Croisset. II Domingo después de Pentecostés

Este domingo es propiamente la continuación de la fiesta solemne del Santisimo Sacramento y de la celebridad del triunfo de Jesucristo en la Eucaristía. Toda la octava no es más que la fiesta, esto es, una sola fiesta solemne que dura ocho días. Siendo por otra parte siempre solemne el domingo, aumenta también la devoción y celebridad de este día.

El introito de la Misa de este día está tomado del Salmo XVII, que es un cántico de acción de gracias que David da a Dios por haberle sacado de tantos peligros y haberle puesto bajo su protección, con la que no teme ya a sus enemigos, y a la cual reconoce que debe todas las victorias que ha conseguido. Nosotros podemos decir que toda nuestra fortaleza está en Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Tenemos en la Eucaristía un antemural que no es capaz de forzar nunca todo el infierno. ¿Qué protección más ilustre ni más segura que este divino Salvador en nuestros altares? La Eucaristía es nuestro apoyo, nuestro consuelo,  nuestro refugio, todo nuestro recurso en todos los peligros de esta vida. Movida la Iglesia de este espíritu, comienza la Misa de este día por el versillo de este salino que tan bien expresa los vivos y afectuosos sentimientos de reconocimiento y de amor de que deben estar poseídos todos los fieles al acordarse de los grandes auxilios y de los bienes infinitos que hallamos en el Santísimo Sacramento. El Señor se ha hecho mi protector de una manera muy singular, haciéndose mi alimento: ya no me veré estrechado por mis enemigos, porque el Señor me ha puesto en franquía. Yo reconozco sin que me quede duda que el exceso de su amor inmenso es lo que me ha salvado. El testimonio más brillante de su ternura es la prenda de mi salud. También yo amaré a mi Salvador con todo mi corazón, con toda mi alma, con todas mis fuerzas. ¿Y cómo podría yo, oh Dios mío, después de haberme dado una señal tan prodigiosa de vuestro amor, no amaros con todo mi corazón, o amaros sólo á medias 6 con reserva? Yo os amaré, Señor, a Vos que sois mi fortaleza. El Señor es mi apoyo, mi refugio y mi libertador.

La Eucaristía es el pan de los fuertes, es el pan celestial, el pan divino, el pan de vida, del que no era más que la figura el que el ángel trajo a Elías y le dio tanto vigor para continuar su camino.

A los que excitan y exhortan al combate por la fe, decía San Cipriano escribiendo al papa Cornelio, no dejamos que entren en el campo de batalla sin que estén antes fortalecidos y como armados con el cuerpo y con la sangre de Jesucristo por la comunión. Nosotros debemos salir de la santa mesa como leones, dicen los Padres, respirando el fuego divino que enciende en las almas el cuerpo y sangre de Jesucristo; ¿y qué ánimo, qué fortaleza no debe excitar?

La Epístola de la Misa de este día está tomada del capitulo III de la primera Epístola canónica de San Juan. Acababa de referir el Apóstol el ejemplo de Caín, que, arrastrado de la envidia más maligna que hubo jamás, mató a su hermano Abel, no pudiendo sufrir que Dios diese a Abel señales de preferencia, aceptando sus ofrendas, que eran santas, al paso que reprobaba las suyas, porque eran malas e indignas de la majestad de Dios. No había cosa más injusta que los celos que había concebido Caín contra su hermano. No extrañéis, hermanos míos, continúa el santo Apóstol, que el mundo os aborrezca: si vosotros fueseis tan malvados como él, el mundo no os aborrecería. Siempre han sido los buenos el objeto del odio y del desprecio de los malos. La vida pura, inocente, religiosa de aquéllos es una censura incómoda de los desórdenes de éstos; he aquí lo que les pone de tan mal humor contra aquéllos cuya virtud condena tácitamente el desarreglo de sus costumbres y de su conducta. Siempre habrá Caines en el mundo, mientras que en él hubiere Abeles. No son los defectos que se les escapan a los buenos lo que altera la bilis de los perversos, son muy comunes y muy ordinarias las irregularidades en los mundanos y en los libertinos para que se ofenda su pretendida delicadeza; todo el mundo está sumergido en la iniquidad y en la malicia, y sobre este artículo todos los mundanos son muy inclinados y están muy acostumbrados a perdonárselo todo. Lo que les irrita contra las gentes virtuosas es la probidad, la inocencia de los que no son de otra condición, ni profesan otra religión que los libertinos. La demasiada luz hiere los ojos enfermos, y esto es lo que atrae á los buenos el odio y las persecuciones de los malos. No debéis, pues, admiraros si el inundo os aborrece, vosotros no sois del mundo. El mundo mira como enemigo todo lo que no es como él. Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. La caridad caracteriza a todos los discípulos de Jesucristo, y jamás fue el carácter de los partidarios y esclavos del mundo. Nosotros sabemos, dice el santo Apóstol, que hemos pasado de la muerte a la vida, esto es, que por la misericordia de Dios hemos llegado á ser hijos suyos, y por esta cualidad tenemos derecho á la vida eterna, somos herederos de Dios y coherederos de Jesucristo. El inocente Abel debe servirnos de modelo. A la verdad, la predestinación de cada uno en particular es un secreto que Dios se ha reservado, y a no ser por una revelación, nadie puede penetrar este misterio.

Sin embargo, dice el Apóstol, yo quiero dar una señal poco dudosa de vuestra predestinación; esta señal es el amor y .la perfecta caridad que tenemos a nuestros hermanos. Por esta señal es por lo que el Salvador quiere que se conozcan sus verdaderos discípulos: este es su precepto favorito: mi precepto especial, dice él mismo, es que os améis unos a otros, como yo os he amado. San Juan acababa de decir que por el beneficio inestimable de la redención hemos pasado de la muerte a la vida; con esto declara que en vano nos lisonjearíamos de esta ventaja si no amásemos a nuestro prójimo como a nosotros n1is1nos; sin esta caridad cristiana se vive en un estado de reprobación, porque el que no ama está en un estado de muerte. En efecto, no es amará Dios el aborrecer á sus hermanos. ¡Qué ilusión, qué error, buen Dios, lisonjearse de que se os ama, de ser agradable, alimentando en el corazón un odio secreto contra su prójimo!

Cualquiera que aborrece a su hermano es un homicida, y vosotros sabéis, afirma, que ningún homicida tiene en si la vida eterna. El odio es un veneno que da la muerte al alma desde el momento que se ha apoderado del corazón. Cualquiera que aborrece a su hermano se da a si mismo la muerte; es también el odio por si mismo asesino de inclinación de aquel a quien aborrece. Es una pasión que de su naturaleza tiende a la destrucción de su objeto. Por reservados, por disimulados que sean sus deseos, siempre le agrada la muerte de un enemigo, y sin buscarla la desea. Esto es lo que ha hecho decir a San Jerónimo que cualquiera que aborrece no deja de ser homicida, aunque no se sirva de espada ni de veneno para dar la muerte; y vosotros sabéis, añade San Juan, que ningún homicida tiene en si la vida eterna, esto es, la vida de la gracia, que es corrió la semilla de la bienaventurada eternidad .

¿Queréis conocer si verdaderamente amáis a vuestros hermanos, prosigue, y si les profesáis la caridad cristiana que tanto se nos recomienda? Mirad si estáis en disposición de dar vuestra vida por su salvación, como Jesucristo ha dado la suya por salvarnos; porque también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos. Esto es lo que hacen aún todos los días los que pasan los mares, y van a exponerse a los mayores peligros de la vida para convertir á los infieles y á los herejes, renovando en estos últimos tiempos aquella caridad cristiana de los primeros siglos que hacía decir a los paganos, hablando de los primeros cristianos, según lo refiere Tertuliano: Mirad cómo se aman, y hasta dónde llega su caridad, que están prontos a dar su vida los unos por los otros.

Esto es lo que también hemos visto nosotros en nuestros días en la persona de esos héroes cristianos, a quienes los horrores de la muerte no han sido capaces de detener para que hayan expuesto su vida por la salud de sus hermanos a quienes el riesgo del contagio más horrible ponía en peligro de morir sin auxilios espirituales. ¡Cuán lejos están de esta caridad cristiana los que niegan a las necesidades extremas de sus hermanos hasta lo que tienen superfluo! Todo el que teniendo bienes de este mundo y viendo a su hermano necesitado cerrase su corazón para con él, ¿cómo puede abrigar en si el amor de Dios? Ricos del mundo que sois duros para con los pobres; grandes del mundo que consumís en el lujo, en banquetes espléndidos, en caballos y en soberbios equipajes lo que seria suficiente para que no n1uriesen de pura miseria un número infinito de infelices y para hacer dichosa una prodigiosa multitud de familias pobres que perecen por falta de socorro; ¿podéis lisonjearos de que tenéis la caridad cristiana? ¿y se podrá racionalmente esperar sin ella conseguir la salvación? Es una falta grave, dice San Ambrosio, el no asistir a nuestros hermanos que sabemos, que está en la última miseria y en una pobreza extrema.

Mis queridos hijos, concluye el santo Apóstol; que conocía mejor que nadie la necesidad indispensable de esta virtud, no se reduzca vuestra caridad sólo a las palabras, ni esté sólo en la lengua, sea si efectiva y verdadera. Obsérvanse en el mundo muchas demostraciones de amistad, muchos cumplimientos, grandes ofertas de servicios, y en medio de todas estas protestas y de bellos sentimientos de compasión, de solicitud y aun de ternura., ¡cuán poca caridad cristiana se encuentra! Muchas palabras oficiosas, cortesanas, y en esto para todo. Cuando no se ama al prójimo más que de palabra, ¿se unirá a Dios de todo corazón? El amor que Jesucristo nos testifica en el misterio de la Eucaristía, el que nos da no sólo todo lo que tiene, sino también todo lo que es, y en donde renueva continuamente el sacrificio de su vida que ha hecho a su Padre por nosotros, es ciertamente un gran modelo y al mismo tiempo un gran motivo de la caridad cristiana que debemos tener con nuestro prójimo.

Croisset, El año cristiano.




















































Los padres del desierto. Abba Aquiles y Abba Amoes

1. Fueron tres ancianos a visitar a abba Aquiles, y uno de ellos tenía mala reputación. Uno de los ancianos le dijo: “Abba, hazme una red”. Le respondió: “No lo haré”. Otro le dijo: “Hazlo, por caridad, para que tengamos un recuerdo tuyo en el monasterio”. Respondió. “No tengo tiempo”. El tercero, el que tenía mala reputación, dijo: “Hazme una red, para tener algo salido de tus manos, abba”. Le respondió en seguida, diciendo: “La haré para ti”. Los otros dos ancianos le dijeron aparte: «¿Por qué cuando te lo pedimos nosotros no quisiste hacerlo, y a éste le dices: “La haré para ti?”». El anciano respondió: «Les dije: “No lo haré, y no se entristezcan, pensando que yo no tendría tiempo”; pero si yo no lo hiciera para este otro, diría: “Es porque el anciano ha oído hablar de mi falta que no quiere hacerlo”. En seguida cortamos la cuerda. Desperté su alma, para que no a consumiese la tristeza (cf. 2 Co 2,7)».

2. Dijo abba Bitimio: «Bajaba yo una vez hacia Escete, y me dieron unas pocas frutas para que las regalase a los ancianos. Llamé a la celda de abba Aquiles para, ofrecérselas, pero él me dijo: “En verdad, hermano, no quiero que llames aunque fuese maná (lo que traes), ni vayas tampoco a otra celda”. Me retiré a mi celda y llevé las frutas a la iglesia».

3. Fue una vez abba Aquiles a la celda de abba Isaías en Escete, y lo encontró comiendo. Había puesto en un plato sal y agua. El anciano, al ver que lo ocultaba detrás de las esteras, te dijo: “Dime, ¿qué estás comiendo?”. Le respondió: “Perdóname, abba, estaba cortando palmas y subí a causa del calor, y me eché a la boca un mordisco con sal, pero por el calor ardió mi garganta y no baja el bocado. Por eso, me vi obligado a echar un poco de agua en la sal, para poder comer. Perdóname, entonces”. Dijo el anciano: “Vengan y vean a Isaías comiendo una salsa en Escete. Si quieres comer una salsa, sube a Egipto”.

4. Fue un anciano a visitar a abba Aquiles. Vio que salía sangre de su boca y te preguntó: “¿Qué es esto, abba?”. El anciano respondió: “La palabra de un hermano me entristeció, y luché para no decírselo. Rogué a Dios que la quitase de mí, y mí pensamiento se convirtió en sangre en mi boca. Lo escupí, y ahora estoy tranquilo y he olvidado la pena”.

5. Dijo abba Amoes: «Fuimos abba Bitimio y yo adonde estaba abba Aquiles, y le oímos meditar esta frase: Jacob, no temas bajar a Egipto (Gn 46,3). Estuvo mucho tiempo meditando esta frase. Cuando llamamos nos abrió y nos preguntó: “¿De dónde son?”. Tuvimos miedo de decirle que veníamos de Kellia, y dijimos: “De la montaña de Nitria”. Dijo: “¿Qué puedo hacer por ustedes, que son de tan lejos?”. Y nos hizo entrar. Lo encontramos trabajando por la noche y haciendo muchas esteras. Le rogamos que nos dijera una palabra. Él dijo: “Desde el atardecer hasta este momento he tejido veinte medidas (de seis pies), y no tengo necesidad de ello. Pero es para que no se indigne Dios y me acuse, diciendo: ‘¿Cómo es que, pudiendo trabajar, no trabajas?’. Por eso me esfuerzo y hago todo lo que puedo”. Y nos retiramos edificados».

6. Otra vez, un gran anciano vino desde la Tebaida hasta donde estaba abba Aquiles, y le dijo: “Abba, estoy tentado por tu causa”. Le contestó: “Vamos, ¡también tú, anciano! ¿Así que estás tentado por mi causa?”. El anciano le dijo, por humildad: “Sí, abba”. Estaba sentado junto a la puerta un viejo ciego y cojo. El anciano dijo: “Desearía permanecer aquí durante algunos días, pero no puedo hacerlo por este anciano”. Al oírlo abba Aquiles se admiró de su humildad y dijo: “Esto no es fornicación, sino envidia de los malos espíritus”.

1. Decían acerca de abba Amoes que cuando iba a la iglesia no permitía a su discípulo caminar junto a él, sino alejado. Si se acercaba para preguntar sobre los pensamientos, apenas le había respondido lo apartaba diciendo: “No sea que mientras nosotros hablamos de cosas útiles, se introduzca una conversación extraña; por eso no te permito que estés junto a mí”.

2. Dijo abba Amoes a abba Isaías, al principio: “¿Cómo me ves ahora?”. Le respondió: “Como un ángel, abba”. Más tarde le preguntó: “¿Cómo me ves ahora?”. Le dijo: “Como Satanás. Aunque me digas una palabra buena es para mí como una espada”.

3. Decían de abba Amoes que estuvo enfermo y permaneció acostado durante varios años, y nunca permitió a su pensamiento ocuparse de la parte posterior de su celda para ver lo que tenía allí. A causa de su enfermedad le llevaban muchas cosas, y cuando su discípulo Juan entraba y salía, cerraba los ojos para no ver lo que hacía. Sabía, en efecto, que era un monje fiel.

4. Contaba abba Pastor que un hermano fue a pedir una palabra a abba Amoes. Aunque permaneció siete días con él, el anciano no le respondió. Al fin, al despedirlo le dijo: “Ve, y está atento a ti mismo. Mis pecados se han vuelto para mí como un muro oscuro entre Dios y yo”.

5. Decían de abba Amoes que había hecho cincuenta medidas de trigo para sí, y las había puesto al sol. Antes de que estuvieran bien secas, vio en ese lugar algo que no era útil para él, y dijo a sus discípulos: “Vayámonos de aquí”. Ellos se entristecieron mucho. Al verlos tristes les dijo: “¿Se entristecen a causa de los panes? En verdad, yo he visto huir a algunos, dejando sus celdas blanqueadas y sus libros de pergamino, y no cerraban las puertas sino que partieron y quedaron abiertas”.

De los Apotegmas de los Padres del desierto.