MUNIFICENTISSIMUS DEUS

Michel Sittow (Netherlandish, c. 1469 – 1525/1526 ), The Assumption of the Virgin, c. 1500, oil on panel, Ailsa Mellon Bruce Fund

Para descargar esta Constitución Apostólica en el siguiente enlace:

Dada la extensión de esta Constitución Apostólica les pondré la definición dogmática:

Fórmula definitoria

Por tanto, después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste.

Por eso, si alguno, lo que Dios no quiera, osase negar o poner en duda voluntariamente lo que por Nos ha sido definido, sepa que ha caído de la fe divina y católica.+

Para que nuestra definición de la Asunción corporal de María Virgen al cielo sea llevada a conocimiento de la Iglesia universal, hemos querido que conste para perpetua memoria esta nuestra carta apostólica; mandando que a sus copias y ejemplares, aun impresos, firmados por la mano de cualquier notario público y adornados del sello de cualquier persona constituida en dignidad eclesiástica, se preste absolutamente por todos la misma fe que se prestaría a la presente si fuese exhibida o mostrada.

A ninguno, pues, sea lícito infringir esta nuestra declaración, proclamación y definición u oponerse o contravenir a ella. Si alguno se atreviere a intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente y de sus santos apóstoles Pedro y Pablo.

Juramento antimodernista

San Pio X

Para descargar el Juramento antimodernista, en este enlace:

JURAMENTO ANTI-MODERNISTA

Motu Propio:

“SACRORUM ANTISTITUM” Impuesto al clero en septiembre de 1910 por S.S. Pío X

“ Yo…abrazo y recibo firmemente todas y cada una de las verdades que la Iglesia por su magisterio, que no puede errar, ha definido, afirmado y declarado, principalmente los textos de doctrina que van directamente dirigidos contra los errores de estos tiempos.”“En primer lugar, profeso que Dios, principio y fin de todas las cosas puede ser conocido y por tanto también demostrado de una manera cierta por la luz de la razón, por medio de las cosas que han sido hechas, es decir por las obras visibles de la creación, como la causa por su efecto.”“En segundo lugar, admito y reconozco los argumentos externos de la revelación, es decir los hechos divinos, entre los cuales en primer lugar, los milagros y las profecías, como signos muy ciertos del origen divino de la religión cristiana. Y estos mismos argumentos, los tengo por perfectamente proporcionados a la inteligencia de todos los tiempos y de todos los hombres, incluso en el tiempo presente.”“En tercer lugar, creo también con fe firme que la Iglesia, guardiana y maestra de la palabra revelada, ha sido instituida de una manera próxima y directa por Cristo en persona, verdadero e histórico, durante su vida entre nosotros, y creo que esta Iglesia esta edificada sobre Pedro, jefe de la jerarquía y sobre sus sucesores hasta el fin de los tiempos.”“En cuarto lugar, recibo sinceramente la doctrina de la fe que los Padres ortodoxos nos han transmitido de los Apóstoles, SIEMPRE CON EL MISMO SENTIDO Y LA MISMA INTERPRETACIÓN. POR ESTO RECHAZO ABSOLUTAMENTE LA SUPOSICION HERETICA DE LA EVOLUCION DE LOS DOGMAS, según la cual estos dogmas cambiarían de sentido para recibir uno diferente del que les ha dado la Iglesia en un principio. Igualmente, repruebo todo error que consista en sustituir el deposito divino confiado a la esposa de Cristo y a su vigilante custodia, por una ficción filosófica o una creación de la conciencia humana, la cual, formada poco a poco por el esfuerzo de los hombres, sería susceptible en el futuro de un progreso indefinido.”“Consecuentemente: mantengo con toda certeza y profeso sinceramente que la fe no es un sentido religioso ciego que surge de las profundidades tenebrosas del “subconsciente”, moralmente informado bajo la presión del corazón y el impulso de la voluntad, sino que un verdadero asentamiento de la inteligencia a la verdad adquirida extrínsecamente por la enseñanza recibida EX CATEDRA, asentamiento por el cual creemos verdadero, a causa de la autoridad de Dios cuya veracidad es absoluta, todo lo que ha sido dicho, atestiguado y revelado por el Dios personal, nuestro creador y nuestro Maestro”.“En fin, de manera general, profeso estar completamente indemne de este error de los modernistas, que pretenden no hay nada divino en la tradición sagrada, o lo que es mucho peor, que admiten lo que hay de divino en el sentido panteísta, de tal manera que no queda nada más que el hecho puro y simple de la historia, a saber: El hecho de que los hombres, por su trabajo, su habilidad, su talento continúa a través de las edades posteriores, la escuela inaugurada por Cristo y sus Apóstoles. Para concluir, sostengo con la mayor firmeza y sostendré hasta mi ultimo suspiro, la fe de los Padres sobre el criterio cierto de la verdad que está, ha estado y estará siempre en el episcopado transmitido por la sucesión de los Apóstoles; no de tal manera que esto sea sostenido para que pueda parecer mejor adaptado al grado de cultura que conlleva la edad de cada uno, sino de tal manera que LA VERDAD ABSOLUTA E INMUTABLE, predicada desde los orígenes por los Apóstoles, NO SEA JAMAS NI CREIDA NI ENTENDIDA EN OTRO SENTIDO. “Todas estas cosas me comprometo a observarlas fiel, sincera e INTEGRAMENTE, aguardarlas inviolablemente y a no apartarme jamás de ellas sea enseñando, sea de cualquier manera, por mis palabras y mis escritos…”

Asunción de la Santísima Virgen

Santísima Virgen de la Asunción

María era una doncella judía de la casa de David y de la tribu de Judá. la tradición popular atribuye a sus padres los nombres de Joaquín y Ana. María fue concebida sin pecado original (8 de diciembre). Su nacimiento, que la Iglesia celebra el 8 de septiembre, tuvo lugar en Séforis,  Nazaret, o como lo afirma la tradición más popular, en Jerusalén, muy cerca de la piscina de Betseda y de una de las puertas de la ciudad. Es curioso notar que son los mahometanos y no los cristianos quienes llaman a esa puerta «La Puerta de María». Los padres de la niña la habían prometido a Dios desde antes de su nacimiento; la Iglesia celebra el 21 de noviembre su presentación en el Templo, aunque ignoramos por qué lo hace precisamente en esa fecha. Según los apócrifos, María fue educada en el Templo con otras jóvenes judías. A los catorce años, fue prometida en matrimonio a un carpintero llamado José, quien había sido señalado milagrosamente al sumo sacerdote. Después de los desposorios y antes de que conviviesen, María recibió la visita del Arcángel Gabriel (la Anunciación, 25 de marzo) y la segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó en su seno por obra del Espíritu Santo. Esto tuvo lugar en Nazaret. María se dirigió entonces a Judea a visitar a su prima Santa Isabel, la madre de San Juan Bautista, la cual estaba en los últimos meses del embarazo (la Visitación, 2 de julio). Cuando ambos se dirigían a Jerusalén con motivo del censo del César Augusto, María dio a luz a Jesucristo, el Dios hecho hombre, en un establo de Belén (la Navidad, 25 de diciembre). Cuarenta días más tarde, cumpliendo lo mandado por la ley, María se presentó en el templo con su Hijo para el rito de la purificación (2 de febrero). Como se sabe, el rito de la purificación no existe en el cristianismo, que considera la maternidad como un honor y no como una impureza. Prevenido por un ángel, San José huyó con su esposa y el Niño a Egipto para evitar la cólera de Herodes. No sabemos cuánto tiempo permanecieron en Egipto; pero volvieron a Nazaret después de la muerte del tirano.

Durante los treinta años que precedieron a la vida pública del Salvador, María vivió exteriormente como todas las otras mujeres judías de condición modesta. Algunos olvidan estos años de la vida de María y sólo piensan en su glorificación como Reina del Cielo y en su participación en los principales misterios de la vida de su Hijo. Las sonoras y hermosas invocaciones de las letanías lauretanas, las delicadas vírgenes de Boticelli y las «prósperas burguesas» de Rafael, los líricos arranques de los predicadores que cantan las glorias de María, constituyen ciertamente un homenaje a la Madre de Dios, pero tienden a hacernos olvidar que María fue la esposa de un carpintero. El Lirio de Israel, la Hija de los Príncipes de Judá, la Madre del género humano, fue también una modesta mujercita judía, esposa de un artesano. Las manos de María se endurecieron en el trabajo y sus pies desnudos recorrieron aquellos polvorientos camino de Nazaret que conducían al pozo, a los olivares, a la sinagoga y al despeñadero en el que un día los enemigos de Jesús estuvieron a punto de precipitarle.

Y, al cabo de esos treinta años, los pies de María recogieron el polvo de los largos caminos de la vida pública del Señor, pues Ella le siguió de lejos desde el regocijo de las bodas de Cana hasta el abandono y la desolación del Calvario. Ahí fue donde la espada que había predicho Simeón el día de la purificación, atravesó el corazón de María. Desde la cruz Jesús confió a su Madre a San Juan «y desde aquella hora el discípulo la tomó por suya». El día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre María y los Apóstoles, que se hallaban reunidos en el cenáculo. Esta es la última ocasión en que la Sagrada Escritura menciona a María. Probablemente pasó el resto de su vida en Jerusalén y, durante las persecuciones, se refugió con San Juan en Efeso y otras ciudades.

María es la Madre de Dios, porque Jesús es Dios. El Concilio de Efeso condenó el año 431 a quienes negaban esta verdad. María fue virgen antes y después del parto y permaneció virgen toda su vida, según lo afirma la tradición constante y unánime de la Iglesia. El Concilio de Trento afirmó expresamente que María no había cometido jamás pecado alguno. Como «segunda Eva», María es madre de todo el género humano y se le debe un culto superior al de todos los santos; pero adorar a María constituiría una verdadera idolatría, porque María es una creatura, como el resto de la humanidad y toda su gloria procede de Dios.

La Iglesia ha sostenido siempre que el cuerpo de María se vio libre de la corrupción, que su alma se reunió nuevamente con él y que la Virgen fue transportada al cielo, como símbolo único de la resurrección que espera a los hijos de Dios. La preservación de la corrupción y la Asunción de María son una consecuencia lógica de la pureza absoluta de la Madre de Dios. Su cuerpo no había sido nunca manchado por el pecado, había sido un templo santo e inmaculado, en el que había tomado carne el Verbo Eterno. Las manos de María habían vestido y alimentado en la tierra al Hijo de Dios, quien la había venerado y obedecido como madre. Lo que no sabemos con certeza es si la Virgen murió o no; la opinión más general es que sí murió, ya fuese en Efeso o en Jerusalén.

Aun en el caso de que la fiesta de hoy sólo conmemorase la Asunción del alma de María, su objeto seguiría siendo el mismo; porque, así como honramos la llegada del alma de los santos al cielo, así, y con mayor razón todavía, debemos regocijarnos y alabar a Dios el día en que la Madre de Jesucristo entró en posesión de la gloria que su Hijo le tenía preparada.

Cuando Alban Butler escribió este artículo, la creencia en la Asunción de María al cielo no era aún un dogma de fe; según lo dijo Benedicto XIV, se trataba de una opinión probable, que no se podía negar sin impiedad y blasfemia. Pero dos siglos más tarde, en 1950, después de haber consultado a los obispos de la universal Iglesia, Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de María. He aquí sus propias palabras en la bula Munificentissimus Deus: «La extraordinaria unanimidad con que los obispos y los fieles de la Iglesia católica afirman la Asunción corporal de María al cielo como un dogma de fe, nos hizo ver que el magisterio ordinario de la Iglesia y la opinión de los fieles, dirigida y sostenida por éste, estaban de acuerdo. Ello probaba con infalible certeza que el privilegio de la Asunción era una verdad revelada por Dios y contenida en el divino depósito que Cristo confió a su esposa la Iglesia para que lo guardase fielmente y lo explicase con certeza absoluta«.

El primero de noviembre, día de la fiesta de Todos los Santos, el Papa promulgó públicamente la bula en la plaza de San Pedro de Roma y definió la Asunción en los términos siguientes: «Habiendo orado instantemente a Dios y habiendo pedido la luz del Espíritu de Verdad, para gloria del Dios todopoderoso, que hizo a María objeto de tan señalados favores; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para el acrecentamiento de la gloria de su Santísima Madre y para gozo y exultación de toda la Iglesia, Nos, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo y délos bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y por nuestra propia autoridad, declaramos y definimos que es un dogma divinamente revelado que la inmaculada Madre de Dios, la siempre virgen María, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo al terminar su vida mortal«.

La fiesta de la Asunción es, por excelencia, «la fiesta de María», la más solemne de cuantas la Iglesia celebra en su honor y es también, la fiesta titular de todas las iglesias consagradas a la Santísima Virgen en general. La Asunción es el glorioso coronamiento de todos los otros misterios de la vida de María, es la celebración de su grandeza, de sus privilegios y de sus virtudes, que se conmemoran también, por separado, en otras fiestas. El día de la Asunción ensalzamos a Cristo por todas las gracias que derramó sobre su Madre y, sobre todo, por la gloria con que se dignó coronar esas gracias. Sin embargo, la contemplación de la gloria de María en esta fecha no debe hacernos olvidar la forma en que la alcanzó, para que imitemos sus virtudes. Ciertamente, la maternidad divina de María fue el mayor de los milagros y la fuente de su grandeza, pero Dios no coronó precisamente la maternidad de María, sino sus virtudes: su caridad, su humildad, su pureza, su paciencia, su mansedumbre, su perfecto homenaje de adoración, amor, alabanza y agradecimiento.

Es imposible tratar a fondo, en el breve espacio de que disponemos, la introducción y evolución de la fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen. Tres puntos son claros: En primer lugar, la construcción de iglesias dedicadas a la Virgen María, la Theotokos (Madre de Dios), trajo inevitablemente consigo la celebración de la dedicación de dichas iglesias. Consta con certeza que en la primera mitad del siglo V había ya en Roma y en Efeso iglesias dedicadas a Nuestra Señora, y algunos historiadores opinan que ya en el año 370 se celebraba en Antioquía la conmemoración de «la siempre Virgen María, Madre de Dios».

En segundo lugar, dicha conmemoración de la Santísima Virgen no hacía al principio mención de su salida de este mundo, simplemente se celebraba, como en el caso de los demás santos, su «nacimiento para el cielo» («natalis«); la fiesta recibía indiferentemente los nombres de «nacimiento», «dormición» y «asunción». En tercer lugar, según una tradición apócrifa pero muy antigua, la Santísima Virgen murió en el aniversario del nacimiento de su Hijo, es decir, el día de Navidad. Como ese día estaba consagrado a Cristo, hubo de posponerse la celebración de María. En algunos sitios empezó a celebrarse a Nuestra Señora en el invierno. Así, San Gregorio de Tours (c. 580) afirma que en Galia se celebraba a mediados de enero la fiesta de la Virgen. Pero también consta que en Siria la celebración tenía lugar el quinto día del mes de Ab, es decir, hacia agosto. Poco a poco fue extendiéndose esa práctica al occidente. San Adelmo (c. 690) afirma que en Inglaterra se celebraba el «nacimiento» de Nuestra Señora a mediados de agosto.

Butler, Vida de los Santos, Agosto, página 335 y siguientes.

Propio del día 15 de agosto

La Asunción de la Virgen María

TEXTOS DE LA MISA EN ESPAÑOL

INTROITO  Ap. 12, 1

Un gran prodigio apareció en el cielo: Una mujer vestida de sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas. V/. Cantad al Señor un cántico nuevo: porque ha hecho maravillas. V/.Gloria al Padre.

COLECTA

OH DIOS todopoderoso y eterno, que llevaste a la gloria celestial a la Inmaculada Virgen María, la Madre de tu Hijo: te suplicamos, nos concedas que, siempre atentos a las cosas del cielo, merezcamos ser participantes de su gloria. Por el mismo Señor nuestro Jesucristo.

EPISTOLA  Judith 13, 22-25; 15, 10.

LECTURA DEL LIBRO DE JUDIT.

El Señor te ha bendecido con su poder; pues por ti ha aniquilado a nuestros enemigos. Bendita eres del Señor Dios excelso tú, oh hija, sobre todas las mujeres de la tierra. Bendito sea el Señor, creador del cielo y la tierra, que dirigió tu mano para cortar la cabeza del príncipe de nuestros enemigos; pues ha hecho hoy tan célebre tu nombre, que no se alejará tu alabanza de labios de los hombres que recordaren por siempre los prodigios del Señor; pues no temiste exponer tu vida por tu pueblo, viendo las angustias y tribulación de tu linaje, sino que evitaste su ruina en la presencia de nuestro Dios. Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel, tú el honor de nuestro pueblo.

GRADUALE Sal 44, 11-12 et 14.

Escucha, hija, y mira, y presta oídos, y el rey se prendará de tu hermosura. V/.La hija del Rey entra toda agraciada, brocados de oro son sus vestidos.

ALELUYA. ALELUYA. V/. María ha sido llevada al cielo; y de ello se alegra el ejército de los Ángeles. Aleluya.

EVANGELIO  Luc.  1, 41-50

LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS

En aquel tiempo, quedó Isabel llena del Espíritu Santo, y exclamando en alta voz, dijo: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! Y ¿de dónde a mí tanto bien que venga la Madre de mi Señor a mí? Pues lo mismo fue llegar la voz de tu saludo a mis oídos, que dar saltos de júbilo la criatura en mi seno. Y bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor. Y dijo María: Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu salta de gozo al pensar en Dios, Salvador mío; porque miró la bajeza de su esclava, he aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí grandes maravillas el que es poderoso; y su nombre es santo, y su misericordia se extiende de generación en generación sobre los que le temen.

OFERTORIO Gen. 3,15.

Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y la descendencia de ella.

SECRETA

Ascienda a Ti, Señor, la ofrenda de nuestra devoción, y, por  la intercesión de la Santísima Virgen María, transportada a los cielos, haz que nuestros corazones encendidos en el fuego de la caridad, se dirijan incesantemente a Ti. Por Nuestro Señor Jesucristo.

PREFACIO DE LA VIRGEN

EN VERDAD es digno y justo, equitativo y saludable que en todo tiempo y lugar demos gracias, Señor Santo, Padre omnipotente, Dios eterno y alabarte y bendecirte y glorificarte en la Asunción de la bienaventurada siempre Virgen María que concibió a tu Unigénito Hijo por obra del Espíritu Santo y permaneciendo intacta la gloria de su virginidad dio al mundo la luz eterna, Jesucristo Nuestro Señor. Por quien los Ángeles alaban a tu majestad, las dominaciones la adoran, tiemblan las potestades, los cielos y las virtudes de los cielos,  y los bienaventurados serafines la celebran con igual júbilo. Te rogamos que con sus alabanzas recibas también las nuestras cuando te decimos con humilde confesión.

ANTÍFONA DE COMUNIÓN    Luc. 1, 48-49

Todas las generaciones me llamarán bienaventurada porque ha hecho en mí grandes maravillas el todopoderoso.

ORACIÓN POSTCOMUNIÓN

Habiendo recibido, Señor, los sacramentos saludables, haz, te rogamos, que, por los méritos e intercesión de la bienaventurada Virgen María, asunta al cielo, seamos llevados a la gloria de la resurrección. Por Nuestro Señor Jesucristo.

TEXTOS DE LA MISA EN LATÍN

INTROITO  Ap. 12, 1

Signum magnum appáruit in cœlo: múlier amícta sole, et luna sub pédibus ejus, et in capite ejus coróna stellárum duódecim. V/. Cantáte Dómino cánticum novum: quia mirabília fecit. V/. Glória Patri.

COLECTA

Omnípotens sempitérne Deus, qui immaculátam Vírginem Maríam, Fílii tui genetrícem, córpore et ánima ad cæléstem glóriam assumpsísti, concéde, quǽsumus, ut, ad supérna semper inténti, ipsíus glóriæ mereámur esse consórtes. Per Dóminum.

EPISTOLA  Judith 13, 22-25; 15, 10.

LÉCTIO LIBRI JUDITH.

Benedíxit te Dóminus in virtúte sua quia per te ad nihilum redégit inimícos nostros. Benedícta es tu, fília, a Dómino Deo excélso, præ ómnibus muliéribus super terram. Benedíctus Dóminus qui creávit cælum et terram, qui te diréxit in vúlnera cápitis príncipis inimicórum nostrórum; quia hódie nomen tuum ita magnificávit, ut non recédat laus tua de ore hóminum, qui mémores fúerint virtútis Dómini in ætérnum, pro quibus non pepercísti ánimæ tuæ propter angústias et tribulatiónem géneris tui sed subvenísti ruínæ ante conspéctum Dei nostri. Tu glória Jerúsalem, tu lætítia Israël, tu honorificéntia pópuli nostri.

GRADUALE Sal 44, 11-12 et 14.

Audi fília, et vide, et inclína aurem tuam et concupíscet rex pulchritúdinem tuam. V/. Tota decóra ingréditur fília regis, textúræ áureæ sunt amíctus ejus.

ALLELÚIA,ALLELUIA.V/.Assúmpta est María in cœlum: gaudet exércitus Angelórum.  Allelúja.

EVANGELIO  Luc.  1, 41-50

SEQUENTIA SANCTI EVANGELII SECUNDUM LUCAM

In illo témpore: Repleta est Spíritu Sancto Elíabeth et exclamávit voce magna, et dixit: «Benedícta tu inter mulíeres et benedíctus fructus ventris tui. Et unde hoc mihi ut véniat mater Dómini mei ad me? Ecce enim ut facta est vox salutatiónis tuæ in áuribus meis exultávit in gáudio infans in útero meo. Et beáta, quæ credidísti, quóniam perficiéntur ea quæ dicta sunt tibi a Dómino.» Et ait María: «Magníficat ánima mea Dóminum; et exultávit spíritus meus in Deo salutári meo; quia respéxit humilitátem ancíllæ suæ, ecce enim ex hoc beátam me dicent omnes generatiónes. Quia fecit mihi magna qui potens est, et sanctum nomen ejus, et misericórdia ejus a progénie in progénies timéntibus eum.»

OFERTORIO Gen. 3,15.

Inimicítias ponam inter te et Mulíerem, et semen tuum et Semen illíus.

SECRETA

Ascéndat ad te, Dómine, nostræ devotiónis oblátio, et, Beatíssima Vírgine María in cælum assúmpta intercedénte, corda nostra, caritátis igne succénsa, ad te júgiter adspírent. Per Dóminum.

PREFACIO DE LA VIRGEN

VERE DIGNUM et iustum est, æquum et salutáre, nos tibi semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens ætérne Deus: Et te in Assumptióne beátæ Maríæ semper Vírginis collaudáre, benedícere, et predicáre. Quæ et Unigénitum tuum Sancti Spíritus obumbratióne concépit: et virginitátis glória permanénte lumen ætérnum mundo effúdit, Jesum Christum Dóminum nostrum. Per quem majestátem tuam laudant Angeli, adórant Dominatiónes, tremunt Potestátes. Cæli cælorúmque Virtútes, ac beáta Séraphim, sócia exsultatióne concélebrant.Cum quibus et nostras voces, ut admítti júbeas deprecámur, súpplici confessióne dicéntes

ANTÍFONA DE COMUNIÓN    Luc. 1, 48-49

Beátam me dicent omnes generatiónes, quia fecit mihi magna qui potens est.

ORACIÓN POSTCOMUNIÓN

Sumptis, Dómine, salutáribus sacraméntis, da quǽsumus, ut, méritis et intercessióne Beátæ Vírginis Maríæ in cælum assúmptæ, ad resurrectiónis glóriam perducámur. Per Dóminum.

Bula Apostolicae Curae de León XIII

León XIII

Esta Bula de León XIII establece de modo magisterial la invalidez de las ordenaciones sacerdotales de los anglicanos. Teniendo en cuenta la semejanza en el rito de las Ordenaciones sacerdotales establecidas después del Concilio Vaticano II dentro de la Iglesia Católica, las consecuencias son lógicas.

En dicha Bula se dice expresamente:

Entonces, considerando que esta materia, aunque ya decidida, había sido puesta de nuevo a discusión por ciertas personas, cualesquiera fueran sus razones, y que a partir de ahí podría haberse fomentado un pernicioso error en las mentes de aquellos que podrían suponerse a si mismos poseedores del Sacramento y los efectos de las Ordenes, que de ninguna manera podrían poseerlos, nos pareció bueno pronunciar en el nombre del Señor nuestro juicio.

Por eso, adhiriéndonos estrictamente, en esta materia, a los decretos de los Pontífices, Nuestros predecesores, y confirmándolos más plenamente, y, por decirlo así, renovándolos por Nuestra autoridad, por Nuestra propia iniciativa y certero conocimiento, Nos pronunciamos y declaramos que las ordenaciones llevadas a cabo conforme al rito Anglicano han sido, y son, absolutamente nulas y sin efecto.

Para descargar la Bula completa en este enlace:

VIII Domingo después de Pentecostés

TEXTOS DE LA SANTA MISA EN ESPAÑOL

Introito. Salm. 47.10-11,2.-

Hemos recibido, ¡oh Dios!, tu misericordia en medio de tu tem­plo; como tu nombre, ¡oh Dios!, así tu gloria llega hasta los confines de la tierra; tu diestra da la salvación. Salmo.-. Grande es el Señor y dig­nísimo de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, en su monte santo. V/. Gloria.

Colecta.- 

Te rogamos, Señor, nos concedas propicio la gracia de pensar y obrar siempre con rectitud; y, pues sin ti no podemos subsistir, lle­vemos una vida conforme a tu voluntad. Por nuestro Señor Jesucristo…

Epístola. Rom 8.12-17.-

Hermanos: Nada debemos a la carne, para que vivamos según la carne. Si vivís según la carne, moriréis; mas si con el espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Todos cuantos se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. No habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía con temor, habéis recibido el Espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: ¡Abba, Padre! El mismo Espíritu testifica,  a una con nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Hijos, luego herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo.

Gradual. Salm. 30.3; 70.1.-

Sé para mí el Dios que protege y un lugar de refugio, para que me salves.  V/. En ti, Señor, he buscado amparo; no sea jamás confundido.

Aleluya. Salm. 47.2.- Aleluya, aleluya. V/. Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, en su monte santo. Aleluya.

Evangelio. Luc. 16.1-9.-

En aquel tiempo: Dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: Érase un hombre rico, que tenía un mayordomo, y éste le fue acusado como dilapidador de sus bienes. Llamóle, pues, y le dijo ¿Qué es esto que oigo de ti?  Rinde cuentas de tu gestión; en adelante ya no podrás ser mi mayordomo. Entonces el mayordomo se dijo: ¿Qué haré, pues mi señor me quita la gerencia? Para cavar no valgo, mendigar me causa vergüenza. Mas ya sé lo que he de hacer, para que, una vez removido de mi gerencia, halle quienes me reciban en su casa. Llamó, pues, a cada uno de los deudores de su amo; y dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi señor? Y éste le respondió: Cien barriles de aceite. Díjole: Toma tu escritura; siéntate luego, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: ¿Y tú, cuánto debes? Y él respondió: Cien cargas de trigo. Díjole: Toma tu obligación y escribe ochenta. Y alabó el amo a este mayordomo infiel por su previsión, porque los hijos de este siglo son en sus negocios más sagaces que los hijos de la luz. Así os digo yo a vosotros: Haceos amigos con el inicuo dinero para que cuando él os faltare, aquellos os reciban en las eternas moradas.  

Ofertorio. Salm. 17.28.32.-

Tú salvas al pueblo humilde, y humillas los ojos de los soberbios, porque ¿qué otro Dios hay fuera de ti, Señor?

Secreta.-  

Te rogamos, Señor, aceptes propicio los dones que recibidos de tus manos, te ofrecemos, para que, mediante la operación de tu gracia, nos santifiquen estos sacrosantos misterios en la presente vida, y nos conduzcan a los goces eternos. Por nuestro Señor.

Prefacio de la Santísima Trinidad.- 

En verdad es digno y justo, equitativo y saludable, darte gracias en todo tiempo lugar, Señor, santo Padre, omnipotente y eterno Dios, que con tu unigénito Hijo y con el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor, no en la individualidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia. Por lo cual, cuanto nos has revelado de tu gloria, lo creemos tam­bién de tu Hijo y del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción. De suerte, que confesando una verdadera y eterna  Divinidad, adoramos la propiedad en las personas, la unidad en la esencia, y la igualdad en la majestad, la cual alaban los Ángeles y los Arcángeles, los Querubines y los Serafines, que no cesan de cantar a diario, diciendo a una voz. Santo …

Comunión. Salm. 33.9.-

Gustad y ved cuán suave es el Señor; dichoso el varón que en él confía.

Poscomunión.- 

Sírvanos, Señor, este celestial misterio para repa­ración de alma y cuerpo; pa­ra que al celebrarlo, experimentemos sus saludables efectos. Por nuestro Señor.

TEXTOS DE LA MISA EN LATIN

Dóminica Octava Post Pentecosten

II Classis

Introitus: Ps. xlvii: 10-11

Suscépimus, Deus, misericórdiam tuam in médio templi tui: secúndum nomen tuum, Deus, ita et laus tua in fines terræ: justítia plena est déxtera tua. [Ps. ibid. 2] Magnus Dóminus, et laudábilis nimis: in civitáte Dei nostri, in monte sancto ejus. Glória Patri. Suscépimus.

Oratio

Largíre nobis, quǽsumus, Dómine, semper spíritum cogitándi qui recta sunt, propítius et agéndi: ut, qui sine te esse non póssimus, secúndum te vívere valeámus. Per Dóminum.

 ad Romanos viii: 12-17

Léctio Epístolæ beáti Pauli Apóstoli ad Romános.

Fratres: Debitóres sumus non carni, ut secúndum carnem vivámus. Si enim secúndum carnem vixéritis, moriémini: si autem Spíritu facta carnis mortificavéritis, vivétis. Qui-cúmque enim spíritu Dei agúntur, ii sunt fílii Dei. Non enim accepístis spíritum servitútis íterum in timóre, sed accepístis spíritum adoptiónis filiórum, in quo clamámus: Abba (Pater). Ipse enim Spíritus testimónium reddit spíritui nostro, quod sumus fílii Dei. Si autem fílii, et herédes: herédes quidem Dei, coherédes autem Christi.

Graduale Ps. xxx: 2

Esto mihi in Deum protectórem, et in locum refúgii, ut salvum me fácias. [Ps.lxx: 1] Deus, in te sperávi: Dómine, non confúndar in ætérnum. Allelúja, allelúja [Ps. xlvii: 2] Magnus Dóminus, et laudábilis valde, in civitáte Dei nostri, in monte sancto ejus. Allelúja

Luc. xvi: 1-9

+    Sequentia sancti Evangelii secundum Lucam.

In illo témpore: Dixit Jesus discípulis suis parábolam hanc: «Homo quidam erat dives, qui habébat víllicum: et hic diffamátus est apud illum, quasi dissipásset bona ipsíus. Et vocávit illum, et ait illi: “Quid hoc áudio de te? redde ratiónem vilicatiónis tuæ: jam enim non póteris villicáre.” Ait autem víllicus intra se: “Quid fáciam, quia dóminus meus aufert a me villicatiónem? fódere non váleo, mendicáre erubésco. Scio quid fáciam, ut, cum amotus fúero a villicatióne, recípiant me in domos suas.” Convocátis ítaque síngulis debitóribus dómini sui, dicébat primo: “Quantum debes dómino meo?” At ille dixit: “Centum cados ólei.” Dixítque illi: “Accipe cautiónem tuam et: sede cito, scribe quinquagínta.” Deínde álii dixit: “Tu vero quantum debes?” Qui ait centum choros trítici.” Ait illi: “Accipe lítteras tuas, et scribe octogínta.” Et laudávit dóminus víllicum iniquitátis, quia prudénter fecísset: quia fílii hujus sæculi prudentióres fíliis lucis in generatióne sua sunt. Et ego vobis dico: fácite vobis amícos de mammóna iniquitátis: ut cum defecéritis, recípiant vos in ætérna tabernácula.»

Offertorium: Ps. xvii: 28 et 32

Pópulum húmilem salvum fácies, Dómine, et óculos superbórum humiliábis: quóniam quis Deus præter te, Dómine?

Secreta:

Suscipe, quǽsumus, Dómine, múnera, quæ tibi de tua largitáte deférimus: ut hac sacrosáncta mystéria, grátiæ tuæ operánte virtúte, et præséntis vitæ nos conversatióne sanctíficent, et ad gáudia sempitérna perdúcant. Per Dóminum.

Præfátio de Sanctíssima Trinitáte

Vere dignum et iustum est, æquum et salutáre, nos tibi semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens ætérne Deus: Qui cum unigénito Fílio tuo, et Spíritu Sancto, unus es Deus, unus es Dóminus: non in uníus singularitáte persónæ, sed in uníus Trinitáte substántiæ. Quod enim de tua gloria, revelánte te, crédimus, hoc de Fílio tuo, hoc de Spíritu Sancto, sine differéntia discretiónis sentimus. Ut in confessióne veræ sempiternáeque Deitátis, et in persónis propríetas, et in esséntia únitas, et in majestáte adorétur æquálitas. Quam laudant Angeli atque Archángeli, Chérubim quoque ac Séraphim: qui non cessant clamáre quotídie, una voce dicéntes:

Communio: Ps. xxxiii: 9.

Gustáte et vidéte, quóniam suávis est Dóminus: beátus vir, qui sperat in eo.

Postcommunio:

Sit nobis, Dómine, reparátio mentis et córporis cæléste mystérium: ut, cujus exséquimur cultum, sentiámus efféctum. Per Dóminum.

VIII Domingo después de Pentecostés

HOMILIA

Homilía de San Jerónimo, Presbítero.

Epistola 151

Si vemos al administrador de las riquezas de iniquidad alabado por su señor, por haber sabido agenciarse una justa recompensa mediante un proceder ilícito; y si el mismo amo perjudicado alaba la previsión de tal administrador, por cuanto, aunque procedió fraudulentamente con el, fue prudente para consigo mismo, ¿cuánto mas el divino Salvador, que no puede experimentar perdida alguna y se inclina siempre a la clemencia, alabara a sus discípulos, cuando los vea tratar con misericordia a los que van a creer en él?

Después de la parábola, saco esta consecuencia: “Así os digo yo a vosotros: Granjeaos amigos con las riquezas de iniquidad”. En lengua siriaca, no en hebreo, se llama “mammona” a las riquezas, debido a los medios injustos que se emplean para atesorarlas. Si pues, el fruto de iniquidad bien administrado puede redundar en provecho de la justicia, cuanto mas la palabra de Dios, en la cual nada hay inicuo, y que fue confiada a los Apóstoles, llevara al cielo a sus fieles dispensadores?

Por lo cual, leemos a continuación: “Quien es fiel en lo poco” , es decir, en las cosas materiales, “ también lo es en lo mucho”, o sea, en las espirituales, El que es inicuo en lo poco, no haciendo participantes a sus hermanos de lo que Dios creo para todos, no lo será menos en el reparto del caudal espiritual, y en la distribución de la doctrina del Señor atenderá mas bien a sus preferencias personales que a la necesidad. Por eso dice aquí el Señor: Si no sabéis administrar prudentemente los bienes materiales y perecederos, .quien os confiara las verdaderas, las eternas riquezas de la doctrina de Dios?

Carta Enciclica «Quas primas»

Su Santidad Pio XI

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CARTA ENCÍCLICA
QUAS PRIMAS
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XI
SOBRE LA FIESTA DE CRISTO REY

En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano.

Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.

La «paz de Cristo en el reino de Cristo»

1. Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto posible nos fuese. En el reino de Cristo, dijimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo.

2. Entre tanto, no dejó de infundirnos sólida, esperanza de tiempos mejores la favorable actitud de los pueblos hacia Cristo y su Iglesia, única que puede salvarlos; actitud nueva en unos, reavivada en otros, de donde podía colegirse que muchos que hasta entonces habían estado como desterrados del reino del Redentor, por haber despreciado su soberanía, se preparaban felizmente y hasta se daban prisa en volver a sus deberes de obediencia.

Y todo cuanto ha acontecido en el transcurso del Año Santo, digno todo de perpetua memoria y recordación, ¿acaso no ha redundado en indecible honra y gloria del Fundador de la Iglesia, Señor y Rey Supremo?

«Año Santo»

3. Porque maravilla es cuánto ha conmovido a las almas la Exposición Misional, que ofreció a todos el conocer bien ora el infatigable esfuerzo de la Iglesia en dilatar cada vez más el reino de su Esposo por todos los continentes e islas —aun, de éstas, las de mares los más remotos—, ora el crecido número de regiones conquistadas para la fe católica por la sangre y los sudores de esforzadísimos e invictos misioneros, ora también las vastas regiones que todavía quedan por someter a la suave y salvadora soberanía de nuestro Rey.

Además, cuantos —en tan grandes multitudes— durante el Año Santo han venido de todas partes a Roma guiados por sus obispos y sacerdotes, ¿qué otro propósito han traído sino postrarse, con sus almas purificadas, ante el sepulcro de los apóstoles y visitarnos a Nos para proclamar que viven y vivirán sujetos a la soberanía de Jesucristo?

4. Como una nueva luz ha parecido también resplandecer este reinado de nuestro Salvador cuando Nos mismo, después de comprobar los extraordinarios méritos y virtudes de seis vírgenes y confesores, los hemos elevado al honor de los altares, ¡Oh, cuánto gozo y cuánto consuelo embargó nuestra alma cuando, después de promulgados por Nos los decretos de canonización, una inmensa muchedumbre de fieles, henchida de gratitud, cantó el Tu, Rex gloriae Christe en el majestuoso templo de San Pedro!

Y así, mientras los hombres y las naciones, alejados de Dios, corren a la ruina y a la muerte por entre incendios de odios y luchas fratricidas, la Iglesia de Dios, sin dejar nunca de ofrecer a los hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas generaciones de santos y de santas para Cristo, el cual no cesa de levantar hasta la eterna bienaventuranza del reino celestial a cuantos le obedecieron y sirvieron fidelísimamente en el reino de la tierra.

5. Asimismo, al cumplirse en el Año Jubilar el XVI Centenario del concilio de Nicea, con tanto mayor gusto mandamos celebrar esta fiesta, y la celebramos Nos mismo en la Basílica Vaticana, cuanto que aquel sagrado concilio definió y proclamó como dogma de fe católica la consustancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que, al incluir las palabras cuyo reino no tendrá fin en su Símbolo o fórmula de fe, promulgaba la real dignidad de Jesucristo.

Habiendo, pues, concurrido en este Año Santo tan oportunas circunstancias para realzar el reinado de Jesucristo, nos parece que cumpliremos un acto muy conforme a nuestro deber apostólico si, atendiendo a las súplicas elevadas a Nos, individualmente y en común, por muchos cardenales, obispos y fieles católicos, ponemos digno fin a este Año Jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo Rey. Y ello de tal modo nos complace, que deseamos, venerables hermanos, deciros algo acerca del asunto. A vosotros toca acomodar después a la inteligencia del pueblo cuanto os vamos a decir sobre el culto de Cristo Rey; de esta suerte, la solemnidad nuevamente instituida producirá en adelante, y ya desde el primer momento, los más variados frutos.

I. LA REALEZA DE CRISTO

6. Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres porque, con su supereminente caridad[1] y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de El que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino[2]; porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.

a) En el Antiguo Testamento

7. Que Cristo es Rey, lo dicen a cada paso las Sagradas Escrituras.

Así, le llaman el dominador que ha de nacer de la estirpe de Jacob[3]; el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra[4]. El salmo nupcial, donde bajo la imagen y representación de un Rey muy opulento y muy poderoso se celebraba al que había de ser verdadero Rey de Israel, contiene estas frases: El trono tuyo, ¡oh Dios!, permanece por los siglos de los siglos; el cetro de su reino es cetro de rectitud[5]. Y omitiendo otros muchos textos semejantes, en otro lugar, como para dibujar mejor los caracteres de Cristo, se predice que su reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la justicia y de la paz: Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz… y dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extrema del orbe de la tierra[6].

8. A este testimonio se añaden otros, aún más copiosos, de los profetas, y principalmente el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un Párvulo y se nos ha dado un Hijo, el cual lleva sobre sus hombros el principado; y tendrá por nombre el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe de Paz. Su imperio será amplificado y la paz no tendrá fin; se sentará sobre el solio de David, y poseerá su reino para afianzarlo y consolidarlo haciendo reinar la equidad y la justicia desde ahora y para siempre[7]. Lo mismo que Isaías vaticinan los demás profetas. Así Jeremías, cuando predice que de la estirpe de David nacerá el vástago justo, que cual hijo de David reinará como Rey y será sabio y juzgará en la tierra[8]. Así Daniel, al anunciar que el Dios del cielo fundará un reino, el cual no será jamás destruido…, permanecerá eternamente[9]; y poco después añade: Yo estaba observando durante la visión nocturna, y he aquí que venía entre las nubes del cielo un personaje que parecía el Hijo del Hombre; quien se adelantó hacia el Anciano de muchos días y le presentaron ante El. Y diole éste la potestad, el honor y el reino: Y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán: la potestad suya es potestad eterna, que no le será quitada, y su reino es indestructible[10]. Aquellas palabras de Zacarías donde predice al Rey manso que, subiendo sobre una asna y su pollino, había de entrar en Jerusalén, como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas[11], ¿acaso no las vieron realizadas y comprobadas los santos evangelistas?

b) En el Nuevo Testamento

9. Por otra parte, esta misma doctrina sobre Cristo Rey que hemos entresacado de los libros del Antiguo Testamento, tan lejos está de faltar en los del Nuevo que, por lo contrario, se halla magnífica y luminosamente confirmada.

En este punto, y pasando por alto el mensaje del arcángel, por el cual fue advertida la Virgen que daría a luz un niño a quien Dios había de dar el trono de David su padre y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás fin[12], es el mismo Cristo el que da testimonio de su realeza, pues ora en su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora al responder al gobernador romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey[13] y públicamente confirmó que es Rey[14], y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra[15]. Con las cuales palabras, ¿qué otra cosa se significa sino la grandeza de su poder y la extensión infinita de su reino? Por lo tanto, no es de maravillar que San Juan le llame Príncipe de los reyes de la tierra[16], y que El mismo, conforme a la visión apocalíptica, lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los que dominan[17]. Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero universal de todas las cosas[18], menester es que reine Cristo hasta que, al fin de los siglos, ponga bajo los pies del trono de Dios a todos sus enemigos[19].

c) En la Liturgia

10. De esta doctrina común a los Sagrados Libros, se siguió necesariamente que la Iglesia, reino de Cristo sobre la tierra, destinada a extenderse a todos los hombres y a todas las naciones, celebrase y glorificase con multiplicadas muestras de veneración, durante el ciclo anual de la liturgia, a su Autor y Fundador como a Soberano Señor y Rey de los reyes.

Y así como en la antigua salmodia y en los antiguos Sacramentarios usó de estos títulos honoríficos que con maravillosa variedad de palabra expresan el mismo concepto, así también los emplea actualmente en los diarios actos de oración y culto a la Divina Majestad y en el Santo Sacrificio de la Misa. En esta perpetua alabanza a Cristo Rey descúbrese fácilmente la armonía tan hermosa entre nuestro rito y el rito oriental, de modo que se ha manifestado también en este caso que la ley de la oración constituye la ley de la creencia.

d) Fundada en la unión hipostática

11. Para mostrar ahora en qué consiste el fundamento de esta dignidad y de este poder de Jesucristo, he aquí lo que escribe muy bien San Cirilo de Alejandría: Posee Cristo soberanía sobre todas las criaturas, no arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza[20]. Es decir, que la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado en cuanto Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre; de manera que por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas.

e) Y en la redención

12. Pero, además, ¿qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de la redención? Ojalá que todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador. Fuisteis rescatados no con oro o plata, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero Inmaculado y sin tacha[21]. No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande[22]; hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo[23].

II. CARÁCTER DE LA REALEZA DE CRISTO

a) Triple potestad

13. Viniendo ahora a explicar la fuerza y naturaleza de este principado y soberanía de Jesucristo, indicaremos brevemente que contiene una triple potestad, sin la cual apenas se concibe un verdadero y propio principado. Los testimonios, aducidos de las Sagradas Escrituras, acerca del imperio universal de nuestro Redentor, prueban más que suficientemente cuanto hemos dicho; y es dogma, además, de fe católica, que Jesucristo fue dado a los hombres como Redentor, en quien deben confiar, y como legislador a quien deben obedecer[24]. Los santos Evangelios no sólo narran que Cristo legisló, sino que nos lo presentan legislando. En diferentes circunstancias y con diversas expresiones dice el Divino Maestro que quienes guarden sus preceptos demostrarán que le aman y permanecerán en su caridad[25]. El mismo Jesús, al responder a los judíos, que le acusaban de haber violado el sábado con la maravillosa curación del paralítico, afirma que el Padre le había dado la potestad judicial, porque el Padre no juzga a nadie, sino que todo el poder de juzgar se lo dio al Hijo[26]. En lo cual se comprende también su derecho de premiar y castigar a los hombres, aun durante su vida mortal, porque esto no puede separarse de una forma de juicio. Además, debe atribuirse a Jesucristo la potestad llamada ejecutiva, puesto que es necesario que todos obedezcan a su mandato, potestad que a los rebeldes inflige castigos, a los que nadie puede sustraerse.

b) Campo de la realeza de Cristo

a) En Lo espiritual

14. Sin embargo, los textos que hemos citado de la Escritura demuestran evidentísimamente, y el mismo Jesucristo lo confirma con su modo de obrar, que este reino es principalmente espiritual y se refiere a las cosas espirituales. En efecto, en varias ocasiones, cuando los judíos, y aun los mismos apóstoles, imaginaron erróneamente que el Mesías devolvería la libertad al pueblo y restablecería el reino de Israel, Cristo les quitó y arrancó esta vana imaginación y esperanza. Asimismo, cuando iba a ser proclamado Rey por la muchedumbre, que, llena de admiración, le rodeaba, El rehusó tal título de honor huyendo y escondiéndose en la soledad. Finalmente, en presencia del gobernador romano manifestó que su reino no era de este mundo. Este reino se nos muestra en los evangelios con tales caracteres, que los hombres, para entrar en él, deben prepararse haciendo penitencia y no pueden entrar sino por la fe y el bautismo, el cual, aunque sea un rito externo, significa y produce la regeneración interior. Este reino únicamente se opone al reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas; y exige de sus súbditos no sólo que, despegadas sus almas de las cosas y riquezas terrenas, guarden ordenadas costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino también que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz. Habiendo Cristo, como Redentor, rescatado a la Iglesia con su Sangre y ofreciéndose a sí mismo, como Sacerdote y como Víctima, por los pecados del mundo, ofrecimiento que se renueva cada día perpetuamente, ¿quién no ve que la dignidad real del Salvador se reviste y participa de la naturaleza espiritual de ambos oficios?

b) En lo temporal

15. Por otra parte, erraría gravemente el que negase a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confirió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio. Sin embargo de ello, mientras vivió sobre la tierra se abstuvo enteramente de ejercitar este poder, y así como entonces despreció la posesión y el cuidado de las cosas humanas, así también permitió, y sigue permitiendo, que los poseedores de ellas las utilicen.

Acerca de lo cual dice bien aquella frase: No quita los reinos mortales el que da los celestiales[27]. Por tanto, a todos los hombres se extiende el dominio de nuestro Redentor, como lo afirman estas palabras de nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, las cuales hacemos con gusto nuestras: El imperio de Cristo se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo recibido el bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano[28].

c) En los individuos y en la sociedad

16. El es, en efecto, la fuente del bien público y privado. Fuera de El no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos[29].

El es sólo quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos[30]. No se nieguen, pues, los gobernantes de las naciones a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo si quieren conservar incólume su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su patria. Lo que al comenzar nuestro pontificado escribíamos sobre el gran menoscabo que padecen la autoridad y el poder legítimos, no es menos oportuno y necesario en los presentes tiempos, a saber: «Desterrados Dios y Jesucristo —lamentábamos— de las leyes y de la gobernación de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que… hasta los mismos fundamentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda la humana sociedad privada de todo apoyo y fundamento sólido»[31].

17. En cambio, si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sacra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos. Por eso el apóstol San Pablo, aunque ordenó a las casadas y a los siervos que reverenciasen a Cristo en la persona de sus maridos y señores, mas también les advirtió que no obedeciesen a éstos como a simples hombres, sino sólo como a representantes de Cristo, porque es indigno de hombres redimidos por Cristo servir a otros hombres: Rescatados habéis sido a gran costa; no queráis haceros siervos de los hombres[32].

18. Y si los príncípes y los gobernantes legítimamente elegidos se persuaden de que ellos mandan, más que por derecho propio por mandato y en representación del Rey divino, a nadie se le ocultará cuán santa y sabiamente habrán de usar de su autoridad y cuán gran cuenta deberán tener, al dar las leyes y exigir su cumplimiento, con el bien común y con la dignidad humana de sus inferiores. De aquí se seguirá, sin duda, el florecimiento estable de la tranquilidad y del orden, suprimida toda causa de sedición; pues aunque el ciudadano vea en el gobernante o en las demás autoridades públicas a hombres de naturaleza igual a la suya y aun indignos y vituperables por cualquier cosa, no por eso rehusará obedecerles cuando en ellos contemple la imagen y la autoridad de Jesucristo, Dios y hombre verdadero.

19. En lo que se refiere a la concordia y a la paz, es evidente que, cuanto más vasto es el reino y con mayor amplitud abraza al género humano, tanto más se arraiga en la conciencia de los hombres el vínculo de fraternidad que los une. Esta convicción, así como aleja y disipa los conflictos frecuentes, así también endulza y disminuye sus amarguras. Y si el reino de Cristo abrazase de hecho a todos los hombres, como los abraza de derecho, ¿por qué no habríamos de esperar aquella paz que el Rey pacífico trajo a la tierra, aquel Rey que vino para reconciliar todas las cosas; que no vino a que le sirviesen, sino a servir; que siendo el Señor de todos, se hizo a sí mismo ejemplo de humildad y estableció como ley principal esta virtud, unida con el mandato de la caridad; que, finalmente dijo: Mi yugo es suave y mi carga es ligera.

¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se dejaran gobernar por Cristo! Entonces verdaderamente —diremos con las mismas palabras de nuestro predecesor León XIII dirigió hace veinticinco años a todos los obispos del orbe católico—, entonces se podrán curar tantas heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre[33].

III. LA FIESTA DE JESUCRISTO REY

20. Ahora bien: para que estos inapreciables provechos se recojan más abundantes y vivan estables en la sociedad cristiana, necesario es que se propague lo más posible el conocimiento de la regia dignidad de nuestro Salvador, para lo cual nada será más eficaz que instituir la festividad propia y peculiar de Cristo Rey.

Las fiestas de la Iglesia

Porque para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio.

Estas sólo son conocidas, las más veces, por unos pocos fieles, más instruidos que los demás; aquéllas impresionan e instruyen a todos los fieles; éstas —digámoslo así— hablan una sola vez, aquéllas cada año y perpetuamente; éstas penetran en las inteligencias, a los corazones, al hombre entero. Además, como el hombre consta de alma y cuerpo, de tal manera le habrán de conmover necesariamente las solemnidades externas de los días festivos, que por la variedad y hermosura de los actos litúrgicos aprenderá mejor las divinas doctrinas, y convirtiéndolas en su propio jugo y sangre, aprovechará mucho más en la vida espiritual.

En el momento oportuno

21. Por otra parte, los documentos históricos demuestran que estas festividades fueron instituidas una tras otra en el transcurso de los siglos, conforme lo iban pidiendo la necesidad y utilidad del pueblo cristiano, esto es, cuando hacía falta robustecerlo contra un peligro común, o defenderlo contra los insidiosos errores de la herejía, o animarlo y encenderlo con mayor frecuencia para que conociese y venerase con mayor devoción algún misterio de la fe, o algún beneficio de la divina bondad. Así, desde los primeros siglos del cristianismo, cuando los fieles eran acerbísimamente perseguidos, empezó la liturgia a conmemorar a los mártires para que, como dice San Agustín, las festividades de los mártires fuesen otras tantas exhortaciones al martirio[34]. Más tarde, los honores litúrgicos concedidos a los santos confesores, vírgenes y viudas sirvieron maravillosamente para reavivar en los fieles el amor a las virtudes, tan necesario aun en tiempos pacíficos. Sobre todo, las festividades instituidas en honor a la Santísima Virgen contribuyeron, sin duda, a que el pueblo cristiano no sólo enfervorizase su culto a la Madre de Dios, su poderosísima protectora, sino también a que se encendiese en más fuerte amor hacia la Madre celestial que el Redentor le había legado como herencia. Además, entre los beneficios que produce el público y legítimo culto de la Virgen y de los Santos, no debe ser pasado en silencio el que la Iglesia haya podido en todo tiempo rechazar victoriosamente la peste de los errores y herejías.

22. En este punto debemos admirar los designios de la divina Providencia, la cual, así como suele sacar bien del mal, así también permitió que se enfriase a veces la fe y piedad de los fieles, o que amenazasen a la verdad católica falsas doctrinas, aunque al cabo volvió ella a resplandecer con nuevo fulgor, y volvieron los fieles, despertados de su letargo, a enfervorizarse en la virtud y en la santidad. Asimismo, las festividades incluidas en el año litúrgico durante los tiempos modernos han tenido también el mismo origen y han producido idénticos frutos. Así, cuando se entibió la reverencia y culto al Santísimo Sacramento, entonces se instituyó la fiesta del Corpus Christi, y se mandó celebrarla de tal modo que la solemnidad y magnificencia litúrgicas durasen por toda la octava, para atraer a los fieles a que veneraran públicamente al Señor. Así también, la festividad del Sacratísimo Corazón de Jesús fue instituida cuando las almas, debilitadas y abatidas por la triste y helada severidad de los jansenistas, habíanse enfriado y alejado del amor de Dios y de la confianza de su eterna salvación.

Contra el moderno laicismo

23. Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.

24. Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en nuestra encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad.

La fiesta de Cristo Rey

25. Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad. Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor.

Además, para condenar y reparar de alguna manera esta pública apostasía, producida, con tanto daño de la sociedad, por el laicismo, ¿no parece que debe ayudar grandemente la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey entre todas las gentes? En verdad: cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad.

Continúa una tradición

26. ¿Y quién no echa de ver que ya desde fines del siglo pasado se preparaba maravillosamente el camino a la institución de esta festividad? Nadie ignora cuán sabia y elocuentemente fue defendido este culto en numerosos libros publicados en gran variedad de lenguas y por todas partes del mundo; y asimismo que el imperio y soberanía de Cristo fue reconocido con la piadosa práctica de dedicar y consagrar casi innumerables familias al Sacratísimo Corazón de Jesús. Y no solamente se consagraron las familias, sino también ciudades y naciones. Más aún: por iniciativa y deseo de León XIII fue consagrado al Divino Corazón todo el género humano durante el Año Santo de 1900.

27. No se debe pasar en silencio que, para confirmar solemnemente esta soberanía de Cristo sobre la sociedad humana, sirvieron de maravillosa manera los frecuentísimos Congresos eucarísticos que suelen celebrarse en nuestros tiempos, y cuyo fin es convocar a los fieles de cada una de las diócesis, regiones, naciones y aun del mundo todo, para venerar y adorar a Cristo Rey, escondido bajo los velos eucarísticos; y por medio de discursos en las asambleas y en los templos, de la adoración, en común, del augusto Sacramento públicamente expuesto y de solemnísimas procesiones, proclamar a Cristo como Rey que nos ha sido dado por el cielo. Bien y con razón podría decirse que el pueblo cristiano, movido como por una inspiración divina, sacando del silencio y como escondrijo de los templos a aquel mismo Jesús a quien los impíos, cuando vino al mundo, no quisieron recibir, y llevándole como a un triunfador por las vías públicas, quiere restablecerlo en todos sus reales derechos.

Coronada en el Año Santo

28. Ahora bien: para realizar nuestra idea que acabamos de exponer, el Año Santo, que toca a su fin, nos ofrece tal oportunidad que no habrá otra mejor; puesto que Dios, habiendo benignísimamente levantado la mente y el corazón de los fieles a la consideración de los bienes celestiales que sobrepasan el sentido, les ha devuelto el don de su gracia, o los ha confirmado en el camino recto, dándoles nuevos estímulos para emular mejores carismas. Ora, pues, atendamos a tantas súplicas como los han sido hechas, ora consideremos los acontecimientos del Año Santo, en verdad que sobran motivos para convencernos de que por fin ha llegado el día, tan vehementemente deseado, en que anunciemos que se debe honrar con fiesta propia y especial a Cristo como Rey de todo el género humano.

29. Porque en este año, como dijimos al principio, el Rey divino, verdaderamente admirable en sus santos, ha sido gloriosamente magnificado con la elevación de un nuevo grupo de sus fieles soldados al honor de los altares. Asimismo, en este año, por medio de una inusitada Exposición Misional, han podido todos admirar los triunfos que han ganado para Cristo sus obreros evangélicos al extender su reino. Finalmente, en este año, con la celebración del centenario del concilio de Nicea, hemos conmemorado la vindicación del dogma de la consustancialidad del Verbo encarnado con el Padre, sobre la cual se apoya como en su propio fundamento la soberanía del mismo Cristo sobre todos los pueblos.

Condición litúrgica de la fiesta

30. Por tanto, con nuestra autoridad apostólica, instituimos la fiesta de nuestro Señor Jesucristo Rey, y decretamos que se celebre en todas las partes de la tierra el último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos. Asimismo ordenamos que en ese día se renueve todos los años la consagración de todo el género humano al Sacratísimo Corazón de Jesús, con la misma fórmula que nuestro predecesor, de santa memoria, Pío X, mandó recitar anualmente.

Este año, sin embargo, queremos que se renueve el día 31 de diciembre, en el que Nos mismo oficiaremos un solemne pontifical en honor de Cristo Rey, u ordenaremos que dicha consagración se haga en nuestra presencia. Creemos que no podemos cerrar mejor ni más convenientemente el Año Santo, ni dar a Cristo, Rey inmortal de los siglos, más amplio testimonio de nuestra gratitud —con lo cual interpretamos la de todos los católicos— por los beneficios que durante este Año Santo hemos recibido Nos, la Iglesia y todo el orbe católico.

31. No es menester, venerables hermanos, que os expliquemos detenidamente los motivos por los cuales hemos decretado que la festividad de Cristo Rey se celebre separadamente de aquellas otras en las cuales parece ya indicada e implícitamente solemnizada esta misma dignidad real. Basta advertir que, aunque en todas las fiestas de nuestro Señor el objeto material de ellas es Cristo, pero su objeto formal es enteramente distinto del título y de la potestad real de Jesucristo. La razón por la cual hemos querido establecer esta festividad en día de domingo es para que no tan sólo el clero honre a Cristo Rey con la celebración de la misa y el rezo del oficio divino, sino para que también el pueblo, libre de las preocupaciones y con espíritu de santa alegría, rinda a Cristo preclaro testimonio de su obediencia y devoción. Nos pareció también el último domingo de octubre mucho más acomodado para esta festividad que todos los demás, porque en él casi finaliza el año litúrgico; pues así sucederá que los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el transcurso del año, terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad de Cristo Rey, y antes de celebrar la gloria de Todos los Santos, se celebrará y se exaltará la gloria de aquel que triunfa en todos los santos y elegidos. Sea, pues, vuestro deber y vuestro oficio, venerables hermanos, hacer de modo que a la celebración de esta fiesta anual preceda, en días determinados, un curso de predicación al pueblo en todas las parroquias, de manera que, instruidos cuidadosamente los fieles sobre la naturaleza, la significación e importancia de esta festividad, emprendan y ordenen un género de vida que sea verdaderamente digno de los que anhelan servir amorosa y fielmente a su Rey, Jesucristo.

Con los mejores frutos

32. Antes de terminar esta carta, nos place, venerables hermanos, indicar brevemente las utilidades que en bien, ya de la Iglesia y de la sociedad civil, ya de cada uno de los fieles esperamos y Nos prometemos de este público homenaje de culto a Cristo Rey.

a) Para la Iglesia

En efecto: tributando estos honores a la soberanía real de Jesucristo, recordarán necesariamente los hombres que la Iglesia, como sociedad perfecta instituida por Cristo, exige —por derecho propio e imposible de renunciar— plena libertad e independencia del poder civil; y que en el cumplimiento del oficio encomendado a ella por Dios, de enseñar, regir y conducir a la eterna felicidad a cuantos pertenecen al Reino de Cristo, no pueden depender del arbitrio de nadie.

Más aún: el Estado debe también conceder la misma libertad a las órdenes y congregaciones religiosas de ambos sexos, las cuales, siendo como son valiosísimos auxiliares de los pastores de la Iglesia, cooperan grandemente al establecimiento y propagación del reino de Cristo, ya combatiendo con la observación de los tres votos la triple concupiscencia del mundo, ya profesando una vida más perfecta, merced a la cual aquella santidad que el divino Fundador de la Iglesia quiso dar a ésta como nota característica de ella, resplandece y alumbra, cada día con perpetuo y más vivo esplendor, delante de los ojos de todos.

b) Para la sociedad civil

33. La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes.

A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres. Es, además, maravillosa la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán sacar los fieles para modelar su espíritu según las verdaderas normas de la vida cristiana.

c) Para los fieles

34. Porque si a Cristo nuestro Señor le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; si los hombres, por haber sido redimidos con su sangre, están sujetos por un nuevo título a su autoridad; si, en fin, esta potestad abraza a toda la naturaleza humana, claramente se ve que no hay en nosotros ninguna facultad que se sustraiga a tan alta soberanía. Es, pues, necesario que Cristo reine en la inteligencia del hombre, la cual, con perfecto acatamiento, ha de asentir firme y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la cual ha de obedecer a las leyes y preceptos divinos; es necesario que reine en el corazón, el cual, posponiendo los efectos naturales, ha de amar a Dios sobre todas las cosas, y sólo a El estar unido; es necesario que reine en el cuerpo y en sus miembros, que como instrumentos, o en frase del apóstol San Pablo, como armas de justicia para Dios[35], deben servir para la interna santificación del alma. Todo lo cual, si se propone a la meditación y profunda consideración de los fieles, no hay duda que éstos se inclinarán más fácilmente a la perfección.

35. Haga el Señor, venerables hermanos, que todos cuantos se hallan fuera de su reino deseen y reciban el suave yugo de Cristo; que todos cuantos por su misericordia somos ya sus súbditos e hijos llevemos este yugo no de mala gana, sino con gusto, con amor y santidad, y que nuestra vida, conformada siempre a las leyes del reino divino, sea rica en hermosos y abundantes frutos; para que, siendo considerados por Cristo como siervos buenos y fieles, lleguemos a ser con El participantes del reino celestial, de su eterna felicidad y gloria.

Estos deseos que Nos formulamos para la fiesta de la Navidad de nuestro Señor Jesucristo, sean para vosotros, venerables hermanos, prueba de nuestro paternal afecto; y recibid la bendición apostólica, que en prenda de los divinos favores os damos de todo corazón, a vosotros, venerables hermanos, y a todo vuestro clero y pueblo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de diciembre de 1925, año cuarto de nuestro pontificado.

PÍO PP XI

Notas

[1] Ef 3,19.

[2] Dan 7,13-14.

[3] Núm 24,19.

[4] Sal 2.

[5] Sal 44.

[6] Sal 71.

[7] Is 9,6-7.

[8] Jer 23,5.

[9] Dan 2,44.

[10] Dan 7 13-14.

[11] Zac 9,9.

[12] Lc 1,32-33.

[13] Mt 25,31-40.

[14] Jn 18,37.

[15] Mt 28,18.

[16] Ap 1,5.

[17] Ibíd., 19,16.

[18] Heb 1,1.

[19] 1 Cor 15,25.

[20] In Luc. 10.

[21] 1 Pt 1,18-19.

[22] 1 Cor 6,20.

[23] Ibíd., 6,15.

[24] Conc. Trid., ses.6 c.21.

[25] Jn 14,15; 15,10.

[26] Jn 5,22.

[27] Himno Crudelis Herodes, en el of. de Epif.

[28] Enc. Annum sacrum, 25 mayo 1899.

[29] Hech 4,12.

[30] S. Agustín, Ep. ad Macedonium c.3

[31] Enc. Ubi arcano.

[32] 1 Cor 7,23.

[33]. Enc. Annum sacrum, 25 mayo 1899.

[34] Sermón 47: De sanctis.

[35] Rom 6,13.

Carta Enciclica «Mediator Dei»

Su Santidad Pio XII

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CARTA ENCÍCLICA
MEDIATOR DEI
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XII
A LOS VENERABLES HERMANOS PATRIARCAS,
PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS
EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA

SOBRE LA SAGRADA LITURGIA

Venerables Hermanos Salud y Bendición Apostólica.

INTRODUCCIÓN

A) Jesucristo, Redentor del mundo

1. «El Mediador entre Dios y los hombres» [1], el gran Pontífice que penetró hasta lo más alto del cielo, Jesús, Hijo de Dios[2], al encargarse de la obra de misericordia con que enriqueció al género humano con beneficios sobrenaturales, quiso, sin duda alguna, restablecer entre los hombres y su Criador aquel orden que el pecado había perturbado y volver a conducir al Padre celestial, primer principio y último fin, la mísera descendencia de Adán, manchada por el pecado original.

2. Por eso, mientras vivió en la tierra, no sólo anunció el principio de la redención y declaró inaugurado el Reino de Dios, sino que se consagró a procurar la salvación de las almas con el continuo ejercicio de la oración y del sacrificio, hasta que se ofreció en la cruz, víctima inmaculada para limpiar nuestra conciencia de las obras muertas y hacer que tributásemos un verdadero culto al Dios vivo[3].

3. Así, todos los hombres, felizmente apartados del camino que desdichadamente los arrastraba a la ruina y a la perdición, fueron ordenados nuevamente a Dios para que, colaborando personalmente en la consecución de la santificación propia, fruto de la sangre inmaculada del Cordero, diesen a Dios la gloria que le es debida.

4. Quiso, pues, el divino Redentor que la vida sacerdotal por El iniciada en su cuerpo mortal con sus oraciones y su sacrificio, en el transcurso de los siglos, no cesase en su Cuerpo místico, que es la Iglesia; y por esto instituyó un sacerdocio visible, para ofrecer en todas partes la oblación pura[4], a fin de que todos los hombres, del Oriente al Occidente, liberados del pecado, sirviesen espontáneamente y de buen grado a Dios por deber de conciencia.

B) La Iglesia continúa el oficio sacerdotal de Jesucristo

5. La Iglesia, pues, fiel al mandato recibido de su Fundador, continúa el oficio sacerdotal de Jesucristo, sobre todo mediante la sagrada liturgia. Esto lo hace, en primer lugar, en el altar, donde se representa perpetuamente el sacrificio de la cruz[5] y se renueva, con la sola diferencia del modo de ser ofrecido[6]; en segundo lugar, mediante los sacramentos, que son instrumentos peculiares, por medio de los cuales los hombres participan de la vida sobrenatural; y por último, con el cotidiano tributo de alabanzas ofrecido a Dios Optimo Máximo.

6. «¡Qué espectáculo más hermoso para el cielo y para la tierra que la Iglesia en oración! decía nuestro predecesor Pío XI, de feliz memoria . Siglos hace que, sin interrupción alguna, desde una medianoche a la otra, se repite sobre la tierra la divina salmodia de los cantos inspirados, y no hay hora del día que no sea santificada por su liturgia especial; no hay período alguno en la vida, grande o pequeño, que no tenga lugar en la acción de gracias, en la alabanza, en la oración, en la reparación de las preces comunes del cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia»[7].

C) Despertar de los estudios litúrgicos

7. Sabéis sin duda alguna, venerables hermanos, que a fines del siglo pasado y principios del presente se despertó un fervor singular en los estudios litúrgicos, tanto por la iniciativa laudable de algunos particulares cuanto, sobre todo, por la celosa y asidua diligencia de varios monasterios de la ínclita Orden benedictina; de suerte que, no sólo en muchas regiones de Europa, sino aun en las tierras de ultramar, se desarrolló en esta materia una laudable y provechosa emulación, cuyas benéficas consecuencias se pudieron ver no sólo en el campo de las disciplinas sagradas, donde los ritos litúrgicos de la Iglesia Oriental y Occidental fueron estudiados y conocidos más amplia y profundamente, sino también en la vida espiritual y privada de muchos cristianos.

8. Las augustas ceremonias del Sacrificio del altar fueron mejor conocidas, comprendidas y estimadas; la participación en los sacramentos, mayor y más frecuente; las oraciones litúrgicas, más suavemente gustadas; y el culto eucarístico, considerado —como verdaderamente lo es centro y fuente de la verdadera piedad cristiana. Fue, además, puesto más claramente en evidencia el hecho de que todos los fieles constituyen un solo y compactísimo cuerpo, cuya cabeza es Cristo, de donde proviene para el pueblo cristiano la obligación de participar, según su propia condición, en los ritos litúrgicos.

D) Solicitud de la Santa Sede en favor del culto litúrgico

9. Vosotros, indudablemente, sabéis muy bien que esta Sede Apostólica ha procurado siempre, con gran diligencia, que el pueblo a ella confiado se educase en un verdadero y efectivo sentido litúrgico, y que, con no menor celo, se ha preocupado de que los sagrados ritos resplandeciesen al exterior con la debida dignidad. En el mismo orden de ideas, Nos, hablando, según costumbre, a los predicadores cuaresmales de esta nuestra alma Ciudad, en 1943, les exhortábamos calurosamente a amonestar a sus oyentes para que tomasen parte, siempre con mayor empeño, en el sacrificio eucarístico; y recientemente hemos hecho traducir otra vez el libro de los Salmos del texto original al latín, para que las preces litúrgicas, de las que forma ese libro parte tan principal en la Iglesia católica, fuesen más exactamente entendidas y más fácilmente percibidas su verdad y suavidad [8].

10. Sin embargo, mientras que, por los saludables frutos que de él se derivan, el apostolado litúrgico es para Nos de no poco consuelo, nuestro deber nos impone seguir con atención esta «renovación», como algunos la llaman, y procurar diligentemente que estas iniciativas no se conviertan ni en excesivas ni en defectuosas.

E) Deficiencias de algunos. Exageraciones de otros

11. Ahora bien: si, por una parte, vemos con dolor que en algunas regiones el sentido, el conocimiento y el estudio de la liturgia son a veces escasos o casi nulos, por otra observamos con gran preocupación que en otras hay algunos, demasiado ávidos de novedades, que se alejan del camino de la sana doctrina y de la prudencia; pues con la intención y el deseo de una renovación litúrgica mezclan frecuentemente principios que en la teoría o en la práctica comprometen esta causa santísima y la contaminan también muchas veces con errores que afectan a la fe católica y a la doctrina ascética.

12. La pureza de la fe y de la moral debe ser la norma característica de esta sagrada disciplina, que tiene que conformarse absolutamente con las sapientísimas enseñanzas de la Iglesia. Es, por tanto, deber nuestro alabar y aprobar todo lo que está bien hecho, y reprimir o reprobar todo lo que se desvía del verdadero y justo camino.

13. No crean, sin embargo, los inertes y los tibios que cuentan con nuestro asenso porque reprendemos a los que yerran y ponemos freno a los audaces; ni los imprudentes se tengan por alabados cuando corregimos a los negligentes y a los perezosos.

14. Aunque en esta nuestra carta encíclica tratamos, sobre todo, de la liturgia latina, no se debe a que tengamos menor estima de las venerandas liturgias de la Iglesia Oriental, cuyos ritos, transmitidos por venerables y antiguos documentos, nos son igualmente queridísimos; sino que más bien depende de las especiales condiciones de la Iglesia Occidental, que demandan la intervención de la autoridad nuestra.

15. Oigan, pues, dócilmente todos los cristianos la voz del Padre común, que desea ardientemente verlos unidos íntimamente a El, acercándose al altar de Dios, profesando la misma fe, obedeciendo a la misma ley, participando en el mismo sacrificio con un solo entendimiento y una sola voluntad.

16. Lo pide el honor debido a Dios; lo exigen las necesidades de los tiempos presentes. Efectivamente, después que una larga y cruel guerra ha dividido a los pueblos con sus rivalidades y estragos, los hombres de buena voluntad se esfuerzan ahora de la mejor manera posible por traerlos de nuevo a todos a la concordia.

17. Creemos, sin embargo, que ningún designio o iniciativa será en este caso más eficaz que un férvido espíritu y religioso celo de los que deben estar animados y guiados los cristianos, de modo que, aceptando sinceramente las mismas verdades y obedeciendo dócilmente a los legítimos Pastores en el ejercicio del culto debido a Dios, formen una Comunidad fraternal; puesto que «todos los que participamos del mismo pan, aunque muchos, venimos a ser un solo cuerpo»[9].

PARTE PRIMERA: NATURALEZA, ORIGEN, PROGRESO DE LA LITURGIA

I. La liturgia, culto público

A) Honrar a Dios: deber de cada uno

18. El deber fundamental del hombre es, sin duda ninguna, el de orientar hacia Dios su persona y su propia vida: «A El, en efecto, debemos principalmente unirnos como indefectible principio, a quien igualmente ha di dirigirse siempre nuestra deliberación como a último fin, que por nuestra negligencia perdemos al pecar, y que de hemos reconquistar por la fe creyendo en El»[10].

19. Ahora bien, el hombre se vuelve ordenadamente a Dios cuando reconoce su majestad suprema y su magisterio sumo, cuando acepta con sumisión las verdades divinamente reveladas, cuando observa religiosamente sus leyes, cuando hace converger hacia El toda su actividad, cuando —para decirlo en breve— da, mediante la virtud de la religión, el debido culto al único y verdadero Dios.

B) Deber de la colectividad

20. Este es un deber que obliga ante todo a cada uno en particular; pero es también un deber colectivo de toda la comunidad humana, ordenada con recíprocos vínculos sociales, ya que también ella depende de la suprema autoridad de Dios.

21. Nótese, además, que éste es un deber particular de los hombres en cuanto elevados por Dios al orden sobrenatural.

22. Así, si consideramos a Dios como autor de la antigua Ley, vemos que también proclama preceptos rituales y determina cuidadosamente las normas que el pueblo puede observar al tributarle el legítimo culto. Por eso estableció diversos sacrificios y designó las ceremonias con que se debían ejecutar; determinó claramente lo que se refería al arca de la Alianza, al templo y a los días festivos; señaló la tribu sacerdotal y el sumo sacerdote; indicó y describió las vestiduras que habían de usar los ministros sagrados y todo lo demás relacionado con el culto divino[11].

23. Este culto, por lo demás, no era otra cosa sino la sombra[12] del que el sumo sacerdote del Nuevo Testamento había de tributar al Padre celestial.

C) Honor tributado al Padre por el Verbo encarnado: en la tierra…

24. Efectivamente, apenas «el Verbo se hizo carne»[13] se manifestó al mundo dotado de la dignidad sacerdotal, haciendo un acto de sumisión al Eterno Padre que había de durar todo el tiempo de su vida: «al entrar en el mundo, dice… Heme aquí que vengo… para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad»»[14], acto que se llevará a efecto de modo admirable en el sacrificio cruento de la cruz: «Por esta voluntad, pues, somos santificados por la oblación del Cuerpo de Jesucristo hecha una vez sola»[15].

25. Toda su actividad entre los hombres no tiene otro fin. Niño, es presentado en el templo al Señor; adolescente, vuelve otra vez al lugar sagrado; más tarde acude allí frecuentemente para instruir al pueblo y para orar. Antes de iniciar el ministerio público, ayuna durante cuarenta días, y con su consejo y su ejemplo exhorta a todos a orar día y noche. Como Maestro de verdad, «alumbra a todo hombre»[16] para que los mortales reconozcan convenientemente al Dios inmortal y no «deserten para perderse, sino que sean fieles y constantes para poner a salvo el alma»[17]. En cuanto Pastor, gobierna su grey, la conduce a los pastos de vida y le da una ley que observar, a fin de que ninguno se separe de El y del camino recto que El ha trazado, sino que todos vivan santamente bajo su influjo y su acción. En la última cena, con rito y aparato solemne, celebra la nueva Pascua y provee a su continuación mediante la institución divina de la Eucaristía: al día siguiente, elevado entre el cielo y la tierra, ofrece el salvador sacrificio de su vida, y de su pecho atravesado hace brotar en cierto modo los sacramentos que distribuyen a las almas los tesoros de la redención. Al hacerlo así, tiene como único fin la gloria del Padre y la santificación cada vez mayor del hombre.

… y en la gloria

26. Luego, al entrar en la sede de la eterna felicidad, quiere que el culto instituido y tributado por El durante su vida terrena continúe sin interrupción ninguna. Porque no ha dejado huérfano al género humano, sino que, así como lo asiste siempre con su continuo y poderoso patrocinio, haciéndose en el cielo nuestro abogado ante el Padre [18], así también le ayuda mediante su Iglesia, en la cual está indefectiblemente presente en el transcurso de los siglos, Iglesia que El ha constituido columna de la verdad[19] y dispensadora de gracia, y que con el sacrificio de la cruz fundó, consagró y confirmó eternamente[20].

D) La Iglesia sigue honrando a Dios en unión con Cristo

27. La Iglesia, por consiguiente, tiene de común con el Verbo encarnado el fin, la obligación y la función de enseñar a todos la verdad, regir y gobernar a los hombres, ofrecer a Dios el sacrificio aceptable y grato, y restablecer así entre el Criador y la criatura aquella unión y armonía que el Apóstol de las gentes indica claramente con estas palabras: «Así que ya no sois extraños ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos y domésticos de Dios: pues estáis edificados sobre el fundamento de los Apóstoles y Profetas, y unidos en Jesucristo, el cual es la principal piedra angular de la nueva Jerusalén: sobre quien trabado todo el edificio, se alza para ser un templo santo del Señor: por él entráis también vosotros a ser parte de la estructura de este edificio, para llegar a ser morada de Dios, por medio del Espíritu Santo»[21]. Por eso la sociedad fundada por el divino Redentor no tiene otro fin, ni con su doctrina y su gobierno, ni con el sacrificio y los sacramentos instituidos por El, ni, finalmente, con el ministerio que le ha confiado, con sus oraciones y su sangre, sino crecer y dilatarse cada vez más; y esto sucede cuando Cristo está edificado y dilatado en las almas de los mortales, y cuando, a su vez, las almas de los mortales están edificadas y dilatadas en Cristo; de manera que en este destierro terrenal se amplíe el templo donde la divina Majestad recibe el culto grato y legítimo.

28. Por tanto, en toda acción litúrgica, juntamente con la Iglesia, está presente su divino Fundador: Jesucristo está presente en el augusto sacrificio del altar, ya en la persona de su ministro, ya, principalmente, bajo las especies eucarísticas; está presente en los sacramentos con la virtud que transfunde en ellos, para que sean instrumentos eficaces de santidad; está presente, finalmente, en las alabanzas y en las súplicas dirigidas a Dios, como está escrito: «Donde dos o tres se hallan congregados en mi nombre, allí me hallo yo en medio de ellos»[22].

29. La sagrada liturgia es, por consiguiente, el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como Cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y, por medio de El, al Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente, el completo culto público del Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros.

E) Comienzos de la Sagrada Liturgia en la historia

30. La acción litúrgica tiene principio con la misma fundación de la Iglesia. En efecto, los primeros cristianos «perseveraban todos en oír las instrucciones de los Apóstoles y en la comunicación de la fracción del pan y en la oración»[23]. Dondequiera que los

Pastores pueden reunir un núcleo de fieles, erigen un altar, sobre el que ofrecen el sacrificio; y en torno a él se disponen otros ritos acomodados a la santificación de los hombres y a la glorificación de Dios. Entre estos ritos están, en primer lugar, los sacramentos, o sea las siete principales fuentes de salvación; después, la celebración de las alabanzas divinas, con las que los fieles, reunidos, también obedecen a las exhortaciones del Apóstol: «Con toda sabiduría enseñándoos y animándoos unos a otros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando de corazón, con gracia o edificación, las alabanzas a Dios»[24]; después, la lectura de la ley, de los Profetas, del Evangelio y de las Cartas apostólicas, y finalmente la homilía, con la cual el presidente de la asamblea recuerda y comenta útilmente los preceptos del divino Maestro, los acontecimientos principales de su vida, y amonesta a todos los presentes con oportunas exhortaciones y ejemplos.

F) Su organización y desarrollo

31. El culto se organiza y se desarrolla según las circunstancias y las necesidades de los cristianos, se enriquece con nuevos ritos, ceremonias y fórmulas, siempre con la misma intención: «o sea, para que por estos signos nos estimulemos… conozcamos el progreso por nosotros realizado y nos sintamos impulsados a aumentarlo con mayor vigor, ya que el efecto es más digno si es más ardiente el afecto que le precede»[25].

G) Frutos de la liturgia

32. Así, el alma se eleva más y mejor hacia Dios; así, el sacerdocio de Jesucristo se mantiene siempre activo en la sucesión de los tiempos, ya que la liturgia no es sino el ejercicio de este sacerdocio`. Lo mismo que su Cabeza divina, también la Iglesia asiste continuamente a sus hijos, les ayuda y les exhorta a la santidad, para que, adornados con esta dignidad sobrenatural, puedan un día volver al Padre, que está en los cielos. Ella regenera dando vida celestial a los nacidos a la vida terrenal, los fortifica con el Espíritu Santo para la lucha contra el enemigo implacable; llama a los cristianos en torno a los altares, y con insistentes invitaciones les anima a celebrar y tomar parte en el sacrificio eucarístico, y los nutre con el pan de los ángeles, para que estén cada vez más fuertes; purifica y consuela a los que el pecado hirió y manchó; consagra con rito legítimo a los que por divina vocación son llamados al ministerio sacerdotal; da nuevo vigor al casto connubio de los que están destinados a fundar y constituir la familia cristiana, y después de haberlos confortado y restaurado con el viático eucarístico y la sagrada unción en sus últimas horas de vida terrena, acompaña al sepulcro con suma piedad los despojos de sus hijos, los compone religiosamente, los protege al amparo de la cruz, para que puedan un día resurgir triunfantes de la muerte; bendice con particular solemnidad a cuantos dedican su vida al servicio divino para lograr la perfección religiosa; y extiende su mano en socorro de las almas que en las llamas del purgatorio imploran oraciones y sufragios, para conducirlas finalmente a la eterna bienaventuranza.

II. La liturgia, culto interno y externo

A) Es culto externo

33. Todo el conjunto del culto que la Iglesia tributa a Dios debe ser interno y externo. Es externo, porque lo pide la naturaleza del hombre, compuesto de alma y de cuerpo; porque Dios ha dispuesto que, «conociéndole por medio de las cosas visibles, seamos llevados al amor de las cosas invisibles»[26], porque todo lo que sale del alma se expresa naturalmente por los sentidos; además, porque el culto divino pertenece no sólo al individuo, sino también a la colectividad humana, y, por consiguiente, es necesario que sea social, lo cual es imposible, en el ámbito religioso, sin vínculos y manifestaciones exteriores; y, finalmente, porque es un medio que pone particularmente en evidencia la unidad del Cuerpo místico, acrecienta sus santos entusiasmos, consolida sus fuerzas e intensifica su acción; «aunque, en efecto, las ceremonias no contengan en sí ninguna perfección y santidad, sin embargo, son actos externos de religión que, como signos, estimulan el alma a la veneración de las cosas sagradas, elevan la mente a las realidades sobrenaturales, nutren la piedad, fomentan la caridad, acrecientan la fe, robustecen la devoción, instruyen a los sencillos, adornan el culto de Dios, conservan la religión y distinguen a los verdaderos cristianos de los falsos y de los heterodoxos»[27].

B) Pero es especialmente culto interno

34. Pero el elemento esencial del culto tiene que ser el interno; efectivamente, es necesario vivir en Cristo, consagrarse completamente a El, para que en El, con El y por El se dé gloria al Padre.

35. La sagrada liturgia requiere que estos dos elementos estén íntimamente unidos; y no se cansa de repetirlo cada vez que prescribe un acto de culto externo. Así, por ejemplo, a propósito del ayuno, nos exhorta: «Para que nuestra abstinencia obre en lo interior lo que exteriormente profesa».[28] De otra suerte, la religión se convierte en un formulismo sin fundamento y sin contenido.

36. Vosotros sabéis, venerables hermanos, que el divino Maestro estima indignos del sagrado templo y arroja de él a quienes creen honrar a Dios sólo con el sonido de frases bien hechas y con posturas teatrales, y están persuadidos de poder muy bien mirar por su salvación eterna sin desarraigar del alma los vicios inveterados[29].

37. La Iglesia, por consiguiente, quiere que todos los fieles se postren a los pies del Redentor para profesarle su amor y su veneración; quiere que las muchedumbres, como los niños que salieron, con alegres aclamaciones, al encuentro de Jesucristo cuando entraba en Jerusalén, ensalcen y acompañen al Rey de los reyes y al sumo Autor de todo bien con el canto de gloria y de gratitud; quiere que en sus labios haya plegarias, unas veces suplicantes, otras de alegría y gratitud, con las cuales, como los Apóstoles junto al lago de Tiberíades, puedan experimentar la ayuda de su misericordia y de su poder; o como Pedro en el monte Tabor, se abandonen a sí mismos y todas sus cosas en Dios, en los místicos transportes de la contemplación.

C) Exageraciones del elemento externo

38. No tienen, pues, noción exacta de la sagrada liturgia los que la consideran como una parte sólo externa y sensible del culto divino o un ceremonial decorativo; ni se equivocan menos los que la consideran como un mero conjunto de leyes y de preceptos con que la jerarquía eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos.

39. Quede, por consiguiente, bien claro para todos que no se puede honrar dignamente a Dios si el alma no se eleva a la consecución de la perfección en la vida, y que el culto tributado a Dios por la Iglesia en unión con su Cabeza divina tiene la máxima eficacia de santificación.

40. Esta eficacia, cuando se trata del sacrificio eucarístico y de los sacramentos, proviene ante todo del valor de la acción en sí misma (ex opere operato); si, además, se considera la actividad propia de la Esposa inmaculada de Jesucristo, con la que ésta adorna de plegarias y sagradas ceremonias el sacrificio eucarístico y los sacramentos, o cuando se trata de los sacramentales y de otros ritos instituidos por la jerarquía eclesiástica, entonces la eficacia se deriva más bien de la acción de la Iglesia (ex opere operantis Ecclesiae), en cuanto es santa y obra siempre en íntima unión con su Cabeza.

D) Teorías nuevas sobre la «piedad objetiva»

41. A este propósito, venerables hermanos, deseamos que dirijáis vuestra atención a las nuevas teorías sobre la «piedad objetiva», las cuales, con el empeño de poner en evidencia el misterio del Cuerpo místico, la realidad efectiva de la gracia santificante y la acción divina de los sacramentos y del sacrificio eucarístico, tratan de menospreciar la «piedad subjetiva» o «personal», y aun de prescindir completamente de ella.

42. En las celebraciones litúrgicas, y particularmente en el augusto sacrificio del altar, se continúa sin duda la obra de nuestra redención y se aplican sus frutos. Cristo obra nuestra salvación cada día en los sacramentos y en su sacrificio, y, por su medio, continuamente purifica y consagra a Dios el género humano. Tienen éstos, por consiguiente, una virtud objetiva, con la cual, de hecho, hacen partícipes a nuestras almas de la vida divina de Jesucristo. Ellos tienen, pues, por divina virtud y no por la nuestra, la eficacia de unir la piedad de los miembros con la piedad de la Cabeza, y de hacerla, en cierto modo, una acción de toda la comunidad.

43. De estos profundos argumentos concluyen algunos que toda la piedad cristiana debe concentrarse en el misterio del Cuerpo místico de Cristo, sin ninguna consideración «personal» y «subjetiva», y creen, por esto, que se deben descuidar las otras prácticas religiosas no estrictamente litúrgicas o ejecutadas fuera del culto público.

Pero todos pueden observar que estas conclusiones sobre las dos especies de piedad, aunque los principios arriba mencionados sean magníficos, son completamente falsas, insidiosas y dañosísimas.

E) Necesidad de la «piedad subjetiva»

44. Es verdad que los sacramentos y el sacrificio del altar gozan de una virtud intrínseca en cuanto son acciones del mismo Cristo, que comunica y difunde la gracia de la Cabeza divina en los miembros del Cuerpo místico; pero, para tener la debida eficacia, exigen las buenas disposiciones de nuestra alma. Por eso, a propósito de la Eucaristía, amonesta San Pablo: «Por tanto, examínese a sí mismo el hombre; y de esta suerte coma de aquel pan y beba de aquel cáliz»[30]. Por eso la Iglesia, breve y claramente, llama a todos los ejercicios con que nuestra alma se purifica, especialmente durante la cuaresma, «ayudas de la milicia cristiana»[31]; son, efectivamente, la acción de los miembros que, con el auxilio de la gracia, quieren adherirse a su Cabeza, para que «se nos manifieste —repetimos las palabras de San Agustín— en nuestra Cabeza la fuente misma de la gracia»[32]. Pero hay que notar que estos miembros son vivos, dotados de razón y voluntad propia; por eso es necesario que ellos mismos, acercando sus labios a la fuente, tomen y asimilen el alimento vital y eliminen todo lo que pueda impedir su eficacia. Hay, pues, que afirmar que la obra de la redención, independiente por sí misma de nuestra voluntad, requiere el íntimo esfuerzo de nuestra alma para que podamos conseguir la eterna salvación.

F) Necesidad de la meditación y de las prácticas de piedad

45. Si la piedad privada e interna de los individuos descuidase el augusto sacrificio del altar y los sacramentos, y se sustrajese al influjo salvador que emana de la Cabeza en los miembros, sería, sin duda alguna, cosa reprobable y estéril; pero cuando todos los métodos y ejercicios de piedad, no estrictamente litúrgicos, fijan la mirada del alma en los actos humanos únicamente para enderezarlos al Padre, que está en los cielos, para estimular saludablemente a los hombres a la penitencia y al temor de Dios, y arrancándolos de los atractivos del mundo y de los vicios, conducirlos felizmente por el arduo camino a la cumbre de la santidad, entonces son no sólo sumamente loables, sino hasta necesarios, porque descubren los peligros de la vida espiritual, nos espolean a la adquisición de las virtudes y aumentan el fervor con que debemos dedicarnos todos al servicio de Jesucristo.

46. La genuina piedad, que el Angélico llama «devoción» y que es el acto principal de la virtud de la religión —con el cual los hombres se ordenan rectamente y se dirigen convenientemente hacia Dios, y gustosa y espontáneamente se consagran a cuanto se refiere al culto divino[33]—, tiene necesidad de la meditación de las realidades sobrenaturales y de las prácticas de piedad, para alimentarse, estimularse y vigorizarse, y para animarnos a la perfección. Porque la religión, cristiana, debidamente practicada, requiere sobre todo que la voluntad se consagre a Dios e influya en las otras facultades del alma. Pero todo acto de la voluntad presupone el ejercicio de la inteligencia, y, antes de que se conciba el deseo y el propósito de darse a Dios por medio del sacrificio, es absolutamente indispensable el conocimiento de los argumentos y de los motivos que hacen necesaria la religión, como, por ejemplo, el fin último del hombre y la grandeza de la divina Majestad, el deber de la sujeción al Creador, los tesoros inagotables del amor con que El quiso enriquecernos, la necesidad de la gracia para llegar a la nieta señalada y el camino particular que la divina Providencia nos ha preparado, uniéndonos a todos, como miembros de un Cuerpo, con Jesucristo Cabeza. Y, puesto que no siempre los motivos del amor hacen mella en el alma agitada por las pasiones, es muy oportuno que nos impresione también la saludable consideración de la divina justicia para reducirnos a la humildad cristiana, a la penitencia y a la enmienda.

G) Frutos concretos que la piedad debe producir

47. Todas estas consideraciones no tienen que ser una vacía y abstracta reminiscencia, sino que deben tender efectivamente a someter nuestros sentidos y sus facultades a la razón iluminada por la fe, a purificar el alma que se une cada día más íntimamente a Cristo, y cada vez más se conforma a El y por El obtiene la inspiración y la fuerza divina de que ha menester; y a fin de que sirvan a los hombres de estímulo, cada vez más eficaz, para el bien, la fidelidad al propio deber, la práctica de la religión y el ferviente ejercicio de la virtud, es necesario tener presente esta enseñanza: «Vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios»[34]. Sea, pues, todo orgánico y, por decirlo así, «teocéntrico», si queremos de verdad que todo se enderece a la gloria de Dios por la vida y la virtud que nos viene de nuestra Cabeza divina: «Esto supuesto, hermanos, teniendo la firme esperanza de entrar en el sanctasanctórum o santuario del cielo, por la sangre de Cristo, con la cual nos abrió camino nuevo y de vida para entrar por el velo, esto es, por su carne, teniendo asimismo al gran sacerdote Jesucristo constituido sobre la casa de Dios, lleguémonos a El con sincero corazón, con plena fe, purificados los corazones de las inmundicias de la mala conciencia, lavados en el cuerpo con el agua limpia del bautismo, mantengamos inconcusa la esperanza que liemos confesado… y pongamos los ojos los unos en los otros para incentivo de caridad y de buenas obras»[35].

H) Armonía y equilibrio en los miembros del Cuerpo místico

48. De esto se deriva el armonioso equilibrio de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo. Con la enseñanza de la fe católica, con la exhortación a la observación de los preceptos cristianos, la Iglesia prepara el camino a su acción propiamente sacerdotal y santificadora; nos dispone a una más íntima contemplación de la vida del divino Redentor y nos conduce a un conocimiento más profundo de los misterios de la fe, para recabar de ellos el alimento sobrenatural y la fuerza para un seguro progreso en la vida perfecta, por medio de Jesucristo. No sólo por obra de sus ministros, sino también por la de cada uno de los fieles embebidos de este modo en el espíritu de Jesucristo, la Iglesia se esfuerza por compenetrar con este mismo espíritu la vida y la actividad privada, conyugal, social y aun económica y política de los hombres, para que todos los que se llaman hijos de Dios puedan conseguir más fácilmente su fin.

49. De esta suerte, la acción privada y el esfuerzo ascético dirigido a la purificación del alma estimulan las energías de los fieles y los disponen a participar con mejores disposiciones en el augusto sacrificio del altar, a recibir los sacramentos con mayor fruto y a celebrar los sagrados ritos de manera que salgan de ellos más animados y formados para la oración y cristiana abnegación, a corresponder activamente a las inspiraciones y a las invitaciones de la gracia, y a imitar cada día más las virtudes del Redentor, no sólo para su propio provecho, sino también para el de todo el cuerpo de la Iglesia, en el cual todo el bien que se hace proviene de la virtud de la Cabeza y redunda en beneficio de los miembros.

I) Acuerdo entre la acción divina y la cooperación humana

50. Por eso, en la vida espiritual no puede existir ninguna oposición o repugnancia entre la acción divina, que infunde la gracia en las almas para continuar nuestra redención, y la efectiva colaboración del hombre, que no debe hacer vano el don de Dios[36]; entre la eficacia del rito externo de los sacramentos, que proviene ex opere operato, y el mérito del que los administra o los recibe, acto que suele llamarse opus operantis; entre las oraciones privadas y las plegarias públicas; entre la ética y la contemplación; entre la vida ascética y la piedad litúrgica; entre el poder de jurisdicción y de legítimo magisterio y la potestad eminentemente sacerdotal que se ejercita en el mismo sagrado ministerio.

51. Por graves motivos, la Iglesia prescribe a los ministros del altar y a los religiosos que, en determinados tiempos, atiendan a la devota meditación, al diligente examen y enmienda de la conciencia y a los otros ejercicios espirituales[37], porque especialmente están destinados a realizar las funciones litúrgicas del sacrificio y de la alabanza divina.

52. Sin duda, la oración litúrgica, siendo oración pública de la ínclita Esposa de Jesucristo, tiene una dignidad mayor que las oraciones privadas; pero esta superioridad no quiere decir que entre estos dos géneros de oración hay contraste u oposición. Las dos se funden y se armonizan, porque están animadas por un espíritu único: «todo y en todos Cristo»[38], y tienden al mismo fin: hasta que se forme en nosotros Cristo[39].

III. La liturgia está regulada por la jerarquía eclesiástica

A) La naturaleza de la Iglesia exige una jerarquía…

53. Para mejor entender, pues, la sagrada liturgia, es necesario considerar otro de sus importantes caracteres.

La Iglesia es una sociedad, y por eso exige autoridad y jerarquía propias. Si bien todos los miembros del Cuerpo místico participan de los mismos bienes y tienden a los mismos fines, no todos gozan del mismo poder ni están capacitados para realizar las mismas acciones.

54. De hecho, el divino Redentor ha establecido su reino sobre los fundamentos del orden sagrado, que es un reflejo de la jerarquía celestial.

Sólo a los Apóstoles y a los que, después de ellos, han recibido de sus sucesores la imposición de las manos, se ha conferido la potestad sacerdotal, y en virtud de ella, así como representan ante el pueblo a ellos confiado la persona de Jesucristo, así también representan al pueblo ante Dios.

55. Este sacerdocio no se transmite ni por herencia ni por descendencia carnal, ni nace de la comunidad cristiana ni es delegación del pueblo. Antes de representar al pueblo ante Dios, el sacerdote tiene la representación del divino Redentor, y, dado que Jesucristo es la Cabeza de aquel cuerpo del que los cristianos son miembros, representa también a Dios ante su pueblo. Por consiguiente, la potestad que se le ha conferido nada tiene de humano en su naturaleza; es sobrenatural y viene de Dios: «Como mi Padre me envió, así os envío también a vosotros… [40]; el que os escucha a vosotros, me escucha a mí…[41]; id por todo el mundo: predicad el Evangelio a todas las criaturas; el que creyere y se bautizare, se salvará»[42].

…y por consiguiente, un sacerdocio externo, visible…

56. Por eso el sacerdocio externo y visible de Jesucristo se transmite en la Iglesia, no de manera universal, genérica e indeterminada, sino que es conferido a los individuos elegidos, con la generación espiritual del orden, uno de los siete sacramentos, el cual confiere no sólo una gracia particular, propia de este estado y oficio, sino también un carácter indeleble que asemeja a los sagrados ministros a Jesucristo sacerdote, haciéndolos aptos para ejecutar aquellos legítimos actos de religión con que se santifican los hombres y Dios es glorificado, según las exigencias de la economía sobrenatural.

…consagrado por el sacramento del orden

57. En efecto, así como el bautismo distingue a los cristianos y los separa de los que no han sido purificados en las aguas regeneradoras ni son miembros de Jesucristo, así también el sacramento del orden distingue a los sacerdotes de todos los demás cristianos no dotados de este carisma, porque sólo ellos, por vocación sobrenatural, han sido introducidos en el augusto ministerio que los destina a los sagrados altares y los constituye en instrumentos divinos, por medio de los cuales se participa de la vida sobrenatural con el Cuerpo místico de Jesucristo. Además, como ya hemos dicho, sólo ellos son los señalados con el carácter indeleble que los asemeja al sacerdocio de Cristo, y sólo sus manos son las consagradas «para que sea bendito todo lo que ellas bendigan, y todo lo que ellas consagren sea consagrado y santificado en nombre de nuestro Señor Jesucristo» [43].

58. A los sacerdotes, pues, tiene que recurrir todo el que quiera vivir en Cristo, para que de ellos reciba el consuelo y el alimento de la vida espiritual, la medicina saludable que lo cure y lo vigorice, y pueda resurgir felizmente de la perdición y de la ruina de los vicios: de ellos, finalmente, recibirá la bendición que consagra la familia, y por ellos también el último aliento de la vida mortal será dirigido al ingreso en la eterna bienaventuranza.

B) La liturgia depende de la autoridad eclesiástica

a) Por su misma naturaleza

59. Dado, pues, que la sagrada liturgia es ejercida sobre todo por los sacerdotes en nombre de la Iglesia, su organización, su reglamentación y su forma no pueden depender sino de la autoridad eclesiástica.

60. Esto no sólo es una consecuencia de la naturaleza misma del culto cristiano, sino que está confirmado por el testimonio de la historia.

b) Por su estrecha relación con el dogma

61. Este inconcuso derecho de la jerarquía eclesiástica se prueba también por el hecho de que la sagrada liturgia está íntimamente unida con aquellos principios doctrinales que la Iglesia propone como parte integrante de verdades ciertísimas, y, por consiguiente, tiene que conformarse a los dictámenes de la fe católica, proclamados por la autoridad del Magisterio supremo, para tutelar la integridad de la religión por Dios revelada.

62. A este propósito, venerables hermanos, juzgamos necesario poner en su punto una cosa que creemos que no os será desconocida: nos referimos al error y engaño de los que han pretendido que la liturgia era como un experimento del dogma, de tal manera que, si una de estas verdades hubiera producido, a través de los ritos de la sagrada liturgia, frutos de piedad y de santidad, la Iglesia hubiese tenido que aprobarla, y, en el caso contrario, reprobarla. De ahí aquel principio: La ley de la oración es ley de la fe (lex orandi, lex credendi).

63. No es, sin embargo, esto lo que enseña o manda la Iglesia. El culto que ella tributa a Dios es, como breve y claramente dice San Agustín, una continua profesión de fe católica y un ejercicio de la esperanza y de la caridad: «Dios debe ser honrado con la fe, la esperanza y la caridad»[44]. En la sagrada liturgia hacemos explícita y manifiesta profesión de fe católica, no sólo con la celebración de los misterios divinos, con la consumación del sacrificio y la administración de los sacramentos, sino también rezando y cantando el símbolo de la fe, que es como insignia y distintivo de los cristianos; con la lectura de otros documentos y de las Escrituras Sagradas, escritas por inspiración del Espíritu Santo. Toda la liturgia tiene, por consiguiente, un contenido de fe católica, en cuanto que testimonia públicamente la fe de la Iglesia.

64. Por este motivo, cuando se ha tratado de definir un dogma, los sumos pontífices y los concilios, recurriendo a las llamadas «fuentes teológicas», muchas veces han deducido también argumentos de esta sagrada disciplina; como hizo, por ejemplo, nuestro predecesor, de inmortal memoria, Pío IX, cuando definió la Inmaculada Concepción de la Virgen María. De la misma manera, también la Iglesia y los Santos Padres, cuando se discutía sobre una verdad controvertida o puesta en duda, nunca han dejado de pedir luz a los ritos venerables transmitidos por la antigüedad. Así se obtiene también el conocido y venerado adagio: «La ley de la oración determine la ley de la fe» ( Legem credendi lex statuat supplicandi)[45].

65. La liturgia, por consiguiente, no determina ni constituye en sentido absoluto y por virtud propia la fe católica, sino más bien, siendo como es una profesión de las verdades divinas, profesión sujeta al supremo Magisterio de la Iglesia, puede proporcionar argumentos y testimonios de no escaso valor para aclarar un punto determinado de la doctrina cristiana. De aquí que, si queremos distinguir y determinar de manera general y absoluta las relaciones que existen entre fe y liturgia, se puede con razón afirmar que «la ley de la fe debe establecer la ley de la oración». Lo mismo hay que decir también cuando se trata de las otras virtudes teologales: «En la… fe, en la esperanza y en la caridad oramos siempre con deseo continuo»[46].

IV. Progreso y desarrollo de la liturgia

A) La jerarquía ha dirigido siempre la evolución

66. La jerarquía eclesiástica ha ejercitado siempre este su derecho en materia litúrgica, instruyendo y ordenando el culto divino y enriqueciéndolo con esplendor y decoro cada vez mayor para gloria de Dios y bien de los hombres. Tampoco ha vacilado, por otra parte —dejando a salvo la sustancia del sacrificio eucarístico y de los sacramentos en cambiar lo que no estaba en consonancia y añadir lo que parecía contribuir más al honor de Jesucristo y de la augusta Trinidad y a la instrucción y saludable estímulo del pueblo cristiano[47].

B) Elementos divinos y elementos humanos en la liturgia

67. Efectivamente, la sagrada liturgia consta de elementos humanos y divinos: éstos, evidentemente, no pueden ser alterados por los hombres, ya que han sido instituidos por el divino Redentor; aquéllos, en cambio, con aprobación de la jerarquía eclesiástica, asistida por el Espíritu Santo, pueden experimentar modificaciones diversas, según lo exijan los tiempos, las cosas y las almas. De aquí procede la magnífica diversidad de los ritos orientales y occidentales; de aquí el progresivo desarrollo de particulares costumbres religiosas y de prácticas de piedad de las que había tan sólo ligeros indicios en tiempos precedentes; débese a esto el que a veces se vuelvan a emplear y renovar usos piadosos que el tiempo había borrado. De todo esto da testimonio la vida de la inmaculada Esposa de Jesucristo durante tantos siglos; esto expresa el lenguaje empleado por ella para manifestar a su divino Esposo su fe y su amor inagotables y los de las personas a ella confiadas; esto demuestra su sabia pedagogía para estimular y acrecentar en los creyentes el «sentido de Cristo».

68. En realidad no son escasas las causas por las cuales se desarrolla y desenvuelve el progreso de la sagrada liturgia durante la larga y gloriosa historia de la Iglesia.

C) Desarrollo de algunos elementos humanos

a) Debido a una formulación doctrinal más segura

Así, por ejemplo, una formulación más segura y más amplia de la doctrina católica sobre la encarnación del Verbo de Dios, el sacramento y el sacrificio eucarístico, sobre la Virgen María, Madre de Dios, ha contribuido a la adopción de nuevos ritos, por medio de los cuales aquella luz que había brillado con más esplendor en la declaración del Magisterio eclesiástico se refleja mejor y con más claridad en las acciones litúrgicas, para llegar con mayor facilidad a la mente y al corazón del pueblo cristiano.

b) Debido a algunas modificaciones disciplinares

69. El desarrollo ulterior de la disciplina eclesiástica en lo que toca a la administración de los sacramentos, por ejemplo, de la penitencia; la institución y más tarde la desaparición del catecumenado, la comunión eucarística bajo una sola especie en la Iglesia latina, han contribuido no poco a la modificación de los ritos antiguos y a la gradual adopción de otros nuevos y más adecuados a las nuevas disposiciones de la disciplina.

c) Debido también a prácticas piadosas extralitúrgicas

70. A esta evolución y a estos cambios han contribuido notablemente las iniciativas y las prácticas de piedad no íntimamente unidas a la sagrada liturgia, nacidas en épocas sucesivas por disposición admirable del Señor y tan difundidas entre el pueblo, como, por ejemplo, el culto más extenso y fervoroso de la divina Eucaristía, de la pasión acerbísima de nuestro Redentor, del Sacratísimo Corazón de Jesús, de la Virgen Madre de Dios y de su castísimo Esposo.

71. Entre las circunstancias exteriores contribuyeron también las públicas peregrinaciones de devoción a los sepulcros de los mártires, la observancia de especiales ayunos instituidos con el mismo fin, las procesiones estacionales de penitencias que en esta alma Ciudad se tenían, y en las cuales intervenía no pocas veces el Sumo Pontífice.

d) Debido también al desarrollo de las bellas artes

72. Se comprende también fácilmente de qué manera el progreso de las bellas artes, en especial de la arquitectura, la pintura y la música, haya influido en la determinación y la diversa conformación de los elementos exteriores de la sagrada liturgia.

73. La Iglesia se sirvió de su derecho propio para tutelar la santidad del culto contra los abusos que temeraria e imprudentemente iban introduciendo personas privadas e Iglesias particulares. Así sucedió durante el siglo XVI, en que, multiplicándose tales costumbres y usanzas, y poniendo las iniciativas privadas en peligro la integridad de la fe y de la piedad, con grande ventaja de los herejes y de sus errores, nuestro predecesor, de inmortal memoria, Sixto V, para proteger los ritos legítimos de la Iglesia e impedir infiltraciones espurias, estableció en 1588 la Congregación de Ritos[48], órgano al que hasta hoy corresponde ordenar y determinar con cuidado y vigilancia todo lo que atañe a la sagrada liturgia[49].

V. Este proceso no puede dejarse al arbitrio de cada uno

74. Por eso el Sumo Pontífice es el único que tiene derecho a reconocer y establecer cualquier costumbre cuando se trata del culto, a introducir y aprobar nuevos ritos y a cambiar los que estime deben ser cambiados[50]; los obispos, por su parte, tienen el derecho y el deber de vigilar con diligencia, a fin de que las prescripciones de los sagrados cánones referentes al culto divino sean observadas con exactitud[51]. No es posible dejar al arbitrio de cada uno, aunque se trate de miembros del clero, las cosas santas y venerandas relacionadas con la vida religiosa de la comunidad cristiana, con el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo y el culto divino, con el honor debido a la Trinidad Santísima, al Verbo encarnado, a su augusta Madre y a los demás santos y con la salvación de los hombres; por la misma causa, a nadie se le permite regular en esta materia aquellas acciones externas, íntimamente ligadas con la disciplina eclesiástica, con el orden, la unidad y la concordia del Cuerpo místico, y no pocas veces con la integridad misma de la fe católica.

a) Algunos abusos temerarios

75. La Iglesia, en realidad, es un organismo vivo, y por eso crece y se desarrolla también en lo que toca a la sagrada liturgia, adaptándose a las circunstancias y a las exigencias que se presentan en el transcurso del tiempo y acomodándose a ellas.

76. Pero, a pesar de ello, hay que reprobar severamente la temeraria osadía de quienes introducen intencionadamente nuevas costumbres litúrgicas o hacen renacer ritos ya desusados y que no están de acuerdo con las leyes y rúbricas vigentes. No sin gran dolor venimos a saber, venerables hermanos, que así sucede en cosas, no sólo de poca, sino también de gravísima importancia; efectivamente, no falta quien use la lengua vulgar en la celebración del sacrificio eucarístico, quien traslade fiestas —fijadas ya por estimables razones— a una fecha diversa, quien excluya de los libros aprobados para las operaciones públicas las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento, teniéndolas por poco apropiadas y oportunas para nuestros días.

77. El empleo de la lengua latina, vigente en una gran parte de la Iglesia, es un claro y hermoso signo de la unidad y un antídoto eficaz contra toda corrupción de la pura doctrina. No quita esto que el empleo de la lengua vulgar en muchos ritos, efectivamente, pueda ser muy útil para el pueblo; pero la Sede Apostólica es la única que tiene facultad para autorizarlo, y por eso nada se puede hacer en este punto sin contar con su juicio y aprobación, porque, como dejamos dicho, es de su exclusiva competencia la ordenación de la sagrada liturgia.

b) Adhesión exagerada a los ritos antiguos

78. Con la misma medida deben ser juzgados los conatos de algunos, enderezados a resucitar ciertos antiguos ritos y ceremonias. La liturgia de los tiempos pasados merece ser venerada sin duda ninguna; pero una costumbre antigua no es ya solamente por su antigüedad lo mejor, tanto en sí misma cuanto en relación con los tiempos sucesivos y las condiciones nuevas. También son dignos de estima y respeto los ritos litúrgicos más recientes, porque han surgido bajo el influjo del Espíritu Santo, que está con la Iglesia siempre, hasta la consumación de los siglos[52], y son medios de los que la ínclita Esposa de Jesucristo se sirve para estimular y procurar la santidad de los hombres.

79. Es en verdad cosa prudente y digna de toda alabanza volver de nuevo, con la inteligencia y el espíritu, a las fuentes de la sagrada liturgia, porque su estudio, remontándose a los orígenes, contribuye mucho a comprender el significado de las fiestas y a penetrar con mayor profundidad y exactitud en el sentido de las ceremonias; pero, ciertamente, no es prudente y loable reducirlo todo, y de todas las maneras, a lo antiguo.

80. Así, por ejemplo, se sale del recto camino quien desea devolver al altar su forma antigua de mesa; quien desea excluir de los ornamentos litúrgicos el color negro; quien quiere eliminar de los templos las imágenes y estatuas sagradas; quien quiere hacer desaparecer en las imágenes del Redentor Crucificado los dolores acerbísimos que El ha sufrido; quien repudia y reprueba el canto polifónico, aunque esté conforme con las normas promulgadas por la Santa Sede.

c) «Arqueologismo» excesivo

81. Así como ningún católico sensato puede rechazar las fórmulas de la doctrina cristiana compuestas y decretadas con grande utilidad por la Iglesia, inspirada y asistida por el Espíritu Santo, en épocas recientes, para volver a las fórmulas de los antiguos concilios, ni puede repudiar las leyes vigentes para retornar a las prescripciones de las antiguas fuentes del Derecho canónico; así, cuando se trata de la sagrada liturgia, no resultaría animado de un celo recto e inteligente quien deseara volver a los antiguos ritos y usos, repudiando las nuevas normas introducidas por disposición de la divina Providencia y por la modificación de las circunstancias.

82. Tal manera de pensar y de obrar hace revivir, efectivamente, el excesivo e insano arqueologismo despertado por el ilegítimo concilio de Pistoya, y se esfuerza por resucitar los múltiples errores que un día provocaron aquel conciliábulo y los que de él se siguieron, con gran daño de las almas, y que la Iglesia, guarda vigilante del «depósito de la fe» que le ha sido confiado por su divino Fundador, justamente condenó[53]. En efecto, deplorables propósitos e iniciativas tienden a paralizar la acción santificadora con la cual la sagrada liturgia dirige al Padre saludablemente a sus hijos de adopción.

83. Por eso, hágase todo dentro de la necesaria unión con la jerarquía eclesiástica. No se arrogue ninguno el derecho a ser ley para sí y a imponerla a los otros por su voluntad. Tan sólo el Sumo Pontífice, como sucesor de Pedro, a quien el divino Redentor confió su rebaño universal[54], y los obispos, que a las dependencias de la Sede Apostólica «el Espíritu Santo… ha instituido… para apacentar la Iglesia de Dios»[55], tienen el derecho y el deber de gobernar al pueblo cristiano. Por eso, venerables hermanos, siempre que defendéis vuestra autoridad —a veces con severidad saludable—, no sólo cumplís con vuestro deber, sino que cumplís la voluntad del mismo Fundador de la Iglesia.

PARTE SEGUNDA:
EL CULTO EUCARÍSTICO

I. Naturaleza del sacrificio eucarístico

84. El misterio de la sagrada Eucaristía, instituida por el Sumo Sacerdote, Jesucristo, y por voluntad de El constantemente renovada por sus ministros, es como el compendio y centro de la religión cristiana. Tratándose del punto más alto de la sagrada liturgia, creemos oportuno, venerables hermanos, detenernos un poco y llamar vuestra atención sobre argumento de tan grande importancia.

A) Institución

85. Cristo nuestro Señor, «sacerdote sempiterno, según el orden de Melquisedec»[56], «como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo»[57], «en la última cena, en la noche en que se le traicionaba, para dejar a la iglesia, su amada Esposa, un sacrificio visible —como la naturaleza de los hombres pide— que fuese representación del sacrificio cruento que había de llevarse a efecto en la cruz, y para que permaneciese su recuerdo hasta el fin de los siglos y se aplicase su virtud salvadora para remisión de nuestros pecados cotidianos…, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre, bajo las especies del pan y del vino, y las dio a los Apóstoles, constituidos entonces sacerdotes del Nuevo Testamento, a fin de que, bajo estas mismas especies, lo recibiesen, al mismo tiempo que les ordenaba, a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio, que lo ofreciesen»[58].

B) Es una verdadera renovación del sacrificio de la cruz

86. El augusto sacrificio del altar no es, pues, una pura y simple conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo, sino que es un sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que una vez hizo en la cruz, ofreciéndose enteramente al Padre, víctima gratísima. «Una… y la misma es la víctima; lo mismo que ahora se ofrece por ministerio de los sacerdotes se ofreció entonces en la cruz; solamente el modo de hacer el ofrecimiento es diverso»[59].

a) Idéntico el Sacerdote

87. Idéntico, pues, es el Sacerdote, Jesucristo, cuya sagrada persona es representada por su ministro. Este, en virtud de la consagración sacerdotal que ha recibido, se asemeja al Sumo Sacerdote y tiene el poder de obrar en virtud y en persona del mismo Cristo[60]; por eso, con su acción sacerdotal, en cierto modo, «presta a Cristo su lengua y le alarga su mano»[61].

b) Idéntica la víctima

88. Idéntica también es la víctima, esto es, el Redentor divino, según su naturaleza humana y- en la realidad de su cuerpo y de su sangre.

c) Distinto el modo de ofrecerse

89. Es diferente, en cambio, el modo como Cristo se ofrece. En efecto, en la cruz El se ofreció a Dios totalmente y con todos sus sufrimientos, y esta inmolación de la víctima fue llevada a cabo por medio de una muerte cruenta, voluntariamente padecida; en cambio, sobre el altar, a causa del estado glorioso de su naturaleza humana, «la muerte no tendrá ya dominio sobre El» [62], y por eso la efusión de la sangre es imposible; pero la divina sabiduría ha hallado un modo admirable para hacer manifiesto el sacrificio de nuestro Redentor con señales exteriores, que son símbolos de muerte, ya que, gracias a la transustanciación del pan en el cuerpo y del vino en la sangre de Cristo, así como está realmente presente su cuerpo, también lo está su sangre; y de esa manera las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre. De este modo, la conmemoración de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar, ya que, por medio de señales diversas, se significa y se muestra Jesucristo en estado de víctima.

d) Idénticos los fines del sacrificio

90. Idénticos, finalmente, son los fines, de los que es el primero la glorificación de Dios. Desde su nacimiento hasta su muerte, Jesucristo ardió en el celo de la gloría divina; y, desde la cruz, la oferta de su sangre subió al cielo en olor de suavidad. Y para que este himno jamás termine, los miembros se unen en el sacrificio eucarístico a su Cabeza divina, y con El, con los ángeles y arcángeles, cantan a Dios alabanzas perennes[63], dando al Padre omnipotente todo honor y gloria[64].

91. El segundo fin es dar gracias a Dios. El divino Redentor, como Hijo predilecto del Eterno Padre, cuyo inmenso amor conocía, es el único que pudo dedicarle un digno himno de acción de gracias. Esto es lo que pretendió y deseó, «dando gracias»[65] en la última cena, y no cesó de hacerlo en la cruz, ni cesa jamás en el augusto sacrificio del altar, cuyo significado precisamente es la acción de gracias o eucaristía; y esto, porque «digno y justo es, en verdad debido y saludable»[66].

92. El tercer fin es la exposición y la propiciación. Nadie, en realidad, excepto Cristo, podía ofrecer a Dios omnipotente una satisfacción adecuada por los pecados del género humano. Por eso quiso El inmolarse en la cruz, «víctima de propiciación por nuestros pecados, y no tan sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo»[67]. Asimismo se ofrece todos los días sobre los altares por nuestra redención, para que, libres de la condenación eterna, seamos acogidos entre la grey de los elegidos. Y esto no solamente para nosotros, los que vivirnos aún en esta vida mortal, sino también para «todos los que descansan en Cristo… que nos precedieron con la señal de la fe y duermen el sueño de la paz»[68], porque, tanto vivos como muertos, «no nos separamos, sin embargo, del único Cristo»[69].

93. El cuarto fin es la impetración. El hombre, hijo pródigo, ha malgastado y disipado todos los bienes recibidos del Padre celestial, y así se ve reducido a la mayor miseria y necesidad; pero, desde la cruz, Jesucristo, «ofreciendo plegarias y súplicas, con grande clamor y lágrimas… fue oído en vista de su reverencia»[70], y en los sagrados altares ejerce la misma eficaz mediación, a fin de que seamos colmados de toda clase de gracias y bendiciones.

C) Valor infinito del sacrificio divino

94. Así se comprende fácilmente la razón por la cual afirma el sacrosanto concilio Tridentino que, mediante el sacrificio eucarístico, se nos aplica la virtud salvadora de la cruz, para remisión de nuestros pecados cotidianos[71].

95. Y el Apóstol de los gentiles, proclamando la superabundante plenitud y perfección del sacrificio de la cruz, ha declarado que Cristo, con una sola ofrenda, hizo perfectos para siempre a los que ha santificado[72]. En efecto, los méritos infinitos e inmensos de este sacrificio no tienen límites, y se extienden a todos los hombres en cualquier lugar y tiempo, porque en él el sacerdote y la víctima es el Dios Hombre; porque su inmolación, igual que su obediencia a la voluntad del Padre Eterno, fue perfectísima, y porque quiso morir como cabeza del género humano: «Mira cómo ha sido tratado nuestro Salvador: pende Cristo en la cruz; mira a qué precio compró… su sangre ha vertido. Compró con su sangre, con la sangre del Cordero inmaculado, con la sangre del único Hijo de Dios… Quien compra es Cristo; el precio es la sangre; la posesión, el mundo todo»[73] .

96. Sin embargo, este rescate no obtuvo inmediatamente su efecto pleno; es menester que Cristo, después de haber rescatado al mundo con el copiosísimo precio de sí mismo, entre en la posesión real y efectiva de las almas. De aquí que, para que se lleve a cabo y sea grata a Dios la redención y salvación de todos los individuos y de las generaciones venideras hasta el fin de los siglos, es de necesidad absoluta que tomen todos contacto vital con el sacrificio de la cruz, y así, los méritos que de él se derivan les serán transmitidos y aplicados. Se puede decir que Cristo ha construido en el Calvario una piscina de purificación y de salvación que llenó con su sangre, por El vertida; pero, si los hombres no se bañan en sus aguas y no lavan en ellas las manchas de su iniquidad, no serán ciertamente purificados y salvados.

D) Es necesaria la colaboración de los fieles

97. Por eso, para que todos los pecadores se purifiquen en la sangre del Cordero, es necesaria su propia colaboración. Aunque Cristo, hablando en términos generales, haya reconciliado a todo el género humano con el Padre por medio de su muerte cruenta, quiso, sin embargo, que todos se acercasen y fuesen llevados a la cruz por medio de los sacramentos y por medio del sacrificio de la Eucaristía, para poder obtener los frutos de salvación por El en la misma cruz ganados. Con esta participación actual y personal, de la misma manera que los miembros se asemejan cada día más a la Cabeza divina, así también la salvación que de la Cabeza viene, afluye en los miembros, de manera que cada uno de nosotros puede repetir las palabras de San Pablo: «Estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo, y yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí»[74]. Porque, como en otra ocasión hemos dicho de propósito y ampliamente, Jesucristo, «mientras al morir en la cruz concedió a su Iglesia el inmenso tesoro de la redención, sin que ella pusiese nada de su parte, en cambio, cuando se trata de la distribución de este tesoro, no sólo comunica a su Esposa sin mancilla la obra de la santificación, sino que quiere que en alguna manera provenga de ella»[75].

98. El augusto sacramento del altar es un insigne instrumento para distribuir a los creyentes los méritos que se derivan de la cruz del divino Redentor. «Cuantas veces se celebra la memoria de este sacrificio, renuévase la obra de nuestra redención»[76]. Y esto, lejos de disminuir la dignidad del sacrificio cruento, hace resaltar, como afirma el concilio de Trento[77], su grandeza y proclama su necesidad. Al ser renovado cada día, nos advierte que no hay salvación fuera de la cruz de nuestro Señor Jesucristo[78]; que Dios quiere la continuación de este sacrificio «desde levante a poniente»[79], para que no cese jamás el himno de glorificación y de acción de gracias que los hombres deben al Criador, puesto que tienen necesidad de su continua ayuda y de la sangre del Redentor para borrar los pecados que ofenden a su justicia.

II. Participación de los fieles en el sacrificio eucarístico

A) Participación, pero no potestad sacerdotal

99. Conviene, pues, venerables hermanos, que todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y su mayor dignidad consiste en la participación en el sacrificio eucarístico; y eso, no con un espíritu pasivo y negligente, discurriendo y divagando por otras cosas, sino de un modo tan intenso y tan activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo Sacerdote, según aquello del Apóstol: «Habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo»[80]; y ofrezcan aquel sacrificio juntamente con El y por El, y con El se ofrezcan también a sí mismos.

100. Jesucristo, en verdad, es sacerdote, pero sacerdote para nosotros, no para sí, al ofrecer al Eterno Padre los deseos y sentimientos religiosos en nombre de todo el género humano; igualmente, El es víctima, pero para nosotros, al ofrecerse a sí mismo en vez del hombre sujeto a la culpa.

101. Pues bien, aquello del Apóstol, «habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo», exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el divino Redentor cuando se ofrecía en sacrificio, es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma Majestad de Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias. Exige, además, que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando cada uno de sus propios pecados. Exige, finalmente, que nos ofrezcamos a la muerte mística en la cruz juntamente con Jesucristo, de modo que podamos decir como San Pablo: «Estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo»[81].

102. Empero, por el hecho de que los fieles cristianos participen en el sacrificio eucarístico, no por eso gozan también de la potestad sacerdotal, cosa que, por cierto, es muy necesario que expliquéis claramente a vuestra grey.

103. Pues hay en la actualidad, venerables hermanos, quienes, acercándose a errores ya condenados[82], dicen que en el Nuevo Testamento sólo se entiende con el nombre de sacerdocio aquel que atañe a todos los bautizados; y que el precepto que Jesucristo dio a los Apóstoles en su última cena, de hacer lo que El mismo había hecho, se refiere directamente a todo el conjunto de los fieles; y que sólo más adelante se introdujo el sacerdocio jerárquico. Por lo cual creen que el pueblo tiene verdadero poder sacerdotal, y que los sacerdotes obran solamente en virtud de una delegación de la comunidad. Por eso juzgan que el sacrificio eucarístico es una estricta «concelebración», y opinan que es más conveniente que los sacerdotes «concelebren» rodeados de los fieles que no que ofrezcan privadamente el sacrificio sin asistencia del pueblo.

104. No hay por qué explanar lo que esos capciosos errores se oponen a aquellas verdades que ya antes dejamos establecidas, al tratar del grado que ocupaba el sacerdote en el Cuerpo místico de Cristo. Creemos, sin embargo, necesario recordar que el sacerdote representa al pueblo sólo porque representa la persona de nuestro Señor Jesucristo, que es Cabeza de todos los miembros por los cuales se ofrece; y que, por consiguiente, se acerca al altar como ministro de Jesucristo, inferior a Cristo, pero superior al pueblo[83]. El pueblo, por el contrario, puesto que de ninguna manera representa la persona del divino Redentor ni es mediador entre sí mismo y Dios, de ningún modo puede gozar del derecho sacerdotal.

B) Participación, en cuanto que lo ofrecen juntamente con el sacerdote

105. Todo esto consta con certeza de fe; empero hay que afirmar también que los fieles cristianos ofrecen la hostia divina, pero bajo otro aspecto.

a) Está declarado por la Iglesia

106. Así lo declararon ya amplísimamente algunos de nuestros antecesores y de los Doctores de la Iglesia. «No sólo —así habla Inocencio III, de inmortal memoria— ofrecen el sacrificio
los sacerdotes, sino también todos los fieles; pues lo que se realiza especialmente por el ministerio de los sacerdotes, se obra universalmente por el voto o deseo de los fieles»[84]. Y nos place aducir al menos uno de los múltiples dichos de San Roberto Belarmino a este propósito: «El sacrificio —dice—, se ofrece principalmente en la persona de Cristo. Así pues, esa oblación que sigue inmediatamente a la consagración es como una testificación de que toda la Iglesia concuerda con la oblación hecha por Cristo, y de que ofrece el sacrificio juntamente con El»[85].

b) Está significado por los mismos ritos

107. Los ritos y las oraciones del sacrificio eucarístico no menos claramente significan y muestran que la oblación de la víctima la hace el sacerdote juntamente con el pueblo. Pues no solamente el ministro sagrado, después de haber ofrecido el pan y el vino, dice explícitamente, vuelto hacia el pueblo: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea aceptable ante Dios Padre todopoderoso»[86]; sino que, además, las súplicas con que se ofrece a Dios la hostia divina las más de las veces se pronuncian en número plural, y en ellas, más de una vez, se indica que el pueblo participa también en este augusto sacrificio, en cuanto que él también lo ofrece. Así, por ejemplo, se dice: «Por los cuales te ofrecemos o ellos mismos te ofrecen… Rogámoste, pues, Señor, recibas propicio esta ofrenda de tus siervos y también de todo tu pueblo… Nosotros, tus siervos, y tu pueblo santo, … ofrecemos a tu excelsa Majestad, de tus propios dones y dádivas, la Hostia pura, la Hostia santa, la Hostia inmaculada»[87].

108. Ni es de admirar que los fieles sean elevados a tal dignidad, pues por el bautismo los cristianos, a título común, quedan hechos miembros del Cuerpo místico de Cristo sacerdote, y por el «carácter» que se imprime en sus almas son consagrados al culto divino, participando así, según su condición, del sacerdocio del mismo Cristo.

c) Oblación del pan y del vino hecha por los fieles

109. En la Iglesia católica, la razón humana, iluminada por la fe, se ha afanado siempre por alcanzar el mayor conocimiento posible de las cosas divinas. Es, pues, muy puesto en razón que el pueblo cristiano pregunte piadosamente en qué sentido en el canon del sacrificio eucarístico se dice que él mismo también lo ofrece. Para satisfacer tal deseo expondremos este punto breve y compendiosamente.

110. Hay, en primer lugar, razones más bien remotas: a saber, la de que frecuentemente sucede que los fieles que asisten a los sagrados ritos alternan sus preces con las del sacerdote; la de que algunas veces también acaece —cosa que antiguamente se hacía con más frecuencia— que ofrecen a los ministros del altar el pan y el vino, que se han de convertir en el cuerpo y la sangre de Cristo; la de que, en fin, con sus limosnas hacen que el sacerdote ofrezca por ellos la divina víctima.

111. Empero hay también una razón más íntima para que se pueda decir que todos los cristianos, y más principalmente los que están presentes en el altar, ofrecen el sacrificio.

d) Sacrificio ofrecido por los fieles

Para que en cuestión tan grave no nazca ningún pernicioso error, hay que limitar con términos precisos el sentido del término «ofrecer».

112. Aquella inmolación incruenta con la cual, por medio de las palabras de la consagración, el mismo Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, la realiza sólo el sacerdote, en cuanto representa la persona de Cristo, no en cuanto tiene la representación de todos los fieles.

113. Mas al poner el sacerdote sobre el altar la divina víctima, la ofrece a Dios Padre como una oblación a gloria de la Santísima Trinidad y para el bien de toda la Iglesia. En esta oblación, en sentido estricto, participan los fieles a su manera y bajo un doble aspecto; pues no sólo por manos del sacerdote, sino también en cierto modo juntamente con él, ofrecen el sacrificio; con la cual participación también la oblación del pueblo pertenece al culto litúrgico.

114. Que los fieles ofrezcan el sacrificio por manos del sacerdote es cosa manifiesta, porque el ministro del altar representa la persona de Cristo, como Cabeza que ofrece en nombre de todos los miembros; por lo cual puede decirse con razón que toda la Iglesia universal ofrece la víctima por medio de Cristo.

115. Pero no se dice que el pueblo ofrezca juntamente con el sacerdote porque los miembros de la Iglesia realicen el rito litúrgico visible de la misma manera que el sacerdote, lo cual es propio exclusivamente del ministro destinado a ello por Dios, sino porque une sus votos de alabanza, de impetración, de expiación y de acción de gracias a los votos o intención del sacerdote, más aún, del mismo Sumo Sacerdote, para que sean ofrecidos a Dios Padre en la misma oblación de la víctima, incluso con el mismo rito externo del sacerdote. Pues el rito externo del sacrificio, por su misma naturaleza, ha de manifestar el culto interno, y el sacrificio de la Ley nueva significa aquel obsequio supremo con el cual el mismo oferente principal, que es Cristo, y juntamente con El y por El todos sus miembros místicos, reverencian y veneran a Dios con el honor debido.

116. Con grande gozo del alma hemos sabido que, precisamente en estos últimos tiempos, por el más profundo estudio de muchos en materias litúrgicas, ha sido colocada tal doctrina en su propia luz. Sin embargo, no podemos menos de deplorar vehementemente ciertas exageraciones y falsas interpretaciones que no concuerdan con los genuinos preceptos de la Iglesia.

117. Algunos, en efecto, reprueban absolutamente los sacrificios que se ofrecen en privado sin la asistencia del pueblo, como si fuesen una desviación del primitivo modo de sacrificar g; ni faltan quienes aseveren que no pueden ofrecer al mismo tiempo la hostia divina diversos sacerdotes en varios altares, pues con esta práctica dividirían la comunidad de los fieles e impedirían su unidad; más aún, algunos llegan a creer que es preciso que el pueblo confirme y ratifique el sacrificio, para que éste alcance su fuerza y su valor.

118. En estos casos se alega erróneamente el carácter social del sacrificio eucarístico. Porque, cuantas veces el sacerdote renueva lo que el divino Redentor hizo en la última cena, se consuma realmente el sacrificio; el cual sacrificio, ciertamente por su misma naturaleza, y siempre, en todas partes y por necesidad, tiene una función pública y social; pues el que lo inmola obra en nombre de Cristo y de los fieles cristianos, cuya Cabeza es el divino Redentor, y lo ofrece a Dios por la Iglesia católica y por los vivos y difuntos[88]. Y ello tiene lugar, sin género de dudas, ya sea que estén presentes los fieles —que nosotros deseamos y recomendamos acudan cuantos más mejor y con la mayor piedad—, ya sea que falten, pues de ningún modo se requiere que el pueblo ratifique lo que hace el ministro del altar.

119. Aunque por lo que acabamos de exponer queda claro que el sacrificio eucarístico se ofrece en nombre de Cristo y de la Iglesia, y que no queda privado de sus frutos, aun sociales, aunque el sacerdote celebre sin la presencia de ningún acólito; con todo eso, por razón de la dignidad de este tan augusto misterio, queremos y urgimos —lo cual, por lo demás, siempre prescribió la Santa Madre Iglesia— que ningún sacerdote se acerque al altar sin ningún ayudante que le sirva y responda, según prescribe el canon 813.

C) Participación, en cuanto que deben ofrecerse también a sí mismos como víctimas

120. Mas para que la oblación con la cual en este sacrificio los fieles ofrecen al Padre celestial la víctima divina alcance su pleno efecto, conviene añadir otra cosa: es preciso que se inmolen a sí mismos como hostias.

121. Y ciertamente esta inmolación no se reduce sólo al sacrificio litúrgico, pues el Príncipe de los Apóstoles quiere que, puesto que somos edificados en Cristo como piedras vivas, podamos como «un orden de sacerdotes santos ofrecer víctimas espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo»[89]; y el apóstol San Pablo, sin hacer ninguna distinción de tiempo, exhorta a los cristianos con estas palabras: «Os ruego… que le ofrezcáis vuestros cuerpos como una hostia viva, santa y agradable a sus ojos, que es el culto racional que debéis ofrecerle»[90].

122. Mas cuando sobre todo los fieles participan en la acción litúrgica con tan gran piedad y atención, que de ellos se puede decir en verdad: «cuya fe y devoción te es conocida»[91] entonces no podrá menos de suceder sino que la fe de cada uno actúe más vivamente por medio de la caridad, que la piedad se fortalezca y arda, que todos y cada uno se consagren a procurar la divina gloria y que, ardientemente deseosos de asemejarse a Jesucristo, que sufrió tan acerbos dolores, se ofrezcan como hostia espiritual con el Sumo Sacerdote y por su medio.

a) Purificando cada uno su alma

123. Esto mismo enseñan aquellas exhortaciones que el obispo, en nombre de la Iglesia, dirige a los ministros del altar el día en que los consagra: «Conoced lo que hacéis, imitad lo que tocáis, para que al celebrar el misterio de la muerte del Señor procuréis mortificar enteramente en vuestros miembros los vicios y concupiscencias»[92]. Y casi del mismo modo, en los sagrados libros de la liturgia, se advierte a los cristianos que se acercan al altar para participar en el santo sacrificio: «Ofrézcase en este… altar el culto de la inocencia, inmólese la soberbia, sacrifíquese la ira, mortifíquese la lujuria y toda lascivia, ofrézcase en vez de incienso el sacrificio de la castidad, y en vez de pichones el sacrificio de la inocencia»[93]. Así pues, mientras estamos junto al altar hemos de transformar nuestra alma de manera que se extinga totalmente en ella todo lo que es pecado, e intensamente se fomente y robustezca cuanto engendra la vida eterna por medio de Jesucristo, de modo que nos hagamos, junto con la Hostia inmaculada, víctima aceptable al Eterno Padre.

124. La Iglesia se esfuerza con todo empeño, por medio de los preceptos de la sagrada liturgia, para que este santo propósito pueda ponerse en práctica del modo más apropiado. A ello convergen no sólo las lecciones, las homilías y las demás exhortaciones de los sagrados ministros, y todo el ciclo de los misterios que se proponen a nuestra consideración durante todo el curso del año, sino también los ornamentos, los sagrados ritos y su aparato externo; todo lo cual se encamina «a que la majestad de tan alto sacrificio sea exaltada, y a que las mentes de los fieles, por medio de estos signos externos de religión y de piedad, se muevan a la contemplación de los altísimos misterios que se esconden en este sacrificio»[94].

b) Reproduciendo la imagen de Jesucristo

125. Todos los elementos de la liturgia conducen, pues, a que nuestra alma reproduzca en sí misma la imagen de nuestro divino Redentor, según aquello del Apóstol de las gentes: «Estoy clavado juntamente con Cristo en la cruz, y yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí»[95]. Por lo cual nos hacemos como una hostia, juntamente con Cristo, para aumentar la gloria del Eterno Padre.

126. A eso, pues, los fieles deben dirigir y elevar sus almas al ofrecer la víctima divina en el sacrificio eucarístico. Pues si, como escribe San Agustín, nuestro misterio está puesto en la mesa del Señor[96], es decir, el mismo Cristo Señor nuestro en cuanto es Cabeza y símbolo de aquella unión por la cual nosotros somos el Cuerpo místico de Cristo[97] y miembros de su Cuerpo[98]; si San Roberto Belarmino, conforme a la mente de San Agustín, enseña que en el sacrificio del altar está significado el sacrificio general por el cual todo el Cuerpo místico de Cristo, es decir, todo el mundo redimido, es ofrecido a Dios por el gran Sacerdote, Cristo[99]; nada puede pensarse más recto ni más justo que el inmolamos también todos nosotros al Eterno Padre, juntamente con nuestra Cabeza, que por nosotros sufrió. Porque en el sacramento del altar, según el mismo San Agustín, se muestra a la Iglesia que en el sacrificio que ofrece, ella misma es ofrecida[100].

127. Adviertan, pues, los fieles cristianos a qué dignidad los ha elevado el sagrado bautismo, y no se contenten con participar en el sacrificio eucarístico con aquella intención general que es propia de los miembros de Cristo y de los hijos de la Iglesia, sino que, unidos de la manera más espontánea e íntima que sea posible con el Sumo Sacerdote y con su ministro en la tierra, según el espíritu de la sagrada liturgia, se unan con El de un modo particular cuando se realiza la consagración de la Hostia divina, y la ofrezcan juntamente con El al pronunciarse aquellas solemnes palabras: «Por El, con El y en El, a ti, Dios Padre omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, es dada toda honra y gloria por todos los siglos de los siglos»[101]; a las cuales palabras el pueblo responde: «Amén». Y no se olviden los fieles cristianos de ofrecer, juntamente con su divina Cabeza clavada en la cruz, a sí propios, sus preocupaciones, sus dolores, angustias, miserias y necesidades.

D) Medios para promover esta participación

128. Son, pues, muy dignos de alabanza los que, deseosos de que el pueblo cristiano participe más fácilmente y con mayor provecho en el sacrificio eucarístico, se esfuerzan en poner el «Misal Romano» en manos de los fieles, de modo que, en unión con el sacerdote, oren con él con sus mismas palabras y con los mismos sentimientos de la Iglesia; y del mismo modo son de alabar los que se afanan por que la liturgia, aun externamente, sea una acción sagrada, en la cual tomen realmente parte todos los presentes. Esto puede hacerse de muchas maneras, bien sea que todo el pueblo, según las normas de los sagrados ritos, responda ordenadamente a las palabras del sacerdote, o entone cánticos adaptados a las diversas partes del sacrificio, o haga entrambas cosas, o bien en las misas solemnes responda alternativamente a las preces del mismo ministro de Jesucristo y se una al cántico litúrgico.

E) … pero subordinados a los preceptos de la Iglesia

129. Todos estos modos de participar en el sacrificio son dignos de alabanza y de recomendación cuando se acomodan diligentemente a los preceptos de la Iglesia y a las normas de los sagrados ritos; y se encaminan principalmente a alimentar y fomentar la piedad de los cristianos y su íntima unión con Cristo y con su ministro visible, y también a excitar aquellos sentimientos y disposiciones interiores, con las cuales nuestra alma ha de imitar al Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento.

130. Pero, aunque esos modos externos significan, también de manera exterior, que el sacrificio, por su misma naturaleza, como realizado por el Mediador entre Dios y los hombres[102], ha de ser considerado como obra de todo el Cuerpo místico de Cristo, con todo eso, de ninguna manera son necesarios para constituir su carácter público y común.

131. Además, la misa así dialogada no puede sustituir a la misa solemne, la cual, aunque estén presentes a ella solamente los ministros que la celebran, goza de una particular dignidad por la majestad de sus ritos y el aparato de sus ceremonias, si bien tal esplendor y magnificencia suben de punto cuando, como la Iglesia, asiste un pueblo numeroso y devoto.

F) No hay que exagerar el valor de estos medios

132. Hay que advertir también que se apartan de la verdad y del camino de la recta razón quienes, llevados de opiniones falaces, hacen tanto caso de esas circunstancias externas, que no dudan en aseverar que, si ellas se descuidan, la acción sagrada no puede alcanzar su propio fin.

133. En efecto, no pocos fieles cristianos son incapaces de usar el «Misal Romano», aunque esté traducido en lengua vulgar; y no todos están preparados para entender rectamente los ritos y las fórmulas litúrgicas. El talento, la índole y la mente de los hombres son tan diversos y tan desemejantes unos de otros, que no todos pueden sentirse igualmente movidos y guiados con las preces, los cánticos y las acciones sagradas realizadas en común. Además, las necesidades de las almas y sus preferencias no son iguales en todos, ni siempre perduran las mismas en una misma persona. ¿Quién, llevado de ese prejuicio, se atreverá a afirmar que todos esos cristianos no pueden participar en el sacrificio eucarístico y gozar de sus beneficios? Pueden, ciertamente, echar mano de otra manera, que a algunos les resulta más fácil: como, por ejemplo, meditando piadosamente los misterios de Jesucristo, o haciendo otros ejercicios de piedad, y rezando otras oraciones que, aunque diferentes de los sagrados ritos en la forma, sin embargo concuerdan con ellos por su misma naturaleza.

G) Institúyanse Comisiones Diocesanas para promover la liturgia

134. Por eso os exhortamos, venerables hermanos, a que, en la diócesis o en el territorio eclesiástico de cada uno de vosotros, reguléis y ordenéis el modo y la forma en que el pueblo pueda participar en la acción litúrgica, según las normas del Misal y las prescripciones de la Sagrada Congregación de Ritos y del Código de Derecho Canónico, de manera que todo se haga con el debido honor y decoro; y no se permita a nadie, aunque sea sacerdote, que use los sagrados templos a su arbitrio como para hacer nuevos experimentos.

135. Por lo cual deseamos también que en todas y cada una de las diócesis, así corno hay ya una Comisión para el arte y la música sagradas, así se cree también otra para promover el apostolado litúrgico, a fin de que, bajo vuestro vigilante cuidado, todo se haga diligentemente según las prescripciones de la Sede Apostólicas.

136. En las comunidades religiosas, por su parte, cúmplase cuidadosamente todo lo que sus propias constituciones establezcan en este punto, y no se introduzcan nuevos usos sin la previa aprobación de los superiores.

137. En realidad, por muy diversos y diferentes que sean los modos y las circunstancias externas con que el pueblo cristiano participa en el sacrificio eucarístico y en las demás acciones litúrgicas, siempre hay que procurar con todo empeño que las almas de los asistentes se unan del modo más íntimo posible con el divino Redentor; que su vida se enriquezca con una santidad cada vez mayor, y que cada día crezca más la gloria del Padre celestial.

III. La comunión eucarística

138. El augusto sacrificio del altar termina con la comunión del divino banquete. Sin embargo, como todos saben, para la integridad del mismo sacrificio se requiere sólo que el sacerdote se nutra con el alimento celestial, y no que también el pueblo —cosa que, por lo demás, es muy deseable— se acerque a la sagrada comunión.

A) Para la integridad del sacrificio basta la del sacerdote

139. Nos place reiterar a este propósito las advertencias que nuestro predecesor Benedicto XIV escribe acerca de las definiciones del concilio Tridentino: «En primer lugar hemos de decir que a ningún fiel se le puede ocurrir que las misas privadas, en las cuales sólo el sacerdote recibe la Eucaristía, pierdan por esto el valor del verdadero, perfecto e íntegro sacrificio instituido por Cristo Señor nuestro, y que por lo mismo hayan de considerarse ilícitas. Pues los fieles no ignoran, o por lo menos pueden fácilmente ser instruidos en ello, que el sacrosanto concilio de Trento, fundado en la doctrina que ha conservado la perpetua tradición de la Iglesia, condenó la nueva y falsa doctrina contraria de Lutero»[103]. «Quien dijere que las misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente son ilícitas, y que, por lo mismo, hay que suprimirlas, sea anatema»[104].

140. Están fuera, pues, del camino de la verdad los que no quieren celebrar el santo sacrificio si el pueblo cristiano no se acerca a la sagrada mesa; pero más yerran todavía los que, para probar que es enteramente necesario que los fieles, junto con el sacerdote, reciban el alimento eucarístico, afirman capciosamente que aquí no se trata sólo de un sacrificio, sino del sacrificio y del convite de la comunidad fraterna, y hacen de la sagrada comunión, recibida en común, como la cima de toda la celebración.

141. Se debe, pues, una vez más advertir que el sacrificio eucarístico, por su misma naturaleza, es la incruenta inmolación de la divina Víctima, inmolación que se manifiesta místicamente por la separación de las sagradas especies y por la oblación de las mismas al Eterno Padre. Pero la sagrada comunión atañe a la integridad del sacrificio y a la participación del mismo mediante la recepción del augusto sacramento; y mientras que es enteramente necesaria para el ministro que sacrifica, para los fieles es tan sólo vivamente recomendable.

B) Exhortación a la comunión espiritual y sacramental

142. Y así como la Iglesia, en cuanto maestra de la verdad, se esfuerza con todos los medios por defender la integridad de la fe, del mismo modo, cual madre solícita de todos sus hijos, los exhorta vivamente a participar con afán y con frecuencia de este máximo beneficio de nuestra religión.

143. Desea, en primer lugar, que los cristianos —cuando realmente no pueden recibir con facilidad el manjar eucarístico— lo reciban al menos espiritualmente, de manera que, con fe viva y despierta y con ánimo reverente, humilde y enteramente entregado a la divina voluntad, se unan a él con la más fervorosa e intensa caridad posible.

144. Pero no se contenta con esto. Porque, ya que, como hemos dicho arriba, podemos participar en el sacrificio también con la comunión sacramental, por medio del banquete del pan de los ángeles, la Madre Iglesia, para que de un modo más eficaz «experimentemos continuamente en nosotros el fruto de la redención»[105], repite a todos y cada uno de sus hijos la invitación de nuestro Señor Jesucristo: «Tomad y comed… Haced esto en memoria mía»[106].

145. Por lo cual el concilio Tridentino, como repitiendo los deseos de Jesucristo y de su inmaculada Esposa, exhortó vivamente a «que en todas las misas, los fieles que estén presentes comulguen, no sólo con sus espirituales afectos, sino con la percepción sacramental de la Eucaristía, para alcanzar mayores frutos de este santísimo sacramento»[107].

146. Más aún, nuestro predecesor, de inmortal memoria, Benedicto XIV, para que quedase mejor y más claramente manifiesto que los cristianos, mediante la recepción de la Eucaristía, participan del mismo divino sacrificio, ensalza la piedad de aquellos que no sólo quieren alimentarse del divino manjar mientras asisten al santo sacrificio, sino que prefieren nutrirse de las mismas hostias consagradas en el mismo sacrificio, por más que, como él mismo declara, en realidad de verdad se participe del sacrificio aunque se reciba otro pan cuya consagración se haya verificado anteriormente. Estas son sus palabras: «Y aunque también participen del mismo sacrificio, además de aquellos a quienes el sacerdote celebrante da en la misma misa una parte de la Víctima por él ofrecida, aquellos a quienes el sacerdote administra la Eucaristía reservada según costumbre; con todo, no por eso la Iglesia prohibió nunca, ni prohíbe ahora, que el sacerdote satisfaga a la piedad y a la justa petición de los que, asistiendo a la misa, piden ser admitidos a la participación del mismo sacrificio que también ellos ofrecen al mismo tiempo y de la manera que les es posible; más aún, lo aprueba, y desea que no se omita, y reprendería a los sacerdotes por cuya culpa y negligencia se negara a los fieles esta participación»[108].

C) Para toda clase de personas

147. Quiera, pues, el Señor que todos respondan libre y espontáneamente a estas solícitas invitaciones de la Iglesia; quiera El que los fieles, si pueden, participen hasta a diario del divino sacrificio, no sólo de un modo espiritual, sino también mediante la comunión del augusto sacramento, recibiendo el cuerpo de Jesucristo ofrecido al Eterno Padre en favor de todos. Estimulad, venerables hermanos, en las almas encomendadas a vuestro cuidado, una ferviente y como insaciable hambre de Jesucristo; que por vuestro magisterio los altares se vean rodeados de niños y de jóvenes, que ofrezcan al divino Redentor sus personas, su inocencia y su entusiasmo juvenil; que se acerquen numerosos los cónyuges, los cuales, alimentados en la sagrada mesa, saquen de allí fuerzas para educar a sus hijos en los sentimientos y en la caridad de Jesucristo; que se invite a los trabajadores, para que puedan recibir aquel fuerte e indefectible alimento que restaure sus fuerzas y prepare en el cielo un premio eterno a sus trabajos; llamad, finalmente, a todos los hombres, de cualquier condición, y forzadles a venir[109], pues éste es el pan de vida que todos necesitan. La Iglesia de Jesucristo tiene sólo este pan con que satisfacer los anhelos de nuestras almas, con que unirlas estrechísimamente a Jesucristo y con que obtener que todos sean «un solo cuerpo»[110] y se hagan hermanos los que se sientan a la misma mesa celestial para, con la fracción de un mismo pan, recibir el don de la inmortalidad[111].

D) Comunión recibida, en lo posible, durante la misa

148. Es también muy oportuno, cosa por lo demás establecida por la sagrada liturgia, que el pueblo se acerque a la sagrada comunión después que el sacerdote haya consumido el manjar del ara; y, como arriba dijimos, son de alabar los que, estando presentes al sacrificio, reciben las hostias en el mismo consagradas, de modo que realmente suceda «que todos cuantos participando de este altar recibiéremos el sacrosanto cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda bendición y gracia celestial»[112].

149. Con todo eso, a veces no faltan razones, ni son raras, para distribuir el pan eucarístico antes o después del sacrificio mismo; ni faltan tampoco para que —aunque se distribuya la sagrada comunión inmediatamente después de la comunión del sacerdote— se haga con hostias anteriormente consagradas. También en estos casos —como ya dijimos el pueblo participa realmente del sacrificio, y no pocas veces puede acercarse así con más facilidad a la mesa de vida eterna.

150. Pero si la Iglesia, como conviene a su maternal indulgencia, se esfuerza por salir al paso de las necesidades espirituales de sus hijos, ellos, por su parte, no deben fácilmente despreciar lo que la sagrada liturgia aconseja y, siempre que no se oponga un motivo plausible, han de hacer todo aquello que más claramente manifiesta en el altar la unidad viva del Cuerpo místico.

E) Seguida por la conveniente acción de gracias

151. La acción sagrada, que está regulada por peculiares normas litúrgicas, no exime, una vez concluida, de la acción de gracias a aquel que gustó del celestial manjar; antes, por el contrario, está muy puesto en razón que, recibido el alimento eucarístico y terminados los ritos, se recoja dentro de sí y, unido íntimamente con el divino Maestro, converse con él dulce y provechosamente, según las circunstancias lo permitan.

152. Se alejan, pues, del recto camino de la verdad los que, ateniéndose más a la palabra que al sentido, afirman y enseñan que, acabado ya el sacrificio, no se ha de continuar la acción de gracias, no sólo porque ya el mismo sacrificio del altar es de por sí una acción de gracias, sino también porque eso pertenece a la piedad privada y particular de cada uno y no al bien de la comunidad.

153. Antes bien, la misma naturaleza del sacramento lo reclama, para que su percepción produzca en los cristianos abundantes frutos de santidad. Ciertamente ha terminado la pública reunión de la comunidad, pero cada cual, unido con Cristo, conviene que no interrumpa el cántico de alabanza, «dando siempre gracias por todo a Dios Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo»[113].

154. También la sagrada liturgia del sacrificio eucarístico nos exhorta a ello cuando nos manda rogar con estas palabras: «Te pedimos nos concedas perseverar siempre en acción de gracias…[114] y que jamás cesemos de alabarte»[115]. Por lo cual, si en todo tiempo hemos de dar gracias a Dios y nunca hemos de dejar de alabarle, ¿quién se atreverá a impugnar o reprender a la Iglesia porque aconseja a los sacerdotes[116] y a los fieles que, después de la sagrada comunión, se entretengan al menos un poco con el divino Redentor, y porque inserta en los libros litúrgicos oraciones oportunas, enriquecidas con indulgencias, para que con ellas los ministros del altar, antes de celebrar y de alimentarse con el manjar divino, se preparen convenientemente y, acabada la misa, manifiesten a Dios su agradecimiento?

155. Tan lejos está la sagrada liturgia de reprimir los íntimos sentimientos de cada uno de los cristianos, que más bien los enfervoriza y estimula a que se asemejen a Jesucristo y a que por El se encaminen al Eterno Padre: por lo cual ella misma quiere que todo el que hubiere participado de la hostia santa del altar, rinda a Dios las debidas gracias. Pues a nuestro divino Redentor le agrada oír nuestras súplicas, hablar con nosotros de corazón a corazón y ofrecernos un refugio en el suyo ardiente.

F) Necesaria para sacar un fruto mayor

156. Más aún, tales actos privados son absolutamente necesarios para gozar más abundantemente de los supremos tesoros de que tan rica es la Eucaristía, y para que, según nuestras fuerzas, los comuniquemos a los demás, a fin de que nuestro Señor Jesucristo plenamente triunfe en las almas de todos.

157. ¿Por qué, pues, venerables hermanos, no hemos de alabar a quienes, después de recibido el manjar eucarístico y aun después de disuelta la reunión de los fieles, permanecen en íntima familiaridad con el divino Redentor, no sólo para hablar con él suavísimamente, sino también para darle las debidas gracias y alabarlo, y principalmente para pedirle su ayuda, a fin de quitar de su alma todo lo que pueda disminuir la eficacia del sacramento, y hacer cuanto esté en su mano para secundar la acción tan presente de Jesucristo? Exhortamos a que se haga de modo especial, ya procurando llevar a la práctica los propósitos hechos y practicando las virtudes cristianas, ya adaptando a sus propias necesidades lo que han recibido con regia munificencia.

158. Y, ciertamente, el autor del áureo librito De la imitación de Cristo habla según los preceptos y el espíritu de la sagrada liturgia, cuando aconseja al que se ha acercado a la sagrada comunión: «Recógete a un lugar retirado, y goza de tu Dios, pues tienes a aquel a quien ni todo el mundo es capaz de quitarte»[117].

159. Todos nosotros, pues, estrechamente unidos con Cristo, debemos tratar de abismarnos, por así decirlo, en su espíritu, e incorporarnos a El para participar de los actos con los que El mismo adora a la Augusta Trinidad con el más grato homenaje, y ofrece al Eterno Padre las más sublimes acciones de gracias y alabanzas, mientras responden unánimes los cielos y la tierra según aquel versículo: «Obras todas del Señor, bendecid al Señor»[118]; unidos en fin a ellos pedimos el socorro de lo alto en el momento más oportuno para demandar y alcanzar auxilio en nombre de Cristo[119], y con ellos principalmente nos ofrecemos e inmolamos como víctimas, diciendo: «Haz de nosotros mismos para ti una ofrenda eterna»[120].

160. Constantemente el divino Redentor repite aquella ahincada invitación: «Permaneced en Mí»[121]. Y por el sacramento de la Eucaristía Cristo habita en nosotros y nosotros en Cristo; y así como Cristo, permaneciendo en nosotros, vive y obra, así nosotros, permaneciendo en Cristo, por El vivamos y obremos.

IV. Adoración de la Eucaristía

161. El manjar eucarístico contiene, como todos saben, «verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo»[122]. No es, pues, de admirar que la Iglesia, ya desde sus principios, haya adorado el cuerpo de Cristo bajo la especie del pan, como se ve por los mismos ritos del augusto sacrificio, en los cuales se manda a los ministros sagrados que, de rodillas, o con reverencias profundas, adoren al Santísimo Sacramento.

162. Los sagrados concilios enseñan que, por tradición, la Iglesia, desde sus comienzos, venera «con una sola adoración al Verbo de Dios encarnado y a su propia carne»[123]; y San Agustín afirma: «Nadie coma aquella carne sin antes adorarla», añadiendo que no sólo no pecamos adorándola, sino que pecamos no adorándola[124].

163. De estos principios doctrinales nació el culto eucarístico de adoración, el cual poco a poco fue creciendo como cosa distinta del sacrificio. La conservación de las sagradas especies para los enfermos y para cuantos estuviesen en peligro de muerte trajo consigo la laudable costumbre de adorar este celestial alimento reservado en los templos.

164. Este culto de adoración se apoya en una razón seria y sólida, ya que la Eucaristía es a la vez sacrificio y sacramento, y se distingue de los demás en que no sólo engendra la gracia, sino que encierra de un modo estable al mismo autor de ella. Cuando, pues, la Iglesia nos manda adorar a Cristo escondido bajo los velos eucarísticos y pedirle los dones espirituales y temporales que en todo tiempo necesitamos, manifiesta la viva fe con que cree que su divino Esposo está bajo dichos velos, le expresa su gratitud y goza de su íntima familiaridad.

A) Desarrollo del culto eucarístico

165. En el decurso de los tiempos la Iglesia ha introducido diferentes formas de ese culto, y por cierto cada día más bellas y provechosas, como, por ejemplo, las piadosas y aun cotidianas visitas a los divinos sagrarios, los sagrados ritos de la bendición con el Santísimo, las solemnes procesiones, sobre todo en los Congresos eucarísticos, tanto en las ciudades como en las aldeas, y las adoraciones del Augusto Sacramento públicamente expuesto. Estas adoraciones unas veces duran poco tiempo, otras varias horas o hasta cuarenta; en algunos lugares se prolongan por todo un año, haciendo turno las iglesias, y en otros sitios se tiene la adoración perpetua noche y día a cargo de congregaciones religiosas, participando en ellas con frecuencia también los simples fieles.

166. Tales ejercicios de piedad han contribuido de modo admirable a la fe y a la vida sobrenatural de la Iglesia militante en la tierra, la cual de esta manera se hace eco, en cierto sentido, de la triunfante, que perpetuamente entona el himno de alabanza a Dios y al Cordero «que ha sido sacrificado»[125]. Por lo cual la Iglesia no sólo ha aprobado esos piadosos ejercicios, propagados por toda la tierra en el transcurso de los siglos, sino que los ha hecho suyos y los ha recomendado con su autoridad[126]. Ellos proceden de la sagrada liturgia, y son tales que, si se practican con el debido decoro, fe y piedad, en gran manera ayudan, sin duda alguna, a vivir la vida litúrgica.

B) No hay confusión entre el Cristo histórico y el Cristo eucarístico

167. Ni se debe decir que con ese culto eucarístico se mezclan de un modo falso el que llaman Cristo histórico, que un tiempo vivió sobre la tierra, y el Cristo presente en el augusto sacramento del altar, el mismo que triunfa glorioso en los cielos y otorga sus dones sobrenaturales; antes, más bien hay que afirmar que de esta manera los fieles atestiguan y manifiestan solemnemente la fe de la Iglesia, según la cual se cree que es uno mismo el Verbo de Dios y el Hijo de la Virgen María que padeció en la cruz, que está presente, aunque escondido, en la Eucaristía, y reina en las alturas.

168. Así, San Juan Crisóstomo: «…Cuando te presenten el mismo (Cuerpo de Cristo) di en tu interior: Por este Cuerpo yo ya no soy tierra y ceniza, no soy ya esclavo, sino libre; por él espero el cielo y creo que recibiré los bienes que están allí preparados, la vida inmortal, la suerte de los ángeles, el trato con Cristo; la muerte no poseyó este Cuerpo, atravesado por los clavos, lacerado por los azotes; … éste es el mismo Cuerpo que fue atormentado, atravesado por la lanza, el que abrió al mundo las fuentes de la salvación, una de sangre y otra de agua…; nos dio este cuerpo para que lo poseyésemos y lo comiésemos, lo cual fue fruto de su intenso amor»[127].

C) La bendición eucarística

169. Pero de modo especial es muy de alabar la costumbre introducida en el pueblo cristiano de dar fin a muchos ejercicios de piedad con la bendición eucarística. Nada mejor ni más provechoso puede darse que el acto con el cual el sacerdote, levantando al cielo el pan de los ángeles y moviéndolo en forma de cruz sobre las frentes inclinadas del pueblo cristiano, ruega juntamente con él al Padre celestial que vuelva benigno los ojos a su Hijo, crucificado por nuestro amor, y que, por el mismo que quiso ser nuestro Redentor y nuestro hermano, derrame sus gracias sobre los que fueron redimidos con la sangre inmaculada del Cordero[128].

170. Procurad, pues, venerables hermanos, con aquella máxima diligencia que os es propia, que los templos edificados por la fe y la piedad de las naciones cristianas en el decurso de los siglos para cantar un perpetuo himno de gloria al Dios omnipotente y para dar a nuestro Redentor, oculto bajo las especies eucarísticas, una digna morada, estén abiertos a los fieles, cada vez más numerosos, que, llamados a los pies de nuestro Salvador, escuchen su dulcísima invitación: «Venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré»[129]. Que los templos sean en verdad la casa de Dios, en donde, quien entra a implorar favores, se goce alcanzando cuanto pidiere[130] y obtenga el consuelo celestial.

171. Sólo así se obtendrá que toda la familia humana, arregladas finalmente sus querellas, pueda pacificarse y cantar con mente y alma concorde aquel cántico de fe y de amor: «¡Buen Pastor, Jesús clemente, / tu manjar, de gracia fuente, / nos proteja y apaciente / y en la alta región luciente / haznos ver tu gloria, oh Dios!»[131].

PARTE TERCERA:
EL OFICIO DIVINO Y EL AÑO LITÚRGICO

I. El «Oficio divino»

172. El ideal de la vida cristiana consiste en que cada uno se una con Dios íntima y constantemente. Por lo cual, el culto que la Iglesia tributa al Eterno y que descansa principalmente en el sacrificio eucarístico y en el uso de los sacramentos, se ordena y distribuye de manera que, por medio del Oficio divino, abraza las horas del día, las semanas y todo el curso del año, y abarca todos los tiempos y las diversas condiciones de la vida humana.

173. Habiendo mandado el divino Maestro: «Conviene orar perseverantemente y no desfallecer»[132], la Iglesia, obedeciendo fielmente a esta advertencia, nunca deja de elevar sus preces al cielo, a la vez que nos exhorta con las palabras del Apóstol de las gentes: «Ofrezcamos, pues, a Dios, por medio de El (Jesús), sin cesar, un sacrificio de alabanza»[133].

174. La oración pública y común, elevada a Dios conjuntamente por todos los fieles, en la más remota antigüedad sólo tenía lugar en determinados días y a horas establecidas. Sin embargo, no sólo en las asambleas, sino también en las casas particulares se oraba a Dios, reunidos a veces los vecinos y los amigos.

175. Poco después, en diversas partes del mundo cristiano, se introdujo la costumbre de dedicar a la oración algunos tiempos determinados, como, por ejemplo, la última hora del día, cuando oscurece y se encienden las lámparas; o la primera, cuando la noche agoniza, o sea, después del canto del gallo, a la salida del sol. En la Sagrada Escritura se señalan otros momentos del día como más aptos para la oración, unos por provenir de tradicionales costumbres judías, otros por el uso de la vida cotidiana. Según los Hechos de los Apóstoles, los discípulos de Jesucristo oraban reunidos a la hora de tercia, cuando «fueron llenados todos del Espíritu Santo»[134] y el Príncipe de los Apóstoles, antes de tomar alimento, «subió… a lo alto de la casa, cerca de la hora sexta, a hacer oración»[135] y Pedro y Juan «subían… al templo, a la oración de la hora nona»[136], y «a eso de media noche, puestos Pablo y Silas en oración, cantaban alabanzas a Dios»[137].

176. Estas distintas oraciones se perfeccionaron cada día más, con el transcurso del tiempo, por iniciativa y por obra principalmente de los monjes y de los que se dedicaban a la vida ascética, y poco a poco fueron admitidas por la autoridad de la Iglesia en el uso de la sagrada liturgia.

A) Es la oración perenne de la Iglesia

177. Lo que llamamos «Oficio divino» es, pues, la oración del Cuerpo místico de Jesucristo que, en nombre y provecho de todos los cristianos, es ofrecida a Dios por los sacerdotes y demás ministros de la Iglesia, y por los religiosos, dedicados a este fin por institución de la Iglesia misma.

178. Cuál sea el modo y el espíritu con que se ha de hacer esta divina alabanza, se deduce de las palabras que la Iglesia aconseja que se digan antes de comenzar las horas litúrgicas, cuando manda que se reciten «digna, atenta y devotamente».

179. Al tomar el Verbo de Dios la naturaleza humana, trajo a este destierro terrenal el canto que se entona en los cielos por toda la eternidad. El une a sí mismo toda la comunidad de los hombres, y la asocia consigo en el canto de este himno de alabanza. Hemos de confesar humildemente que «no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene hacerlo, el mismo Espíritu hace nuestras peticiones a Dios con gemidos que son inexplicables»[138]. Y también Jesucristo ruega al Padre en nosotros por medio de su Espíritu. «Ningún otro don mayor podría otorgar Dios a los hombres… Ora (Jesús) por nosotros como nuestro sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza; es invocado por nosotros como nuestro Dios… Reconozcamos, pues, en El nuestras voces, y sus voces en nosotros… Es invocado como Dios, invoca como siervo; allí es Creador, aquí creado, que asume sin cambiar El una naturaleza que ha de ser cambiada, haciéndonos consigo un solo hombre, cabeza y cuerpo»[139].

B) Se pide en ella la devoción interior

180. A la excelsa dignidad de esa oración de la Iglesia ha de corresponder la intensa piedad de nuestra alma r. Y pues la voz del que así ruega repite aquellos cantos que fueron escritos por inspiración del Espíritu Santo, que declaran y ensalzan la perfectísima grandeza de Dios, es menester que el interno sentimiento de nuestro espíritu acompañe esta voz, de tal manera que nos apropiemos aquellos mismos sentimientos, con los cuales nos elevamos hacia el cielo, adoremos la Santa Trinidad y le rindamos las debidas alabanzas y gracias. «Salmodiemos de forma que nuestra mente concuerde con nuestra voz»[140]. No se trata, pues, de un simple rezo, ni de un canto, que, aunque sea perfectísimo según las normas de la música y de los sagrados ritos, pueda sólo llegar a los oídos, sino sobre todo de la elevación de nuestra mente y de nuestro espíritu a Dios, para consagrarle absolutamente nuestras personas y todas nuestras acciones.

181. De eso depende en no pequeña parte la eficacia de nuestras oraciones, las cuales, si no se dirigen directamente al mismo Verbo hecho hombre, acaban con estas palabras: «por nuestro Señor Jesucristo»; quien, como conciliador entre Dios y nosotros, muestra a su Padre celestial sus gloriosas llagas, y así «está siempre vivo para interceder por nosotros»[141].

C) Admirable contenido del Salterio

182. Los Salmos, como todos saben, constituyen la parte más importante del «Oficio divino». Ellos abarcan todo el curso del día, santificándolo y hermoseándolo. Egregiamente dice Casiodoro de los Salmos distribuidos en el «Oficio divino» de su tiempo: «Ellos concilian el nuevo día con matinal exultación, nos dedican la primera hora de la jornada, nos consagran la tercera, nos alegran la sexta con la fracción del pan, en la nona nos hacen terminar los ayunos, concluyen el fin del día y, al acercarse la noche, impiden que se entenebrezca nuestra mente»[142].

183. Ellos nos recuerdan las verdades manifestadas por Dios al pueblo escogido, terribles a veces, a veces llenas de suavísima dulcedumbre; repiten y acrecientan la esperanza en el futuro Libertador, que antiguamente se fomentaba cantando en los hogares domésticos o en la misma majestad del templo; y además ilustran admirablemente la gloria de Jesucristo significada de antemano, y su eterna y suma potencia, su humildad al venir a este exilio terreno, su regia dignidad y su poder sacerdotal, y finalmente sus benéficos trabajos y el derramamiento de su sangre para nuestra redención. Por semejante manera, los Salmos expresan la alegría de nuestras almas, la tristeza, la esperanza, el temor, nuestra entrega absoluta y confiada a Dios, el retorno de nuestro amor y nuestras místicas elevaciones a los divinos tabernáculos.

«El Salmo… es la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio de las gentes, el aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la Iglesia, la armoniosa confesión de la fe, la plena sumisión a la autoridad, el regocijo de la libertad, el clamor del alborozo y el eco de la alegría»[143].

D) La participación en las vísperas del domingo

184. En la edad primitiva acudían más numerosos los fieles a estas horas litúrgicas; pero tal costumbre se perdió poco a poco, y, como acabamos de decir, al presente su rezo es obligatorio sólo para el clero y para los religiosos. Nada, pues, se prescribe en esta parte a los seglares por derecho estricto; pero es en gran manera de desear que asistan realmente, cantando o recitando los Salmos, al rezo de las Vísperas los días de fiesta en su propia parroquia.

185. Encarecidamente os rogamos a vosotros y a vuestros fieles, venerables hermanos, que no permitáis que esta piadosa costumbre caiga en desuso, y procurad que, donde ya se hubiere dado al olvido, se instaure de nuevo dentro de lo posible.

186. Lo cual se hará, sin duda alguna, con saludables frutos si las Vísperas se recitan no sólo digna y decorosamente, sino también de tal manera que fomenten suavemente de varios modos la piedad de los fieles.

187. Guárdese inviolablemente la observancia de los días festivos, que de modo especial hay que consagrar y dedicar a Dios, sobre todo los domingos, que los Apóstoles, ilustrados por el Espíritu Santo, declararon festivos en lugar de los sábados. Si se mandó a los judíos: «Durante los seis días trabajaréis; mas el día séptimo es el sábado, descanso consagrado al Señor; cualquiera que en tal día trabajare, será castigado de muerte»[144]: ¿cómo no temen la muerte espiritual los cristianos que en los días festivos se dedican a obras serviles, y los que durante ese descanso no se dan a la piedad y a la religión, sino que se entregan inmoderadamente a los atractivos del siglo? Hay que dedicar los domingos y los demás días festivos al culto divino, con el cual se honra a Dios y se nutre el alma con alimento celestial; y por más que la Iglesia sólo prescribe que los fieles se abstengan de trabajos serviles y asistan al santo sacrificio, sin dar ningún precepto sobre el culto vespertino, sin embargo, recomienda y desea también lo otro; y lo mismo está pidiendo, por lo demás, la necesidad que cada uno tiene de aplacar al Señor para alcanzar sus beneficios.

188. Nuestro espíritu se aflige con gran dolor cuando vemos cómo emplea el pueblo cristiano en nuestros tiempos la mitad del día festivo, esto es, la tarde; los espectáculos y los juegos públicos se ven extraordinariamente concurridos, mientras los templos sagrados son visitados menos de lo que convendría.

189. Y, sin embargo, todos han de acudir a nuestros templos para aprender allí la verdad de nuestra fe católica, para cantar las divinas alabanzas, para recibir la bendición eucarística por medio del sacerdote y para protegerse con la ayuda celestial contra las adversidades de esta vida.

190. Aprendan, en lo posible, aquellas oraciones que suelen cantarse en las vísperas, y embeban su espíritu en su significado; pues, movidos y afectados con aquellas palabras, experimentarán lo que San Agustín asegura de sí mismo: «¡Cuánto lloré entre los himnos y los cánticos, vivamente conmovido por la suave voz de tu Iglesia! Aquellas palabras sonaban en mis oídos, y la verdad penetraba en mi corazón, y con ello se enardecía el piadoso afecto, y corrían las lágrimas y me hacían bien»[145].

II. Ciclo de los misterios en el año litúrgico

191. Durante todo el curso del año, la celebración del sacrificio eucarístico y las oraciones del Oficio divino se desenvuelven principalmente en torno a la persona de Jesucristo, de modo tan adecuado y oportuno, que en ellos domina nuestro Salvador en sus misterios de humillación, redención y triunfo.

192. Trayendo a la memoria estos misterios de Jesucristo, pretende la sagrada liturgia que todos los creyentes participen de ellos de tal manera, que la divina Cabeza del Cuerpo místico viva con su perfecta santidad en cada uno de los miembros. Sean las almas de los cristianos como altares en donde, en cierto modo, revivan las diferentes fases del sacrificio que inmola el Sumo Sacerdote: es decir, los dolores y lágrimas, que limpian y expían los pecados; la oración dirigida a Dios, que se eleva hacia el cielo; la entrega y como inmolación de sí mismo, hecha con ánimo pronto, generoso y solícito; y, finalmente, la estrechísima unión con la cual confiamos a Dios nuestras personas y nuestras cosas, y en El descansamos, «pues la esencia de la religión es imitar a aquel a quien adoras»[146].

A) Significado de los tiempos litúrgicos

193. Con estos modos y formas con que la liturgia, en los diversos tiempos, nos hace meditar la vida de Jesucristo, la Iglesia nos propone modelos que imitar, y nos muestra tesoros de santidad, para que los hagamos nuestros; pues lo que se canta con la boca hay que creerlo con el corazón y llevarlo a las costumbres privadas y públicas.

194. Adviento. En el sagrado tiempo del Adviento despierta en nuestra conciencia el recuerdo de los pecados que tristemente cometimos; nos exhorta a que, reprimiendo los malos deseos y castigando voluntariamente nuestro cuerpo, nos recojamos dentro de nosotros mismos con piadosas meditaciones, y con ardientes deseos nos movamos a convertirnos a Dios, que es el único que puede con su gracia librarnos de la mancha del pecado y de los males, que son sus consecuencias.

195. Navidad. Mas al venir el día de la Navidad del Señor, parece como si volviésemos a la cueva de Belén, para aprender allí que es preciso que renazcamos de nuevo y que nos reformemos radicalmente; lo cual solamente se consigue cuando nos unimos al Verbo de Dios hecho hombre, de un modo íntimo y vital, y participamos de aquella divina naturaleza suya, a la que nosotros hemos sido elevados.

196. Epifanía. En cambio, durante las solemnidades de la Epifanía, recordando el llamamiento de los gentiles a la fe cristiana, quiere que cada día rindamos gracias al Señor por tamaño beneficio, y que con intensa fe deseemos al Dios vivo y verdadero, entendamos devota profundamente las cosas sobrenaturales y amemos el silencio y la meditación, para que más fácilmente veamos y consigamos los dones eternos.

197. Septuagésima. En los días de Septuagésima y de Cuaresma, nuestra Madre la Iglesia multiplica sus cuidados para que cada uno de nosotros considere sus miserias para incitarnos activamente a la enmienda de las costumbres, para detestar de modo especial los pecados y borrarlos con la oración y la penitencia; puesto que la continua oración y la penitencia por nuestras faltas nos atrae el auxilio divino, sin el cual todas nuestras obras son vanas y estériles.

198. Pasión. En el tiempo sagrado en que la liturgia nos propone los dolorosísimos tormentos de Jesucristo, la Iglesia nos invita a subir al Calvario para seguir de cerca las huellas sangrientas del divino Redentor, para sufrir con El gustosamente la cruz y excitar en nuestro espíritu los mismos sentimientos de expiación y de propiciación, y para que todos nosotros muramos juntamente con El.

199. Pascua. En las solemnidades pascuales, cuando se conmemora el triunfo de Jesucristo, nuestra alma rebosa de íntimo gozo, y hemos de pensar seriamente dentro de nosotros mismos que también hemos de resucitar con Cristo Redentor de una vida tibia e inerte a otra más fervorosa y santa, entregándonos entera y generosamente a Dios y olvidando este mundo miserable para aspirar tan sólo al cielo: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas que son de arriba, … saboread las cosas del cielo»[147].

200. Pentecostés. Finalmente, en el tiempo de Pentecostés, la Iglesia nos exhorta, con sus mandatos y con su ejemplo, a que nos prestemos dócilmente a la acción del Espíritu Santo, el cual desea abrasar nuestras almas con el fuego de la divina caridad, para que avancemos cada día con más ahínco en las virtudes, y lleguemos a ser santos, como lo son Jesucristo nuestro Señor y su Padre, que está en los cielos.

201. Así pues, el año litúrgico ha de considerarse como un magnífico himno de alabanza que la familia de todos los cristianos entona al Padre celestial por medio de su perpetuo conciliador, Jesucristo; mas exige por parte nuestra un cuidado diligente y ordenado, para que cada día conozcamos y alabemos más y más a nuestro Redentor, y requiere además un esfuerzo intenso y firme y un ejercicio incansable, con el cual imitemos sus misterios, emprendamos gozosos el camino de sus dolores y al fin participemos un día de su gloria y de su sempiterna felicidad.

B) Errores de algunos autores modernos

202. De todo lo expuesto aparece claramente, venerables hermanos, cuánto se separan de la genuina y sincera idea de la liturgia aquellos escritores modernos que, engañados por una pretendida mística superior, se atreven a afirmar que no hemos de fijarnos en el Cristo histórico, sino en el «neumático o glorificado»; y hasta no dudan en asegurar que en el ejercicio de la piedad cristiana se ha verificado un cambio, por el cual Cristo ha sido como destronado, ya que el Cristo glorificado, que vive y reina por los siglos de los siglos y está sentado a la diestra del Padre, ha sido oscurecido, y en su lugar se ha colocado aquel Cristo que un tiempo vivió esta vida terrenal. Por eso algunos llegan hasta a querer quitar de los templos sagrados los mismos crucifijos.

203. Sin embargo, tales falsas cavilaciones se oponen enteramente a la sana doctrina recibida de nuestros mayores. «Crees en el Cristo nacido en la carne —así dice San Agustín— y llegarás al Cristo nacido de Dios, Dios junto a Dios»[148]. La sagrada liturgia nos propone todo el Cristo en todas las condiciones de su vida, es decir: Aquel que es el Verbo del Eterno Padre, el que nace de la Virgen Madre, el que nos enseña la verdad, el que cura a los enfermos, el que consuela a los afligidos, el que sufre los dolores y el que muere; y después, el que resucita de la muerte vencida, el que reinando en la gloria del cielo nos envía el Espíritu Paráclito, el que vive, finalmente, en su Iglesia: «Jesucristo, el mismo de ayer es hoy, y lo será por los siglos de los siglos»[149]. Y además, no sólo nos lo presenta como a modelo, sino que nos lo muestra también como a maestro a quien debemos escuchar, como a pastor a quien seguir, y como a conciliador de nuestra salvación, principio de nuestra santidad y Cabeza mística, de la cual somos miembros que gozamos de su vida.

204. Mas, ya que sus acerbos dolores constituyen el principal misterio de donde procede nuestra salvación, es muy propio de la fe católica destacar esto lo más posible, ya que es como el centro del culto divino, representado y renovado cada día en el sacrificio eucarístico, y con el cual están estrechamente unidos todos los sacramentos[150].

C) Cristo revive en la Iglesia durante el año litúrgico

205. Por eso el año litúrgico, alimentado y seguido por la piedad de la Iglesia, no es una representación fría e inerte de cosas que pertenecen a tiempos pasados, ni un simple y desnude recuerdo de una edad pretérita; sine más bien es Cristo mismo que persevera en su Iglesia y que prosigue aquel camino de inmensa misericordia que inició en esta vida mortal cuando pasaba haciendo bien[151], con el bondadosísimo fin de que las almas de los hombres se pongan en contacto con sus misterios y por ellos en cierto modo vivan. Estos misterios no están presentes obran constantemente de aquel modo incierto y oscuro que suponen alguno escritores modernos, sino tal como no lo enseña la doctrina católica; ya que según el parecer de los doctores de la Iglesia, son eximios ejemplos de cristiana perfección y fuentes de la divina gracia por los méritos y oraciones de Jesucristo, y perduran en nosotros por sus efectos, siendo cada uno de ellos, según su propia índole, causa de nuestra salvación.

206. Añádase a esto que la Iglesia, nuestra piadosa Madre, mientras propone a nuestra contemplación los misterios de nuestro Redentor, pide con sus súplicas aquellos dones sobrenaturales con que sus hijos se embeban lo más posible en el espíritu de los mismos misterios, por virtud de Cristo. Por inspiración y virtud de El podemos, con la cooperación de nuestra voluntad, asimilarnos su fuerza vital, como los sarmientos la del árbol y los miembros la de la cabeza; y transformarnos poco a poco y laboriosamente «a la medida de la edad perfecta según Cristo»[152].

III. Las fiestas de los santos

207. En el curso del año litúrgico, no sólo se celebran los misterios de Cristo, sino también las fiestas de los santos que están en los cielos. En las cuales, aunque se trate de una categoría inferior y subordinada, la Iglesia, sin embargo, pretende siempre proponer a los fieles ejemplos de santidad que les muevan a revestirse de las virtudes del mismo divino Redentor.

A) …que se nos proponen como ejemplo

208. Porque, así como los santos fueron imitadores de Jesucristo, así nosotros hemos de imitarles a ellos, ya que en sus virtudes resplandece la virtud misma de Jesucristo. En unos resplandeció el celo apostólico, y en otros la fortaleza de nuestros héroes llegó hasta el derramamiento de su sangre; en unos brilló la constante vigilancia en la espera del Redentor, y en otros la virginal pureza del alma o la modesta suavidad de la humildad cristiana; en todos, en fin, era ferviente la ardentísima caridad para con Dios y para con el prójimo.

209. La sagrada liturgia pone ante nuestros ojos todos estos esplendores de santidad para que los contemplemos provechosamente y, «pues festejamos sus méritos, emulemos sus ejemplos»[153]. Conviene, pues, conservar «la inocencia en la sencillez, la concordia en la caridad, la modestia en la humildad, la diligencia en el gobierno, la vigilancia en la ayuda de los que trabajan, la misericordia en socorrer a los pobres, la constancia en defender la verdad, el rigor en la severidad de la disciplina, a fin de que no falte en nosotros ningún ejemplo de buenas obras. Estas son las huellas que nos dejaron los santos al regresar a la patria, para que, siguiendo su camino, consigamos también su felicidad»[154].

210. Mas, para que hasta nuestros sentidos se muevan saludablemente, quiere la Iglesia que en nuestros templos se expongan las imágenes de los santos, siempre, sin embargo, movida por la misma razón, de que «imitemos las virtudes de aquellos cuyas imágenes veneramos»[155].

B) …y como intercesores nuestros

211. Mas hay todavía otra razón para que el pueblo cristiano rinda culto a los santos del cielo, a saber, para que implorando su auxilio «seamos ayudados por la protección de aquellos con cuyas alabanzas nos regocijamos»[156]. De esto fácilmente se deduce por qué ofrece la sagrada liturgia tantas fórmulas de oraciones para impetrar el patrocinio de los santos.

C) Culto preeminente a la Virgen Santísima

212. Mas, entre los santos del cielo, se venera de un modo preeminente a la Virgen María Madre de Dios, pues su vida, por la misión recibida del Señor, se une íntimamente con los misterios de Jesucristo; y nadie en verdad siguió más de cerca y más eficazmente las huellas del Verbo encarnado, nadie goza de mayor gracia y poder cabe el Corazón Sacratísimo del Hijo de Dios, y, por su medio, cabe el Padre celestial.

213. Ella es más santa que los querubines y serafines, y goza de una gloria mucho mayor que los demás moradores del cielo, como quiera que es la «llena de gracia»[157] y Madre de Dios, la que con su parto feliz nos ha dado al Redentor. Siendo ella «Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra», clamemos a ella cuantos «gemimos y lloramos en este valle de lágrimas»[158] y pongamos confiadamente nuestras personas y nuestras cosas todas bajo su patrocinio. Ella fue constituida nuestra Madre cuando el divino Redentor hizo el sacrificio de sí mismo, y, así pues, también por este título somos sus hijos. Ella nos enseña todas las virtudes, nos entrega su Hijo, y juntamente con El nos ofrece los auxilios que necesitamos, puesto que Dios «quiso que todo lo tuviésemos por María»[159].

214. Movidos, pues, por la acción santificadora de la Iglesia y confortados con los auxilios y ejemplos de los santos, y en especial de la Inmaculada Virgen María, a través de este camino litúrgico, que cada año se nos abre de nuevo, «lleguémonos con sincero corazón, con plena fe, purificados los corazones de la mala conciencia, lavados en el cuerpo con el agua limpia del bautismo»[160], al «Gran Sacerdote»[161], para que con El vivamos y sintamos, hasta poder penetrar por su medio «del velo adentro»[162] y allí honrar por toda la eternidad al Padre celestial.

215. Tal es la esencia y la razón de ser de la sagrada liturgia; ella se refiere al sacrificio, a los sacramentos y a las alabanzas de Dios, e igualmente a la unión de nuestras almas con Cristo y a su santificación por medio del divino Redentor, para que sea honrado Cristo, y en El y por El toda la Santísima Trinidad: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.

PARTE CUARTA
NORMAS PASTORALES

I. Se recomiendan calurosamente las otras formas de piedad
no estrictamente litúrgicas

216. Para alejar más fácilmente de la Iglesia los errores y exageraciones de la verdad de que antes hablamos, y para que con normas más seguras puedan los fieles practicar con abundantes frutos el apostolado litúrgico, juzgamos conveniente, venerables hermanos, añadir algo para deducir consecuencias prácticas de la doctrina expuesta.

217. Cuando hablábamos de genuina y sincera piedad, hemos afirmado que no podía haber verdadera oposición entre la sagrada liturgia y los demás actos religiosos, si éstos se mantienen dentro del recto orden y tienden al justo fin; más aún, hay algunos ejercicios de piedad que la Iglesia mucho recomienda al clero y a los religiosos.

218. Pues bien, queremos que el pueblo cristiano no se mantenga ajeno a esos ejercicios. Estos son, para citar sólo los principales, las meditaciones espirituales, el diligente examen de conciencia, los santos retiros instituidos para meditar las verdades eternas, las piadosas visitas a los sagrarios eucarísticos y aquellas particulares preces y oraciones en honor a la bienaventurada Virgen María, entre las cuales, como todos saben, sobresale el santo Rosario[163].

A) La acción de Espíritu Santo no les es ajena

219. Es imposible que la inspiración y la acción del Espíritu Santo permanezcan ajenas a estas variadas formas de la piedad, pues se encamina a que nuestras almas se conviertan y dirijan a Dios y expíen sus pecados, se exciten a alcanzar las virtudes, y se estimulen saludablemente a la sincera piedad, acostumbrándose a meditar las verdades eternas y haciéndose cada vez más aptas para contemplar los misterios de la naturaleza divina y humana de Jesucristo. Además, cuanto más intensamente alimentan en los fieles su vida espiritual, mejor les disponen a participar con mayor fruto en las funciones públicas, evitando el peligro de que las preces litúrgicas se reduzcan a un rito vacío.

B) Errores de los que hay que prevenir a los fieles

220. Como corresponde, pues, a vuestra pastoral diligencia, no dejéis, venerables hermanos, de recomendar y fomentar tales ejercicios de piedad, de los cuales, sin duda ninguna, el pueblo que os está encomendado obtendrá óptimos frutos de santidad. Y sobre todo no permitáis —cosa que algunos defienden, engañados sin duda por cierto deseo de renovar la liturgia o creyendo falsamente que sólo los ritos litúrgicos tienen dignidad y eficacia— que los templos estén cerrados en las horas no destinadas a los actos públicos, como ya ha sucedido en algunas regiones; no permitáis que se descuide la adoración del Augustísimo Sacramento y las piadosas visitas a los tabernáculos eucarísticos; que se disuada la confesión de los pecados cuando se hace tan sólo por devoción; y que de tal manera se relegue, sobre todo durante la juventud, el culto a la Virgen Madre de Dios —el cual, según el parecer de varones santos, es señal de predestinación—, que poco a poco se entibie y languidezca. Tales modos de obrar son como frutos venenosos, sumamente nocivos a la piedad cristiana, que brotan de ramas enfermas de un árbol sano; hay que cortarlas, pues, para que la savia vital nutra sólo frutos suaves y óptimos.

C) La confesión sacramental

221. Y ya que ciertas opiniones que algunos propalan sobre la frecuente confesión de los pecados son enteramente ajenas al espíritu de Jesucristo y de su inmaculada Esposa, y realmente funestas para la vida espiritual, recordamos aquí lo que sobre ello escribimos con gran dolor en nuestra encíclica Mystici Coporis, y una vez más insistimos en que lo que allí expusimos con palabras gravísimas, lo hagáis meditar seriamente a vuestra grey, y sobre todo a los aspirantes al sacerdocio y al clero joven, y lo hagáis dócilmente practicar.

222. Mas procurad de modo especial que no sólo el clero, sino el mayor número posible de seglares, sobre todo de los miembros de asociaciones religiosas y de la Acción Católica, practiquen el retiro mensual y los ejercicios espirituales en determinados días para fomentar la piedad. Como dijimos arriba, tales ejercicios espirituales son muy útiles y aun necesarios para infundir en las almas una piedad sincera, y para formarlas en tal santidad de costumbres que puedan sacar de la sagrada liturgia más eficaces y abundantes frutos.

223. En cuanto a las diversas forma con que tales ejercicios piadosos suelen practicarse, tengan todos presente que en la Iglesia terrena, no de otra suerte que en la celestial, hay muchas moradas[164], y que la ascética no puede ser monopolio de nadie. Uno solo es el Espíritu, el cual, sin embargo, «sopla donde quiere»[165], y por varios dones y varios caminos dirige a la santidad a las almas por él iluminadas. Téngase por algo sagrado su libertad y la acción sobrenatural del Espíritu Santo, que a nadie es lícito, por ningún título, perturbar o conculcar.

Sin embargo, es cosa probada que los ejercicios espirituales, que se practican según el método y la norma de San Ignacio, fueron por su admirable eficacia plenamente aprobados y vivamente recomendados por nuestros predecesores. Y también Nos, por la misma razón, los hemos aprobado y recomendado, y lo repetimos aquí de buen grado.

224. Es, con todo, enteramente necesario que aquella inspiración por la cual se sienten algunos movidos a peculiares ejercicios de devoción proceda del Padre de las luces, de quien desciende toda dádiva preciosa y todo don perfecto[166], de lo cual ciertamente será señal la eficacia con que tales ejercicios alcancen el que el culto divino sea cada día más amado y más fomentado, y el que los cristianos se sientan movidos de un más intenso deseo de recibir dignamente los sacramentos y de practicar todos los actos sagrados con el debido respeto y el debido honor. Porque si, por el contrario, pusieren obstáculo a los principios y normas del culto divino, o los impidieren y estorbaren, entonces hay que creer sin duda que no están ordenados y dirigidos por un recto criterio ni por un celo prudente.

E) Otras prácticas no estrictamente litúrgicas

225. Hay, además, otras prácticas de piedad que, aunque en rigor de derecho no pertenecen a la sagrada liturgia, tienen, sin embargo, una especial importancia y dignidad, de modo que en cierto sentido se tienen por insertas en el ordenamiento litúrgico, y han sido aprobadas y alabadas una y otra vez por esta Sede Apostólica y por los obispos. Entre ellas hay que contar las preces que durante el mes de mayo se dedican a la Virgen Santísima, o en el mes de junio al Sagrado Corazón; las novenas y triduos, el ejercicio del vía crucis y otros semejantes.

226. Estas prácticas de piedad, incitando al pueblo ya a frecuentar asiduamente el sacramento de la penitencia y a participar digna y piadosamente en el sacrificio eucarístico y en la sagrada mesa, ya también a meditar los misterios de nuestra redención y a imitar los insignes ejemplos de los santos, nos hacen así intervenir en el culto litúrgico, no sin gran provecho espiritual.

227. Por eso haría algo pernicioso y totalmente erróneo quien con temeraria presunción se atreviera a reformar todos estos ejercicios de piedad, reduciéndolos a los solos esquemas y formas litúrgicas. Con todo, es necesario que el espíritu de la sagrada liturgia de tal manera influya benéficamente sobre ellos, que no se introduzca nada inútil o indigno del decoro que se debe a la casa de Dios, o contrario a las sagradas funciones u opuesto a la sana piedad.

228. Procurad, pues, venerables hermanos, que esa genuina y sincera piedad visiblemente crezca más cada día, y que por todas partes florezca con mayor abundancia. Y, sobre todo, no os canséis de inculcar a todos que la vida cristiana no consiste en muchas y variadas preces y ejercicios de devoción, sino en que éstos contribuyan realmente al progreso espiritual de los fieles, y por lo mismo al incremento real de toda la Iglesia. Pues el Eterno Padre «por El mismo (Cristo) nos escogió antes de la creación del mundo para ser santos y sin mancha en su presencia»[167]. Por consiguiente, nuestras oraciones y nuestros ejercicios de piedad han de encaminarse sobre todo a que dirijan todas nuestras energías espirituales a la consecución de este supremo y nobilísimo fin.

II. Espíritu litúrgico y apostolado litúrgico

229. Os exhortamos, pues, encarecidamente, venerables hermanos, a que, alejando cuanto sepa a error y falacia y reprobando cuanto se opone a la verdad y al orden, promováis las iniciativas que ponen al alcance del pueblo un conocimiento más profundo de la sagrada liturgia, de suerte que pueda más adecuada y fácilmente participar en los ritos divinos con la disposición propia de todo cristiano.

A) Obediencia a las disposiciones de la Iglesia

230. Sea vuestro primer esfuerzo que todos, con la debida reverencia y no menos debida fe, se atengan a cuantos decretos han publicado o el concilio Tridentino, o los romanos pontífices, o la Sagrada Congregación de Ritos, y cumplan las normas que los libros litúrgicos han determinado en cuanto a la práctica externa del culto público.

231. En todo lo que atañe a la liturgia, deben ante todo brillar estas tres virtudes, de las que habla nuestro predecesor Pío X: a saber, la santidad, del todo opuesta a novedades de sabor mundano; la dignidad en las imágenes y formas, a cuya disposición y servicio deben estar las genuinas y elevadas artes, y el espíritu universalista, que, sin contravenir en nada las legítimas modalidades y usos regionales, patentice la unidad ecuménica de la Iglesia[168].

B) Decoro de los sagrados edificios y sagrados altares

232. También es nuestro insistente deseo recomendar el decoro que debe reinar en los sagrados templos y altares. Que cada uno se sienta animado por aquello: «el celo de tu casa me tiene consumido»[169]; y por eso esfuércese para que, aunque no llame la atención ni por la riqueza ni por su esplendor, sin embargo, todo cuanto pertenezca a los edificios sagrados, a los ornamentos y a las cosas del servicio de la liturgia, aparezca limpio y en consonancia con su fin, que es el culto a la divina Majestad. Y si ya antes hemos reprobado el criterio erróneo de quienes, bajo la apariencia de volver a la antigüedad, se oponen al uso de las imágenes sagradas en los templos, creemos que es nuestro deber reprobar también aquí aquella piedad mal formada de los que sin razón suficiente llenan templos y altares con multitud de imágenes y efigies expuestas a la veneración de los fieles; de los que presentan reliquias desprovistas de las debidas auténticas que las autoricen para el culto y de los que, preocupados en exigir minucias y particularidades, descuidan lo sustancial y necesario, exponiendo así a mofa la religión y desprestigiando la gravedad del culto.

233. Con esta ocasión os recordarnos el decreto «sobre el no introducir nuevas formas de culto y devoción»[170], cuyo fiel cumplimiento confiamos a vuestra vigilancia.

234. En cuanto a la música, obsérvense escrupulosamente las fijas y claras normas promulgadas ya por esta Sede Apostólica. El canto gregoriano, que, siendo herencia recibida de antigua tradición, tan cuidadosamente tutelada durante siglos, la Iglesia romana considera como cosa suya y cuyo uso está recomendado al pueblo e incluso terminantemente prescrito en algunas partes de la liturgia[171], no sólo proporciona decoro y solemnidad a la celebración de los sagrados misterios, sino que contribuye a aumentar la fe y la piedad de los asistentes.

235. A este efecto, nuestros predecesores de inmortal memoria Pío X y Pío XI decretaron —y también Nos ratificamos gustoso sus disposiciones con nuestra autoridad— que en los seminarios e institutos religiosos se cultive el canto gregoriano con esmerado estudio, y que, al menos en las iglesias más importantes, se restauren las antiguas «Scholae cantorum», cosa ya en varios sitios realizada con éxito feliz[172].

C) El canto gregoriano y el canto popular

236. Además, «para que el pueblo torne parte más activa en el culto divino, se debe restablecer entre los fieles el uso del canto gregoriano, en la parte que le corresponde. Evidentemente, apremia el que los fieles asistan a las sagradas ceremonias, no como meros espectadores mudos y extraños, sino profundamente penetrados por la belleza de la liturgia; que alternen sus voces con la del sacerdote y coro. Si esto, por la bondad de Dios, se verificare, no ocurrirá que el pueblo responda a lo más con un ligero y tenue murmullo a las preces comunes rezadas en latín o en lengua vulgar»[173]. La multitud que asiste atentamente al sacrificio del altar, en el que nuestro Salvador, juntamente con sus hijos redimidos por su sangre, canta el epitalamio de su inmensa caridad, no podrá callar, ya que «el cantar es propio de quien ama»[174], o, corno dice el viejo refrán: «cantar bien es orar dos veces». Así resulta que la Iglesia militante, clero y pueblo juntos, une sus voces a los cantos de la triunfante y de los coros angélicos, y todos a una cantan un sublime y eterno himno de alabanza a la Santísima Trinidad, según aquello: «y nosotros te rogamos que admitas nuestras voces mezcladas con las suyas»[175].

237. Esto no quiere decir que la música y el canto moderno hayan de ser excluidos en absoluto del culto católico. Más aún, si no tienen ningún sabor profano, ni desdicen de la santidad del sitio o de las acción sagrada, ni nacen de un prurito vacío de buscar algo raro y maravilloso, débenseles incluso abrir las puertas de nuestros templos, ya que pueden contribuir no poco a la esplendidez de los actos litúrgicos, a elevar más en alto los corazones y a nutrir una sincera devoción.

238. Os exhortarnos también, venerables hermanos, a que os esmeréis en promover el canto popular religioso y su cumplida ejecución, llevada a cabo con la debida dignidad, cosa que puede servir para estimular y encender la fe y la piedad del pueblo cristiano. Suba al cielo el canto unísono y majestuoso de nuestra multitud como el fragor del resonante mar[176], expresión armoniosa y vibrante de un mismo corazón y una misma alma[177], como corresponde a hermanos e hijos del mismo Padre.

D) Las otras artes litúrgicas

239. Y lo dicho de la música téngase poco más o menos como dicho de las demás artes nobles, en especial de la arquitectura, escultura y pintura. Las imágenes y formas modernas, efecto de la adaptación a los materiales de su confección, no deben despreciarse ni prohibirse en general por meros prejuicios, sino que es del todo necesario que, adoptando un equilibrado término medio entre un servil realismo y un exagerado simbolismo, con la mira puesta más en el provecho de la comunidad cristiana que en el gusto y criterios personales de los artistas, tenga libre campo el arte moderno para que también él sirva dentro de la reverencia y decoro debidos a los sitios y actos litúrgicos, y así pueda unir su voz a aquel maravilloso cántico de gloria que los genios de la humanidad han entonado a la fe católica en el rodar de los siglos.

240. Por otra parte, obligados por nuestra conciencia y oficio, nos sentimos precisados a tener que reprobar y condenar ciertas imágenes y formas últimamente introducidas por algunos, que, a su extravagancia y degeneración estética, unen el ofender claramente más de una vez al decoro, a la piedad y a la modestia cristiana, y ofenden el mismo sentimiento religioso; todo eso debe alejarse y desterrarse en absoluto de nuestras iglesias, «y en general todo lo que desdice de la santidad del lugar»[178].

241. Ateniéndonos, pues, diligentemente, venerables hermanos, a las normas y decretos de los pontífices, iluminad y dirigir la mente y el espíritu de los artistas a los que se confíe hoy el encargo de restaurar o reconstruir tantos templos deshechos o devastados por el furor de la guerra; ojalá que puedan y quieran, bajo la inspiración de la religión, encontrar modos y motivos artísticos que respondan más digna y convenientemente a las exigencias del culto; así se obtendrá que las artes, como si viniesen del cielo, felizmente resplandezcan con serena luz, sean valiosísima aportación a la cultura humana y contribuyan a la gloria de Dios y santificación de las almas. Porque las artes están realmente conformes con la religión cuando sirven «como nobles doncellas al culto divino»[179] .

E) Es importante que el clero y el pueblo vivan la vida litúrgica

242. Pero todavía hay algo de mucho mayor importancia, venerables hermanos, que queremos recomendar con especial interés a vuestra diligencia y celo apostólico. Todo lo que se refiere al culto religioso externo tiene realmente su importancia; pero el alma de todo ello ha de ser que los cristianos vivan la vida de la liturgia, nutriendo y fomentando su inspiración sobrenatural.

243. Poned, pues, todo empeño en que el joven clero, al dedicarse a los estudios ascéticos, teológicos, jurídicos y pastorales, se forme también armónicamente de tal manera que entienda las ceremonias religiosas, perciba su majestad y belleza y aprenda con esmero las normas llamadas rúbricas; y ello, no tan sólo por motivos culturales, ni únicamente para que el seminarista a su tiempo pueda realizar los actos litúrgicos con el orden, el decoro y la dignidad debida, sino principalísimamente para que plasme su espíritu en la unión y contacto con Cristo Sacerdote y resulte así un santo ministro de santidad.

244. Ni debéis omitir el que con toda diligencia, y con cuantos medios y maneras vuestra prudencia juzgase más aptos para el caso, se unan a este efecto las mentes y los corazones de vuestro clero y pueblo; y así, el pueblo fiel participe tan activamente en la liturgia, que realmente sea una acción sagrada, en la que el sacerdote que atiende a la cura de almas en la parroquia a él confiada, unido a la comunidad de sus feligreses, rinda al Señor el debido culto.

F) Los «monaguillos» al servicio del altar

245. Para este fin será utilísimo escoger algunos niños piadosos, de todas las clases de la sociedad y bien instruidos, que con desinterés y buena voluntad sirvan devota y asiduamente al altar; misión que los padres, aunque sean de la más alta y más culta sociedad, deben tener a gran honra.

246. Si algún sacerdote tomase a su cuidado y vigilancia el que estos jovencitos bien instruidos cumpliesen tal oficio con reverencia y constancia a las horas establecidas, no sería difícil que de este núcleo surgiesen nuevas vocaciones para el sacerdocio, ni se daría ocasión para que el clero —como ocurre demasiado aun en países muy católicos— se lamente de no hallar quienes respondan o ayuden en la celebración del augusto sacrificio.

G) Celo de los pastores

247. Trabajad sobre todo por obtener con vuestro diligentísimo celo que ninguno de vuestros fieles deje de asistir al sacrificio eucarístico; y para que saquen todos de él frutos más copiosos de salvación, no les dejéis de exhortar encarecidamente a que participen en él con devoción de todas aquellas legítimas maneras arriba expuestas. Siendo el augusto sacrificio del altar el acto fundamental del culto divino, claro es que en él se ha de hallar necesariamente la fuente v el centro de la piedad cristiana. No creáis haber satisfecho completamente a vuestro celo apostólico en este punto mientras no acudan vuestros feligreses en gran número al celestial banquete, que es «sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad»[180].

248. Y para que el pueblo cristiano logre conseguir estos bienes sobrenaturales cada vez más copiosamente, esmeraos en instruirle sobre los tesoros de piedad que se hallan encerrados en la sagrada liturgia, por medio de oportunas predicaciones; pero, sobre todo, con discursos y conferencias periódicas, con semanas de estudio y con otras semejantes industrias. Para el logro de este fin podéis tener ciertamente a vuestra disposición a los miembros de la Acción Católica, dispuestos siempre a colaborar con la jerarquía para promover el Reino de Jesucristo.

H) ... y vigilancia contra los errores y prejuicios

249. Pero es absolutamente necesario que en todo esto estéis al mismo tiempo muy alerta, a fin de que no se introduzca el enemigo en el campo del Señor, para sembrar la cizaña en medio del trigo[181]; esto es, que no se infiltren en vuestra grey aquellos sutiles y perniciosos errores de un falso misticismo y de un quietismo perjudicial, errores, como sabéis, ya antes por Nos condenados[182]; asimismo, que no seduzca a las almas un cierto peligroso humanismo, ni se introduzca aquella falaz doctrina que bastardea la noción misma de la fe católica; ni, finalmente, un excesivo arqueologismo en materia litúrgica. Con la misma diligencia débese evitar que no se difundan las aberraciones de los que creen y enseñan falsamente que la naturaleza humana de Cristo, glorificada, habita realmente y con su continua presencia en los justificados, o también que una única e idéntica gracia une a Cristo con los miembros de su Cuerpo.

250. No os arredren las dificultades que sobrevengan; ni decaiga un punto vuestra solicitud pastoral: «Sonad la trompeta en Sión… convocad a junta, congregad el pueblo, purificad toda la gente, reunid los ancianos, haced venir los párvulos y los niños de pecho»[183] y procurad, con cuantos medios podáis, que en todas partes se multipliquen templos y altares para los cristianos, quienes, estando como miembros vivos unidos a su Cabeza divina, sean restaurados con la gracia de los sacramentos y, celebrando a una con El y por El el augusto sacrificio, ofrenden al Eterno Padre las debidas alabanzas.

EPÍLOGO

251. Esto es, venerables hermanos, lo que os teníamos que participar; nos ha movido a hacerlo el deseo de que los hijos nuestros y vuestros comprendan mejor y estimen en más el tesoro preciosísimo que se encierra en la sagrada liturgia: a saber, el sacrificio eucarístico, que representa y renueva el sacrificio de la cruz; los sacramentos, manantiales de la gracia y vida divinas, y el himno de alabanza que tierra y cielo elevan diariamente al Señor.

252. De esperar es que estas nuestras exhortaciones estimularán a los tibios y recalcitrantes, no sólo a un estudio más intenso y exacto de la liturgia, sino también a traducir en la práctica de la vida su contenido sobrenatural, según aquello de San Pablo: «No apaguéis el Espíritu»[184].

253. Y a aquellos a quienes cierto afán desmedido arrastra a las veces a hacer y decir cosas que, bien a pesar nuestro, Nos no podemos aprobar, les reiteramos el consejo de San Pablo: «Examinad, sí, todas las cosas y ateneos a lo bueno»[185]; y les amonestamos con ánimo paternal a que los principios con que deben regularse en su pensar y obrar no sean otros que los que se siguen de lo dispuesto por la inmaculada Esposa de Jesucristo y Madre de los santos.

254. Traemos también a la memoria de todos que es menester en absoluto someterse con ánimo generoso y fiel a las prescripciones de los sagrados pastores, a quienes por derecho compete el oficio de regular toda la vida, en especial la espiritual, de la Iglesia: «Obedeced a vuestros prelados y estadles sumisos, ya que ellos velan, como que han de dar cuenta de vuestras almas, para que lo hagan con alegría y no penando»[186].

255. Dios, a quien adoramos y que «no… es autor de desorden, sino de paz»[187], nos otorgue benigno a todos el que participemos de la sagrada liturgia con una sola mente y un solo corazón en el destierro de aquí abajo, que no debe ser sino como una preparación y preludio de aquella otra liturgia del cielo, en la cual, como es de esperar, a una con la excelsa Madre de Dios y dulcísima Madre nuestra cantemos por fin: «Al que está sentado en el Trono y al Cordero, bendición, y honra, y gloria y potestad por los siglos de los siglos»[188].

256. Con esta felicísima esperanza, a todos y a cada uno de vosotros, venerables hermanos, y a la grey cuya vigilancia os ha sido confiada, como auspicio de los dones divinos y como prenda de nuestra especial benevolencia, os damos con todo afecto nuestra apostólica bendición.

Dado en Castelgandolfo, junto a Roma, el 20 de noviembre del año 1947, nono de nuestro pontificado.

PÍO PP. XII


[1] 1 Tim 2,5.

[2] Cf. Heb 4,14.

[3] Cf. Heb 9,14

[4] Cf. Mal 1,11.

[5] Cf. Conc. Tridentino, ses.22 c. 1.

[6] Ibíd., c.2.

[7] Encícl. Caritate Christi, 3 de mayo de 1932.

[8] Motu proprio In cotidianis precibus, 24 de marzo de 1945.

[9] 1 Cor 10,17.

[10] Santo Tomás, Summa theol. II-II c.81 a.l.

[11] Cf. el libro del Levítico.

[12] Cf. Heb 10,1.

[13] Jn 1,14.

[14] Heb 10,5-7.

[15] Heb 10,10.

[16] Jn 1,9.

[17] Heb 10,39.

[18] 1 Jn 2, 1.

[19] Cf. 1 Tim 3,15.

[20] Bonifacio IX, Ab origine mundi, 7 oct. 1391; Calixto III, Summus Pontifex, 1 de enero de 1456; Pío II, Triumphans Pastor, 22 de abril de 1459; Inocencio XI, Triumphans Pastor, 3 de octubre de 1678.

[21] Ef 2,19-22.

[22] Mt 18,20.

[23] Hch 2,42

[24] Col 3,16.

[25] San Agustín, Epist. 130, ad Probam 18.

[26] Misal Romano, prefacio de Navidad.

[27] I. Card. Bona, De divina psalmodia c.19§ 3,1.

[28] Misal Romano, secreta de la feria quinta después del domingo segundo de cuaresma.

[29] Cf. Mc 7,6; Is 29,13.

[30] 1 Cor 11,28.

[31] Misal Romano, oración del miércoles de Ceniza después de su imposición.

[32] San Agustín, De praedestinatione sanctorum 31.

[33] Cf. Santo Tomás, Summa theol. II-II q.82 a.1.

[34] Cf. 1 Cor 3,23.

[35] Heb 10,19-24.

[36] Cf. 2 Cor 6,1.

[37] Cf. Código de Der. canónico can. 125.126.565.571.595.1367.

[38] Col 3,11.

[39] Cf. Gál 4,19.

[40] Jn 20,21.

[41] Lc 10,16.

[42] Mc 16,15-16.

[43] Pontifical Romano, sobre la ordenación de presbítero, en la unción de las manos.

[44] Enchiridion c.3.

[45] De gratia Dei «Indiculus».

[46] San Agustín, Epist. 130, ad Probam 18.

[47] Cf. Const. Divini cultus, 20 de diciembre de 1928.

[48] Const. Immensa, 22 de enero de 1588.

[49] Código de Der. canónico can.253.

[50] Cf. ibíd., can.1257.

[51] Cf. ibíd., can.1261.

[52] Cf. Mt 28,20.

[53] Cf. Pío VI, Const. Auctorem fidei, 28 agosto 1794, n.31-34.39.62.66.69.74.

[54] Cf. Jn 21,15-17.

[55] Hch 20,28.

[56] Sal 109,4

[57] Jn 13,1.

[58] Conc. Tridentino, ses.22 c.l.

[59] Ibíd., c.2.

[60] Cf. Santo Tomás, Summa theol. III q.22 a.4.

[61] San Juan Crisóstomo, In Ioann. hom.86,4.

[62] Rom 6,9.

[63] Misal Romano, prefacio.

[64] Ibíd., canon.

[65] Mc 14,23

[66] Misal Romano, prefacio.

[67] 1 Jn 2,2.

[68] Misal Romano, canon.

[69] San Agustín, De Trinit. XIII c.19

[70] Heb 5,7.

[71] Conc. Tridentino, ses.22 c.l.

[72] Cf. Heb 10,14.

[73] San Agustín, Enarrat. in Psalm. 147 n.16.

[74] Gál 2,19-20.

[75] Enc. Mystici Corporis, 29 de junio de 1943.

[76] Misal Romano, secreta del domingo IX después de Pentecostés

[77] Conc. Tridentino, ses.22 c.2 y can.4.

[78] Cf. Gál 6,14.

[79] Mal 1,11

[80] Flp 2,5.

[81] Gál 2,19.

[82] Cf. Conc. Tridentino, ses.23 c.4.

[83] San Roberto Belarmino, De missa II c.l.

[84] Inocencio III, De sacro altaris mysterio III 6.

[85] San Roberto Belarmino, De misa I c.27.

[86] Misal Romano, ordinario de la misa.

[87] Ibíd., canon.

[88] Ibíd.

[89] 1 Pe 2,5.

[90] Rom 12,1.

[91] Misal Romano, canon

[92] Pontifical Romano, sobre la ordenación de presbítero.

[93] Pontifical Romano, prefacio sobre la consagración de altar.

[94] Cf. Conc. Tridentino, ses.22 c.5.

[95] Gál 2,19-20.

[96] San Agustín, Serm. 272.

[97] 1 Cor 12,27.

[98] Cf. Ef 5,30.

[99] San Roberto Belarmino, De missa II c.8.

[100] Cf. San Agustín, De la ciudad de Dios X c.6.

[101] Misal Romano, canon de la misa.

[102] Cf. 1 Tim 2,5.

[103] Benedicto XIV, Enc. Certiores effecti, 13 de noviembre de 1742, § 1.

[104] Conc. Tridentino, ses.22 can.8.

[105] Misal Romano, colecta de la fiesta de Corpus Christi.

[106] 1 Cor 11,24.

[107] Conc. Tridentino, ses.22 C.6.

[108] Benedicto XIV, Enc. Certiores effecti § 3.

[109] Lc 14,23.

[110] 1 Cor 10,17.

[111] Cf. San Agustín Mártir, Ad ephesios 20.

[112] Misal Romano, canon de la misa.

[113] Ef 5,20.

[114] Misal Romano, poscomunión del domingo siguiente a la Ascensión.

[115] Ibíd., poscomunión del domingo I después de Pentecostés.

[116] Código de Derecho canónico, can.810.

[117] Imitación de Cristo IV c.12.

[118] Dan 3,57.

[119] Cf. Jn 16,23.

[120] Misal Romano, secreta de la misa de la Stma. Trinidad.

[121] Jn 15,4.

[122] Conc. Tridentino, ses.13 can. l.

[123] Conc. de Constantinopla II, Anath. de trib. capit. can.9, en relación con el Conc. de Efeso, Anath. Cyrilli can.8. Cf. Conc. Tridentino, ses.13 can.6; Pío VI, Const. Auctorern fidei n.41.

[124] Cf. San Agustín, Enarrat. in Psalm. 97,9.

[125] Ap 5,12, en relación con 7,10.

[126] Cf. Conc. Tridentino, ses.13 c.5 y can.6.

[127] San Juan Crisóstomo, In 1 ad Cor. 24,4.

[128] Cf. 1 Pe 1,19.

[129] Mt 11,28.

[130] Cf. Misal Romano, colecta de la misa de dedicación de una iglesia.

[131] Misal Romano, secuencia Lauda, Sion, en la fiesta de Corpus Christi.

[132] Lc 18.1.

[133] Heb 13,15.

[134] Cf. Hch 2,1-15.

[135] Hch 10,9

[136] Ibíd., 3,1.

[137] Ibíd., 16,25.

[138] Rom 8,26.

[139] San Agustín, Enarrat. in Psalm. 85 n.1.

[140] San Benito, Regla de los monjes c.19.

[141] Heb 7,25.

[142] Casiodoro Explicatio in Psalterium, prefacio. Según se lee en PL 70,10, muchos creen que parte de este párrafo no es atribuible a Casiodoro.

[143] San Ambrosio, Enarrat. in Psalm. 1 n. 9.

[144] Ex 31,15

[145] San Agustín, Confess. IX c.6.

[146] San Agustín, De la ciudad de Dios VIII c.17.

[147] Col 3,1-2.

[148] San Agustín, Enarrat. in Psalm. 123,2.

[149] Heb 13 8.

[150] Santo Tomás, Summa theol. III q.49 y q.52 a.5.

[151] Acta X 38.

[152] Ef 4,13.

[153] Misal Romano, colecta de la misa por varios mártires fuera del tiempo pascual.

[154] San Beda el Venerable, Hom. subd. LXX in Solemn.. omnium sanctorum.

[155] Misal Romano, colecta de San Juan Damasceno.

[156] San Bernardo, Sermo II infesto omnium sanctorum.

[157] Lc 1,28.

[158] Salve, Regina.

[159] San Bernardo , In Nativ. B.M.V. 7.

[160] Heb 10,22 .

[161] Ibíd., 10,21.

[162] Ibíd., 6,19.

[163] Cf . Código de Derecho canónico can.125.

[164] Cf. Jn 14,2.

[165] Jn 3,8.

[166] Cf. Sant 1,17.

[167] Ef 1,4.

[168] Motu proprio Tra le sollecitudini, 22 de noviembre de 1903.

[169] Sal 68,10; Jn 2,17

[170] Congregación del S. Oficio, Decreto de 26 de mayo de 1937.

[171] Pío X, Motu proprio Tra le sollecitudini.

[172] Pío X, ibíd.; Pío XI, Const. Divini cultus II 5.

[173] Pío XI, Const. Divini cultus IX.

[174] San Agustín, Serm. 336 n. 1.

[175] Misal Romano, prefacio.

[176] San Ambrosio, Hexameron III 5,23.

[177] Hch 4,32.

[178] Código de Derecho canónico can.1178.

[179] Pío XI, Const. Divini cultus.

[180] Cf. San Agustín, Tractatus XXVI in Ioann. 13

[181] Cf. Mt 13,24-25.

[182] Enc. Mystici Corporis.

[183] Joel 2,15-16.

[184] 1 Tes 5,19.

[185] Ibíd., 5,21.

[186] Heb 13,17.

[187] 1 Cor 14,33.

[188] Ap 5,13.

VII Domingo después de Pentecostés

VII DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

TEXTOS DE LA SANTA MISA EN ESPAÑOL

Introito. Salm 46.2-3.-

Batid palmas todas las gentes; vitoread a Dios con voces de júbilo. Salmo.- Porque el Señor es el Altísimo, el terrible; es el rey grande de toda la tierra. V/. Gloria al Padre.

Colecta.-

Oh Dios!, cuya providencia no se engaña en sus disposiciones; te suplicamos apartes de nosotros todo lo dañoso, y nos concedas todo lo saludable. Por nuestro Señor Jesucristo.

Epístola. Rom. 6.19-23.-

Hermanos: Hablaré a lo humano en atención a. la flaqueza de vuestra carne. Como habéis entregado vuestros miembros a la esclavitud de la impureza y la iniquidad, empleadlos ahora para que sirvan a la justicia para la santificación. Cuando erais esclavos del pecado, sacudisteis el yugo de la justicia. ¿Qué fruto sacasteis entonces de ello? Ahora os avergonzáis. Porque el fin de todo esto es la muerte. Mas ahora que estáis libres del pecado y habéis sido hechos siervos de Dios, cogéis por fruto vuestro la santificación, que tiene como fin la vida eterna. Porque la paga del pecado es la muerte; y el galardón de la virtud, la vida eterna en Jesucristo nuestro Señor.

Gradual. Salm. 33.12,6.- Venid, hijos, y oídme; os enseñaré el temor del Señor. V/. Acercaos a él y seréis iluminados, y vuestros rostros no serán confundidos.

Aleluya.- Aleluya, aleluya. V/. Batid palmas todas las gentes; vitoread a Dios con voces de júbilo. Aleluya.

Evangelio.- Mateo. 7,15-21.

En aquel tiempo: Dijo Jesús a sus discípulos: Cuidaos de los falsos profetas que vienen a vosotros vestidos con piel de oveja, mas por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Por ventura se cogen uvas de los espinos, o higos de los zarzales? Así, todo árbol bueno da buenos frutos, y todo árbol malo produce frutos malos. No puede el árbol bueno dar malos frutos, ni el árbol malo darlos buenos. Todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego. Así, pues, por sus frutos los conoceréis. No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos; sino el que hiciere la voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de los cielos.

Ofertorio. Dan. 3.40.-

Como el holocausto de carneros y de toros, y los sacrificios de millares de corderos gordales, así sea hoy grato nuestro sacrificio en tu acatamiento, pues no son confundidos los que en ti confían, Señor.

Secreta.-

¡Oh Dios!, que quisiste reemplazar las diferentes hostias de la antigua ley por un solo perfecto sacrificio; recibe el que te ofrecen tus devotos siervos y santifícalo con la misma bendición con que bendijiste el de Abel; y lo que cada cual ha ofrecido en honor de tu majestad, aproveche a todos para su salvación. Por N. S..

Prefacio de la Santísima Trinidad.-

En verdad es digno y justo, equitativo y saludable, darte gracias en todo tiempo y lugar, Señor, santo Padre, omnipotente y eterno Dios, que con tu unigénito Hijo y con el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor, no en la individualidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia. Por lo cual, cuanto nos has revelado de tu gloria, lo creemos también de tu Hijo y del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción, De suerte, que confe­sando una verdadera y eterna Divinidad, adoramos la propiedad en las personas, la unidad en la esencia, y la igualdad en la majestad, la cual alaban los Ángeles y los Arcángeles, los Querubines y  los Serafines, que no cesan de cantar a diario, diciendo a una voz.

Comunión. Salm. 30.3.-

Inclina a mí tu oído; apresúrate a salvarme.

Poscomunión.-

Señor, que tu acción curativa nos libre de nuestras perversas tendencias y nos guíe a obrar lo que es recto. Por nuestro Señor Jesucristo.

TEXTOS DE LA MISA EN LATIN

Dominica Septima Post Pentecosten

Introitus: Ps. xlvi: 2

Omnes gentes, pláudite mánibus: jubiláte Deo in voce exsultatiónis. [Ps. ibid. 3] Quóniam Dóminus excélsus, terríbilis: Rex magnus super omnem terram. v. Glória Patri. Omnes gentes.

Oratio

Deus, cujus providéntia in sui dispositióne non fállitur: te súpplices exorámus; ut nóxia cuncta submóveas, et ómnia nobis profutúra concédes. Per Dóminum.

ad Romanos vi: 19-23

Lectio Epistolæ beati Pauli Apostoli ad Romanos. 

Fratres: Humánum dico, propter infirmitátem carnis vestræ: sicut enim exhibuístis membra vestra servíre inmundítiæ et iniquitáti ad iniquitátem ita, nunc exhibéte membra vestra servíre justítiæ in sanctificatiónem. Cum enim servi essétis peccáti liberi fuístis justítiæ. Quem ergo fructum habuístis tunc in illis, in quibus nunc erubéscitis? Nam finis illórum mors est. Nunc vero liberáti a peccáto, servi autem facti Deo, habétis fructum vestrum in sanctificatiónem, finem vero vitam ætérnam. Stipéndia enim peccáti, mors. Grátia autem Dei, vita ætérna in Christo Jesu Dómino nostro.

Graduale Ps. xxxiii: 12 et 6

Veníte, fílii, audíte me: timórem Dómini docébo vos. Accédite ad eum, et illuminámini: et fácies vestræ non confundéntur.

Allelúja, allelúja. Ps. xlvi: 2 Omnes gentes, plaudite manibus: jubilate Deo in voce exsultationis. Allelúja.

Matth. vii: 15-21

+    Sequentia sancti Evangelii secundum Matthæum.

In illo tempore: Dixit Jesus discípulis suis: «Atténdite a falsis prophétis, qui véniunt ad vos in vestiméntis óvium, intrínsecus autem sunt lupi rapáces: a frúctibus eórum cognoscétis eos. Numquid cólligunt de spinis uvas, aut de tríbulis ficus? Sic omnis arbor bona fructus bonos facit: mala autem arbor fructus malos facit. Non potest arbor bona fructus malos fácere: neque arbor mala fructus bonos fácere. Omnis arbor, quæ non facit fructum bonum, excidétur, et in ignem mittétur. Igitur ex frúctibus eorum cognoscétis eos. Non omnis qui dicit mihi, “Dómine, Dómine,” intrábit in regnum cælórum, sed qui facit voluntátem Patris mei, qui in cælis est, ipse intrábit in regnum cælórum.»

Offertorium: Dan iii: 40

Sicut in holocáustis aríetum et taurórum, et sicut in míllibus agnórum pínguium: sic fiat sacrifícium nostrum in conspéctu tuo hódie, ut pláceat tibi: quia non est confúsio confidéntibus in te, Dómine.

Secreta:

Deus, qui legálium differéntiam hostiárum unius sacrifícii perfectióne sanxísti: áccipe sacrifícium a devótis tibi fámulis, et pari benedictióne, sicut múnera Abel, sanctífica; ut, quod sínguli obtulérunt ad majestátis tuæ honórem, cunctis profíciat ad salútem. Per Dóminum.

Præfátio de Sanctíssima Trinitáte

Vere dignum et iustum est, æquum et salutáre, nos tibi semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens ætérne Deus: Qui cum unigénito Fílio tuo, et Spíritu Sancto, unus es Deus, unus es Dóminus: non in uníus singularitáte persónæ, sed in uníus Trinitáte substántiæ. Quod enim de tua gloria, revelánte te, crédimus, hoc de Fílio tuo, hoc de Spíritu Sancto, sine differéntia discretiónis sentimus. Ut in confessióne veræ sempiternáeque Deitátis, et in persónis propríetas, et in esséntia únitas, et in majestáte adorétur æquálitas. Quam laudant Angeli atque Archángeli, Chérubim quoque ac Séraphim: qui non cessant clamáre quotídie, una voce dicéntes:

Communio: Ps. xxx: 3.

Inclina aurem tuam, accélera ut erípias me.

Postcommunio:

Tua nos, Dómine, medicinális operátio, et a nostris perversitátibus cleménter expédiat, et ad ea quæ sunt recta, perdúcat. Per Dóminum. 

Carta Enciclica «Satis Cognitum»

LEON XIII

Promulgada el día 29 de junio de 1896

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CARTA ENCÍCLICA

SATIS COGNITUM

DEL SUMO PONTÍFICE

LEÓN XIII

SOBRE LA UNIDAD DE LA IGLESIA

Introducción

1. Bien sabéis que una parte considerable de nuestros pensamientos y de nuestras preocupaciones tiene por objeto esforzarnos en volver a los extraviados al redil que gobierna el soberano Pastor de las almas, Jesucristo. Aplicando nuestra alma a ese objeto, Nos hemos pensado que sería utilísimo a tamaño designio y a tan grande empresa de salvación trazar la imagen de la Iglesia, dibujando, por decirlo así, sus contornos principales, y poner en relieve, como su distintivo más característico y más digno de especial atención, la unidad, carácter insigne de la verdad y del invencible poder que el Autor divino de la Iglesia ha impreso en su obra. Considerada en su forma y en su hermosura nativa, la Iglesia debe tener una acción muy poderosa sobre las almas, y no es apartarse de la verdad decir que ese espectáculo puede disipar la ignorancia y desvanecer las ideas falsas y las preocupaciones, sobre todo aquellas que no son hijas de la malicia. Pueden también excitar en los hombres el amor a la Iglesia, un amor semejante a la caridad, bajo cuyo impulso Jesucristo ha escogido a la Iglesia por su Esposa, rescatándola con su sangre divina; pues Jesucristo amó a la Iglesia y se entregó El mismo por ella[1].

Si para volver a esta madre amantísima deben aquellos que no la conocen, o los que cometieron el error de abandonarla, comprar ese retorno, desde luego, no al precio de su sangre (aunque a ese precio la pagó Jesucristo), pero sí al de algunos esfuerzos y trabajos, bien leves por otra parte, verán claramente al menos que esas condiciones no han sido impuestas a los hombres por una voluntad humana, sino por orden y voluntad de Dios, y, por lo tanto, con la ayuda de la gracia celestial, experimentarán por sí mismos la verdad de esta divina palabra: «Mi yugo es dulce y mi carga ligera»[2].

Por esto, poniendo nuestra principal esperanza en el «Padre de la luz, de quien desciende toda gracia y todo don perfecto»[3], en aquel que sólo «da el acrecentamiento»[4]. Nos le pedimos, con vivas instancias, se digne poner en Nos el don de persuadir.

2. Dios, sin duda, puede operar por sí mismo y por su sola virtud todo lo que realizan los seres creados; pero, por un consejo misericordioso de su Providencia, ha preferido, para ayudar a los hombres, servirse de los hombres. Por mediación y ministerio de los hombres da ordinariamente a cada uno, en el orden puramente natural, la perfección que le es debida, y se vale de ellos, aun en el orden sobrenatural, para conferirles la santidad y la salud.

Pero es evidente que ninguna comunicación entre los hombres puede realizarse sino por el medio de las cosas exteriores y sensibles. Por esto el Hijo de Dios tomó la naturaleza humana, El, que teniendo la forma de Dios…, se anonadó, tomando la forma de esclavo y haciéndose semejante a los hombres[5]: y así, mientras vivió en la tierra, reveló a los hombres, conversando con ellos, su doctrina y sus leyes.

Pero como su misión divina debía ser perdurable y perpetua, se rodeó de discípulos, a los que dio parte de su poder, y haciendo descender sobre ellos desde lo alto de los cielos «el Espíritu de verdad», les mandó recorrer toda la tierra y predicar fielmente a todas las naciones lo que El mismo había enseñado y prescrito, a fin de que, profesando su doctrina y obedeciendo sus leyes, el género humano pudiese adquirir la santidad en la tierra y en el cielo la bienaventuranza eterna.

Naturaleza sacramental de la Iglesia

3. Tal es el plan a que obedece la constitución de la Iglesia, tales son los principios que han presidido su nacimiento. Si miramos en ella el fin último que se propone y las causas inmediatas por las que produce la santidad en las almas, seguramente la Iglesia es espiritual; pero si consideramos los miembros de que se compone y los medios por los que los dones espirituales llegan hasta nosotros, la Iglesia es exterior y necesariamente visible. Por signos que penetran en los ojos y por los oídos fue como los apóstoles recibieron la misión de enseñar; y esta misión no la cumplieron de otro modo que por palabras y actos igualmente sensibles. Así su voz, entrando por el oído exterior, engendraba la fe en las almas: «la fe viene por la audición, y la audición por la palabra de Cristo»[6].

Y la fe misma, esto es, el asentimiento a la primera y soberana verdad, por su naturaleza, está encerrada en el espíritu, pero debe salir al exterior por la evidente profesión que de ella se hace: «pues se cree de corazón para la justicia; pero se confiesa por la boca para la salvación»[7]. Así, nada es más íntimo en el hombre que la gracia celestial, que produce en él la salvación, pero exteriores son los instrumentos ordinarios y principales por los que la gracia se nos comunica: queremos hablar de los sacramentos, que son administrados con ritos especiales por hombres evidentemente escogidos para ese ministerio. Jesucristo ordenó a los apóstoles y a los sucesores de los apóstoles que instruyeran y gobernaran a los pueblos: ordenó a los pueblos que recibiesen su doctrina y se sometieran dócilmente a su autoridad. Pero esas relaciones mutuas de derechos y de deberes en la sociedad cristiana no solamente no habrían podido ser duraderas, pero ni aun habrían podido establecerse sin la mediación de los sentidos, intérpretes y mensajeros de las cosas.

4. Por todas estas razones, la Iglesia es con frecuencia llamada en las sagradas letras un cuerpo, y también el cuerpo de Cristo. «Sois el cuerpo de Cristo»[8]. Porque la Iglesia es un cuerpo visible a los ojos; porque es el cuerpo de Cristo, es un cuerpo vivo, activo, lleno de savia, sostenido y animado como está por Jesucristo, que lo penetra con su virtud, como, aproximadamente, el tronco de la viña alimenta y hace fértiles a las ramas que le están unidas. En los seres animados, el principio vital es invisible y oculto en lo más profundo del ser, pero se denuncia y manifiesta por el movimiento y la acción de los miembros; así, el principio de vida sobrenatural que anima a la Iglesia se manifiesta a todos los ojos por los actos que produce.

De aquí se sigue que están en un pernicioso error los que, haciéndose una Iglesia a medida de sus deseos, se la imaginan como oculta y en manera alguna visible, y aquellos otros que la miran como una institución humana, provista de una organización, de una disciplina y ritos exteriores, pero sin ninguna comunicación permanente de los dones de la gracia divina, sin nada que demuestre por una manifestación diaria y evidente la vida sobrenatural que recibe de Dios.

Lo mismo una que otra concepción son igualmente incompatibles con la Iglesia de Jesucristo, como el cuerpo o el alma son por sí solos incapaces de constituir el hombre. El conjunto y la unión de estos dos elementos es indispensable a la verdadera Iglesia, como la íntima unión del alma y del cuerpo es indispensable a la naturaleza. La Iglesia no es una especie de cadáver; es el cuerpo de Cristo, animado con su vida sobrenatural. Cristo mismo, jefe y modelo de la Iglesia, no está entero si se considera en El exclusivamente la naturaleza humana y visible, como hacen los discípulos de Fotino o Nestorio, o únicamente la naturaleza divina e invisible, como hacen los monofisitas; pero Cristo es uno por la unión de las dos naturalezas, visible e invisible, y es uno en las dos: del mismo modo, su Cuerpo místico no es la verdadera Iglesia sino a condición de que sus partes visibles tomen su fuerza y su vida de los dones sobrenaturales y otros elementos invisibles; y de esta unión es de la que resulta la naturaleza de sus mismas partes exteriores.

Mas como la Iglesia es así por voluntad y orden de Dios, así debe permanecer sin ninguna interrupción hasta el fin de los siglos, pues de no ser así no habría sido fundada para siempre, y el fin mismo a que tiende quedaría limitado en el tiempo y en el espacio; doble conclusión contraria a la verdad. Es cierto, por consiguiente, que esta reunión de elementos visibles e invisibles, estando por la voluntad de Dios en la naturaleza y la constitución íntima de la Iglesia, debe durar, necesariamente, tanto como la misma Iglesia dure.

5. No es otra la razón en que se funda San Juan Crisóstomo cuando nos dice: «No te separes de la Iglesia. Nada es más fuerte que la Iglesia. Tu esperanza es la Iglesia; tu salud es la Iglesia; tu refugio es la Iglesia. Es más alta que el cielo y más ancha que la tierra. No envejece jamás, su vigor es eterno. Por eso la Escritura, para demostrarnos su solidez inquebrantable, le da el nombre de montaña»[9]. San Agustín añade: «Los infieles creen que la religión cristiana debe durar cierto tiempo en el mundo para luego desaparecer. Durará tanto como el sol; y mientras el sol siga saliendo y poniéndose, es decir, mientras dure el curso de los tiempos, la Iglesia de Dios, esto es, el Cuerpo de Cristo, no desaparecerá del mundo»[10]. Y el mismo Padre dice en otro lugar: «La Iglesia vacilará si su fundamento vacila; pero ¿cómo podrá vacilar Cristo? Mientras Cristo no vacile, la Iglesia no flaqueará jamás hasta el fin de los tiempos. ¿Dónde están los que dicen: La Iglesia ha desaparecido del mundo, cuando ni siquiera puede flaquear?»[11].

Estos son los fundamentos sobre los que debe apoyarse quien busca la verdad. La Iglesia ha sido fundada y constituida por Jesucristo nuestro Señor; por tanto, cuando inquirimos la naturaleza de la Iglesia, lo esencial es saber lo que Jesucristo ha querido hacer y lo que ha hecho en realidad. Hay que seguir esta regla cuando sea preciso tratar, sobre todo, de la unidad de la Iglesia, asunto del que nos ha parecido bien, en interés de todo el mundo, hablar algo en las presentes letras.

Unicidad de la Iglesia

6. Sí, ciertamente, la verdadera Iglesia de Jesucristo es una; los testimonios evidentes y multiplicados de las Sagradas Letras han fijado tan bien este punto, que ningún cristiano puede llevar su osadía a contradecirlo. Pero cuando se trata de determinar y establecer la naturaleza de esta unidad, muchos se dejan extraviar por varios errores. No solamente el origen de la Iglesia, sino todos los caracteres de su constitución pertenecen al orden de las cosas que proceden de una voluntad libre; toda la cuestión consiste, pues, en saber lo que en realidad ha sucedido, y por eso es preciso averiguar no de qué modo la Iglesia podría ser una, sino qué unidad ha querido darle su Fundador.

Si examinamos los hechos, comprobaremos que Jesucristo no concibió ni instituyó una Iglesia formada de muchas comunidades que se asemejan por ciertos caracteres generales, pero distintas unas de otras y no unidas entre sí por aquellos vínculos que únicamente pueden dar a la Iglesia la individualidad y la unidad de que hacemos profesión en el símbolo de la fe: «Creo en la Iglesia una»…

«La Iglesia está constituida en la unidad por su misma naturaleza; es una, aunque las herejías traten de desgarrarla en muchas sectas. Decimos, pues, que la antigua y católica Iglesia es una, porque tiene la unidad; de la naturaleza, de sentimiento, de principio, de excelencia… Además, la cima de perfección de la Iglesia, como el fundamento de su construcción, consiste en la unidad; por eso sobrepuja a todo el mundo, pues nada hay igual ni semejante a ella»[12]. Por eso, cuando Jesucristo habla de este edificio místico, no menciona más que una Iglesia, que llama suya: «Yo edificaré mi Iglesia». Cualquiera otra que se quiera imaginar fuera de ella no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo.

7. Esto resulta más evidente aún si se considera el designio del divino Autor de la Iglesia. ¿Qué ha buscado, qué ha querido Jesucristo nuestro Señor en el establecimiento y conservación de la Iglesia? Una sola cosa: transmitir a la Iglesia la continuación de la misma misión del mismo mandato que El recibió de su Padre.

Esto es lo que había decretado hacer y esto es lo que realmente hizo: «Como mi Padre me envió, os envío a vosotros»[13]. «Como tú me enviaste al mundo, los he enviado también al mundo»[14]. En la misión de Cristo entraba rescatar de la muerte y salvar «lo que había perecido»; esto es, no solamente algunas naciones o algunas ciudades, sino la universalidad del género humano, sin ninguna excepción en el espacio ni en el tiempo. «El Hijo del hombre ha venido… para que el mundo sea salvado por El»[15]. «Pues ningún otro nombre ha sido dado a los hombres por el que podamos ser salvados»[16]. La misión, pues, de la Iglesia es repartir entre los hombres y extender a todas las edades la salvación operada por Jesucristo y todos los beneficios que de ella se siguen. Por esto, según la voluntad de su Fundador, es necesario que sea única en toda la extensión del mundo y en toda la duración de los tiempos. Para que pudiera existir una unidad más grande sería preciso salir de los límites de la tierra e imaginar un género humano nuevo y desconocido.

8. Esta Iglesia única, que debía abrazar a todos los hombres, en todos los tiempos y en todos los lugares, Isaías la vislumbró y señaló por anticipado cuando, penetrando con su mirada en lo porvenir, tuvo la visión de una montaña cuya cima, elevada sobre todas las demás, era visible a todos los ojos y que representaba la Casa de Dios, es decir, la Iglesia: «En los últimos tiempos, la montaña, que es la Casa del Señor, estará preparada en la cima de las montañas»[17].

Pero esta montaña colocada sobre la cima de las montañas es única; única es esta Casa del Señor, hacia la cual todas las naciones deben afluir un día en conjunto para hallar en ella la regla de su vida. «Y todas las naciones afluirán hacia ella y dirán: Venid, ascendamos a la montaña del Señor, vamos a la Casa del Dios de Jacob y nos enseñará sus caminos y marcharemos por sus senderos»[18]. Optato de Mileve dice a propósito de este pasaje: «Está escrito en la profecía de Isaías: La ley saldrá de Sión, y la palabra de Dios, de Jerusalén».

No es, pues, en la montaña de Sión donde Isaías ve el valle, sino en la montaña santa, que es la Iglesia, y que llenando todo el mundo romano eleva su cima hasta el cielo… La verdadera Sión espiritual es, pues, la Iglesia, en la cual Jesucristo ha sido constituido Rey por Dios Padre, y que está en todo el mundo, lo cual es exclusivo de la Iglesia católica[19]. Y he aquí lo que dice San Agustín: «¿Qué hay más visible que una montaña?» Y, sin embargo, hay montañas desconocidas que están situadas en un rincón apartado del globo… Pero no sucede así con esa montaña, pues ella llena toda la superficie de la tierra y está escrito de ella que está establecida sobre las cimas de las montañas[20].

9. Es preciso añadir que el Hijo de Dios decretó que la Iglesia fuese su propio Cuerpo místico, al que se uniría para ser su Cabeza, del mismo modo que en el cuerpo humano, que tomó por la Encarnación, la cabeza mantiene a los miembros en una necesaria y natural unión. Y así como tomó un cuerpo mortal único que entregó a los tormentos y a la muerte para pagar el rescate de los hombres, así también tiene un Cuerpo místico único en el que y por medio del cual hizo participar a los hombres de la santidad y de la salvación eterna. «Dios le hizo (a Cristo) jefe de toda la Iglesia, que es su cuerpo»[21].

Los miembros separados y dispersos no pueden unirse a una sola y misma cabeza para formar un solo cuerpo. Pues San Pablo dice: «Todos los miembros del cuerpo, aunque numerosos, no son sino un solo cuerpo: así es Cristo»[22]. Y es por esto por lo que nos dice también que este cuerpo está unido y ligado. «Cristo es el jefe, en virtud del que todo el cuerpo, unido y ligado por todas sus coyunturas que se prestan mutuo auxilio por medio de operaciones proporcionadas a cada miembro, recibe su acrecentamiento para ser edificado en la caridad»[23]. Así, pues, si algunos miembros están separados y alejados de los otros miembros, no podrán pertenecer a la misma cabeza como el resto del cuerpo. «Hay —dice San Cipriano— un solo Dios, un solo Cristo, una sola Iglesia de Cristo, una sola fe, un solo pueblo que, por el vínculo de la concordia, está fundado en la unidad sólida de un mismo cuerpo. La unidad no puede ser amputada; un cuerpo, para permanecer único, no puede dividirse por el fraccionamiento de su organismo»[24]. Para mejor declarar la unidad de su Iglesia, Dios nos la presenta bajo la imagen de un cuerpo animado, cuyos miembros no pueden vivir sino a condición de estar unidos con la cabeza y de tomar sin cesar de ésta su fuerza vital; separados, han de morir necesariamente. «No puede (la Iglesia) ser dividida en pedazos por el desgarramiento de sus miembros y de sus entrañas. Todo lo que se separe del centro de la vida no podrá vivir por sí solo ni respirar»[25]. Ahora bien: ¿en qué se parece un cadáver a un ser vivo? «Nadie jamás ha odiado a su carne, sino que la alimenta y la cuida como Cristo a la Iglesia, porque somos los miembros de su cuerpo formados de su carne y de sus huesos»[26].

Que se busque, pues, otra cabeza parecida a Cristo, que se busque otro Cristo si se quiere imaginar otra Iglesia fuera de la que es su cuerpo. «Mirad de lo que debéis guardaros, ved por lo que debéis velar, ved lo que debéis tener. A veces se corta un miembro en el cuerpo humano, o más bien se le separa del cuerpo una mano, un dedo, un pie. ¿Sigue el alma al miembro cortado? Cuando el miembro está en el cuerpo, vive; cuando se le corta, pierde la vida. Así el hombre, en tanto que vive en el cuerpo de la Iglesia, es cristiano católico; separado se hará herético. El alma no sigue al miembro amputado»[27].

La Iglesia de Cristo es, pues, única y, además, perpetua: quien se separa de ella se aparta de la voluntad y de la orden de Jesucristo nuestro Señor, deja el camino de salvación y corre a su pérdida. «(Quien se separa de la Iglesia para unirse a una esposa adúltera, renuncia a las promesas hechas a la Iglesia. Quien abandona a la Iglesia de Cristo no logrará las recompensas de Cristo… Quien no guarda esta unidad, no guarda la ley de Dios, ni guarda la fe del Padre y del Hijo, ni guarda la vida ni la salud»[28].

Unidad de la Iglesia

10. Pero aquel que ha instituido la Iglesia única, la ha instituido una; es decir, de tal naturaleza, que todos los que debían ser sus miembros habían de estar unidos por los vínculos de una sociedad estrechísima, hasta el punto de formar un solo pueblo, un solo reino, un solo cuerpo. «Sed un solo cuerpo y un solo espíritu, como habéis sido llamados a una sola esperanza en vuestra vocación»[29].

En vísperas de su muerte, Jesucristo sancionó y consagró del modo más augusto su voluntad acerca de este punto en la oración que dirigió a su Padre: «No ruego por ellos solamente, sino por aquellos que por su palabra creerán en mí… a fin de que ellos también sean una sola cosa en nosotros… a fin de que sean consumados en la unidad»[30]. Y quiso también que el vínculo de la unidad entre sus discípulos fuese tan íntimo y tan perfecto que imitase en algún modo a su propia unión con su Padre: «os pido… que sean todos una misma cosa, como vos mi Padre estáis en mí y yo en vos»[31].

Unidad de fe y comunión

11. Una tan grande y absoluta concordia entre los hombres debe tener por fundamento necesario la armonía y la unión de las inteligencias, de la que se seguirá naturalmente la armonía de las voluntades y el concierto en las acciones. Por esto, según su plan divino, Jesús quiso que la unidad de la fe existiese en su Iglesia; pues la fe es el primero de todos los vínculos que unen al hombre con Dios, y a ella es a la que debemos el nombre de fieles.

«Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo»[32], es decir, del mismo modo que no tienen más que un solo Señor y un solo bautismo, así todos los cristianos del mundo no deben tener sino una sola fe. Por esto el apóstol San Pablo no pide solamente a los cristianos que tengan los mismos sentimientos y huyan de las diferencias de opinión, sino que les conjura a ello por los motivos más sagrados: «Os conjuro, hermanos míos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que no tengáis más que un mismo lenguaje ni sufráis cisma entre vosotros, sino que estéis todos perfectamente unidos en el mismo espíritu y en los mismos sentimientos»[33]. Estas palabras no necesitan explicación, son por sí mismas bastante elocuentes.

La Sagrada Escritura

12. Además, aquellos que hacen profesión de cristianismo reconocen de ordinario que la fe debe ser una. El punto más importante y absolutamente indispensable, aquel en que yerran muchos, consiste en discernir de qué naturaleza es, de qué especie es esta unidad. Pues aquí, como Nos lo hemos dicho más arriba, en semejante asunto no hay que juzgar por opinión o conjetura, sino según la ciencia de los hechos hay que buscar y comprobar cuál es la unidad de la fe que Jesucristo ha impuesto a su Iglesia.

La doctrina celestial de Jesucristo, aunque en gran parte esté consignada en libros inspirados por Dios, si hubiese sido entregada a los pensamientos de los hombres no podría por sí misma unir los espíritus. Con la mayor facilidad llegaría a ser objeto de interpretaciones diversas, y esto no sólo a causa de la profundidad y de los misterios de esta doctrina, sino por la diversidad de los entendimientos de los hombres y de la turbación que nacería del choque y de la lucha de contrarias pasiones. De las diferencias de interpretación nacería necesariamente la diversidad de los sentimientos, y de ahí las controversias, disensiones y querellas, como las que estallaron en la Iglesia en la época más próxima a su origen: He aquí por qué escribía San Ireneo, hablando de los herejes: «Confiesan las Escrituras, pero pervierten su interpretación»[34]. Y San Agustín: «El origen de las herejías y de los dogmas perversos, que tienden lazos a las almas y las precipitan en el abismo, está únicamente en que las Escrituras, que son buenas, se entienden de una manera que no es buena»[35].

El Magisterio de los apóstoles y sus sucesores

13. Para unir los espíritus, para crear y conservar la concordia de los sentimientos, era necesario, además de la existencia de las Sagradas Escrituras, otro principio. La sabiduría divina lo exige, pues Dios no ha podido querer la unidad de la fe sin proveer de un modo conveniente a la conservación de esta unidad, y las mismas Sagradas Escrituras indican claramente que lo ha hecho, como lo diremos más adelante. Ciertamente, el poder infinito de Dios no está ligado ni constreñido a ningún medio determinado, y toda criatura le obedece como un dócil instrumento. Es, pues, preciso buscar, entre todos los medios de que disponía Jesucristo, cuál es el principio de unidad en la fe que quiso establecer.

Para esto hay que remontarse con el pensamiento a los primeros orígenes del cristianismo. Los hechos que vamos a recordar están confirmados por las Sagradas Letras y son conocidos de todos.

Jesucristo prueba, por la virtud de sus milagros, su divinidad y su misión divina; habla al pueblo para instruirle en las cosas del cielo y exige absolutamente que se preste entera fe a sus enseñanzas; lo exige bajo la sanción de recompensas o de penas eternas. «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis»[36].

«Si no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho no habrían pecado»[37]. «Pero si yo hago esas obras y no queréis creer en mí, creed en mis obras»[38]. Todo lo que ordena, lo ordena con la misma autoridad; en el asentimiento de espíritu que exige, no exceptúa nada, nada distingue. Aquellos, pues, que escuchaban a Jesús, si querían salvarse, tenían el deber no sólo de aceptar en general toda su doctrina, sino de asentir plenamente a cada una de las cosas que enseñaba. Negarse a creer, aunque sólo fuera en un punto, a Dios cuando habla es contrario a la razón.

14. A1 punto de volverse al cielo, envía a sus apóstoles revistiéndolos del mismo poder con el que el Padre le enviara, les ordenó que esparcieran y sembraran por todo el mundo su doctrina. «Todo poder me ha sido dado en el cielo y sobre la tierra. Id y enseñad a todas las naciones… enseñadles a observar todo lo que os he mandado»[39]. Todos los que obedezcan a los apóstoles serán salvos, y los que no obedezcan perecerán.

«Quien crea y sea bautizado será salvo; quien no crea será condenado[40]. Y como conviene soberanamente a la Providencia divina no encargar a alguno de una misión, sobre todo si es importante y de gran valor, sin darle al mismo tiempo los medios de cumplirla, Jesucristo promete enviar a sus discípulos el Espíritu de verdad, que permanecerá con ellos eternamente. «Si me voy, os lo enviaré (al Paráclito)… y cuando este Espíritu de verdad venga sobre vosotros, os enseñará toda la verdad»[41]. «Y yo rogaré a mi Padre, y El os enviará otro Paráclito para que viva siempre con vosotros; éste será el Espíritu de verdad»[42]. «El os dará testimonio de mí, y vosotros también daréis testimonio»[43].

Además, ordenó aceptar religiosamente y observar santamente la doctrina de los apóstoles como la suya propia. «Quien os escucha me escucha, y quien os desprecia me desprecia»[44].

Los apóstoles, pues, fueron enviados por Jesucristo de la misma manera que El fue enviado por su Padre: «Como mi Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros»[45]. Por consiguiente, así como los apóstoles y los discípulos estaban obligados a someterse a la palabra de Cristo, la misma fe debía ser otorgada a la palabra de los apóstoles por todos aquellos a quienes instruían los apóstoles en virtud del mandato divino. No era, pues, permitido repudiar un solo precepto de la doctrina de los apóstoles sin rechazar en aquel punto la doctrina del mismo Jesucristo.

Seguramente la palabra de los apóstoles después de haber descendido a ellos el Espíritu Santo, resonó hasta los lugares más apartados.

Donde ponían el pie se presentaban como los enviados de Jesús. «Es por El (Jesucristo) por quien hemos recibido la gracia y el apostolado para hacer que obedezcan a la fe, para gloria de su nombre en todas las naciones»[46]. Y en todas partes Dios hacía resplandecer bajo sus pasos la divinidad de su misión por prodigios. «Y habiendo partido, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba con ellos y confirmaba su palabra por los milagros que la acompañaban»[47].

¿De qué palabra se trata? De aquella, evidentemente, que abraza todo lo que habían aprendido de su Maestro, pues ellos daban testimonio públicamente y a la luz del sol de que les era imposible callar nada de lo que habían visto y oído.

15. Pero, ya lo hemos dicho, la misión de los apóstoles no era de tal naturaleza que pudiese perecer con las personas de los apóstoles o para desaparecer con el tiempo, pues era una misión pública e instituida para la salvación del género humano. Jesucristo, en efecto, ordenó a los apóstoles que predicasen «el Evangelio a todas las gentes», y que «llevasen su nombre delante de los pueblos y de los reyes», y que le sirviesen de testigos hasta en las extremidades de la tierra.

Y en cumplimiento de esta gran misión les prometió estar con ellos, y esto no por algunos años, o algunos periodos de años, sino por todos los tiempos, «hasta la consumación de los siglos». Acerca de esto escribe San Jerónimo: «Quien promete estar con sus discípulos hasta la consumación de los siglos, muestra con esto que sus discípulos vivirán siempre, y que El mismo no cesará de estar con los creyentes»[48].

¿Y cómo había de suceder esto únicamente con los apóstoles, cuya condición de hombres les sujetaba a la ley suprema de la muerte? La Providencia divina había, pues, determinado que el magisterio instituido por Jesucristo no quedaría restringido a los límites de la vida de los apóstoles, sino que duraría siempre. Y, en realidad, vemos que se ha transmitido y ha pasado como de mano en mano en la sucesión de los tiempos.

16. Los apóstoles, en efecto, consagraron a los obispos y designaron nominalmente a los que debían ser sus sucesores inmediatos en el «ministerio de la palabra». Pero no fue esto solo: ordenaron a sus sucesores que escogieran hombres propios para esta función y que les revistieran de la misma autoridad y les confiasen a su vez el cargo de enseñar.

«Tú, pues, hijo mío, fortifícate en la gracia que está en Jesucristo, y lo que has escuchado de mí delante de gran número de testigos, confíalo a los hombres fieles que sean capaces de instruir en ello a los otros»[49]. Es, pues, verdad que, así como Jesucristo fue enviado por Dios y los apóstoles por Jesucristo, del mismo modo los obispos y todos los que sucedieron a los apóstoles fueron enviados por los apóstoles.

«Los apóstoles nos han predicado el Evangelio enviados por nuestro Señor Jesucristo, y Jesucristo fue enviado por Dios. La misión de Cristo es la de Dios, la de los apóstoles es la de Cristo, y ambas han sido instituidas según el orden y por la voluntad de Dios… Los apóstoles predicaban el Evangelio por naciones y ciudades; y después de haber examinado, según el espíritu de Dios, a los que eran las primicias de aquellas cristiandades, establecieron los obispos y los diáconos para gobernar a los que habían de creer en lo sucesivo… Instituyeron a los que acabamos de citar, y más tarde tomaron sus disposiciones para que, cuando aquéllos murieran, otros hombres probados les sucedieran en su ministerio»[50].

Es, pues, necesario que de una manera permanente subsista, de una parte, la misión constante e inmutable de enseñar todo lo que Jesucristo ha enseñado, y de otra, la obligación constante e inmutable de aceptar y de profesar toda la doctrina así enseñada. San Cipriano lo expresa de un modo excelente en estos términos: «Cuando nuestro Señor Jesucristo, en el Evangelio, declara que aquellos que no están con El son sus enemigos, no designa una herejía en particular, sino denuncia como a sus adversarios a todos aquellos que no están enteramente con El, y que no recogiendo con El ponen en dispersión su rebaño: El que no está conmigo —dijo— está contra mí, y el que no recoge conmigo esparce»[51].

17. Penetrada plenamente de estos principios, y cuidadosa de su deber, la Iglesia nada ha deseado con tanto ardor ni procurado con tanto esfuerzo cómo conservar del modo más perfecto la integridad de la fe. Por esto ha mirado como a rebeldes declarados y ha lanzado de su seno a todos los que no piensan como ella sobre cualquier punto de su doctrina.

Los arrianos, los montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron, seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? Un juicio semejante ha condenado a todos los fautores de doctrinas erróneas que fueron apareciendo en las diferentes épocas de la historia. «Nada es más peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical, después apostólica»[52].

Tal ha sido constantemente la costumbre de la Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los Santos Padres, que siempre han mirado como excluido de la comunión católica y fuera de la Iglesia a cualquiera que se separe en lo más mínimo de la doctrina enseñada por el magisterio auténtico. San Epifanio, San Agustín, Teodoreto, han mencionado un gran número de herejías de su tiempo. San Agustín hace notar que otras clases de herejías pueden desarrollarse, y que, si alguno se adhiere a una sola de ellas, por ese mismo hecho se separa de la unidad católica.

«De que alguno diga que no cree en esos errores (esto es, las herejías que acaba de enumerar), no se sigue que deba creerse y decirse cristiano católico. Pues puede haber y pueden surgir otras herejías que no están mencionadas en esta obra, y cualquiera que abrazase una sola de ellas cesaría de ser cristiano católico»[53].

18. Este medio, instituido por Dios para conservar la unidad de la fe, de que Nos hablamos, está expuesto con insistencia por San Pablo en su epístola a los de Efeso, al exhortarles, en primer término, a conservar la armonía de los corazones. «Aplicaos a conservar la unidad del espíritu por el vínculo de la paz»[54]; y como los corazones no pueden estar plenamente unidos por la caridad si los espíritus no están conformes en la fe, quiere que no haya entre todos ellos más que una misma fe. «Un solo Señor y una sola fe».

Y quiere una unidad tan perfecta que excluya todo peligro de error, «a fin de que no seamos como niños vacilantes llevados de un lado a otro a todo viento de doctrina por la malignidad de los hombres, por la astucia que arrastra a los lazos del error». Y enseña que esta regla debe ser observada no durante un periodo de tiempo determinado, sino «hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe, en la medida de los tiempos de la plenitud de Cristo». Pero ¿dónde ha puesto Jesucristo el principio que debe establecer esta unidad y el auxilio que debe conservarla? Helo aquí: «Ha hecho a unos apóstoles, a otros pastores y doctores para la perfección de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo».

19. Esta es también la regla que desde la antigüedad más remota han seguido siempre y unánimemente han defendido los Padres y los doctores. Escuchad a Orígenes: «Cuantas veces nos muestran los herejes las Escrituras canónicas, a las que todo cristiano da su asentimiento y su fe, parecen decir: En nosotros está la palabra de la verdad. Pero no debemos creerlos ni apartarnos de la primitiva tradición eclesiástica, ni creer otra cosa que lo que las Iglesias de Dios nos han enseñado por la tradición sucesiva»[55].

Escuchad a San Ireneo: «La verdadera sabiduría es la doctrina de los apóstoles… que ha llegado hasta nosotros por la sucesión de los obispos… al transmitirnos el conocimiento muy completo de las Escrituras, conservado sin alteración»[56].

He aquí lo que dice Tertuliano: «Es evidente que toda doctrina, conforme con las de las Iglesias apostólicas, madres y fuentes primitivas de la fe, debe ser declarada verdadera; pues que ella guarda sin duda lo que las Iglesias han recibido de los apóstoles; los apóstoles, de Cristo; Cristo, de Dios… Nosotros estamos siempre en comunión con las Iglesias apostólicas; ninguna tiene diferente doctrina; éste es el mayor testimonio de la verdad»[57].

Y San Hilario: «Cristo, sentado en la barca para enseñar, nos hace entender que los que están fuera de la Iglesia no pueden tener ninguna inteligencia con la palabra divina. Pues la barca representa a la Iglesia, en la que sólo el Verbo de verdad reside y se hace escuchar, y los que están fuera de ella y fuera permanecen, estériles e inútiles como la arena de la ribera, no pueden comprenderle»[58].

Rufino alaba a San Gregorio Nacianceno y a San Basilio porque «se entregaban únicamente al estudio de los libros de la Escritura Santa, sin tener la presunción de pedir su interpretación a sus propios pensamientos, sino que la buscaban en los escritos y en la autoridad de los antiguos, que, a su vez, según era evidente, recibieron de la sucesión apostólica la regla de su interpretación»[59].

Integridad del depósito de la fe

20. Es, pues, incontestable, después de lo que acabamos de decir, que Jesucristo instituyó en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y además perpetuo, investido de su propia autoridad, revestido del espíritu de verdad, confirmado por milagros, y quiso, y muy severamente lo ordenó, que las enseñanzas doctrinales de ese magisterio fuesen recibidas como las suyas propias. Cuantas veces, por lo tanto, declare la palabra de ese magisterio que tal o cual verdad forma parte del conjunto de la doctrina divinamente revelada, cada cual debe creer con certidumbre que eso es verdad; pues si en cierto modo pudiera ser falso, se seguiría de ello, lo cual es evidentemente absurdo, que Dios mismo sería el autor del error de los hombres. «Señor, si estamos en el error, vos mismo nos habéis engañado»[60]. Alejado, pues, todo motivo de duda, ¿puede ser permitido a nadie rechazar alguna de esas verdades sin precipitarse abiertamente en la herejía, sin separarse de la Iglesia y sin repudiar en conjunto toda la doctrina cristiana?

Pues tal es la naturaleza de la fe, que nada es más imposible que creer esto y dejar de creer aquello. La Iglesia profesa efectivamente que la fe es «una virtud sobrenatural por la que, bajo la inspiración y con el auxilio de la gracia de Dios, creemos que lo que nos ha sido revelado por El es verdadero; y lo creemos no a causa de la verdad intrínseca de las cosas, vista con la luz natural de nuestra razón, sino a causa de la autoridad de Dios mismo, que nos revela esas verdades y que no puede engañarse ni engañarnos»[61].

«Si hay, pues, un punto que haya sido revelado evidentemente por Dios y nos negamos a creerlo, no creemos en nada de la fe divina». Pues el juicio que emite Santiago respecto de las faltas en el orden moral hay que aplicarlo a los errores de entendimiento en el orden de la fe. «Quien se hace culpado en un solo punto, se hace transgresor de todos»[62]. Esto es aún más verdadero en los errores del entendimiento. No es, en efecto, en el sentido más propio como pueda llamarse transgresor de toda la ley a quien haya cometido una sola falta moral, pues si puede aparecer despreciando a la majestad de Dios, autor de toda la ley, ese desprecio no aparece sino por una suerte de interpretación de la voluntad del pecador. Al contrario, quien en un solo punto rehúsa su asentimiento a las verdades divinamente reveladas, realmente abdica de toda la fe, pues rehúsa someterse a Dios en cuanto a que es la soberana verdad y el motivo propio de la fe. «En muchos puntos están conmigo, en otros solamente no están conmigo; pero a causa de esos puntos en los que no están conmigo, de nada les sirve estar conmigo en todo lo demás»[63].

Nada es más justo; porque aquellos que no toman de la doctrina cristiana sino lo que quieren, se apoyan en su propio juicio y no en la fe, y al rehusar «reducir a servidumbre toda inteligencia bajo la obediencia de Cristo[64] obedecen en realidad a sí mismos antes que a Dios. «Vosotros, que en el Evangelio creéis lo que os agrada y os negáis a creer lo que os desagrada, creéis en vosotros mismos mucho más que en el Evangelio»[65].

21. Los Padres del concilio Vaticano I nada dictaron de nuevo, pues sólo se conformaron con la institución divina y con la antigua y constante doctrina de la Iglesia y con la naturaleza misma de la fe cuando formularon este decreto: «Se deben creer como de fe divina y católica todas las verdades que están contenidas en la palabra de Dios escrita o transmitida por la tradición, y que la Iglesia, bien por un juicio solemne o por su magisterio ordinario y universal, propone como divinamente revelada»[66].

Siendo evidente que Dios quiere de una manera absoluta en su Iglesia la unidad de la fe, y estando demostrado de qué naturaleza ha querido que fuese esa unidad, y por qué principio ha decretado asegurar su conservación, séanos permitido dirigirnos a todos aquellos que no han resuelto cerrar los oídos a la verdad y decirles con San Agustín: «Pues que vemos en ellos un gran socorro de Dios y tanto provecho y utilidad, ¿dudaremos en acogernos en el seno de esta Iglesia que, según la confesión del género humano, tiene en la Sede Apostólica y ha guardado por la sucesión de sus obispos la autoridad suprema, a despecho de los clamores de los herejes que la asedian y han sido condenados, ya por el juicio del pueblo, ya por las solemnes decisiones de los concilios, o por la majestad de los milagros? No querer darle el primer lugar es seguramente producto de una soberana impiedad o de una arrogancia desesperada. Y si toda ciencia, aun la más humilde y fácil, exige, para ser adquirida, el auxilio de un doctor o de un maestro, ¿puédese imaginar un orgullo más temerario, tratándose de libros de los divinos misterios, negarse a recibirlo de boca de sus intérpretes y sin conocerlos querer condenarlos?»[67].

Fe y vida cristiana

22. Es, pues, sin duda deber de la Iglesia conservar y propagar la doctrina cristiana en toda su integridad y pureza. Pero su papel no se limita a eso, y el fin mismo para el que la Iglesia fue instituida no se agotó con esta primera obligación. En efecto, por la salud del género humano se sacrificó Jesucristo, y a este fin refirió todas sus enseñanzas y todos sus preceptos, y lo que ordenó a la Iglesia que buscase en la verdad de la doctrina fue la santificación y la salvación de los hombres. Pero este designio tan grande y tan excelente, no puede realizarse por la fe sola; es preciso añadir a ella el culto dado a Dios en espíritu de justicia y de piedad, y que comprende, sobre todo, el sacrificio divino y la participación de los sacramentos, y por añadidura la santidad de las leyes morales y de la disciplina.

Todo esto debe encontrarse en la Iglesia, pues está encargada de continuar hasta el fin de los siglos las funciones del Salvador; la religión que, por la voluntad de Dios, en cierto modo toma cuerpo en ella es la Iglesia sola quien la ofrece en toda su plenitud y perfección; e igualmente todos los medios de salvación que, en el plan ordinario de la Providencia, son necesarios a los hombres, sólo ella es quien los procura.

Unidad de régimen

23. Pero así como la doctrina celestial no ha estado nunca abandonada al capricho o al juicio individual de los hombres, sino que ha sido primeramente enseñada por Jesús, después confiada exclusivamente al magisterio de que hemos hablado, tampoco al primero que llega entre el pueblo cristiano, sino a ciertos hombres escogidos ha sido dada por Dios la facultad de cumplir y administrar los divinos misterios y el poder de mandar y de gobernar.

Sólo a los apóstoles y a sus legítimos sucesores se refieren estas palabras de Jesucristo: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio… bautizad a los hombres… haced esto en memoria mía… A quien remitierais los pecados le serán remitidos». Del mismo modo, sólo a los apóstoles y a sus legítimos sucesores se les ordenó apacentar el rebaño, esto es, gobernar con autoridad al pueblo cristiano, que por este mandato quedó obligado a prestarles obediencia y sumisión. El conjunto de todas estas funciones del ministerio apostólico está comprendido en estas palabras de San Pablo: «Que los hombres nos miren como a ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios»[68].

De este modo, Jesucristo llamó a todos los hombres sin excepción, a los que existían en su tiempo y a los que debían de existir en adelante, para que le siguiesen como a Jefe y Salvador, y no aislada e individualmente, sino todos en conjunto, unidos en una asociación de personas, de corazones, para que de esta multitud resultase un solo pueblo, legítimamente constituido en sociedad; un pueblo verdaderamente uno por la comunidad de fe, de fin y de medios apropiados a éste; un pueblo sometido a un solo y mismo poder.

De hecho, todos los principios naturales que entre los hombres crean espontáneamente la sociedad destinada a proporcionarles la perfección de que su naturaleza es capaz, fueron establecidos por Jesucristo en la Iglesia, de modo que, en su seno, todos los que quieran ser hijos adoptivos de Dios pueden llegar a la perfección conveniente a su dignidad y conservarla, y así lograr su salvación. La Iglesia, pues, como ya hemos indicado, debe servir a los hombres de guía en el camino del cielo, y Dios le ha dado la misión de juzgar y de decidir por sí misma de todo lo que atañe a la religión, y de administrar, según su voluntad, libremente y sin cortapisas de ningún género, los intereses cristianos.

24. Es, por lo tanto, no conocerla bien o calumniarla injustamente el acusarla de querer invadir el dominio propio de la sociedad civil o de poner trabas a los derechos de los soberanos. Todo lo contrario; Dios ha hecho de la Iglesia la más excelente de todas las sociedades, pues el fin a que se dirige sobrepuja en nobleza al fin de las demás sociedades, tanto como la gracia divina sobrepuja a la naturaleza y los bienes inmortales son superiores a las cosas perecederas.

Por su origen es, pues, la Iglesia una sociedad divina; por su fin y por los medios inmediatos que la conducen es sobrenatural; por los miembros de que se compone, y que son hombres, es una sociedad humana. Por esto la vemos designada en las Sagradas Escrituras con los nombres que convienen a una sociedad perfecta. Llámasela no solamente Casa de Dios, la Ciudad colocada sobre la montaña y donde todas las naciones deben reunirse, sino también Rebaño que debe gobernar un solo pastor y en el que deben refugiarse todas las ovejas de Cristo; también es llamada Reino suscitado por Dios y que durará eternamente; en fin, Cuerpo de Cristo, Cuerpo místico, sin duda, pero vivo siempre, perfectamente formado y compuesto de gran número de miembros, cuya función es diferente, pero ligados entre sí y unidos bajo el imperio de la Cabeza, que todo lo dirige.

Y pues es imposible imaginar una sociedad humana verdadera y perfecta que no esté gobernada por un poder soberano cualquiera, Jesucristo debe haber puesto a la cabeza de la Iglesia un jefe supremo, a quien toda la multitud de los cristianos fuese sometida y obediente. Por esto también, del mismo modo que la Iglesia, para ser una en su calidad de reunión de los fieles, requiere necesariamente la unidad de la fe, también para ser una en cuanto a su condición de sociedad divinamente constituida ha de tener de derecho divino la unidad de gobierno, que produce y comprende la unidad de comunión. «La unidad de la Iglesia debe ser considerada bajo dos aspectos: primero, el de la conexión mutua de los miembros de la Iglesia o la comunicación que entre ellos existe, y en segundo lugar, el del orden, que liga a todos los miembros de la Iglesia a un solo jefe[69].

Por aquí se puede comprender que los hombres no se separan menos de la unidad de la Iglesia por el cisma que por la herejía. «Se señala como diferencia entre la herejía y el cisma que la herejía profesa un dogma corrompido, y el cisma, consecuencia de una disensión entre el episcopado, se separa de la Iglesia»[70].

Estas palabras concuerdan con las de San Juan Crisóstomo sobre el mismo asunto: «Digo y protesto que dividir a la Iglesia no es menor mal que caer en la herejía»[71]. Por esto, si ninguna herejía puede ser legítima, tampoco hay cisma que pueda mirarse como promovido por un buen derecho. «Nada es más grave que el sacrilegio del cisma: no hay necesidad legítima de romper la unidad»[72].

El Primado de Pedro

25. ¿Y cuál es el poder soberano a que todos los cristianos deben obedecer y cuál es su naturaleza? Sólo puede determinarse comprobando y conociendo bien la voluntad de Cristo acerca de este punto. Seguramente Cristo es el Rey eterno, y eternamente, desde lo alto del cielo, continúa dirigiendo y protegiendo invisiblemente su reino; pero como ha querido que este reino fuera visible, ha debido designar a alguien que ocupe su lugar en la tierra después que él mismo subió a los cielos.

«Si alguno dice que el único jefe y el único pastor es Jesucristo, que es el único esposo de la Iglesia única, esta respuesta no es suficiente. Es cierto, en efecto, que el mismo Jesucristo obra los sacramentos en la Iglesia. El es quien bautiza, quien remite los pecados; es el verdadero Sacerdote que se ofrece sobre el altar de la cruz y por su virtud se consagra todos los días su cuerpo sobre el altar, y, no obstante, como no debía permanecer con todos los fieles por su presencia corpórea, escogió ministros por cuyo medio pudieran dispensarse a los fieles los sacramentos de que acabamos de hablar, como lo hemos dicho más arriba (c.74). Del mismo modo, porque debía sustraer a la Iglesia su presencia corporal, fue preciso que designara a alguien para que, en su lugar, cuidase de la Iglesia universal. Por eso dijo a Pedro antes de su ascensión: «Apacienta mis ovejas»»[73].

26. Jesucristo, pues, dio a Pedro a la Iglesia por jefe soberano, y estableció que este poder, instituido hasta el fin de los siglos para la salvación de todos, pasase por herencia a los sucesores de Pedro, en los que el mismo Pedro se sobreviviría perpetuamente por su autoridad. Seguramente al bienaventurado Pedro, y fuera de él a ningún otro, se hizo esta insigne promesa: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia»[74]. «Es a Pedro a quien el Señor habló; a uno solo, a fin de fundar 1a unidad por uno solo»[75].

«En efecto, sin ningún otro preámbulo, designa por su nombre al padre del apóstol y al apóstol mismo (Tú eres bienaventurado, Simón, hijo de Jonás), y no permitiendo ya que se le llame Simón, reivindica para él en adelante como suyo en virtud de su poder, y quiere por una imagen muy apropiada que así se llame al nombre de Pedro, porque es la piedra sobre la que debía fundar su Iglesia»[76].

Según este oráculo, es evidente que, por voluntad y orden de Dios, la Iglesia está establecida sobre el bienaventurado Pedro, como el edificio sobre los cimientos. Y pues la naturaleza y la virtud propia de los cimientos es dar cohesión al edificio por la conexión íntima de sus diferentes partes y servir de vínculo necesario para la seguridad y solidez de toda la obra, si el cimiento desaparece, todo el edificio se derrumba. El papel de Pedro es, pues, el de soportar a la Iglesia y mantener en ella la conexión y la solidez de una cohesión indisoluble. Pero ¿cómo podría desempeñar ese papel si no tuviera el poder de mandar, defender y juzgar; en una palabra: un poder de jurisdicción propio y verdadero? Es evidente que los Estados y las sociedades no pueden subsistir sin un poder de jurisdicción. Una primacía de honor, o el poder tan modesto de aconsejar y advertir que se llama poder de dirección, son incapaces de prestar a ninguna sociedad humana un elemento eficaz de unidad y de solidez.

27. Por el contrario, el verdadero poder de que hablamos está declarado y afirmado con estas palabras: «Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella».

«¿Qué es decir contra ella? ¿Es contra la piedra sobre la que Jesucristo edificó su Iglesia? ¿Es contra la Iglesia? La frase resulta ambigua. ¿Será para significar que la piedra y la Iglesia no son sino una misma cosa? Sí; eso es, a lo que creo, la verdad; pues las puertas del infierno no prevalecerán ni contra la piedra sobre la que Jesucristo fundó la Iglesia, ni contra la Iglesia misma»[77]. He aquí el alcance de esta divina palabra: La Iglesia apoyada en Pedro, cualquiera que sea la habilidad que desplieguen sus enemigos, no podrá sucumbir jamás ni desfallecer en lo más mínimo.

«Siendo la Iglesia el edificio de Cristo, quien sabiamente ha edificado su casa sobre piedra, no puede estar sometida a las puertas del infierno; éstas pueden prevalecer contra quien se encuentre fuera de la piedra, fuera de la Iglesia, pero son impotentes contra ésta»[78]. Si Dios ha confiado su Iglesia a Pedro, ha sido con el fin de que ese sostén invisible la conserve siempre en toda su integridad. La ha investido de la autoridad, porque para sostener real y eficazmente una sociedad humana, el derecho de mandar es indispensable a quien la sostiene.

28. Jesús añade aún: «Y te daré las llaves del reino de los cielos», y es claro que continúa hablando de la Iglesia, de esta Iglesia que acaba de llamar suya y que ha declarado querer edificar sobre Pedro como sobre su fundamento. La Iglesia ofrece, en efecto, la imagen no sólo de un edificio, sino de un reino; y además nadie ignora que las llaves son la insignia ordinaria de la autoridad. Así, cuando Jesús promete dar a Pedro las llaves del reino de los cielos, promete darle el poder y la autoridad de la Iglesia. «El Hijo le ha dado (a Pedro) la misión de esparcir en el mundo entero el conocimiento del Padre y del Hijo y ha dado a un hombre mortal todo el poder de los cielos al confiar las llaves a Pedro, que ha extendido la Iglesia hasta las extremidades del mundo y que la ha mostrado más inquebrantable que el cielo»[79].

29. Lo que sigue tiene también el mismo sentido: «Todo lo que atares en la tierra será también atado en el cielo, y lo que desatares en la tierra será desatado en el cielo». Esta expresión figurada: atar y desatar, designa el poder de establecer leyes y el de juzgar y castigar. Y Jesucristo afirma que ese poder tendrá tanta extensión y tal eficacia, que todos los decretos dados por Pedro serán ratificados por Dios. Este poder es, pues, soberano y de todo punto independiente, porque no hay sobre la tierra otro poder superior al suyo que abrace a toda la Iglesia y a todo lo que está confiado a la Iglesia.

30. La promesa hecha a Pedro fue cumplida cuando Jesucristo nuestro Señor, después de su resurrección, habiendo preguntado por tres veces a Pedro si le amaba más que los otros, le dijo en tono imperativo: «Apacienta mis corderos… apacienta mis ovejas»[80].

Es decir, que a todos los que deben estar un día en su aprisco les envía a Pedro como a su verdadero pastor. «Si el Señor pregunta lo que no le ofrece duda, no quiere, indudablemente, instruirse, sino instruir a quien, a punto de subir al cielo, nos dejaba por Vicario de su amor… Y porque sólo entre todos Pedro profesaba este amor, es puesto a la cabeza de los más perfectos para gobernarlos, por ser él mismo más perfecto»[81]. El deber y el oficio del pastor es guiar al rebaño, velar por su salud, procurándole pastos saludables, librándole de los peligros, descubriendo los lazos y rechazando los ataques violentos; en una palabra: ejerciendo la autoridad del gobierno. Y pues Pedro ha sido propuesto como pastor al rebaño de fieles, ha recibido el poder de gobernar a todos los hombres, por cuya salvación Jesucristo dio su sangre «¿Y por qué vertió su sangre? Para rescatar a esas ovejas que ha confiado a Pedro y a sus sucesores»[82].

31. Y porque es necesario que todos los cristianos estén unidos entre sí por la comunidad de una fe inmutable, nuestro Señor Jesucristo, por la virtud de sus oraciones, obtuvo para Pedro que en el ejercicio de su poder no desfalleciera jamás su fe. «He orado por ti a fin de que tu fe no desfallezca»[83].

Y le ordenó además que, cuantas veces lo pidieran las circunstancias, comunicase a sus hermanos la luz y la energía de su alma: «Confirma a tus hermanos»[84]. Aquel, pues, a quien, designado como fundamento de la Iglesia, quiere que sea columna de la fe. Pues que de su propia autoridad le dio el reino, no podía afirmar su fe de otro modo que llamándole Piedra y designándole como el fundamento que debía afirmar su Iglesia[85].

Soberanía de Cristo

32. De aquí que ciertos nombres que designan muy grandes cosas y que «pertenecen en propiedad a Jesucristo en virtud de su poder, Jesús mismo ha querido hacerlas comunes a El y a Pedro por participación[86], a fin de que la comunidad de títulos manifestase la comunidad del poder. Así, El, que es la piedra principal del ángulo sobre la que todo el edificio construido se eleva como un templo sagrado en el Señor»[87], ha establecido a Pedro como la piedra sobre la que debía estar apoyada su Iglesia. «Cuando dice: Tú eres la piedra, esta palabra le confiere un hermoso título de nobleza. Y, sin embargo, es la piedra, no como Cristo es la piedra, sino como Pedro puede ser la piedra. Cristo es esencialmente la piedra inquebrantable, y por ésta es por quien Pedro es la piedra. Porque Cristo comunica sus dignidades sin empobrecerse… Es sacerdote y hace sacerdotes… Es piedra y hace de su apóstol la piedra»[88].

Es, además, el Rey de la Iglesia, «que posee la llave de David; cierra, y nadie puede abrir; abre, y nadie puede cerrar»[89], y por eso, al dar las llaves a Pedro, le declara jefe de la sociedad cristiana. Es también el Pastor supremo, que a sí mismo se llama el Buen Pastor[90], y por eso también ha nombrado a Pedro pastor de sus corderos y ovejas. Por esto dice San Crisóstomo:

«Era el principal entre los apóstoles, era como la boca de los otros discípulos y la cabeza del cuerpo apostólico… Jesús, al decirle que debe tener en adelante confianza, porque la mancha de su negación está ya borrada, le confía el gobierno de sus hermanos. Si tú me amas, sé jefe de tus hermanos»[91]. Finalmente, aquel que confirma «en toda buena obra y en toda buena palabra»[92] es quien manda a Pedro que confirme a sus hermanos.

San León el Grande dice con razón: «Del seno del mundo entero, Pedro sólo ha sido elegido para ser puesto a la cabeza de todas las naciones llamadas, de todos los apóstoles, de todos los Padres de la Iglesia; de tal suerte que, aunque haya en el pueblo de Dios muchos pastores, Pedro, sin embargo, rige propiamente a todos los que son principalmente regidos por Cristo»[93]. Sobre el mismo asunto escribe San Gregorio el Grande al emperador Mauricio Augusto: «Para todos los que conocen el Evangelio, es evidente que, por la palabra del Señor, el cuidado de toda la Iglesia ha sido confiado al santo apóstol Pedro, jefe de todos los apóstoles… Ha recibido las llaves del reino de los cielos, el poder de atar y desatar le ha sido concedido, y el cuidado y el gobierno de toda la Iglesia le ha sido confiado»[94].

Los sucesores de Pedro

33. Y pues esta autoridad, al formar parte de la constitución y de la organización de la Iglesia como su elemento principal, es el principio de la unidad, el fundamento de la seguridad y de la duración perpetua, se sigue que de ninguna manera puede desaparecer con el bienaventurado Pedro, sino que debía necesariamente pasar a sus sucesores y ser transmitida de uno a otro. «La disposición de la verdad permanece, pues el bienaventurado Pedro, perseverando en la firmeza de la piedra, cuya virtud ha recibido, no puede dejar el timón de la Iglesia, puesto en su mano»[95].

Por esto los Pontífices, que suceden a Pedro en el episcopado romano, poseen de derecho divino el poder supremo de la Iglesia. «Nos definimos que la Santa Sede Apostólica y el Pontífice Romano poseen la primacía sobre el mundo entero, y que el Pontífice Romano es el sucesor del bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, y que es el verdadero Vicario de Jesucristo, el Jefe de toda la Iglesia, el Padre y el Doctor de todos los cristianos, y que a él, en la persona del bienaventurado Pedro, ha sido dado por nuestro Señor Jesucristo el pleno poder de apacentar, regir y gobernar la Iglesia universal; así como está contenido tanto en las actas de los concilios ecuménicos como en los sagrados cánones»[96]. El cuarto concilio de Letrán dice también: «La Iglesia romana…, por la disposición del Señor, posee el principado del poder ordinario sobre las demás Iglesias, en su cualidad de madre y maestra de todos los fieles de Cristo».

34. Tal había sido antes el sentimiento unánime de la antigüedad, que sin la menor duda ha mirado y venerado a los Obispos de Roma como a los sucesores legítimos del bienaventurado Pedro. ¿Quién podrá ignorar cuán numerosos y cuán claros son acerca de este punto los testimonios de los Santos Padres? Bien elocuente es el de San Ireneo, que habla así de la Iglesia romana: «A esta Iglesia, por su preeminencia superior, debe necesariamente reunirse toda la Iglesia»[97].

San Cipriano afirma también de la Iglesia romana que es «la raíz y madre de la Iglesia católica[98], la Cátedra de Pedro y la Iglesia principal, aquella de donde ha nacido la unidad sacerdotal»[99]. La llama «Cátedra de Pedro», porque está ocupada por el sucesor de Pedro; «Iglesia principal», a causa del principado conferido a Pedro y a sus legítimos sucesores; «aquella de donde ha nacido la unidad», porque, en la sociedad cristiana, la causa eficiente de la unidad es la Iglesia romana.

Por esto San Jerónimo escribe lo que sigue a Dámaso: «Hablo al sucesor del Pescador y al discípulo de la Cruz… Estoy ligado por la comunión a Vuestra Beatitud, es decir, a la Cátedra de Pedro. Sé que sobre esa piedra se ha edificado la Iglesia»[100].

El método habitual de San Jerónimo para reconocer si un hombre es católico es saber si está unido a la Cátedra romana de Pedro. «Si alguno está unido a la Cátedra romana de Pedro, ése es mi hombre»[101]. Por un método análogo, San Agustín declara abiertamente que en la Iglesia romana está siempre contenido lo principal de la Cátedra apostólica[102], y afirma que quien se separa de la fe romana no es católico. «No puede creerse que guardáis la fe católica los que no enseñáis que se debe guardar la fe romana»[103].

Y lo mismo San Cipriano: «Estar en comunión con Cornelio es estar en comunión con la Iglesia católica»[104].

El abad Máximo enseña igualmente que el sello de la verdadera fe y de la verdadera comunión consiste en estar sometido al Pontífice Romano. «Quien no quiera ser hereje ni sentar plaza de tal no trate de satisfacer a éste ni al otro… Apresúrese a satisfacer en todo a la Sede de Roma. Satisfecha la Sede de Roma, en todas partes y a una sola voz le proclamarán pío y ortodoxo. Y el que de ello quiera estar persuadido, será en vano que se contente con hablar si no satisface y si no implora .al bienaventurado Papa de la santísima Iglesia de los Romanos, esto es, la Sede apostólica». Y he aquí, según él, la causa y la explicación de este hecho… La Iglesia romana ha recibido del Verbo de Dios encarnado, y según los santos concilios, según los santos cánones y las definiciones posee, sobre la universalidad de las santas Iglesias de Dios que existen sobre la superficie de la tierra, el imperio y la autoridad, en todo y por todo, y el poder de atar y desatar. Pues cuando ella ata y desata, el Verbo, que manda a las virtudes celestiales, ata y desata también en el cielo[105].

35. Era esto, pues, un artículo de la fe cristiana; era un punto reconocido y observado constantemente, no por una nación o por un siglo, sino por todos los siglos, y por Oriente no menos que por Occidente, conforme recordaba el sínodo de Efeso, sin levantar la menor contradicción el sacerdote Felipe, legado del Pontífice Romano: «No es dudoso para nadie y es cosa conocida en todos los tiempos que el Santo y bienaventurado Pedro, Príncipe y Jefe de los apóstoles, columna de la fe y fundamento de la Iglesia católica, recibió de nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor del género humano, las llaves del reino, y que el poder de atar y desatar los pecados fue dado a ese mismo apóstol, quien hasta el presente momento y siempre vive en sus sucesores y ejerce por medio de ellos su autoridad»[106]. Todo el mundo conoce la sentencia del concilio de Calcedonia sobre el mismo asunto: «Pedro ha hablado… por boca de León», sentencia a la que la voz del tercer concilio de Constantinopla respondió como un eco: «El soberano Príncipe de los apóstoles combatía al lado nuestro, pues tenemos en nuestro favor su imitador y su sucesor en su Sede… No se veía al exterior (mientras se leía la carta del Pontífice Romano) más que el papel y la tinta, y era Pedro quien hablaba por boca de Agatón»[107]. En la fórmula de profesión de fe católica, propuesta en términos precisos por Hormisdas en los comienzos del siglo VI y suscrita por el emperador Justiniano y los patriarcas Epifanio, Juan y Mennas, se expresó el mismo pensamiento con gran vigor: «Como la sentencia de nuestro Señor Jesucristo, que dice: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», no puede ser desatendida, lo que ha dicho está confirmado por la realidad de los hechos, pues en la Sede Apostólica la religión católica se ha conservado sin ninguna mancha»[108].

No queremos enumerar todos los testimonios; pero, no obstante, nos place recordar la fórmula con que Miguel Paleólogo hizo su profesión de fe en el segundo concilio de Lyón: «La Santa Iglesia romana posee también el soberano y pleno primado y principal sobre la Iglesia católica universal, y reconoce con verdad y humildad haber recibido este primado y principado con la plenitud del poder del Señor mismo, en la persona del bienaventurado Pedro, príncipe o jefe de los apóstoles, y de quien el Pontífice romano es el sucesor. Y por lo mismo que está encargado de defender, antes que las demás, la verdad de la fe, también cuando se levantan dificultades en puntos de fe, es a su juicio al que las demás deben atenerse»[109].

El Colegio episcopal

36. De que el poder de Pedro y de sus sucesores es pleno y soberano no se ha de deducir, sin embargo, que no existen otros en la Iglesia. Quien ha establecido a Pedro como fundamento de la Iglesia, también «ha escogido doce de sus discípulos, a los que dio el nombre de apóstoles»[110]. Así, del mismo modo que la autoridad de Pedro es necesariamente permanente y perpetua en el Pontificado romano, también los obispos, en su calidad de sucesores de los apóstoles, son los herederos del poder ordinario de los apóstoles, de tal suerte que el orden episcopal forma necesariamente parte de la constitución íntima de la Iglesia. Y aunque la autoridad de los obispos no sea ni plena, ni universal, ni soberana, no debe mirárselos como a simples Vicarios de los Pontífices romanos, pues poseen una autoridad que les es propia, y llevan en toda verdad el nombre de Prelados ordinarios de los pueblos que gobiernan.

37. Pero como el sucesor de Pedro es único, mientras que los de los apóstoles son muy numerosos, conviene estudiar qué vínculos, según la constitución divina, unen a estos últimos al Pontífice Romano. Y desde luego la unión de los obispos con el sucesor de Pedro es de una necesidad evidente y que no puede ofrecer la menor duda; pues si este vínculo se desata, el pueblo cristiano mismo no es más que una multitud que se disuelve y se disgrega, y no puede ya en modo alguno formar un solo cuerpo y un solo rebaño. «La salud de la Iglesia depende de la dignidad del soberano sacerdote: si no se atribuye a éste un poder aparte y sobre todos los demás poderes, habrá en la Iglesia tantos cismas como sacerdotes»[111].

Por esto hay necesidad de hacer aquí una advertencia importante. Nada ha sido conferido a los apóstoles independientemente de Pedro; muchas cosas han sido conferidas a Pedro aislada e independientemente de los apóstoles. San Juan Crisóstomo, explicando las palabras de Jesucristo (Jn 21,15), se pregunta: «¿Por qué dejando a un lado a los otros se dirige Cristo a Pedro?», y responde formalmente: «Porque era el principal entre los apóstoles, como la boca de los demás discípulos y el jefe del cuerpo apostólico»[112]. Sólo él, en efecto, fue designado por Cristo para fundamento de la Iglesia. A él le fue dado todo el poder de atar y de desatar; a él sólo confió el poder de apacentar el rebaño. Al contrario, todo lo que los apóstoles han recibido en lo que se refiere al ejercicio de funciones y autoridad lo han recibido conjuntamente con Pedro. «Si la divina Bondad ha querido que los otros príncipes de la Iglesia tengan alguna cosa en común con Pedro, lo que no ha rehusado a los demás no se les ha dado jamás sino con él». «El solo ha recibido muchas cosas, pero nada se ha concedido a ninguno sin su participación»[113].

Por donde se ve claramente que los obispos perderían el derecho y el poder de gobernar si se separasen de Pedro o de sus sucesores. Por esta separación se arrancan ellos mismos del fundamento sobre que debe sustentarse todo el edificio y se colocan fuera del mismo edificio; por la misma razón quedan excluidos del rebaño que gobierna el Pastor supremo y desterrados del reino cuyas llaves ha dado Dios a Pedro solamente.

La necesaria unión con Pedro

38. Estas consideraciones hacen que se comprenda el plan y el designio de Dios en la constitución de la sociedad cristiana. Este plan es el siguiente: el Autor divino de la Iglesia, al decretar dar a ésta la unidad de la fe, de gobierno y de comunión, ha escogido a Pedro y a sus sucesores para establecer en ellos el principio y como el centro de la unidad. Por esto escribe San Cipriano: hay, para llegar a la fe, una demostración fácil que resume la verdad. El Señor se dirige a Pedro en estos términos: «Te digo que eres Pedro»… Es, pues, sobre uno sobre quien edifica la Iglesia. Y aunque después de su resurrección confiere a todos los apóstoles un poder igual, y les dice: «Como mi Padre me envió…», no obstante, para poner la unidad en plena luz, coloca en uno solo, por su autoridad, el origen y el punto de partida de esta misma unidad[114].

Y San Optato de Mileve: «Tú sabes muy bien —escribe—, tú no puedes negarlo, que es a Pedro el primero a quien ha sido conferida la Cátedra episcopal en la ciudad de Roma; es en la que está sentado el jefe de los apóstoles, Pedro, que por esto ha sido llamado Cefas. En esta Cátedra única es en la que todos debían guardar la unidad, a fin de que los demás apóstoles no pudiesen atribuírsela cada uno en su Sede, y que fuera en adelante cismático y prevaricador quien elevara otra Cátedra contra esta Cátedra única»[115].

De aquí también esta sentencia del mismo San Cipriano, según la que la herejía y el cisma se producen y nacen del hecho de negar al poder supremo la obediencia que le es debida: «La única fuente de donde han surgido las herejías y de donde han nacido los cismas es que no se obedece al Pontífice de Dios ni se quiere reconocer en la Iglesia un solo Pontífice y un solo juez, que ocupa el lugar de Cristo»[116].

39. Nadie, pues, puede tener parte en la autoridad si no está unido a Pedro, pues sería absurdo pretender que un hombre excluido de la Iglesia tuviese autoridad en la Iglesia. Fundándose en esto, Optato de Mileve, reprendía así a los donatistas: «Contra las puertas del infierno, como lo leemos en el Evangelio, ha recibido las llaves de salud Pedro, es decir, nuestro jefe, a quien Jesucristo ha dicho: «Te daré las llaves del reino de los cielos, y las puertas del infierno no triunfarán jamás de ellas». ¿Cómo, pues, tratáis de atribuiros las llaves del reino de los cielos, vosotros que combatís la cátedra de Pedro?»[117]

Pero el orden de los obispos no puede ser mirado como verdaderamente unido a Pedro, de la manera que Cristo lo ha querido, sino en cuanto está sometido y obedece a Pedro; sin esto, se dispersa necesariamente en una multitud en la que reinan la confusión y el desorden. Para conservar la unidad de fe y comunión, no bastan ni una primacía de honor ni un poder de dirección; es necesaria una autoridad verdadera y al mismo tiempo soberana, a la que obedezca toda la comunidad. ¿Qué ha querido, en efecto, el Hijo de Dios cuando ha prometido las llaves del reino de los cielos sólo a Pedro? Que las llaves signifiquen aquí el poder supremo; el uso bíblico y el consentimiento unánime de los Padres no permiten dudarlo. Y no se pueden interpretar de otro modo los poderes que han sido conferidos, sea a Pedro separadamente, o ya a los demás apóstoles conjuntamente con Pedro. Si la facultad de atar y desatar, de apacentar el rebaño, da a los obispos, sucesores de los apóstoles, el derecho de gobernar con autoridad propia al pueblo confiado a cada uno de ellos, seguramente esta misma facultad debe producir idéntico efecto en aquel a quien ha sido designado por Dios mismo el papel de apacentar los corderos y las ovejas. «Pedro no ha sido sólo instituido Pastor por Cristo, sino Pastor de los pastores. Pedro, pues, apacienta a los corderos y apacienta a las ovejas; apacienta a los pequeñuelos y a sus madres, gobierna a los súbditos y también a los prelados, pues en la Iglesia, fuera de los corderos y de las ovejas, no hay nada»[118].

40. De aquí nacen entre los antiguos Padres estas expresiones que designan aparte al bienaventurado Pedro, y que le muestran evidentemente colocado en un grado supremo de la dignidad y del poder. Le llaman con frecuencia «jefe de la Asamblea de los discípulos; príncipe de los santos apóstoles; corifeo del coro apostólico; boca de todos los apóstoles; jefe de esta familia; aquel que manda al mundo entero; el primero entre los apóstoles; columna de la Iglesia».

La conclusión de todo lo que precede parece hallarse en estas palabras de San Bernardo al papa Eugenio: «¿Quién sois vos? Sois el gran Sacerdote, el Pontífice soberano.

Sois el príncipe de los obispos, el heredero de los apóstoles… Sois aquel a quien las llaves han sido dadas, a quien las ovejas han sido confiadas. Otros además que vos son también porteros del cielo y pastores de rebaños; pero ese doble título es en vos tanto más glorioso cuanto que lo habéis recibido como herencia en un sentido más particular que todos los demás. Estos tienen sus rebaños, que les han sido asignados a cada uno el suyo; pero a vos han sido confiados todos los rebaños; vos únicamente tenéis un solo rebaño, formado no solamente por las ovejas, sino también por los pastores; sois el único pastor de todos. Me preguntáis cómo lo pruebo. Por la palabra del Señor. ¿A quién, en efecto, no digo entre los obispos, sino entre los apóstoles, han sido confiadas absoluta e indistintamente todas las ovejas? Si tú me amas, Pedro, apacienta mis ovejas. ¿Cuáles? ¿Los pueblos de tal o cual ciudad, de tal o cual comarca, de tal reino? Mis ovejas, dice. ¿Quién no ve que no se designa a una o algunas, sino que todas se confían a Pedro? Ninguna distinción, ninguna excepción»[119].

Todos los obispos y cada uno en particular

41. Sería apartarse de la verdad y contradecir abiertamente a la constitución divina de la Iglesia pretender que cada uno de los obispos, considerados aisladamente, debe estar sometido a la jurisdicción de los Pontífices romanos; pero que todos los obispos, considerados en conjunto, no deben estarlo. ¿Cuál es, en efecto, toda la razón de ser y la naturaleza del fundamento? Es la de poner a salvo la unidad y la solidez más bien de todo el edificio que la de cada una de sus partes.

Y esto es mucho más verdadero en el punto de que tratamos, pues Jesucristo nuestro Señor ha querido para la solidez del fundamento de su Iglesia obtener este resultado: que las puertas del infierno no puedan prevalecer contra ella. Todo el mundo conviene en que esta promesa divina se refiere a la Iglesia universal y no a sus partes tomadas aisladamente, pues éstas pueden, en realidad, ser vencidas por el esfuerzo de los infiernos, y ha ocurrido a muchas de ellas separadamente ser, en efecto, vencidas.

Además, el que ha sido puesto a la cabeza de todo el rebaño, debe tener necesariamente la autoridad, no solamente sobre las ovejas dispersas, sino sobre todo el conjunto de las ovejas reunidas. ¿Es acaso que el conjunto de las ovejas gobierna y conduce al pastor? Los sucesores de los apóstoles, reunidos, ¿serán el fundamento sobre el que el sucesor de Pedro debería apoyarse para encontrar la solidez?

Quien posee las llaves del reino tiene, evidentemente, derecho y autoridad no sólo sobre las provincias aisladas, sino sobre todas a la vez; y del mismo modo que los obispos, cada uno en su territorio, mandan con autoridad verdadera, así a los Pontífices romanos, cuya jurisdicción abraza a toda la sociedad cristiana, tiene todas las porciones de esta sociedad, aun reunidas en conjunto, sometidas y obedientes a su poder. Jesucristo nuestro Señor, según hemos dicho repetidas veces, ha dado a Pedro y a sus sucesores el cargo de ser sus Vicarios, para ejercer perpetuamente en la Iglesia el mismo poder que El ejerció durante su vida mortal. Después de esto, ¿se dirá que el colegio de los apóstoles excedía en autoridad a su Maestro?

42. Este poder de que hablamos sobre el colegio mismo de los obispos, poder que las Sagradas Letras denuncian tan abiertamente, no ha cesado la Iglesia de reconocerlo y atestiguarlo. He aquí lo que acerca de este punto declaran los concilios: «Leemos que el Pontífice romano ha juzgado a los prelados de todas las Iglesias; pero no leemos que él haya sido juzgado por ninguno de ellos»[120]. Y la razón de este hecho está indicada con sólo decir que «no hay autoridad superior a la autoridad de la Sede Apostólica»[121].

Por esto Gelasio habla así de los decretos de los concilios: «Del mismo modo que lo que 1a Sede primera no ha aprobado no puede estar en vigor, así, por el contrario, lo que ha confirmado por su juicio, ha sido recibido por toda la Iglesia»[122]. En efecto, ratificar o invalidar la sentencia y los decretos de los concilios ha sido siempre propio de los Pontífices romanos. León el Grande anuló los actos del conciliábulo de Efeso; Dámaso rechazó el de Rímini; Adriano I el de Constantinopla; y el vigésimo octavo canon del concilio de Calcedonia, desprovisto de la aprobación y de la autoridad de la Sede Apostólica, ha quedado, como todos saben, sin vigor ni efecto.

Con razón, pues, en el quinto concilio de Letrán expidió León X este decreto: «Consta de un modo manifiesto no solamente por los testimonios de la Sagrada Escritura, por las palabras de los Padres y de otros Pontífices romanos y por los decretos de los sagrados cánones, sino por la confesión formal de los mismos concilios, que sólo el Pontífice romano, durante el ejercicio de su cargo, tiene pleno derecho y poder, como tiene autoridad sobre los concilios, para convocar, transferir y disolver los concilios.

Las Sagradas Escrituras dan testimonio de que las llaves del reino de los cielos fueron confiadas a Pedro solamente, y también que el poder de atar y desatar fue conferido a los apóstoles conjuntamente con Pedro; pero ¿dónde consta que los apóstoles hayan recibido el soberano poder sin Pedro y contra Pedro? Ningún testimonio lo dice. Seguramente no es de Cristo de quien lo han recibido.

Por esto, el decreto del concilio Vaticano I que definió la naturaleza y el alcance de la primacía del Pontífice romano no introdujo ninguna opinión nueva, pues sólo afirmó la antigua y constante fe de todos los siglos».

43. Y no hay que creer que la sumisión de los mismos súbditos a dos autoridades implique confusión en la administración.

Tal sospecha nos está prohibida, en primer término, por la sabiduría de Dios, que ha concebido y establecido por sí mismo la organización de ese gobierno. Además, es preciso notar que lo que turbaría el orden y las relaciones mutuas sería la coexistencia, en una sociedad, de dos autoridades del mismo grado y que no se sometiera la una a la otra. Pero la autoridad del Pontífice es soberana, universal y del todo independiente; la de los obispos está limitada de una manera precisa y no es plenamente independiente. «Lo inconveniente sería que dos pastores estuviesen colocados en un grado igual de autoridad sobre el mismo rebaño. Pero que dos superiores, uno de ellos sometido al otro, estén colocados sobre los mismos súbditos no es un inconveniente, y así un mismo pueblo está gobernado de un modo inmediato por su párroco, y por el obispo, y por el papa»[123].

Los Pontífices romanos, que saben cuál es su deber, quieren más que nadie la conservación de todo lo que está divinamente instituido en la Iglesia, y por esto, del mismo modo que defienden los derechos de su propio poder con el celo y vigilancia necesarios, así también han puesto y pondrán constantemente todo su cuidado en mantener a salvo la autoridad de los obispos.

Y más aún, todo lo que se tributa a los obispos en orden al honor y a la obediencia, lo miran como si a ellos mismos les fuere tributado. «Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el pleno vigor de la autoridad de mis hermanos. No me siento verdaderamente honrado sino cuando se tributa a cada uno de ellos el honor que le es debido»[124].

Exhortaciones finales

44. En todo lo que precede, Nos hemos trazado fielmente la imagen y figura de la Iglesia según su divina constitución. Nos hemos insistido acerca de su unidad, y hemos declarado cuál es su naturaleza y por qué principio su divino Autor ha querido asegurar su conservación.

Todos los que por un insigne beneficio de Dios tienen la dicha de haber nacido en el seno de la Iglesia católica y de vivir en ella, escucharán nuestra voz apostólica, Nos no tenemos ninguna razón para dudar de ello. «Mis ovejas oyen mi voz»[125]. Todos ellos habrán hallado en esta carta medios para instruirse más plenamente y para adherirse con un amor más ardiente cada uno a sus propios Pastores, y por éstos al Pastor supremo, a fin de poder continuar con más seguridad en el aprisco único y recoger una mayor abundancia de frutos saludables.

Pero «fijando nuestras miradas en el autor y consumador de la fe, Jesús»[126], cuyo lugar ocupamos y por quien Nos ejercemos el poder, aunque sean débiles nuestras fuerzas para el peso de esta dignidad y de este cargo, Nos sentimos que su caridad inflama nuestra alma y emplearemos, no sin razón, estas palabras que Jesucristo decía de sí mismo: «Tengo otras ovejas que no están en este aprisco; es preciso también que yo las conduzca, y escucharán mi voz»[127]. No rehúsen, pues, escucharnos y mostrarse dóciles a nuestro amor paternal todos aquellos que detestan la impiedad, hoy tan extendida, que reconocen a Jesucristo, que le confiesan Hijo de Dios y Salvador del género humano, pero que, sin embargo, viven errantes y apartados de su Esposa. Los que toman el nombre de Cristo es necesario que lo tomen todo entero. «Cristo todo entero es una cabeza y un cuerpo, la cabeza es el Hijo único de Dios; el cuerpo es su Iglesia: es el esposo y la esposa, dos en una sola carne. Todos los que tienen respecto de la cabeza un sentimiento diferente del de las Escrituras, en vano se encuentran en todos los lugares donde se halla establecida la Iglesia, porque no están en la Iglesia. E, igualmente, todos los que piensan como la Sagrada Escritura respecto de la cabeza, pero que no viven en comunión con la autoridad de la Iglesia, no están en la Iglesia»[128].

45. Nuestro corazón se dirige también con sin igual ardor tras aquellos a quienes el soplo contagioso de la impiedad no ha envenenado del todo, y que, a lo menos, experimentan el deseo de tener por padre al Dios verdadero, creador de la tierra y del cielo. Que reflexionen y comprendan bien que no pueden en manera alguna contarse en el número de los hijos de Dios si no vienen a reconocer por hermano a Jesucristo y por madre a la Iglesia.

A todos, pues, Nos dirigimos con grande amor estas palabras que tomamos a San Agustín: «Amemos al Señor nuestro Dios, amemos a su Iglesia: a El como a un padre, a ella como una madre. Que nadie diga: Sí, voy aún a los ídolos, consulto a los poseídos y a los hechiceros, pero, no obstante, no dejo a la Iglesia de Dios, soy católico. Permanecéis adherido a la madre, pero ofendéis al padre. Otro dice poco más o menos: Dios no lo permita; no consulto a los hechiceros, no interrogo a los poseídos, no practico adivinaciones sacrílegas, no voy a adorar a los demonios, no sirvo a los dioses de piedra, pero soy del partido de Donato: ¿De qué os sirve no ofender al padre, que vengará a la madre a quien ofendéis? ¿De qué os sirve confesar al Señor, honrar a Dios, alabarle, reconocer a su Hijo, proclamar que está sentado a la diestra del Padre, si blasfemáis de su Iglesia? Si tuvieseis un protector, a quien tributaseis todos los días el debido obsequio, y ultrajaseis a su esposa con una acusación grave, ¿os atreveríais ni aun a entrar en la casa de ese hombre? Tened, pues, mis muy amados, unánimemente a Dios por vuestro padre, y por vuestra madre a la Iglesia»[129].

Confiando grandemente en la misericordia de Dios, que pueda tocar con suma eficacia los corazones de los hombres y formar las voluntades más rebeldes a venir a El, Nos recomendamos con vivas instancias a su bondad a todos aquellos a quienes se refiere nuestra palabra. Y como prenda de los dones celestiales, y en testimonio de nuestra benevolencia, os concedemos, con grande amor en el Señor, a vosotros, venerables hermanos, a vuestro clero y a vuestro pueblo la bendición apostólica.

Dado en Roma, en San Pedro, a veintinueve de junio del año 1896, decimonoveno de nuestro pontificado.

LEÓN PP. XIII


Notas

[1] Ef 5,25.

[2] Mt 11,30.

[3] Sant 1,17.

[4] 1Cor 3,6.

[5] Flp 2,6-7.

[6] Rom 10,17.

[7] Ibíd., 10.

[8] 1Cor 12,27.

[9] Hom. De capto Eutropio n. 6.

[10] In Psalm. 71 n.8.

[11] Enarrat. in Psalm. 103 serm.2 n.2.

[12] Clemente Alej., Stromata VII c.17.

[13] Jn 20,21.

[14] Jn 17,18.

[15] Jn 3,17.

[16] Hech 4,12.

[17] Is 2,2.

[18] Is 2,3.

[19] De schism.donatist. III n.2.

[20] In epist. Ioann. tract. 1 n.13.

[21] Ef 1,22-23.

[22] 1Cor 12,12.

[23] Ef 4,15-16.

[24] San Cipriano, De cathol.Eccl.unitate n.23.

[25] Ibíd.

[26] Ef 5,29-30.

[27] San Agustín, Serm. 267 n.4.

[28] San Cipriano, De cathol. Eccl. unitate n.6.

[29] Ef 4,4.

[30] Jn 17,20-23.

[31] Jn 27,21.

[32] Ef 4,5.

[33] 1Cor 1,10.

[34] San Ireneo, Adver.haeres. III c.12 n.12.

[35] San Agustín, In Ioann. evang. tract. 18 c.5 n.1.

[36] Jn 10,37.

[37] Jn 15,24.

[38] Jn 10,38.

[39] Mt 28,18-20.

[40] Mc 16,16.

[41] Jn 16,7-13.

[42] Jn 14,16-17.

[43] Jn 15,26-27.

[44] Lc 10,16.

[45] Jn 20,21.

[46] Rom 1,5.

[47] Mc 16,20.

[48] San Jerónimo, In Matth. IV c.28 v.20.

[49] 2 Tim 2,1-2.

[50] San Clemente Rom., Epist. I ad Cor. c.42,44.

[51] San Cipriano, Epist. 50 ad Magnum n. 1.

[52] Autor del  Tract. de fide orthod. contra Arianos.

[53] San Agustín, De haeresibus n. 88.

[54] Ef 4,3ss.

[55] Orígenes, Vetus interpretatio commentariorum in Matth. n.46.

[56] San Ireneo, Adver. haeres. IV c.33 n.8.

[57] Tertuliano, De praescript. c.21.

[58] San Hilario, Commentar. in Matth. 31 n.1.

[59] Rufino, Hist. Eccl. II c.9.

[60] Ricardo de S. Víctor, De Trinit. I c.2.

[61] Concilio Vaticano I, ses.3 c.3.

[62] Sant 2,10.

[63] San Agustín, Enarrat. in Psalm. 54 n.19.

[64] 2 Cor 10,5.

[65] San Agustín, Contra Faustum manich. XVII c.3.

[66] Concilio Vaticano I, ses.3 c.3.

[67] San Agustín, De utilit. credenci c.17 n.35.

[68] 1 Cor 4, 1.

[69] Santo Tomás de Aquino, Summa theol. II-II C.39 a.1.

[70] San Jerónimo, Commentar. in epist. ad Titum c.3 v.10-11.

[71] San Juan Crisóstomo, Hom. 11 in epist. ad Ephes. n.5.

[72] San Agustín, Contra epist. Parmeniani II c.l l n.25.

[73] Santo Tomás de Aquino, Contra Gentes IV c.76.

[74] Mt 16,13.

[75] San Paciano, Epist. 3 ad Sempronium n.11.

[76] San Cirilo Alej., In evang. Ioann. II c.l v.42.

[77] Orígenes, Comment. in Matth. XII n.11.

[78] Ibíd.

[79] San Juan Crisóstomo, Hom. 54 int Matth. n.2.

[80] Jn 21,16-17.

[81] San Ambrosio, Exposit. in evang. sec. Luc. X n.175-176.

[82] San Juan Crisóstomo, De sacerdotio II.

[83] Lc 22,32.

[84] Ibíd.

[85] San Ambrosio, De fide IV n.56.

[86] San León Magno, Serm. 4c.2.

[87] Ef 2,21.

[88] San Basilio, Hom. de poenitentia n.4.

[89] Ap 3,7.

[90] Jn 10,11.

[91] San Juan Crisóstomo, Hom. 88 in Ioann. n.1.

[92] 2 Tes 2,16.

[93] San León Magno, Serm. 4 c.11.

[94] San Gregorio Magno, Epistolarum V epist.20.

[95] San León Magno, Serm.3 c.3.

[96] Concilio Florentino.

[97] San Ireneo, Adver. haeres. III c.3 n.2.

[98] San Cipriano, Epist.48 ad Cornelium n.3.

[99] San Cipriano, Epist.59 ad Cornelium n.14.

[100]. San Jerónimo, Epist.15 ad Damasum n.2.

[101] San Jerónimo, Epist.16 ad Damasum n.2.

[102] San Agustín, Epist.43 n.7.

[103] San Agustín, Serm.120 n.13.

[104] San Cipriano, Epist.55 n.l.

[105] Máximo Abad, Defloratio ex epistola ad Petrum illustrem.

[106] Concilio de Efeso, actio 3.

[107] Concilio de Constantinopla III, actio 18.

[108] Fórmula de profesión de fe católica, post epist.26 ad omnes episc. Hispan. n.4.

[109] Concilio II de Lyón, actio 4: Fórmula de profesión de fe de Miguel Paleólogo.

[110]. Lc 6,13.

[111] San Jerónimo, Diálogo Contra luciferianos n.9.

[112] San Juan Crisóstomo, Hom.88 in Ioann. n.1.

[113] San León Magno, Serm.4 c.2.

[114] San Cipriano, De unitate Ecclesiae n.4.

[115] San Optato de Mileve, De schismate donatistarum II.

[116] San Cipriano, Epist.l2 ad Cornelium n.5.

[117] San Optato de Mileve, De schismate donatistarum II n.4-5.

[118] Bruno Obispo, Commentarium in Ioann. p.III c.21 n.55.

[119] San Bernardo, De consideratione II c.8.

[120] Adriano II, In allocutione III ad Synodum Romanam (a.869). Act. VII Concilii Constant.IV.

[121] Nicolás, In epist.86 Ad Michael imp.: Patet profecto Sedis Apostolicae cuius auctoritate maior non est, iudicium a nemine fore retractandum, neque cuiquam de eius liceat iudicare iudicio.

[122] Gelasio, Epist.26 ad episcopos Dardaniaen.5.

[123] Santo Tomás de Aquino, In IV Sent. dist.17 a.4 ad c.4 ad 13.

[124] San Gregorio Magno, Epistolarum VIII epist.30 ad Eulogium.

[125] Jn 10,27.

[126] Heb 12,2.

[127] Jn 10,16.

[128] San Agustín, Contra donatistas epist. sive de unitate ecclesiae c.4 n.7.

[129] San Agustín, Enarratio in Psalm. 88 serm.2 n.14.