser Madre y Maestra de todas las demás, jamás conoció otra Pascua que aquella que hermana al domingo el recuerdo del primer día del mundo y la memoria de la gloriosa resurrección del Hijo de Dios y de todos nosotros, que somos sus miembros.
LA COSTUMBRE DE ASIA MENOR. —
Una sola provincia de la Iglesia, el Asia Menor, rehusó largo tiempo asociarse a este acuerdo. San Juan, que pasó muchos años en Efeso y terminó allí su vida, creyó no debía exigir, de los numerosos cristianos que de las sinagogas habían pasado a la Iglesia en aquellas regiones, el renunciamiento a la costumbre judía en la celebración de la Pascua; y los fieles salidos de la gentilidad que fueron a acrecentar la población de aquellas florecientes cristiandades, llegaron a apasionarse con exceso en la defensa de una costumbre que se remontaba a los orígenes de la Iglesia del Asia Menor. Como consecuencia, al correr de los años, esta anomalía degeneraba en escándalo; allí se aspiraban efluvios judaizantes y la unidad del culto cristiano sufría una divergencia que impedía a los fieles vivir unidos en las alegrías de la Pascua y en las santas tristezas que la preceden.
El Papa San Víctor, que gobernó la Iglesia desde el año 185, puso toda su solicitud sobre este abuso y creyó que había llegado el momento de hacer triunfar la unidad exterior sobre un punto tan esencial y tan central en el culto cristiano. Anteriormente, con el Papa San Aniceto, hacia el año 150, la Sede Apostólica había intentado, por medio de negociaciones amistosas, atraer las Iglesias de Asia Menor a la práctica universal; no fue posible triunfar sobre un prejuicio fundado en una tradición conceptuada como inviolable en aquellas regiones. San Víctor creyó tendría más éxito que sus predecesores; y a fin de influir en las asiáticos por el testimonio unánime de todas las Iglesias, ordenó se reuniesen concilios en los diversos países en que el Evangelio había penetrado, y se examinase en ellos la cuestión de la Pascua. La unanimidad fue perfecta en todas partes; y el historiador Eusebio, que escribía siglo y medio después, atestigua que todavía en su tiempo se guardaba el recuerdo de las decisiones que habían tomado en esta encuesta, además del concilio de Roma, los de las Galias, de Acaya, del Ponto, de Palestina y de Osrhoena en Mesopotamia.
El concilio de Efeso, presidido por Polícrato, obispo de aquella ciudad, resistió solo a las insinuaciones del Pontífice y al ejemplo de la Iglesia Universal. San Víctor, juzgando que esta oposición no podía tolerarse por más tiempo, publicó una sentencia por la que separaba de la comunión de la Santa Sede las Iglesias refractarias del Asia Menor. Esta pena severa, que no se imponía por parte de Roma sino después de prolongadas instancias encaminadas a extirpar los prejuicios asiáticos, excitó la conmiseración de muchos obispos.
San Ireneo, que ocupaba entonces la silla de Lyon, intercedió ante el Papa, en favor de dichas Iglesias, que no habían pecado, según él, sino por falta de luces; y obtuvo la revocación de una medida cuyo rigor parecía desproporcionado con la falta. Esta indulgencia produjo su efecto: al siglo siguiente, San Anatolio, obispo de Laodicea, atestigua en su libro sobre la Pascua, escrito en 276, que las Iglesias del Asia Menor se habían adaptado anualmente, desde hacia algún tiempo, a la práctica romana.
LA OBRA DEL CONCILIO DE NICEA. —
Por una coincidencia extraña, hacia la misma época, las Iglesias de Siria, de Cilicia, y de Mesopotamia dieron el escándalo de una nueva desavenencia en la celebración de la Pascua. Dejaron la costumbre cristiana y apostólica, para adoptar el rito judío del catorce de la luna de marzo. Este cisma en la liturgia, afligió a la Iglesia; y uno de los primeros cuidados del concilio de Nicea fue promulgar la obligación universal de celebrar la Pascua en domingo. El decreto restableció la unanimidad; y los Padres del concilio ordenaron «que sin controversia, los hermanos de Oriente solemnizasen la Pascua en el mismo día que los romanos, los alejandrinos y todos los demás fieles». La cuestión parecía tan grave por su conexión con la esencia misma de la liturgia cristiana, que San Atanasio, resumiendo las razones que habían impulsado la convocatoria del concilio de Nicea, asigna como motivos de su reunión la condenación de la herejía arriana y el restablecimiento de la unión en la solemnidad de la Pascua.
El concilio de Nicea reglamentó también que el obispo de Alejandría fuese el encargado de mandar hacer los cálculos astronómicos que ayudasen cada año a determinar el día preciso de la Pascua, y que enviase al Papa el resultado de los descubrimientos realizados por los sabios de aquella ciudad, tenidos por los más certeros en sus cómputos. El Pontífice romano dirigiría después a todas las Iglesias cartas en que intimase la celebración uniforme de la magna fiesta del cristianismo. De este modo, la unidad de la Iglesia se trasparentaba por la unidad de la liturgia; y la Silla apostólica, fundamento de la primera, era al mismo tiempo el medio para la segunda.
Además, ya antes del concilio de Nicea, el Pontífice romano tenía como costumbre dirigir cada año a todas las Iglesias una encíclica pascual en que señalaba el día en que debía celebrarse la solemnidad de la Resurrección. Así nos lo muestra la carta sinodal de los Padres del concilio de Arlés, en 314, dirigida al papa San Silvestre. «En primer lugar, dicen los Padres, pedimos que la observación de la Pascua del Señor sea uniforme en cuanto al tiempo y en cuanto al día, en todo el mundo, y que dirijáis a todos cartas para este fin, según la costumbre».
Con todo, este uso no perseveró por mucho tiempo después del concilio de Nicea. La carencia de medios astronómicos acarreaba perturbaciones en la manera de computar el día de la Pascua. Es verdad que dicha fiesta quedó definitivamente fijada en domingo; ninguna Iglesia se permitió en adelante celebrarla en el mismo día que los judíos; mas, por desconocer la fecha precisa del equinoccio de primavera, sucedía que el día propio de la solemnidad variaba algunos años según los lugares. Paulatinamente fue descartándose la regla que había dado el concilio de Nicea de considerar el 21 de marzo como el día del equinoccio. El calendario exigía una reforma que nadie estaba preparado para realizar; se multiplicaban los calendarios en contradicción los unos con los otros, de manera que Roma y Alejandría no siempre llegaban a entenderse. Por este motivo, de tiempo en tiempo, la Pascua se celebró sin la unanimidad absoluta que el concilio de Nicea había procurado; pero se procedía de buena fe por ambas partes.
LA REFORMA DEL CALENDARIO. —
Occidente se agrupó en torno de Roma, que terminó por triunfar de algunas oposiciones en Escocia y en Irlanda, cuyas Iglesias se habían dejado extraviar por ciclos erróneos. Finalmente la ciencia hizo adelantos considerables en el siglo XVI, y permitió a Gregorio XIII emprender y terminar la reforma del calendario. Se trataba de restablecer el equinoccio en el 21 de marzo, conforme a la disposición del concilio de Nicea. Por una bula del 24 de febrero de 1581, el Pontífice tomó esta medida suprimiendo diez días del año siguiente, del 4 al 15 de octubre; de este modo restablecía la obra de Julio César, que en su tiempo también había tomado medidas acertadas sobre las computaciones astronómicas. Pero la Pascua era la idea fundamental y el fin de la reforma implantada por Gregorio XIII. Los recuerdos del concilio de Nicea y sus normas dominaban siempre sobre esta cuestión capital del año litúrgico; y así, una vez más, el Romano Pontífice señalaba la celebración de la Pascua al universo, no sólo por un año, sino por largos siglos.
Las naciones herejes experimentaron, a su pesar, la autoridad divina de la Iglesia en esta promulgación solemne que influía al mismo tiempo en la vida religiosa y en la civil; y protestaron contra el calendario como habían protestado contra la regla de la fe. Inglaterra y los Estados luteranos de Alemania prefirieron conservar aún mucho tiempo el calendario erróneo que la ciencia rechazaba, antes que aceptar de manos de un papa una reforma reconocida por el mundo como indispensable. Hoy es Rusia la única nación europea que, por odio a la Roma de San Pedro, persiste en tener su calendario retrasado diez o doce días respecto del que se usa en el mundo civilizado.