12 de octubre: Fiesta de la Virgen del Pilar

Santisima Virgen del Pilar

PATRONA DE LA HISPANIDAD Y DÍA DE LA RAZA

(Siglo I)

En la ciudad española de Zaragoza, la que antes de los tiempos de Cristo era la famosa y rica villa romana de César Augusto, de donde deriva su nombre actual, existe el monumento más sólido, antiguo, fidedigno y magnífico que tiene España como prueba de una piadosa tradición y de una antiquísima y profunda devoción por la Santísima Virgen María: el Santuario del Pilar. Esa gran basílica mañana con sus once cúpulas y sus cuatro campanarios es conocida y famosa, no sólo en España, sino en el mundo entero, puesto que, según la tradición, en tiempos inmemoriales se apareció ahí la Madre de Dios y, desde entonces, a través de los siglos, ha mostrado su protección especial con repetidas gracias, milagros y portentos, hasta ganarse la indefectible piedad de los españoles, que le tributan culto con devoción, constancia y magnificencia.

La tradición, tal como ha surgido de unos documentos del siglo XIII que se conservan como un tesoro en la catedral de Zaragoza, se remonta a la época inmediatamente posterior a la Ascensión de Jesucristo, cuando los apóstoles, fortalecidos con el Espíritu Santo, se disponían a emprender la predicación del Evangelio. Se dice que, por entonces, el Apóstol Santiago el Mayor, hermano de Juan e hijo del Zebedeo, tuvo la inspiración de ir a predicar a España. Al tiempo de salir de Jerusalén, obtuvo la licencia y la bendición de la Santísima Virgen y se trasladó a aquella porción del mundo sumergida en la idolatría. Los documentos dicen textualmente que Santiago, «pasando por Asturias, llegó a la ciudad de Oviedo, en donde convirtió a varios a la fe. Continuó el viaje con sus nuevos discípulos a través de Galicia y de Castilla, hasta llegar a Aragón, el territorio que se llamaba Celtiberia, donde está situada la ciudad de Zaragoza, en las riberas del Ebro. Allí predicó Santiago muchos días y, entre los muchos convertidos eligió como acompañantes a ocho hombres, con los cuales trataba de día del reino de Dios y, por la noche, recorría las riberas para tomar algún descanso.»

Junto al Ebro se encontraba Santiago cierta noche con sus discípulos, como afirman los códigos, cuando «oyó voces de ángeles que cantaban Ave, Maria, gratia plena y vio aparecer a la Virgen Madre de Cristo, de pie sobre un pilar de mármol». La Santísima Virgen, que aún vivía en carne mortal, habló con el Apóstol para pedirle que se le construyese ahí una iglesia, con el altar en torno al pilar donde estaba de pie y que «permanecerá en este sitio hasta el fin de los tiempos para que la virtud de Dios obre portentos y maravillas por mi intercesión con aquéllos que en sus necesidades imploren mi patrocinio». Desapareció la Virgen y quedó ahí el pilar. El Apóstol Santiago y los ocho testigos del prodigio comenzaron inmediatamente a edificar una iglesia en aquel sitio y, con el concurso de los conversos, la obra se puso en marcha con rapidez. Pero antes de que estuviese terminada la iglesia, Santiago ordenó presbítero a uno de sus discípulos para servicio de la misma, la consagró y le dio el título de Santa María del Pilar, antes de regresar a Judea. Esa fue la primera iglesia del mundo dedicada en honor de la Virgen.

Patrona de la Hispanidad y de la Raza

Hasta aquí las palabras del referido código que conserva la catedral de Zaragoza y que dio origen a la acendrada devoción por la Virgen del Pilar, que se extendió por toda España y sobrepasó las fronteras. Sin embargo, la autenticidad de estos documentos ha sido puesta en duda por los investigadores de la historia, quienes han levantado grandes dificultades en contra de la tradición. La primera y la más grave es el silencio persistente en las crónicas antiguas y medievales sobre esta aparición de la Virgen, ya que el primer documento que nos habla de ella, pertenece a los finales del siglo XIII. Sin embargo, otros muchos historiadores e investigadores defienden esta tradición y aducen el argumento de que hay una serie de monumentos o testimonios que demuestran la existencia de una iglesia dedicada a la Virgen de Zaragoza. El más antiguo de estos testimonios es el famoso sarcófago de Santa Engracia, que se conserva en Zaragoza desde el siglo IV, cuando la santa fue martirizada y que representa en un bajo relieve, según parece, el descenso de la Virgen de los cielos para aparecerse al Apóstol Santiago. Asimismo, hacia el año 835, un monje de San Germán de París, llamado Almoino, redactó unos escritos en los que habla de la iglesia de la Virgen María de Zaragoza, «donde había servido en su tiempo (mediados del siglo III) el gran mártir San Vicente».

Por otra parte, la devoción del pueblo por la Virgen del Pilar se halla tan arraigada y desde épocas tan remotas entre los españoles, que las autoridades eclesiásticas de Roma, no obstante sus reiteradas negativas a conceder el oficio del Pilar, tuvieron que ceder a las repetidas instancias de los soberanos y los súbditos de España para autorizar el oficio definitivo en el que se consigna la aparición de la Virgen del Pilar como «una antigua y piadosa creencia». El Papa Clemente XII señaló la fecha del 12 de octubre para la festividad particular de la Virgen del Pilar, pero ya desde siglos antes, en todas las iglesias de España y entre todos los pueblos sujetos al rey católico, se celebraba la ventura de haber tenido a la Madre de Dios en su región, cuando todavía vivía en carne mortal. Es fama que el día 12 de octubre de 1492, precisamente cuando las tres carabelas de Cristóbal Colón avistaban las desconocidas tierras de América, al otro lado del Atlántico, los monjes de San Jerónimo cantaban alabanzas a la Madre de Dios en su santuario de Zaragoza, por lo cual, el 12 de octubre, día de la Virgen del Pilar, es también el «Día de la Raza».

Butler, La vida de los Santos, Tomo IV, página 93 y ss

6 de octubre: San Bruno

San Bruno

FUNDADOR DE LA ORDEN DE LOS CARTUJOS (1101 p.c.)

El sabio  y devoto cardenal Bona, hablando de los monjes cartujos, cuya orden fue fundada por San Bruno, los llama «el gran milagro del mundo: viven en el mundo como si estuviesen fuera de él; son ángeles en la tierra, como Juan Bautista en el desierto, y constituyen el mayor ornamento de la Iglesia; se elevan al cielo como águilas, y su instituto religioso está por encima de todos los otros.» El fundador de esa orden extraordinaria había nacido en el seno de una familia distinguida, hacia el año 1030, en Colonia. Partió de su ciudad natal cuando era todavía joven, para proseguir sus estudios en la escuela catedralicia de Reims. Cuando volvió a Colonia, recibió la ordenación sacerdotal y se le confirió una canonjía en la colegiata de San Cuniberto (aunque es posible que haya gozado de la canonjía desde antes de partir a Reims). El año 1056, fue invitado a enseñar gramática y teología en su antigua escuela.

El hecho de que haya sido escogido para puestos tan importantes cuando no tenía sino veintisiete años, demuestra que era un hombre extraordinario, pero no revela los caminos que Dios le tenía reservados para convertirse en lumbrera de la Iglesia. Bruno se ocupó de enseñar «a los clérigos más avanzados y versados en las ciencias, no a los principiantes». Su principal empeño consistía en llevar a sus discípulos a Dios y en enseñarles a respetar y amar la ley divina. Muchos de ellos llegaron a ser eminentes filósofos y teólogos, honraron a su maestro con sus talentos y habilidades y extendieron su fama hasta los más apartados rincones. Uno de ellos, Eudes de Chatillón, ciñó la tiara pontificia con el nombre de Urbano II y fue beatificado.

San Bruno fue profesor en la escuela de Reims donde mantuvo, durante dieciocho años, un alto nivel en los estudios. Después, fue nombrado canciller de la diócesis por el arzobispo Manases, quien era un personaje absolutamente indigno de su alto cargo. Bruno tuvo pronto ocasión de conocer la mala vida de su protector. El legado papal, Hugo de Saint Dié, citó a juicio a Manases ante el concilio de Autun, en 1076; pero el arzobispo se negó a presentarse y fue suspendido en el ejercicio de sus funciones. San Bruno, el preboste de la diócesis (llamado también Manases) y un canónigo de Reims, llamado Poncio, acusaron al arzobispo ante el concilio. La actitud de San Bruno fue tan prudente y reservada, que impresionó al legado, el cual, escribiendo al Papa, alabó la virtud y prudencia de nuestro santo. El arzobispo de Reims, furioso contra los tres canónigos que le habían acusado, mandó saquear y destruir sus casas y vendió sus beneficios eclesiásticos. Los tres canónigos se refugiaron en el castillo de Ebles de Roucy; ahí permanecieron hasta que el arzobispo simoníaco, engañando a San Gregorio VII (cosa que no era fácil), consiguió ser restituido al gobierno de su diócesis. San Bruno se trasladó entonces a Colonia. Por aquel tiempo, había decidido ya abandonar todo cargo eclesiástico, — según lo había comunicado en una carta a Raúl, preboste de Reims. Durante una conversación que habían tenido San Bruno, Raúl y otro canónigo en el jardín del castillo de Ebles de Roucy, discutieron acerca de la vanidad y falsedad de las ambiciones mundanas y de los goces de la vida eterna. Los tres habían quedado muy impresionados por aquella conversación y habían prometido abandonar el mundo. Sin embargo, difirieron la ejecución de sus planes hasta que el canónigo volviese a Roma, a donde tenía que viajar. Pero ésteno regresó, Raúl flaqueó en su resolución y volvió a establecerse en Reims.

Bruno fue el único que perseveró en su propósito de abrazar la vida religiosa, a pesar de que todo le sonreía, ya que poseía abundantes riquezas y gozaba de gran favor entre los personajes de importancia. Si se hubiese quedado en el mundo, habría sido pronto elegido arzobispo de Reims. En vez de ello, renunció a su beneficio eclesiástico y a todas sus riquezas y convenció a algunos amigos para que se retirasen con él a la soledad. Al principio se pusieron bajo la dirección de San Roberto, abad de Molesmes (quien colaboró más tarde en la fundación del Císter), y se establecieron en Séche-Fontaine, cerca de Molesmes. Durante su estancia ahí, Bruno, deseoso de mayor virtud y perfección, se puso a reflexionar y a consultar con sus compañeros acerca de lo que debían hacer para ello. Después de hacer mucha penitencia y oración para conocer la voluntad de Dios, Bruno comprendió que el sitio no se prestaba para sus propósitos y acudió a San Hugo, obispo de Grenoble, que era un hombre de Dios y podía ayudarle a conocer su voluntad. Por otra parte, Bruno estaba al tanto de que en los alrededores de Grenoble había muchos bosques solitarios en los que podría encontrar la paz que deseaba. Seis de sus primeros compañeros partieron a Grenoble con él; entre ellos se contaba Landuino, quien había de sucederle en el gobierno de la Gran Cartuja.

Llegaron a Grenoble a mediados de 1084. Inmediatamente se entrevistaron con San Hugo para pedirle que les designase un sitio en el que pudiesen entregarse al servicio de Dios, lejos del mundo y sosteniéndose del trabajo de sus manos. Hugo los recibió con los brazos abiertos, ya que, según se cuenta, había visto antes en sueños a los siete forasteros, en tanto que el mismo Dios construía una iglesia en el bosque de Chartreuse, y siete estrellas brillaban en el cielo como para indicarle el camino. El obispo de Grenoble abrazó fraternalmente a los peregrinos y les designó el desierto de Chartreuse para que viviesen y les prometió toda la ayuda que necesitasen para establecerse. Pero, a fin de mantenerlos alerta en las dificultades y para que supiesen perfectamente a qué atenerse, les previno que el sitio era de difícil acceso a causa de las abruptas montañas y de la nieve que lo cubrían la mayor parte del año. San Bruno aceptó el ofrecimiento con gran gozo, y San Hugo les concedió todos los derechos que poseía sobre ese bosque y los puso en relación con el abad de Chaise-Dieu, en la Auvernia. Bruno y sus compañeros empezaron por construir un oratorio y una serie de celdas a cierta distancia unas de otras, exactamente como en las antiguas «lauras» de Palestina. Tal fue el origen de la orden de los cartujos, que tomó su nombre del desierto de Chartreuse. San Hugo prohibió a las mujeres el acceso al paraje en que se habían establecido Bruno y sus compañeros, así como la caza, la pesca y la cría de ganado en la región. Al principio, los monjes vivían por pares en las celdas, pero poco después cada uno tuvo la suya propia, y sólo se reunían en la iglesia para el canto de los maitines y las vísperas; el resto del oficio lo rezaban en privado. Únicamente en las grandes fiestas comían dos veces al día; en esas  ocasiones, se reunían en el refectorio, pero de ordinario cada uno comía en su celda, como los ermitaños. En todo reinaba la mayor pobreza; por ejemplo, el único objeto de plata que había en la iglesia era el cáliz. El tiempo se repartía entre el trabajo y la oración. Una de las principales ocupaciones de los monjes consistía en copiar libros, con lo que se ganaban el sustento. La única dependencia verdaderamente rica del monasterio era la biblioteca. La tierra era poco fértil y el clima muy inclemente, de suerte que se prestaba poco para la siembra; en cambio, la cría de ganado prosperaba. El beato Pedro el Venerable, abad de Cluny, escribía unos veinticinco años después de la muerte de San Bruno: «Su vestido era más pobre que el del resto de los monjes y tan corto y delgado que se estremecía uno al verlo. Llevaban camisas de pelo sobre el cuerpo y ayunaban casi constantemente. Sólo comían pan negro; jamás probaban la carne, ni siquiera cuando estaban enfermos; nunca pescaban pero comían pescado cuando alguien se lo daba de limosna . . . Pasaban el tiempo en la oración, la lectura y el trabajo; su principal labor consistía en copiar libros. Sólo celebraban la misa los domingos y días de fiesta». Tal era la vida que llevaban, por más que no tenían reglas escritas, pero se inspiraban en la regla de San Benito en los puntos en que ésta era compatible con la vida eremítica. San Bruno acostumbró a sus discípulos a observar fielmente el modo de vida que les había prescrito. En 1127, el quinto prior de la Cartuja, llamado Guigues, puso por escrito los usos y costumbres. Guigues hizo muchas modificaciones, y sus «Consuetudines» son hoy todavía el libro esencial. Los cartujos constituyen la única de las órdenes antiguas que nunca ha sido reformada y que no ha tenido necesidad de reforma, gracias a su absoluto aislamiento del mundo y al celo que han puesto siempre los superiores y visitadores en no abrir la puerta a las mitigaciones y dispensas. La Iglesia considera la vida de los cartujos como el modelo perfecto del estado de contemplación y penitencia. Sin embargo, cuando San Bruno se estableció en Chartreuse, no tenía la menor intención de fundar una orden religiosa. Si sus monjes se extendieron, seis años más tarde, por el Delfinado, ello se debió, después de la voluntad de Dios, a una invitación que se les formuló, y lo menos que puede decirse es que San Bruno no tenía el menor deseo de aceptar esa invitación inesperada.

San Hugo concibió una admiración tan grande por San Bruno, que le tomó por director espiritual. A pesar de las dificultades del viaje desde Grenoble a la Cartuja, acostumbraba ir allá de cuando en cuando para conversar con San Bruno y aprovechar en la vida espiritual con su consejo y ejemplo. Pero la fama del fundador se extendió más allá de Grenoble y llegó a oídos de su antiguo discípulo, Eudes de Chátillon, quien al ceñir la tiara pontificia había tomado el nombre de Urbano II. Cuando oyó hablar de la santa vida que llevaba su maestro y, convencido de que era un hombre de ciencia y prudencia excepcionales, el Pontífice le mandó llamar a Roma para que le ayudase con sus consejos en el gobierno de la Iglesia. Difícilmente podía haberse presentado al santo una ocasión más amarga de mostrar su obediencia y hacer un sacrificio muy costoso. A pesar de ello, partió de la Cartuja a principios del año 1090, después de nombrar a Landuino prior del monasterio. La partida de Bruno produjo una pena enorme a sus discípulos, y varios de ellos abandonaron el monasterio. Los demás le siguieron a Roma; pero Bruno los convenció de que volviesen a la Cartuja, de la que se habían encargado durante su ausencia los – monjes de Chaise-Dieu.

San Bruno obtuvo permiso para establecerse en las ruinas de las termas de Diocleciano, de donde el Papa podía llamarle fácilmente cuando lo necesitaba. Es imposible determinar con certeza la importancia del papel de San Bruno en el gobierno de la Iglesia. Algunas de las disposiciones que se le atribuían antiguamente, fueron en realidad obra de su homónimo, San Bruno de Segni; pero está fuera de duda que nuestro santo colaboró en la preparación de varios sínodos organizados por Urbano II para reformar al clero. Por otra parte, el espíritu contemplativo del fundador de la Cartuja le llevaba naturalmente a trabajar sin ruido. El Papa intentó hacerle arzobispo de Reggio, pero el santo supo defenderse con tanta habilidad y supo dar al Pontífice tales argumentos para que le dejase retornar a la soledad, que Urbano II acabó por concederle permiso de retirarse a la Calabria; sin embargo, no le dejó volver a la Cartuja para tenerle siempre a mano. El conde Rogelio, hermano de Roberto Guiscardo, regaló al santo el hermoso y fértil valle de La Torre, en la diócesis de Squillace. Ahí se estableció San Bruno con algunos discípulos que se había ganado en Roma. Imposible describir el fervor y el gozo que el fundador de la Cartuja experimentó al volver a la soledad. Escribió por entonces una carta muy cariñosa a su amigo Raúl de Reims para invitarle a reunirse con él, recordando amigablemente la promesa que le había hecho y describiéndole en términos amables y entusiastas los gozos y deleites que él y sus compañeros hallaban en ese género de vida. La carta demuestra ampliamente que San Bruno no era un hombre melancólico y severo. La alegría, que corre siempre pareja con la verdadera virtud, es particularmente necesaria a las almas que viven en la soledad, ya que nada hay para ella tan pernicioso como la tristeza y la tendencia exagerada a la introspección.

San Bruno

En 1099, Landuino, el prior de la Cartuja, fue a Calabria a consultar con San Bruno ciertos puntos del instituto que había fundado, pues los monjes no querían apartarse un ápice del espíritu del fundador. Bruno les escribió entonces una carta llena de ternura y de espiritualidad, donde les daba instrucciones acerca de la vida eremítica, resolvía todas sus dificultades, les consolaba de lo que habían tenido que sufrir y les alentaba a la perseverancia. En sus dos ermitas de Calabria, llamadas Santa María y San Esteban, Bruno supo inspirar el espíritu de la Cartuja. En la cuestión material, recibió generosa ayuda del conde Rogelio, con quien llegó a unirle una estrecha amistad. El santo solía visitar al conde y su familia en Mileto, con ocasión de algún bautismo u otra celebración familiar; por su parte Rogelio acostumbraba ir a pasar algunas temporadas en La Torre. Bruno y el conde murieron con tres meses de diferencia.

En cierta ocasión en que Rogelio había puesto sitio a Capua, se salvó de la traición de uno de sus oficiales gracias a que San Bruno le previno en sueños. Cuando el conde comprobó la traición, condenó a muerte al oficial, pero San Bruno obtuvo el perdón para él. A fines de septiembre de 1101, San Bruno contrajo su última enfermedad. Al sentir que se aproximaba la muerte, mandó llamar a todos los monjes e hizo una confesión pública y una profesión de fe. Sus discípulos se encargaron de transmitir a la posteridad dicha profesión. El santo expiró el domingo 6 de octubre de 1101. Los monjes de La Torre enviaron un relato de su muerte a las principales iglesias y monasterios de Italia, Francia, Alemania, Inglaterra e Irlanda, pues era entonces costumbre pedir oraciones por las almas de los que habían fallecido. Ese documento, junto con los «elogia» escritos por los ciento setenta y ocho que recibieron el relato de su muerte, es uno de los más completos y valiosos que existen. San Bruno no ha sido nunca canonizado formalmente, pues los cartujos rehuyen todas las manifestaciones públicas. Sin embargo, en 1514 obtuvieron del Papa León X el permiso de celebrar la fiesta de su fundador, y Clemente X la extendió a toda la Iglesia de occidente en 1674. El santo es particularmente popular en Calabria, y el culto que se le tributa refleja en cierto modo el doble aspecto activo y contemplativo de su vida.

Butler, Vida de los Santos, Tomo IV, página 45 y ss.

8 de septiembre: Virgen de Covadonga

LA VIRGEN DE COVADONGA (718 d. C.)

En el altísimo muro de rocas que muere sobre la impetuosa corriente del río Deva, en el fondo de la agreste y estrecha garganta que forma el valle de Covadonga, en la región española de Oviedo, provincia de Asturias, materialmente incrustado dentro de la espaciosa cueva donde un puñado de cristianos venció a un ejército de moros en memorable batalla, se encuentra el santuario nacional de Covadonga, famoso lugar de peregrinación al que se denomina con frecuencia el «Lourdes español», por venerarse ahí la misma imagen de la Virgen María que, hace ocho siglos, presidió la colosal epopeya y por cuya mediación se realizó el milagro del triunfo de los cristianos. La iglesia actual, basílica insigne, data de mediados del siglo pasado, pero desde el momento mismo de la milagrosa batalla que tuvo lugar en el año de 718, se ha mantenido intacta la acendrada veneración del pueblo español por la bendita imagen de la Madre de Dios, artífice de la victoria.

Por aquellos tiempos, la cristiana España gemía avasallada por la dominación de los musulmanes, y al territorio de Asturias, gobernado por el emir Ayub, llegaron las avanzadas de un gigantesco ejército morisco con miras a imponer por la fuerza la tiránica opresión. Ante el temor de tenerse que sujetar el yugo de los infieles, los cristianos de Asturias se refugiaron en las agrestes montañas y, una vez ahí decidieron aprestarse a la defensa y nombraron caudillo a Don Pelayo, noble caballero visigodo, descendiente del rey Rodrigo. Frente a la actitud rebelde de los cristianos, el gobernador de aquella región montañosa quiso darles un escarmiente y puso al mando del general Alkamah a cientos de miles de soldados moros, con órdenes de perseguir a los astures y exterminarlos. En cuanto Don Pelayo tuvo noticias de que se acercaba el enemigo, tomó la prudente medida de retirarse con los suyos hacia lo más recóndito de las sierras, donde distribuyó sus fuerzas sobre las alturas que dominan el estrecho valle del río Deva y él mismo, con un puñado de cristianos y la imagen de la Virgen María que le acompañaba en todas sus empresas, se refugió en la espaciosa cueva de Covadonga, sobre el mismo valle y esperó. El general Alkamah cobró ánimos ante la retirada de los cristianos y se precipitó por la angosta cañada, seguro de obtener la victoria, dado el número de sus tropas y la escasez de las huestes contrarias. Entraron, pues, los moros como encajonados en la cañada donde Pelayo los aguardaba con serenidad, contando más con la protección del cielo que con sus fuerzas, ya que por recomendación especial suya, se había puesto la empresa de la defensa bajo la protección de la Virgen María, y continuamente se arrodillaban los cristianos ante la imagen en la cueva para implorar su poderosa mediación.

Al encontrarse las contrarias huestes se trabó una recia batalla cuya celebridad durará tanto como dure la memoria de los hombres. Las flechas que lanzaban los moros rebotaban en la roca y herían a los propios infieles, mezcladas con las que desde la gruta arrojaban los cristianos. Al mismo tiempo, los que se hallaban apostados en las laderas, hacían rodar a lo hondo del valle enormes peñascos y troncos de árboles que aplastaban a los enemigos. No tardó en apoderarse de los musulmanes el desaliento, al tiempo que crecía el ánimo de los cristianos, alentados por la fe de que Dios y la Virgen peleaban por ellos. Así debía ser, en efecto, puesto que cuando Alkamah ordenó la retirada, se produjo una caótica confusión entre sus hombres que, atrapados en aquellas angosturas, chocaban y se estorbaban unos a otros y, en aquellos momentos se levantó una furiosa tempestad que aumentó el espanto de los que trataban de huir vencidos. El desastre fue espantoso: el retumbar de los truenos entre montes y riscos, la lluvia que caía a torrentes, las rocas y los árboles que se desgajaban de todos lados sobre los moros que, entre alaridos de terror, corrían por todas partes, se atacaban entre sí, desesperados, y se metían al río crecido, cuya impetuosa corriente los arrastraba. Las crónicas antiguas hacen subir al ejército de infieles que combatió en Covadonga a cifras asombrosas y asientan muy formalmente que en la batalla perecieron ciento ochenta y siete mil hombres, sin quedar uno que lo contara. Por otra parte, inmediatamente después del suceso, comenzó a cantarse un romancillo popular que exageraba más la nota y decía así:

El valeroso Pelayo

cercado está en Covadonga

por cuatrocientos mil moros

que en el zancarrón adoran.

Sólo cuarenta cristianos

tiene, y aún veinte le sobran.

Cuatrocientas mil cabezas

de los perros de Mahoma

los valerosos cristianos

siegan, hienden y destrozan,

concediendo así la Virgen

al gran Pelayo victoria.

Por supuesto que todas estas son fantasías, pero no hay duda de que el memorable triunfo de Covadonga, aunque se explique como hemos visto, por sus causas naturales, fue un conjunto de circunstancias extraordinarias y aun hubo algo que parece exceder los límites de lo natural y lo humano. En pocas ocasiones ha podido ser para los cristianos tan manifiesta la protección del cielo y, por lo mismo, no es de extrañar que los propios actores del drama y los cronistas posteriores lo achacaran todo al milagro y a la mediación de la Virgen María, cuya imagen había llevado consigo Pelayo a la cueva. Por otra parte, la victoria de Covadonga marcó la iniciación de aquella grandiosa epopeya que se conoce como la Reconquista de España y que culminó con la toma de Granada, el último baluarte de los moros, por los reyes católicos Fernando e Isabel. Después de la batalla, a Pelayo se le coronó rey y a la Madre de Dios se la proclamó reina y señora, patrocinadora de las armas cristianas y patrona de aquel lugar.

Desde entonces, Covadonga fue el centro de peregrinaciones de los devotos de la Virgen María. Ya a mediados del siglo VIII, durante el reinado de Alfonso I, se edificó una capilla en la misma cueva y, poco tiempo después se estableció cerca un monasterio de los monjes de San Benito, que dos siglos más tarde quedó bajo el gobierno de los canónigos regulares. Durante el siglo XIII, los reyes Fernando III y Alfonso X concedieron grandes privilegios al santuario. En el siglo XVI, éste le hizo regios donativos y, en 1635, el rey Felipe IV amplió y reconstruyó el santuario y mandó edificar ahí viviendas y hospederías.

En 1777, la iglesia se incendió por haber caído en ella un rayo. Inmediatamente se encargaron los trabajos de reconstrucción de un enorme santuario a un famoso arquitecto. Debido a las dificultades para el transporte de material, la escasez de mano de obra y lo escabroso del terreno, pasaron cerca de cincuenta años antes de que la obra estuviese terminada. En el año de 1884 se le dio el título de colegiata a aquella iglesia. Esta se encuentra dentro de la caverna y, a la entrada, en la pared rocosa, están las tumbas de Pelayo y el rey Alfonso I. Las peregrinaciones a Covadonga son constantes, pero las mayores se efectúan principalmente en verano, sobre todo durante los días 7 y 8 de septiembre, víspera y festividad de la Virgen, cuando la asistencia es muy numerosa.

         Butler, La Vida de Santos, Tomo III, página 509 y siguientes.

8 de septiembre: Natividad de la Santísima Virgen

Natividad de la Santisima Virgen

Como la Natividad de la Santísima Virgen María es el anuncio jubiloso de que se aproxima la hora de la salvación, la Iglesia celebra esa festividad con alabanzas y acciones de gracias. Aquel nacimiento fue un misterio de bienaventuranzas, señalado con privilegios únicos. María vino al mundo distinta de todos los otros hijos de Adán: no estaba desprovista de gracia santificante y no tenía inclinación al pecado, sino que era pura, santa, hermosa, gloriosa, adornada con todas las gracias más preciosas y convenientes para ella, la elegida para ser Madre de Dios. Tan pronto como el hombre y la mujer cayeron en el pecado, tentados por Satanás, y fueron expulsados del Paraíso, el mismo Dios les prometió el advenimiento de otra mujer cuya descendencia aplastaría la cabeza de la serpiente. Al nacer la Virgen María, comenzó a cumplirse la promesa.

Con el propósito de aprender las lecciones que nos da la vida de la Virgen María, de alabar a Dios por las gracias que le concedió y por las bendiciones que, por ella, derramó sobre el mundo, así como para encomendar nuestras necesidades a una abogada tan poderosa, celebramos con la Iglesia fiestas en su honor. Esta fiesta de su natividad se celebró por primera vez en el oriente. Sabemos con certeza que fue el Papa San Sergio (687-701 P.C.) quien la introdujo en el occidente al establecer que se celebrasen en Roma cuatro fiestas en honor de Nuestra Señora: la Anunciación, la Asunción, la Natividad y la «Hypapante», es decir, la Purificación. Es muy probable que en algunas otras partes del Occidente, la Natividad de María se haya conmemorado desde antes. Por lo menos, está claramente anotada en el calendario de San Willibrordo (c. 704), así como en el Hieronymianum (c. 600), lo que sugiere una mayor antigüedad. El hecho de que se conmemorase la fiesta del nacimiento de San Juan Bautista en los tiempos de San Agustín, probablemente por el año de 401, respalda este punto de vista. Es indudable que cuando las gentes se enteraron de que la decapitación del Bautista y su nacimiento se celebraban por separado, tuvieron la idea de que el nacimiento de la Madre de Dios tendría que ser igualmente celebrado. En consecuencia, a la fiesta de la Asunción se agregó la del Natalicio (a las fiestas de la Concepción, de San Juan y de Nuestra Señora). Se desconoce el lugar donde nació la Virgen María. Una antigua tradición afirma que fue en Nazaret, y así se acepta en occidente; pero otra tradición señala a Jerusalén, y específicamente el barrio vecino a la Piscina de Betseda. Ahí hay ahora una cripta bajo la iglesia de Santa Ana que se venera como el lugar donde nació la Madre de Dios.

                            Butler, La Vida de Santos, Tomo III, página 508.

Asunción de la Santísima Virgen

Santísima Virgen de la Asunción

María era una doncella judía de la casa de David y de la tribu de Judá. la tradición popular atribuye a sus padres los nombres de Joaquín y Ana. María fue concebida sin pecado original (8 de diciembre). Su nacimiento, que la Iglesia celebra el 8 de septiembre, tuvo lugar en Séforis,  Nazaret, o como lo afirma la tradición más popular, en Jerusalén, muy cerca de la piscina de Betseda y de una de las puertas de la ciudad. Es curioso notar que son los mahometanos y no los cristianos quienes llaman a esa puerta «La Puerta de María». Los padres de la niña la habían prometido a Dios desde antes de su nacimiento; la Iglesia celebra el 21 de noviembre su presentación en el Templo, aunque ignoramos por qué lo hace precisamente en esa fecha. Según los apócrifos, María fue educada en el Templo con otras jóvenes judías. A los catorce años, fue prometida en matrimonio a un carpintero llamado José, quien había sido señalado milagrosamente al sumo sacerdote. Después de los desposorios y antes de que conviviesen, María recibió la visita del Arcángel Gabriel (la Anunciación, 25 de marzo) y la segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó en su seno por obra del Espíritu Santo. Esto tuvo lugar en Nazaret. María se dirigió entonces a Judea a visitar a su prima Santa Isabel, la madre de San Juan Bautista, la cual estaba en los últimos meses del embarazo (la Visitación, 2 de julio). Cuando ambos se dirigían a Jerusalén con motivo del censo del César Augusto, María dio a luz a Jesucristo, el Dios hecho hombre, en un establo de Belén (la Navidad, 25 de diciembre). Cuarenta días más tarde, cumpliendo lo mandado por la ley, María se presentó en el templo con su Hijo para el rito de la purificación (2 de febrero). Como se sabe, el rito de la purificación no existe en el cristianismo, que considera la maternidad como un honor y no como una impureza. Prevenido por un ángel, San José huyó con su esposa y el Niño a Egipto para evitar la cólera de Herodes. No sabemos cuánto tiempo permanecieron en Egipto; pero volvieron a Nazaret después de la muerte del tirano.

Durante los treinta años que precedieron a la vida pública del Salvador, María vivió exteriormente como todas las otras mujeres judías de condición modesta. Algunos olvidan estos años de la vida de María y sólo piensan en su glorificación como Reina del Cielo y en su participación en los principales misterios de la vida de su Hijo. Las sonoras y hermosas invocaciones de las letanías lauretanas, las delicadas vírgenes de Boticelli y las «prósperas burguesas» de Rafael, los líricos arranques de los predicadores que cantan las glorias de María, constituyen ciertamente un homenaje a la Madre de Dios, pero tienden a hacernos olvidar que María fue la esposa de un carpintero. El Lirio de Israel, la Hija de los Príncipes de Judá, la Madre del género humano, fue también una modesta mujercita judía, esposa de un artesano. Las manos de María se endurecieron en el trabajo y sus pies desnudos recorrieron aquellos polvorientos camino de Nazaret que conducían al pozo, a los olivares, a la sinagoga y al despeñadero en el que un día los enemigos de Jesús estuvieron a punto de precipitarle.

Y, al cabo de esos treinta años, los pies de María recogieron el polvo de los largos caminos de la vida pública del Señor, pues Ella le siguió de lejos desde el regocijo de las bodas de Cana hasta el abandono y la desolación del Calvario. Ahí fue donde la espada que había predicho Simeón el día de la purificación, atravesó el corazón de María. Desde la cruz Jesús confió a su Madre a San Juan «y desde aquella hora el discípulo la tomó por suya». El día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre María y los Apóstoles, que se hallaban reunidos en el cenáculo. Esta es la última ocasión en que la Sagrada Escritura menciona a María. Probablemente pasó el resto de su vida en Jerusalén y, durante las persecuciones, se refugió con San Juan en Efeso y otras ciudades.

María es la Madre de Dios, porque Jesús es Dios. El Concilio de Efeso condenó el año 431 a quienes negaban esta verdad. María fue virgen antes y después del parto y permaneció virgen toda su vida, según lo afirma la tradición constante y unánime de la Iglesia. El Concilio de Trento afirmó expresamente que María no había cometido jamás pecado alguno. Como «segunda Eva», María es madre de todo el género humano y se le debe un culto superior al de todos los santos; pero adorar a María constituiría una verdadera idolatría, porque María es una creatura, como el resto de la humanidad y toda su gloria procede de Dios.

La Iglesia ha sostenido siempre que el cuerpo de María se vio libre de la corrupción, que su alma se reunió nuevamente con él y que la Virgen fue transportada al cielo, como símbolo único de la resurrección que espera a los hijos de Dios. La preservación de la corrupción y la Asunción de María son una consecuencia lógica de la pureza absoluta de la Madre de Dios. Su cuerpo no había sido nunca manchado por el pecado, había sido un templo santo e inmaculado, en el que había tomado carne el Verbo Eterno. Las manos de María habían vestido y alimentado en la tierra al Hijo de Dios, quien la había venerado y obedecido como madre. Lo que no sabemos con certeza es si la Virgen murió o no; la opinión más general es que sí murió, ya fuese en Efeso o en Jerusalén.

Aun en el caso de que la fiesta de hoy sólo conmemorase la Asunción del alma de María, su objeto seguiría siendo el mismo; porque, así como honramos la llegada del alma de los santos al cielo, así, y con mayor razón todavía, debemos regocijarnos y alabar a Dios el día en que la Madre de Jesucristo entró en posesión de la gloria que su Hijo le tenía preparada.

Cuando Alban Butler escribió este artículo, la creencia en la Asunción de María al cielo no era aún un dogma de fe; según lo dijo Benedicto XIV, se trataba de una opinión probable, que no se podía negar sin impiedad y blasfemia. Pero dos siglos más tarde, en 1950, después de haber consultado a los obispos de la universal Iglesia, Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de María. He aquí sus propias palabras en la bula Munificentissimus Deus: «La extraordinaria unanimidad con que los obispos y los fieles de la Iglesia católica afirman la Asunción corporal de María al cielo como un dogma de fe, nos hizo ver que el magisterio ordinario de la Iglesia y la opinión de los fieles, dirigida y sostenida por éste, estaban de acuerdo. Ello probaba con infalible certeza que el privilegio de la Asunción era una verdad revelada por Dios y contenida en el divino depósito que Cristo confió a su esposa la Iglesia para que lo guardase fielmente y lo explicase con certeza absoluta«.

El primero de noviembre, día de la fiesta de Todos los Santos, el Papa promulgó públicamente la bula en la plaza de San Pedro de Roma y definió la Asunción en los términos siguientes: «Habiendo orado instantemente a Dios y habiendo pedido la luz del Espíritu de Verdad, para gloria del Dios todopoderoso, que hizo a María objeto de tan señalados favores; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para el acrecentamiento de la gloria de su Santísima Madre y para gozo y exultación de toda la Iglesia, Nos, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo y délos bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y por nuestra propia autoridad, declaramos y definimos que es un dogma divinamente revelado que la inmaculada Madre de Dios, la siempre virgen María, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo al terminar su vida mortal«.

La fiesta de la Asunción es, por excelencia, «la fiesta de María», la más solemne de cuantas la Iglesia celebra en su honor y es también, la fiesta titular de todas las iglesias consagradas a la Santísima Virgen en general. La Asunción es el glorioso coronamiento de todos los otros misterios de la vida de María, es la celebración de su grandeza, de sus privilegios y de sus virtudes, que se conmemoran también, por separado, en otras fiestas. El día de la Asunción ensalzamos a Cristo por todas las gracias que derramó sobre su Madre y, sobre todo, por la gloria con que se dignó coronar esas gracias. Sin embargo, la contemplación de la gloria de María en esta fecha no debe hacernos olvidar la forma en que la alcanzó, para que imitemos sus virtudes. Ciertamente, la maternidad divina de María fue el mayor de los milagros y la fuente de su grandeza, pero Dios no coronó precisamente la maternidad de María, sino sus virtudes: su caridad, su humildad, su pureza, su paciencia, su mansedumbre, su perfecto homenaje de adoración, amor, alabanza y agradecimiento.

Es imposible tratar a fondo, en el breve espacio de que disponemos, la introducción y evolución de la fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen. Tres puntos son claros: En primer lugar, la construcción de iglesias dedicadas a la Virgen María, la Theotokos (Madre de Dios), trajo inevitablemente consigo la celebración de la dedicación de dichas iglesias. Consta con certeza que en la primera mitad del siglo V había ya en Roma y en Efeso iglesias dedicadas a Nuestra Señora, y algunos historiadores opinan que ya en el año 370 se celebraba en Antioquía la conmemoración de «la siempre Virgen María, Madre de Dios».

En segundo lugar, dicha conmemoración de la Santísima Virgen no hacía al principio mención de su salida de este mundo, simplemente se celebraba, como en el caso de los demás santos, su «nacimiento para el cielo» («natalis«); la fiesta recibía indiferentemente los nombres de «nacimiento», «dormición» y «asunción». En tercer lugar, según una tradición apócrifa pero muy antigua, la Santísima Virgen murió en el aniversario del nacimiento de su Hijo, es decir, el día de Navidad. Como ese día estaba consagrado a Cristo, hubo de posponerse la celebración de María. En algunos sitios empezó a celebrarse a Nuestra Señora en el invierno. Así, San Gregorio de Tours (c. 580) afirma que en Galia se celebraba a mediados de enero la fiesta de la Virgen. Pero también consta que en Siria la celebración tenía lugar el quinto día del mes de Ab, es decir, hacia agosto. Poco a poco fue extendiéndose esa práctica al occidente. San Adelmo (c. 690) afirma que en Inglaterra se celebraba el «nacimiento» de Nuestra Señora a mediados de agosto.

Butler, Vida de los Santos, Agosto, página 335 y siguientes.

LA INVENCIÓN DE LA SANTA CRUZ

El día 3 de mayo se celebra la fiesta de la Invención de la Santa Cruz. Esta fiesta fue suprimida por Juan XXIII pero en España se sigue celebrando en muchas localidades. Se trata de la fiesta de la «Cruz de mayo». Se portan cruces en andas o se hacen monumentos con la cruz cubierta de flores. Una fiesta muy hermosa que nunca debió ser suprimida.

La fiesta de la «Inventio», es decir, del descubrimiento de la Santa Cruz, que se celebra el día de hoy con rito doble de segunda clase, podría parecer más importante que la fiesta de la «Exaltado», que se celebra en septiembre con rito doble simplemente. Sin embargo, existen muchas pruebas de que, la fiesta del mes de septiembre es más antigua y de que hubo muchas confusiones sobre los dos incidentes de la historia de la Santa Cruz, que dieron origen a las respectivas celebraciones. A decir verdad, ninguna de las dos fiestas estaba originalmente relacionada con el descubrimiento de la Cruz. La de septiembre conmemoraba la solemne dedicación, que tuvo lugar el año 335, de las iglesias que Santa Elena indujo a Constantino a construir en el sitio del Santo Sepulcro. Por lo demás, no podemos asegurar que la dedicación se haya celebrado, precisamente, el 14 de septiembre. Es cierto que el acontecimiento tuvo lugar en septiembre; pero, dado que cincuenta años después, en tiempos de la peregrina Eteria, la conmemoración anual duraba una semana, no hay razón para preferir un día determinado a otro. Eteria dice lo siguiente: «Así pues, la dedicación de esas santas iglesias se celebra muy solemnemente, sobre todo, porque la Cruz del Señor fue descubierta el mismo día. Por eso precisamente, las susodichas santas iglesias fueron consagradas el día del descubrimiento de la Santa Cruz para que la celebración de ambos acontecimientos tuviese lugar en la misma fecha.» De aquí parece deducirse que en Jerusalén se celebraba en septiembre el descubrimiento de la Cruz; de hecho, un peregrino llamado Teodosio lo afirmaba así, en el año 530.

Pero en la actualidad, la Iglesia celebra el 14 de septiembre un acontecimiento muy diferente, a saber: la hazaña del emperador Heraclio, quien, el año 629, recuperó las reliquias de la Cruz que el rey Cosroes II, de Persia, se había llevado de Jerusalén unos años antes. El Martirologio Romano y las lecciones del Breviario lo dicen claramente. Sin embargo, hay razones para pensar que el título de «Exaltación de la Cruz» aluda al acto físico de levantar la sagrada reliquia para presentarla a la veneración del pueblo y es también probable que la fiesta se haya llamado así desde una época anterior a la de Heraclio.

Por lo que se refiere a los hechos reales del descubrimiento de la Cruz, que son los que aquí interesan, debemos confesar que carecemos de noticias de la época. El «Peregrino de Burdeos» no habla de la Cruz el año 333. El historiador Eusebio, contemporáneo de los hechos, de quien podríamos esperar abundantes detalles, no menciona el descubrimiento, aunque parece no ignorar que había tres santuarios en el sitio del Santo Sepulcro. Así pues, cuando afirma que Constantino «adornó un santuario consagrado al emblema de salvación», podemos suponer que se refiere a la capilla «Gólgota», en la que, según Eteria, se conservaban las reliquias de la Cruz. San Cirilo, obispo de Jerusalén, en las instrucciones catequéticas que dio en el año 346, en el sitio en que fue crucificado el Salvador, menciona varias veces el madero de la Cruz, «que fue cortado en minúsculos fragmentos, en este sitio, que fueron distribuidos por todo el mundo.» Además, en su carta a Constancio, afirma expresamente que «el madero salvador de la Cruz fue descubierto en Jerusalén, en tiempos de Constantino». En ninguno de estos documentos se habla de Santa Elena, que murió el año 330. Tal vez el primero que relaciona a la santa con el descubrimiento de la Cruz sea San Ambrosio, en el sermón «De Obitu Theodosii«, que predicó el año 395; pero, por la misma época y un poco más tarde, encontramos ya numerosos testigos, como San Juan Crisóstomo, Rufino, Paulino de Nola, Casiodoro y los historiadores de la Iglesia, Sócrates, Sozomeno y Teodoreto. San Jerónimo, que vivía en Jerusalén, se hacía eco de la tradición, al relacionar a Santa Elena con el descubrimiento de la Cruz. Desgraciadamente, los testigos no están de acuerdo sobre los detalles. San Ambrosio y San Juan Crisóstomo nos informan que las excavaciones comenzaron por iniciativa de Santa Elena y dieron por resultado el descubrimiento de tres cruces; los mismos autores añaden que la Cruz del Señor, que estaba entre las otras dos, fue identificada gracias al letrero que había en ella. Por otra parte, Rufino, a quien sigue Sócrates, dice que Santa Elena ordenó que se hiciesen excavaciones en un sitio determinado por divina inspiración y que ahí, se encontraron tres cruces y una inscripción. Como era imposible saber a cuál de las cruces pertenecía la inscripción, Macario, el obispo de Jerusalén, ordenó que llevasen al sitio del descubrimiento a una mujer agonizante.

La mujer tocó las tres cruces y quedó curada al contacto de la tercera, con lo cual se pudo identificar la Cruz del Salvador. En otros documentos de la misma época aparecen versiones diferentes sobre la curación de la mujer, el descubrimiento de la Cruz y la disposición de los clavos, etc. En conjunto, queda la impresión de que aquellos autores, que escribieron más de sesenta años después de los hechos y se preocupaban, sobre todo, por los detalles edificantes, se dejaron influenciar por ciertos documentos apócrifos que, sin duda, estaban ya en circulación. El más notable de dichos documentos es el tratado «De inventione crucis dominicae», del que el decreto pseudogelasiano (c. 550) dice que se debe desconfiar. No cabe duda de que ese pequeño tratado alcanzó gran divulgación. El autor de la primera redacción del Liber Pontificalis (c. 532) debió manejarlo, pues lo cita al hablar del Papa Eusebio. También debieron conocerlo los revisores del Hieronymianum, en Auxerre, en el siglo VII. Aparte de los numerosos anacronismos del tratado, lo esencial es lo siguiente: El emperador Constantino se hallaba en grave peligro de ser derrotado por las hordas de bárbaros del Danubio. Entonces, presenció la aparición de una cruz muy brillante, con una inscripción que decía: «Con este signo vencerás». La victoria le favoreció, en efecto. Constantino, después de ser instruido y bautizado por el Papa Eusebio en Roma, movido por el agradecimiento, envió a su madre Santa Elena a Jerusalén para buscar las reliquias de la Cruz. Los habitantes no supieron responder a las preguntas de la santa; pero, finalmente, recurrió a las amenazas y consiguió que un sabio judío, llamado Judas, le revelase lo que sabía. Las excavaciones, muy profundas, dieron por resultado el descubrimiento de tres cruces. Se identificó la verdadera Cruz, porque resucitó a un muerto. Judas se convirtió al presenciar el milagro. El obispo de Jerusalén murió precisamente entonces, y Santa Elena eligió al recién convertido Judas, a quien en adelante se llamó Ciriaco, para suceder al obispo. El Papa Eusebio acudió a Jerusalén para consagrarle y, poco después, una luz muy brillante indicó el sitio en que se hallaban los clavos. Santa Elena, después de hacer generosos regalos a los Santos Lugares y a los pobres de Jerusalén, exhaló el último suspiro, no sin haber encargado a los fieles que celebrasen anualmente una fiesta, el 3 de mayo («quinto Nonas Maii»), día del descubrimiento de la Cruz. Parece que Sozomeno (lib. II, c. i) conocía ya, antes del año 450, la leyenda del judío que reveló el sitio en que estaba enterrada la Cruz. Dicho autor no califica a esa leyenda como pura invención, pero la desecha como poco probable.

Otra leyenda apócrifa aunque menos directamente relacionada con el descubrimiento de la Cruz, aparece como una digresión, en el documento sirio llamado «La doctrina de Addai.» Ahí se cuenta que, menos de diez años después de la Ascensión del Señor, Protónica, la esposa del emperador Claudio César, fue a Tierra Santa, obligó a los judíos a que confesaran dónde habían escondido las cruces y reconoció la del Salvador por el milagro que obró en su propia hija. Algunos autores pretenden que en esta leyenda se basa la del descubrimiento de la Cruz por Santa Elena, en tiempos de Constantino. Mons. Duchesne opinaba que «La Doctrina de Addai» era anterior al De inventione crucis dominicae, pero hay argumentos muy fuertes en favor de la opinión contraria.

Dado el carácter tan poco satisfactorio de los documentos, la teoría más probable es la de que se descubrió la Santa Cruz con la inscripción, en el curso de las excavaciones que se llevaron a cabo para construir la basílica constantiniana del Calvario. El descubrimiento, al que siguió sin duda un período de vacilaciones y de investigación, sobre la autenticidad de la cruz, dio probablemente origen a una serie de rumores y conjeturas, que tomaron forma en el tratado De inventione crucis dominicae. Es posible que la participación de Santa Elena en el suceso, se redujese simplemente a lo que dice Eteria: «Constantino, movido por su madre («sub praesentia matris suae«), embelleció la iglesia con oro, mosaicos y mármoles preciosos.» La victoria se atribuye siempre a un soberano, aunque sean los generales y los soldados quienes ganan las batallas. Lo cierto es que, a partir de mediados del siglo IV, las pretendidas reliquias de la Cruz se esparcieron por todo el mundo, como lo afirma repetidas veces San Cirilo y lo prueban algunas inscripciones fechadas en África y otras regiones. Todavía más convincente es el hecho de que, a fines del mismo siglo, los peregrinos de Jerusalén veneraban con intensa devoción el palo mayor de la Cruz. Eteria, que presenció la ceremonia, dejó escrita una descripción de ella. En la vida de San Porfirio de Gaza, escrita unos doce años más tarde, tenemos otro testimonio de la veneración que se profesaba a la santa reliquia y, casi dos siglos después el peregrino conocido con el nombre, incorrecto de Antonino de Piacenza, nos dice: «adoramos y besamos» el madero de la Cruz y tocamos la inscripción.

MARTIRES DE LA IGLESIA

7 DE ABRIL

BEATOS ALEJANDRO RAWLINS y ENRIQUE WALPOLE,

MÁRTIRES (1595 P.C.)

Alejandro Rawlins, sacerdote diocesano y Enrique Walpole, jesuita, sufrieron juntos el martirio en 1595. Ambos eran de buena familia; el primero había nacido entre Worcestershire y Gloucestershire; el segundo en Norfolk. Según parece, Rawlins entró directamente al Colegio Inglés de Reims con intención de prepararse para el sacerdocio. Walpole estudió leyes en Cambridge y vivió en Gray’s Inn. Dándose cuenta de que las autoridades sospechaban de él y sintiéndose llamado al sacerdocio, fue primero a Reims y luego a Roma, donde ingresó en la Compañía de Jesús. Después de sus últimos votos, fue como misionero a Lorena y más tarde a los Países Bajos; ahí los calvinistas le tuvieron prisionero durante un año. Cuando salió de la prisión, pidió a sus superiores que le mandasen a la misión de Inglaterra, pero éstos le nombraron profesor de inglés en los seminarios de Sevilla y de Valladolid. Después fue nuevamente a misionar en Flandes. Finalmente, recibió de sus superiores la autorización de partir a Inglaterra. Desembarcó en Flamborough Head, el 4 de diciembre de 1593; menos de veinticuatro horas más tarde, fue arrestado y trasladado a York.

En los interrogatorios el P. Walpole confesó abiertamente que era sacerdote de la Compañía de Jesús y que había ido a Inglaterra a salvar almas. De York fue enviado a la Torre de Londres, donde le torturaron catorce veces. Según denunció a nadie ni abjuró de la fe. La crueldad del verdugo Topcliffe era tan grande, que uno de los carceleros, compadecido del beato, le dio un colchón de paja y avisó a sus amigos que el P. Walpole no tenía ni cama, ni cobertores, a pesar del frío del invierno. Al cabo de un año de prisión, el P. Walpole fue nuevamente trasladado a York. El juicio tuvo lugar a mediados de la cuaresma, y el beato fue condenado a muerte por delito de traición. Los jueces condenaron al mismo tiempo al P. Rawlins, quien había ejercido el ministerio sacerdotal en Inglaterra desde marzo de 1590, inmediatamente después de su ordenación y había sido arrestado por la época en que el P. Walpole volvió de la Torre de Londres al castillo de York. Fueron conducidos al sitio de la ejecución en el mismo carro; pero, para que no tuviesen el consuelo de hablarse, los verdugos coloraron la cabeza del uno entre las piernas del otro. El Beato Alejandro Rawlins fue ejecutado primero. Aunque los verdugos le obligaron a presenciar el bárbaro martirio de su compañero, el Beato Enrique Walpole demostró el mismo valor que su hermano en el sacerdocio.

BEATOS EDUARDO OLDCORNE y RODOLFO ASHLEY,

MÁRTIRES (1606 P.C.)

Eduardo Oldcorne había nacido en York. Hizo sus estudios eclesiásticos primero en Reims y después en Roma. Seis años después de su llegada a la Ciudad Eterna, fue ordenado sacerdote para ir a la misión de Inglaterra. Como tenía gran deseo de entrar en la Compañía de Jesús, el P. Aquaviva, teniendo en cuenta lo peligroso de su misión, le admitió sin los dos años de noviciado. El P. Oldcorne desembarcó en Inglaterra con el P. Gerard. Inmediatamente después se separaron, y el P. Oldcorne se dirigió a Worcester. Ahí trabajó diecisiete años con el nombre de Hall; escapó varias veces, casi milagrosamente, de los perseguidores, reconcilió con la Iglesia a muchos católicos y convirtió a numerosos protestantes. Entre éstos se contaba a Dorotea Abington, dama de honor de la reina Isabel y hermana de un caballero católico, en cuya casa vivió el P. Oldcorne durante su estancia en Worcestershire. La «conspiración de la pólvora» levantó una ola de hostilidad contra los católicos; las autoridades publicaron un decreto contra el P. Garnet, superior de los jesuitas ingleses, a quien consideraban envuelto en la conspiración. El P. Garnet se refugió en Henlip, junto con el P. Oldcorne. Con la esperanza de salvar la vida, un prisionero católico denunció el escondite de los dos sacerdotes. El P. Oldcorne fue conducido a Worcester y después a la Torre de Londres. Aunque le torturaron cinco veces en el potro, el mártir declaró firmemente que no había participado en la «conspiración de la pólvora» ni había estado al tanto de ella. A pesar de eso, los  jueces le condenaron a ser colgado, arrastrado y descuartizado. Junto con él, fue martirizado su criado, Rodolfo Ashley, hermano lego de la Compañía de Jesús, cuya única acusación era haber estado al servicio del P. Oldcorne.

Lillleton, el hombre que había denunciado al P. Oldcorne y por cuyo testimonio se condenó al mártir, pidió públicamente perdón de su traición y murió con los dos jesuitas. El Beato Eduardo fue descuartizado vivo; sus miembros fueron expuestos al público en las puertas de la ciudad.

Fuente: La vida de los Santos de Butler

31 de marzo: San Nicolas de Flue


ANACORETA Y CONFESOR (1417 – 1487)

EL bienaventurado Nicolas, cuyo apellido aleman de Flue corresponde en castellano al de ≪la Roca≫, nacio el 21 de marzo del ano 1417 en un pueblo de Suiza, llamado Sachseln, perteneciente al canton catolico de Unterwad.

Era su familia una de las mas nobles y antiguas del pais, distinguida entre los suizos en el dilatado espacio de mas de cuatrocientos anos, no solo por una especie de bondad, que era como hereditaria en ella, sino por el desempeño de los primeros cargos de la nación, entre los cuales se hallaba el de juez y consejero superior.

Nicolas dejo de ser niño tan presto, que parecía haberse anticipado la piedad a la razón, asi como la razón a la edad. Notose desde luego en el un juicio tan maduro, un entendimiento tan claro y una prudencia tan superior a sus anos que se creyó, había logrado el uso libre de la razón antes de salir de la cuna, contra las reglas ordinarias de la naturaleza.

A vista de tan felices disposiciones para la virtud, se dedicaron sus padres con particular cuidado a educarle en los piadosos principios de la religión; pero su bella índole no había menester muchos preceptos. Nicolás solo hallaba gusto en hacer oración y leer vidas de Santos.

Frutos bellos de su inocencia fueron la sinceridad, la modestia y el candor; rendido siempre a sus padres, no tenia mas voluntad que la suya. Aunque era de complexión débil y de un genio extraordinariamente apacible para los demás, comenzó muy presto a ser duro y riguroso para consigo. Movido del ejemplo de su patrón San Nicolás, ayunaba regularmente cuatro veces a la semana y mortificaba su delicado cuerpecillo con otras muchas penitencias.

En aquellos tiempos las riquezas de Suiza consistían principalmente en ganados, granjas, pastos y dehesas; por lo que era ordinario que los jóvenes e incluso los hijos de familias acomodadas y ricas se ocuparon en el inocente oficio de pastores. El grande amor que nuestro Nicolás profesaba a la soledad y a la oración, le hacia hallar todas sus delicias en el apartamiento, y hubiera tomado este apacible oficio si la total subordinación a .la voluntad de sus padres no sirviese de estorbo a la ejecución de un intento tan conforme a su inclinación y genio. La vista de los campos le inspiraba tanto amor al desierto, que desde luego se hubiera retirado a el; pero quería el Señor que Nicolas fuese modelo de perfectos cristianos en diferentes estados.

CONTRAE MATRIMONIO

No obstante el deseo que tenia de mantenerse en el estado del celibato, Nicolás se vio precisado a sacrificar su natural repugnancia en obsequio de la obediencia y, por condescender con sus padres, consintió en contraer matrimonio con una virtuosa doncella, llamada Dorotea; y, como era Dios el autor de esta dichosa boda, ni la unión pudo ser mas estrecha ni el matrimonio mas feliz. Se pegaron  presto a Dorotea todas las virtuosas inclinaciones y todos los devotos ejercicios de su esposo; y por el arreglo de las costumbres, las obras de caridad, la concordia- de las voluntades, el buen régimen y la modestia de la familia, aquel hogar parecía una casa religiosa. Nicolás, sin aflojar en sus penitencias ordinarias, iba creciendo cada dia en devoción.

Levantabase regularmente a media noche y pasaba en oracion mas de dos horas. Encendiase mas y mas por instantes la tierna devocion que profesaba a la Santísima Virgen, devoción que parecía ser en el como otra naturaleza, pues era muy rara la conversación en que no hablara, como hombre verdaderamente arrebatado, de las excelencias, del poder y de la bondad de esta tiernisima Madre. Traía continuamente en la mano el rosario, que rezaba muchas veces cada dia, siendo esta la devoción de su cariño y la que llenaba todos los espacios que le dejaban libres las demás ocupaciones. Su confianza en la soberana Reina de los Angeles era absoluta, y aun se dice que muchas veces en el decurso de su vida recibió la visita de esta celestial Señora.

Le favoreció el Señor con diez hijos, cinco varones y cinco hembras. A todos dio con sus instrucciones y ejemplos tan bella educación, que tuvo el consuelo de dejarlos herederos, mas de un rico tesoro espiritual que de bienes materiales. Juan, su primogénito, y Gauterio, el tercero de sus hijos, fueron sucesivamente gobernadores del canton y desempeñaron con honor este empleo. Nicolás, el menor de todos, fue uno de los mas ejemplares sacerdotes de su tiempo; y toda aquella santa familia acredito la eminente virtud de su bienaventurado padre.

SOLDADO Y HOMBRE DE ESTADO

Por las leyes del país se vio obligado Nicolás a prestar servicio de armas por algún tiempo; y pareció que la divina Providencia le había conducido al ejercito para contener las licencias de los soldados y dar a todos raros ejemplos de perfección cristiana. Un día, queriendo sus conciudadanos quemar el convento de Caterinental, en el que se había refugiado la tropa enemiga, Nicolás se opuso enérgicamente; —Hermanos —les dijo—, no mancheis con la crueldad la victoria que Dios os ha hecho conseguir. Gracias a su intervención se salvo el convento.

Era naturalmente esforzado, intrépido y excelente oficial. Quisieron premiar sus virtudes y servicios y le eligieron juez y consejero superior, a pesar de su resistencia. Desempeño ambos cargos durante diecinueve anos, cumpliendo fielmente sus obligaciones.

Estas elevadas funciones no le impedían atender a la salvación de su alma. Su oración habitual, que se ha hecho celebre y popular en los cantones suizos, era la siguiente: “Señor y Dios mío, quitad de mi todo lo que me impide ir a Vos. Señor y Dios mío, concededme todo lo que me pueda llevar hacia Vos. Señor y Dios mío, haced que no haya en mi nada que no sea vuestro y que me entregue a Vos por completo.”

Esta vida, aunque tan ajustada, no le satisfacía y suspiraba continuamente por la soledad. A la edad de cincuenta anos, hallándose sumido en profunda meditación, oyó una voz que le decía: “¿Nicolás, por que te inquietas? No te preocupes mas que de hacer la voluntad de Dios y no confíes en tus propias fuerzas. No hay nada mas agradable a Dios que servirle con abandono y buena voluntad.”

Poco después oyó una voz interior que le decía: “Abandona todo lo que amas y Dios mismo cuidara de ti”.

Comprendió que Dios le pedía que abandonase a su mujer, a sus hijos, su casa y cuanto poseía, como en otro tiempo hicieron los Apóstoles, para servir a Jesús. Tuvo que sostener largo y penoso combate, pero al fin triunfo la gracia, y tomo la inquebrantable resolución de abandonarlo todo para seguir el llamamiento divino.

Desde luego solicito el consentimiento de su esposa. Esta oro, pidió consejo a amigos ilustrados y por ultimo accedió. La mayor parte de los hijos estaban ya criados, y en cuanto a los mas jóvenes la madre prometió educarlos en la doctrina cristiana.

SE DESPIDE DE SU MUJER Y DE SUS HIJOS PARA RETIRARSE A LA SOLEDAD

Una vez arreglados todos sus negocios, despidiose de su mujer y de sus hijos, les declaro cuan de corazón les agradecía el cariño que le habían profesado y se alejo descalzo, vestido con una larga tunica de tela burda y con un rosario en la mano; de esta suerte salio de su patria, sin dinero y sin provisiones.

Llegado a Liestal —canton de Basilea—, encontró a un piadoso campesino, al que dio cuenta de sus proyectos, suplicándole de paso que le indicase un lugar desierto donde pudiese vivir desconocido y ocuparse únicamente de su salvación. Admirose en gran manera el campesino; pero al mismo tiempo hízole notar que si se alejaba tanto de su tierra, podrían tomarle por fugitivo, vagabundo o delincuente. Lo entendió así Nicolás, y resolvió tornarse al cantón de Unterwald.

Llegada la noche, quedose dormido al raso. En medio de su sueno parecíale sentir un impulso irresistible que venia del cielo y le impelía hacia su país.

Volvió, pues, a su patria y, en medio de las tinieblas de la noche, paso silencioso y ligero por delante de su casa, que encontró al paso, y bajo a un valle llamado Kuster, propiedad suya. Allí estableció su morada bajo un enorme fresno en medio de malezas.

A los ocho días de estar alli, unos cazadores lo descubrieron y dieron noticias suyas a Pedro de Flue, su hermano. Este se encamino al sitio donde estaba y le rogó que, para no morir de hambre ni de frio, volviese al seno de su familia. Nicolás le respondió:

—Has de saber, querido hermano, que no moriré de hambre, pues desde hace once días no la he sentido. Tampoco tengo sed ni frio; Dios me sostiene y no tengo motivo para abandonar estos lugares.

Sin embargo, menudearon tanto las visitas que se vio precisado a buscar un sitio mas oculto. Era una boca o una oscura caverna abierta en una escarpada roca, cubierta toda de espinas, de piedras y de cascajo, que le servían de lecho. También allí afluyeron piadosos peregrinos, que le edificaron una cabaña de ramas y cortezas de árboles. En ella pasaba los días y las noches, sin tomar alimento, consagrado a la oración y meditación de las verdades celestiales.

SE HACE ERMITANO Y VIVE DIECINUEVE ANOS SIN MAS ALIMENTO QUE LA SAGRADA EUCARISTIA

Así transcurrió un ano entero, cuando de pronto surgió la sospecha de que alguien le llevaba secretamente de comer. Algunos funcionarios del Gobierno observaron largo tiempo y con minuciosidad los alrededores de su cabaña; pero pudieron convencerse de que el piadoso ermitaño no tomaba otro alimento que la Sagrada Eucaristía, único sostén de su existencia. Todos quedaron maravillados.

El obispo de Constanza, para cerciorarse del milagro, envió a su Vicario general, el cual pregunto al ermitaño cual era la mayor virtud. Nicolás respondió: “La obediencia”. Entonces el Vicario puso ante el pan y vino y le mando comer y beber. Obedeció el ermitaño, pero inmediatamente se sintió acometido de tan violentos calambres de estomago que se temió por su vida. Desde aquel momento no le volvieron a incomodar, persuadidos como estaban de que Dios le sostenía sin necesidad de alimento.

En esta cabaña no paso Nicolás mas que un ano, pues creciendo cada día el concurso y devoción de los pueblos, sus conciudadanos le edificaron una celda de piedra y una capilla a la que la piedad de los archiduques de Austria asigno las necesarias rentas, así para su conservación como para la manutención del capellán que la servia.

Diecinueve años y medio vivió solo en aquella celda, sin mas alimento que la Sagrada Eucaristía, que recibía cada mes y todos los días festivos de manos del sacerdote que estaba consagrado al servicio de su capilla.

Cerca de su celda vivía un piadoso ermitaño llamado Ulrico, noble bávaro que, atraído por la reputación de las virtudes de Nicolás, había acudido con el fin de imitar su genero de vida. Ulrico visitaba con frecuencia a Nicolás y tenia con el santos coloquios.

La devoción de los fieles pudo mas que la humildad del siervo de Dios; y así no se pudo negar a hacerles algunas platicas espirituales, que reformaron luego las costumbres, hicieron grandes conversiones y fueron seguidas de muchas maravillas.

A una hora determinada Nicolás hablaba a los peregrinos que venían; de todas partes a visitarle. Un día se presentaron su esposa y sus hijos: las palabras del esposo y del padre les edificaron y conmovieron cuanto se puede pensar.

ANUNCIA QUE EL LUJO CIERRA LA PUERTA DEL CIELO

Cierto día fue a visitarle una señora con su nuera espléndidamente ataviada. El Santo miro a la joven como quien esta preocupado y le dijo:

—Si lleváis semejantes trajes por vanidad, tened entendido que aunque estuvieseis ya en el paraíso, seríais arrojada de el, y, si acostumbráis a vuestros hijos, que serán numerosos, a gastar este lujo, no veréis nunca el rostro de Dios.

Y añadió:

—Vuestros hijos os darán mucho que hacer; y, si algún día para ponerlos en paz tenéis que echar mano de un tizón ardiendo, acordaos entonces de lo que ahora os digo.

Esta mujer fue madre de once hijos y la profecía de Nicolás relativa al tizón se cumplió exactamente.

Otro día se presento al Santo un joven vestido muy a la moda y le pregunto en tono de broma si le gustaba el traje. Nicolás respondió:

—Cuando el corazón y los sentimientos son buenos, todo es bueno; sin embargo, mas te valdría atenerte a la sencillez de nuestro traje nacional.

SALVA LA INDEPENDENCIA DE SU PATRIA

Su profunda sabiduría y prudencia le habían conquistado la confianza de las autoridades, que le pedían siempre consejo en los asuntos importantes.

En 1476 y 1477 los suizos se cubrieron de gloria derrotando al duque de Borgoña en Grandson, Morat y Nancy; pero no tardaron en surgir entre ellos disentimientos y rivalidades con motivo de la distribución del botín y de la admisión de las ciudades de Friburgo y Soleura en la Confederación.

Tras empeñados e inútiles debates, iban a retirarse los diputados con el corazón lleno de odio y con amenazas de venganza y represalias. Todo hacia presagiar una guerra civil.

Pensaron entonces en Nicolás, el cual acudió a Stans vestido de una pobre tunica de color oscuro que le llegaba a los talones; iba con los pies descalzos y la cabeza descubierta, apoyándose con una mano en un palo y llevando en la otra un rosario.

Al presentarse el santo anciano ante la asamblea, todos se levantaron e inclinaron con respeto. Tomo la palabra y, en un discurso lleno de sencillez, de fe, de emoción y de patriotismo, hizo oír a sus compatriotas el lenguaje de la justicia, del desinterés, de la caridad cristiana, de la concordia y de la paz. La gracia de Dios acompañaba al santo anacoreta y en una hora quedaron allanadas todas las dificultades. No era fácil resistir a la voz de un hombre a quien Dios favorecía tan extraordinariamente con el don de profecía y de milagros.

Se admitieron en la Confederación los cantones de Friburgo y Soleura, se confirmaron y completaron con nuevas bases los antiguos tratados de alianza, se repartió el botín de las expediciones militares proporcionalmente al numero de soldados alistados por cada cantón, y se adoptaron las disposiciones que parecieron mas prudentes para lograr la pacificación de los cantones y el mantenimiento del orden publico. El jubilo fue universal. “El motivo no podía ser mas justo: allí los confederados habían salvado a su patria de los enemigos extranjeros, mientras que aquí la salvaron de sus propias pasiones.”

El verdadero libertador que les había hecho conseguir esta victoria sobre si mismos era el pobre ermitaño Nicolás; pero ya no se hallaba en Stans, porque la misma noche de su triunfo, esquivando las felicitaciones, había regresado humildemente a su apacible retiro. Ahí vivió aun seis anos en medio de la mayor santidad.

ENFERMEDAD Y MUERTE

Por fin, Dios le envío una enfermedad tan aguda, que le hacia retorcerse en el lecho en medio de sufrimientos indecibles. Este martirio duro ocho días y ocho noches sin quebrantar en lo mas mínimo su paciencia.

Exhortaba a los que iban a verle a vivir de modo que su conciencia no temiese la muerte:

—La muerte es terrible —decía—; pero es mucho mas terrible caer en las manos del Dios vivo.

Mientras tanto, se calmaron bastante sus dolores y pidió la Extremaunción y el Cuerpo adorable del Salvador, que recibió con fervor admirable. Cerca del moribundo estaban su fiel compañero fray Ulrico y su amigo el cura de Stans; por ultimo, acudieron la piadosa esposa y los hijos del solitario para recibir sus ultimas recomendaciones y darle el postrer adiós.

Nicolás de Flue dio gracias a Dios por todos los beneficios que le había dispensado, hizo un esfuerzo para practicar el ultimo acto de adoración enla tierra y murió con la muerte de los justos el 21 de marzo de 1487 a lossetenta de su edad, después de haber pasado veinte en el desierto. Toda Suiza le lloro como a un padre y el la sigue protegiendo desdeel cielo.

Quiera el Señor que sus oraciones logren reducir de nuevo a todos los habitantes de los cantones a la santa fe de sus padres, a la fe de los valientes que fundaron la independencia de Suiza, mediante la cual se puede conquistar no solo la patria terrena, sino también la patria eterna del cielo.

El día siguiente al de su felicísimo transito, fue llevado el santo cadáver con extraordinaria pompa a la iglesia de Sachseln, donde se le dio sepultura. Los muchos milagros que sin tardar comenzó a obrar el Señor en su sepulcro, le merecieron la veneración publica de todos los cantones y pronto fue celebre en Alemania, en los Países Bajos y en Francia.

El año de 1538 fue solemnemente levantado de la tierra su sagrado cuerpo por el obispo de Lausana y colocado en un magnifico relicario. Día a día fue creciendo el concurso de los pueblos, especialmente desde que la Silla Apostólica aprobó y autorizo su culto.

En dicho relicario se ven, entre otros adornos, condecoraciones de Ordenes Militares, testimonio del valor de nuestro héroe y de sus descendientes, que han tenido a gloria juntar la suya con la de su ilustre antepasado.

El 21 de marzo de 1887 celebro la Republica suiza el cuarto centenario de la gloriosa muerte del Santo. Dos anos antes, el gobierno y el clero de Obwalden habían empezado los preparativos para tan extraordinaria solemnidad religiosa y nacional.

Fue canonizado por Su Santidad Pio XII , en mayo de 1947.

(De las Vidas de los Santos de Butler)