CONCILIO VATICANO I
CONSTITUCIÓN
DOGMÁTICA«FILIUS-DEI» SOBRE LA FE CATÓLICA
TERCERA SESIÓN: 24 DE
ABRIL DE 1870
Pío, obispo, siervo de
los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para perpetua
memoria.
El Hijo de Dios y redentor del género humano, nuestro Señor
Jesucristo, prometió, estando pronto a retornar a su Padre celestial, que
estaría con su Iglesia militante sobre la tierra todos los días hasta el fin
del mundo [1]. De aquí que nunca en momento alguno ha dejado de acompañar a su amada
esposa, asistiéndola cuando enseña, bendiciéndola en sus labores y trayéndole
auxilio cuando está en peligro. Ahora esta providencia salvadora aparece
claramente en innumerables beneficios, pero es especialmente manifiesta en los
frutos que han sido asegurados al mundo cristiano por los concilios ecuménicos,
de entre los cuales el Concilio de Trento merece especial mención, celebrados
aunque fuese en malos tiempos. De allí vino una más cercana definición y una
más fructífera exposición de los santos dogmas de la religión y la condenación
y represión de errores; de allí también, la restauración y vigoroso
fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, el avance del clero en el celo
por el saber y la piedad, la fundación de colegios para la educación de los
jóvenes a la sagrada milicia; y finalmente la renovación de la vida moral del pueblo
cristiano a través de una instrucción más precisa de los fieles y una más frecuente
recepción de los sacramentos. Además, de allí también vino una mayor comunión
de los miembros con la cabeza visible, y un mayor vigor en todo el cuerpo místico de Cristo. De allí vino la
multiplicación de las familias religiosas y otros institutos de piedad
cristiana; así también ese decidido y constante ardor por la expansión del
reino de Cristo por todo el mundo, incluso hasta el derramamiento de la propia
sangre.
Mientras recordamos con corazones agradecidos, como
corresponde, estos y otros insignes frutos que la misericordia divina ha
otorgado a la Iglesia, especialmente por medio del último sínodo ecuménico, no
podemos acallar el amargo dolor que sentimos por tan graves males, que han
surgido en su mayor parte ya sea porque la autoridad del sagrado sínodo fue
despreciada por muchos, ya porque fueron negados sus sabios decretos.
Nadie ignora que estas herejías, condenadas por los padres
de Trento, que rechazaron el magisterio divino de la Iglesia y dieron paso a
que las preguntas religiosas fueran motivo de juicio de cada individuo, han
gradualmente colapsado en una multiplicidad de sectas, ya sea en acuerdo o
desacuerdo unas con otras; y de esta manera mucha gente ha tenido toda fe en
Cristo como destruida. Ciertamente, incluso la Santa Biblia misma, la cual
ellos clamaban al unísono ser la única fuente y criterio de la fe cristiana, no
es más proclamada como divina sino que comienzan a asimilarla a las invenciones
del mito.
De esta manera nace y se difunde a lo largo y ancho del
mundo aquella doctrina del racionalismo o naturalismo –radicalmente opuesta a
la religión cristiana, ya que ésta es de origen sobrenatural–, la cual no
ahorra esfuerzos en lograr que Cristo, quien es nuestro único Señor y salvador,
sea excluido de las mentes de las personas así como de la vida moral de las
naciones y se establezca así el reino de lo que ellos llaman la simple razón o
naturaleza. El abandono y rechazo de la religión cristiana, así como la
negación de Dios y su Cristo, ha sumergido la mente de muchos en el abismo del
panteísmo, materialismo y ateísmo, de modo que están luchando por la negación
de la naturaleza racional misma, de toda norma sobre lo correcto y justo, y por
la ruina de los fundamentos mismos de la sociedad humana.
Con esta impiedad difundiéndose en toda dirección, ha
sucedido infelizmente que muchos, incluso entre los hijos de la Iglesia
católica, se han extraviado del camino de la piedad auténtica, y como la verdad
se ha ido diluyendo gradualmente en ellos, su sentido católico ha sido
debilitado. Llevados a la deriva por diversas y extrañas doctrinas [2], y
confundiendo falsamente naturaleza y gracia, conocimiento humano y fe divina,
se encuentra que distorsionan el sentido genuino de los dogmas que la Santa
Madre Iglesia sostiene y enseña, y ponen en peligro la integridad y la
autenticidad de la fe.
Viendo todo esto, ¿cómo puede ser que no se conmuevan las
íntima entrañas de la Iglesia? Pues así como Dios desea que todos se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad [3], así como Cristo vino para salvar lo
que estaba perdido [4] y congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban
dispersos [5], así también la Iglesia, constituida por Dios como madre y
maestra de todas las naciones, reconoce sus obligaciones para con todos y está
siempre lista y anhelante de levantar a los caídos, de sostener a los que
tropiezan, de abrazar a los que vuelven y de fortalecer a los buenos
impulsándolos hacia lo que es mejor. De esta manera, ella no puede nunca dejar
de testimoniar y declarar la verdad de Dios que sana a todos [6], ya que no
ignora estas palabras dirigidas a ella: «Mi espíritu está sobre ti, y estas
palabras mías que he puesto en tu boca no se alejarán de tu boca ni ahora ni en
toda la eternidad» [7].
Por lo tanto nosotros, siguiendo los pasos de nuestros
predecesores, en conformidad con nuestro supremo oficio apostólico, nunca hemos
dejado de enseñar y defender la verdad católica, así como de condenar las
doctrinas erradas. Pero ahora es nuestro propósito profesar y declarar desde
esta cátedra de Pedro ante los ojos de todos la doctrina salvadora de Cristo,
y, por el poder que nos es dado por Dios, rechazar y condenar los errores
contrarios. Hemos de hacer esto con los obispos de todo el mundo como nuestros
co-asesores y compañeros-jueces, reunidos aquí como lo están en el Espíritu
Santo por nuestra autoridad en este concilio ecuménico, y apoyados en la
Palabra de Dios como la hemos recibido en la Escritura y la Tradición,
religiosamente preservada y auténticamente expuesta por la Iglesia Católica.
CAPÍTULO 1
SOBRE DIOS CREADOR DE
TODAS LAS COSAS
La Iglesia Santa, Católica, Apostólica y Romana cree y
confiesa que hay un solo Dios verdadero y vivo, creador y señor del cielo y de
la tierra, omnipotente, eterno, inmensurable, incomprensible, infinito en su
entendimiento, voluntad y en toda perfección. Ya que Él es una única substancia
espiritual, singular, completamente simple e inmutable, debe ser declarado
distinto del mundo, en realidad y esencia, supremamente feliz en sí y de sí, e
inefablemente excelso por encima de todo lo que existe o puede ser concebido
aparte de Él.
Este único Dios verdadero, por su bondad y virtud
omnipotente, no con la intención de aumentar su felicidad, ni ciertamente de
obtenerla, sino para manifestar su perfección a través de todas las cosas
buenas que concede a sus creaturas, por un plan absolutamente libre,
«juntamente desde el principio del tiempo creo de lanada a una y otra creatura,
la espiritual y la corporal, a saber, la angélico y la mundana, y luego la
humana, como constituida a la vez de espíritu y de cuerpo» [8].
Todo lo que Dios ha creado, lo protege y gobierna con su
providencia, que llega poderosamente de un confín a otro de la tierra y dispone
todo suavemente [9].«Todas las cosas están abiertas y patentes a sus ojos» [10],
incluso aquellas que ocurrirán por la libre actividad de las creaturas.
CAPÍTULO 2
SOBRE LA REVELACIÓN
La misma Santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios,
principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza a partir de
las cosas creadas con la luz natural de la razón humana: «porque lo invisible
de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de
lo creado» [11].
Plugo, sin embargo, a su sabiduría y bondad revelarse a sí
mismo y los decretos eternos de su voluntad al género humano por otro camino, y
éste sobrenatural, tal como lo señala el Apóstol: «De muchas y distintas
maneras habló Dios desde antiguo a nuestros padres por medio los profetas; en
estos últimos días nos ha hablado por su Hijo» [12].
Es, ciertamente, gracias a esta revelación divina que
aquello que en lo divino no está por sí mismo más allá del alcance de la razón
humana, puede ser conocido por todos, incluso en el estado actual del género
humano, sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error alguno.
Pero no por esto se ha de sostener que la revelación sea
absolutamente necesaria, sino que Dios, por su bondad infinita, ordenó al
hombre a un fin sobrenatural, esto es, a participar de los bienes divinos, que
sobrepasan absolutamente el entendimiento de la mente humana; ciertamente «ni
el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó lo que Dios preparó
para aquellos que lo aman» [13].
Esta revelación sobrenatural, conforme a la fe de la Iglesia
universal declarada por el sagrado concilio de Trento, «está contenida en
libros escritos y en tradiciones no escritas, que fueron recibidos por los
apóstoles de la boca del mismo Cristo, o que, transmitidos como de mano en mano
desde los apóstoles bajo el dictado del Espíritu Santo, han llegado hasta
nosotros» [14].
Los libros íntegros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas
sus partes, según están enumerados en el decreto del mencionado concilio y como
se encuentran en la edición de la Antigua Vulgata Latina, deben ser recibidos
como sagrados y canónicos. La Iglesia estos libros por sagrados y canónicos no
porque ella los haya aprobado por su autoridad tras haber sido compuestos por
obra meramente humana; tampoco simplemente porque contengan sin error la
revelación; sino porque, habiendo sido escritos bajo la inspiración del
Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y han sido confiadas como tales a la
misma Iglesia.
Ahora bien, ya que cuanto saludablemente decretó el concilio
de Trento acerca de la interpretación de la Sagrada Escritura para constreñir a
los ingenios petulantes, es expuesto erróneamente por ciertos hombres,
renovamos dicho decreto y declaramos su significado como sigue: que en materia
de fe y de las costumbres pertinentes a la edificación de la doctrina
cristiana, debe tenerse como verdadero el sentido de la Escritura que la Santa
Madre Iglesia ha sostenido y sostiene, ya que es su derecho juzgar acerca del
verdadero sentido e interpretación de las Sagradas Escrituras; y por eso, a
nadie le es lícito interpretar la Sagrada Escritura en un sentido contrario a
éste ni contra el consentimiento unánime de los Padres.
CAPÍTULO 3
SOBRE LA FE
Ya que el hombre depende totalmente de Dios como su creador
y Señor, y ya que la razón creada está completamente sujeta a la verdad
increada; nos corresponde rendir a Dios que revela el obsequio del
entendimiento y de la voluntad por medio de la fe. La Iglesia Católica profesa
que esta fe, que es «principio de la salvación humana» [15], es una virtud
sobrenatural, por medio de la cual, con la inspiración y ayuda de la gracia de
Dios, creemos como verdadero aquello que Él ha revelado, no porque percibamos
su verdad intrínseca por la luz natural de la razón, sino por la autoridad de
Dios mismo que revela y no puede engañar ni ser engañado. Así pues, la fe, como
lo declara el Apóstol, «es garantía de lo que se espera, la prueba de las
realidades que no se ven» [16].
Sin embargo, para que el obsequio de nuestra fe sea de
acuerdo a la razón [17],quiso Dios que a la asistencia interna del Espíritu
Santo estén unidas indicaciones externas de su revelación, esto es, hechos
divinos y, ante todo, milagros y profecías, que, mostrando claramente la
omnipotencia y conocimiento infinito de Dios, son signos ciertísimos de la
revelación y son adecuados al entendimiento de todos. Por eso Moisés y los
profetas, y especialmente el mismo Cristo Nuestro Señor, obraron muchos
milagros absolutamente claros y pronunciaron profecías; y de los apóstoles
leemos: «Salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y
confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» [18]. Y nuevamente
está escrito: «Tenemos una palabra profética más firme, a la cual hacéis bien
en prestar atención, como a lámparas que iluminan en lugar oscuro» [19].
Ahora, si bien el asentimiento de la fe no es de manera
alguna un movimiento ciego de la mente, nadie puede, sin embargo, «aceptar la
predicación evangélica»como es necesario para alcanzar la salvación, «sin la
inspiración y la iluminación del Espíritu Santo, quien da a todos la facilidad
para aceptar y creer en la verdad» [20]. Por lo tanto, la fe en sí misma,
aunque no opere mediante la caridad [21], es un don de Dios, y su acto es obra
que atañe a la salvación, con el que la persona rinde verdadera obediencia a
Dios mismo cuando acepta y colabora con su gracia, la cual puede resistir [22].
Por tanto, deben ser creídas con fe divina y católica todas
aquellas cosas que están contenidas en la Palabra de Dios, escrita o
transmitida, y que son propuestas por la Iglesia para ser creídas como materia
divinamente revelada, sea por juicio solemne, sea por su magisterio ordinario y
universal. Ya que «sin la fe… es imposible agradar a Dios» [23] y llegar al
consorcio de sus hijos, se sigue que nadie pueda nunca alcanzar la
justificación sin ella, ni obtenerla vida eterna a no ser que «persevere hasta
el fin» [24] en ella. Así, para que podamos cumplir nuestro deber de abrazar la
verdadera fe y perseverar inquebrantablemente en ella, Dios, mediante su Hijo
Unigénito, fundó la Iglesia y la proveyó con notas claras de su institución, para
que pueda ser reconocida por todos como custodia y maestra de la Palabra
revelada.
Sólo a la Iglesia Católica pertenecen todas aquellas cosas,
tantas y tan maravillosas, que han sido divinamente dispuestas para la evidente
credibilidad de la fe cristiana. Es más, la Iglesia misma por razón de su
admirable propagación, su sobresaliente santidad y su incansable fecundidad en
toda clase de bienes, por su unidad católica y su invencible estabilidad, es un
gran y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefragable de su
misión divino.
Así sucede que, como estandarte levantado para todas las
naciones [25], invita también a sí a quienes no han creído aún, y asegura a sus
hijos que la fe que ellos profesan descansa en el más seguro de los
fundamentos. A este testimonio se añade el auxilio efectivo del poder de lo
alto. El benignísimo Señor mueve y auxilia con su gracia a aquellos que se
extravían, para que puedan «llegar al conocimiento de la verdad» [26]; y
confirma con su gracia a quienes «ha trasladado de las tinieblas a su luz
admirable» [27], para que puedan perseverar en su luz, no abandonándolos, a no
ser que sea abandonado. Por lo tanto, la situación de aquellos que por el don
celestial de la fe han abrazado la verdad católica, no es en modo alguno igual
a la de aquellos que, guiados por las opiniones humanas, siguen una religión
falsa; ya que quienes han aceptado la fe bajo la guía de la Iglesia no tienen
nunca una razón justa para cambiar su fe o ponerla en cuestión. Siendo esto así,
«dando gracias a Dios Padre que nos ha hecho dignos de compartir con los santos
en la luz» [28] no descuidemos tan grande salvación, sino que «mirando en Jesús
al autor y consumador de nuestra fe» [29], «mantengamos inconmovible la confesión
de nuestra esperanza» [30].
CAPÍTULO 4
SOBRE LA FE Y LA RAZÓN
El asentimiento perpetuo de la Iglesia católica ha sostenido
y sostiene que hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su
principio, sino también por su objeto. Por su principio, porque en uno conocemos
mediante la razón natural y enel otro mediante la fe divina; y por su objeto,
porque además de aquello que puede ser alcanzado por la razón natural, son
propuestos a nuestra fe misterios escondidos por Dios, los cuales sólo pueden
ser conocidos mediante la revelación divina. Por tanto, el Apóstol, quien
atestigua que Dios es conocido por los gentiles«a partir de las cosas creadas» [31],
cuando habla sobre la gracia y la verdad que «nos vienen por Jesucristo» [32],
declara sin embargo: «Proclamamos una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida,
destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra, desconocida
de todos los príncipes de este mundo… Dios nos la reveló por medio del
Espíritu; ya que el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» [33].
Y el Unigénito mismo, en su confesión al Padre, reconoce que éste ha ocultado
estas cosas a los sabios y prudentes y se las ha revelado a los pequeños [34].
Y ciertamente la razón, cuando iluminada por la fe busca
persistente, piadosa y sobriamente, alcanza por don de Dios cierto
entendimiento, y muy provechoso, de los misterios, sea por analogía con lo que
conoce naturalmente, sea por la conexión de esos misterios entre sí y con el
fin último del hombre. Sin embargo, la razón nunca es capaz de penetrar esos
misterios en la manera como penetra aquellas verdades que forman su objeto
propio; ya que los divinos misterios, por su misma naturaleza, sobrepasan tanto
el entendimiento de las creaturas que, incluso cuando una revelación es dada y
aceptada por la fe, permanecen estos cubiertos por el velo de esa misma fe y
envueltos de cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal «vivimos lejos del
Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión» [35].
Pero aunque la fe se encuentra por encima de la razón, no
puede haber nunca verdadera contradicción entre una y otra: ya que es el mismo
Dios que revela los misterios e infunde la fe, quien ha dotado a la mente
humana con la luz de la razón. Dios no puede negarse a sí mismo, ni puede la
verdad contradecir la verdad. La aparición de esta especie de vana
contradicción se debe principalmente al hecho o de que los dogmas de la fe no
son comprendidos ni explicados según lamente de la Iglesia, o de que las
fantasías de las opiniones son tenidas por axiomas de la razón. De esta manera,
«definimos que toda afirmación contraria ala verdad de la fe iluminada es
totalmente falsa» [36].
Además la Iglesia que, junto con el oficio apostólico de
enseñar, ha recibido el mandato de custodiar el depósito de la fe, tiene por
encargo divino el derecho y el deber de proscribir toda falsa ciencia [37], a
fin de que nadie sea engañado por la filosofía y la vana mentira [38]. Por esto
todos los fieles cristianos están prohibidos de defender como legítimas
conclusiones de la ciencia aquellas opiniones que se sabe son contrarias a la
doctrina de la fe, particularmente si han sido condenadas por la Iglesia; y,
más aun, están del todo obligados a sostenerlas como errores que ostentan una
falaz apariencia de verdad.
La fe y la razón no sólo no pueden nunca disentir entre sí,
sino que además se prestan mutua ayuda, ya que, mientras por un lado la recta
razón demuestra los fundamentos de la fe e, iluminada por su luz, desarrolla la
ciencia de las realidades divinas; por otro lado la fe libera a la razón de
errores y la protege y provee con conocimientos de diverso tipo. Por esto, tan
lejos está la Iglesia de oponerse al desarrollo de las artes y disciplinas
humanas, que por el contrario las asiste y promueve de muchas maneras. Pues no
ignora ni desprecia las ventajas para la vida humana que de ellas se derivan,
sino más bien reconoce que esas realidades vienen de «Dios, el Señor de las
ciencias»[39], de modo que, si son utilizadas apropiadamente, conducen a Dios
con la ayuda de su gracia. La Iglesia no impide que estas disciplinas, cada una
en su propio ámbito, aplique sus propios principios y métodos; pero,
reconociendo esta justa libertad, vigila cuidadosamente que no caigan en el
error oponiéndose a las enseñanzas divinas, o, yendo más allá de sus propios
límites, ocupen lo perteneciente a la fe y lo perturben.
Así pues, la doctrina de la fe que Dios ha revelado es
propuesta no como un descubrimiento filosófico que puede ser perfeccionado por
la inteligencia humana, sino como un depósito divino confiado a la esposa de
Cristo para ser fielmente protegido e infaliblemente promulgado. De ahí que
también hay que mantener siempre el sentido de los dogmas sagrados que una vez
declaró la Santa Madre Iglesia, y no se debe nunca abandonar bajo el pretexto o
en nombre de un entendimiento más profundo. «Que el entendimiento, el
conocimiento y la sabiduría crezcan con el correr de las épocas y los siglos, y
que florezcan grandes y vigorosos, en cada uno y en todos, en cada individuo y
en toda la Iglesia: pero esto sólo de
manera apropiada, esto es, en la misma doctrina, el mismo sentido y el mismo
entendimiento» [40].
CÁNONES SOBRE DIOS
CREADOR DE TODAS LAS COSAS
1. Si alguno negare al único Dios verdadero, creador y señor
de las cosas visibles e invisibles: sea anatema.
2. Si alguno fuere tan osado como para afirmar que no existe
nada fuera de la materia: sea anatema.
3. Si alguno dijere que es una sola y la misma la substancia
o esencia de Dios y la de todas las cosas: sea anatema.
4. Si alguno dijere que las cosas finitas, corpóreas o
espirituales, o por lo menos las espirituales, han emanado de la substancia
divina; o que la esencia divina, por la manifestación y evolución de sí misma
se transforma en todas las cosas; o, finalmente, que Dios es un ser universal e
indefinido que, determinándose así mismo, establece la totalidad de las cosas,
distinguidas en géneros, especies e individuos: sea anatema.
5. Si alguno no confesare que el mundo y todas las cosas que
contiene, espirituales y materiales, fueron producidas de la nada por Dios de
acuerdo a la totalidad de su substancia; o sostuviere que Dios no creó por su
voluntad libre de toda necesidad, sino con la misma necesidad con que se ama a
sí mismo; o negare que el mundo fue creado para gloria de Dios: sea anatema.
SOBRE LA REVELACIÓN
1. Si alguno dijere que Dios, uno y verdadero, nuestro
creador y Señor, no puede ser conocido con certeza a partir de las cosas que
han sido hechas, con la luz natural de la razón humana: sea anatema.
2. Si alguno dijere que es imposible, o inconveniente, que
el ser humano sea instruido por medio de la revelación divina acerca de Dios y
del culto que debe tributársele: sea anatema.
3. Si alguno dijere que el ser humano no puede ser
divinamente elevado a un conocimiento y perfección que supere lo natural, sino
que puede y debe finalmente alcanzar por sí mismo, en continuo progreso, la
posesión de toda verdad y de todo bien: sea anatema.
4. Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos todos
los libros de la Sagrada Escritura con todas sus partes, tal como los enumeró
el Concilio de Trento, o negare que ellos sean divinamente inspirados: sea
anatema.
SOBRE LA FE
1. Si alguno dijere que la razón humana es de tal modo
independiente que no puede serle mandada la fe por Dios: sea anatema.
2. Si alguno dijere que la fe divina no se distingue del
conocimiento natural sobre Dios y los asuntos morales, y que por consiguiente
no se requiere para la fe divina que la verdad revelada sea creída por la
autoridad de Dios que revela: sea anatema.
3. Si alguno dijere que la revelación divina no puede
hacerse creíble por signos externos, y que por lo tanto los hombres deben ser
movidos a la fe sólo por la experiencia interior de cada uno o por inspiración
privada: sea anatema.
4. Si alguno dijere que todos los milagros son imposibles, y
que por lo tanto todos los relatos de ellos, incluso aquellos contenidos en la
Sagrada Escritura, deben ser dejados de lado como fábulas o mitos; o que los
milagros no pueden ser nunca conocidos con certeza, ni puede con ellos probarse
legítimamente el origen divino de la religión cristiana: sea anatema.
5. Si alguno dijere que el asentimiento a la fe cristiana no
es libre, sino que necesariamente es producido por argumentos de la razón humana;
o que la gracia de Dios es necesaria sólo para la fe viva que obra por la
caridad [41]: sea anatema.
6. Si alguno dijere que la condición de los fieles y de
aquellos que todavía no han llegado a la única fe verdadera es igual, de manera
que los católicos pueden tener una causa justa para poner en duda, suspendiendo
su asentimiento, la fe que ya han recibido bajo el magisterio de la Iglesia,
hasta que completen una demostración científica de la credibilidad y verdad de
su fe: sea anatema.
SOBRE LA FE Y LA RAZÓN
1. Si alguno dijere que en la revelación divina no está
contenido ningún misterio verdadero y propiamente dicho, sino que todos los
dogmas de la fe pueden ser comprendidos y demostrados a partir de los
principios naturales por una razón rectamente cultivada: sea anatema.
2. Si alguno dijere que las disciplinas humanas deben ser
desarrolladas con tal grado de libertad que sus aserciones puedan ser
sostenidas como verdaderas incluso cuando se oponen a la revelación divina, y
que estas no pueden ser prohibidas por la Iglesia: sea anatema.
3. Si alguno dijere
que es posible que en algún momento, dado el avance del conocimiento, pueda
asignarse a los dogmas propuestos por la Iglesia un sentido distinto de aquel
que la misma Iglesia ha entendido y entiende: sea anatema.
Así pues, cumpliendo nuestro oficio pastoral supremo,
suplicamos por el amor de Jesucristo y mandamos, por la autoridad de aquél que
es nuestro Dios y Salvador, a todos los fieles cristianos, especialmente a las
autoridades y a los que tienen el deber de enseñar, que pongan todo su celo y
empeño en apartar y eliminar de la Iglesia estos errores y en difundir la luz
de la fe purísima.
Mas como no basta
evitar la contaminación de la herejía, a no ser que se eviten cuidadosamente
también aquellos errores que se le acercan en mayor o menor grado, advertimos a
todos de su deber de observar las constituciones y decretos en que tales
opiniones erradas, incluso no mencionadas expresamente en este documento, han
sido proscritas y prohibidas por esta Santa Sede.
Notas:
[1] Ver Mt 28,20.
[2] Ver Heb 13,9.
[3] 1Tim 2,4.
[4] Ver Lc 19,10.
[5] Ver Jn 11,52.
[6] Ver Sab 16,12
[7] Is 59,21.
[8] Concilio de Letrán IV, can. 2 y 5.
[9] Ver Sab 8,1.
[10] Heb 4,13.
[11] Rom 1,20.
[12] Heb 1,1ss.
[13] 1Cor 2,9
[14] Concilio de Trento, sesión IV, dec. I.
[15] Concilio de Trento, sesión VI, dec. sobre la
justificación, cap. 8.
[16] Heb 11,1.
[17] Cf. Rom 12,1.
[18] Mc 16,20.
[19] 2Pe 1,19
.[20] Concilio II de Orange, can. VII.
[21] Cf. Gal 5,6
[22] Cf. Concilio de Trento, sesión VI, dec. sobre la
justificación, cap. 5s.
[23] Heb 11,6.
[24] Mt 10,22; 24, 13
[25] Cf. Is 11,12
[26] 1Tim 2,4.
[27] 1Pe 2,9.
[28] Col 1,2
[29] Heb 12,2
[30] Heb 10,23.
[31] Rom 1,20.
[32] Ver Jn 1,17.
[33] 1Cor 2, 7-8.10.
[34] Ver Mt 11,25.
[35] 2Cor 5,6s.
[36] Concilio de Letrán V, sesión VIII, 19.
[37] Ver 1Tim 6,20.
[38] Ver Col 2,8.
[39] Ver 1Re 2,3.
[40] Vicentius Lerinensis, Commonitorium primum, c. 23 (PL
50, 668).
[41] Ver Gal 5,6.
Pongo enlace para la descarga de esta Constitución dogmática: