8 de septiembre: Virgen de Covadonga

LA VIRGEN DE COVADONGA (718 d. C.)

En el altísimo muro de rocas que muere sobre la impetuosa corriente del río Deva, en el fondo de la agreste y estrecha garganta que forma el valle de Covadonga, en la región española de Oviedo, provincia de Asturias, materialmente incrustado dentro de la espaciosa cueva donde un puñado de cristianos venció a un ejército de moros en memorable batalla, se encuentra el santuario nacional de Covadonga, famoso lugar de peregrinación al que se denomina con frecuencia el «Lourdes español», por venerarse ahí la misma imagen de la Virgen María que, hace ocho siglos, presidió la colosal epopeya y por cuya mediación se realizó el milagro del triunfo de los cristianos. La iglesia actual, basílica insigne, data de mediados del siglo pasado, pero desde el momento mismo de la milagrosa batalla que tuvo lugar en el año de 718, se ha mantenido intacta la acendrada veneración del pueblo español por la bendita imagen de la Madre de Dios, artífice de la victoria.

Por aquellos tiempos, la cristiana España gemía avasallada por la dominación de los musulmanes, y al territorio de Asturias, gobernado por el emir Ayub, llegaron las avanzadas de un gigantesco ejército morisco con miras a imponer por la fuerza la tiránica opresión. Ante el temor de tenerse que sujetar el yugo de los infieles, los cristianos de Asturias se refugiaron en las agrestes montañas y, una vez ahí decidieron aprestarse a la defensa y nombraron caudillo a Don Pelayo, noble caballero visigodo, descendiente del rey Rodrigo. Frente a la actitud rebelde de los cristianos, el gobernador de aquella región montañosa quiso darles un escarmiente y puso al mando del general Alkamah a cientos de miles de soldados moros, con órdenes de perseguir a los astures y exterminarlos. En cuanto Don Pelayo tuvo noticias de que se acercaba el enemigo, tomó la prudente medida de retirarse con los suyos hacia lo más recóndito de las sierras, donde distribuyó sus fuerzas sobre las alturas que dominan el estrecho valle del río Deva y él mismo, con un puñado de cristianos y la imagen de la Virgen María que le acompañaba en todas sus empresas, se refugió en la espaciosa cueva de Covadonga, sobre el mismo valle y esperó. El general Alkamah cobró ánimos ante la retirada de los cristianos y se precipitó por la angosta cañada, seguro de obtener la victoria, dado el número de sus tropas y la escasez de las huestes contrarias. Entraron, pues, los moros como encajonados en la cañada donde Pelayo los aguardaba con serenidad, contando más con la protección del cielo que con sus fuerzas, ya que por recomendación especial suya, se había puesto la empresa de la defensa bajo la protección de la Virgen María, y continuamente se arrodillaban los cristianos ante la imagen en la cueva para implorar su poderosa mediación.

Al encontrarse las contrarias huestes se trabó una recia batalla cuya celebridad durará tanto como dure la memoria de los hombres. Las flechas que lanzaban los moros rebotaban en la roca y herían a los propios infieles, mezcladas con las que desde la gruta arrojaban los cristianos. Al mismo tiempo, los que se hallaban apostados en las laderas, hacían rodar a lo hondo del valle enormes peñascos y troncos de árboles que aplastaban a los enemigos. No tardó en apoderarse de los musulmanes el desaliento, al tiempo que crecía el ánimo de los cristianos, alentados por la fe de que Dios y la Virgen peleaban por ellos. Así debía ser, en efecto, puesto que cuando Alkamah ordenó la retirada, se produjo una caótica confusión entre sus hombres que, atrapados en aquellas angosturas, chocaban y se estorbaban unos a otros y, en aquellos momentos se levantó una furiosa tempestad que aumentó el espanto de los que trataban de huir vencidos. El desastre fue espantoso: el retumbar de los truenos entre montes y riscos, la lluvia que caía a torrentes, las rocas y los árboles que se desgajaban de todos lados sobre los moros que, entre alaridos de terror, corrían por todas partes, se atacaban entre sí, desesperados, y se metían al río crecido, cuya impetuosa corriente los arrastraba. Las crónicas antiguas hacen subir al ejército de infieles que combatió en Covadonga a cifras asombrosas y asientan muy formalmente que en la batalla perecieron ciento ochenta y siete mil hombres, sin quedar uno que lo contara. Por otra parte, inmediatamente después del suceso, comenzó a cantarse un romancillo popular que exageraba más la nota y decía así:

El valeroso Pelayo

cercado está en Covadonga

por cuatrocientos mil moros

que en el zancarrón adoran.

Sólo cuarenta cristianos

tiene, y aún veinte le sobran.

Cuatrocientas mil cabezas

de los perros de Mahoma

los valerosos cristianos

siegan, hienden y destrozan,

concediendo así la Virgen

al gran Pelayo victoria.

Por supuesto que todas estas son fantasías, pero no hay duda de que el memorable triunfo de Covadonga, aunque se explique como hemos visto, por sus causas naturales, fue un conjunto de circunstancias extraordinarias y aun hubo algo que parece exceder los límites de lo natural y lo humano. En pocas ocasiones ha podido ser para los cristianos tan manifiesta la protección del cielo y, por lo mismo, no es de extrañar que los propios actores del drama y los cronistas posteriores lo achacaran todo al milagro y a la mediación de la Virgen María, cuya imagen había llevado consigo Pelayo a la cueva. Por otra parte, la victoria de Covadonga marcó la iniciación de aquella grandiosa epopeya que se conoce como la Reconquista de España y que culminó con la toma de Granada, el último baluarte de los moros, por los reyes católicos Fernando e Isabel. Después de la batalla, a Pelayo se le coronó rey y a la Madre de Dios se la proclamó reina y señora, patrocinadora de las armas cristianas y patrona de aquel lugar.

Desde entonces, Covadonga fue el centro de peregrinaciones de los devotos de la Virgen María. Ya a mediados del siglo VIII, durante el reinado de Alfonso I, se edificó una capilla en la misma cueva y, poco tiempo después se estableció cerca un monasterio de los monjes de San Benito, que dos siglos más tarde quedó bajo el gobierno de los canónigos regulares. Durante el siglo XIII, los reyes Fernando III y Alfonso X concedieron grandes privilegios al santuario. En el siglo XVI, éste le hizo regios donativos y, en 1635, el rey Felipe IV amplió y reconstruyó el santuario y mandó edificar ahí viviendas y hospederías.

En 1777, la iglesia se incendió por haber caído en ella un rayo. Inmediatamente se encargaron los trabajos de reconstrucción de un enorme santuario a un famoso arquitecto. Debido a las dificultades para el transporte de material, la escasez de mano de obra y lo escabroso del terreno, pasaron cerca de cincuenta años antes de que la obra estuviese terminada. En el año de 1884 se le dio el título de colegiata a aquella iglesia. Esta se encuentra dentro de la caverna y, a la entrada, en la pared rocosa, están las tumbas de Pelayo y el rey Alfonso I. Las peregrinaciones a Covadonga son constantes, pero las mayores se efectúan principalmente en verano, sobre todo durante los días 7 y 8 de septiembre, víspera y festividad de la Virgen, cuando la asistencia es muy numerosa.

         Butler, La Vida de Santos, Tomo III, página 509 y siguientes.