LA ESPERANZA EN LA HORA DE LA MUERTE
La tarde del Martes Santo, Jesús, al salir del Templo, bajo al torrente de Cedrón y subió al monte de los Olivos, para pasar allí la noche en oración. Su vida pública llegaba a su término. Por espacio de tres años, había obrado en presencia de su pueblo toda clase de prodigios y había mostrado claramente, con la palabra y el ejemplo, su mesianismo y, últimamente, también su divinidad. Todo había sido inútil; los suyos lo le habían reconocido. Por esto, las últimas palabras del Salvador, en el Pórtico del Templo, habían sido una reprensión durisima para todo el pueblo judío, el cual quedaría anonadado y sería suplantado, en su vocación, por los gentiles.
Desde el valle de Cedrón, el Templo ofrecía un aspecto imponente, sobre todo cuando sus gigantescas sobras se proyectaban extensamente hacía las profundidades de aquel lugar. Era un espectáculo maravillo el del Templo de Jerusalén. Quien no ha visto el Templo de Herodes, decían los rabinos, no ha visto cosa alguna magnifica. Sus moles colosales se elevaban por los aires; las murallas eran de mármol blanco, verde o matizado, y sus piedras estaban ajustadas de forma que semejaban las olas del mar. Una gran parte del edificio estaba recubierta de oro, y, cuando el sol daba sobre ella, hubiérase dicho que era un incendio. Los discípulos de Jesús lo contemplaron unos instantes y rompiendo aquel penoso silencio, dijeron: “Mira, Maestro, que construcciones tan grandes, que bloques más enormes, y que arquitectura tan esplédida. ¡Qué majestad y qué opulencia!
Respóndeles Jesús: “¿Admiráis estas soberbias construcciones? ¿Pensáis en su solidez y en su gloria? En verdad, en verdad os digo que no quedará de ello piedra sobre piedra que no sea desmenuzada. ¡Será inaudito el castigo que caerá sobre este pueblo incrédulo y deicida!”. Tan dolorosa predicción llenó de espanto a los discípulos, los cuales prosiguieron silenciosos su camino en pos de Jesús. Pero, al llegar a la cima del monte, el divino Maestro se detuvo y se sentó de cara al Templo. Estaban profundamente preocupados por lo que había dicho Jesús. He aquí porque Pedro, Santiago y Juan se le acercaron y le preguntaron tímidamente cuándo tendrían lugar aquellas cosas y cuáles serían las señales de su venida y las del último fin del mundo.
¡Qué estado de ánimo el suyo! En cuanto a las señales del fin de los siglos, les dijo que serían pavorosas, en el cielo y en la tierra: el sol se obscurecerá, la luna no enviará su resplandor y parecerá que las estrellas caen del cielo. Habrá grandes señales de terror en el firmamento: todo el sistema planetario se conmoverá; las fuerzas del cielo, es decir, las leyes fundamentales de la gravitación, que mantienen a los astros en sus órbitas, cesarán. Y no sólo habrá conmoción y desequilibrio en los cielos, sino también la tierra, pues en ella habrá gran consternación de las naciones por los desordenados bramidos del mar y de sus olas, las cuales avanzarán imponentes y con gran estrépito, y amenazarán con anegarlo todo. Los hombres, sobre cogidos de espanto, y temblando, por las cosas que han de sobrevenir, veran al Hijo del hombre, bajando sobre las nubes, con poder y majestad. Habrá llegado la hora suprema del Juicio Final.
Al decir esto, Jesús vio el efecto de terror que sus palabras habían causados en el ánimo de sus discípulos, sumergidos en las más graves preocupaciones. Y se sintió movido a compasión por ellos, y, cambiando de tema, les dijo: “Vosotros, cuando comiencen estas cosas, levantad vuestra frente y levantad los ojos al cielo, porque habrá llegado la hora de vuestra redención”. Únicamente los que no hayan amado, servido, ni temido, serán los que quedarán aterrados por los males que sobrevendrán. Vosotros, mis fieles amigos, mis compañeros inseparables en las horas de la tribulación, cuando comiencen a realizarse todas estas cosas, en lugar de quedar despavoridos, levantad los ojos al cielo, y abrid vuestro corazón a la esperanza. Pensad en que la llagado el término de vuestros sufrimientos y la hora de vuestra redención.
UN CONSUELO PARA NOSOTROS
Las palabras de Jesús van también dirigidas a nosotros, ante la proximidad o inminencia de la muerte. Cuando sintamos todas las señales y los dolores, que precederán a la destrucción de nuestra máquina viviente., que anunciará la separación del alma y el cuerpo, si hemos sido seguidores de Cristo, no temamos; levantemos nuestras cabezas y miremos al cielo con confianza; estamos cerca del fin de todos nuestros males, Jesús, nuestro padre y nuestro amigo, vendrá y nos juzgará amorosamente y con misericordia, y nos colocará a su derecha, con los que a pesar de sus caídas y miserias, pecados y flaquezas, habrán creído en Él y le habrán amado y servicio con fidelidad y constancia. La venida de este Juez soberano, tan temida por los malos, será, para los justos, un motivo de consuelo y de purisima satisfacción. Conviene, empero, que vivamos de tal manera, que no tengamos en aquella hora, el más leve motivo de temor.
El tiempo de Adviento, que ahora comienza, es una preparación llena de esperanza en la venida de Jesús, que se acerca: por Navidad, para acompañarnos; en la hora de la muerte, para juzgarnos y salvarnos; el día del Juicio, para llenarnos de honor y gloria ante todas las generaciones. Oremos y hagamos penitencia, llenos de esperanza en su amorosa venida. Alegrémonos de poder practicar las penitencias generales, a que nos obligan los preceptos de la Iglesia.
Padre Ginebra, El Evangelio de los domingos y fiestas, Ed. Balmes, página 7 y siguientes.