María era una doncella judía de
la casa de David y de la tribu de Judá. la tradición popular atribuye a sus
padres los nombres de Joaquín y Ana. María fue concebida sin pecado original (8
de diciembre). Su nacimiento, que la Iglesia celebra el 8 de septiembre, tuvo
lugar en Séforis, Nazaret, o como lo
afirma la tradición más popular, en Jerusalén, muy cerca de la piscina de
Betseda y de una de las puertas de la ciudad. Es curioso notar que son los
mahometanos y no los cristianos quienes llaman a esa puerta «La Puerta de
María». Los padres de la niña la habían prometido a Dios desde antes de su
nacimiento; la Iglesia celebra el 21 de noviembre su presentación en el Templo,
aunque ignoramos por qué lo hace precisamente en esa fecha. Según los
apócrifos, María fue educada en el Templo con otras jóvenes judías. A los catorce
años, fue prometida en matrimonio a un carpintero llamado José, quien había
sido señalado milagrosamente al sumo sacerdote. Después de los desposorios y
antes de que conviviesen, María recibió la visita del Arcángel Gabriel (la
Anunciación, 25 de marzo) y la segunda Persona de la Santísima Trinidad se
encarnó en su seno por obra del Espíritu Santo. Esto tuvo lugar en Nazaret. María
se dirigió entonces a Judea a visitar a su prima Santa Isabel, la madre de San
Juan Bautista, la cual estaba en los últimos meses del embarazo (la Visitación,
2 de julio). Cuando ambos se dirigían a Jerusalén con motivo del censo del
César Augusto, María dio a luz a Jesucristo, el Dios hecho hombre, en un
establo de Belén (la Navidad, 25 de diciembre). Cuarenta días más tarde,
cumpliendo lo mandado por la ley, María se presentó en el templo con su Hijo
para el rito de la purificación (2 de febrero). Como se sabe, el rito de la
purificación no existe en el cristianismo, que considera la maternidad como un
honor y no como una impureza. Prevenido por un ángel, San José huyó con su
esposa y el Niño a Egipto para evitar la cólera de Herodes. No sabemos cuánto
tiempo permanecieron en Egipto; pero volvieron a Nazaret después de la muerte
del tirano.
Durante los treinta años que precedieron a la vida pública del Salvador, María vivió exteriormente como todas las otras mujeres judías de condición modesta. Algunos olvidan estos años de la vida de María y sólo piensan en su glorificación como Reina del Cielo y en su participación en los principales misterios de la vida de su Hijo. Las sonoras y hermosas invocaciones de las letanías lauretanas, las delicadas vírgenes de Boticelli y las «prósperas burguesas» de Rafael, los líricos arranques de los predicadores que cantan las glorias de María, constituyen ciertamente un homenaje a la Madre de Dios, pero tienden a hacernos olvidar que María fue la esposa de un carpintero. El Lirio de Israel, la Hija de los Príncipes de Judá, la Madre del género humano, fue también una modesta mujercita judía, esposa de un artesano. Las manos de María se endurecieron en el trabajo y sus pies desnudos recorrieron aquellos polvorientos camino de Nazaret que conducían al pozo, a los olivares, a la sinagoga y al despeñadero en el que un día los enemigos de Jesús estuvieron a punto de precipitarle.
Y, al cabo de esos treinta años,
los pies de María recogieron el polvo de los largos caminos de la vida pública
del Señor, pues Ella le siguió de lejos desde el regocijo de las bodas de Cana
hasta el abandono y la desolación del Calvario. Ahí fue donde la espada que
había predicho Simeón el día de la purificación, atravesó el corazón de María.
Desde la cruz Jesús confió a su Madre a San Juan «y desde aquella hora el
discípulo la tomó por suya». El día de Pentecostés, el Espíritu Santo
descendió sobre María y los Apóstoles, que se hallaban reunidos en el cenáculo.
Esta es la última ocasión en que la Sagrada Escritura menciona a María.
Probablemente pasó el resto de su vida en Jerusalén y, durante las persecuciones,
se refugió con San Juan en Efeso y otras ciudades.
María es la Madre de Dios, porque
Jesús es Dios. El Concilio de Efeso condenó el año 431 a quienes negaban esta
verdad. María fue virgen antes y después del parto y permaneció virgen toda su
vida, según lo afirma la tradición constante y unánime de la Iglesia. El
Concilio de Trento afirmó expresamente que María no había cometido jamás pecado
alguno. Como «segunda Eva», María es madre de todo el género humano y
se le debe un culto superior al de todos los santos; pero adorar a María
constituiría una verdadera idolatría, porque María es una creatura, como el
resto de la humanidad y toda su gloria procede de Dios.
La Iglesia ha sostenido siempre
que el cuerpo de María se vio libre de la corrupción, que su alma se reunió
nuevamente con él y que la Virgen fue transportada al cielo, como símbolo único
de la resurrección que espera a los hijos de Dios. La preservación de la
corrupción y la Asunción de María son una consecuencia lógica de la pureza
absoluta de la Madre de Dios. Su cuerpo no había sido nunca manchado por el
pecado, había sido un templo santo e inmaculado, en el que había tomado carne
el Verbo Eterno. Las manos de María habían vestido y alimentado en la tierra al
Hijo de Dios, quien la había venerado y obedecido como madre. Lo que no sabemos
con certeza es si la Virgen murió o no; la opinión más general es que sí murió,
ya fuese en Efeso o en Jerusalén.
Aun en el caso de que la fiesta
de hoy sólo conmemorase la Asunción del alma de María, su objeto seguiría
siendo el mismo; porque, así como honramos la llegada del alma de los santos al
cielo, así, y con mayor razón todavía, debemos regocijarnos y alabar a Dios el
día en que la Madre de Jesucristo entró en posesión de la gloria que su Hijo le
tenía preparada.
Cuando Alban Butler escribió este
artículo, la creencia en la Asunción de María al cielo no era aún un dogma de
fe; según lo dijo Benedicto XIV, se trataba de una opinión probable, que no se
podía negar sin impiedad y blasfemia. Pero dos siglos más tarde, en 1950,
después de haber consultado a los obispos de la universal Iglesia, Pío XII
proclamó el dogma de la Asunción de María. He aquí sus propias palabras en la
bula Munificentissimus Deus: «La
extraordinaria unanimidad con que los obispos y los fieles de la Iglesia
católica afirman la Asunción corporal de María al cielo como un dogma de fe,
nos hizo ver que el magisterio ordinario de la Iglesia y la opinión de los
fieles, dirigida y sostenida por éste, estaban de acuerdo. Ello probaba con
infalible certeza que el privilegio de la Asunción era una verdad revelada por
Dios y contenida en el divino depósito que Cristo confió a su esposa la Iglesia
para que lo guardase fielmente y lo explicase con certeza absoluta«.
El primero de noviembre, día de
la fiesta de Todos los Santos, el Papa promulgó públicamente la bula en la
plaza de San Pedro de Roma y definió la Asunción en los términos siguientes: «Habiendo orado instantemente a Dios y
habiendo pedido la luz del Espíritu de Verdad, para gloria del Dios
todopoderoso, que hizo a María objeto de tan señalados favores; para honor de
su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para
el acrecentamiento de la gloria de su Santísima Madre y para gozo y exultación
de toda la Iglesia, Nos, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo y délos
bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y por nuestra propia autoridad,
declaramos y definimos que es un dogma divinamente revelado que la inmaculada
Madre de Dios, la siempre virgen María, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria
del cielo al terminar su vida mortal«.
La fiesta de la Asunción es, por
excelencia, «la fiesta de María», la más solemne de cuantas la
Iglesia celebra en su honor y es también, la fiesta titular de todas las
iglesias consagradas a la Santísima Virgen en general. La Asunción es el
glorioso coronamiento de todos los otros misterios de la vida de María, es la
celebración de su grandeza, de sus privilegios y de sus virtudes, que se
conmemoran también, por separado, en otras fiestas. El día de la Asunción
ensalzamos a Cristo por todas las gracias que derramó sobre su Madre y, sobre
todo, por la gloria con que se dignó coronar esas gracias. Sin embargo, la
contemplación de la gloria de María en esta fecha no debe hacernos olvidar la
forma en que la alcanzó, para que imitemos sus virtudes. Ciertamente, la
maternidad divina de María fue el mayor de los milagros y la fuente de su grandeza,
pero Dios no coronó precisamente la maternidad de María, sino sus virtudes: su
caridad, su humildad, su pureza, su paciencia, su mansedumbre, su perfecto
homenaje de adoración, amor, alabanza y agradecimiento.
Es imposible tratar a fondo, en
el breve espacio de que disponemos, la introducción y evolución de la fiesta de
la Asunción de la Santísima Virgen. Tres puntos son claros: En primer lugar, la
construcción de iglesias dedicadas a la Virgen María, la Theotokos (Madre
de Dios), trajo inevitablemente consigo la celebración de la dedicación de
dichas iglesias. Consta con certeza que en la primera mitad del siglo V había
ya en Roma y en Efeso iglesias dedicadas a Nuestra Señora, y algunos
historiadores opinan que ya en el año 370 se celebraba en Antioquía la
conmemoración de «la siempre Virgen María, Madre de Dios».
En segundo lugar, dicha
conmemoración de la Santísima Virgen no hacía al principio mención de su salida
de este mundo, simplemente se celebraba, como en el caso de los demás santos,
su «nacimiento para el cielo» («natalis«); la fiesta recibía indiferentemente los nombres de
«nacimiento», «dormición» y «asunción». En tercer
lugar, según una tradición apócrifa pero muy antigua, la Santísima Virgen murió
en el aniversario del nacimiento de su Hijo, es decir, el día de Navidad. Como
ese día estaba consagrado a Cristo, hubo de posponerse la celebración de María.
En algunos sitios empezó a celebrarse a Nuestra Señora en el invierno. Así, San
Gregorio de Tours (c. 580) afirma que en Galia se celebraba a mediados de enero
la fiesta de la Virgen. Pero también consta que en Siria la celebración tenía
lugar el quinto día del mes de Ab, es decir, hacia agosto. Poco a poco fue
extendiéndose esa práctica al occidente. San Adelmo (c. 690) afirma que en
Inglaterra se celebraba el «nacimiento» de Nuestra Señora a mediados
de agosto.
Butler, Vida de los
Santos, Agosto, página 335 y siguientes.
Un gran prodigio apareció en el cielo: Una mujer
vestida de sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce
estrellas. V/. Cantad al Señor un cántico
nuevo: porque ha hecho maravillas. V/.Gloria
al Padre.
COLECTA
OH DIOS todopoderoso y eterno, que llevaste a la
gloria celestial a la Inmaculada Virgen María, la Madre de tu Hijo: te
suplicamos, nos concedas que, siempre atentos a las cosas del cielo, merezcamos
ser participantes de su gloria. Por el mismo Señor nuestro Jesucristo.
EPISTOLA Judith 13, 22-25; 15, 10.
LECTURA DEL LIBRO DE JUDIT.
El Señor te ha bendecido con su poder; pues por ti
ha aniquilado a nuestros enemigos. Bendita eres del Señor Dios excelso tú, oh
hija, sobre todas las mujeres de la tierra. Bendito sea el Señor, creador del
cielo y la tierra, que dirigió tu mano para cortar la cabeza del príncipe de
nuestros enemigos; pues ha hecho hoy tan célebre tu nombre, que no se alejará
tu alabanza de labios de los hombres que recordaren por siempre los prodigios
del Señor; pues no temiste exponer tu vida por tu pueblo, viendo las angustias
y tribulación de tu linaje, sino que evitaste su ruina en la presencia de
nuestro Dios. Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel, tú el
honor de nuestro pueblo.
GRADUALE Sal 44, 11-12 et 14.
Escucha, hija, y mira, y presta oídos, y el rey se
prendará de tu hermosura. V/.La hija del
Rey entra toda agraciada, brocados de oro son sus vestidos.
ALELUYA. ALELUYA. V/. María ha
sido llevada al cielo; y de ello se alegra el ejército de los Ángeles. Aleluya.
EVANGELIO Luc.
1, 41-50
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS
En aquel tiempo, quedó Isabel llena del Espíritu Santo, y exclamando
en alta voz, dijo: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el
fruto de tu vientre! Y ¿de dónde a mí tanto bien que venga la Madre de mi Señor
a mí? Pues lo mismo fue llegar la voz de tu saludo a mis oídos, que dar saltos
de júbilo la criatura en mi seno. Y bienaventurada tú que has creído, porque se
cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor. Y dijo María: Mi
alma engrandece al Señor, y mi espíritu salta de gozo al pensar en Dios,
Salvador mío; porque miró la bajeza de su esclava, he aquí que desde ahora me
llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí grandes
maravillas el que es poderoso; y su nombre es santo, y su misericordia se
extiende de generación en generación sobre los que le temen.
OFERTORIO Gen.
3,15.
Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu
descendencia y la descendencia de ella.
SECRETA
Ascienda a Ti, Señor, la ofrenda de nuestra
devoción, y, por la intercesión de la Santísima Virgen María,
transportada a los cielos, haz que nuestros corazones encendidos en el fuego de
la caridad, se dirijan incesantemente a Ti. Por Nuestro Señor Jesucristo.
PREFACIO DE LA VIRGEN
EN VERDAD es digno y justo, equitativo y saludable
que en todo tiempo y lugar demos gracias, Señor Santo, Padre omnipotente, Dios
eterno y alabarte y bendecirte y glorificarte en la Asunción de la
bienaventurada siempre Virgen María que concibió a tu Unigénito Hijo por obra
del Espíritu Santo y permaneciendo intacta la gloria de su virginidad dio al
mundo la luz eterna, Jesucristo Nuestro Señor. Por quien los Ángeles alaban a
tu majestad, las dominaciones la adoran, tiemblan las potestades, los cielos y
las virtudes de los cielos, y los bienaventurados serafines la celebran
con igual júbilo. Te rogamos que con sus alabanzas recibas también las nuestras
cuando te decimos con humilde confesión.
ANTÍFONA DE
COMUNIÓN Luc. 1, 48-49
Todas las generaciones me llamarán bienaventurada porque ha hecho en
mí grandes maravillas el todopoderoso.
ORACIÓN POSTCOMUNIÓN
Habiendo recibido, Señor, los sacramentos
saludables, haz, te rogamos, que, por los méritos e intercesión de la
bienaventurada Virgen María, asunta al cielo, seamos llevados a la gloria de la
resurrección. Por Nuestro Señor Jesucristo.
TEXTOS DE LA MISA EN LATÍN
INTROITO Ap.
12, 1
Signum magnum appáruit in cœlo: múlier amícta sole,
et luna sub pédibus ejus, et in capite ejus coróna stellárum duódecim. V/. Cantáte Dómino
cánticum novum: quia mirabília fecit. V/. Glória Patri.
COLECTA
Omnípotens sempitérne Deus, qui immaculátam Vírginem Maríam, Fílii tui
genetrícem, córpore et ánima ad cæléstem glóriam assumpsísti, concéde,
quǽsumus, ut, ad supérna semper inténti, ipsíus glóriæ mereámur esse consórtes.
Per Dóminum.
EPISTOLA Judith 13, 22-25; 15, 10.
LÉCTIO LIBRI JUDITH.
Benedíxit te Dóminus in virtúte sua quia per te ad
nihilum redégit inimícos nostros. Benedícta es tu, fília, a Dómino Deo excélso,
præ ómnibus muliéribus super terram. Benedíctus Dóminus qui creávit cælum et
terram, qui te diréxit in vúlnera cápitis príncipis inimicórum nostrórum; quia
hódie nomen tuum ita magnificávit, ut non recédat laus tua de ore hóminum, qui
mémores fúerint virtútis Dómini in ætérnum, pro quibus non pepercísti ánimæ tuæ
propter angústias et tribulatiónem géneris tui sed subvenísti ruínæ ante
conspéctum Dei nostri. Tu glória Jerúsalem, tu lætítia Israël, tu
honorificéntia pópuli nostri.
GRADUALE Sal 44, 11-12 et 14.
Audi fília, et vide, et inclína aurem tuam et
concupíscet rex pulchritúdinem tuam. V/. Tota
decóra ingréditur fília regis, textúræ áureæ sunt amíctus ejus.
ALLELÚIA,ALLELUIA.V/.Assúmpta est María in
cœlum: gaudet exércitus Angelórum. Allelúja.
EVANGELIO Luc.
1, 41-50
SEQUENTIA SANCTI EVANGELII SECUNDUM LUCAM
In illo témpore: Repleta est Spíritu Sancto
Elíabeth et exclamávit voce magna, et dixit: «Benedícta tu inter mulíeres et
benedíctus fructus ventris tui. Et unde hoc
mihi ut véniat mater Dómini mei ad me? Ecce enim ut facta est vox salutatiónis
tuæ in áuribus meis exultávit in gáudio infans in útero meo. Et beáta, quæ
credidísti, quóniam perficiéntur ea quæ dicta sunt tibi a Dómino.» Et ait
María: «Magníficat ánima mea Dóminum; et exultávit spíritus meus in Deo
salutári meo; quia respéxit humilitátem ancíllæ suæ, ecce enim ex hoc beátam me
dicent omnes generatiónes. Quia fecit mihi magna qui potens est, et sanctum
nomen ejus, et misericórdia ejus a progénie in progénies timéntibus eum.»
OFERTORIO Gen.
3,15.
Inimicítias ponam inter te et Mulíerem, et semen
tuum et Semen illíus.
SECRETA
Ascéndat ad te, Dómine, nostræ devotiónis oblátio,
et, Beatíssima Vírgine María in cælum assúmpta intercedénte, corda nostra,
caritátis igne succénsa, ad te júgiter adspírent. Per Dóminum.
PREFACIO DE LA VIRGEN
VERE DIGNUM et iustum est, æquum et salutáre, nos
tibi semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens ætérne
Deus: Et te in Assumptióne beátæ Maríæ semper Vírginis collaudáre,
benedícere, et predicáre. Quæ et Unigénitum tuum Sancti Spíritus obumbratióne
concépit: et virginitátis glória permanénte lumen ætérnum mundo effúdit, Jesum
Christum Dóminum nostrum. Per quem majestátem tuam
laudant Angeli, adórant Dominatiónes, tremunt Potestátes. Cæli cælorúmque
Virtútes, ac beáta Séraphim, sócia exsultatióne concélebrant.Cum quibus et
nostras voces, ut admítti júbeas deprecámur, súpplici confessióne dicéntes
ANTÍFONA DE
COMUNIÓN Luc. 1, 48-49
Beátam me dicent omnes generatiónes, quia fecit
mihi magna qui potens est.
ORACIÓN POSTCOMUNIÓN
Sumptis, Dómine, salutáribus sacraméntis, da
quǽsumus, ut, méritis et intercessióne Beátæ Vírginis Maríæ in cælum assúmptæ,
ad resurrectiónis glóriam perducámur. Per Dóminum.
Esta Bula de León XIII establece de modo magisterial la invalidez de las ordenaciones sacerdotales de los anglicanos. Teniendo en cuenta la semejanza en el rito de las Ordenaciones sacerdotales establecidas después del Concilio Vaticano II dentro de la Iglesia Católica, las consecuencias son lógicas.
En dicha Bula se dice expresamente:
Entonces, considerando que esta materia, aunque ya decidida, había sido puesta de nuevo a discusión por ciertas personas, cualesquiera fueran sus razones, y que a partir de ahí podría haberse fomentado un pernicioso error en las mentes de aquellos que podrían suponerse a si mismos poseedores del Sacramento y los efectos de las Ordenes, que de ninguna manera podrían poseerlos, nos pareció bueno pronunciar en el nombre del Señor nuestro juicio.
Por eso, adhiriéndonos estrictamente, en esta materia, a los decretos de los Pontífices, Nuestros predecesores, y confirmándolos más plenamente, y, por decirlo así, renovándolos por Nuestra autoridad, por Nuestra propia iniciativa y certero conocimiento, Nos pronunciamos y declaramos que las ordenaciones llevadas a cabo conforme al rito Anglicano han sido, y son, absolutamente nulas y sin efecto.
Hemos recibido, ¡oh Dios!, tu misericordia en
medio de tu templo; como tu nombre, ¡oh Dios!, así tu gloria llega hasta los
confines de la tierra; tu diestra da la salvación. Salmo.-.
Grande es el Señor y dignísimo de alabanza en la ciudad de nuestro Dios,
en su monte santo. V/. Gloria.
Colecta.-
Te rogamos, Señor, nos concedas propicio la
gracia de pensar y obrar siempre con rectitud; y, pues sin ti no podemos
subsistir, llevemos una vida conforme a tu voluntad. Por nuestro Señor
Jesucristo…
Epístola.Rom 8.12-17.-
Hermanos: Nada debemos a la carne, para que
vivamos según la carne. Si vivís según la carne, moriréis; mas si con el
espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Todos cuantos se dejan
guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. No habéis recibido el espíritu
de servidumbre para obrar todavía con temor, habéis recibido el Espíritu de
adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: ¡Abba, Padre! El mismo Espíritu
testifica, a una con nuestro espíritu
que somos hijos de Dios. Hijos, luego herederos; herederos de Dios y
coherederos de Cristo.
Gradual.Salm. 30.3; 70.1.-
Sé para mí el Dios que protege y un lugar de
refugio, para que me salves. V/. En ti, Señor, he buscado amparo; no
sea jamás confundido.
Aleluya.Salm. 47.2.- Aleluya, aleluya. V/.
Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, en su
monte santo. Aleluya.
Evangelio.Luc. 16.1-9.-
En aquel tiempo: Dijo Jesús a sus discípulos
esta parábola: Érase un hombre rico, que tenía un mayordomo, y éste le fue
acusado como dilapidador de sus bienes. Llamóle, pues, y le dijo ¿Qué es esto
que oigo de ti? Rinde cuentas de tu
gestión; en adelante ya no podrás ser mi mayordomo. Entonces el mayordomo se
dijo: ¿Qué haré, pues mi señor me quita la gerencia? Para cavar no valgo,
mendigar me causa vergüenza. Mas ya sé lo que he de hacer, para que, una vez
removido de mi gerencia, halle quienes me reciban en su casa. Llamó, pues, a
cada uno de los deudores de su amo; y dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi
señor? Y éste le respondió: Cien barriles de aceite. Díjole: Toma tu escritura;
siéntate luego, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: ¿Y tú, cuánto debes?
Y él respondió: Cien cargas de trigo. Díjole: Toma tu obligación y escribe
ochenta. Y alabó el amo a este mayordomo infiel por su previsión, porque los
hijos de este siglo son en sus negocios más sagaces que los hijos de la luz.
Así os digo yo a vosotros: Haceos amigos con el inicuo dinero para que cuando
él os faltare, aquellos os reciban en las eternas moradas.
Ofertorio. Salm. 17.28.32.-
Tú salvas al pueblo humilde, y humillas los
ojos de los soberbios, porque ¿qué otro Dios hay fuera de ti, Señor?
Secreta.-
Te rogamos, Señor, aceptes propicio los dones
que recibidos de tus manos, te ofrecemos, para que, mediante la operación de tu
gracia, nos santifiquen estos sacrosantos misterios en la presente vida, y nos
conduzcan a los goces eternos. Por nuestro Señor.
Prefacio de la Santísima Trinidad.-
En verdad es digno y justo, equitativo y
saludable, darte gracias en todo tiempo lugar, Señor, santo Padre, omnipotente
y eterno Dios, que con tu unigénito Hijo y con el Espíritu Santo eres un solo
Dios, un solo Señor, no en la individualidad de una sola persona, sino en la
trinidad de una sola sustancia. Por lo cual, cuanto nos has revelado de tu
gloria, lo creemos también de tu Hijo y del Espíritu Santo, sin diferencia ni
distinción. De suerte, que confesando una verdadera y eterna Divinidad, adoramos la propiedad en las
personas, la unidad en la esencia, y la igualdad en la majestad, la cual alaban
los Ángeles y los Arcángeles, los Querubines y los Serafines, que no cesan de
cantar a diario, diciendo a una voz. Santo …
Comunión. Salm. 33.9.-
Gustad y ved cuán suave es el Señor; dichoso
el varón que en él confía.
Poscomunión.-
Sírvanos, Señor, este celestial misterio para
reparación de alma y cuerpo; para que al celebrarlo, experimentemos sus
saludables efectos. Por nuestro Señor.
TEXTOS DE LA MISA EN
LATIN
Dóminica Octava Post Pentecosten
II Classis
Introitus: Ps. xlvii: 10-11
Suscépimus, Deus, misericórdiam
tuam in médio templi tui: secúndum nomen tuum, Deus, ita et laus tua in fines
terræ: justítia plena est déxtera tua. [Ps. ibid. 2] Magnus
Dóminus, et laudábilis nimis: in civitáte Dei nostri, in monte sancto ejus.
Glória Patri. Suscépimus.
Oratio
Largíre nobis, quǽsumus, Dómine, semper spíritum
cogitándi qui recta sunt, propítius et agéndi: ut, qui sine te esse non
póssimus, secúndum te vívere valeámus. Per Dóminum.
ad Romanos viii: 12-17
Léctio
Epístolæ beáti Pauli Apóstoli ad Romános.
Fratres: Debitóres sumus non carni,
ut secúndum carnem vivámus. Si enim secúndum carnem vixéritis, moriémini: si
autem Spíritu facta carnis mortificavéritis, vivétis. Qui-cúmque enim spíritu
Dei agúntur, ii sunt fílii Dei. Non enim accepístis spíritum servitútis íterum
in timóre, sed accepístis spíritum adoptiónis filiórum, in quo clamámus: Abba
(Pater). Ipse enim Spíritus testimónium reddit spíritui nostro, quod sumus
fílii Dei. Si autem fílii, et herédes: herédes quidem Dei, coherédes autem
Christi.
Graduale Ps. xxx: 2
Esto mihi in Deum protectórem, et in locum refúgii, ut salvum
me fácias. [Ps.lxx: 1] Deus, in te sperávi: Dómine,
non confúndar in ætérnum. Allelúja,
allelúja [Ps. xlvii: 2] Magnus Dóminus, et
laudábilis valde, in civitáte Dei nostri, in monte sancto ejus. Allelúja
Luc. xvi: 1-9
+
Sequentia sancti Evangelii secundum Lucam.
In illo témpore: Dixit Jesus discípulis suis parábolam hanc:
«Homo quidam erat dives, qui habébat víllicum: et hic diffamátus est apud
illum, quasi dissipásset bona ipsíus. Et vocávit illum, et ait illi: “Quid hoc
áudio de te? redde ratiónem vilicatiónis tuæ: jam enim non póteris villicáre.”
Ait autem víllicus intra se: “Quid fáciam, quia dóminus meus aufert a me
villicatiónem? fódere non váleo, mendicáre erubésco. Scio quid fáciam, ut, cum
amotus fúero a villicatióne, recípiant me in domos suas.” Convocátis ítaque
síngulis debitóribus dómini sui, dicébat primo: “Quantum debes dómino meo?” At
ille dixit: “Centum cados ólei.” Dixítque illi: “Accipe cautiónem tuam et: sede
cito, scribe quinquagínta.” Deínde álii dixit: “Tu vero quantum debes?” Qui ait
centum choros trítici.” Ait illi: “Accipe lítteras tuas, et scribe octogínta.”
Et laudávit dóminus víllicum iniquitátis, quia prudénter fecísset: quia fílii
hujus sæculi prudentióres fíliis lucis in generatióne sua sunt. Et ego vobis
dico: fácite vobis amícos de mammóna iniquitátis: ut cum defecéritis, recípiant
vos in ætérna tabernácula.»
Offertorium: Ps. xvii: 28 et 32
Pópulum húmilem salvum fácies,
Dómine, et óculos superbórum humiliábis: quóniam quis Deus præter te, Dómine?
Secreta:
Suscipe, quǽsumus, Dómine, múnera, quæ tibi de tua largitáte
deférimus: ut hac sacrosáncta mystéria, grátiæ tuæ operánte virtúte, et
præséntis vitæ nos conversatióne sanctíficent, et ad gáudia sempitérna
perdúcant. Per Dóminum.
Præfátio de Sanctíssima Trinitáte
Vere dignum et iustum est, æquum et salutáre, nos tibi
semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens ætérne Deus: Qui cum unigénito Fílio tuo, et Spíritu
Sancto, unus es Deus, unus es Dóminus: non in uníus singularitáte persónæ, sed
in uníus Trinitáte substántiæ. Quod enim de tua gloria, revelánte te, crédimus,
hoc de Fílio tuo, hoc de Spíritu Sancto, sine differéntia discretiónis
sentimus. Ut in confessióne veræ sempiternáeque Deitátis, et in persónis
propríetas, et in esséntia únitas, et in majestáte adorétur æquálitas. Quam
laudant Angeli atque Archángeli, Chérubim quoque ac Séraphim: qui non cessant
clamáre quotídie, una voce dicéntes:
Communio: Ps. xxxiii: 9.
Gustáte et vidéte, quóniam suávis est
Dóminus: beátus vir, qui sperat in eo.
Postcommunio:
Sit nobis, Dómine, reparátio mentis et córporis cæléste
mystérium: ut, cujus exséquimur cultum, sentiámus efféctum. Per Dóminum.
HOMILIA
Homilía de San
Jerónimo, Presbítero.
Epistola 151
Si vemos al administrador de las riquezas de iniquidad
alabado por su señor, por haber sabido agenciarse una justa recompensa mediante
un proceder ilícito; y si el mismo amo perjudicado alaba la previsión de tal
administrador, por cuanto, aunque procedió fraudulentamente con el, fue
prudente para consigo mismo, ¿cuánto mas el divino Salvador, que no puede
experimentar perdida alguna y se inclina siempre a la clemencia, alabara a sus
discípulos, cuando los vea tratar con misericordia a los que van a creer en él?
Después de la parábola, saco esta consecuencia: “Así os digo
yo a vosotros: Granjeaos amigos con las riquezas de iniquidad”. En lengua
siriaca, no en hebreo, se llama “mammona” a las riquezas, debido a los medios injustos
que se emplean para atesorarlas. Si pues, el fruto de iniquidad bien
administrado puede redundar en provecho de la justicia, cuanto mas la palabra
de Dios, en la cual nada hay inicuo, y que fue confiada a los Apóstoles, llevara
al cielo a sus fieles dispensadores?
Por lo cual, leemos a continuación: “Quien es fiel en lo poco”
, es decir, en las cosas materiales, “ también lo es en lo mucho”, o sea, en
las espirituales, El que es inicuo en lo poco, no haciendo participantes a sus
hermanos de lo que Dios creo para todos, no lo será menos en el reparto del
caudal espiritual, y en la distribución de la doctrina del Señor atenderá mas
bien a sus preferencias personales que a la necesidad. Por eso dice aquí el
Señor: Si no sabéis administrar prudentemente los bienes materiales y
perecederos, .quien os confiara las verdaderas, las eternas riquezas de la
doctrina de Dios?
CARTA
ENCÍCLICA QUAS PRIMAS
DEL SUMO PONTÍFICE PÍO XI
SOBRE LA FIESTA DE CRISTO REY
En la primera encíclica, que al comenzar nuestro
Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las
causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género
humano.
Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que
este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres
se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y
costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que
nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos
mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de
nuestro Salvador.
La «paz de Cristo en el reino de Cristo»
1. Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a
buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, sino que, además, prometimos que
para dicho fin haríamos todo cuanto posible nos fuese. En el reino de Cristo,
dijimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio más eficaz para
restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de
Jesucristo.
2. Entre tanto, no dejó de infundirnos sólida,
esperanza de tiempos mejores la favorable actitud de los pueblos hacia Cristo y
su Iglesia, única que puede salvarlos; actitud nueva en unos, reavivada en
otros, de donde podía colegirse que muchos que hasta entonces habían estado
como desterrados del reino del Redentor, por haber despreciado su soberanía, se
preparaban felizmente y hasta se daban prisa en volver a sus deberes de
obediencia.
Y todo cuanto ha acontecido en el transcurso del
Año Santo, digno todo de perpetua memoria y recordación, ¿acaso no ha redundado
en indecible honra y gloria del Fundador de la Iglesia, Señor y Rey Supremo?
«Año Santo»
3. Porque maravilla es cuánto ha conmovido a las
almas la Exposición Misional, que ofreció a todos el conocer bien ora el
infatigable esfuerzo de la Iglesia en dilatar cada vez más el reino de su
Esposo por todos los continentes e islas —aun, de éstas, las de mares los más
remotos—, ora el crecido número de regiones conquistadas para la fe católica
por la sangre y los sudores de esforzadísimos e invictos misioneros, ora
también las vastas regiones que todavía quedan por someter a la suave y salvadora
soberanía de nuestro Rey.
Además, cuantos —en tan grandes multitudes—
durante el Año Santo han venido de todas partes a Roma guiados por sus obispos
y sacerdotes, ¿qué otro propósito han traído sino postrarse, con sus almas
purificadas, ante el sepulcro de los apóstoles y visitarnos a Nos para
proclamar que viven y vivirán sujetos a la soberanía de Jesucristo?
4. Como una nueva luz ha parecido también
resplandecer este reinado de nuestro Salvador cuando Nos mismo, después de
comprobar los extraordinarios méritos y virtudes de seis vírgenes y confesores,
los hemos elevado al honor de los altares, ¡Oh, cuánto gozo y cuánto consuelo
embargó nuestra alma cuando, después de promulgados por Nos los decretos de
canonización, una inmensa muchedumbre de fieles, henchida de gratitud, cantó el
Tu, Rex gloriae Christe en el majestuoso templo de San Pedro!
Y así, mientras los hombres y las naciones,
alejados de Dios, corren a la ruina y a la muerte por entre incendios de odios
y luchas fratricidas, la Iglesia de Dios, sin dejar nunca de ofrecer a los
hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas generaciones de santos
y de santas para Cristo, el cual no cesa de levantar hasta la eterna
bienaventuranza del reino celestial a cuantos le obedecieron y sirvieron
fidelísimamente en el reino de la tierra.
5. Asimismo, al cumplirse en el Año Jubilar el
XVI Centenario del concilio de Nicea, con tanto mayor gusto mandamos celebrar
esta fiesta, y la celebramos Nos mismo en la Basílica Vaticana, cuanto que
aquel sagrado concilio definió y proclamó como dogma de fe católica la
consustancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que, al incluir
las palabras cuyo reino no tendrá fin en su Símbolo o fórmula de fe, promulgaba
la real dignidad de Jesucristo.
Habiendo, pues, concurrido en este Año Santo tan
oportunas circunstancias para realzar el reinado de Jesucristo, nos parece que
cumpliremos un acto muy conforme a nuestro deber apostólico si, atendiendo a
las súplicas elevadas a Nos, individualmente y en común, por muchos cardenales,
obispos y fieles católicos, ponemos digno fin a este Año Jubilar introduciendo
en la sagrada liturgia una festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor
Jesucristo Rey. Y ello de tal modo nos complace, que deseamos, venerables hermanos,
deciros algo acerca del asunto. A vosotros toca acomodar después a la
inteligencia del pueblo cuanto os vamos a decir sobre el culto de Cristo Rey;
de esta suerte, la solemnidad nuevamente instituida producirá en adelante, y ya
desde el primer momento, los más variados frutos.
I. LA REALEZA DE CRISTO
6.
Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a
Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que
posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se dice que reina
en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado
de su ciencia cuanto porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan
beber de El y recibir obedientemente la verdad. Se dice también que reina en
las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está
entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque
con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la
enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina
en los corazones de los hombres porque, con su supereminente caridad[1] y con su mansedumbre
y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre todos
los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas, entrando
ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y
estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey;
pues sólo en cuanto hombre se dice de El que recibió del Padre la potestad,
el honor y el reino[2]; porque como
Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de
tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer
también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las
criaturas.
a) En el Antiguo Testamento
7. Que Cristo es Rey, lo dicen a cada paso las
Sagradas Escrituras.
Así, le llaman el dominador que ha de nacer de la
estirpe de Jacob[3]; el que por el
Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las
gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra[4]. El salmo
nupcial, donde bajo la imagen y representación de un Rey muy opulento y muy
poderoso se celebraba al que había de ser verdadero Rey de Israel, contiene
estas frases: El trono tuyo, ¡oh Dios!, permanece por los siglos de los
siglos; el cetro de su reino es cetro de rectitud[5]. Y omitiendo
otros muchos textos semejantes, en otro lugar, como para dibujar mejor los
caracteres de Cristo, se predice que su reino no tendrá límites y estará
enriquecido con los dones de la justicia y de la paz: Florecerá en sus días
la justicia y la abundancia de paz… y dominará de un mar a otro, y desde el
uno hasta el otro extrema del orbe de la tierra[6].
8.
A este testimonio se añaden otros, aún más copiosos, de
los profetas, y principalmente el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un
Párvulo y se nos ha dado un Hijo, el cual lleva sobre sus hombros el
principado; y tendrá por nombre el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el
Padre del siglo venidero, el Príncipe de Paz. Su imperio será amplificado y la
paz no tendrá fin; se sentará sobre el solio de David, y poseerá su reino para
afianzarlo y consolidarlo haciendo reinar la equidad y la justicia desde ahora
y para siempre[7]. Lo mismo que
Isaías vaticinan los demás profetas. Así Jeremías, cuando predice que de la
estirpe de David nacerá el vástago justo, que cual hijo de David reinará
como Rey y será sabio y juzgará en la tierra[8]. Así Daniel,
al anunciar que el Dios del cielo fundará un reino, el cual no será jamás
destruido…, permanecerá eternamente[9]; y poco
después añade: Yo estaba observando durante la visión nocturna, y he aquí
que venía entre las nubes del cielo un personaje que parecía el Hijo del
Hombre; quien se adelantó hacia el Anciano de muchos días y le presentaron ante
El. Y diole éste la potestad, el honor y el reino: Y todos los pueblos, tribus
y lenguas le servirán: la potestad suya es potestad eterna, que no le será
quitada, y su reino es indestructible[10].
Aquellas palabras de Zacarías donde predice al Rey manso que, subiendo sobre
una asna y su pollino, había de entrar en Jerusalén, como Justo y como
Salvador, entre las aclamaciones de las turbas[11],
¿acaso no las vieron realizadas y comprobadas los santos evangelistas?
b) En el Nuevo Testamento
9. Por otra parte, esta misma doctrina sobre
Cristo Rey que hemos entresacado de los libros del Antiguo Testamento, tan
lejos está de faltar en los del Nuevo que, por lo contrario, se halla magnífica
y luminosamente confirmada.
En este punto, y pasando por alto el mensaje del
arcángel, por el cual fue advertida la Virgen que daría a luz un niño a quien
Dios había de dar el trono de David su padre y que reinaría eternamente en la
casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás fin[12],
es el mismo Cristo el que da testimonio de su realeza, pues ora en su último
discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas
perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora al responder al gobernador
romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de
su resurrección, al encomendar a los apóstoles el encargo de enseñar y bautizar
a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de
Rey[13]
y públicamente confirmó que es Rey[14],
y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la
tierra[15].
Con las cuales palabras, ¿qué otra cosa se significa sino la grandeza de su
poder y la extensión infinita de su reino? Por lo tanto, no es de maravillar
que San Juan le llame Príncipe de los reyes de la tierra[16],
y que El mismo, conforme a la visión apocalíptica, lleve escrito en su
vestido y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los que dominan[17].
Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero universal de todas las
cosas[18],
menester es que reine Cristo hasta que, al fin de los siglos, ponga bajo los
pies del trono de Dios a todos sus enemigos[19].
c) En la Liturgia
10. De esta doctrina común a los Sagrados Libros,
se siguió necesariamente que la Iglesia, reino de Cristo sobre la tierra,
destinada a extenderse a todos los hombres y a todas las naciones, celebrase y
glorificase con multiplicadas muestras de veneración, durante el ciclo anual de
la liturgia, a su Autor y Fundador como a Soberano Señor y Rey de los reyes.
Y así como en la antigua salmodia y en los
antiguos Sacramentarios usó de estos títulos honoríficos que con
maravillosa variedad de palabra expresan el mismo concepto, así también los
emplea actualmente en los diarios actos de oración y culto a la Divina Majestad
y en el Santo Sacrificio de la Misa. En esta perpetua alabanza a Cristo Rey
descúbrese fácilmente la armonía tan hermosa entre nuestro rito y el rito
oriental, de modo que se ha manifestado también en este caso que la ley de
la oración constituye la ley de la creencia.
d) Fundada en la unión hipostática
11. Para mostrar ahora en qué consiste el
fundamento de esta dignidad y de este poder de Jesucristo, he aquí lo que
escribe muy bien San Cirilo de Alejandría: Posee Cristo soberanía sobre
todas las criaturas, no arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en virtud
de su misma esencia y naturaleza[20].
Es decir, que la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa
unión llamada hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser
adorado en cuanto Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los
unos y los otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer también en
cuanto hombre; de manera que por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo
tiene potestad sobre todas las criaturas.
e) Y en la redención
12. Pero, además, ¿qué cosa habrá para nosotros
más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no
sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista,
adquirido a costa de la redención? Ojalá que todos los hombres, harto
olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador. Fuisteis
rescatados no con oro o plata, que son cosas perecederas, sino con la sangre
preciosa de Cristo, como de un Cordero Inmaculado y sin tacha[21].
No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio
grande[22];
hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo[23].
II. CARÁCTER DE LA REALEZA DE CRISTO
a) Triple potestad
13. Viniendo ahora a explicar la fuerza y
naturaleza de este principado y soberanía de Jesucristo, indicaremos brevemente
que contiene una triple potestad, sin la cual apenas se concibe un verdadero y
propio principado. Los testimonios, aducidos de las Sagradas Escrituras, acerca
del imperio universal de nuestro Redentor, prueban más que suficientemente
cuanto hemos dicho; y es dogma, además, de fe católica, que Jesucristo fue dado
a los hombres como Redentor, en quien deben confiar, y como legislador a quien
deben obedecer[24].
Los santos Evangelios no sólo narran que Cristo legisló, sino que nos lo
presentan legislando. En diferentes circunstancias y con diversas expresiones
dice el Divino Maestro que quienes guarden sus preceptos demostrarán que le
aman y permanecerán en su caridad[25].
El mismo Jesús, al responder a los judíos, que le acusaban de haber violado el
sábado con la maravillosa curación del paralítico, afirma que el Padre le había
dado la potestad judicial, porque el Padre no juzga a nadie, sino que todo
el poder de juzgar se lo dio al Hijo[26].
En lo cual se comprende también su derecho de premiar y castigar a los hombres,
aun durante su vida mortal, porque esto no puede separarse de una forma de
juicio. Además, debe atribuirse a Jesucristo la potestad llamada ejecutiva,
puesto que es necesario que todos obedezcan a su mandato, potestad que a los
rebeldes inflige castigos, a los que nadie puede sustraerse.
b) Campo de la realeza de Cristo
a) En Lo espiritual
14. Sin embargo, los textos que hemos citado de
la Escritura demuestran evidentísimamente, y el mismo Jesucristo lo confirma
con su modo de obrar, que este reino es principalmente espiritual y se refiere
a las cosas espirituales. En efecto, en varias ocasiones, cuando los judíos, y
aun los mismos apóstoles, imaginaron erróneamente que el Mesías devolvería la
libertad al pueblo y restablecería el reino de Israel, Cristo les quitó y
arrancó esta vana imaginación y esperanza. Asimismo, cuando iba a ser
proclamado Rey por la muchedumbre, que, llena de admiración, le rodeaba, El
rehusó tal título de honor huyendo y escondiéndose en la soledad. Finalmente,
en presencia del gobernador romano manifestó que su reino no era de este mundo.
Este reino se nos muestra en los evangelios con tales caracteres, que los
hombres, para entrar en él, deben prepararse haciendo penitencia y no pueden
entrar sino por la fe y el bautismo, el cual, aunque sea un rito externo,
significa y produce la regeneración interior. Este reino únicamente se opone al
reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas; y exige de sus súbditos no
sólo que, despegadas sus almas de las cosas y riquezas terrenas, guarden
ordenadas costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino también que se
nieguen a sí mismos y tomen su cruz. Habiendo Cristo, como Redentor, rescatado
a la Iglesia con su Sangre y ofreciéndose a sí mismo, como Sacerdote y como
Víctima, por los pecados del mundo, ofrecimiento que se renueva cada día
perpetuamente, ¿quién no ve que la dignidad real del Salvador se reviste y
participa de la naturaleza espiritual de ambos oficios?
b) En lo temporal
15. Por otra parte, erraría gravemente el que
negase a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales,
puesto que el Padre le confirió un derecho absolutísimo sobre las cosas
creadas, de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio. Sin embargo de
ello, mientras vivió sobre la tierra se abstuvo enteramente de ejercitar este
poder, y así como entonces despreció la posesión y el cuidado de las cosas
humanas, así también permitió, y sigue permitiendo, que los poseedores de ellas
las utilicen.
Acerca de lo cual dice bien aquella frase: No
quita los reinos mortales el que da los celestiales[27].
Por tanto, a todos los hombres se extiende el dominio de nuestro Redentor, como
lo afirman estas palabras de nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII,
las cuales hacemos con gusto nuestras: El imperio de Cristo se extiende no
sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo recibido el
bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga
extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a
cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte que bajo la potestad de
Jesús se halla todo el género humano[28].
c) En los individuos y en la sociedad
16. El es, en efecto, la fuente del bien público
y privado. Fuera de El no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues
no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos
salvarnos[29].
El es sólo quien da la prosperidad y la felicidad
verdadera, así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de
la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos,
pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos[30].
No se nieguen, pues, los gobernantes de las naciones a dar por sí mismos y por
el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo
si quieren conservar incólume su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de
su patria. Lo que al comenzar nuestro pontificado escribíamos sobre el gran
menoscabo que padecen la autoridad y el poder legítimos, no es menos oportuno y
necesario en los presentes tiempos, a saber: «Desterrados Dios y Jesucristo
—lamentábamos— de las leyes y de la gobernación de los pueblos, y derivada la
autoridad, no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que… hasta los mismos
fundamentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa
principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de
obedecer. De lo cual no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda
la humana sociedad privada de todo apoyo y fundamento sólido»[31].
17. En cambio, si los hombres, pública y
privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a
toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad
y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como
hace sacra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del
Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos. Por
eso el apóstol San Pablo, aunque ordenó a las casadas y a los siervos que
reverenciasen a Cristo en la persona de sus maridos y señores, mas también les
advirtió que no obedeciesen a éstos como a simples hombres, sino sólo como a
representantes de Cristo, porque es indigno de hombres redimidos por Cristo
servir a otros hombres: Rescatados habéis sido a gran costa; no queráis
haceros siervos de los hombres[32].
18. Y si los príncípes y los gobernantes
legítimamente elegidos se persuaden de que ellos mandan, más que por derecho
propio por mandato y en representación del Rey divino, a nadie se le ocultará
cuán santa y sabiamente habrán de usar de su autoridad y cuán gran cuenta
deberán tener, al dar las leyes y exigir su cumplimiento, con el bien común y
con la dignidad humana de sus inferiores. De aquí se seguirá, sin duda, el
florecimiento estable de la tranquilidad y del orden, suprimida toda causa de
sedición; pues aunque el ciudadano vea en el gobernante o en las demás
autoridades públicas a hombres de naturaleza igual a la suya y aun indignos y
vituperables por cualquier cosa, no por eso rehusará obedecerles cuando en
ellos contemple la imagen y la autoridad de Jesucristo, Dios y hombre
verdadero.
19. En lo que se refiere a la concordia y a la
paz, es evidente que, cuanto más vasto es el reino y con mayor amplitud abraza
al género humano, tanto más se arraiga en la conciencia de los hombres el
vínculo de fraternidad que los une. Esta convicción, así como aleja y disipa
los conflictos frecuentes, así también endulza y disminuye sus amarguras. Y si
el reino de Cristo abrazase de hecho a todos los hombres, como los abraza de
derecho, ¿por qué no habríamos de esperar aquella paz que el Rey pacífico trajo
a la tierra, aquel Rey que vino para reconciliar todas las cosas; que no
vino a que le sirviesen, sino a servir; que siendo el Señor de todos,
se hizo a sí mismo ejemplo de humildad y estableció como ley principal esta
virtud, unida con el mandato de la caridad; que, finalmente dijo: Mi yugo es
suave y mi carga es ligera.
¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los
individuos, las familias y las sociedades se dejaran gobernar por Cristo! Entonces
verdaderamente —diremos con las mismas palabras de nuestro predecesor León
XIII dirigió hace veinticinco años a todos los obispos del orbe católico—, entonces
se podrán curar tantas heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo,
volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas,
cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le
obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la
gloria de Dios Padre[33].
III. LA FIESTA DE JESUCRISTO REY
20. Ahora bien: para que estos inapreciables
provechos se recojan más abundantes y vivan estables en la sociedad cristiana,
necesario es que se propague lo más posible el conocimiento de la regia
dignidad de nuestro Salvador, para lo cual nada será más eficaz que instituir
la festividad propia y peculiar de Cristo Rey.
Las fiestas de la Iglesia
Porque para instruir al pueblo en las cosas de la
fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más
eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera
enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio.
Estas sólo son conocidas, las más veces, por unos
pocos fieles, más instruidos que los demás; aquéllas impresionan e instruyen a
todos los fieles; éstas —digámoslo así— hablan una sola vez, aquéllas cada año
y perpetuamente; éstas penetran en las inteligencias, a los corazones, al
hombre entero. Además, como el hombre consta de alma y cuerpo, de tal manera le
habrán de conmover necesariamente las solemnidades externas de los días
festivos, que por la variedad y hermosura de los actos litúrgicos aprenderá
mejor las divinas doctrinas, y convirtiéndolas en su propio jugo y sangre,
aprovechará mucho más en la vida espiritual.
En el momento oportuno
21. Por otra parte, los documentos históricos
demuestran que estas festividades fueron instituidas una tras otra en el
transcurso de los siglos, conforme lo iban pidiendo la necesidad y utilidad del
pueblo cristiano, esto es, cuando hacía falta robustecerlo contra un peligro
común, o defenderlo contra los insidiosos errores de la herejía, o animarlo y
encenderlo con mayor frecuencia para que conociese y venerase con mayor
devoción algún misterio de la fe, o algún beneficio de la divina bondad. Así,
desde los primeros siglos del cristianismo, cuando los fieles eran
acerbísimamente perseguidos, empezó la liturgia a conmemorar a los mártires
para que, como dice San Agustín, las festividades de los mártires fuesen
otras tantas exhortaciones al martirio[34].
Más tarde, los honores litúrgicos concedidos a los santos confesores, vírgenes
y viudas sirvieron maravillosamente para reavivar en los fieles el amor a las
virtudes, tan necesario aun en tiempos pacíficos. Sobre todo, las festividades
instituidas en honor a la Santísima Virgen contribuyeron, sin duda, a que el
pueblo cristiano no sólo enfervorizase su culto a la Madre de Dios, su
poderosísima protectora, sino también a que se encendiese en más fuerte amor
hacia la Madre celestial que el Redentor le había legado como herencia. Además,
entre los beneficios que produce el público y legítimo culto de la Virgen y de
los Santos, no debe ser pasado en silencio el que la Iglesia haya podido en
todo tiempo rechazar victoriosamente la peste de los errores y herejías.
22. En este punto debemos admirar los designios
de la divina Providencia, la cual, así como suele sacar bien del mal, así
también permitió que se enfriase a veces la fe y piedad de los fieles, o que
amenazasen a la verdad católica falsas doctrinas, aunque al cabo volvió ella a
resplandecer con nuevo fulgor, y volvieron los fieles, despertados de su
letargo, a enfervorizarse en la virtud y en la santidad. Asimismo, las
festividades incluidas en el año litúrgico durante los tiempos modernos han
tenido también el mismo origen y han producido idénticos frutos. Así, cuando se
entibió la reverencia y culto al Santísimo Sacramento, entonces se instituyó la
fiesta del Corpus Christi, y se mandó celebrarla de tal modo que la
solemnidad y magnificencia litúrgicas durasen por toda la octava, para atraer a
los fieles a que veneraran públicamente al Señor. Así también, la festividad del
Sacratísimo Corazón de Jesús fue instituida cuando las almas, debilitadas y
abatidas por la triste y helada severidad de los jansenistas, habíanse enfriado
y alejado del amor de Dios y de la confianza de su eterna salvación.
Contra el moderno laicismo
23. Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea
honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las
necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la
peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros
tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y
vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo
día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se
comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la
Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al
género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos
a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada
con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas.
Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los
gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron
sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos
sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse
sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.
24. Los amarguísimos frutos que este alejarse de
Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta
frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en nuestra encíclica Ubi
arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia
sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades
que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias
desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien
público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles,
junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos
y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica
por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la
estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la
humana sociedad.
La fiesta de Cristo Rey
25. Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de
que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse
felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y
acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los
católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia
social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan
delante de sí la antorcha de la verdad. Estas desventajas quizá procedan de la
apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten
débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren
mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben
militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces,
inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo
los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los
derechos del Señor.
Además, para condenar y reparar de alguna manera
esta pública apostasía, producida, con tanto daño de la sociedad, por el
laicismo, ¿no parece que debe ayudar grandemente la celebración anual de la
fiesta de Cristo Rey entre todas las gentes? En verdad: cuanto más se oprime
con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones
internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con
mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad.
Continúa una tradición
26. ¿Y quién no echa de ver que ya desde fines
del siglo pasado se preparaba maravillosamente el camino a la institución de
esta festividad? Nadie ignora cuán sabia y elocuentemente fue defendido este
culto en numerosos libros publicados en gran variedad de lenguas y por todas
partes del mundo; y asimismo que el imperio y soberanía de Cristo fue
reconocido con la piadosa práctica de dedicar y consagrar casi innumerables
familias al Sacratísimo Corazón de Jesús. Y no solamente se consagraron las
familias, sino también ciudades y naciones. Más aún: por iniciativa y deseo de
León XIII fue consagrado al Divino Corazón todo el género humano durante el Año
Santo de 1900.
27. No se debe pasar en silencio que, para
confirmar solemnemente esta soberanía de Cristo sobre la sociedad humana,
sirvieron de maravillosa manera los frecuentísimos Congresos eucarísticos que
suelen celebrarse en nuestros tiempos, y cuyo fin es convocar a los fieles de
cada una de las diócesis, regiones, naciones y aun del mundo todo, para venerar
y adorar a Cristo Rey, escondido bajo los velos eucarísticos; y por medio de
discursos en las asambleas y en los templos, de la adoración, en común, del
augusto Sacramento públicamente expuesto y de solemnísimas procesiones,
proclamar a Cristo como Rey que nos ha sido dado por el cielo. Bien y con razón
podría decirse que el pueblo cristiano, movido como por una inspiración divina,
sacando del silencio y como escondrijo de los templos a aquel mismo Jesús a
quien los impíos, cuando vino al mundo, no quisieron recibir, y llevándole como
a un triunfador por las vías públicas, quiere restablecerlo en todos sus reales
derechos.
Coronada en el Año Santo
28. Ahora bien: para realizar nuestra idea que
acabamos de exponer, el Año Santo, que toca a su fin, nos ofrece tal
oportunidad que no habrá otra mejor; puesto que Dios, habiendo benignísimamente
levantado la mente y el corazón de los fieles a la consideración de los bienes
celestiales que sobrepasan el sentido, les ha devuelto el don de su gracia, o
los ha confirmado en el camino recto, dándoles nuevos estímulos para emular
mejores carismas. Ora, pues, atendamos a tantas súplicas como los han sido
hechas, ora consideremos los acontecimientos del Año Santo, en verdad que
sobran motivos para convencernos de que por fin ha llegado el día, tan
vehementemente deseado, en que anunciemos que se debe honrar con fiesta propia
y especial a Cristo como Rey de todo el género humano.
29. Porque en este año, como dijimos al
principio, el Rey divino, verdaderamente admirable en sus santos, ha sido
gloriosamente magnificado con la elevación de un nuevo grupo de sus fieles
soldados al honor de los altares. Asimismo, en este año, por medio de una
inusitada Exposición Misional, han podido todos admirar los triunfos que han
ganado para Cristo sus obreros evangélicos al extender su reino. Finalmente, en
este año, con la celebración del centenario del concilio de Nicea, hemos
conmemorado la vindicación del dogma de la consustancialidad del Verbo
encarnado con el Padre, sobre la cual se apoya como en su propio fundamento la
soberanía del mismo Cristo sobre todos los pueblos.
Condición litúrgica de la fiesta
30. Por tanto, con nuestra autoridad apostólica,
instituimos la fiesta de nuestro Señor Jesucristo Rey, y decretamos que se
celebre en todas las partes de la tierra el último domingo de octubre, esto es,
el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos.
Asimismo ordenamos que en ese día se renueve todos los años la consagración de
todo el género humano al Sacratísimo Corazón de Jesús, con la misma fórmula que
nuestro predecesor, de santa memoria, Pío X, mandó recitar anualmente.
Este año, sin embargo, queremos que se renueve el
día 31 de diciembre, en el que Nos mismo oficiaremos un solemne pontifical en
honor de Cristo Rey, u ordenaremos que dicha consagración se haga en nuestra
presencia. Creemos que no podemos cerrar mejor ni más convenientemente el Año
Santo, ni dar a Cristo, Rey inmortal de los siglos, más amplio
testimonio de nuestra gratitud —con lo cual interpretamos la de todos los
católicos— por los beneficios que durante este Año Santo hemos recibido Nos, la
Iglesia y todo el orbe católico.
31. No es menester, venerables hermanos, que os
expliquemos detenidamente los motivos por los cuales hemos decretado que la
festividad de Cristo Rey se celebre separadamente de aquellas otras en las
cuales parece ya indicada e implícitamente solemnizada esta misma dignidad
real. Basta advertir que, aunque en todas las fiestas de nuestro Señor el
objeto material de ellas es Cristo, pero su objeto formal es enteramente
distinto del título y de la potestad real de Jesucristo. La razón por la cual hemos
querido establecer esta festividad en día de domingo es para que no tan sólo el
clero honre a Cristo Rey con la celebración de la misa y el rezo del oficio
divino, sino para que también el pueblo, libre de las preocupaciones y con
espíritu de santa alegría, rinda a Cristo preclaro testimonio de su obediencia
y devoción. Nos pareció también el último domingo de octubre mucho más
acomodado para esta festividad que todos los demás, porque en él casi finaliza
el año litúrgico; pues así sucederá que los misterios de la vida de Cristo,
conmemorados en el transcurso del año, terminen y reciban coronamiento en esta
solemnidad de Cristo Rey, y antes de celebrar la gloria de Todos los Santos, se
celebrará y se exaltará la gloria de aquel que triunfa en todos los santos y
elegidos. Sea, pues, vuestro deber y vuestro oficio, venerables hermanos, hacer
de modo que a la celebración de esta fiesta anual preceda, en días
determinados, un curso de predicación al pueblo en todas las parroquias, de
manera que, instruidos cuidadosamente los fieles sobre la naturaleza, la
significación e importancia de esta festividad, emprendan y ordenen un género
de vida que sea verdaderamente digno de los que anhelan servir amorosa y
fielmente a su Rey, Jesucristo.
Con los mejores frutos
32. Antes de terminar esta carta, nos place,
venerables hermanos, indicar brevemente las utilidades que en bien, ya de la
Iglesia y de la sociedad civil, ya de cada uno de los fieles esperamos y Nos
prometemos de este público homenaje de culto a Cristo Rey.
a) Para la Iglesia
En efecto: tributando estos honores a la
soberanía real de Jesucristo, recordarán necesariamente los hombres que la
Iglesia, como sociedad perfecta instituida por Cristo, exige —por derecho
propio e imposible de renunciar— plena libertad e independencia del poder
civil; y que en el cumplimiento del oficio encomendado a ella por Dios, de
enseñar, regir y conducir a la eterna felicidad a cuantos pertenecen al Reino
de Cristo, no pueden depender del arbitrio de nadie.
Más aún: el Estado debe también conceder la misma
libertad a las órdenes y congregaciones religiosas de ambos sexos, las cuales,
siendo como son valiosísimos auxiliares de los pastores de la Iglesia, cooperan
grandemente al establecimiento y propagación del reino de Cristo, ya
combatiendo con la observación de los tres votos la triple concupiscencia del
mundo, ya profesando una vida más perfecta, merced a la cual aquella santidad
que el divino Fundador de la Iglesia quiso dar a ésta como nota característica
de ella, resplandece y alumbra, cada día con perpetuo y más vivo esplendor,
delante de los ojos de todos.
b) Para la sociedad civil
33. La celebración de esta fiesta, que se
renovará cada año, enseñará también a las naciones que el deber de adorar
públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino
también a los magistrados y gobernantes.
A éstos les traerá a la memoria el pensamiento
del juicio final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la
gobernación del Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o
menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia
dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a
los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia,
ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la
rectitud de costumbres. Es, además, maravillosa la fuerza y la virtud que de la
meditación de estas cosas podrán sacar los fieles para modelar su espíritu
según las verdaderas normas de la vida cristiana.
c) Para los fieles
34. Porque si a Cristo nuestro Señor le ha sido
dado todo poder en el cielo y en la tierra; si los hombres, por haber sido
redimidos con su sangre, están sujetos por un nuevo título a su autoridad; si,
en fin, esta potestad abraza a toda la naturaleza humana, claramente se ve que
no hay en nosotros ninguna facultad que se sustraiga a tan alta soberanía. Es,
pues, necesario que Cristo reine en la inteligencia del hombre, la cual, con
perfecto acatamiento, ha de asentir firme y constantemente a las verdades
reveladas y a la doctrina de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la
cual ha de obedecer a las leyes y preceptos divinos; es necesario que reine en
el corazón, el cual, posponiendo los efectos naturales, ha de amar a Dios sobre
todas las cosas, y sólo a El estar unido; es necesario que reine en el cuerpo y
en sus miembros, que como instrumentos, o en frase del apóstol San Pablo, como
armas de justicia para Dios[35],
deben servir para la interna santificación del alma. Todo lo cual, si se
propone a la meditación y profunda consideración de los fieles, no hay duda que
éstos se inclinarán más fácilmente a la perfección.
35. Haga el Señor, venerables hermanos, que todos
cuantos se hallan fuera de su reino deseen y reciban el suave yugo de Cristo;
que todos cuantos por su misericordia somos ya sus súbditos e hijos llevemos
este yugo no de mala gana, sino con gusto, con amor y santidad, y que nuestra
vida, conformada siempre a las leyes del reino divino, sea rica en hermosos y
abundantes frutos; para que, siendo considerados por Cristo como siervos buenos
y fieles, lleguemos a ser con El participantes del reino celestial, de su
eterna felicidad y gloria.
Estos deseos que Nos formulamos para la fiesta de
la Navidad de nuestro Señor Jesucristo, sean para vosotros, venerables
hermanos, prueba de nuestro paternal afecto; y recibid la bendición apostólica,
que en prenda de los divinos favores os damos de todo corazón, a vosotros,
venerables hermanos, y a todo vuestro clero y pueblo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de
diciembre de 1925, año cuarto de nuestro pontificado.
CARTA ENCÍCLICA MEDIATOR DEI
DEL SUMO PONTÍFICE PÍO XII A LOS VENERABLES HERMANOS PATRIARCAS,
PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS
EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
SOBRE LA SAGRADA LITURGIA
Venerables Hermanos Salud y Bendición Apostólica.
INTRODUCCIÓN
A) Jesucristo, Redentor del mundo
1. «El Mediador entre Dios y los hombres» [1], el gran
Pontífice que penetró hasta lo más alto del cielo, Jesús, Hijo de Dios[2], al encargarse
de la obra de misericordia con que enriqueció al género humano con beneficios
sobrenaturales, quiso, sin duda alguna, restablecer entre los hombres y su
Criador aquel orden que el pecado había perturbado y volver a conducir al Padre
celestial, primer principio y último fin, la mísera descendencia de Adán,
manchada por el pecado original.
2. Por eso, mientras vivió en la tierra, no sólo
anunció el principio de la redención y declaró inaugurado el Reino de Dios,
sino que se consagró a procurar la salvación de las almas con el continuo
ejercicio de la oración y del sacrificio, hasta que se ofreció en la cruz,
víctima inmaculada para limpiar nuestra conciencia de las obras muertas y hacer
que tributásemos un verdadero culto al Dios vivo[3].
3. Así, todos los hombres, felizmente apartados
del camino que desdichadamente los arrastraba a la ruina y a la perdición,
fueron ordenados nuevamente a Dios para que, colaborando personalmente en la
consecución de la santificación propia, fruto de la sangre inmaculada del
Cordero, diesen a Dios la gloria que le es debida.
4. Quiso, pues, el divino Redentor que la vida
sacerdotal por El iniciada en su cuerpo mortal con sus oraciones y su
sacrificio, en el transcurso de los siglos, no cesase en su Cuerpo místico, que
es la Iglesia; y por esto instituyó un sacerdocio visible, para ofrecer en
todas partes la oblación pura[4], a fin de que
todos los hombres, del Oriente al Occidente, liberados del pecado, sirviesen
espontáneamente y de buen grado a Dios por deber de conciencia.
B) La Iglesia continúa el oficio sacerdotal
de Jesucristo
5. La Iglesia, pues, fiel al mandato recibido de
su Fundador, continúa el oficio sacerdotal de Jesucristo, sobre todo mediante
la sagrada liturgia. Esto lo hace, en primer lugar, en el altar, donde se
representa perpetuamente el sacrificio de la cruz[5] y se renueva,
con la sola diferencia del modo de ser ofrecido[6]; en segundo
lugar, mediante los sacramentos, que son instrumentos peculiares, por medio de
los cuales los hombres participan de la vida sobrenatural; y por último, con el
cotidiano tributo de alabanzas ofrecido a Dios Optimo Máximo.
6. «¡Qué espectáculo más hermoso para el cielo y
para la tierra que la Iglesia en oración! decía nuestro predecesor Pío XI, de
feliz memoria . Siglos hace que, sin interrupción alguna, desde una medianoche
a la otra, se repite sobre la tierra la divina salmodia de los cantos
inspirados, y no hay hora del día que no sea santificada por su liturgia
especial; no hay período alguno en la vida, grande o pequeño, que no tenga lugar
en la acción de gracias, en la alabanza, en la oración, en la reparación de las
preces comunes del cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia»[7].
C) Despertar de los estudios litúrgicos
7. Sabéis sin duda alguna, venerables hermanos,
que a fines del siglo pasado y principios del presente se despertó un fervor
singular en los estudios litúrgicos, tanto por la iniciativa laudable de
algunos particulares cuanto, sobre todo, por la celosa y asidua diligencia de
varios monasterios de la ínclita Orden benedictina; de suerte que, no sólo en
muchas regiones de Europa, sino aun en las tierras de ultramar, se desarrolló
en esta materia una laudable y provechosa emulación, cuyas benéficas
consecuencias se pudieron ver no sólo en el campo de las disciplinas sagradas,
donde los ritos litúrgicos de la Iglesia Oriental y Occidental fueron
estudiados y conocidos más amplia y profundamente, sino también en la vida
espiritual y privada de muchos cristianos.
8. Las augustas ceremonias del Sacrificio del
altar fueron mejor conocidas, comprendidas y estimadas; la participación en los
sacramentos, mayor y más frecuente; las oraciones litúrgicas, más suavemente
gustadas; y el culto eucarístico, considerado —como verdaderamente lo es centro
y fuente de la verdadera piedad cristiana. Fue, además, puesto más claramente
en evidencia el hecho de que todos los fieles constituyen un solo y compactísimo
cuerpo, cuya cabeza es Cristo, de donde proviene para el pueblo cristiano la
obligación de participar, según su propia condición, en los ritos litúrgicos.
D) Solicitud de la Santa Sede en favor del
culto litúrgico
9. Vosotros, indudablemente, sabéis muy bien que
esta Sede Apostólica ha procurado siempre, con gran diligencia, que el pueblo a
ella confiado se educase en un verdadero y efectivo sentido litúrgico, y que,
con no menor celo, se ha preocupado de que los sagrados ritos resplandeciesen
al exterior con la debida dignidad. En el mismo orden de ideas, Nos, hablando,
según costumbre, a los predicadores cuaresmales de esta nuestra alma Ciudad, en
1943, les exhortábamos calurosamente a amonestar a sus oyentes para que tomasen
parte, siempre con mayor empeño, en el sacrificio eucarístico; y recientemente
hemos hecho traducir otra vez el libro de los Salmos del texto original al
latín, para que las preces litúrgicas, de las que forma ese libro parte tan
principal en la Iglesia católica, fuesen más exactamente entendidas y más
fácilmente percibidas su verdad y suavidad [8].
10. Sin embargo, mientras que, por los saludables
frutos que de él se derivan, el apostolado litúrgico es para Nos de no poco
consuelo, nuestro deber nos impone seguir con atención esta «renovación», como
algunos la llaman, y procurar diligentemente que estas iniciativas no se
conviertan ni en excesivas ni en defectuosas.
E) Deficiencias de algunos. Exageraciones
de otros
11. Ahora bien: si, por una parte, vemos con
dolor que en algunas regiones el sentido, el conocimiento y el estudio de la
liturgia son a veces escasos o casi nulos, por otra observamos con gran
preocupación que en otras hay algunos, demasiado ávidos de novedades, que se
alejan del camino de la sana doctrina y de la prudencia; pues con la intención
y el deseo de una renovación litúrgica mezclan frecuentemente principios que en
la teoría o en la práctica comprometen esta causa santísima y la contaminan
también muchas veces con errores que afectan a la fe católica y a la doctrina
ascética.
12. La pureza de la fe y de la moral debe ser la
norma característica de esta sagrada disciplina, que tiene que conformarse
absolutamente con las sapientísimas enseñanzas de la Iglesia. Es, por tanto,
deber nuestro alabar y aprobar todo lo que está bien hecho, y reprimir o
reprobar todo lo que se desvía del verdadero y justo camino.
13. No crean, sin embargo, los inertes y los
tibios que cuentan con nuestro asenso porque reprendemos a los que yerran y
ponemos freno a los audaces; ni los imprudentes se tengan por alabados cuando
corregimos a los negligentes y a los perezosos.
14. Aunque en esta nuestra carta encíclica
tratamos, sobre todo, de la liturgia latina, no se debe a que tengamos menor
estima de las venerandas liturgias de la Iglesia Oriental, cuyos ritos,
transmitidos por venerables y antiguos documentos, nos son igualmente
queridísimos; sino que más bien depende de las especiales condiciones de la
Iglesia Occidental, que demandan la intervención de la autoridad nuestra.
15. Oigan, pues, dócilmente todos los cristianos
la voz del Padre común, que desea ardientemente verlos unidos íntimamente a El,
acercándose al altar de Dios, profesando la misma fe, obedeciendo a la misma
ley, participando en el mismo sacrificio con un solo entendimiento y una sola
voluntad.
16. Lo pide el honor debido a Dios; lo exigen las
necesidades de los tiempos presentes. Efectivamente, después que una larga y
cruel guerra ha dividido a los pueblos con sus rivalidades y estragos, los
hombres de buena voluntad se esfuerzan ahora de la mejor manera posible por
traerlos de nuevo a todos a la concordia.
17. Creemos, sin embargo, que ningún designio o iniciativa será en este caso más eficaz que un férvido espíritu y religioso celo de los que deben estar animados y guiados los cristianos, de modo que, aceptando sinceramente las mismas verdades y obedeciendo dócilmente a los legítimos Pastores en el ejercicio del culto debido a Dios, formen una Comunidad fraternal; puesto que «todos los que participamos del mismo pan, aunque muchos, venimos a ser un solo cuerpo»[9].
PARTE PRIMERA: NATURALEZA,
ORIGEN, PROGRESO DE LA LITURGIA
I. La liturgia, culto público
A) Honrar a Dios: deber de cada uno
18. El deber fundamental del hombre es, sin duda
ninguna, el de orientar hacia Dios su persona y su propia vida: «A El, en
efecto, debemos principalmente unirnos como indefectible principio, a quien
igualmente ha di dirigirse siempre nuestra deliberación como a último fin, que
por nuestra negligencia perdemos al pecar, y que de hemos reconquistar por la
fe creyendo en El»[10].
19. Ahora bien, el hombre se vuelve ordenadamente
a Dios cuando reconoce su majestad suprema y su magisterio sumo, cuando acepta
con sumisión las verdades divinamente reveladas, cuando observa religiosamente
sus leyes, cuando hace converger hacia El toda su actividad, cuando —para
decirlo en breve— da, mediante la virtud de la religión, el debido culto al
único y verdadero Dios.
B) Deber de la colectividad
20. Este es un deber que obliga ante todo a cada
uno en particular; pero es también un deber colectivo de toda la comunidad
humana, ordenada con recíprocos vínculos sociales, ya que también ella depende
de la suprema autoridad de Dios.
21. Nótese, además, que éste es un deber
particular de los hombres en cuanto elevados por Dios al orden sobrenatural.
22. Así, si consideramos a Dios como autor de la
antigua Ley, vemos que también proclama preceptos rituales y determina
cuidadosamente las normas que el pueblo puede observar al tributarle el
legítimo culto. Por eso estableció diversos sacrificios y designó las
ceremonias con que se debían ejecutar; determinó claramente lo que se refería
al arca de la Alianza, al templo y a los días festivos; señaló la tribu
sacerdotal y el sumo sacerdote; indicó y describió las vestiduras que habían de
usar los ministros sagrados y todo lo demás relacionado con el culto divino[11].
23. Este culto, por lo demás, no era otra cosa
sino la sombra[12]
del que el sumo sacerdote del Nuevo Testamento había de tributar al Padre
celestial.
C) Honor tributado al Padre por el Verbo
encarnado: en la tierra…
24. Efectivamente, apenas «el Verbo se hizo
carne»[13]
se manifestó al mundo dotado de la dignidad sacerdotal, haciendo un acto de
sumisión al Eterno Padre que había de durar todo el tiempo de su vida: «al
entrar en el mundo, dice… Heme aquí que vengo… para cumplir, ¡oh Dios!, tu
voluntad»»[14],
acto que se llevará a efecto de modo admirable en el sacrificio cruento de la
cruz: «Por esta voluntad, pues, somos santificados por la oblación del Cuerpo
de Jesucristo hecha una vez sola»[15].
25. Toda su actividad entre los hombres no tiene
otro fin. Niño, es presentado en el templo al Señor; adolescente, vuelve otra
vez al lugar sagrado; más tarde acude allí frecuentemente para instruir al
pueblo y para orar. Antes de iniciar el ministerio público, ayuna durante
cuarenta días, y con su consejo y su ejemplo exhorta a todos a orar día y
noche. Como Maestro de verdad, «alumbra a todo hombre»[16]
para que los mortales reconozcan convenientemente al Dios inmortal y no
«deserten para perderse, sino que sean fieles y constantes para poner a salvo
el alma»[17].
En cuanto Pastor, gobierna su grey, la conduce a los pastos de vida y le da una
ley que observar, a fin de que ninguno se separe de El y del camino recto que
El ha trazado, sino que todos vivan santamente bajo su influjo y su acción. En
la última cena, con rito y aparato solemne, celebra la nueva Pascua y provee a
su continuación mediante la institución divina de la Eucaristía: al día
siguiente, elevado entre el cielo y la tierra, ofrece el salvador sacrificio de
su vida, y de su pecho atravesado hace brotar en cierto modo los sacramentos
que distribuyen a las almas los tesoros de la redención. Al hacerlo así, tiene
como único fin la gloria del Padre y la santificación cada vez mayor del
hombre.
… y en la gloria
26. Luego, al entrar en la sede de la eterna
felicidad, quiere que el culto instituido y tributado por El durante su vida
terrena continúe sin interrupción ninguna. Porque no ha dejado huérfano al
género humano, sino que, así como lo asiste siempre con su continuo y poderoso
patrocinio, haciéndose en el cielo nuestro abogado ante el Padre [18],
así también le ayuda mediante su Iglesia, en la cual está indefectiblemente
presente en el transcurso de los siglos, Iglesia que El ha constituido columna
de la verdad[19]
y dispensadora de gracia, y que con el sacrificio de la cruz fundó, consagró y
confirmó eternamente[20].
D) La Iglesia sigue honrando a Dios en
unión con Cristo
27. La Iglesia, por consiguiente, tiene de común
con el Verbo encarnado el fin, la obligación y la función de enseñar a todos la
verdad, regir y gobernar a los hombres, ofrecer a Dios el sacrificio aceptable
y grato, y restablecer así entre el Criador y la criatura aquella unión y
armonía que el Apóstol de las gentes indica claramente con estas palabras: «Así
que ya no sois extraños ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos y
domésticos de Dios: pues estáis edificados sobre el fundamento de los Apóstoles
y Profetas, y unidos en Jesucristo, el cual es la principal piedra angular de
la nueva Jerusalén: sobre quien trabado todo el edificio, se alza para ser un
templo santo del Señor: por él entráis también vosotros a ser parte de la
estructura de este edificio, para llegar a ser morada de Dios, por medio del
Espíritu Santo»[21].
Por eso la sociedad fundada por el divino Redentor no tiene otro fin, ni con su
doctrina y su gobierno, ni con el sacrificio y los sacramentos instituidos por
El, ni, finalmente, con el ministerio que le ha confiado, con sus oraciones y
su sangre, sino crecer y dilatarse cada vez más; y esto sucede cuando Cristo
está edificado y dilatado en las almas de los mortales, y cuando, a su vez, las
almas de los mortales están edificadas y dilatadas en Cristo; de manera que en
este destierro terrenal se amplíe el templo donde la divina Majestad recibe el
culto grato y legítimo.
28. Por tanto, en toda acción litúrgica,
juntamente con la Iglesia, está presente su divino Fundador: Jesucristo está
presente en el augusto sacrificio del altar, ya en la persona de su ministro,
ya, principalmente, bajo las especies eucarísticas; está presente en los sacramentos
con la virtud que transfunde en ellos, para que sean instrumentos eficaces de
santidad; está presente, finalmente, en las alabanzas y en las súplicas
dirigidas a Dios, como está escrito: «Donde dos o tres se hallan congregados en
mi nombre, allí me hallo yo en medio de ellos»[22].
29. La sagrada liturgia es, por consiguiente, el
culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como Cabeza de la Iglesia,
y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y, por medio de El, al
Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente, el completo culto público del Cuerpo
místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros.
E) Comienzos de la Sagrada Liturgia en la
historia
30. La acción litúrgica tiene principio con la
misma fundación de la Iglesia. En efecto, los primeros cristianos «perseveraban
todos en oír las instrucciones de los Apóstoles y en la comunicación de la
fracción del pan y en la oración»[23].
Dondequiera que los
Pastores pueden reunir un núcleo de fieles,
erigen un altar, sobre el que ofrecen el sacrificio; y en torno a él se
disponen otros ritos acomodados a la santificación de los hombres y a la
glorificación de Dios. Entre estos ritos están, en primer lugar, los
sacramentos, o sea las siete principales fuentes de salvación; después, la
celebración de las alabanzas divinas, con las que los fieles, reunidos, también
obedecen a las exhortaciones del Apóstol: «Con toda sabiduría enseñándoos y
animándoos unos a otros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando
de corazón, con gracia o edificación, las alabanzas a Dios»[24];
después, la lectura de la ley, de los Profetas, del Evangelio y de las Cartas
apostólicas, y finalmente la homilía, con la cual el presidente de la asamblea
recuerda y comenta útilmente los preceptos del divino Maestro, los
acontecimientos principales de su vida, y amonesta a todos los presentes con
oportunas exhortaciones y ejemplos.
F) Su organización y desarrollo
31. El culto se organiza y se desarrolla según
las circunstancias y las necesidades de los cristianos, se enriquece con nuevos
ritos, ceremonias y fórmulas, siempre con la misma intención: «o sea, para que
por estos signos nos estimulemos… conozcamos el progreso por nosotros
realizado y nos sintamos impulsados a aumentarlo con mayor vigor, ya que el
efecto es más digno si es más ardiente el afecto que le precede»[25].
G) Frutos de la liturgia
32. Así, el alma se eleva más y mejor hacia Dios;
así, el sacerdocio de Jesucristo se mantiene siempre activo en la sucesión de
los tiempos, ya que la liturgia no es sino el ejercicio de este sacerdocio`. Lo
mismo que su Cabeza divina, también la Iglesia asiste continuamente a sus
hijos, les ayuda y les exhorta a la santidad, para que, adornados con esta
dignidad sobrenatural, puedan un día volver al Padre, que está en los cielos.
Ella regenera dando vida celestial a los nacidos a la vida terrenal, los
fortifica con el Espíritu Santo para la lucha contra el enemigo implacable;
llama a los cristianos en torno a los altares, y con insistentes invitaciones
les anima a celebrar y tomar parte en el sacrificio eucarístico, y los nutre
con el pan de los ángeles, para que estén cada vez más fuertes; purifica y
consuela a los que el pecado hirió y manchó; consagra con rito legítimo a los
que por divina vocación son llamados al ministerio sacerdotal; da nuevo vigor
al casto connubio de los que están destinados a fundar y constituir la familia
cristiana, y después de haberlos confortado y restaurado con el viático
eucarístico y la sagrada unción en sus últimas horas de vida terrena, acompaña
al sepulcro con suma piedad los despojos de sus hijos, los compone
religiosamente, los protege al amparo de la cruz, para que puedan un día
resurgir triunfantes de la muerte; bendice con particular solemnidad a cuantos
dedican su vida al servicio divino para lograr la perfección religiosa; y
extiende su mano en socorro de las almas que en las llamas del purgatorio
imploran oraciones y sufragios, para conducirlas finalmente a la eterna
bienaventuranza.
II. La liturgia, culto interno y externo
A) Es culto externo
33. Todo el conjunto del culto que la Iglesia
tributa a Dios debe ser interno y externo. Es externo, porque lo pide la
naturaleza del hombre, compuesto de alma y de cuerpo; porque Dios ha dispuesto
que, «conociéndole por medio de las cosas visibles, seamos llevados al amor de
las cosas invisibles»[26],
porque todo lo que sale del alma se expresa naturalmente por los sentidos;
además, porque el culto divino pertenece no sólo al individuo, sino también a
la colectividad humana, y, por consiguiente, es necesario que sea social, lo
cual es imposible, en el ámbito religioso, sin vínculos y manifestaciones
exteriores; y, finalmente, porque es un medio que pone particularmente en
evidencia la unidad del Cuerpo místico, acrecienta sus santos entusiasmos,
consolida sus fuerzas e intensifica su acción; «aunque, en efecto, las
ceremonias no contengan en sí ninguna perfección y santidad, sin embargo, son
actos externos de religión que, como signos, estimulan el alma a la veneración
de las cosas sagradas, elevan la mente a las realidades sobrenaturales, nutren
la piedad, fomentan la caridad, acrecientan la fe, robustecen la devoción,
instruyen a los sencillos, adornan el culto de Dios, conservan la religión y
distinguen a los verdaderos cristianos de los falsos y de los heterodoxos»[27].
B) Pero es especialmente culto interno
34. Pero el elemento esencial del culto tiene que
ser el interno; efectivamente, es necesario vivir en Cristo, consagrarse completamente
a El, para que en El, con El y por El se dé gloria al Padre.
35. La sagrada liturgia requiere que estos dos
elementos estén íntimamente unidos; y no se cansa de repetirlo cada vez que
prescribe un acto de culto externo. Así, por ejemplo, a propósito del ayuno,
nos exhorta: «Para que nuestra abstinencia obre en lo interior lo que
exteriormente profesa».[28]
De otra suerte, la religión se convierte en un formulismo sin fundamento y sin
contenido.
36. Vosotros sabéis, venerables hermanos, que el
divino Maestro estima indignos del sagrado templo y arroja de él a quienes
creen honrar a Dios sólo con el sonido de frases bien hechas y con posturas
teatrales, y están persuadidos de poder muy bien mirar por su salvación eterna
sin desarraigar del alma los vicios inveterados[29].
37. La Iglesia, por consiguiente, quiere que
todos los fieles se postren a los pies del Redentor para profesarle su amor y
su veneración; quiere que las muchedumbres, como los niños que salieron, con
alegres aclamaciones, al encuentro de Jesucristo cuando entraba en Jerusalén,
ensalcen y acompañen al Rey de los reyes y al sumo Autor de todo bien con el
canto de gloria y de gratitud; quiere que en sus labios haya plegarias, unas
veces suplicantes, otras de alegría y gratitud, con las cuales, como los
Apóstoles junto al lago de Tiberíades, puedan experimentar la ayuda de su
misericordia y de su poder; o como Pedro en el monte Tabor, se abandonen a sí
mismos y todas sus cosas en Dios, en los místicos transportes de la
contemplación.
C) Exageraciones del elemento externo
38. No tienen, pues, noción exacta de la sagrada
liturgia los que la consideran como una parte sólo externa y sensible del culto
divino o un ceremonial decorativo; ni se equivocan menos los que la consideran
como un mero conjunto de leyes y de preceptos con que la jerarquía eclesiástica
ordena el cumplimiento de los ritos.
39. Quede, por consiguiente, bien claro para
todos que no se puede honrar dignamente a Dios si el alma no se eleva a la
consecución de la perfección en la vida, y que el culto tributado a Dios por la
Iglesia en unión con su Cabeza divina tiene la máxima eficacia de
santificación.
40. Esta eficacia, cuando se trata del sacrificio
eucarístico y de los sacramentos, proviene ante todo del valor de la acción en
sí misma (ex opere operato); si, además, se considera la actividad
propia de la Esposa inmaculada de Jesucristo, con la que ésta adorna de
plegarias y sagradas ceremonias el sacrificio eucarístico y los sacramentos, o
cuando se trata de los sacramentales y de otros ritos instituidos por la
jerarquía eclesiástica, entonces la eficacia se deriva más bien de la acción de
la Iglesia (ex opere operantis Ecclesiae), en cuanto es santa y obra
siempre en íntima unión con su Cabeza.
D) Teorías nuevas sobre la «piedad
objetiva»
41.
A este propósito, venerables hermanos, deseamos que
dirijáis vuestra atención a las nuevas teorías sobre la «piedad objetiva», las
cuales, con el empeño de poner en evidencia el misterio del Cuerpo místico, la
realidad efectiva de la gracia santificante y la acción divina de los
sacramentos y del sacrificio eucarístico, tratan de menospreciar la «piedad
subjetiva» o «personal», y aun de prescindir completamente de ella.
42. En las celebraciones litúrgicas, y
particularmente en el augusto sacrificio del altar, se continúa sin duda la
obra de nuestra redención y se aplican sus frutos. Cristo obra nuestra
salvación cada día en los sacramentos y en su sacrificio, y, por su medio,
continuamente purifica y consagra a Dios el género humano. Tienen éstos, por
consiguiente, una virtud objetiva, con la cual, de hecho, hacen partícipes a
nuestras almas de la vida divina de Jesucristo. Ellos tienen, pues, por divina
virtud y no por la nuestra, la eficacia de unir la piedad de los miembros con
la piedad de la Cabeza, y de hacerla, en cierto modo, una acción de toda la
comunidad.
43. De estos profundos argumentos concluyen
algunos que toda la piedad cristiana debe concentrarse en el misterio del
Cuerpo místico de Cristo, sin ninguna consideración «personal» y «subjetiva», y
creen, por esto, que se deben descuidar las otras prácticas religiosas no
estrictamente litúrgicas o ejecutadas fuera del culto público.
Pero todos pueden observar que estas conclusiones
sobre las dos especies de piedad, aunque los principios arriba mencionados sean
magníficos, son completamente falsas, insidiosas y dañosísimas.
E) Necesidad de la «piedad subjetiva»
44. Es verdad que los sacramentos y el sacrificio
del altar gozan de una virtud intrínseca en cuanto son acciones del mismo
Cristo, que comunica y difunde la gracia de la Cabeza divina en los miembros
del Cuerpo místico; pero, para tener la debida eficacia, exigen las buenas
disposiciones de nuestra alma. Por eso, a propósito de la Eucaristía, amonesta
San Pablo: «Por tanto, examínese a sí mismo el hombre; y de esta suerte coma de
aquel pan y beba de aquel cáliz»[30].
Por eso la Iglesia, breve y claramente, llama a todos los ejercicios con que
nuestra alma se purifica, especialmente durante la cuaresma, «ayudas de la
milicia cristiana»[31];
son, efectivamente, la acción de los miembros que, con el auxilio de la gracia,
quieren adherirse a su Cabeza, para que «se nos manifieste —repetimos las
palabras de San Agustín— en nuestra Cabeza la fuente misma de la gracia»[32].
Pero hay que notar que estos miembros son vivos, dotados de razón y voluntad
propia; por eso es necesario que ellos mismos, acercando sus labios a la
fuente, tomen y asimilen el alimento vital y eliminen todo lo que pueda impedir
su eficacia. Hay, pues, que afirmar que la obra de la redención, independiente
por sí misma de nuestra voluntad, requiere el íntimo esfuerzo de nuestra alma
para que podamos conseguir la eterna salvación.
F) Necesidad de la meditación y de las
prácticas de piedad
45. Si la piedad privada e interna de los
individuos descuidase el augusto sacrificio del altar y los sacramentos, y se
sustrajese al influjo salvador que emana de la Cabeza en los miembros, sería,
sin duda alguna, cosa reprobable y estéril; pero cuando todos los métodos y
ejercicios de piedad, no estrictamente litúrgicos, fijan la mirada del alma en
los actos humanos únicamente para enderezarlos al Padre, que está en los
cielos, para estimular saludablemente a los hombres a la penitencia y al temor
de Dios, y arrancándolos de los atractivos del mundo y de los vicios,
conducirlos felizmente por el arduo camino a la cumbre de la santidad, entonces
son no sólo sumamente loables, sino hasta necesarios, porque descubren los
peligros de la vida espiritual, nos espolean a la adquisición de las virtudes y
aumentan el fervor con que debemos dedicarnos todos al servicio de Jesucristo.
46. La genuina piedad, que el Angélico llama
«devoción» y que es el acto principal de la virtud de la religión —con el cual
los hombres se ordenan rectamente y se dirigen convenientemente hacia Dios, y
gustosa y espontáneamente se consagran a cuanto se refiere al culto divino[33]—,
tiene necesidad de la meditación de las realidades sobrenaturales y de las
prácticas de piedad, para alimentarse, estimularse y vigorizarse, y para
animarnos a la perfección. Porque la religión, cristiana, debidamente
practicada, requiere sobre todo que la voluntad se consagre a Dios e influya en
las otras facultades del alma. Pero todo acto de la voluntad presupone el
ejercicio de la inteligencia, y, antes de que se conciba el deseo y el
propósito de darse a Dios por medio del sacrificio, es absolutamente
indispensable el conocimiento de los argumentos y de los motivos que hacen necesaria
la religión, como, por ejemplo, el fin último del hombre y la grandeza de la
divina Majestad, el deber de la sujeción al Creador, los tesoros inagotables
del amor con que El quiso enriquecernos, la necesidad de la gracia para llegar
a la nieta señalada y el camino particular que la divina Providencia nos ha
preparado, uniéndonos a todos, como miembros de un Cuerpo, con Jesucristo
Cabeza. Y, puesto que no siempre los motivos del amor hacen mella en el alma
agitada por las pasiones, es muy oportuno que nos impresione también la
saludable consideración de la divina justicia para reducirnos a la humildad
cristiana, a la penitencia y a la enmienda.
G) Frutos concretos que la piedad debe
producir
47. Todas estas consideraciones no tienen que ser
una vacía y abstracta reminiscencia, sino que deben tender efectivamente a
someter nuestros sentidos y sus facultades a la razón iluminada por la fe, a
purificar el alma que se une cada día más íntimamente a Cristo, y cada vez más
se conforma a El y por El obtiene la inspiración y la fuerza divina de que ha
menester; y a fin de que sirvan a los hombres de estímulo, cada vez más eficaz,
para el bien, la fidelidad al propio deber, la práctica de la religión y el
ferviente ejercicio de la virtud, es necesario tener presente esta enseñanza:
«Vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios»[34].
Sea, pues, todo orgánico y, por decirlo así, «teocéntrico», si queremos de
verdad que todo se enderece a la gloria de Dios por la vida y la virtud que nos
viene de nuestra Cabeza divina: «Esto supuesto, hermanos, teniendo la firme
esperanza de entrar en el sanctasanctórum o santuario del cielo, por la sangre
de Cristo, con la cual nos abrió camino nuevo y de vida para entrar por el
velo, esto es, por su carne, teniendo asimismo al gran sacerdote Jesucristo
constituido sobre la casa de Dios, lleguémonos a El con sincero corazón, con
plena fe, purificados los corazones de las inmundicias de la mala conciencia,
lavados en el cuerpo con el agua limpia del bautismo, mantengamos inconcusa la
esperanza que liemos confesado… y pongamos los ojos los unos en los otros
para incentivo de caridad y de buenas obras»[35].
H) Armonía y equilibrio en los miembros del
Cuerpo místico
48. De esto se deriva el armonioso equilibrio de
los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo. Con la enseñanza de la fe
católica, con la exhortación a la observación de los preceptos cristianos, la
Iglesia prepara el camino a su acción propiamente sacerdotal y santificadora;
nos dispone a una más íntima contemplación de la vida del divino Redentor y nos
conduce a un conocimiento más profundo de los misterios de la fe, para recabar
de ellos el alimento sobrenatural y la fuerza para un seguro progreso en la
vida perfecta, por medio de Jesucristo. No sólo por obra de sus ministros, sino
también por la de cada uno de los fieles embebidos de este modo en el espíritu
de Jesucristo, la Iglesia se esfuerza por compenetrar con este mismo espíritu
la vida y la actividad privada, conyugal, social y aun económica y política de
los hombres, para que todos los que se llaman hijos de Dios puedan conseguir
más fácilmente su fin.
49. De esta suerte, la acción privada y el
esfuerzo ascético dirigido a la purificación del alma estimulan las energías de
los fieles y los disponen a participar con mejores disposiciones en el augusto
sacrificio del altar, a recibir los sacramentos con mayor fruto y a celebrar
los sagrados ritos de manera que salgan de ellos más animados y formados para
la oración y cristiana abnegación, a corresponder activamente a las
inspiraciones y a las invitaciones de la gracia, y a imitar cada día más las
virtudes del Redentor, no sólo para su propio provecho, sino también para el de
todo el cuerpo de la Iglesia, en el cual todo el bien que se hace proviene de
la virtud de la Cabeza y redunda en beneficio de los miembros.
I) Acuerdo entre la acción divina y la
cooperación humana
50. Por eso, en la vida espiritual no puede
existir ninguna oposición o repugnancia entre la acción divina, que infunde la
gracia en las almas para continuar nuestra redención, y la efectiva
colaboración del hombre, que no debe hacer vano el don de Dios[36];
entre la eficacia del rito externo de los sacramentos, que proviene ex opere
operato, y el mérito del que los administra o los recibe, acto que suele
llamarse opus operantis; entre las oraciones privadas y las plegarias
públicas; entre la ética y la contemplación; entre la vida ascética y la piedad
litúrgica; entre el poder de jurisdicción y de legítimo magisterio y la
potestad eminentemente sacerdotal que se ejercita en el mismo sagrado
ministerio.
51. Por graves motivos, la Iglesia prescribe a
los ministros del altar y a los religiosos que, en determinados tiempos,
atiendan a la devota meditación, al diligente examen y enmienda de la
conciencia y a los otros ejercicios espirituales[37],
porque especialmente están destinados a realizar las funciones litúrgicas del
sacrificio y de la alabanza divina.
52. Sin duda, la oración litúrgica, siendo
oración pública de la ínclita Esposa de Jesucristo, tiene una dignidad mayor
que las oraciones privadas; pero esta superioridad no quiere decir que entre
estos dos géneros de oración hay contraste u oposición. Las dos se funden y se
armonizan, porque están animadas por un espíritu único: «todo y en todos
Cristo»[38],
y tienden al mismo fin: hasta que se forme en nosotros Cristo[39].
III. La liturgia está regulada por la
jerarquía eclesiástica
A) La naturaleza de la Iglesia exige una
jerarquía…
53. Para mejor entender, pues, la sagrada
liturgia, es necesario considerar otro de sus importantes caracteres.
La Iglesia es una sociedad, y por eso exige
autoridad y jerarquía propias. Si bien todos los miembros del Cuerpo místico
participan de los mismos bienes y tienden a los mismos fines, no todos gozan
del mismo poder ni están capacitados para realizar las mismas acciones.
54. De hecho, el divino Redentor ha establecido
su reino sobre los fundamentos del orden sagrado, que es un reflejo de la
jerarquía celestial.
Sólo a los Apóstoles y a los que, después de
ellos, han recibido de sus sucesores la imposición de las manos, se ha
conferido la potestad sacerdotal, y en virtud de ella, así como representan
ante el pueblo a ellos confiado la persona de Jesucristo, así también representan
al pueblo ante Dios.
55. Este sacerdocio no se transmite ni por
herencia ni por descendencia carnal, ni nace de la comunidad cristiana ni es
delegación del pueblo. Antes de representar al pueblo ante Dios, el sacerdote
tiene la representación del divino Redentor, y, dado que Jesucristo es la
Cabeza de aquel cuerpo del que los cristianos son miembros, representa también
a Dios ante su pueblo. Por consiguiente, la potestad que se le ha conferido
nada tiene de humano en su naturaleza; es sobrenatural y viene de Dios: «Como
mi Padre me envió, así os envío también a vosotros… [40];
el que os escucha a vosotros, me escucha a mí…[41];
id por todo el mundo: predicad el Evangelio a todas las criaturas; el que
creyere y se bautizare, se salvará»[42].
…y por consiguiente, un sacerdocio externo,
visible…
56. Por eso el sacerdocio externo y visible de
Jesucristo se transmite en la Iglesia, no de manera universal, genérica e
indeterminada, sino que es conferido a los individuos elegidos, con la
generación espiritual del orden, uno de los siete sacramentos, el cual confiere
no sólo una gracia particular, propia de este estado y oficio, sino también un
carácter indeleble que asemeja a los sagrados ministros a Jesucristo sacerdote,
haciéndolos aptos para ejecutar aquellos legítimos actos de religión con que se
santifican los hombres y Dios es glorificado, según las exigencias de la
economía sobrenatural.
…consagrado por el sacramento del orden
57. En efecto, así como el bautismo distingue a
los cristianos y los separa de los que no han sido purificados en las aguas
regeneradoras ni son miembros de Jesucristo, así también el sacramento del
orden distingue a los sacerdotes de todos los demás cristianos no dotados de
este carisma, porque sólo ellos, por vocación sobrenatural, han sido
introducidos en el augusto ministerio que los destina a los sagrados altares y
los constituye en instrumentos divinos, por medio de los cuales se participa de
la vida sobrenatural con el Cuerpo místico de Jesucristo. Además, como ya hemos
dicho, sólo ellos son los señalados con el carácter indeleble que los asemeja
al sacerdocio de Cristo, y sólo sus manos son las consagradas «para que sea
bendito todo lo que ellas bendigan, y todo lo que ellas consagren sea
consagrado y santificado en nombre de nuestro Señor Jesucristo» [43].
58.
A los sacerdotes, pues, tiene que recurrir todo el que
quiera vivir en Cristo, para que de ellos reciba el consuelo y el alimento de
la vida espiritual, la medicina saludable que lo cure y lo vigorice, y pueda
resurgir felizmente de la perdición y de la ruina de los vicios: de ellos,
finalmente, recibirá la bendición que consagra la familia, y por ellos también
el último aliento de la vida mortal será dirigido al ingreso en la eterna bienaventuranza.
B) La liturgia depende de la autoridad
eclesiástica
a) Por su misma naturaleza
59. Dado, pues, que la sagrada liturgia es
ejercida sobre todo por los sacerdotes en nombre de la Iglesia, su
organización, su reglamentación y su forma no pueden depender sino de la
autoridad eclesiástica.
60. Esto no sólo es una consecuencia de la
naturaleza misma del culto cristiano, sino que está confirmado por el
testimonio de la historia.
b) Por su estrecha relación con el dogma
61. Este inconcuso derecho de la jerarquía
eclesiástica se prueba también por el hecho de que la sagrada liturgia está
íntimamente unida con aquellos principios doctrinales que la Iglesia propone
como parte integrante de verdades ciertísimas, y, por consiguiente, tiene que
conformarse a los dictámenes de la fe católica, proclamados por la autoridad
del Magisterio supremo, para tutelar la integridad de la religión por Dios
revelada.
62.
A este propósito, venerables hermanos, juzgamos
necesario poner en su punto una cosa que creemos que no os será desconocida:
nos referimos al error y engaño de los que han pretendido que la liturgia era
como un experimento del dogma, de tal manera que, si una de estas verdades
hubiera producido, a través de los ritos de la sagrada liturgia, frutos de piedad
y de santidad, la Iglesia hubiese tenido que aprobarla, y, en el caso
contrario, reprobarla. De ahí aquel principio: La ley de la oración es ley de
la fe (lex orandi, lex credendi).
63. No es, sin embargo, esto lo que enseña o
manda la Iglesia. El culto que ella tributa a Dios es, como breve y claramente
dice San Agustín, una continua profesión de fe católica y un ejercicio de la
esperanza y de la caridad: «Dios debe ser honrado con la fe, la esperanza y la
caridad»[44].
En la sagrada liturgia hacemos explícita y manifiesta profesión de fe católica,
no sólo con la celebración de los misterios divinos, con la consumación del
sacrificio y la administración de los sacramentos, sino también rezando y
cantando el símbolo de la fe, que es como insignia y distintivo de los
cristianos; con la lectura de otros documentos y de las Escrituras Sagradas,
escritas por inspiración del Espíritu Santo. Toda la liturgia tiene, por
consiguiente, un contenido de fe católica, en cuanto que testimonia
públicamente la fe de la Iglesia.
64. Por este motivo, cuando se ha tratado de
definir un dogma, los sumos pontífices y los concilios, recurriendo a las
llamadas «fuentes teológicas», muchas veces han deducido también argumentos de
esta sagrada disciplina; como hizo, por ejemplo, nuestro predecesor, de
inmortal memoria, Pío IX, cuando definió la Inmaculada Concepción de la Virgen
María. De la misma manera, también la Iglesia y los Santos Padres, cuando se
discutía sobre una verdad controvertida o puesta en duda, nunca han dejado de
pedir luz a los ritos venerables transmitidos por la antigüedad. Así se obtiene
también el conocido y venerado adagio: «La ley de la oración determine la ley
de la fe» ( Legem credendi lex statuat supplicandi)[45].
65. La liturgia, por consiguiente, no determina
ni constituye en sentido absoluto y por virtud propia la fe católica, sino más
bien, siendo como es una profesión de las verdades divinas, profesión sujeta al
supremo Magisterio de la Iglesia, puede proporcionar argumentos y testimonios
de no escaso valor para aclarar un punto determinado de la doctrina cristiana.
De aquí que, si queremos distinguir y determinar de manera general y absoluta
las relaciones que existen entre fe y liturgia, se puede con razón afirmar que
«la ley de la fe debe establecer la ley de la oración». Lo mismo hay que decir
también cuando se trata de las otras virtudes teologales: «En la… fe, en la
esperanza y en la caridad oramos siempre con deseo continuo»[46].
IV. Progreso y desarrollo de la liturgia
A) La jerarquía ha dirigido siempre la
evolución
66. La jerarquía eclesiástica ha ejercitado
siempre este su derecho en materia litúrgica, instruyendo y ordenando el culto
divino y enriqueciéndolo con esplendor y decoro cada vez mayor para gloria de
Dios y bien de los hombres. Tampoco ha vacilado, por otra parte —dejando a
salvo la sustancia del sacrificio eucarístico y de los sacramentos en cambiar
lo que no estaba en consonancia y añadir lo que parecía contribuir más al honor
de Jesucristo y de la augusta Trinidad y a la instrucción y saludable estímulo
del pueblo cristiano[47].
B) Elementos divinos y elementos humanos en la
liturgia
67. Efectivamente, la sagrada liturgia consta de
elementos humanos y divinos: éstos, evidentemente, no pueden ser alterados por
los hombres, ya que han sido instituidos por el divino Redentor; aquéllos, en
cambio, con aprobación de la jerarquía eclesiástica, asistida por el Espíritu
Santo, pueden experimentar modificaciones diversas, según lo exijan los tiempos,
las cosas y las almas. De aquí procede la magnífica diversidad de los ritos
orientales y occidentales; de aquí el progresivo desarrollo de particulares
costumbres religiosas y de prácticas de piedad de las que había tan sólo
ligeros indicios en tiempos precedentes; débese a esto el que a veces se
vuelvan a emplear y renovar usos piadosos que el tiempo había borrado. De todo
esto da testimonio la vida de la inmaculada Esposa de Jesucristo durante tantos
siglos; esto expresa el lenguaje empleado por ella para manifestar a su divino
Esposo su fe y su amor inagotables y los de las personas a ella confiadas; esto
demuestra su sabia pedagogía para estimular y acrecentar en los creyentes el
«sentido de Cristo».
68. En realidad no son escasas las causas por las
cuales se desarrolla y desenvuelve el progreso de la sagrada liturgia durante
la larga y gloriosa historia de la Iglesia.
C) Desarrollo de algunos elementos humanos
a) Debido a una formulación doctrinal más
segura
Así, por ejemplo, una formulación más segura y
más amplia de la doctrina católica sobre la encarnación del Verbo de Dios, el
sacramento y el sacrificio eucarístico, sobre la Virgen María, Madre de Dios,
ha contribuido a la adopción de nuevos ritos, por medio de los cuales aquella
luz que había brillado con más esplendor en la declaración del Magisterio
eclesiástico se refleja mejor y con más claridad en las acciones litúrgicas,
para llegar con mayor facilidad a la mente y al corazón del pueblo cristiano.
b) Debido a algunas modificaciones
disciplinares
69. El desarrollo ulterior de la disciplina
eclesiástica en lo que toca a la administración de los sacramentos, por
ejemplo, de la penitencia; la institución y más tarde la desaparición del
catecumenado, la comunión eucarística bajo una sola especie en la Iglesia
latina, han contribuido no poco a la modificación de los ritos antiguos y a la
gradual adopción de otros nuevos y más adecuados a las nuevas disposiciones de
la disciplina.
c) Debido también a prácticas piadosas
extralitúrgicas
70.
A esta evolución y a estos cambios han contribuido
notablemente las iniciativas y las prácticas de piedad no íntimamente unidas a
la sagrada liturgia, nacidas en épocas sucesivas por disposición admirable del
Señor y tan difundidas entre el pueblo, como, por ejemplo, el culto más extenso
y fervoroso de la divina Eucaristía, de la pasión acerbísima de nuestro
Redentor, del Sacratísimo Corazón de Jesús, de la Virgen Madre de Dios y de su
castísimo Esposo.
71. Entre las circunstancias exteriores
contribuyeron también las públicas peregrinaciones de devoción a los sepulcros
de los mártires, la observancia de especiales ayunos instituidos con el mismo
fin, las procesiones estacionales de penitencias que en esta alma Ciudad se
tenían, y en las cuales intervenía no pocas veces el Sumo Pontífice.
d) Debido también al desarrollo de las bellas
artes
72. Se comprende también fácilmente de qué manera
el progreso de las bellas artes, en especial de la arquitectura, la pintura y
la música, haya influido en la determinación y la diversa conformación de los
elementos exteriores de la sagrada liturgia.
73. La Iglesia se sirvió de su derecho propio
para tutelar la santidad del culto contra los abusos que temeraria e
imprudentemente iban introduciendo personas privadas e Iglesias particulares.
Así sucedió durante el siglo XVI, en que, multiplicándose tales costumbres y
usanzas, y poniendo las iniciativas privadas en peligro la integridad de la fe
y de la piedad, con grande ventaja de los herejes y de sus errores, nuestro
predecesor, de inmortal memoria, Sixto V, para proteger los ritos legítimos de
la Iglesia e impedir infiltraciones espurias, estableció en 1588 la
Congregación de Ritos[48],
órgano al que hasta hoy corresponde ordenar y determinar con cuidado y
vigilancia todo lo que atañe a la sagrada liturgia[49].
V. Este proceso no puede dejarse al arbitrio
de cada uno
74. Por eso el Sumo Pontífice es el único que
tiene derecho a reconocer y establecer cualquier costumbre cuando se trata del
culto, a introducir y aprobar nuevos ritos y a cambiar los que estime deben ser
cambiados[50];
los obispos, por su parte, tienen el derecho y el deber de vigilar con
diligencia, a fin de que las prescripciones de los sagrados cánones referentes
al culto divino sean observadas con exactitud[51].
No es posible dejar al arbitrio de cada uno, aunque se trate de miembros del
clero, las cosas santas y venerandas relacionadas con la vida religiosa de la
comunidad cristiana, con el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo y el culto
divino, con el honor debido a la Trinidad Santísima, al Verbo encarnado, a su
augusta Madre y a los demás santos y con la salvación de los hombres; por la
misma causa, a nadie se le permite regular en esta materia aquellas acciones
externas, íntimamente ligadas con la disciplina eclesiástica, con el orden, la
unidad y la concordia del Cuerpo místico, y no pocas veces con la integridad
misma de la fe católica.
a) Algunos abusos temerarios
75. La Iglesia, en realidad, es un organismo
vivo, y por eso crece y se desarrolla también en lo que toca a la sagrada
liturgia, adaptándose a las circunstancias y a las exigencias que se presentan
en el transcurso del tiempo y acomodándose a ellas.
76. Pero, a pesar de ello, hay que reprobar
severamente la temeraria osadía de quienes introducen intencionadamente nuevas
costumbres litúrgicas o hacen renacer ritos ya desusados y que no están de
acuerdo con las leyes y rúbricas vigentes. No sin gran dolor venimos a saber,
venerables hermanos, que así sucede en cosas, no sólo de poca, sino también de
gravísima importancia; efectivamente, no falta quien use la lengua vulgar en la
celebración del sacrificio eucarístico, quien traslade fiestas —fijadas ya por
estimables razones— a una fecha diversa, quien excluya de los libros aprobados
para las operaciones públicas las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento,
teniéndolas por poco apropiadas y oportunas para nuestros días.
77. El empleo de la lengua latina, vigente en una
gran parte de la Iglesia, es un claro y hermoso signo de la unidad y un
antídoto eficaz contra toda corrupción de la pura doctrina. No quita esto que
el empleo de la lengua vulgar en muchos ritos, efectivamente, pueda ser muy
útil para el pueblo; pero la Sede Apostólica es la única que tiene facultad
para autorizarlo, y por eso nada se puede hacer en este punto sin contar con su
juicio y aprobación, porque, como dejamos dicho, es de su exclusiva competencia
la ordenación de la sagrada liturgia.
b) Adhesión exagerada a los ritos antiguos
78. Con la misma medida deben ser juzgados los
conatos de algunos, enderezados a resucitar ciertos antiguos ritos y
ceremonias. La liturgia de los tiempos pasados merece ser venerada sin duda
ninguna; pero una costumbre antigua no es ya solamente por su antigüedad lo
mejor, tanto en sí misma cuanto en relación con los tiempos sucesivos y las
condiciones nuevas. También son dignos de estima y respeto los ritos litúrgicos
más recientes, porque han surgido bajo el influjo del Espíritu Santo, que está
con la Iglesia siempre, hasta la consumación de los siglos[52],
y son medios de los que la ínclita Esposa de Jesucristo se sirve para estimular
y procurar la santidad de los hombres.
79. Es en verdad cosa prudente y digna de toda
alabanza volver de nuevo, con la inteligencia y el espíritu, a las fuentes de
la sagrada liturgia, porque su estudio, remontándose a los orígenes, contribuye
mucho a comprender el significado de las fiestas y a penetrar con mayor
profundidad y exactitud en el sentido de las ceremonias; pero, ciertamente, no
es prudente y loable reducirlo todo, y de todas las maneras, a lo antiguo.
80. Así, por ejemplo, se sale del recto camino
quien desea devolver al altar su forma antigua de mesa; quien desea excluir de
los ornamentos litúrgicos el color negro; quien quiere eliminar de los templos
las imágenes y estatuas sagradas; quien quiere hacer desaparecer en las
imágenes del Redentor Crucificado los dolores acerbísimos que El ha sufrido;
quien repudia y reprueba el canto polifónico, aunque esté conforme con las
normas promulgadas por la Santa Sede.
c) «Arqueologismo» excesivo
81. Así como ningún católico sensato puede
rechazar las fórmulas de la doctrina cristiana compuestas y decretadas con
grande utilidad por la Iglesia, inspirada y asistida por el Espíritu Santo, en
épocas recientes, para volver a las fórmulas de los antiguos concilios, ni
puede repudiar las leyes vigentes para retornar a las prescripciones de las
antiguas fuentes del Derecho canónico; así, cuando se trata de la sagrada
liturgia, no resultaría animado de un celo recto e inteligente quien deseara
volver a los antiguos ritos y usos, repudiando las nuevas normas introducidas
por disposición de la divina Providencia y por la modificación de las
circunstancias.
82. Tal manera de pensar y de obrar hace revivir,
efectivamente, el excesivo e insano arqueologismo despertado por el ilegítimo
concilio de Pistoya, y se esfuerza por resucitar los múltiples errores que un
día provocaron aquel conciliábulo y los que de él se siguieron, con gran daño
de las almas, y que la Iglesia, guarda vigilante del «depósito de la fe» que le
ha sido confiado por su divino Fundador, justamente condenó[53].
En efecto, deplorables propósitos e iniciativas tienden a paralizar la acción
santificadora con la cual la sagrada liturgia dirige al Padre saludablemente a
sus hijos de adopción.
83. Por eso, hágase todo dentro de la necesaria
unión con la jerarquía eclesiástica. No se arrogue ninguno el derecho a ser ley
para sí y a imponerla a los otros por su voluntad. Tan sólo el Sumo Pontífice,
como sucesor de Pedro, a quien el divino Redentor confió su rebaño universal[54],
y los obispos, que a las dependencias de la Sede Apostólica «el Espíritu
Santo… ha instituido… para apacentar la Iglesia de Dios»[55],
tienen el derecho y el deber de gobernar al pueblo cristiano. Por eso,
venerables hermanos, siempre que defendéis vuestra autoridad —a veces con
severidad saludable—, no sólo cumplís con vuestro deber, sino que cumplís la
voluntad del mismo Fundador de la Iglesia.
PARTE SEGUNDA:
EL CULTO EUCARÍSTICO
I. Naturaleza del sacrificio eucarístico
84. El misterio de la sagrada Eucaristía,
instituida por el Sumo Sacerdote, Jesucristo, y por voluntad de El
constantemente renovada por sus ministros, es como el compendio y centro de la
religión cristiana. Tratándose del punto más alto de la sagrada liturgia,
creemos oportuno, venerables hermanos, detenernos un poco y llamar vuestra
atención sobre argumento de tan grande importancia.
A) Institución
85. Cristo nuestro Señor, «sacerdote sempiterno,
según el orden de Melquisedec»[56],
«como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo»[57],
«en la última cena, en la noche en que se le traicionaba, para dejar a la
iglesia, su amada Esposa, un sacrificio visible —como la naturaleza de los
hombres pide— que fuese representación del sacrificio cruento que había de
llevarse a efecto en la cruz, y para que permaneciese su recuerdo hasta el fin
de los siglos y se aplicase su virtud salvadora para remisión de nuestros
pecados cotidianos…, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre, bajo las
especies del pan y del vino, y las dio a los Apóstoles, constituidos entonces
sacerdotes del Nuevo Testamento, a fin de que, bajo estas mismas especies, lo
recibiesen, al mismo tiempo que les ordenaba, a ellos y a sus sucesores en el
sacerdocio, que lo ofreciesen»[58].
B) Es una verdadera renovación del
sacrificio de la cruz
86. El augusto sacrificio del altar no es, pues,
una pura y simple conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo, sino que
es un sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante su
inmolación incruenta, repite lo que una vez hizo en la cruz, ofreciéndose
enteramente al Padre, víctima gratísima. «Una… y la misma es la víctima; lo
mismo que ahora se ofrece por ministerio de los sacerdotes se ofreció entonces
en la cruz; solamente el modo de hacer el ofrecimiento es diverso»[59].
a) Idéntico el Sacerdote
87. Idéntico, pues, es el Sacerdote, Jesucristo,
cuya sagrada persona es representada por su ministro. Este, en virtud de la
consagración sacerdotal que ha recibido, se asemeja al Sumo Sacerdote y tiene
el poder de obrar en virtud y en persona del mismo Cristo[60];
por eso, con su acción sacerdotal, en cierto modo, «presta a Cristo su lengua y
le alarga su mano»[61].
b) Idéntica la víctima
88. Idéntica también es la víctima, esto es, el
Redentor divino, según su naturaleza humana y- en la realidad de su cuerpo y de
su sangre.
c) Distinto el modo de ofrecerse
89. Es diferente, en cambio, el modo como Cristo
se ofrece. En efecto, en la cruz El se ofreció a Dios totalmente y con todos
sus sufrimientos, y esta inmolación de la víctima fue llevada a cabo por medio
de una muerte cruenta, voluntariamente padecida; en cambio, sobre el altar, a
causa del estado glorioso de su naturaleza humana, «la muerte no tendrá ya
dominio sobre El» [62],
y por eso la efusión de la sangre es imposible; pero la divina sabiduría ha
hallado un modo admirable para hacer manifiesto el sacrificio de nuestro
Redentor con señales exteriores, que son símbolos de muerte, ya que, gracias a
la transustanciación del pan en el cuerpo y del vino en la sangre de Cristo,
así como está realmente presente su cuerpo, también lo está su sangre; y de esa
manera las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan
la cruenta separación del cuerpo y de la sangre. De este modo, la conmemoración
de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de
los sacrificios del altar, ya que, por medio de señales diversas, se significa
y se muestra Jesucristo en estado de víctima.
d) Idénticos los fines del sacrificio
90. Idénticos, finalmente, son los fines, de los
que es el primero la glorificación de Dios. Desde su nacimiento hasta su
muerte, Jesucristo ardió en el celo de la gloría divina; y, desde la cruz, la
oferta de su sangre subió al cielo en olor de suavidad. Y para que este himno
jamás termine, los miembros se unen en el sacrificio eucarístico a su Cabeza
divina, y con El, con los ángeles y arcángeles, cantan a Dios alabanzas
perennes[63],
dando al Padre omnipotente todo honor y gloria[64].
91. El segundo fin es dar gracias a Dios. El
divino Redentor, como Hijo predilecto del Eterno Padre, cuyo inmenso amor
conocía, es el único que pudo dedicarle un digno himno de acción de gracias.
Esto es lo que pretendió y deseó, «dando gracias»[65]
en la última cena, y no cesó de hacerlo en la cruz, ni cesa jamás en el augusto
sacrificio del altar, cuyo significado precisamente es la acción de gracias o
eucaristía; y esto, porque «digno y justo es, en verdad debido y saludable»[66].
92. El tercer fin es la exposición y la
propiciación. Nadie, en realidad, excepto Cristo, podía ofrecer a Dios
omnipotente una satisfacción adecuada por los pecados del género humano. Por
eso quiso El inmolarse en la cruz, «víctima de propiciación por nuestros
pecados, y no tan sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo»[67].
Asimismo se ofrece todos los días sobre los altares por nuestra redención, para
que, libres de la condenación eterna, seamos acogidos entre la grey de los
elegidos. Y esto no solamente para nosotros, los que vivirnos aún en esta vida
mortal, sino también para «todos los que descansan en Cristo… que nos
precedieron con la señal de la fe y duermen el sueño de la paz»[68],
porque, tanto vivos como muertos, «no nos separamos, sin embargo, del único
Cristo»[69].
93. El cuarto fin es la impetración. El hombre,
hijo pródigo, ha malgastado y disipado todos los bienes recibidos del Padre
celestial, y así se ve reducido a la mayor miseria y necesidad; pero, desde la
cruz, Jesucristo, «ofreciendo plegarias y súplicas, con grande clamor y
lágrimas… fue oído en vista de su reverencia»[70],
y en los sagrados altares ejerce la misma eficaz mediación, a fin de que seamos
colmados de toda clase de gracias y bendiciones.
C) Valor infinito del sacrificio divino
94. Así se comprende fácilmente la razón por la
cual afirma el sacrosanto concilio Tridentino que, mediante el sacrificio
eucarístico, se nos aplica la virtud salvadora de la cruz, para remisión de
nuestros pecados cotidianos[71].
95. Y el Apóstol de los gentiles, proclamando la
superabundante plenitud y perfección del sacrificio de la cruz, ha declarado
que Cristo, con una sola ofrenda, hizo perfectos para siempre a los que ha
santificado[72].
En efecto, los méritos infinitos e inmensos de este sacrificio no tienen
límites, y se extienden a todos los hombres en cualquier lugar y tiempo, porque
en él el sacerdote y la víctima es el Dios Hombre; porque su inmolación, igual
que su obediencia a la voluntad del Padre Eterno, fue perfectísima, y porque
quiso morir como cabeza del género humano: «Mira cómo ha sido tratado nuestro
Salvador: pende Cristo en la cruz; mira a qué precio compró… su sangre ha
vertido. Compró con su sangre, con la sangre del Cordero inmaculado, con la
sangre del único Hijo de Dios… Quien compra es Cristo; el precio es la
sangre; la posesión, el mundo todo»[73]
.
96. Sin embargo, este rescate no obtuvo
inmediatamente su efecto pleno; es menester que Cristo, después de haber
rescatado al mundo con el copiosísimo precio de sí mismo, entre en la posesión
real y efectiva de las almas. De aquí que, para que se lleve a cabo y sea grata
a Dios la redención y salvación de todos los individuos y de las generaciones
venideras hasta el fin de los siglos, es de necesidad absoluta que tomen todos
contacto vital con el sacrificio de la cruz, y así, los méritos que de él se
derivan les serán transmitidos y aplicados. Se puede decir que Cristo ha
construido en el Calvario una piscina de purificación y de salvación que llenó
con su sangre, por El vertida; pero, si los hombres no se bañan en sus aguas y
no lavan en ellas las manchas de su iniquidad, no serán ciertamente purificados
y salvados.
D) Es necesaria la colaboración de los
fieles
97. Por eso, para que todos los pecadores se
purifiquen en la sangre del Cordero, es necesaria su propia colaboración.
Aunque Cristo, hablando en términos generales, haya reconciliado a todo el
género humano con el Padre por medio de su muerte cruenta, quiso, sin embargo,
que todos se acercasen y fuesen llevados a la cruz por medio de los sacramentos
y por medio del sacrificio de la Eucaristía, para poder obtener los frutos de
salvación por El en la misma cruz ganados. Con esta participación actual y
personal, de la misma manera que los miembros se asemejan cada día más a la
Cabeza divina, así también la salvación que de la Cabeza viene, afluye en los
miembros, de manera que cada uno de nosotros puede repetir las palabras de San
Pablo: «Estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo, y yo vivo, o más bien
no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí»[74].
Porque, como en otra ocasión hemos dicho de propósito y ampliamente,
Jesucristo, «mientras al morir en la cruz concedió a su Iglesia el inmenso
tesoro de la redención, sin que ella pusiese nada de su parte, en cambio,
cuando se trata de la distribución de este tesoro, no sólo comunica a su Esposa
sin mancilla la obra de la santificación, sino que quiere que en alguna manera
provenga de ella»[75].
98. El augusto sacramento del altar es un insigne
instrumento para distribuir a los creyentes los méritos que se derivan de la
cruz del divino Redentor. «Cuantas veces se celebra la memoria de este
sacrificio, renuévase la obra de nuestra redención»[76].
Y esto, lejos de disminuir la dignidad del sacrificio cruento, hace resaltar,
como afirma el concilio de Trento[77],
su grandeza y proclama su necesidad. Al ser renovado cada día, nos advierte que
no hay salvación fuera de la cruz de nuestro Señor Jesucristo[78];
que Dios quiere la continuación de este sacrificio «desde levante a poniente»[79],
para que no cese jamás el himno de glorificación y de acción de gracias que los
hombres deben al Criador, puesto que tienen necesidad de su continua ayuda y de
la sangre del Redentor para borrar los pecados que ofenden a su justicia.
II. Participación de los fieles en el
sacrificio eucarístico
A) Participación, pero no potestad
sacerdotal
99. Conviene, pues, venerables hermanos, que
todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y su mayor dignidad
consiste en la participación en el sacrificio eucarístico; y eso, no con un
espíritu pasivo y negligente, discurriendo y divagando por otras cosas, sino de
un modo tan intenso y tan activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo
Sacerdote, según aquello del Apóstol: «Habéis de tener en vuestros corazones
los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo»[80];
y ofrezcan aquel sacrificio juntamente con El y por El, y con El se ofrezcan
también a sí mismos.
100. Jesucristo, en verdad, es sacerdote, pero
sacerdote para nosotros, no para sí, al ofrecer al Eterno Padre los deseos y
sentimientos religiosos en nombre de todo el género humano; igualmente, El es
víctima, pero para nosotros, al ofrecerse a sí mismo en vez del hombre sujeto a
la culpa.
101. Pues bien, aquello del Apóstol, «habéis de
tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo»,
exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es
posible, aquel sentimiento que tenía el divino Redentor cuando se ofrecía en
sacrificio, es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma Majestad de
Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias. Exige, además,
que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos
según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la
penitencia, detestando y expiando cada uno de sus propios pecados. Exige,
finalmente, que nos ofrezcamos a la muerte mística en la cruz juntamente con
Jesucristo, de modo que podamos decir como San Pablo: «Estoy clavado en la cruz
juntamente con Cristo»[81].
102. Empero, por el hecho de que los fieles
cristianos participen en el sacrificio eucarístico, no por eso gozan también de
la potestad sacerdotal, cosa que, por cierto, es muy necesario que expliquéis
claramente a vuestra grey.
103. Pues hay en la actualidad, venerables
hermanos, quienes, acercándose a errores ya condenados[82],
dicen que en el Nuevo Testamento sólo se entiende con el nombre de sacerdocio
aquel que atañe a todos los bautizados; y que el precepto que Jesucristo dio a
los Apóstoles en su última cena, de hacer lo que El mismo había hecho, se
refiere directamente a todo el conjunto de los fieles; y que sólo más adelante
se introdujo el sacerdocio jerárquico. Por lo cual creen que el pueblo tiene
verdadero poder sacerdotal, y que los sacerdotes obran solamente en virtud de
una delegación de la comunidad. Por eso juzgan que el sacrificio eucarístico es
una estricta «concelebración», y opinan que es más conveniente que los
sacerdotes «concelebren» rodeados de los fieles que no que ofrezcan
privadamente el sacrificio sin asistencia del pueblo.
104. No hay por qué explanar lo que esos
capciosos errores se oponen a aquellas verdades que ya antes dejamos
establecidas, al tratar del grado que ocupaba el sacerdote en el Cuerpo místico
de Cristo. Creemos, sin embargo, necesario recordar que el sacerdote representa
al pueblo sólo porque representa la persona de nuestro Señor Jesucristo, que es
Cabeza de todos los miembros por los cuales se ofrece; y que, por consiguiente,
se acerca al altar como ministro de Jesucristo, inferior a Cristo, pero
superior al pueblo[83].
El pueblo, por el contrario, puesto que de ninguna manera representa la persona
del divino Redentor ni es mediador entre sí mismo y Dios, de ningún modo puede
gozar del derecho sacerdotal.
B) Participación, en cuanto que lo ofrecen
juntamente con el sacerdote
105. Todo esto consta con certeza de fe; empero
hay que afirmar también que los fieles cristianos ofrecen la hostia divina,
pero bajo otro aspecto.
a) Está declarado por la Iglesia
106. Así lo declararon ya amplísimamente algunos
de nuestros antecesores y de los Doctores de la Iglesia. «No sólo —así habla
Inocencio III, de inmortal memoria— ofrecen el sacrificio
los sacerdotes, sino también todos los fieles; pues lo que se realiza
especialmente por el ministerio de los sacerdotes, se obra universalmente por
el voto o deseo de los fieles»[84].
Y nos place aducir al menos uno de los múltiples dichos de San Roberto
Belarmino a este propósito: «El sacrificio —dice—, se ofrece principalmente en
la persona de Cristo. Así pues, esa oblación que sigue inmediatamente a la
consagración es como una testificación de que toda la Iglesia concuerda con la
oblación hecha por Cristo, y de que ofrece el sacrificio juntamente con El»[85].
b) Está significado por los mismos ritos
107. Los ritos y las oraciones del sacrificio
eucarístico no menos claramente significan y muestran que la oblación de la
víctima la hace el sacerdote juntamente con el pueblo. Pues no solamente el
ministro sagrado, después de haber ofrecido el pan y el vino, dice
explícitamente, vuelto hacia el pueblo: «Orad, hermanos, para que este
sacrificio mío y vuestro sea aceptable ante Dios Padre todopoderoso»[86];
sino que, además, las súplicas con que se ofrece a Dios la hostia divina las
más de las veces se pronuncian en número plural, y en ellas, más de una vez, se
indica que el pueblo participa también en este augusto sacrificio, en cuanto
que él también lo ofrece. Así, por ejemplo, se dice: «Por los cuales te
ofrecemos o ellos mismos te ofrecen… Rogámoste, pues, Señor, recibas propicio
esta ofrenda de tus siervos y también de todo tu pueblo… Nosotros, tus
siervos, y tu pueblo santo, … ofrecemos a tu excelsa Majestad, de tus propios
dones y dádivas, la Hostia pura, la Hostia santa, la Hostia inmaculada»[87].
108. Ni es de admirar que los fieles sean
elevados a tal dignidad, pues por el bautismo los cristianos, a título común,
quedan hechos miembros del Cuerpo místico de Cristo sacerdote, y por el
«carácter» que se imprime en sus almas son consagrados al culto divino,
participando así, según su condición, del sacerdocio del mismo Cristo.
c) Oblación del pan y del vino hecha por los
fieles
109. En la Iglesia católica, la razón humana,
iluminada por la fe, se ha afanado siempre por alcanzar el mayor conocimiento
posible de las cosas divinas. Es, pues, muy puesto en razón que el pueblo
cristiano pregunte piadosamente en qué sentido en el canon del sacrificio
eucarístico se dice que él mismo también lo ofrece. Para satisfacer tal deseo
expondremos este punto breve y compendiosamente.
110. Hay, en primer lugar, razones más bien
remotas: a saber, la de que frecuentemente sucede que los fieles que asisten a
los sagrados ritos alternan sus preces con las del sacerdote; la de que algunas
veces también acaece —cosa que antiguamente se hacía con más frecuencia— que
ofrecen a los ministros del altar el pan y el vino, que se han de convertir en
el cuerpo y la sangre de Cristo; la de que, en fin, con sus limosnas hacen que
el sacerdote ofrezca por ellos la divina víctima.
111. Empero hay también una razón más íntima para
que se pueda decir que todos los cristianos, y más principalmente los que están
presentes en el altar, ofrecen el sacrificio.
d) Sacrificio ofrecido por los fieles
Para que en cuestión tan grave no nazca ningún
pernicioso error, hay que limitar con términos precisos el sentido del término
«ofrecer».
112. Aquella inmolación incruenta con la cual,
por medio de las palabras de la consagración, el mismo Cristo se hace presente
en estado de víctima sobre el altar, la realiza sólo el sacerdote, en cuanto
representa la persona de Cristo, no en cuanto tiene la representación de todos
los fieles.
113. Mas al poner el sacerdote sobre el altar la
divina víctima, la ofrece a Dios Padre como una oblación a gloria de la
Santísima Trinidad y para el bien de toda la Iglesia. En esta oblación, en
sentido estricto, participan los fieles a su manera y bajo un doble aspecto;
pues no sólo por manos del sacerdote, sino también en cierto modo juntamente
con él, ofrecen el sacrificio; con la cual participación también la oblación
del pueblo pertenece al culto litúrgico.
114. Que los fieles ofrezcan el sacrificio por
manos del sacerdote es cosa manifiesta, porque el ministro del altar representa
la persona de Cristo, como Cabeza que ofrece en nombre de todos los miembros;
por lo cual puede decirse con razón que toda la Iglesia universal ofrece la
víctima por medio de Cristo.
115. Pero no se dice que el pueblo ofrezca
juntamente con el sacerdote porque los miembros de la Iglesia realicen el rito
litúrgico visible de la misma manera que el sacerdote, lo cual es propio
exclusivamente del ministro destinado a ello por Dios, sino porque une sus
votos de alabanza, de impetración, de expiación y de acción de gracias a los
votos o intención del sacerdote, más aún, del mismo Sumo Sacerdote, para que
sean ofrecidos a Dios Padre en la misma oblación de la víctima, incluso con el
mismo rito externo del sacerdote. Pues el rito externo del sacrificio, por su
misma naturaleza, ha de manifestar el culto interno, y el sacrificio de la Ley
nueva significa aquel obsequio supremo con el cual el mismo oferente principal,
que es Cristo, y juntamente con El y por El todos sus miembros místicos,
reverencian y veneran a Dios con el honor debido.
116. Con grande gozo del alma hemos sabido que,
precisamente en estos últimos tiempos, por el más profundo estudio de muchos en
materias litúrgicas, ha sido colocada tal doctrina en su propia luz. Sin
embargo, no podemos menos de deplorar vehementemente ciertas exageraciones y
falsas interpretaciones que no concuerdan con los genuinos preceptos de la
Iglesia.
117. Algunos, en efecto, reprueban absolutamente
los sacrificios que se ofrecen en privado sin la asistencia del pueblo, como si
fuesen una desviación del primitivo modo de sacrificar g; ni faltan quienes
aseveren que no pueden ofrecer al mismo tiempo la hostia divina diversos
sacerdotes en varios altares, pues con esta práctica dividirían la comunidad de
los fieles e impedirían su unidad; más aún, algunos llegan a creer que es
preciso que el pueblo confirme y ratifique el sacrificio, para que éste alcance
su fuerza y su valor.
118. En estos casos se alega erróneamente el
carácter social del sacrificio eucarístico. Porque, cuantas veces el sacerdote
renueva lo que el divino Redentor hizo en la última cena, se consuma realmente
el sacrificio; el cual sacrificio, ciertamente por su misma naturaleza, y
siempre, en todas partes y por necesidad, tiene una función pública y social;
pues el que lo inmola obra en nombre de Cristo y de los fieles cristianos, cuya
Cabeza es el divino Redentor, y lo ofrece a Dios por la Iglesia católica y por
los vivos y difuntos[88].
Y ello tiene lugar, sin género de dudas, ya sea que estén presentes los fieles
—que nosotros deseamos y recomendamos acudan cuantos más mejor y con la mayor
piedad—, ya sea que falten, pues de ningún modo se requiere que el pueblo
ratifique lo que hace el ministro del altar.
119. Aunque por lo que acabamos de exponer queda
claro que el sacrificio eucarístico se ofrece en nombre de Cristo y de la
Iglesia, y que no queda privado de sus frutos, aun sociales, aunque el
sacerdote celebre sin la presencia de ningún acólito; con todo eso, por razón
de la dignidad de este tan augusto misterio, queremos y urgimos —lo cual, por
lo demás, siempre prescribió la Santa Madre Iglesia— que ningún sacerdote se
acerque al altar sin ningún ayudante que le sirva y responda, según prescribe
el canon 813.
C) Participación, en cuanto que deben
ofrecerse también a sí mismos como víctimas
120. Mas para que la oblación con la cual en este
sacrificio los fieles ofrecen al Padre celestial la víctima divina alcance su
pleno efecto, conviene añadir otra cosa: es preciso que se inmolen a sí mismos
como hostias.
121. Y ciertamente esta inmolación no se reduce
sólo al sacrificio litúrgico, pues el Príncipe de los Apóstoles quiere que,
puesto que somos edificados en Cristo como piedras vivas, podamos como «un
orden de sacerdotes santos ofrecer víctimas espirituales que sean agradables a
Dios por Jesucristo»[89];
y el apóstol San Pablo, sin hacer ninguna distinción de tiempo, exhorta a los
cristianos con estas palabras: «Os ruego… que le ofrezcáis vuestros cuerpos
como una hostia viva, santa y agradable a sus ojos, que es el culto racional
que debéis ofrecerle»[90].
122. Mas cuando sobre todo los fieles participan
en la acción litúrgica con tan gran piedad y atención, que de ellos se puede
decir en verdad: «cuya fe y devoción te es conocida»[91]
entonces no podrá menos de suceder sino que la fe de cada uno actúe más
vivamente por medio de la caridad, que la piedad se fortalezca y arda, que
todos y cada uno se consagren a procurar la divina gloria y que, ardientemente
deseosos de asemejarse a Jesucristo, que sufrió tan acerbos dolores, se
ofrezcan como hostia espiritual con el Sumo Sacerdote y por su medio.
a) Purificando cada uno su alma
123. Esto mismo enseñan aquellas exhortaciones
que el obispo, en nombre de la Iglesia, dirige a los ministros del altar el día
en que los consagra: «Conoced lo que hacéis, imitad lo que tocáis, para que al
celebrar el misterio de la muerte del Señor procuréis mortificar enteramente en
vuestros miembros los vicios y concupiscencias»[92].
Y casi del mismo modo, en los sagrados libros de la liturgia, se advierte a los
cristianos que se acercan al altar para participar en el santo sacrificio:
«Ofrézcase en este… altar el culto de la inocencia, inmólese la soberbia,
sacrifíquese la ira, mortifíquese la lujuria y toda lascivia, ofrézcase en vez
de incienso el sacrificio de la castidad, y en vez de pichones el sacrificio de
la inocencia»[93].
Así pues, mientras estamos junto al altar hemos de transformar nuestra alma de
manera que se extinga totalmente en ella todo lo que es pecado, e intensamente
se fomente y robustezca cuanto engendra la vida eterna por medio de Jesucristo,
de modo que nos hagamos, junto con la Hostia inmaculada, víctima aceptable al
Eterno Padre.
124. La Iglesia se esfuerza con todo empeño, por
medio de los preceptos de la sagrada liturgia, para que este santo propósito
pueda ponerse en práctica del modo más apropiado. A ello convergen no sólo las
lecciones, las homilías y las demás exhortaciones de los sagrados ministros, y
todo el ciclo de los misterios que se proponen a nuestra consideración durante
todo el curso del año, sino también los ornamentos, los sagrados ritos y su
aparato externo; todo lo cual se encamina «a que la majestad de tan alto
sacrificio sea exaltada, y a que las mentes de los fieles, por medio de estos
signos externos de religión y de piedad, se muevan a la contemplación de los
altísimos misterios que se esconden en este sacrificio»[94].
b) Reproduciendo la imagen de Jesucristo
125. Todos los elementos de la liturgia conducen,
pues, a que nuestra alma reproduzca en sí misma la imagen de nuestro divino
Redentor, según aquello del Apóstol de las gentes: «Estoy clavado juntamente
con Cristo en la cruz, y yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que
Cristo vive en mí»[95].
Por lo cual nos hacemos como una hostia, juntamente con Cristo, para aumentar
la gloria del Eterno Padre.
126.
A eso, pues, los fieles deben dirigir y elevar sus almas
al ofrecer la víctima divina en el sacrificio eucarístico. Pues si, como
escribe San Agustín, nuestro misterio está puesto en la mesa del Señor[96],
es decir, el mismo Cristo Señor nuestro en cuanto es Cabeza y símbolo de
aquella unión por la cual nosotros somos el Cuerpo místico de Cristo[97]
y miembros de su Cuerpo[98];
si San Roberto Belarmino, conforme a la mente de San Agustín, enseña que en el
sacrificio del altar está significado el sacrificio general por el cual todo el
Cuerpo místico de Cristo, es decir, todo el mundo redimido, es ofrecido a Dios
por el gran Sacerdote, Cristo[99];
nada puede pensarse más recto ni más justo que el inmolamos también todos
nosotros al Eterno Padre, juntamente con nuestra Cabeza, que por nosotros
sufrió. Porque en el sacramento del altar, según el mismo San Agustín, se
muestra a la Iglesia que en el sacrificio que ofrece, ella misma es ofrecida[100].
127. Adviertan, pues, los fieles cristianos a qué
dignidad los ha elevado el sagrado bautismo, y no se contenten con participar en
el sacrificio eucarístico con aquella intención general que es propia de los
miembros de Cristo y de los hijos de la Iglesia, sino que, unidos de la manera
más espontánea e íntima que sea posible con el Sumo Sacerdote y con su ministro
en la tierra, según el espíritu de la sagrada liturgia, se unan con El de un
modo particular cuando se realiza la consagración de la Hostia divina, y la
ofrezcan juntamente con El al pronunciarse aquellas solemnes palabras: «Por El,
con El y en El, a ti, Dios Padre omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, es
dada toda honra y gloria por todos los siglos de los siglos»[101];
a las cuales palabras el pueblo responde: «Amén». Y no se olviden los fieles
cristianos de ofrecer, juntamente con su divina Cabeza clavada en la cruz, a sí
propios, sus preocupaciones, sus dolores, angustias, miserias y necesidades.
D) Medios para promover esta participación
128. Son, pues, muy dignos de alabanza los que,
deseosos de que el pueblo cristiano participe más fácilmente y con mayor
provecho en el sacrificio eucarístico, se esfuerzan en poner el «Misal Romano»
en manos de los fieles, de modo que, en unión con el sacerdote, oren con él con
sus mismas palabras y con los mismos sentimientos de la Iglesia; y del mismo
modo son de alabar los que se afanan por que la liturgia, aun externamente, sea
una acción sagrada, en la cual tomen realmente parte todos los presentes. Esto
puede hacerse de muchas maneras, bien sea que todo el pueblo, según las normas
de los sagrados ritos, responda ordenadamente a las palabras del sacerdote, o
entone cánticos adaptados a las diversas partes del sacrificio, o haga
entrambas cosas, o bien en las misas solemnes responda alternativamente a las
preces del mismo ministro de Jesucristo y se una al cántico litúrgico.
E) … pero subordinados a los preceptos de
la Iglesia
129. Todos estos modos de participar en el
sacrificio son dignos de alabanza y de recomendación cuando se acomodan
diligentemente a los preceptos de la Iglesia y a las normas de los sagrados
ritos; y se encaminan principalmente a alimentar y fomentar la piedad de los
cristianos y su íntima unión con Cristo y con su ministro visible, y también a
excitar aquellos sentimientos y disposiciones interiores, con las cuales
nuestra alma ha de imitar al Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento.
130. Pero, aunque esos modos externos significan,
también de manera exterior, que el sacrificio, por su misma naturaleza, como
realizado por el Mediador entre Dios y los hombres[102],
ha de ser considerado como obra de todo el Cuerpo místico de Cristo, con todo
eso, de ninguna manera son necesarios para constituir su carácter público y
común.
131. Además, la misa así dialogada no puede
sustituir a la misa solemne, la cual, aunque estén presentes a ella solamente los
ministros que la celebran, goza de una particular dignidad por la majestad de
sus ritos y el aparato de sus ceremonias, si bien tal esplendor y magnificencia
suben de punto cuando, como la Iglesia, asiste un pueblo numeroso y devoto.
F) No hay que exagerar el valor de estos
medios
132. Hay que advertir también que se apartan de
la verdad y del camino de la recta razón quienes, llevados de opiniones
falaces, hacen tanto caso de esas circunstancias externas, que no dudan en
aseverar que, si ellas se descuidan, la acción sagrada no puede alcanzar su
propio fin.
133. En efecto, no pocos fieles cristianos son
incapaces de usar el «Misal Romano», aunque esté traducido en lengua vulgar; y
no todos están preparados para entender rectamente los ritos y las fórmulas
litúrgicas. El talento, la índole y la mente de los hombres son tan diversos y
tan desemejantes unos de otros, que no todos pueden sentirse igualmente movidos
y guiados con las preces, los cánticos y las acciones sagradas realizadas en
común. Además, las necesidades de las almas y sus preferencias no son iguales
en todos, ni siempre perduran las mismas en una misma persona. ¿Quién, llevado
de ese prejuicio, se atreverá a afirmar que todos esos cristianos no pueden
participar en el sacrificio eucarístico y gozar de sus beneficios? Pueden,
ciertamente, echar mano de otra manera, que a algunos les resulta más fácil:
como, por ejemplo, meditando piadosamente los misterios de Jesucristo, o
haciendo otros ejercicios de piedad, y rezando otras oraciones que, aunque
diferentes de los sagrados ritos en la forma, sin embargo concuerdan con ellos
por su misma naturaleza.
G) Institúyanse Comisiones Diocesanas para
promover la liturgia
134. Por eso os exhortamos, venerables hermanos,
a que, en la diócesis o en el territorio eclesiástico de cada uno de vosotros,
reguléis y ordenéis el modo y la forma en que el pueblo pueda participar en la
acción litúrgica, según las normas del Misal y las prescripciones de la Sagrada
Congregación de Ritos y del Código de Derecho Canónico, de manera que todo se
haga con el debido honor y decoro; y no se permita a nadie, aunque sea
sacerdote, que use los sagrados templos a su arbitrio como para hacer nuevos
experimentos.
135. Por lo cual deseamos también que en todas y
cada una de las diócesis, así corno hay ya una Comisión para el arte y la
música sagradas, así se cree también otra para promover el apostolado
litúrgico, a fin de que, bajo vuestro vigilante cuidado, todo se haga
diligentemente según las prescripciones de la Sede Apostólicas.
136. En las comunidades religiosas, por su parte,
cúmplase cuidadosamente todo lo que sus propias constituciones establezcan en
este punto, y no se introduzcan nuevos usos sin la previa aprobación de los
superiores.
137. En realidad, por muy diversos y diferentes
que sean los modos y las circunstancias externas con que el pueblo cristiano
participa en el sacrificio eucarístico y en las demás acciones litúrgicas,
siempre hay que procurar con todo empeño que las almas de los asistentes se
unan del modo más íntimo posible con el divino Redentor; que su vida se
enriquezca con una santidad cada vez mayor, y que cada día crezca más la gloria
del Padre celestial.
III. La comunión eucarística
138. El augusto sacrificio del altar termina con
la comunión del divino banquete. Sin embargo, como todos saben, para la
integridad del mismo sacrificio se requiere sólo que el sacerdote se nutra con
el alimento celestial, y no que también el pueblo —cosa que, por lo demás, es
muy deseable— se acerque a la sagrada comunión.
A) Para la integridad del sacrificio basta
la del sacerdote
139. Nos place reiterar a este propósito las
advertencias que nuestro predecesor Benedicto XIV escribe acerca de las
definiciones del concilio Tridentino: «En primer lugar hemos de decir que a
ningún fiel se le puede ocurrir que las misas privadas, en las cuales sólo el
sacerdote recibe la Eucaristía, pierdan por esto el valor del verdadero,
perfecto e íntegro sacrificio instituido por Cristo Señor nuestro, y que por lo
mismo hayan de considerarse ilícitas. Pues los fieles no ignoran, o por lo
menos pueden fácilmente ser instruidos en ello, que el sacrosanto concilio de
Trento, fundado en la doctrina que ha conservado la perpetua tradición de la
Iglesia, condenó la nueva y falsa doctrina contraria de Lutero»[103].
«Quien dijere que las misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente
son ilícitas, y que, por lo mismo, hay que suprimirlas, sea anatema»[104].
140. Están fuera, pues, del camino de la verdad
los que no quieren celebrar el santo sacrificio si el pueblo cristiano no se
acerca a la sagrada mesa; pero más yerran todavía los que, para probar que es
enteramente necesario que los fieles, junto con el sacerdote, reciban el
alimento eucarístico, afirman capciosamente que aquí no se trata sólo de un
sacrificio, sino del sacrificio y del convite de la comunidad fraterna, y hacen
de la sagrada comunión, recibida en común, como la cima de toda la celebración.
141. Se debe, pues, una vez más advertir que el
sacrificio eucarístico, por su misma naturaleza, es la incruenta inmolación de
la divina Víctima, inmolación que se manifiesta místicamente por la separación
de las sagradas especies y por la oblación de las mismas al Eterno Padre. Pero
la sagrada comunión atañe a la integridad del sacrificio y a la participación
del mismo mediante la recepción del augusto sacramento; y mientras que es
enteramente necesaria para el ministro que sacrifica, para los fieles es tan
sólo vivamente recomendable.
B) Exhortación a la comunión espiritual y
sacramental
142. Y así como la Iglesia, en cuanto maestra de
la verdad, se esfuerza con todos los medios por defender la integridad de la
fe, del mismo modo, cual madre solícita de todos sus hijos, los exhorta
vivamente a participar con afán y con frecuencia de este máximo beneficio de
nuestra religión.
143. Desea, en primer lugar, que los cristianos
—cuando realmente no pueden recibir con facilidad el manjar eucarístico— lo
reciban al menos espiritualmente, de manera que, con fe viva y despierta y con ánimo
reverente, humilde y enteramente entregado a la divina voluntad, se unan a él
con la más fervorosa e intensa caridad posible.
144. Pero no se contenta con esto. Porque, ya
que, como hemos dicho arriba, podemos participar en el sacrificio también con la
comunión sacramental, por medio del banquete del pan de los ángeles, la Madre
Iglesia, para que de un modo más eficaz «experimentemos continuamente en
nosotros el fruto de la redención»[105],
repite a todos y cada uno de sus hijos la invitación de nuestro Señor
Jesucristo: «Tomad y comed… Haced esto en memoria mía»[106].
145. Por lo cual el concilio Tridentino, como
repitiendo los deseos de Jesucristo y de su inmaculada Esposa, exhortó
vivamente a «que en todas las misas, los fieles que estén presentes comulguen,
no sólo con sus espirituales afectos, sino con la percepción sacramental de la
Eucaristía, para alcanzar mayores frutos de este santísimo sacramento»[107].
146. Más aún, nuestro predecesor, de inmortal
memoria, Benedicto XIV, para que quedase mejor y más claramente manifiesto que
los cristianos, mediante la recepción de la Eucaristía, participan del mismo
divino sacrificio, ensalza la piedad de aquellos que no sólo quieren
alimentarse del divino manjar mientras asisten al santo sacrificio, sino que
prefieren nutrirse de las mismas hostias consagradas en el mismo sacrificio,
por más que, como él mismo declara, en realidad de verdad se participe del
sacrificio aunque se reciba otro pan cuya consagración se haya verificado
anteriormente. Estas son sus palabras: «Y aunque también participen del mismo
sacrificio, además de aquellos a quienes el sacerdote celebrante da en la misma
misa una parte de la Víctima por él ofrecida, aquellos a quienes el sacerdote
administra la Eucaristía reservada según costumbre; con todo, no por eso la
Iglesia prohibió nunca, ni prohíbe ahora, que el sacerdote satisfaga a la
piedad y a la justa petición de los que, asistiendo a la misa, piden ser
admitidos a la participación del mismo sacrificio que también ellos ofrecen al
mismo tiempo y de la manera que les es posible; más aún, lo aprueba, y desea
que no se omita, y reprendería a los sacerdotes por cuya culpa y negligencia se
negara a los fieles esta participación»[108].
C) Para toda clase de personas
147. Quiera, pues, el Señor que todos respondan
libre y espontáneamente a estas solícitas invitaciones de la Iglesia; quiera El
que los fieles, si pueden, participen hasta a diario del divino sacrificio, no
sólo de un modo espiritual, sino también mediante la comunión del augusto
sacramento, recibiendo el cuerpo de Jesucristo ofrecido al Eterno Padre en
favor de todos. Estimulad, venerables hermanos, en las almas encomendadas a
vuestro cuidado, una ferviente y como insaciable hambre de Jesucristo; que por
vuestro magisterio los altares se vean rodeados de niños y de jóvenes, que
ofrezcan al divino Redentor sus personas, su inocencia y su entusiasmo juvenil;
que se acerquen numerosos los cónyuges, los cuales, alimentados en la sagrada
mesa, saquen de allí fuerzas para educar a sus hijos en los sentimientos y en
la caridad de Jesucristo; que se invite a los trabajadores, para que puedan
recibir aquel fuerte e indefectible alimento que restaure sus fuerzas y prepare
en el cielo un premio eterno a sus trabajos; llamad, finalmente, a todos los
hombres, de cualquier condición, y forzadles a venir[109],
pues éste es el pan de vida que todos necesitan. La Iglesia de Jesucristo tiene
sólo este pan con que satisfacer los anhelos de nuestras almas, con que unirlas
estrechísimamente a Jesucristo y con que obtener que todos sean «un solo
cuerpo»[110]
y se hagan hermanos los que se sientan a la misma mesa celestial para, con la
fracción de un mismo pan, recibir el don de la inmortalidad[111].
D) Comunión recibida, en lo posible,
durante la misa
148. Es también muy oportuno, cosa por lo demás
establecida por la sagrada liturgia, que el pueblo se acerque a la sagrada
comunión después que el sacerdote haya consumido el manjar del ara; y, como
arriba dijimos, son de alabar los que, estando presentes al sacrificio, reciben
las hostias en el mismo consagradas, de modo que realmente suceda «que todos
cuantos participando de este altar recibiéremos el sacrosanto cuerpo y sangre
de tu Hijo, seamos colmados de toda bendición y gracia celestial»[112].
149. Con todo eso, a veces no faltan razones, ni
son raras, para distribuir el pan eucarístico antes o después del sacrificio
mismo; ni faltan tampoco para que —aunque se distribuya la sagrada comunión
inmediatamente después de la comunión del sacerdote— se haga con hostias
anteriormente consagradas. También en estos casos —como ya dijimos el pueblo
participa realmente del sacrificio, y no pocas veces puede acercarse así con
más facilidad a la mesa de vida eterna.
150. Pero si la Iglesia, como conviene a su
maternal indulgencia, se esfuerza por salir al paso de las necesidades
espirituales de sus hijos, ellos, por su parte, no deben fácilmente despreciar
lo que la sagrada liturgia aconseja y, siempre que no se oponga un motivo
plausible, han de hacer todo aquello que más claramente manifiesta en el altar
la unidad viva del Cuerpo místico.
E) Seguida por la conveniente acción de
gracias
151. La acción sagrada, que está regulada por
peculiares normas litúrgicas, no exime, una vez concluida, de la acción de
gracias a aquel que gustó del celestial manjar; antes, por el contrario, está
muy puesto en razón que, recibido el alimento eucarístico y terminados los
ritos, se recoja dentro de sí y, unido íntimamente con el divino Maestro,
converse con él dulce y provechosamente, según las circunstancias lo permitan.
152. Se alejan, pues, del recto camino de la
verdad los que, ateniéndose más a la palabra que al sentido, afirman y enseñan
que, acabado ya el sacrificio, no se ha de continuar la acción de gracias, no
sólo porque ya el mismo sacrificio del altar es de por sí una acción de
gracias, sino también porque eso pertenece a la piedad privada y particular de
cada uno y no al bien de la comunidad.
153. Antes bien, la misma naturaleza del
sacramento lo reclama, para que su percepción produzca en los cristianos
abundantes frutos de santidad. Ciertamente ha terminado la pública reunión de
la comunidad, pero cada cual, unido con Cristo, conviene que no interrumpa el
cántico de alabanza, «dando siempre gracias por todo a Dios Padre en el nombre
de nuestro Señor Jesucristo»[113].
154. También la sagrada liturgia del sacrificio
eucarístico nos exhorta a ello cuando nos manda rogar con estas palabras: «Te
pedimos nos concedas perseverar siempre en acción de gracias…[114]
y que jamás cesemos de alabarte»[115].
Por lo cual, si en todo tiempo hemos de dar gracias a Dios y nunca hemos de
dejar de alabarle, ¿quién se atreverá a impugnar o reprender a la Iglesia
porque aconseja a los sacerdotes[116]
y a los fieles que, después de la sagrada comunión, se entretengan al menos un
poco con el divino Redentor, y porque inserta en los libros litúrgicos
oraciones oportunas, enriquecidas con indulgencias, para que con ellas los
ministros del altar, antes de celebrar y de alimentarse con el manjar divino,
se preparen convenientemente y, acabada la misa, manifiesten a Dios su
agradecimiento?
155. Tan lejos está la sagrada liturgia de reprimir
los íntimos sentimientos de cada uno de los cristianos, que más bien los
enfervoriza y estimula a que se asemejen a Jesucristo y a que por El se
encaminen al Eterno Padre: por lo cual ella misma quiere que todo el que
hubiere participado de la hostia santa del altar, rinda a Dios las debidas
gracias. Pues a nuestro divino Redentor le agrada oír nuestras súplicas, hablar
con nosotros de corazón a corazón y ofrecernos un refugio en el suyo ardiente.
F) Necesaria para sacar un fruto mayor
156. Más aún, tales actos privados son
absolutamente necesarios para gozar más abundantemente de los supremos tesoros
de que tan rica es la Eucaristía, y para que, según nuestras fuerzas, los
comuniquemos a los demás, a fin de que nuestro Señor Jesucristo plenamente triunfe
en las almas de todos.
157. ¿Por qué, pues, venerables hermanos, no
hemos de alabar a quienes, después de recibido el manjar eucarístico y aun
después de disuelta la reunión de los fieles, permanecen en íntima familiaridad
con el divino Redentor, no sólo para hablar con él suavísimamente, sino también
para darle las debidas gracias y alabarlo, y principalmente para pedirle su
ayuda, a fin de quitar de su alma todo lo que pueda disminuir la eficacia del
sacramento, y hacer cuanto esté en su mano para secundar la acción tan presente
de Jesucristo? Exhortamos a que se haga de modo especial, ya procurando llevar
a la práctica los propósitos hechos y practicando las virtudes cristianas, ya
adaptando a sus propias necesidades lo que han recibido con regia munificencia.
158. Y, ciertamente, el autor del áureo librito De
la imitación de Cristo habla según los preceptos y el espíritu de la
sagrada liturgia, cuando aconseja al que se ha acercado a la sagrada comunión:
«Recógete a un lugar retirado, y goza de tu Dios, pues tienes a aquel a quien
ni todo el mundo es capaz de quitarte»[117].
159. Todos nosotros, pues, estrechamente unidos
con Cristo, debemos tratar de abismarnos, por así decirlo, en su espíritu, e
incorporarnos a El para participar de los actos con los que El mismo adora a la
Augusta Trinidad con el más grato homenaje, y ofrece al Eterno Padre las más
sublimes acciones de gracias y alabanzas, mientras responden unánimes los
cielos y la tierra según aquel versículo: «Obras todas del Señor, bendecid al
Señor»[118];
unidos en fin a ellos pedimos el socorro de lo alto en el momento más oportuno
para demandar y alcanzar auxilio en nombre de Cristo[119],
y con ellos principalmente nos ofrecemos e inmolamos como víctimas, diciendo:
«Haz de nosotros mismos para ti una ofrenda eterna»[120].
160. Constantemente el divino Redentor repite
aquella ahincada invitación: «Permaneced en Mí»[121].
Y por el sacramento de la Eucaristía Cristo habita en nosotros y nosotros en
Cristo; y así como Cristo, permaneciendo en nosotros, vive y obra, así
nosotros, permaneciendo en Cristo, por El vivamos y obremos.
IV. Adoración de la Eucaristía
161. El manjar eucarístico contiene, como todos
saben, «verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, junto con el
alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo»[122].
No es, pues, de admirar que la Iglesia, ya desde sus principios, haya adorado
el cuerpo de Cristo bajo la especie del pan, como se ve por los mismos ritos del
augusto sacrificio, en los cuales se manda a los ministros sagrados que, de
rodillas, o con reverencias profundas, adoren al Santísimo Sacramento.
162. Los sagrados concilios enseñan que, por
tradición, la Iglesia, desde sus comienzos, venera «con una sola adoración al
Verbo de Dios encarnado y a su propia carne»[123];
y San Agustín afirma: «Nadie coma aquella carne sin antes adorarla», añadiendo
que no sólo no pecamos adorándola, sino que pecamos no adorándola[124].
163. De estos principios doctrinales nació el
culto eucarístico de adoración, el cual poco a poco fue creciendo como cosa
distinta del sacrificio. La conservación de las sagradas especies para los
enfermos y para cuantos estuviesen en peligro de muerte trajo consigo la laudable
costumbre de adorar este celestial alimento reservado en los templos.
164. Este culto de adoración se apoya en una
razón seria y sólida, ya que la Eucaristía es a la vez sacrificio y sacramento,
y se distingue de los demás en que no sólo engendra la gracia, sino que
encierra de un modo estable al mismo autor de ella. Cuando, pues, la Iglesia
nos manda adorar a Cristo escondido bajo los velos eucarísticos y pedirle los
dones espirituales y temporales que en todo tiempo necesitamos, manifiesta la
viva fe con que cree que su divino Esposo está bajo dichos velos, le expresa su
gratitud y goza de su íntima familiaridad.
A) Desarrollo del culto eucarístico
165. En el decurso de los tiempos la Iglesia ha
introducido diferentes formas de ese culto, y por cierto cada día más bellas y
provechosas, como, por ejemplo, las piadosas y aun cotidianas visitas a los
divinos sagrarios, los sagrados ritos de la bendición con el Santísimo, las
solemnes procesiones, sobre todo en los Congresos eucarísticos, tanto en las ciudades
como en las aldeas, y las adoraciones del Augusto Sacramento públicamente
expuesto. Estas adoraciones unas veces duran poco tiempo, otras varias horas o
hasta cuarenta; en algunos lugares se prolongan por todo un año, haciendo turno
las iglesias, y en otros sitios se tiene la adoración perpetua noche y día a
cargo de congregaciones religiosas, participando en ellas con frecuencia
también los simples fieles.
166. Tales ejercicios de piedad han contribuido
de modo admirable a la fe y a la vida sobrenatural de la Iglesia militante en
la tierra, la cual de esta manera se hace eco, en cierto sentido, de la
triunfante, que perpetuamente entona el himno de alabanza a Dios y al Cordero
«que ha sido sacrificado»[125].
Por lo cual la Iglesia no sólo ha aprobado esos piadosos ejercicios, propagados
por toda la tierra en el transcurso de los siglos, sino que los ha hecho suyos
y los ha recomendado con su autoridad[126].
Ellos proceden de la sagrada liturgia, y son tales que, si se practican con el
debido decoro, fe y piedad, en gran manera ayudan, sin duda alguna, a vivir la
vida litúrgica.
B) No hay confusión entre el Cristo
histórico y el Cristo eucarístico
167. Ni se debe decir que con ese culto
eucarístico se mezclan de un modo falso el que llaman Cristo histórico, que un
tiempo vivió sobre la tierra, y el Cristo presente en el augusto sacramento del
altar, el mismo que triunfa glorioso en los cielos y otorga sus dones
sobrenaturales; antes, más bien hay que afirmar que de esta manera los fieles
atestiguan y manifiestan solemnemente la fe de la Iglesia, según la cual se
cree que es uno mismo el Verbo de Dios y el Hijo de la Virgen María que padeció
en la cruz, que está presente, aunque escondido, en la Eucaristía, y reina en
las alturas.
168. Así, San Juan Crisóstomo: «…Cuando te
presenten el mismo (Cuerpo de Cristo) di en tu interior: Por este Cuerpo yo ya
no soy tierra y ceniza, no soy ya esclavo, sino libre; por él espero el cielo y
creo que recibiré los bienes que están allí preparados, la vida inmortal, la
suerte de los ángeles, el trato con Cristo; la muerte no poseyó este Cuerpo,
atravesado por los clavos, lacerado por los azotes; … éste es el mismo Cuerpo
que fue atormentado, atravesado por la lanza, el que abrió al mundo las fuentes
de la salvación, una de sangre y otra de agua…; nos dio este cuerpo para que
lo poseyésemos y lo comiésemos, lo cual fue fruto de su intenso amor»[127].
C) La bendición eucarística
169. Pero de modo especial es muy de alabar la
costumbre introducida en el pueblo cristiano de dar fin a muchos ejercicios de
piedad con la bendición eucarística. Nada mejor ni más provechoso puede darse
que el acto con el cual el sacerdote, levantando al cielo el pan de los ángeles
y moviéndolo en forma de cruz sobre las frentes inclinadas del pueblo
cristiano, ruega juntamente con él al Padre celestial que vuelva benigno los
ojos a su Hijo, crucificado por nuestro amor, y que, por el mismo que quiso ser
nuestro Redentor y nuestro hermano, derrame sus gracias sobre los que fueron
redimidos con la sangre inmaculada del Cordero[128].
170. Procurad, pues, venerables hermanos, con
aquella máxima diligencia que os es propia, que los templos edificados por la
fe y la piedad de las naciones cristianas en el decurso de los siglos para
cantar un perpetuo himno de gloria al Dios omnipotente y para dar a nuestro
Redentor, oculto bajo las especies eucarísticas, una digna morada, estén
abiertos a los fieles, cada vez más numerosos, que, llamados a los pies de
nuestro Salvador, escuchen su dulcísima invitación: «Venid a mí todos los que
andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré»[129].
Que los templos sean en verdad la casa de Dios, en donde, quien entra a
implorar favores, se goce alcanzando cuanto pidiere[130]
y obtenga el consuelo celestial.
171. Sólo así se obtendrá que toda la familia
humana, arregladas finalmente sus querellas, pueda pacificarse y cantar con
mente y alma concorde aquel cántico de fe y de amor: «¡Buen Pastor, Jesús clemente,
/ tu manjar, de gracia fuente, / nos proteja y apaciente / y en la alta región
luciente / haznos ver tu gloria, oh Dios!»[131].
PARTE TERCERA:
EL OFICIO DIVINO Y EL AÑO LITÚRGICO
I. El «Oficio divino»
172. El ideal de la vida cristiana consiste en
que cada uno se una con Dios íntima y constantemente. Por lo cual, el culto que
la Iglesia tributa al Eterno y que descansa principalmente en el sacrificio
eucarístico y en el uso de los sacramentos, se ordena y distribuye de manera
que, por medio del Oficio divino, abraza las horas del día, las semanas y todo
el curso del año, y abarca todos los tiempos y las diversas condiciones de la
vida humana.
173. Habiendo mandado el divino Maestro:
«Conviene orar perseverantemente y no desfallecer»[132],
la Iglesia, obedeciendo fielmente a esta advertencia, nunca deja de elevar sus
preces al cielo, a la vez que nos exhorta con las palabras del Apóstol de las
gentes: «Ofrezcamos, pues, a Dios, por medio de El (Jesús), sin cesar, un
sacrificio de alabanza»[133].
174. La oración pública y común, elevada a Dios
conjuntamente por todos los fieles, en la más remota antigüedad sólo tenía
lugar en determinados días y a horas establecidas. Sin embargo, no sólo en las
asambleas, sino también en las casas particulares se oraba a Dios, reunidos a
veces los vecinos y los amigos.
175. Poco después, en diversas partes del mundo
cristiano, se introdujo la costumbre de dedicar a la oración algunos tiempos
determinados, como, por ejemplo, la última hora del día, cuando oscurece y se
encienden las lámparas; o la primera, cuando la noche agoniza, o sea, después
del canto del gallo, a la salida del sol. En la Sagrada Escritura se señalan
otros momentos del día como más aptos para la oración, unos por provenir de
tradicionales costumbres judías, otros por el uso de la vida cotidiana. Según
los Hechos de los Apóstoles, los discípulos de Jesucristo oraban reunidos a la
hora de tercia, cuando «fueron llenados todos del Espíritu Santo»[134]
y el Príncipe de los Apóstoles, antes de tomar alimento, «subió… a lo alto de
la casa, cerca de la hora sexta, a hacer oración»[135]
y Pedro y Juan «subían… al templo, a la oración de la hora nona»[136],
y «a eso de media noche, puestos Pablo y Silas en oración, cantaban alabanzas a
Dios»[137].
176. Estas distintas oraciones se perfeccionaron
cada día más, con el transcurso del tiempo, por iniciativa y por obra
principalmente de los monjes y de los que se dedicaban a la vida ascética, y
poco a poco fueron admitidas por la autoridad de la Iglesia en el uso de la
sagrada liturgia.
A) Es la oración perenne de la Iglesia
177. Lo que llamamos «Oficio divino» es, pues, la
oración del Cuerpo místico de Jesucristo que, en nombre y provecho de todos los
cristianos, es ofrecida a Dios por los sacerdotes y demás ministros de la
Iglesia, y por los religiosos, dedicados a este fin por institución de la
Iglesia misma.
178. Cuál sea el modo y el espíritu con que se ha
de hacer esta divina alabanza, se deduce de las palabras que la Iglesia
aconseja que se digan antes de comenzar las horas litúrgicas, cuando manda que
se reciten «digna, atenta y devotamente».
179. Al tomar el Verbo de Dios la naturaleza
humana, trajo a este destierro terrenal el canto que se entona en los cielos
por toda la eternidad. El une a sí mismo toda la comunidad de los hombres, y la
asocia consigo en el canto de este himno de alabanza. Hemos de confesar
humildemente que «no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras
oraciones, ni cómo conviene hacerlo, el mismo Espíritu hace nuestras peticiones
a Dios con gemidos que son inexplicables»[138].
Y también Jesucristo ruega al Padre en nosotros por medio de su Espíritu.
«Ningún otro don mayor podría otorgar Dios a los hombres… Ora (Jesús) por
nosotros como nuestro sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza; es
invocado por nosotros como nuestro Dios… Reconozcamos, pues, en El nuestras
voces, y sus voces en nosotros… Es invocado como Dios, invoca como siervo;
allí es Creador, aquí creado, que asume sin cambiar El una naturaleza que ha de
ser cambiada, haciéndonos consigo un solo hombre, cabeza y cuerpo»[139].
B) Se pide en ella la devoción interior
180.
A la excelsa dignidad de esa oración de la Iglesia ha de
corresponder la intensa piedad de nuestra alma r. Y pues la voz del que así
ruega repite aquellos cantos que fueron escritos por inspiración del Espíritu
Santo, que declaran y ensalzan la perfectísima grandeza de Dios, es menester
que el interno sentimiento de nuestro espíritu acompañe esta voz, de tal manera
que nos apropiemos aquellos mismos sentimientos, con los cuales nos elevamos
hacia el cielo, adoremos la Santa Trinidad y le rindamos las debidas alabanzas
y gracias. «Salmodiemos de forma que nuestra mente concuerde con nuestra voz»[140].
No se trata, pues, de un simple rezo, ni de un canto, que, aunque sea
perfectísimo según las normas de la música y de los sagrados ritos, pueda sólo
llegar a los oídos, sino sobre todo de la elevación de nuestra mente y de
nuestro espíritu a Dios, para consagrarle absolutamente nuestras personas y
todas nuestras acciones.
181. De eso depende en no pequeña parte la
eficacia de nuestras oraciones, las cuales, si no se dirigen directamente al
mismo Verbo hecho hombre, acaban con estas palabras: «por nuestro Señor
Jesucristo»; quien, como conciliador entre Dios y nosotros, muestra a su Padre
celestial sus gloriosas llagas, y así «está siempre vivo para interceder por
nosotros»[141].
C) Admirable contenido del Salterio
182. Los Salmos, como todos saben, constituyen la
parte más importante del «Oficio divino». Ellos abarcan todo el curso del día,
santificándolo y hermoseándolo. Egregiamente dice Casiodoro de los Salmos
distribuidos en el «Oficio divino» de su tiempo: «Ellos concilian el nuevo día
con matinal exultación, nos dedican la primera hora de la jornada, nos
consagran la tercera, nos alegran la sexta con la fracción del pan, en la nona
nos hacen terminar los ayunos, concluyen el fin del día y, al acercarse la
noche, impiden que se entenebrezca nuestra mente»[142].
183. Ellos nos recuerdan las verdades
manifestadas por Dios al pueblo escogido, terribles a veces, a veces llenas de
suavísima dulcedumbre; repiten y acrecientan la esperanza en el futuro
Libertador, que antiguamente se fomentaba cantando en los hogares domésticos o
en la misma majestad del templo; y además ilustran admirablemente la gloria de
Jesucristo significada de antemano, y su eterna y suma potencia, su humildad al
venir a este exilio terreno, su regia dignidad y su poder sacerdotal, y
finalmente sus benéficos trabajos y el derramamiento de su sangre para nuestra
redención. Por semejante manera, los Salmos expresan la alegría de nuestras
almas, la tristeza, la esperanza, el temor, nuestra entrega absoluta y confiada
a Dios, el retorno de nuestro amor y nuestras místicas elevaciones a los
divinos tabernáculos.
«El Salmo… es la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio de las gentes, el aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la Iglesia, la armoniosa confesión de la fe, la plena sumisión a la autoridad, el regocijo de la libertad, el clamor del alborozo y el eco de la alegría»[143].
D) La participación en las vísperas del
domingo
184. En la edad primitiva acudían más numerosos
los fieles a estas horas litúrgicas; pero tal costumbre se perdió poco a poco,
y, como acabamos de decir, al presente su rezo es obligatorio sólo para el
clero y para los religiosos. Nada, pues, se prescribe en esta parte a los
seglares por derecho estricto; pero es en gran manera de desear que asistan
realmente, cantando o recitando los Salmos, al rezo de las Vísperas los días de
fiesta en su propia parroquia.
185. Encarecidamente os rogamos a vosotros y a
vuestros fieles, venerables hermanos, que no permitáis que esta piadosa
costumbre caiga en desuso, y procurad que, donde ya se hubiere dado al olvido,
se instaure de nuevo dentro de lo posible.
186. Lo cual se hará, sin duda alguna, con
saludables frutos si las Vísperas se recitan no sólo digna y decorosamente,
sino también de tal manera que fomenten suavemente de varios modos la piedad de
los fieles.
187. Guárdese inviolablemente la observancia de
los días festivos, que de modo especial hay que consagrar y dedicar a Dios,
sobre todo los domingos, que los Apóstoles, ilustrados por el Espíritu Santo,
declararon festivos en lugar de los sábados. Si se mandó a los judíos: «Durante
los seis días trabajaréis; mas el día séptimo es el sábado, descanso consagrado
al Señor; cualquiera que en tal día trabajare, será castigado de muerte»[144]:
¿cómo no temen la muerte espiritual los cristianos que en los días festivos se
dedican a obras serviles, y los que durante ese descanso no se dan a la piedad
y a la religión, sino que se entregan inmoderadamente a los atractivos del
siglo? Hay que dedicar los domingos y los demás días festivos al culto divino,
con el cual se honra a Dios y se nutre el alma con alimento celestial; y por
más que la Iglesia sólo prescribe que los fieles se abstengan de trabajos
serviles y asistan al santo sacrificio, sin dar ningún precepto sobre el culto
vespertino, sin embargo, recomienda y desea también lo otro; y lo mismo está
pidiendo, por lo demás, la necesidad que cada uno tiene de aplacar al Señor para
alcanzar sus beneficios.
188. Nuestro espíritu se aflige con gran dolor
cuando vemos cómo emplea el pueblo cristiano en nuestros tiempos la mitad del
día festivo, esto es, la tarde; los espectáculos y los juegos públicos se ven
extraordinariamente concurridos, mientras los templos sagrados son visitados
menos de lo que convendría.
189. Y, sin embargo, todos han de acudir a
nuestros templos para aprender allí la verdad de nuestra fe católica, para
cantar las divinas alabanzas, para recibir la bendición eucarística por medio
del sacerdote y para protegerse con la ayuda celestial contra las adversidades
de esta vida.
190. Aprendan, en lo posible, aquellas oraciones
que suelen cantarse en las vísperas, y embeban su espíritu en su significado;
pues, movidos y afectados con aquellas palabras, experimentarán lo que San
Agustín asegura de sí mismo: «¡Cuánto lloré entre los himnos y los cánticos,
vivamente conmovido por la suave voz de tu Iglesia! Aquellas palabras sonaban
en mis oídos, y la verdad penetraba en mi corazón, y con ello se enardecía el
piadoso afecto, y corrían las lágrimas y me hacían bien»[145].
II. Ciclo de los misterios en el año litúrgico
191. Durante todo el curso del año, la
celebración del sacrificio eucarístico y las oraciones del Oficio divino se
desenvuelven principalmente en torno a la persona de Jesucristo, de modo tan
adecuado y oportuno, que en ellos domina nuestro Salvador en sus misterios de
humillación, redención y triunfo.
192. Trayendo a la memoria estos misterios de
Jesucristo, pretende la sagrada liturgia que todos los creyentes participen de
ellos de tal manera, que la divina Cabeza del Cuerpo místico viva con su
perfecta santidad en cada uno de los miembros. Sean las almas de los cristianos
como altares en donde, en cierto modo, revivan las diferentes fases del
sacrificio que inmola el Sumo Sacerdote: es decir, los dolores y lágrimas, que
limpian y expían los pecados; la oración dirigida a Dios, que se eleva hacia el
cielo; la entrega y como inmolación de sí mismo, hecha con ánimo pronto,
generoso y solícito; y, finalmente, la estrechísima unión con la cual confiamos
a Dios nuestras personas y nuestras cosas, y en El descansamos, «pues la
esencia de la religión es imitar a aquel a quien adoras»[146].
A) Significado de los tiempos litúrgicos
193. Con estos modos y formas con que la
liturgia, en los diversos tiempos, nos hace meditar la vida de Jesucristo, la
Iglesia nos propone modelos que imitar, y nos muestra tesoros de santidad, para
que los hagamos nuestros; pues lo que se canta con la boca hay que creerlo con
el corazón y llevarlo a las costumbres privadas y públicas.
194. Adviento. En el sagrado tiempo del
Adviento despierta en nuestra conciencia el recuerdo de los pecados que
tristemente cometimos; nos exhorta a que, reprimiendo los malos deseos y
castigando voluntariamente nuestro cuerpo, nos recojamos dentro de nosotros
mismos con piadosas meditaciones, y con ardientes deseos nos movamos a
convertirnos a Dios, que es el único que puede con su gracia librarnos de la
mancha del pecado y de los males, que son sus consecuencias.
195. Navidad. Mas al venir el día de la
Navidad del Señor, parece como si volviésemos a la cueva de Belén, para
aprender allí que es preciso que renazcamos de nuevo y que nos reformemos radicalmente;
lo cual solamente se consigue cuando nos unimos al Verbo de Dios hecho hombre,
de un modo íntimo y vital, y participamos de aquella divina naturaleza suya, a
la que nosotros hemos sido elevados.
196. Epifanía. En cambio, durante las
solemnidades de la Epifanía, recordando el llamamiento de los gentiles a la fe
cristiana, quiere que cada día rindamos gracias al Señor por tamaño beneficio,
y que con intensa fe deseemos al Dios vivo y verdadero, entendamos devota
profundamente las cosas sobrenaturales y amemos el silencio y la meditación,
para que más fácilmente veamos y consigamos los dones eternos.
197. Septuagésima. En los días de
Septuagésima y de Cuaresma, nuestra Madre la Iglesia multiplica sus cuidados
para que cada uno de nosotros considere sus miserias para incitarnos
activamente a la enmienda de las costumbres, para detestar de modo especial los
pecados y borrarlos con la oración y la penitencia; puesto que la continua
oración y la penitencia por nuestras faltas nos atrae el auxilio divino, sin el
cual todas nuestras obras son vanas y estériles.
198. Pasión. En el tiempo sagrado en que
la liturgia nos propone los dolorosísimos tormentos de Jesucristo, la Iglesia
nos invita a subir al Calvario para seguir de cerca las huellas sangrientas del
divino Redentor, para sufrir con El gustosamente la cruz y excitar en nuestro
espíritu los mismos sentimientos de expiación y de propiciación, y para que
todos nosotros muramos juntamente con El.
199. Pascua. En las solemnidades
pascuales, cuando se conmemora el triunfo de Jesucristo, nuestra alma rebosa de
íntimo gozo, y hemos de pensar seriamente dentro de nosotros mismos que también
hemos de resucitar con Cristo Redentor de una vida tibia e inerte a otra más
fervorosa y santa, entregándonos entera y generosamente a Dios y olvidando este
mundo miserable para aspirar tan sólo al cielo: «Si habéis resucitado con
Cristo, buscad las cosas que son de arriba, … saboread las cosas del cielo»[147].
200. Pentecostés. Finalmente, en el tiempo
de Pentecostés, la Iglesia nos exhorta, con sus mandatos y con su ejemplo, a
que nos prestemos dócilmente a la acción del Espíritu Santo, el cual desea
abrasar nuestras almas con el fuego de la divina caridad, para que avancemos
cada día con más ahínco en las virtudes, y lleguemos a ser santos, como lo son
Jesucristo nuestro Señor y su Padre, que está en los cielos.
201. Así pues, el año litúrgico ha de
considerarse como un magnífico himno de alabanza que la familia de todos los
cristianos entona al Padre celestial por medio de su perpetuo conciliador,
Jesucristo; mas exige por parte nuestra un cuidado diligente y ordenado, para
que cada día conozcamos y alabemos más y más a nuestro Redentor, y requiere
además un esfuerzo intenso y firme y un ejercicio incansable, con el cual
imitemos sus misterios, emprendamos gozosos el camino de sus dolores y al fin
participemos un día de su gloria y de su sempiterna felicidad.
B) Errores de algunos autores modernos
202. De todo lo expuesto aparece claramente,
venerables hermanos, cuánto se separan de la genuina y sincera idea de la
liturgia aquellos escritores modernos que, engañados por una pretendida mística
superior, se atreven a afirmar que no hemos de fijarnos en el Cristo histórico,
sino en el «neumático o glorificado»; y hasta no dudan en asegurar que en el
ejercicio de la piedad cristiana se ha verificado un cambio, por el cual Cristo
ha sido como destronado, ya que el Cristo glorificado, que vive y reina por los
siglos de los siglos y está sentado a la diestra del Padre, ha sido oscurecido,
y en su lugar se ha colocado aquel Cristo que un tiempo vivió esta vida
terrenal. Por eso algunos llegan hasta a querer quitar de los templos sagrados
los mismos crucifijos.
203. Sin embargo, tales falsas cavilaciones se
oponen enteramente a la sana doctrina recibida de nuestros mayores. «Crees en
el Cristo nacido en la carne —así dice San Agustín— y llegarás al Cristo nacido
de Dios, Dios junto a Dios»[148].
La sagrada liturgia nos propone todo el Cristo en todas las condiciones de su
vida, es decir: Aquel que es el Verbo del Eterno Padre, el que nace de la
Virgen Madre, el que nos enseña la verdad, el que cura a los enfermos, el que
consuela a los afligidos, el que sufre los dolores y el que muere; y después,
el que resucita de la muerte vencida, el que reinando en la gloria del cielo
nos envía el Espíritu Paráclito, el que vive, finalmente, en su Iglesia:
«Jesucristo, el mismo de ayer es hoy, y lo será por los siglos de los siglos»[149].
Y además, no sólo nos lo presenta como a modelo, sino que nos lo muestra
también como a maestro a quien debemos escuchar, como a pastor a quien seguir,
y como a conciliador de nuestra salvación, principio de nuestra santidad y
Cabeza mística, de la cual somos miembros que gozamos de su vida.
204. Mas, ya que sus acerbos dolores constituyen
el principal misterio de donde procede nuestra salvación, es muy propio de la
fe católica destacar esto lo más posible, ya que es como el centro del culto
divino, representado y renovado cada día en el sacrificio eucarístico, y con el
cual están estrechamente unidos todos los sacramentos[150].
C) Cristo revive en la Iglesia durante el
año litúrgico
205. Por eso el año litúrgico, alimentado y
seguido por la piedad de la Iglesia, no es una representación fría e inerte de
cosas que pertenecen a tiempos pasados, ni un simple y desnude recuerdo de una
edad pretérita; sine más bien es Cristo mismo que persevera en su Iglesia y que
prosigue aquel camino de inmensa misericordia que inició en esta vida mortal
cuando pasaba haciendo bien[151],
con el bondadosísimo fin de que las almas de los hombres se pongan en contacto con
sus misterios y por ellos en cierto modo vivan. Estos misterios no están
presentes obran constantemente de aquel modo incierto y oscuro que suponen
alguno escritores modernos, sino tal como no lo enseña la doctrina católica; ya
que según el parecer de los doctores de la Iglesia, son eximios ejemplos de
cristiana perfección y fuentes de la divina gracia por los méritos y oraciones
de Jesucristo, y perduran en nosotros por sus efectos, siendo cada uno de
ellos, según su propia índole, causa de nuestra salvación.
206. Añádase a esto que la Iglesia, nuestra
piadosa Madre, mientras propone a nuestra contemplación los misterios de
nuestro Redentor, pide con sus súplicas aquellos dones sobrenaturales con que
sus hijos se embeban lo más posible en el espíritu de los mismos misterios, por
virtud de Cristo. Por inspiración y virtud de El podemos, con la cooperación de
nuestra voluntad, asimilarnos su fuerza vital, como los sarmientos la del árbol
y los miembros la de la cabeza; y transformarnos poco a poco y laboriosamente
«a la medida de la edad perfecta según Cristo»[152].
III. Las fiestas de los santos
207. En el curso del año litúrgico, no sólo se
celebran los misterios de Cristo, sino también las fiestas de los santos que
están en los cielos. En las cuales, aunque se trate de una categoría inferior y
subordinada, la Iglesia, sin embargo, pretende siempre proponer a los fieles ejemplos
de santidad que les muevan a revestirse de las virtudes del mismo divino
Redentor.
A) …que se nos proponen como ejemplo
208. Porque, así como los santos fueron
imitadores de Jesucristo, así nosotros hemos de imitarles a ellos, ya que en
sus virtudes resplandece la virtud misma de Jesucristo. En unos resplandeció el
celo apostólico, y en otros la fortaleza de nuestros héroes llegó hasta el
derramamiento de su sangre; en unos brilló la constante vigilancia en la espera
del Redentor, y en otros la virginal pureza del alma o la modesta suavidad de
la humildad cristiana; en todos, en fin, era ferviente la ardentísima caridad
para con Dios y para con el prójimo.
209. La sagrada liturgia pone ante nuestros ojos
todos estos esplendores de santidad para que los contemplemos provechosamente
y, «pues festejamos sus méritos, emulemos sus ejemplos»[153].
Conviene, pues, conservar «la inocencia en la sencillez, la concordia en la
caridad, la modestia en la humildad, la diligencia en el gobierno, la
vigilancia en la ayuda de los que trabajan, la misericordia en socorrer a los
pobres, la constancia en defender la verdad, el rigor en la severidad de la
disciplina, a fin de que no falte en nosotros ningún ejemplo de buenas obras.
Estas son las huellas que nos dejaron los santos al regresar a la patria, para
que, siguiendo su camino, consigamos también su felicidad»[154].
210. Mas, para que hasta nuestros sentidos se
muevan saludablemente, quiere la Iglesia que en nuestros templos se expongan
las imágenes de los santos, siempre, sin embargo, movida por la misma razón, de
que «imitemos las virtudes de aquellos cuyas imágenes veneramos»[155].
B) …y como intercesores nuestros
211. Mas hay todavía otra razón para que el
pueblo cristiano rinda culto a los santos del cielo, a saber, para que
implorando su auxilio «seamos ayudados por la protección de aquellos con cuyas alabanzas
nos regocijamos»[156].
De esto fácilmente se deduce por qué ofrece la sagrada liturgia tantas fórmulas
de oraciones para impetrar el patrocinio de los santos.
C) Culto preeminente a la Virgen Santísima
212. Mas, entre los santos del cielo, se venera
de un modo preeminente a la Virgen María Madre de Dios, pues su vida, por la
misión recibida del Señor, se une íntimamente con los misterios de Jesucristo;
y nadie en verdad siguió más de cerca y más eficazmente las huellas del Verbo
encarnado, nadie goza de mayor gracia y poder cabe el Corazón Sacratísimo del
Hijo de Dios, y, por su medio, cabe el Padre celestial.
213. Ella es más santa que los querubines y
serafines, y goza de una gloria mucho mayor que los demás moradores del cielo,
como quiera que es la «llena de gracia»[157]
y Madre de Dios, la que con su parto feliz nos ha dado al Redentor. Siendo ella
«Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra», clamemos a ella
cuantos «gemimos y lloramos en este valle de lágrimas»[158]
y pongamos confiadamente nuestras personas y nuestras cosas todas bajo su
patrocinio. Ella fue constituida nuestra Madre cuando el divino Redentor hizo
el sacrificio de sí mismo, y, así pues, también por este título somos sus
hijos. Ella nos enseña todas las virtudes, nos entrega su Hijo, y juntamente
con El nos ofrece los auxilios que necesitamos, puesto que Dios «quiso que todo
lo tuviésemos por María»[159].
214. Movidos, pues, por la acción santificadora
de la Iglesia y confortados con los auxilios y ejemplos de los santos, y en
especial de la Inmaculada Virgen María, a través de este camino litúrgico, que
cada año se nos abre de nuevo, «lleguémonos con sincero corazón, con plena fe,
purificados los corazones de la mala conciencia, lavados en el cuerpo con el
agua limpia del bautismo»[160],
al «Gran Sacerdote»[161],
para que con El vivamos y sintamos, hasta poder penetrar por su medio «del velo
adentro»[162]
y allí honrar por toda la eternidad al Padre celestial.
215. Tal es la esencia y la razón de ser de la
sagrada liturgia; ella se refiere al sacrificio, a los sacramentos y a las
alabanzas de Dios, e igualmente a la unión de nuestras almas con Cristo y a su
santificación por medio del divino Redentor, para que sea honrado Cristo, y en
El y por El toda la Santísima Trinidad: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu
Santo.
PARTE CUARTA
NORMAS PASTORALES
I. Se recomiendan calurosamente las otras
formas de piedad
no estrictamente litúrgicas
216. Para alejar más fácilmente de la Iglesia los
errores y exageraciones de la verdad de que antes hablamos, y para que con
normas más seguras puedan los fieles practicar con abundantes frutos el
apostolado litúrgico, juzgamos conveniente, venerables hermanos, añadir algo
para deducir consecuencias prácticas de la doctrina expuesta.
217. Cuando hablábamos de genuina y sincera
piedad, hemos afirmado que no podía haber verdadera oposición entre la sagrada
liturgia y los demás actos religiosos, si éstos se mantienen dentro del recto
orden y tienden al justo fin; más aún, hay algunos ejercicios de piedad que la
Iglesia mucho recomienda al clero y a los religiosos.
218. Pues bien, queremos que el pueblo cristiano
no se mantenga ajeno a esos ejercicios. Estos son, para citar sólo los
principales, las meditaciones espirituales, el diligente examen de conciencia,
los santos retiros instituidos para meditar las verdades eternas, las piadosas
visitas a los sagrarios eucarísticos y aquellas particulares preces y oraciones
en honor a la bienaventurada Virgen María, entre las cuales, como todos saben,
sobresale el santo Rosario[163].
A) La acción de Espíritu Santo no les es
ajena
219. Es imposible que la inspiración y la acción
del Espíritu Santo permanezcan ajenas a estas variadas formas de la piedad,
pues se encamina a que nuestras almas se conviertan y dirijan a Dios y expíen
sus pecados, se exciten a alcanzar las virtudes, y se estimulen saludablemente
a la sincera piedad, acostumbrándose a meditar las verdades eternas y
haciéndose cada vez más aptas para contemplar los misterios de la naturaleza
divina y humana de Jesucristo. Además, cuanto más intensamente alimentan en los
fieles su vida espiritual, mejor les disponen a participar con mayor fruto en
las funciones públicas, evitando el peligro de que las preces litúrgicas se
reduzcan a un rito vacío.
B) Errores de los que hay que prevenir a
los fieles
220. Como corresponde, pues, a vuestra pastoral
diligencia, no dejéis, venerables hermanos, de recomendar y fomentar tales
ejercicios de piedad, de los cuales, sin duda ninguna, el pueblo que os está
encomendado obtendrá óptimos frutos de santidad. Y sobre todo no permitáis
—cosa que algunos defienden, engañados sin duda por cierto deseo de renovar la
liturgia o creyendo falsamente que sólo los ritos litúrgicos tienen dignidad y
eficacia— que los templos estén cerrados en las horas no destinadas a los actos
públicos, como ya ha sucedido en algunas regiones; no permitáis que se descuide
la adoración del Augustísimo Sacramento y las piadosas visitas a los
tabernáculos eucarísticos; que se disuada la confesión de los pecados cuando se
hace tan sólo por devoción; y que de tal manera se relegue, sobre todo durante
la juventud, el culto a la Virgen Madre de Dios —el cual, según el parecer de
varones santos, es señal de predestinación—, que poco a poco se entibie y
languidezca. Tales modos de obrar son como frutos venenosos, sumamente nocivos
a la piedad cristiana, que brotan de ramas enfermas de un árbol sano; hay que
cortarlas, pues, para que la savia vital nutra sólo frutos suaves y óptimos.
C) La confesión sacramental
221. Y ya que ciertas opiniones que algunos
propalan sobre la frecuente confesión de los pecados son enteramente ajenas al
espíritu de Jesucristo y de su inmaculada Esposa, y realmente funestas para la
vida espiritual, recordamos aquí lo que sobre ello escribimos con gran dolor en
nuestra encíclica Mystici Coporis, y una vez más insistimos en que lo
que allí expusimos con palabras gravísimas, lo hagáis meditar seriamente a
vuestra grey, y sobre todo a los aspirantes al sacerdocio y al clero joven, y
lo hagáis dócilmente practicar.
222. Mas procurad de modo especial que no sólo el
clero, sino el mayor número posible de seglares, sobre todo de los miembros de
asociaciones religiosas y de la Acción Católica, practiquen el retiro mensual y
los ejercicios espirituales en determinados días para fomentar la piedad. Como
dijimos arriba, tales ejercicios espirituales son muy útiles y aun necesarios
para infundir en las almas una piedad sincera, y para formarlas en tal santidad
de costumbres que puedan sacar de la sagrada liturgia más eficaces y abundantes
frutos.
223. En cuanto a las diversas forma con que tales
ejercicios piadosos suelen practicarse, tengan todos presente que en la Iglesia
terrena, no de otra suerte que en la celestial, hay muchas moradas[164],
y que la ascética no puede ser monopolio de nadie. Uno solo es el Espíritu, el
cual, sin embargo, «sopla donde quiere»[165],
y por varios dones y varios caminos dirige a la santidad a las almas por él
iluminadas. Téngase por algo sagrado su libertad y la acción sobrenatural del
Espíritu Santo, que a nadie es lícito, por ningún título, perturbar o
conculcar.
Sin embargo, es cosa probada que los ejercicios espirituales,
que se practican según el método y la norma de San Ignacio, fueron por su
admirable eficacia plenamente aprobados y vivamente recomendados por nuestros
predecesores. Y también Nos, por la misma razón, los hemos aprobado y
recomendado, y lo repetimos aquí de buen grado.
224. Es, con todo, enteramente necesario que
aquella inspiración por la cual se sienten algunos movidos a peculiares
ejercicios de devoción proceda del Padre de las luces, de quien desciende toda
dádiva preciosa y todo don perfecto[166],
de lo cual ciertamente será señal la eficacia con que tales ejercicios alcancen
el que el culto divino sea cada día más amado y más fomentado, y el que los
cristianos se sientan movidos de un más intenso deseo de recibir dignamente los
sacramentos y de practicar todos los actos sagrados con el debido respeto y el
debido honor. Porque si, por el contrario, pusieren obstáculo a los principios
y normas del culto divino, o los impidieren y estorbaren, entonces hay que
creer sin duda que no están ordenados y dirigidos por un recto criterio ni por
un celo prudente.
E) Otras prácticas no estrictamente
litúrgicas
225. Hay, además, otras prácticas de piedad que,
aunque en rigor de derecho no pertenecen a la sagrada liturgia, tienen, sin
embargo, una especial importancia y dignidad, de modo que en cierto sentido se
tienen por insertas en el ordenamiento litúrgico, y han sido aprobadas y
alabadas una y otra vez por esta Sede Apostólica y por los obispos. Entre ellas
hay que contar las preces que durante el mes de mayo se dedican a la Virgen
Santísima, o en el mes de junio al Sagrado Corazón; las novenas y triduos, el
ejercicio del vía crucis y otros semejantes.
226. Estas prácticas de piedad, incitando al
pueblo ya a frecuentar asiduamente el sacramento de la penitencia y a
participar digna y piadosamente en el sacrificio eucarístico y en la sagrada
mesa, ya también a meditar los misterios de nuestra redención y a imitar los
insignes ejemplos de los santos, nos hacen así intervenir en el culto
litúrgico, no sin gran provecho espiritual.
227. Por eso haría algo pernicioso y totalmente
erróneo quien con temeraria presunción se atreviera a reformar todos estos
ejercicios de piedad, reduciéndolos a los solos esquemas y formas litúrgicas.
Con todo, es necesario que el espíritu de la sagrada liturgia de tal manera
influya benéficamente sobre ellos, que no se introduzca nada inútil o indigno
del decoro que se debe a la casa de Dios, o contrario a las sagradas funciones
u opuesto a la sana piedad.
228. Procurad, pues, venerables hermanos, que esa
genuina y sincera piedad visiblemente crezca más cada día, y que por todas
partes florezca con mayor abundancia. Y, sobre todo, no os canséis de inculcar
a todos que la vida cristiana no consiste en muchas y variadas preces y
ejercicios de devoción, sino en que éstos contribuyan realmente al progreso
espiritual de los fieles, y por lo mismo al incremento real de toda la Iglesia.
Pues el Eterno Padre «por El mismo (Cristo) nos escogió antes de la creación
del mundo para ser santos y sin mancha en su presencia»[167].
Por consiguiente, nuestras oraciones y nuestros ejercicios de piedad han de
encaminarse sobre todo a que dirijan todas nuestras energías espirituales a la
consecución de este supremo y nobilísimo fin.
II. Espíritu litúrgico y apostolado litúrgico
229. Os exhortamos, pues, encarecidamente,
venerables hermanos, a que, alejando cuanto sepa a error y falacia y reprobando
cuanto se opone a la verdad y al orden, promováis las iniciativas que ponen al
alcance del pueblo un conocimiento más profundo de la sagrada liturgia, de
suerte que pueda más adecuada y fácilmente participar en los ritos divinos con
la disposición propia de todo cristiano.
A) Obediencia a las disposiciones de la
Iglesia
230. Sea vuestro primer esfuerzo que todos, con
la debida reverencia y no menos debida fe, se atengan a cuantos decretos han
publicado o el concilio Tridentino, o los romanos pontífices, o la Sagrada
Congregación de Ritos, y cumplan las normas que los libros litúrgicos han determinado
en cuanto a la práctica externa del culto público.
231. En todo lo que atañe a la liturgia, deben
ante todo brillar estas tres virtudes, de las que habla nuestro predecesor Pío
X: a saber, la santidad, del todo opuesta a novedades de sabor mundano; la
dignidad en las imágenes y formas, a cuya disposición y servicio deben estar
las genuinas y elevadas artes, y el espíritu universalista, que, sin
contravenir en nada las legítimas modalidades y usos regionales, patentice la
unidad ecuménica de la Iglesia[168].
B) Decoro de los sagrados edificios y
sagrados altares
232. También es nuestro insistente deseo
recomendar el decoro que debe reinar en los sagrados templos y altares. Que
cada uno se sienta animado por aquello: «el celo de tu casa me tiene consumido»[169];
y por eso esfuércese para que, aunque no llame la atención ni por la riqueza ni
por su esplendor, sin embargo, todo cuanto pertenezca a los edificios sagrados,
a los ornamentos y a las cosas del servicio de la liturgia, aparezca limpio y
en consonancia con su fin, que es el culto a la divina Majestad. Y si ya antes
hemos reprobado el criterio erróneo de quienes, bajo la apariencia de volver a
la antigüedad, se oponen al uso de las imágenes sagradas en los templos,
creemos que es nuestro deber reprobar también aquí aquella piedad mal formada
de los que sin razón suficiente llenan templos y altares con multitud de
imágenes y efigies expuestas a la veneración de los fieles; de los que
presentan reliquias desprovistas de las debidas auténticas que las autoricen
para el culto y de los que, preocupados en exigir minucias y particularidades,
descuidan lo sustancial y necesario, exponiendo así a mofa la religión y
desprestigiando la gravedad del culto.
233. Con esta ocasión os recordarnos el decreto
«sobre el no introducir nuevas formas de culto y devoción»[170],
cuyo fiel cumplimiento confiamos a vuestra vigilancia.
234. En cuanto a la música, obsérvense
escrupulosamente las fijas y claras normas promulgadas ya por esta Sede
Apostólica. El canto gregoriano, que, siendo herencia recibida de antigua
tradición, tan cuidadosamente tutelada durante siglos, la Iglesia romana
considera como cosa suya y cuyo uso está recomendado al pueblo e incluso
terminantemente prescrito en algunas partes de la liturgia[171],
no sólo proporciona decoro y solemnidad a la celebración de los sagrados
misterios, sino que contribuye a aumentar la fe y la piedad de los asistentes.
235.
A este efecto, nuestros predecesores de inmortal memoria
Pío X y Pío XI decretaron —y también Nos ratificamos gustoso sus disposiciones
con nuestra autoridad— que en los seminarios e institutos religiosos se cultive
el canto gregoriano con esmerado estudio, y que, al menos en las iglesias más
importantes, se restauren las antiguas «Scholae cantorum», cosa ya en varios
sitios realizada con éxito feliz[172].
C) El canto gregoriano y el canto popular
236. Además, «para que el pueblo torne parte más
activa en el culto divino, se debe restablecer entre los fieles el uso del
canto gregoriano, en la parte que le corresponde. Evidentemente, apremia el que
los fieles asistan a las sagradas ceremonias, no como meros espectadores mudos
y extraños, sino profundamente penetrados por la belleza de la liturgia; que
alternen sus voces con la del sacerdote y coro. Si esto, por la bondad de Dios,
se verificare, no ocurrirá que el pueblo responda a lo más con un ligero y
tenue murmullo a las preces comunes rezadas en latín o en lengua vulgar»[173].
La multitud que asiste atentamente al sacrificio del altar, en el que nuestro
Salvador, juntamente con sus hijos redimidos por su sangre, canta el epitalamio
de su inmensa caridad, no podrá callar, ya que «el cantar es propio de quien
ama»[174],
o, corno dice el viejo refrán: «cantar bien es orar dos veces». Así resulta que
la Iglesia militante, clero y pueblo juntos, une sus voces a los cantos de la
triunfante y de los coros angélicos, y todos a una cantan un sublime y eterno
himno de alabanza a la Santísima Trinidad, según aquello: «y nosotros te
rogamos que admitas nuestras voces mezcladas con las suyas»[175].
237. Esto no quiere decir que la música y el
canto moderno hayan de ser excluidos en absoluto del culto católico. Más aún,
si no tienen ningún sabor profano, ni desdicen de la santidad del sitio o de
las acción sagrada, ni nacen de un prurito vacío de buscar algo raro y
maravilloso, débenseles incluso abrir las puertas de nuestros templos, ya que
pueden contribuir no poco a la esplendidez de los actos litúrgicos, a elevar
más en alto los corazones y a nutrir una sincera devoción.
238. Os exhortarnos también, venerables hermanos,
a que os esmeréis en promover el canto popular religioso y su cumplida
ejecución, llevada a cabo con la debida dignidad, cosa que puede servir para
estimular y encender la fe y la piedad del pueblo cristiano. Suba al cielo el
canto unísono y majestuoso de nuestra multitud como el fragor del resonante mar[176],
expresión armoniosa y vibrante de un mismo corazón y una misma alma[177],
como corresponde a hermanos e hijos del mismo Padre.
D) Las otras artes litúrgicas
239. Y lo dicho de la música téngase poco más o
menos como dicho de las demás artes nobles, en especial de la arquitectura,
escultura y pintura. Las imágenes y formas modernas, efecto de la adaptación a
los materiales de su confección, no deben despreciarse ni prohibirse en general
por meros prejuicios, sino que es del todo necesario que, adoptando un
equilibrado término medio entre un servil realismo y un exagerado simbolismo,
con la mira puesta más en el provecho de la comunidad cristiana que en el gusto
y criterios personales de los artistas, tenga libre campo el arte moderno para
que también él sirva dentro de la reverencia y decoro debidos a los sitios y
actos litúrgicos, y así pueda unir su voz a aquel maravilloso cántico de gloria
que los genios de la humanidad han entonado a la fe católica en el rodar de los
siglos.
240. Por otra parte, obligados por nuestra
conciencia y oficio, nos sentimos precisados a tener que reprobar y condenar
ciertas imágenes y formas últimamente introducidas por algunos, que, a su
extravagancia y degeneración estética, unen el ofender claramente más de una
vez al decoro, a la piedad y a la modestia cristiana, y ofenden el mismo
sentimiento religioso; todo eso debe alejarse y desterrarse en absoluto de
nuestras iglesias, «y en general todo lo que desdice de la santidad del lugar»[178].
241. Ateniéndonos, pues, diligentemente,
venerables hermanos, a las normas y decretos de los pontífices, iluminad y
dirigir la mente y el espíritu de los artistas a los que se confíe hoy el
encargo de restaurar o reconstruir tantos templos deshechos o devastados por el
furor de la guerra; ojalá que puedan y quieran, bajo la inspiración de la
religión, encontrar modos y motivos artísticos que respondan más digna y
convenientemente a las exigencias del culto; así se obtendrá que las artes,
como si viniesen del cielo, felizmente resplandezcan con serena luz, sean
valiosísima aportación a la cultura humana y contribuyan a la gloria de Dios y
santificación de las almas. Porque las artes están realmente conformes con la
religión cuando sirven «como nobles doncellas al culto divino»[179]
.
E) Es importante que el clero y el pueblo
vivan la vida litúrgica
242. Pero todavía hay algo de mucho mayor
importancia, venerables hermanos, que queremos recomendar con especial interés
a vuestra diligencia y celo apostólico. Todo lo que se refiere al culto
religioso externo tiene realmente su importancia; pero el alma de todo ello ha
de ser que los cristianos vivan la vida de la liturgia, nutriendo y fomentando
su inspiración sobrenatural.
243. Poned, pues, todo empeño en que el joven
clero, al dedicarse a los estudios ascéticos, teológicos, jurídicos y
pastorales, se forme también armónicamente de tal manera que entienda las
ceremonias religiosas, perciba su majestad y belleza y aprenda con esmero las
normas llamadas rúbricas; y ello, no tan sólo por motivos culturales, ni
únicamente para que el seminarista a su tiempo pueda realizar los actos
litúrgicos con el orden, el decoro y la dignidad debida, sino
principalísimamente para que plasme su espíritu en la unión y contacto con
Cristo Sacerdote y resulte así un santo ministro de santidad.
244. Ni debéis omitir el que con toda diligencia,
y con cuantos medios y maneras vuestra prudencia juzgase más aptos para el
caso, se unan a este efecto las mentes y los corazones de vuestro clero y
pueblo; y así, el pueblo fiel participe tan activamente en la liturgia, que
realmente sea una acción sagrada, en la que el sacerdote que atiende a la cura
de almas en la parroquia a él confiada, unido a la comunidad de sus feligreses,
rinda al Señor el debido culto.
F) Los «monaguillos» al servicio del altar
245. Para este fin será utilísimo escoger algunos
niños piadosos, de todas las clases de la sociedad y bien instruidos, que con
desinterés y buena voluntad sirvan devota y asiduamente al altar; misión que
los padres, aunque sean de la más alta y más culta sociedad, deben tener a gran
honra.
246. Si algún sacerdote tomase a su cuidado y
vigilancia el que estos jovencitos bien instruidos cumpliesen tal oficio con
reverencia y constancia a las horas establecidas, no sería difícil que de este
núcleo surgiesen nuevas vocaciones para el sacerdocio, ni se daría ocasión para
que el clero —como ocurre demasiado aun en países muy católicos— se lamente de
no hallar quienes respondan o ayuden en la celebración del augusto sacrificio.
G) Celo de los pastores
247. Trabajad sobre todo por obtener con vuestro
diligentísimo celo que ninguno de vuestros fieles deje de asistir al sacrificio
eucarístico; y para que saquen todos de él frutos más copiosos de salvación, no
les dejéis de exhortar encarecidamente a que participen en él con devoción de
todas aquellas legítimas maneras arriba expuestas. Siendo el augusto sacrificio
del altar el acto fundamental del culto divino, claro es que en él se ha de
hallar necesariamente la fuente v el centro de la piedad cristiana. No creáis
haber satisfecho completamente a vuestro celo apostólico en este punto mientras
no acudan vuestros feligreses en gran número al celestial banquete, que es
«sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad»[180].
248. Y para que el pueblo cristiano logre
conseguir estos bienes sobrenaturales cada vez más copiosamente, esmeraos en
instruirle sobre los tesoros de piedad que se hallan encerrados en la sagrada
liturgia, por medio de oportunas predicaciones; pero, sobre todo, con discursos
y conferencias periódicas, con semanas de estudio y con otras semejantes
industrias. Para el logro de este fin podéis tener ciertamente a vuestra
disposición a los miembros de la Acción Católica, dispuestos siempre a
colaborar con la jerarquía para promover el Reino de Jesucristo.
H) ... y vigilancia contra los errores y
prejuicios
249. Pero es absolutamente necesario que en todo
esto estéis al mismo tiempo muy alerta, a fin de que no se introduzca el
enemigo en el campo del Señor, para sembrar la cizaña en medio del trigo[181];
esto es, que no se infiltren en vuestra grey aquellos sutiles y perniciosos
errores de un falso misticismo y de un quietismo perjudicial,
errores, como sabéis, ya antes por Nos condenados[182];
asimismo, que no seduzca a las almas un cierto peligroso humanismo, ni
se introduzca aquella falaz doctrina que bastardea la noción misma de la fe
católica; ni, finalmente, un excesivo arqueologismo en materia
litúrgica. Con la misma diligencia débese evitar que no se difundan las
aberraciones de los que creen y enseñan falsamente que la naturaleza humana de
Cristo, glorificada, habita realmente y con su continua presencia en los
justificados, o también que una única e idéntica gracia une a Cristo con los
miembros de su Cuerpo.
250. No os arredren las dificultades que
sobrevengan; ni decaiga un punto vuestra solicitud pastoral: «Sonad la trompeta
en Sión… convocad a junta, congregad el pueblo, purificad toda la gente,
reunid los ancianos, haced venir los párvulos y los niños de pecho»[183]
y procurad, con cuantos medios podáis, que en todas partes se multipliquen
templos y altares para los cristianos, quienes, estando como miembros vivos
unidos a su Cabeza divina, sean restaurados con la gracia de los sacramentos y,
celebrando a una con El y por El el augusto sacrificio, ofrenden al Eterno
Padre las debidas alabanzas.
EPÍLOGO
251. Esto es, venerables hermanos, lo que os
teníamos que participar; nos ha movido a hacerlo el deseo de que los hijos
nuestros y vuestros comprendan mejor y estimen en más el tesoro preciosísimo
que se encierra en la sagrada liturgia: a saber, el sacrificio eucarístico, que
representa y renueva el sacrificio de la cruz; los sacramentos, manantiales de
la gracia y vida divinas, y el himno de alabanza que tierra y cielo elevan
diariamente al Señor.
252. De esperar es que estas nuestras
exhortaciones estimularán a los tibios y recalcitrantes, no sólo a un estudio
más intenso y exacto de la liturgia, sino también a traducir en la práctica de
la vida su contenido sobrenatural, según aquello de San Pablo: «No apaguéis el
Espíritu»[184].
253. Y a aquellos a quienes cierto afán desmedido
arrastra a las veces a hacer y decir cosas que, bien a pesar nuestro, Nos no
podemos aprobar, les reiteramos el consejo de San Pablo: «Examinad, sí, todas
las cosas y ateneos a lo bueno»[185];
y les amonestamos con ánimo paternal a que los principios con que deben
regularse en su pensar y obrar no sean otros que los que se siguen de lo
dispuesto por la inmaculada Esposa de Jesucristo y Madre de los santos.
254. Traemos también a la memoria de todos que es
menester en absoluto someterse con ánimo generoso y fiel a las prescripciones
de los sagrados pastores, a quienes por derecho compete el oficio de regular
toda la vida, en especial la espiritual, de la Iglesia: «Obedeced a vuestros
prelados y estadles sumisos, ya que ellos velan, como que han de dar cuenta de
vuestras almas, para que lo hagan con alegría y no penando»[186].
255. Dios, a quien adoramos y que «no… es autor
de desorden, sino de paz»[187],
nos otorgue benigno a todos el que participemos de la sagrada liturgia con una
sola mente y un solo corazón en el destierro de aquí abajo, que no debe ser
sino como una preparación y preludio de aquella otra liturgia del cielo, en la
cual, como es de esperar, a una con la excelsa Madre de Dios y dulcísima Madre
nuestra cantemos por fin: «Al que está sentado en el Trono y al Cordero,
bendición, y honra, y gloria y potestad por los siglos de los siglos»[188].
256. Con esta felicísima esperanza, a todos y a
cada uno de vosotros, venerables hermanos, y a la grey cuya vigilancia os ha
sido confiada, como auspicio de los dones divinos y como prenda de nuestra
especial benevolencia, os damos con todo afecto nuestra apostólica bendición.
Dado en Castelgandolfo, junto a Roma, el 20 de
noviembre del año 1947, nono de nuestro pontificado.
[20] Bonifacio IX, Ab
origine mundi, 7 oct. 1391; Calixto III, Summus Pontifex, 1 de enero
de 1456; Pío II, Triumphans Pastor, 22 de abril de 1459; Inocencio XI, Triumphans
Pastor, 3 de octubre de 1678.
[123] Conc. de
Constantinopla II, Anath. de trib. capit. can.9, en relación con el
Conc. de Efeso, Anath. Cyrilli can.8. Cf. Conc. Tridentino, ses.13
can.6; Pío VI, Const. Auctorern fidei n.41.
Batid
palmas todas las gentes; vitoread a Dios con voces de júbilo. Salmo.- Porque el Señor es el Altísimo, el terrible; es el
rey grande de toda la tierra. V/. Gloria al
Padre.
Colecta.-
Oh
Dios!, cuya providencia no se engaña en sus disposiciones; te suplicamos
apartes de nosotros todo lo dañoso, y nos concedas todo lo saludable. Por
nuestro Señor Jesucristo.
Epístola.Rom.
6.19-23.-
Hermanos:
Hablaré a lo humano en atención a. la flaqueza de vuestra carne. Como habéis
entregado vuestros miembros a la esclavitud de la impureza y la iniquidad,
empleadlos ahora para que sirvan a la justicia para la santificación. Cuando
erais esclavos del pecado, sacudisteis el yugo de la justicia. ¿Qué fruto
sacasteis entonces de ello? Ahora os avergonzáis. Porque el fin de todo esto es
la muerte. Mas ahora que estáis libres del pecado y habéis sido hechos siervos
de Dios, cogéis por fruto vuestro la santificación, que tiene como fin la vida
eterna. Porque la paga del pecado es la muerte; y el galardón de la virtud, la
vida eterna en Jesucristo nuestro Señor.
Gradual. Salm. 33.12,6.- Venid, hijos, y oídme; os enseñaré el temor del
Señor. V/. Acercaos a él y seréis iluminados, y vuestros rostros
no serán confundidos.
Aleluya.- Aleluya,
aleluya. V/. Batid palmas todas las gentes; vitoread a Dios con
voces de júbilo. Aleluya.
Evangelio.- Mateo.
7,15-21.
En
aquel tiempo: Dijo Jesús a sus discípulos: Cuidaos de los falsos profetas que vienen
a vosotros vestidos con piel de oveja, mas por dentro son lobos rapaces. Por
sus frutos los conoceréis. ¿Por ventura se cogen uvas de los espinos, o higos
de los zarzales? Así, todo árbol bueno da buenos frutos, y todo árbol malo
produce frutos malos. No puede el árbol bueno dar malos frutos, ni el árbol
malo darlos buenos. Todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al
fuego. Así, pues, por sus frutos los conoceréis. No todo el que me dice:
¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos; sino el que hiciere la
voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de los
cielos.
Ofertorio.Dan.
3.40.-
Como
el holocausto de carneros y de toros, y los sacrificios de millares de corderos
gordales, así sea hoy grato nuestro sacrificio en tu acatamiento, pues no son
confundidos los que en ti confían, Señor.
Secreta.-
¡Oh Dios!, que quisiste
reemplazar las diferentes hostias de la antigua ley por un solo perfecto
sacrificio; recibe el que te ofrecen tus devotos siervos y santifícalo con la
misma bendición con que bendijiste el de Abel; y lo que cada cual ha ofrecido
en honor de tu majestad, aproveche a todos para su salvación. Por N. S..
Prefacio
de la Santísima Trinidad.-
En verdad es digno y justo, equitativo y saludable, darte
gracias en todo tiempo y lugar, Señor, santo Padre, omnipotente y eterno Dios,
que con tu unigénito Hijo y con el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo
Señor, no en la individualidad de una sola persona, sino en la trinidad de una
sola sustancia. Por lo cual, cuanto nos has revelado de tu gloria, lo creemos
también de tu Hijo y del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción, De
suerte, que confesando una verdadera y eterna Divinidad, adoramos la propiedad
en las personas, la unidad en la esencia, y la igualdad en la majestad, la cual
alaban los Ángeles y los Arcángeles, los Querubines y los Serafines, que no cesan de cantar a
diario, diciendo a una voz.
Comunión.Salm.
30.3.-
Inclina
a mí tu oído; apresúrate a salvarme.
Poscomunión.-
Señor, que tu
acción curativa nos libre de nuestras perversas tendencias y nos guíe a obrar
lo que es recto. Por nuestro Señor Jesucristo.
TEXTOS DE LA MISA EN
LATIN
Dominica
Septima Post Pentecosten
Introitus: Ps. xlvi: 2
Omnes gentes, pláudite mánibus: jubiláte Deo in voce
exsultatiónis. [Ps. ibid. 3] Quóniam Dóminus
excélsus, terríbilis: Rex magnus super omnem terram. v. Glória Patri. Omnes gentes.
Oratio
Deus, cujus providéntia in sui dispositióne non fállitur:
te súpplices exorámus; ut nóxia cuncta submóveas, et ómnia nobis profutúra
concédes. Per Dóminum.
ad Romanos vi: 19-23
Lectio Epistolæ beati Pauli
Apostoli ad Romanos.
Fratres: Humánum dico, propter infirmitátem carnis
vestræ: sicut enim exhibuístis membra vestra servíre inmundítiæ et iniquitáti
ad iniquitátem ita, nunc exhibéte membra vestra servíre justítiæ in
sanctificatiónem. Cum enim servi essétis peccáti liberi fuístis justítiæ. Quem
ergo fructum habuístis tunc in illis, in quibus nunc erubéscitis? Nam finis
illórum mors est. Nunc vero liberáti a peccáto, servi autem facti Deo, habétis
fructum vestrum in sanctificatiónem, finem vero vitam ætérnam. Stipéndia enim
peccáti, mors. Grátia autem Dei, vita ætérna in Christo Jesu Dómino nostro.
Graduale Ps. xxxiii: 12 et 6
Veníte, fílii, audíte me: timórem Dómini docébo vos.
Accédite ad eum, et illuminámini: et fácies vestræ non confundéntur.
Allelúja, allelúja. Ps. xlvi: 2 Omnes
gentes, plaudite manibus: jubilate Deo in voce exsultationis. Allelúja.
Matth. vii: 15-21
+ Sequentia sancti Evangelii secundum
Matthæum.
In
illo tempore: Dixit Jesus discípulis suis: «Atténdite a falsis prophétis, qui
véniunt ad vos in vestiméntis óvium, intrínsecus autem sunt lupi rapáces: a
frúctibus eórum cognoscétis eos. Numquid cólligunt de spinis uvas, aut de tríbulis
ficus? Sic omnis arbor bona fructus bonos facit: mala autem arbor fructus malos
facit. Non potest arbor bona fructus malos fácere: neque arbor mala fructus
bonos fácere. Omnis arbor, quæ non facit fructum bonum, excidétur, et in ignem
mittétur. Igitur ex frúctibus eorum cognoscétis eos. Non omnis qui dicit mihi,
“Dómine, Dómine,” intrábit in regnum cælórum, sed qui facit voluntátem Patris
mei, qui in cælis est, ipse intrábit in regnum cælórum.»
Offertorium: Dan iii: 40
Sicut in holocáustis aríetum et taurórum, et sicut in
míllibus agnórum pínguium: sic fiat sacrifícium nostrum in conspéctu tuo hódie,
ut pláceat tibi: quia non est confúsio confidéntibus in te, Dómine.
Secreta:
Deus, qui legálium differéntiam hostiárum unius
sacrifícii perfectióne sanxísti: áccipe sacrifícium a devótis tibi fámulis, et
pari benedictióne, sicut múnera Abel, sanctífica; ut, quod sínguli obtulérunt
ad majestátis tuæ honórem, cunctis profíciat ad salútem. Per Dóminum.
Præfátio de Sanctíssima Trinitáte
Vere dignum et iustum est, æquum et salutáre, nos tibi
semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens ætérne Deus: Qui cum unigénito Fílio tuo, et Spíritu
Sancto, unus es Deus, unus es Dóminus: non in uníus singularitáte persónæ, sed
in uníus Trinitáte substántiæ. Quod enim de tua gloria, revelánte te, crédimus,
hoc de Fílio tuo, hoc de Spíritu Sancto, sine differéntia discretiónis
sentimus. Ut in confessióne veræ sempiternáeque Deitátis, et in persónis
propríetas, et in esséntia únitas, et in majestáte adorétur æquálitas. Quam
laudant Angeli atque Archángeli, Chérubim quoque ac Séraphim: qui non cessant
clamáre quotídie, una voce dicéntes:
Communio: Ps. xxx: 3.
Inclina aurem tuam, accélera ut erípias me.
Postcommunio:
Tua nos, Dómine, medicinális operátio, et a nostris
perversitátibus cleménter expédiat, et ad ea quæ sunt recta, perdúcat. Per
Dóminum.
1. Bien sabéis que una parte considerable de
nuestros pensamientos y de nuestras preocupaciones tiene por objeto esforzarnos
en volver a los extraviados al redil que gobierna el soberano Pastor de las
almas, Jesucristo. Aplicando nuestra alma a ese objeto, Nos hemos pensado que
sería utilísimo a tamaño designio y a tan grande empresa de salvación trazar la
imagen de la Iglesia, dibujando, por decirlo así, sus contornos principales, y
poner en relieve, como su distintivo más característico y más digno de especial
atención, la unidad, carácter insigne de la verdad y del invencible poder que
el Autor divino de la Iglesia ha impreso en su obra. Considerada en su forma y
en su hermosura nativa, la Iglesia debe tener una acción muy poderosa sobre las
almas, y no es apartarse de la verdad decir que ese espectáculo puede disipar
la ignorancia y desvanecer las ideas falsas y las preocupaciones, sobre todo
aquellas que no son hijas de la malicia. Pueden también excitar en los hombres
el amor a la Iglesia, un amor semejante a la caridad, bajo cuyo impulso
Jesucristo ha escogido a la Iglesia por su Esposa, rescatándola con su sangre
divina; pues Jesucristo amó a la Iglesia y se entregó El mismo por ella[1].
Si para volver a esta madre amantísima deben
aquellos que no la conocen, o los que cometieron el error de abandonarla,
comprar ese retorno, desde luego, no al precio de su sangre (aunque a ese
precio la pagó Jesucristo), pero sí al de algunos esfuerzos y trabajos, bien
leves por otra parte, verán claramente al menos que esas condiciones no han
sido impuestas a los hombres por una voluntad humana, sino por orden y voluntad
de Dios, y, por lo tanto, con la ayuda de la gracia celestial, experimentarán
por sí mismos la verdad de esta divina palabra: «Mi yugo es dulce y mi carga
ligera»[2].
Por esto, poniendo nuestra principal esperanza en
el «Padre de la luz, de quien desciende toda gracia y todo don perfecto»[3], en aquel que
sólo «da el acrecentamiento»[4]. Nos le
pedimos, con vivas instancias, se digne poner en Nos el don de persuadir.
2. Dios, sin duda, puede operar por sí mismo y
por su sola virtud todo lo que realizan los seres creados; pero, por un consejo
misericordioso de su Providencia, ha preferido, para ayudar a los hombres,
servirse de los hombres. Por mediación y ministerio de los hombres da
ordinariamente a cada uno, en el orden puramente natural, la perfección que le
es debida, y se vale de ellos, aun en el orden sobrenatural, para conferirles
la santidad y la salud.
Pero es evidente que ninguna comunicación entre
los hombres puede realizarse sino por el medio de las cosas exteriores y
sensibles. Por esto el Hijo de Dios tomó la naturaleza humana, El, que teniendo
la forma de Dios…, se anonadó, tomando la forma de esclavo y haciéndose
semejante a los hombres[5]: y así,
mientras vivió en la tierra, reveló a los hombres, conversando con ellos, su
doctrina y sus leyes.
Pero como su misión divina debía ser perdurable y
perpetua, se rodeó de discípulos, a los que dio parte de su poder, y haciendo
descender sobre ellos desde lo alto de los cielos «el Espíritu de verdad», les
mandó recorrer toda la tierra y predicar fielmente a todas las naciones lo que
El mismo había enseñado y prescrito, a fin de que, profesando su doctrina y
obedeciendo sus leyes, el género humano pudiese adquirir la santidad en la
tierra y en el cielo la bienaventuranza eterna.
Naturaleza sacramental de la Iglesia
3. Tal es el plan a que obedece la constitución
de la Iglesia, tales son los principios que han presidido su nacimiento. Si
miramos en ella el fin último que se propone y las causas inmediatas por las
que produce la santidad en las almas, seguramente la Iglesia es espiritual;
pero si consideramos los miembros de que se compone y los medios por los que
los dones espirituales llegan hasta nosotros, la Iglesia es exterior y
necesariamente visible. Por signos que penetran en los ojos y por los oídos fue
como los apóstoles recibieron la misión de enseñar; y esta misión no la
cumplieron de otro modo que por palabras y actos igualmente sensibles. Así su
voz, entrando por el oído exterior, engendraba la fe en las almas: «la fe viene
por la audición, y la audición por la palabra de Cristo»[6].
Y la fe misma, esto es, el asentimiento a la
primera y soberana verdad, por su naturaleza, está encerrada en el espíritu,
pero debe salir al exterior por la evidente profesión que de ella se hace:
«pues se cree de corazón para la justicia; pero se confiesa por la boca para la
salvación»[7]. Así, nada es
más íntimo en el hombre que la gracia celestial, que produce en él la
salvación, pero exteriores son los instrumentos ordinarios y principales por
los que la gracia se nos comunica: queremos hablar de los sacramentos, que son
administrados con ritos especiales por hombres evidentemente escogidos para ese
ministerio. Jesucristo ordenó a los apóstoles y a los sucesores de los
apóstoles que instruyeran y gobernaran a los pueblos: ordenó a los pueblos que
recibiesen su doctrina y se sometieran dócilmente a su autoridad. Pero esas
relaciones mutuas de derechos y de deberes en la sociedad cristiana no
solamente no habrían podido ser duraderas, pero ni aun habrían podido
establecerse sin la mediación de los sentidos, intérpretes y mensajeros de las
cosas.
4. Por todas estas razones, la Iglesia es con
frecuencia llamada en las sagradas letras un cuerpo, y también el cuerpo
de Cristo. «Sois el cuerpo de Cristo»[8]. Porque la
Iglesia es un cuerpo visible a los ojos; porque es el cuerpo de Cristo, es un
cuerpo vivo, activo, lleno de savia, sostenido y animado como está por
Jesucristo, que lo penetra con su virtud, como, aproximadamente, el tronco de
la viña alimenta y hace fértiles a las ramas que le están unidas. En los seres
animados, el principio vital es invisible y oculto en lo más profundo del ser,
pero se denuncia y manifiesta por el movimiento y la acción de los miembros;
así, el principio de vida sobrenatural que anima a la Iglesia se manifiesta a
todos los ojos por los actos que produce.
De aquí se sigue que están en un pernicioso error
los que, haciéndose una Iglesia a medida de sus deseos, se la imaginan como
oculta y en manera alguna visible, y aquellos otros que la miran como una
institución humana, provista de una organización, de una disciplina y ritos
exteriores, pero sin ninguna comunicación permanente de los dones de la gracia
divina, sin nada que demuestre por una manifestación diaria y evidente la vida
sobrenatural que recibe de Dios.
Lo mismo una que otra concepción son igualmente
incompatibles con la Iglesia de Jesucristo, como el cuerpo o el alma son por sí
solos incapaces de constituir el hombre. El conjunto y la unión de estos dos
elementos es indispensable a la verdadera Iglesia, como la íntima unión del
alma y del cuerpo es indispensable a la naturaleza. La Iglesia no es una
especie de cadáver; es el cuerpo de Cristo, animado con su vida sobrenatural.
Cristo mismo, jefe y modelo de la Iglesia, no está entero si se considera en El
exclusivamente la naturaleza humana y visible, como hacen los discípulos de
Fotino o Nestorio, o únicamente la naturaleza divina e invisible, como hacen
los monofisitas; pero Cristo es uno por la unión de las dos naturalezas,
visible e invisible, y es uno en las dos: del mismo modo, su Cuerpo místico no
es la verdadera Iglesia sino a condición de que sus partes visibles tomen su
fuerza y su vida de los dones sobrenaturales y otros elementos invisibles; y de
esta unión es de la que resulta la naturaleza de sus mismas partes exteriores.
Mas como la Iglesia es así por voluntad y
orden de Dios, así debe permanecer sin ninguna interrupción hasta el fin
de los siglos, pues de no ser así no habría sido fundada para siempre, y el fin
mismo a que tiende quedaría limitado en el tiempo y en el espacio; doble
conclusión contraria a la verdad. Es cierto, por consiguiente, que esta reunión
de elementos visibles e invisibles, estando por la voluntad de Dios en la
naturaleza y la constitución íntima de la Iglesia, debe durar, necesariamente,
tanto como la misma Iglesia dure.
5. No es otra la razón en que se funda San Juan
Crisóstomo cuando nos dice: «No te separes de la Iglesia. Nada es más fuerte
que la Iglesia. Tu esperanza es la Iglesia; tu salud es la Iglesia; tu refugio
es la Iglesia. Es más alta que el cielo y más ancha que la tierra. No envejece
jamás, su vigor es eterno. Por eso la Escritura, para demostrarnos su solidez
inquebrantable, le da el nombre de montaña»[9]. San Agustín
añade: «Los infieles creen que la religión cristiana debe durar cierto tiempo
en el mundo para luego desaparecer. Durará tanto como el sol; y mientras el sol
siga saliendo y poniéndose, es decir, mientras dure el curso de los tiempos, la
Iglesia de Dios, esto es, el Cuerpo de Cristo, no desaparecerá del mundo»[10].
Y el mismo Padre dice en otro lugar: «La Iglesia vacilará si su fundamento
vacila; pero ¿cómo podrá vacilar Cristo? Mientras Cristo no vacile, la Iglesia
no flaqueará jamás hasta el fin de los tiempos. ¿Dónde están los que dicen: La
Iglesia ha desaparecido del mundo, cuando ni siquiera puede flaquear?»[11].
Estos son los fundamentos sobre los que debe
apoyarse quien busca la verdad. La Iglesia ha sido fundada y constituida por
Jesucristo nuestro Señor; por tanto, cuando inquirimos la naturaleza de la
Iglesia, lo esencial es saber lo que Jesucristo ha querido hacer y lo que ha
hecho en realidad. Hay que seguir esta regla cuando sea preciso tratar, sobre
todo, de la unidad de la Iglesia, asunto del que nos ha parecido bien, en
interés de todo el mundo, hablar algo en las presentes letras.
Unicidad de la Iglesia
6. Sí, ciertamente, la verdadera Iglesia de
Jesucristo es una; los testimonios evidentes y multiplicados de las Sagradas
Letras han fijado tan bien este punto, que ningún cristiano puede llevar su
osadía a contradecirlo. Pero cuando se trata de determinar y establecer la
naturaleza de esta unidad, muchos se dejan extraviar por varios errores. No
solamente el origen de la Iglesia, sino todos los caracteres de su constitución
pertenecen al orden de las cosas que proceden de una voluntad libre; toda la
cuestión consiste, pues, en saber lo que en realidad ha sucedido, y por eso es
preciso averiguar no de qué modo la Iglesia podría ser una, sino qué unidad ha
querido darle su Fundador.
Si examinamos los hechos, comprobaremos que
Jesucristo no concibió ni instituyó una Iglesia formada de muchas comunidades
que se asemejan por ciertos caracteres generales, pero distintas unas de otras
y no unidas entre sí por aquellos vínculos que únicamente pueden dar a la Iglesia
la individualidad y la unidad de que hacemos profesión en el símbolo de la fe:
«Creo en la Iglesia una»…
«La Iglesia está constituida en la unidad por su
misma naturaleza; es una, aunque las herejías traten de desgarrarla en muchas
sectas. Decimos, pues, que la antigua y católica Iglesia es una, porque tiene
la unidad; de la naturaleza, de sentimiento, de principio, de excelencia…
Además, la cima de perfección de la Iglesia, como el fundamento de su
construcción, consiste en la unidad; por eso sobrepuja a todo el mundo, pues
nada hay igual ni semejante a ella»[12].
Por eso, cuando Jesucristo habla de este edificio místico, no menciona más que
una Iglesia, que llama suya: «Yo edificaré mi Iglesia». Cualquiera otra que se
quiera imaginar fuera de ella no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo.
7. Esto resulta más evidente aún si se considera
el designio del divino Autor de la Iglesia. ¿Qué ha buscado, qué ha querido
Jesucristo nuestro Señor en el establecimiento y conservación de la Iglesia?
Una sola cosa: transmitir a la Iglesia la continuación de la misma misión del
mismo mandato que El recibió de su Padre.
Esto es lo que había decretado hacer y esto es lo
que realmente hizo: «Como mi Padre me envió, os envío a vosotros»[13].
«Como tú me enviaste al mundo, los he enviado también al mundo»[14].
En la misión de Cristo entraba rescatar de la muerte y salvar «lo que había
perecido»; esto es, no solamente algunas naciones o algunas ciudades, sino la
universalidad del género humano, sin ninguna excepción en el espacio ni en el
tiempo. «El Hijo del hombre ha venido… para que el mundo sea salvado por El»[15].
«Pues ningún otro nombre ha sido dado a los hombres por el que podamos ser
salvados»[16].
La misión, pues, de la Iglesia es repartir entre los hombres y extender a todas
las edades la salvación operada por Jesucristo y todos los beneficios que de
ella se siguen. Por esto, según la voluntad de su Fundador, es necesario que
sea única en toda la extensión del mundo y en toda la duración de los tiempos.
Para que pudiera existir una unidad más grande sería preciso salir de los
límites de la tierra e imaginar un género humano nuevo y desconocido.
8. Esta Iglesia única, que debía abrazar a todos
los hombres, en todos los tiempos y en todos los lugares, Isaías la vislumbró y
señaló por anticipado cuando, penetrando con su mirada en lo porvenir, tuvo la
visión de una montaña cuya cima, elevada sobre todas las demás, era visible a
todos los ojos y que representaba la Casa de Dios, es decir, la Iglesia: «En
los últimos tiempos, la montaña, que es la Casa del Señor, estará preparada en
la cima de las montañas»[17].
Pero esta montaña colocada sobre la cima de las
montañas es única; única es esta Casa del Señor, hacia la cual todas las
naciones deben afluir un día en conjunto para hallar en ella la regla de su
vida. «Y todas las naciones afluirán hacia ella y dirán: Venid, ascendamos a la
montaña del Señor, vamos a la Casa del Dios de Jacob y nos enseñará sus caminos
y marcharemos por sus senderos»[18].
Optato de Mileve dice a propósito de este pasaje: «Está escrito en la profecía
de Isaías: La ley saldrá de Sión, y la palabra de Dios, de Jerusalén».
No es, pues, en la montaña de Sión donde Isaías
ve el valle, sino en la montaña santa, que es la Iglesia, y que llenando todo
el mundo romano eleva su cima hasta el cielo… La verdadera Sión espiritual
es, pues, la Iglesia, en la cual Jesucristo ha sido constituido Rey por Dios
Padre, y que está en todo el mundo, lo cual es exclusivo de la Iglesia católica[19].
Y he aquí lo que dice San Agustín: «¿Qué hay más visible que una montaña?» Y,
sin embargo, hay montañas desconocidas que están situadas en un rincón apartado
del globo… Pero no sucede así con esa montaña, pues ella llena toda la
superficie de la tierra y está escrito de ella que está establecida sobre las
cimas de las montañas[20].
9. Es preciso añadir que el Hijo de Dios decretó
que la Iglesia fuese su propio Cuerpo místico, al que se uniría para ser su
Cabeza, del mismo modo que en el cuerpo humano, que tomó por la Encarnación, la
cabeza mantiene a los miembros en una necesaria y natural unión. Y así como
tomó un cuerpo mortal único que entregó a los tormentos y a la muerte para
pagar el rescate de los hombres, así también tiene un Cuerpo místico único en
el que y por medio del cual hizo participar a los hombres de la santidad y de
la salvación eterna. «Dios le hizo (a Cristo) jefe de toda la Iglesia, que es
su cuerpo»[21].
Los miembros separados y dispersos no pueden
unirse a una sola y misma cabeza para formar un solo cuerpo. Pues San Pablo
dice: «Todos los miembros del cuerpo, aunque numerosos, no son sino un solo
cuerpo: así es Cristo»[22].
Y es por esto por lo que nos dice también que este cuerpo está unido y ligado.
«Cristo es el jefe, en virtud del que todo el cuerpo, unido y ligado por todas
sus coyunturas que se prestan mutuo auxilio por medio de operaciones
proporcionadas a cada miembro, recibe su acrecentamiento para ser edificado en
la caridad»[23].
Así, pues, si algunos miembros están separados y alejados de los otros
miembros, no podrán pertenecer a la misma cabeza como el resto del cuerpo. «Hay
—dice San Cipriano— un solo Dios, un solo Cristo, una sola Iglesia de Cristo,
una sola fe, un solo pueblo que, por el vínculo de la concordia, está fundado
en la unidad sólida de un mismo cuerpo. La unidad no puede ser amputada; un
cuerpo, para permanecer único, no puede dividirse por el fraccionamiento de su
organismo»[24].
Para mejor declarar la unidad de su Iglesia, Dios nos la presenta bajo la
imagen de un cuerpo animado, cuyos miembros no pueden vivir sino a condición de
estar unidos con la cabeza y de tomar sin cesar de ésta su fuerza vital;
separados, han de morir necesariamente. «No puede (la Iglesia) ser dividida en
pedazos por el desgarramiento de sus miembros y de sus entrañas. Todo lo que se
separe del centro de la vida no podrá vivir por sí solo ni respirar»[25].
Ahora bien: ¿en qué se parece un cadáver a un ser vivo? «Nadie jamás ha odiado
a su carne, sino que la alimenta y la cuida como Cristo a la Iglesia, porque
somos los miembros de su cuerpo formados de su carne y de sus huesos»[26].
Que se busque, pues, otra cabeza parecida a
Cristo, que se busque otro Cristo si se quiere imaginar otra Iglesia fuera de
la que es su cuerpo. «Mirad de lo que debéis guardaros, ved por lo que debéis
velar, ved lo que debéis tener. A veces se corta un miembro en el cuerpo
humano, o más bien se le separa del cuerpo una mano, un dedo, un pie. ¿Sigue el
alma al miembro cortado? Cuando el miembro está en el cuerpo, vive; cuando se
le corta, pierde la vida. Así el hombre, en tanto que vive en el cuerpo de la
Iglesia, es cristiano católico; separado se hará herético. El alma no sigue al
miembro amputado»[27].
La Iglesia de Cristo es, pues, única y, además,
perpetua: quien se separa de ella se aparta de la voluntad y de la orden de Jesucristo
nuestro Señor, deja el camino de salvación y corre a su pérdida. «(Quien se
separa de la Iglesia para unirse a una esposa adúltera, renuncia a las promesas
hechas a la Iglesia. Quien abandona a la Iglesia de Cristo no logrará las
recompensas de Cristo… Quien no guarda esta unidad, no guarda la ley de Dios,
ni guarda la fe del Padre y del Hijo, ni guarda la vida ni la salud»[28].
Unidad de la Iglesia
10. Pero aquel que ha instituido la Iglesia
única, la ha instituido una; es decir, de tal naturaleza, que todos los que
debían ser sus miembros habían de estar unidos por los vínculos de una sociedad
estrechísima, hasta el punto de formar un solo pueblo, un solo reino, un solo
cuerpo. «Sed un solo cuerpo y un solo espíritu, como habéis sido llamados a una
sola esperanza en vuestra vocación»[29].
En vísperas de su muerte, Jesucristo sancionó y
consagró del modo más augusto su voluntad acerca de este punto en la oración
que dirigió a su Padre: «No ruego por ellos solamente, sino por aquellos que
por su palabra creerán en mí… a fin de que ellos también sean una sola cosa
en nosotros… a fin de que sean consumados en la unidad»[30].
Y quiso también que el vínculo de la unidad entre sus discípulos fuese tan
íntimo y tan perfecto que imitase en algún modo a su propia unión con su Padre:
«os pido… que sean todos una misma cosa, como vos mi Padre estáis en mí y yo
en vos»[31].
Unidad de fe y comunión
11. Una tan grande y absoluta concordia entre los
hombres debe tener por fundamento necesario la armonía y la unión de las
inteligencias, de la que se seguirá naturalmente la armonía de las voluntades y
el concierto en las acciones. Por esto, según su plan divino, Jesús quiso que
la unidad de la fe existiese en su Iglesia; pues la fe es el primero de todos
los vínculos que unen al hombre con Dios, y a ella es a la que debemos el
nombre de fieles.
«Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo»[32],
es decir, del mismo modo que no tienen más que un solo Señor y un solo
bautismo, así todos los cristianos del mundo no deben tener sino una sola fe.
Por esto el apóstol San Pablo no pide solamente a los cristianos que tengan los
mismos sentimientos y huyan de las diferencias de opinión, sino que les conjura
a ello por los motivos más sagrados: «Os conjuro, hermanos míos, por el nombre
de nuestro Señor Jesucristo, que no tengáis más que un mismo lenguaje ni
sufráis cisma entre vosotros, sino que estéis todos perfectamente unidos en el
mismo espíritu y en los mismos sentimientos»[33].
Estas palabras no necesitan explicación, son por sí mismas bastante elocuentes.
La Sagrada Escritura
12. Además, aquellos que hacen profesión de
cristianismo reconocen de ordinario que la fe debe ser una. El punto más importante
y absolutamente indispensable, aquel en que yerran muchos, consiste en
discernir de qué naturaleza es, de qué especie es esta unidad. Pues aquí, como
Nos lo hemos dicho más arriba, en semejante asunto no hay que juzgar por
opinión o conjetura, sino según la ciencia de los hechos hay que buscar y
comprobar cuál es la unidad de la fe que Jesucristo ha impuesto a su Iglesia.
La doctrina celestial de Jesucristo, aunque en
gran parte esté consignada en libros inspirados por Dios, si hubiese sido entregada
a los pensamientos de los hombres no podría por sí misma unir los espíritus.
Con la mayor facilidad llegaría a ser objeto de interpretaciones diversas, y
esto no sólo a causa de la profundidad y de los misterios de esta doctrina,
sino por la diversidad de los entendimientos de los hombres y de la turbación
que nacería del choque y de la lucha de contrarias pasiones. De las diferencias
de interpretación nacería necesariamente la diversidad de los sentimientos, y
de ahí las controversias, disensiones y querellas, como las que estallaron en
la Iglesia en la época más próxima a su origen: He aquí por qué escribía San
Ireneo, hablando de los herejes: «Confiesan las Escrituras, pero pervierten su
interpretación»[34].
Y San Agustín: «El origen de las herejías y de los dogmas perversos, que
tienden lazos a las almas y las precipitan en el abismo, está únicamente en que
las Escrituras, que son buenas, se entienden de una manera que no es buena»[35].
El Magisterio de los apóstoles y sus sucesores
13. Para unir los espíritus, para crear y
conservar la concordia de los sentimientos, era necesario, además de la
existencia de las Sagradas Escrituras, otro principio. La sabiduría
divina lo exige, pues Dios no ha podido querer la unidad de la fe sin proveer
de un modo conveniente a la conservación de esta unidad, y las mismas Sagradas
Escrituras indican claramente que lo ha hecho, como lo diremos más adelante.
Ciertamente, el poder infinito de Dios no está ligado ni constreñido a ningún
medio determinado, y toda criatura le obedece como un dócil instrumento. Es,
pues, preciso buscar, entre todos los medios de que disponía Jesucristo, cuál
es el principio de unidad en la fe que quiso establecer.
Para esto hay que remontarse con el pensamiento a
los primeros orígenes del cristianismo. Los hechos que vamos a recordar están
confirmados por las Sagradas Letras y son conocidos de todos.
Jesucristo prueba, por la virtud de sus milagros,
su divinidad y su misión divina; habla al pueblo para instruirle en las cosas
del cielo y exige absolutamente que se preste entera fe a sus enseñanzas; lo
exige bajo la sanción de recompensas o de penas eternas. «Si no hago las obras
de mi Padre, no me creáis»[36].
«Si no hubiese hecho entre ellos obras que ningún
otro ha hecho no habrían pecado»[37].
«Pero si yo hago esas obras y no queréis creer en mí, creed en mis obras»[38].
Todo lo que ordena, lo ordena con la misma autoridad; en el asentimiento de
espíritu que exige, no exceptúa nada, nada distingue. Aquellos, pues, que
escuchaban a Jesús, si querían salvarse, tenían el deber no sólo de aceptar en
general toda su doctrina, sino de asentir plenamente a cada una de las cosas
que enseñaba. Negarse a creer, aunque sólo fuera en un punto, a Dios cuando
habla es contrario a la razón.
14. A1 punto de volverse al cielo, envía a sus
apóstoles revistiéndolos del mismo poder con el que el Padre le enviara, les
ordenó que esparcieran y sembraran por todo el mundo su doctrina. «Todo poder
me ha sido dado en el cielo y sobre la tierra. Id y enseñad a todas las
naciones… enseñadles a observar todo lo que os he mandado»[39].
Todos los que obedezcan a los apóstoles serán salvos, y los que no obedezcan
perecerán.
«Quien crea y sea bautizado será salvo; quien no
crea será condenado[40].
Y como conviene soberanamente a la Providencia divina no encargar a alguno de
una misión, sobre todo si es importante y de gran valor, sin darle al mismo
tiempo los medios de cumplirla, Jesucristo promete enviar a sus discípulos el
Espíritu de verdad, que permanecerá con ellos eternamente. «Si me voy, os lo
enviaré (al Paráclito)… y cuando este Espíritu de verdad venga sobre
vosotros, os enseñará toda la verdad»[41].
«Y yo rogaré a mi Padre, y El os enviará otro Paráclito para que viva siempre
con vosotros; éste será el Espíritu de verdad»[42].
«El os dará testimonio de mí, y vosotros también daréis testimonio»[43].
Además, ordenó aceptar religiosamente y observar
santamente la doctrina de los apóstoles como la suya propia. «Quien os escucha
me escucha, y quien os desprecia me desprecia»[44].
Los apóstoles, pues, fueron enviados por
Jesucristo de la misma manera que El fue enviado por su Padre: «Como mi Padre
me ha enviado, así os envío yo a vosotros»[45].
Por consiguiente, así como los apóstoles y los discípulos estaban obligados a
someterse a la palabra de Cristo, la misma fe debía ser otorgada a la palabra
de los apóstoles por todos aquellos a quienes instruían los apóstoles en virtud
del mandato divino. No era, pues, permitido repudiar un solo precepto de la
doctrina de los apóstoles sin rechazar en aquel punto la doctrina del mismo
Jesucristo.
Seguramente la palabra de los apóstoles después
de haber descendido a ellos el Espíritu Santo, resonó hasta los lugares más
apartados.
Donde ponían el pie se presentaban como los
enviados de Jesús. «Es por El (Jesucristo) por quien hemos recibido la gracia y
el apostolado para hacer que obedezcan a la fe, para gloria de su nombre en
todas las naciones»[46].
Y en todas partes Dios hacía resplandecer bajo sus pasos la divinidad de su
misión por prodigios. «Y habiendo partido, predicaron por todas partes, y el
Señor cooperaba con ellos y confirmaba su palabra por los milagros que la
acompañaban»[47].
¿De qué palabra se trata? De aquella,
evidentemente, que abraza todo lo que habían aprendido de su Maestro, pues
ellos daban testimonio públicamente y a la luz del sol de que les era imposible
callar nada de lo que habían visto y oído.
15. Pero, ya lo hemos dicho, la misión de los
apóstoles no era de tal naturaleza que pudiese perecer con las personas de los
apóstoles o para desaparecer con el tiempo, pues era una misión pública e
instituida para la salvación del género humano. Jesucristo, en efecto, ordenó a
los apóstoles que predicasen «el Evangelio a todas las gentes», y que «llevasen
su nombre delante de los pueblos y de los reyes», y que le sirviesen de
testigos hasta en las extremidades de la tierra.
Y en cumplimiento de esta gran misión les
prometió estar con ellos, y esto no por algunos años, o algunos periodos de
años, sino por todos los tiempos, «hasta la consumación de los siglos». Acerca
de esto escribe San Jerónimo: «Quien promete estar con sus discípulos hasta la
consumación de los siglos, muestra con esto que sus discípulos vivirán siempre,
y que El mismo no cesará de estar con los creyentes»[48].
¿Y cómo había de suceder esto únicamente con los
apóstoles, cuya condición de hombres les sujetaba a la ley suprema de la
muerte? La Providencia divina había, pues, determinado que el magisterio
instituido por Jesucristo no quedaría restringido a los límites de la vida de
los apóstoles, sino que duraría siempre. Y, en realidad, vemos que se ha
transmitido y ha pasado como de mano en mano en la sucesión de los tiempos.
16. Los apóstoles, en efecto, consagraron a los
obispos y designaron nominalmente a los que debían ser sus sucesores inmediatos
en el «ministerio de la palabra». Pero no fue esto solo: ordenaron a sus
sucesores que escogieran hombres propios para esta función y que les revistieran
de la misma autoridad y les confiasen a su vez el cargo de enseñar.
«Tú, pues, hijo mío, fortifícate en la gracia que
está en Jesucristo, y lo que has escuchado de mí delante de gran número de
testigos, confíalo a los hombres fieles que sean capaces de instruir en ello a
los otros»[49].
Es, pues, verdad que, así como Jesucristo fue enviado por Dios y los apóstoles
por Jesucristo, del mismo modo los obispos y todos los que sucedieron a los
apóstoles fueron enviados por los apóstoles.
«Los apóstoles nos han predicado el Evangelio
enviados por nuestro Señor Jesucristo, y Jesucristo fue enviado por Dios. La
misión de Cristo es la de Dios, la de los apóstoles es la de Cristo, y ambas
han sido instituidas según el orden y por la voluntad de Dios… Los apóstoles
predicaban el Evangelio por naciones y ciudades; y después de haber examinado,
según el espíritu de Dios, a los que eran las primicias de aquellas
cristiandades, establecieron los obispos y los diáconos para gobernar a los que
habían de creer en lo sucesivo… Instituyeron a los que acabamos de citar, y
más tarde tomaron sus disposiciones para que, cuando aquéllos murieran, otros
hombres probados les sucedieran en su ministerio»[50].
Es, pues, necesario que de una manera permanente
subsista, de una parte, la misión constante e inmutable de enseñar todo lo que
Jesucristo ha enseñado, y de otra, la obligación constante e inmutable de
aceptar y de profesar toda la doctrina así enseñada. San Cipriano lo expresa de
un modo excelente en estos términos: «Cuando nuestro Señor Jesucristo, en el
Evangelio, declara que aquellos que no están con El son sus enemigos, no
designa una herejía en particular, sino denuncia como a sus adversarios a todos
aquellos que no están enteramente con El, y que no recogiendo con El ponen en
dispersión su rebaño: El que no está conmigo —dijo— está contra mí, y el que no
recoge conmigo esparce»[51].
17. Penetrada plenamente de estos principios, y
cuidadosa de su deber, la Iglesia nada ha deseado con tanto ardor ni procurado
con tanto esfuerzo cómo conservar del modo más perfecto la integridad de la fe.
Por esto ha mirado como a rebeldes declarados y ha lanzado de su seno a todos
los que no piensan como ella sobre cualquier punto de su doctrina.
Los arrianos, los montanistas, los novacianos,
los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron, seguramente, toda la
doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin embargo, ¿quién
ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? Un
juicio semejante ha condenado a todos los fautores de doctrinas erróneas que
fueron apareciendo en las diferentes épocas de la historia. «Nada es más
peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la integridad de la
doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen la pureza y
sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical, después
apostólica»[52].
Tal ha sido constantemente la costumbre de la
Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los Santos Padres, que siempre han
mirado como excluido de la comunión católica y fuera de la Iglesia a cualquiera
que se separe en lo más mínimo de la doctrina enseñada por el magisterio
auténtico. San Epifanio, San Agustín, Teodoreto, han mencionado un gran número
de herejías de su tiempo. San Agustín hace notar que otras clases de herejías
pueden desarrollarse, y que, si alguno se adhiere a una sola de ellas, por ese
mismo hecho se separa de la unidad católica.
«De que alguno diga que no cree en esos errores
(esto es, las herejías que acaba de enumerar), no se sigue que deba creerse y
decirse cristiano católico. Pues puede haber y pueden surgir otras herejías que
no están mencionadas en esta obra, y cualquiera que abrazase una sola de ellas
cesaría de ser cristiano católico»[53].
18. Este medio, instituido por Dios para
conservar la unidad de la fe, de que Nos hablamos, está expuesto con
insistencia por San Pablo en su epístola a los de Efeso, al exhortarles, en
primer término, a conservar la armonía de los corazones. «Aplicaos a conservar
la unidad del espíritu por el vínculo de la paz»[54];
y como los corazones no pueden estar plenamente unidos por la caridad si los
espíritus no están conformes en la fe, quiere que no haya entre todos ellos más
que una misma fe. «Un solo Señor y una sola fe».
Y quiere una unidad tan perfecta que excluya todo
peligro de error, «a fin de que no seamos como niños vacilantes llevados de un
lado a otro a todo viento de doctrina por la malignidad de los hombres, por la
astucia que arrastra a los lazos del error». Y enseña que esta regla debe ser
observada no durante un periodo de tiempo determinado, sino «hasta que
lleguemos todos a la unidad de la fe, en la medida de los tiempos de la
plenitud de Cristo». Pero ¿dónde ha puesto Jesucristo el principio que debe
establecer esta unidad y el auxilio que debe conservarla? Helo aquí: «Ha hecho
a unos apóstoles, a otros pastores y doctores para la perfección de los santos,
para la obra del ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo».
19. Esta es también la regla que desde la
antigüedad más remota han seguido siempre y unánimemente han defendido los
Padres y los doctores. Escuchad a Orígenes: «Cuantas veces nos muestran los
herejes las Escrituras canónicas, a las que todo cristiano da su asentimiento y
su fe, parecen decir: En nosotros está la palabra de la verdad. Pero no debemos
creerlos ni apartarnos de la primitiva tradición eclesiástica, ni creer otra
cosa que lo que las Iglesias de Dios nos han enseñado por la tradición
sucesiva»[55].
Escuchad a San Ireneo: «La verdadera sabiduría es
la doctrina de los apóstoles… que ha llegado hasta nosotros por la sucesión
de los obispos… al transmitirnos el conocimiento muy completo de las
Escrituras, conservado sin alteración»[56].
He aquí lo que dice Tertuliano: «Es evidente que
toda doctrina, conforme con las de las Iglesias apostólicas, madres y fuentes
primitivas de la fe, debe ser declarada verdadera; pues que ella guarda sin duda
lo que las Iglesias han recibido de los apóstoles; los apóstoles, de Cristo;
Cristo, de Dios… Nosotros estamos siempre en comunión con las Iglesias
apostólicas; ninguna tiene diferente doctrina; éste es el mayor testimonio de
la verdad»[57].
Y San Hilario: «Cristo, sentado en la barca para
enseñar, nos hace entender que los que están fuera de la Iglesia no pueden tener
ninguna inteligencia con la palabra divina. Pues la barca representa a la
Iglesia, en la que sólo el Verbo de verdad reside y se hace escuchar, y los que
están fuera de ella y fuera permanecen, estériles e inútiles como la arena de
la ribera, no pueden comprenderle»[58].
Rufino alaba a San Gregorio Nacianceno y a San
Basilio porque «se entregaban únicamente al estudio de los libros de la
Escritura Santa, sin tener la presunción de pedir su interpretación a sus
propios pensamientos, sino que la buscaban en los escritos y en la autoridad de
los antiguos, que, a su vez, según era evidente, recibieron de la sucesión apostólica
la regla de su interpretación»[59].
Integridad del depósito de la fe
20. Es, pues, incontestable, después de lo que
acabamos de decir, que Jesucristo instituyó en la Iglesia un magisterio vivo,
auténtico y además perpetuo, investido de su propia autoridad, revestido del
espíritu de verdad, confirmado por milagros, y quiso, y muy severamente lo
ordenó, que las enseñanzas doctrinales de ese magisterio fuesen recibidas como
las suyas propias. Cuantas veces, por lo tanto, declare la palabra de ese
magisterio que tal o cual verdad forma parte del conjunto de la doctrina
divinamente revelada, cada cual debe creer con certidumbre que eso es verdad;
pues si en cierto modo pudiera ser falso, se seguiría de ello, lo cual es
evidentemente absurdo, que Dios mismo sería el autor del error de los hombres.
«Señor, si estamos en el error, vos mismo nos habéis engañado»[60].
Alejado, pues, todo motivo de duda, ¿puede ser permitido a nadie rechazar
alguna de esas verdades sin precipitarse abiertamente en la herejía, sin
separarse de la Iglesia y sin repudiar en conjunto toda la doctrina cristiana?
Pues tal es la naturaleza de la fe, que nada es
más imposible que creer esto y dejar de creer aquello. La Iglesia profesa
efectivamente que la fe es «una virtud sobrenatural por la que, bajo la
inspiración y con el auxilio de la gracia de Dios, creemos que lo que nos ha
sido revelado por El es verdadero; y lo creemos no a causa de la verdad
intrínseca de las cosas, vista con la luz natural de nuestra razón, sino a
causa de la autoridad de Dios mismo, que nos revela esas verdades y que no
puede engañarse ni engañarnos»[61].
«Si hay, pues, un punto que haya sido revelado
evidentemente por Dios y nos negamos a creerlo, no creemos en nada de la fe
divina». Pues el juicio que emite Santiago respecto de las faltas en el orden
moral hay que aplicarlo a los errores de entendimiento en el orden de la fe.
«Quien se hace culpado en un solo punto, se hace transgresor de todos»[62].
Esto es aún más verdadero en los errores del entendimiento. No es, en efecto,
en el sentido más propio como pueda llamarse transgresor de toda la ley a quien
haya cometido una sola falta moral, pues si puede aparecer despreciando a la
majestad de Dios, autor de toda la ley, ese desprecio no aparece sino por una
suerte de interpretación de la voluntad del pecador. Al contrario, quien en un
solo punto rehúsa su asentimiento a las verdades divinamente reveladas,
realmente abdica de toda la fe, pues rehúsa someterse a Dios en cuanto a que es
la soberana verdad y el motivo propio de la fe. «En muchos puntos están
conmigo, en otros solamente no están conmigo; pero a causa de esos puntos en
los que no están conmigo, de nada les sirve estar conmigo en todo lo demás»[63].
Nada es más justo; porque aquellos que no toman
de la doctrina cristiana sino lo que quieren, se apoyan en su propio juicio y
no en la fe, y al rehusar «reducir a servidumbre toda inteligencia bajo la
obediencia de Cristo[64]
obedecen en realidad a sí mismos antes que a Dios. «Vosotros, que en el
Evangelio creéis lo que os agrada y os negáis a creer lo que os desagrada,
creéis en vosotros mismos mucho más que en el Evangelio»[65].
21. Los Padres del concilio Vaticano I nada
dictaron de nuevo, pues sólo se conformaron con la institución divina y con la
antigua y constante doctrina de la Iglesia y con la naturaleza misma de la fe
cuando formularon este decreto: «Se deben creer como de fe divina y católica
todas las verdades que están contenidas en la palabra de Dios escrita o
transmitida por la tradición, y que la Iglesia, bien por un juicio solemne o
por su magisterio ordinario y universal, propone como divinamente revelada»[66].
Siendo evidente que Dios quiere de una manera
absoluta en su Iglesia la unidad de la fe, y estando demostrado de qué
naturaleza ha querido que fuese esa unidad, y por qué principio ha decretado
asegurar su conservación, séanos permitido dirigirnos a todos aquellos que no
han resuelto cerrar los oídos a la verdad y decirles con San Agustín: «Pues que
vemos en ellos un gran socorro de Dios y tanto provecho y utilidad, ¿dudaremos
en acogernos en el seno de esta Iglesia que, según la confesión del género
humano, tiene en la Sede Apostólica y ha guardado por la sucesión de sus
obispos la autoridad suprema, a despecho de los clamores de los herejes que la
asedian y han sido condenados, ya por el juicio del pueblo, ya por las solemnes
decisiones de los concilios, o por la majestad de los milagros? No querer darle
el primer lugar es seguramente producto de una soberana impiedad o de una
arrogancia desesperada. Y si toda ciencia, aun la más humilde y fácil, exige,
para ser adquirida, el auxilio de un doctor o de un maestro, ¿puédese imaginar
un orgullo más temerario, tratándose de libros de los divinos misterios,
negarse a recibirlo de boca de sus intérpretes y sin conocerlos querer
condenarlos?»[67].
Fe y vida cristiana
22. Es, pues, sin duda deber de la Iglesia
conservar y propagar la doctrina cristiana en toda su integridad y pureza. Pero
su papel no se limita a eso, y el fin mismo para el que la Iglesia fue instituida
no se agotó con esta primera obligación. En efecto, por la salud del género
humano se sacrificó Jesucristo, y a este fin refirió todas sus enseñanzas y
todos sus preceptos, y lo que ordenó a la Iglesia que buscase en la verdad de
la doctrina fue la santificación y la salvación de los hombres. Pero este
designio tan grande y tan excelente, no puede realizarse por la fe sola; es
preciso añadir a ella el culto dado a Dios en espíritu de justicia y de piedad,
y que comprende, sobre todo, el sacrificio divino y la participación de los
sacramentos, y por añadidura la santidad de las leyes morales y de la
disciplina.
Todo esto debe encontrarse en la Iglesia, pues
está encargada de continuar hasta el fin de los siglos las funciones del
Salvador; la religión que, por la voluntad de Dios, en cierto modo toma
cuerpo en ella es la Iglesia sola quien la ofrece en toda su plenitud y
perfección; e igualmente todos los medios de salvación que, en el plan
ordinario de la Providencia, son necesarios a los hombres, sólo ella es quien
los procura.
Unidad de régimen
23. Pero así como la doctrina celestial no ha
estado nunca abandonada al capricho o al juicio individual de los hombres, sino
que ha sido primeramente enseñada por Jesús, después confiada exclusivamente al
magisterio de que hemos hablado, tampoco al primero que llega entre el pueblo
cristiano, sino a ciertos hombres escogidos ha sido dada por Dios la facultad
de cumplir y administrar los divinos misterios y el poder de mandar y de
gobernar.
Sólo a los apóstoles y a sus legítimos sucesores
se refieren estas palabras de Jesucristo: «Id por todo el mundo y predicad el
Evangelio… bautizad a los hombres… haced esto en memoria mía… A quien
remitierais los pecados le serán remitidos». Del mismo modo, sólo a los
apóstoles y a sus legítimos sucesores se les ordenó apacentar el rebaño, esto
es, gobernar con autoridad al pueblo cristiano, que por este mandato quedó
obligado a prestarles obediencia y sumisión. El conjunto de todas estas
funciones del ministerio apostólico está comprendido en estas palabras de San
Pablo: «Que los hombres nos miren como a ministros de Cristo y dispensadores de
los misterios de Dios»[68].
De este modo, Jesucristo llamó a todos los
hombres sin excepción, a los que existían en su tiempo y a los que debían de
existir en adelante, para que le siguiesen como a Jefe y Salvador, y no aislada
e individualmente, sino todos en conjunto, unidos en una asociación de
personas, de corazones, para que de esta multitud resultase un solo pueblo,
legítimamente constituido en sociedad; un pueblo verdaderamente uno por la
comunidad de fe, de fin y de medios apropiados a éste; un pueblo sometido a un
solo y mismo poder.
De hecho, todos los principios naturales que
entre los hombres crean espontáneamente la sociedad destinada a proporcionarles
la perfección de que su naturaleza es capaz, fueron establecidos por Jesucristo
en la Iglesia, de modo que, en su seno, todos los que quieran ser hijos
adoptivos de Dios pueden llegar a la perfección conveniente a su dignidad y
conservarla, y así lograr su salvación. La Iglesia, pues, como ya hemos
indicado, debe servir a los hombres de guía en el camino del cielo, y Dios le
ha dado la misión de juzgar y de decidir por sí misma de todo lo que atañe a la
religión, y de administrar, según su voluntad, libremente y sin cortapisas de
ningún género, los intereses cristianos.
24. Es, por lo tanto, no conocerla bien o
calumniarla injustamente el acusarla de querer invadir el dominio propio de la
sociedad civil o de poner trabas a los derechos de los soberanos. Todo lo
contrario; Dios ha hecho de la Iglesia la más excelente de todas las sociedades,
pues el fin a que se dirige sobrepuja en nobleza al fin de las demás
sociedades, tanto como la gracia divina sobrepuja a la naturaleza y los bienes
inmortales son superiores a las cosas perecederas.
Por su origen es, pues, la Iglesia una sociedad divina;
por su fin y por los medios inmediatos que la conducen es sobrenatural;
por los miembros de que se compone, y que son hombres, es una sociedad humana.
Por esto la vemos designada en las Sagradas Escrituras con los nombres que
convienen a una sociedad perfecta. Llámasela no solamente Casa de Dios, la
Ciudad colocada sobre la montaña y donde todas las naciones deben reunirse,
sino también Rebaño que debe gobernar un solo pastor y en el que deben
refugiarse todas las ovejas de Cristo; también es llamada Reino suscitado por
Dios y que durará eternamente; en fin, Cuerpo de Cristo, Cuerpo místico, sin
duda, pero vivo siempre, perfectamente formado y compuesto de gran número de
miembros, cuya función es diferente, pero ligados entre sí y unidos bajo el imperio
de la Cabeza, que todo lo dirige.
Y pues es imposible imaginar una sociedad humana
verdadera y perfecta que no esté gobernada por un poder soberano cualquiera,
Jesucristo debe haber puesto a la cabeza de la Iglesia un jefe supremo, a quien
toda la multitud de los cristianos fuese sometida y obediente. Por esto
también, del mismo modo que la Iglesia, para ser una en su calidad de reunión
de los fieles, requiere necesariamente la unidad de la fe, también para ser
una en cuanto a su condición de sociedad divinamente constituida ha de tener de
derecho divino la unidad de gobierno, que produce y comprende la
unidad de comunión. «La unidad de la Iglesia debe ser considerada bajo dos
aspectos: primero, el de la conexión mutua de los miembros de la Iglesia o la comunicación
que entre ellos existe, y en segundo lugar, el del orden, que liga a todos los
miembros de la Iglesia a un solo jefe[69].
Por aquí se puede comprender que los hombres no
se separan menos de la unidad de la Iglesia por el cisma que por la
herejía. «Se señala como diferencia entre la herejía y el cisma que la herejía
profesa un dogma corrompido, y el cisma, consecuencia de una disensión entre el
episcopado, se separa de la Iglesia»[70].
Estas palabras concuerdan con las de San Juan
Crisóstomo sobre el mismo asunto: «Digo y protesto que dividir a la Iglesia no
es menor mal que caer en la herejía»[71].
Por esto, si ninguna herejía puede ser legítima, tampoco hay cisma que pueda
mirarse como promovido por un buen derecho. «Nada es más grave que el
sacrilegio del cisma: no hay necesidad legítima de romper la unidad»[72].
El Primado de Pedro
25. ¿Y cuál es el poder soberano a que todos los
cristianos deben obedecer y cuál es su naturaleza? Sólo puede determinarse
comprobando y conociendo bien la voluntad de Cristo acerca de este punto.
Seguramente Cristo es el Rey eterno, y eternamente, desde lo alto del cielo,
continúa dirigiendo y protegiendo invisiblemente su reino; pero como ha querido
que este reino fuera visible, ha debido designar a alguien que ocupe su lugar
en la tierra después que él mismo subió a los cielos.
«Si alguno dice que el único jefe y el único
pastor es Jesucristo, que es el único esposo de la Iglesia única, esta
respuesta no es suficiente. Es cierto, en efecto, que el mismo Jesucristo obra
los sacramentos en la Iglesia. El es quien bautiza, quien remite los pecados;
es el verdadero Sacerdote que se ofrece sobre el altar de la cruz y por su
virtud se consagra todos los días su cuerpo sobre el altar, y, no obstante,
como no debía permanecer con todos los fieles por su presencia corpórea,
escogió ministros por cuyo medio pudieran dispensarse a los fieles los
sacramentos de que acabamos de hablar, como lo hemos dicho más arriba (c.74).
Del mismo modo, porque debía sustraer a la Iglesia su presencia corporal, fue
preciso que designara a alguien para que, en su lugar, cuidase de la Iglesia
universal. Por eso dijo a Pedro antes de su ascensión: «Apacienta mis
ovejas»»[73].
26. Jesucristo, pues, dio a Pedro a la Iglesia
por jefe soberano, y estableció que este poder, instituido hasta el fin de los
siglos para la salvación de todos, pasase por herencia a los sucesores de
Pedro, en los que el mismo Pedro se sobreviviría perpetuamente por su
autoridad. Seguramente al bienaventurado Pedro, y fuera de él a ningún otro, se
hizo esta insigne promesa: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia»[74].
«Es a Pedro a quien el Señor habló; a uno solo, a fin de fundar 1a unidad por
uno solo»[75].
«En efecto, sin ningún otro preámbulo, designa
por su nombre al padre del apóstol y al apóstol mismo (Tú eres bienaventurado,
Simón, hijo de Jonás), y no permitiendo ya que se le llame Simón, reivindica
para él en adelante como suyo en virtud de su poder, y quiere por una imagen
muy apropiada que así se llame al nombre de Pedro, porque es la piedra sobre la
que debía fundar su Iglesia»[76].
Según este oráculo, es evidente que, por voluntad
y orden de Dios, la Iglesia está establecida sobre el bienaventurado Pedro,
como el edificio sobre los cimientos. Y pues la naturaleza y la virtud propia
de los cimientos es dar cohesión al edificio por la conexión íntima de sus
diferentes partes y servir de vínculo necesario para la seguridad y solidez de
toda la obra, si el cimiento desaparece, todo el edificio se derrumba. El papel
de Pedro es, pues, el de soportar a la Iglesia y mantener en ella la conexión y
la solidez de una cohesión indisoluble. Pero ¿cómo podría desempeñar ese papel
si no tuviera el poder de mandar, defender y juzgar; en una palabra: un poder
de jurisdicción propio y verdadero? Es evidente que los Estados y las
sociedades no pueden subsistir sin un poder de jurisdicción. Una primacía de
honor, o el poder tan modesto de aconsejar y advertir que se llama poder de
dirección, son incapaces de prestar a ninguna sociedad humana un elemento
eficaz de unidad y de solidez.
27. Por el contrario, el verdadero poder de que
hablamos está declarado y afirmado con estas palabras: «Y las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella».
«¿Qué es decir contra ella? ¿Es contra la piedra
sobre la que Jesucristo edificó su Iglesia? ¿Es contra la Iglesia? La frase
resulta ambigua. ¿Será para significar que la piedra y la Iglesia no son sino
una misma cosa? Sí; eso es, a lo que creo, la verdad; pues las puertas del
infierno no prevalecerán ni contra la piedra sobre la que Jesucristo fundó la
Iglesia, ni contra la Iglesia misma»[77].
He aquí el alcance de esta divina palabra: La Iglesia apoyada en Pedro,
cualquiera que sea la habilidad que desplieguen sus enemigos, no podrá sucumbir
jamás ni desfallecer en lo más mínimo.
«Siendo la Iglesia el edificio de Cristo, quien
sabiamente ha edificado su casa sobre piedra, no puede estar sometida a las
puertas del infierno; éstas pueden prevalecer contra quien se encuentre fuera
de la piedra, fuera de la Iglesia, pero son impotentes contra ésta»[78].
Si Dios ha confiado su Iglesia a Pedro, ha sido con el fin de que ese sostén
invisible la conserve siempre en toda su integridad. La ha investido de la
autoridad, porque para sostener real y eficazmente una sociedad humana, el
derecho de mandar es indispensable a quien la sostiene.
28. Jesús añade aún: «Y te daré las llaves del
reino de los cielos», y es claro que continúa hablando de la Iglesia, de esta
Iglesia que acaba de llamar suya y que ha declarado querer edificar sobre Pedro
como sobre su fundamento. La Iglesia ofrece, en efecto, la imagen no sólo de un
edificio, sino de un reino; y además nadie ignora que las llaves son la
insignia ordinaria de la autoridad. Así, cuando Jesús promete dar a Pedro las
llaves del reino de los cielos, promete darle el poder y la autoridad de la
Iglesia. «El Hijo le ha dado (a Pedro) la misión de esparcir en el mundo entero
el conocimiento del Padre y del Hijo y ha dado a un hombre mortal todo el poder
de los cielos al confiar las llaves a Pedro, que ha extendido la Iglesia hasta
las extremidades del mundo y que la ha mostrado más inquebrantable que el
cielo»[79].
29. Lo que sigue tiene también el mismo sentido:
«Todo lo que atares en la tierra será también atado en el cielo, y lo que
desatares en la tierra será desatado en el cielo». Esta expresión figurada:
atar y desatar, designa el poder de establecer leyes y el de juzgar y castigar.
Y Jesucristo afirma que ese poder tendrá tanta extensión y tal eficacia, que
todos los decretos dados por Pedro serán ratificados por Dios. Este poder es,
pues, soberano y de todo punto independiente, porque no hay sobre la tierra
otro poder superior al suyo que abrace a toda la Iglesia y a todo lo que está
confiado a la Iglesia.
30. La promesa hecha a Pedro fue cumplida cuando
Jesucristo nuestro Señor, después de su resurrección, habiendo preguntado por
tres veces a Pedro si le amaba más que los otros, le dijo en tono imperativo:
«Apacienta mis corderos… apacienta mis ovejas»[80].
Es decir, que a todos los que deben estar un día
en su aprisco les envía a Pedro como a su verdadero pastor. «Si el Señor
pregunta lo que no le ofrece duda, no quiere, indudablemente, instruirse, sino
instruir a quien, a punto de subir al cielo, nos dejaba por Vicario de su
amor… Y porque sólo entre todos Pedro profesaba este amor, es puesto a la cabeza
de los más perfectos para gobernarlos, por ser él mismo más perfecto»[81].
El deber y el oficio del pastor es guiar al rebaño, velar por su salud,
procurándole pastos saludables, librándole de los peligros, descubriendo los
lazos y rechazando los ataques violentos; en una palabra: ejerciendo la
autoridad del gobierno. Y pues Pedro ha sido propuesto como pastor al rebaño de
fieles, ha recibido el poder de gobernar a todos los hombres, por cuya
salvación Jesucristo dio su sangre «¿Y por qué vertió su sangre? Para rescatar
a esas ovejas que ha confiado a Pedro y a sus sucesores»[82].
31. Y porque es necesario que todos los
cristianos estén unidos entre sí por la comunidad de una fe inmutable, nuestro
Señor Jesucristo, por la virtud de sus oraciones, obtuvo para Pedro que en el
ejercicio de su poder no desfalleciera jamás su fe. «He orado por ti a fin de
que tu fe no desfallezca»[83].
Y le ordenó además que, cuantas veces lo pidieran
las circunstancias, comunicase a sus hermanos la luz y la energía de su alma:
«Confirma a tus hermanos»[84].
Aquel, pues, a quien, designado como fundamento de la Iglesia, quiere que sea
columna de la fe. Pues que de su propia autoridad le dio el reino, no podía
afirmar su fe de otro modo que llamándole Piedra y designándole como el
fundamento que debía afirmar su Iglesia[85].
Soberanía de Cristo
32. De aquí que ciertos nombres que designan muy
grandes cosas y que «pertenecen en propiedad a Jesucristo en virtud de su
poder, Jesús mismo ha querido hacerlas comunes a El y a Pedro por participación[86],
a fin de que la comunidad de títulos manifestase la comunidad del poder. Así,
El, que es la piedra principal del ángulo sobre la que todo el edificio construido
se eleva como un templo sagrado en el Señor»[87],
ha establecido a Pedro como la piedra sobre la que debía estar apoyada
su Iglesia. «Cuando dice: Tú eres la piedra, esta palabra le confiere un
hermoso título de nobleza. Y, sin embargo, es la piedra, no como Cristo es la
piedra, sino como Pedro puede ser la piedra. Cristo es esencialmente la piedra
inquebrantable, y por ésta es por quien Pedro es la piedra. Porque Cristo
comunica sus dignidades sin empobrecerse… Es sacerdote y hace sacerdotes…
Es piedra y hace de su apóstol la piedra»[88].
Es, además, el Rey de la Iglesia, «que posee la
llave de David; cierra, y nadie puede abrir; abre, y nadie puede cerrar»[89],
y por eso, al dar las llaves a Pedro, le declara jefe de la sociedad cristiana.
Es también el Pastor supremo, que a sí mismo se llama el Buen Pastor[90],
y por eso también ha nombrado a Pedro pastor de sus corderos y ovejas. Por esto
dice San Crisóstomo:
«Era el principal entre los apóstoles, era como
la boca de los otros discípulos y la cabeza del cuerpo apostólico… Jesús, al
decirle que debe tener en adelante confianza, porque la mancha de su negación
está ya borrada, le confía el gobierno de sus hermanos. Si tú me amas, sé jefe
de tus hermanos»[91].
Finalmente, aquel que confirma «en toda buena obra y en toda buena palabra»[92]
es quien manda a Pedro que confirme a sus hermanos.
San León el Grande dice con razón: «Del seno del
mundo entero, Pedro sólo ha sido elegido para ser puesto a la cabeza de todas
las naciones llamadas, de todos los apóstoles, de todos los Padres de la
Iglesia; de tal suerte que, aunque haya en el pueblo de Dios muchos pastores,
Pedro, sin embargo, rige propiamente a todos los que son principalmente regidos
por Cristo»[93].
Sobre el mismo asunto escribe San Gregorio el Grande al emperador Mauricio
Augusto: «Para todos los que conocen el Evangelio, es evidente que, por la
palabra del Señor, el cuidado de toda la Iglesia ha sido confiado al santo
apóstol Pedro, jefe de todos los apóstoles… Ha recibido las llaves del reino
de los cielos, el poder de atar y desatar le ha sido concedido, y el cuidado y
el gobierno de toda la Iglesia le ha sido confiado»[94].
Los sucesores de Pedro
33. Y pues esta autoridad, al formar parte de la
constitución y de la organización de la Iglesia como su elemento principal, es
el principio de la unidad, el fundamento de la seguridad y de la duración
perpetua, se sigue que de ninguna manera puede desaparecer con el
bienaventurado Pedro, sino que debía necesariamente pasar a sus sucesores y ser
transmitida de uno a otro. «La disposición de la verdad permanece, pues el
bienaventurado Pedro, perseverando en la firmeza de la piedra, cuya virtud ha
recibido, no puede dejar el timón de la Iglesia, puesto en su mano»[95].
Por esto los Pontífices, que suceden a Pedro en
el episcopado romano, poseen de derecho divino el poder supremo de la Iglesia.
«Nos definimos que la Santa Sede Apostólica y el Pontífice Romano poseen la
primacía sobre el mundo entero, y que el Pontífice Romano es el sucesor del
bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, y que es el verdadero Vicario
de Jesucristo, el Jefe de toda la Iglesia, el Padre y el Doctor de todos los
cristianos, y que a él, en la persona del bienaventurado Pedro, ha sido dado
por nuestro Señor Jesucristo el pleno poder de apacentar, regir y gobernar la
Iglesia universal; así como está contenido tanto en las actas de los concilios
ecuménicos como en los sagrados cánones»[96].
El cuarto concilio de Letrán dice también: «La Iglesia romana…, por la
disposición del Señor, posee el principado del poder ordinario sobre las demás
Iglesias, en su cualidad de madre y maestra de todos los fieles de Cristo».
34. Tal había sido antes el sentimiento unánime
de la antigüedad, que sin la menor duda ha mirado y venerado a los Obispos de
Roma como a los sucesores legítimos del bienaventurado Pedro. ¿Quién podrá
ignorar cuán numerosos y cuán claros son acerca de este punto los testimonios
de los Santos Padres? Bien elocuente es el de San Ireneo, que habla así de la
Iglesia romana: «A esta Iglesia, por su preeminencia superior, debe
necesariamente reunirse toda la Iglesia»[97].
San Cipriano afirma también de la Iglesia romana
que es «la raíz y madre de la Iglesia católica[98],
la Cátedra de Pedro y la Iglesia principal, aquella de donde ha nacido la
unidad sacerdotal»[99].
La llama «Cátedra de Pedro», porque está ocupada por el sucesor de Pedro;
«Iglesia principal», a causa del principado conferido a Pedro y a sus legítimos
sucesores; «aquella de donde ha nacido la unidad», porque, en la sociedad
cristiana, la causa eficiente de la unidad es la Iglesia romana.
Por esto San Jerónimo escribe lo que sigue a
Dámaso: «Hablo al sucesor del Pescador y al discípulo de la Cruz… Estoy
ligado por la comunión a Vuestra Beatitud, es decir, a la Cátedra de Pedro. Sé
que sobre esa piedra se ha edificado la Iglesia»[100].
El método habitual de San Jerónimo para reconocer
si un hombre es católico es saber si está unido a la Cátedra romana de Pedro.
«Si alguno está unido a la Cátedra romana de Pedro, ése es mi hombre»[101].
Por un método análogo, San Agustín declara abiertamente que en la Iglesia
romana está siempre contenido lo principal de la Cátedra apostólica[102],
y afirma que quien se separa de la fe romana no es católico. «No puede creerse
que guardáis la fe católica los que no enseñáis que se debe guardar la fe
romana»[103].
Y lo mismo San Cipriano: «Estar en comunión con
Cornelio es estar en comunión con la Iglesia católica»[104].
El abad Máximo enseña igualmente que el sello de
la verdadera fe y de la verdadera comunión consiste en estar sometido al
Pontífice Romano. «Quien no quiera ser hereje ni sentar plaza de tal no trate
de satisfacer a éste ni al otro… Apresúrese a satisfacer en todo a la Sede de
Roma. Satisfecha la Sede de Roma, en todas partes y a una sola voz le
proclamarán pío y ortodoxo. Y el que de ello quiera estar persuadido, será en
vano que se contente con hablar si no satisface y si no implora .al
bienaventurado Papa de la santísima Iglesia de los Romanos, esto es, la Sede
apostólica». Y he aquí, según él, la causa y la explicación de este hecho… La
Iglesia romana ha recibido del Verbo de Dios encarnado, y según los santos
concilios, según los santos cánones y las definiciones posee, sobre la
universalidad de las santas Iglesias de Dios que existen sobre la superficie de
la tierra, el imperio y la autoridad, en todo y por todo, y el poder de atar y
desatar. Pues cuando ella ata y desata, el Verbo, que manda a las virtudes
celestiales, ata y desata también en el cielo[105].
35. Era esto, pues, un artículo de la fe
cristiana; era un punto reconocido y observado constantemente, no por una
nación o por un siglo, sino por todos los siglos, y por Oriente no menos que
por Occidente, conforme recordaba el sínodo de Efeso, sin levantar la menor
contradicción el sacerdote Felipe, legado del Pontífice Romano: «No es dudoso
para nadie y es cosa conocida en todos los tiempos que el Santo y
bienaventurado Pedro, Príncipe y Jefe de los apóstoles, columna de la fe y
fundamento de la Iglesia católica, recibió de nuestro Señor Jesucristo,
Salvador y Redentor del género humano, las llaves del reino, y que el poder de
atar y desatar los pecados fue dado a ese mismo apóstol, quien hasta el
presente momento y siempre vive en sus sucesores y ejerce por medio de ellos su
autoridad»[106].
Todo el mundo conoce la sentencia del concilio de Calcedonia sobre el mismo
asunto: «Pedro ha hablado… por boca de León», sentencia a la que la voz del
tercer concilio de Constantinopla respondió como un eco: «El soberano Príncipe
de los apóstoles combatía al lado nuestro, pues tenemos en nuestro favor su
imitador y su sucesor en su Sede… No se veía al exterior (mientras se leía la
carta del Pontífice Romano) más que el papel y la tinta, y era Pedro quien
hablaba por boca de Agatón»[107].
En la fórmula de profesión de fe católica, propuesta en términos precisos por
Hormisdas en los comienzos del siglo VI y suscrita por el emperador Justiniano
y los patriarcas Epifanio, Juan y Mennas, se expresó el mismo pensamiento con
gran vigor: «Como la sentencia de nuestro Señor Jesucristo, que dice: «Tú
eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», no puede ser
desatendida, lo que ha dicho está confirmado por la realidad de los hechos,
pues en la Sede Apostólica la religión católica se ha conservado sin ninguna
mancha»[108].
No queremos enumerar todos los testimonios; pero, no obstante, nos place recordar la fórmula con que Miguel Paleólogo hizo su profesión de fe en el segundo concilio de Lyón: «La Santa Iglesia romana posee también el soberano y pleno primado y principal sobre la Iglesia católica universal, y reconoce con verdad y humildad haber recibido este primado y principado con la plenitud del poder del Señor mismo, en la persona del bienaventurado Pedro, príncipe o jefe de los apóstoles, y de quien el Pontífice romano es el sucesor. Y por lo mismo que está encargado de defender, antes que las demás, la verdad de la fe, también cuando se levantan dificultades en puntos de fe, es a su juicio al que las demás deben atenerse»[109].
El Colegio episcopal
36. De que el poder de Pedro y de sus sucesores
es pleno y soberano no se ha de deducir, sin embargo, que no existen otros en
la Iglesia. Quien ha establecido a Pedro como fundamento de la Iglesia, también
«ha escogido doce de sus discípulos, a los que dio el nombre de apóstoles»[110].
Así, del mismo modo que la autoridad de Pedro es necesariamente permanente y
perpetua en el Pontificado romano, también los obispos, en su calidad de
sucesores de los apóstoles, son los herederos del poder ordinario de los
apóstoles, de tal suerte que el orden episcopal forma necesariamente parte de
la constitución íntima de la Iglesia. Y aunque la autoridad de los obispos no
sea ni plena, ni universal, ni soberana, no debe mirárselos como a simples Vicarios
de los Pontífices romanos, pues poseen una autoridad que les es propia, y
llevan en toda verdad el nombre de Prelados ordinarios de los pueblos
que gobiernan.
37. Pero como el sucesor de Pedro es único,
mientras que los de los apóstoles son muy numerosos, conviene estudiar qué
vínculos, según la constitución divina, unen a estos últimos al Pontífice
Romano. Y desde luego la unión de los obispos con el sucesor de Pedro es de una
necesidad evidente y que no puede ofrecer la menor duda; pues si este vínculo
se desata, el pueblo cristiano mismo no es más que una multitud que se disuelve
y se disgrega, y no puede ya en modo alguno formar un solo cuerpo y un solo
rebaño. «La salud de la Iglesia depende de la dignidad del soberano sacerdote:
si no se atribuye a éste un poder aparte y sobre todos los demás poderes, habrá
en la Iglesia tantos cismas como sacerdotes»[111].
Por esto hay necesidad de hacer aquí una
advertencia importante. Nada ha sido conferido a los apóstoles
independientemente de Pedro; muchas cosas han sido conferidas a Pedro aislada e
independientemente de los apóstoles. San Juan Crisóstomo, explicando las
palabras de Jesucristo (Jn 21,15), se pregunta: «¿Por qué dejando a un
lado a los otros se dirige Cristo a Pedro?», y responde formalmente: «Porque
era el principal entre los apóstoles, como la boca de los demás discípulos y el
jefe del cuerpo apostólico»[112].
Sólo él, en efecto, fue designado por Cristo para fundamento de la Iglesia. A
él le fue dado todo el poder de atar y de desatar; a él sólo confió el poder de
apacentar el rebaño. Al contrario, todo lo que los apóstoles han recibido en lo
que se refiere al ejercicio de funciones y autoridad lo han recibido
conjuntamente con Pedro. «Si la divina Bondad ha querido que los otros
príncipes de la Iglesia tengan alguna cosa en común con Pedro, lo que no ha
rehusado a los demás no se les ha dado jamás sino con él». «El solo ha recibido
muchas cosas, pero nada se ha concedido a ninguno sin su participación»[113].
Por donde se ve claramente que los obispos
perderían el derecho y el poder de gobernar si se separasen de Pedro o de sus
sucesores. Por esta separación se arrancan ellos mismos del fundamento sobre
que debe sustentarse todo el edificio y se colocan fuera del mismo edificio;
por la misma razón quedan excluidos del rebaño que gobierna el Pastor supremo y
desterrados del reino cuyas llaves ha dado Dios a Pedro solamente.
La necesaria unión con Pedro
38. Estas consideraciones hacen que se comprenda
el plan y el designio de Dios en la constitución de la sociedad cristiana. Este
plan es el siguiente: el Autor divino de la Iglesia, al decretar dar a ésta la
unidad de la fe, de gobierno y de comunión, ha escogido a Pedro y a sus
sucesores para establecer en ellos el principio y como el centro de la unidad.
Por esto escribe San Cipriano: hay, para llegar a la fe, una demostración fácil
que resume la verdad. El Señor se dirige a Pedro en estos términos: «Te digo
que eres Pedro»… Es, pues, sobre uno sobre quien edifica la Iglesia. Y aunque
después de su resurrección confiere a todos los apóstoles un poder igual, y les
dice: «Como mi Padre me envió…», no obstante, para poner la unidad en plena
luz, coloca en uno solo, por su autoridad, el origen y el punto de partida de
esta misma unidad[114].
Y San Optato de Mileve: «Tú sabes muy bien
—escribe—, tú no puedes negarlo, que es a Pedro el primero a quien ha sido
conferida la Cátedra episcopal en la ciudad de Roma; es en la que está sentado
el jefe de los apóstoles, Pedro, que por esto ha sido llamado Cefas. En esta
Cátedra única es en la que todos debían guardar la unidad, a fin de que los
demás apóstoles no pudiesen atribuírsela cada uno en su Sede, y que fuera en
adelante cismático y prevaricador quien elevara otra Cátedra contra esta
Cátedra única»[115].
De aquí también esta sentencia del mismo San
Cipriano, según la que la herejía y el cisma se producen y nacen del hecho de
negar al poder supremo la obediencia que le es debida: «La única fuente de
donde han surgido las herejías y de donde han nacido los cismas es que no se
obedece al Pontífice de Dios ni se quiere reconocer en la Iglesia un solo
Pontífice y un solo juez, que ocupa el lugar de Cristo»[116].
39. Nadie, pues, puede tener parte en la
autoridad si no está unido a Pedro, pues sería absurdo pretender que un hombre
excluido de la Iglesia tuviese autoridad en la Iglesia. Fundándose en esto,
Optato de Mileve, reprendía así a los donatistas: «Contra las puertas del
infierno, como lo leemos en el Evangelio, ha recibido las llaves de salud
Pedro, es decir, nuestro jefe, a quien Jesucristo ha dicho: «Te daré las
llaves del reino de los cielos, y las puertas del infierno no triunfarán jamás
de ellas». ¿Cómo, pues, tratáis de atribuiros las llaves del reino de los
cielos, vosotros que combatís la cátedra de Pedro?»[117]
Pero el orden de los obispos no puede ser mirado
como verdaderamente unido a Pedro, de la manera que Cristo lo ha querido, sino
en cuanto está sometido y obedece a Pedro; sin esto, se dispersa necesariamente
en una multitud en la que reinan la confusión y el desorden. Para conservar la
unidad de fe y comunión, no bastan ni una primacía de honor ni un poder de
dirección; es necesaria una autoridad verdadera y al mismo tiempo soberana, a
la que obedezca toda la comunidad. ¿Qué ha querido, en efecto, el Hijo de Dios
cuando ha prometido las llaves del reino de los cielos sólo a Pedro? Que las llaves
signifiquen aquí el poder supremo; el uso bíblico y el consentimiento
unánime de los Padres no permiten dudarlo. Y no se pueden interpretar de otro
modo los poderes que han sido conferidos, sea a Pedro separadamente, o ya a los
demás apóstoles conjuntamente con Pedro. Si la facultad de atar y desatar, de
apacentar el rebaño, da a los obispos, sucesores de los apóstoles, el derecho
de gobernar con autoridad propia al pueblo confiado a cada uno de ellos,
seguramente esta misma facultad debe producir idéntico efecto en aquel a quien
ha sido designado por Dios mismo el papel de apacentar los corderos y
las ovejas. «Pedro no ha sido sólo instituido Pastor por Cristo, sino
Pastor de los pastores. Pedro, pues, apacienta a los corderos y apacienta a las
ovejas; apacienta a los pequeñuelos y a sus madres, gobierna a los súbditos y
también a los prelados, pues en la Iglesia, fuera de los corderos y de las
ovejas, no hay nada»[118].
40. De aquí nacen entre los antiguos Padres estas
expresiones que designan aparte al bienaventurado Pedro, y que le muestran
evidentemente colocado en un grado supremo de la dignidad y del poder. Le
llaman con frecuencia «jefe de la Asamblea de los discípulos; príncipe de los
santos apóstoles; corifeo del coro apostólico; boca de todos los apóstoles;
jefe de esta familia; aquel que manda al mundo entero; el primero entre los
apóstoles; columna de la Iglesia».
La conclusión de todo lo que precede parece
hallarse en estas palabras de San Bernardo al papa Eugenio: «¿Quién sois vos?
Sois el gran Sacerdote, el Pontífice soberano.
Sois el príncipe de los obispos, el heredero de
los apóstoles… Sois aquel a quien las llaves han sido dadas, a quien las
ovejas han sido confiadas. Otros además que vos son también porteros del cielo
y pastores de rebaños; pero ese doble título es en vos tanto más glorioso
cuanto que lo habéis recibido como herencia en un sentido más particular que
todos los demás. Estos tienen sus rebaños, que les han sido asignados a cada
uno el suyo; pero a vos han sido confiados todos los rebaños; vos únicamente
tenéis un solo rebaño, formado no solamente por las ovejas, sino también por
los pastores; sois el único pastor de todos. Me preguntáis cómo lo pruebo. Por
la palabra del Señor. ¿A quién, en efecto, no digo entre los obispos, sino
entre los apóstoles, han sido confiadas absoluta e indistintamente todas las
ovejas? Si tú me amas, Pedro, apacienta mis ovejas. ¿Cuáles? ¿Los pueblos de
tal o cual ciudad, de tal o cual comarca, de tal reino? Mis ovejas, dice.
¿Quién no ve que no se designa a una o algunas, sino que todas se confían a
Pedro? Ninguna distinción, ninguna excepción»[119].
Todos los obispos y cada uno en particular
41. Sería apartarse de la verdad y contradecir
abiertamente a la constitución divina de la Iglesia pretender que cada uno de
los obispos, considerados aisladamente, debe estar sometido a la jurisdicción
de los Pontífices romanos; pero que todos los obispos, considerados en
conjunto, no deben estarlo. ¿Cuál es, en efecto, toda la razón de ser y la
naturaleza del fundamento? Es la de poner a salvo la unidad y la solidez más
bien de todo el edificio que la de cada una de sus partes.
Y esto es mucho más verdadero en el punto de que
tratamos, pues Jesucristo nuestro Señor ha querido para la solidez del
fundamento de su Iglesia obtener este resultado: que las puertas del infierno
no puedan prevalecer contra ella. Todo el mundo conviene en que esta promesa
divina se refiere a la Iglesia universal y no a sus partes tomadas
aisladamente, pues éstas pueden, en realidad, ser vencidas por el esfuerzo de
los infiernos, y ha ocurrido a muchas de ellas separadamente ser, en efecto,
vencidas.
Además, el que ha sido puesto a la cabeza de todo
el rebaño, debe tener necesariamente la autoridad, no solamente sobre las
ovejas dispersas, sino sobre todo el conjunto de las ovejas reunidas. ¿Es acaso
que el conjunto de las ovejas gobierna y conduce al pastor? Los sucesores de
los apóstoles, reunidos, ¿serán el fundamento sobre el que el sucesor de Pedro
debería apoyarse para encontrar la solidez?
Quien posee las llaves del reino tiene,
evidentemente, derecho y autoridad no sólo sobre las provincias aisladas, sino
sobre todas a la vez; y del mismo modo que los obispos, cada uno en su
territorio, mandan con autoridad verdadera, así a los Pontífices romanos, cuya
jurisdicción abraza a toda la sociedad cristiana, tiene todas las porciones de
esta sociedad, aun reunidas en conjunto, sometidas y obedientes a su poder.
Jesucristo nuestro Señor, según hemos dicho repetidas veces, ha dado a Pedro y
a sus sucesores el cargo de ser sus Vicarios, para ejercer perpetuamente en la
Iglesia el mismo poder que El ejerció durante su vida mortal. Después de esto,
¿se dirá que el colegio de los apóstoles excedía en autoridad a su Maestro?
42. Este poder de que hablamos sobre el colegio
mismo de los obispos, poder que las Sagradas Letras denuncian tan abiertamente,
no ha cesado la Iglesia de reconocerlo y atestiguarlo. He aquí lo que acerca de
este punto declaran los concilios: «Leemos que el Pontífice romano ha juzgado a
los prelados de todas las Iglesias; pero no leemos que él haya sido juzgado por
ninguno de ellos»[120].
Y la razón de este hecho está indicada con sólo decir que «no hay autoridad
superior a la autoridad de la Sede Apostólica»[121].
Por esto Gelasio habla así de los decretos de los
concilios: «Del mismo modo que lo que 1a Sede primera no ha aprobado no puede
estar en vigor, así, por el contrario, lo que ha confirmado por su juicio, ha
sido recibido por toda la Iglesia»[122].
En efecto, ratificar o invalidar la sentencia y los decretos de los concilios
ha sido siempre propio de los Pontífices romanos. León el Grande anuló los
actos del conciliábulo de Efeso; Dámaso rechazó el de Rímini; Adriano I el de
Constantinopla; y el vigésimo octavo canon del concilio de Calcedonia,
desprovisto de la aprobación y de la autoridad de la Sede Apostólica, ha
quedado, como todos saben, sin vigor ni efecto.
Con razón, pues, en el quinto concilio de Letrán
expidió León X este decreto: «Consta de un modo manifiesto no solamente por los
testimonios de la Sagrada Escritura, por las palabras de los Padres y de otros
Pontífices romanos y por los decretos de los sagrados cánones, sino por la confesión
formal de los mismos concilios, que sólo el Pontífice romano, durante el
ejercicio de su cargo, tiene pleno derecho y poder, como tiene autoridad sobre
los concilios, para convocar, transferir y disolver los concilios.
Las Sagradas Escrituras dan testimonio de que las
llaves del reino de los cielos fueron confiadas a Pedro solamente, y también
que el poder de atar y desatar fue conferido a los apóstoles conjuntamente con
Pedro; pero ¿dónde consta que los apóstoles hayan recibido el soberano poder
sin Pedro y contra Pedro? Ningún testimonio lo dice. Seguramente no es de
Cristo de quien lo han recibido.
Por esto, el decreto del concilio Vaticano I que
definió la naturaleza y el alcance de la primacía del Pontífice romano no
introdujo ninguna opinión nueva, pues sólo afirmó la antigua y constante fe de
todos los siglos».
43. Y no hay que creer que la sumisión de los
mismos súbditos a dos autoridades implique confusión en la administración.
Tal sospecha nos está prohibida, en primer
término, por la sabiduría de Dios, que ha concebido y establecido por sí mismo
la organización de ese gobierno. Además, es preciso notar que lo que turbaría
el orden y las relaciones mutuas sería la coexistencia, en una sociedad, de dos
autoridades del mismo grado y que no se sometiera la una a la otra. Pero la
autoridad del Pontífice es soberana, universal y del todo independiente; la de
los obispos está limitada de una manera precisa y no es plenamente
independiente. «Lo inconveniente sería que dos pastores estuviesen colocados en
un grado igual de autoridad sobre el mismo rebaño. Pero que dos superiores, uno
de ellos sometido al otro, estén colocados sobre los mismos súbditos no es un
inconveniente, y así un mismo pueblo está gobernado de un modo inmediato por su
párroco, y por el obispo, y por el papa»[123].
Los Pontífices romanos, que saben cuál es su
deber, quieren más que nadie la conservación de todo lo que está divinamente
instituido en la Iglesia, y por esto, del mismo modo que defienden los derechos
de su propio poder con el celo y vigilancia necesarios, así también han puesto
y pondrán constantemente todo su cuidado en mantener a salvo la autoridad de
los obispos.
Y más aún, todo lo que se tributa a los obispos
en orden al honor y a la obediencia, lo miran como si a ellos mismos les fuere
tributado. «Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el pleno
vigor de la autoridad de mis hermanos. No me siento verdaderamente honrado sino
cuando se tributa a cada uno de ellos el honor que le es debido»[124].
Exhortaciones finales
44. En todo lo que precede, Nos hemos trazado
fielmente la imagen y figura de la Iglesia según su divina constitución. Nos
hemos insistido acerca de su unidad, y hemos declarado cuál es su naturaleza y
por qué principio su divino Autor ha querido asegurar su conservación.
Todos los que por un insigne beneficio de Dios
tienen la dicha de haber nacido en el seno de la Iglesia católica y de vivir en
ella, escucharán nuestra voz apostólica, Nos no tenemos ninguna razón para
dudar de ello. «Mis ovejas oyen mi voz»[125].
Todos ellos habrán hallado en esta carta medios para instruirse más plenamente
y para adherirse con un amor más ardiente cada uno a sus propios Pastores, y
por éstos al Pastor supremo, a fin de poder continuar con más seguridad en el
aprisco único y recoger una mayor abundancia de frutos saludables.
Pero «fijando nuestras miradas en el autor y
consumador de la fe, Jesús»[126],
cuyo lugar ocupamos y por quien Nos ejercemos el poder, aunque sean débiles
nuestras fuerzas para el peso de esta dignidad y de este cargo, Nos sentimos
que su caridad inflama nuestra alma y emplearemos, no sin razón, estas palabras
que Jesucristo decía de sí mismo: «Tengo otras ovejas que no están en este
aprisco; es preciso también que yo las conduzca, y escucharán mi voz»[127].
No rehúsen, pues, escucharnos y mostrarse dóciles a nuestro amor paternal todos
aquellos que detestan la impiedad, hoy tan extendida, que reconocen a
Jesucristo, que le confiesan Hijo de Dios y Salvador del género humano, pero
que, sin embargo, viven errantes y apartados de su Esposa. Los que toman el
nombre de Cristo es necesario que lo tomen todo entero. «Cristo todo entero es
una cabeza y un cuerpo, la cabeza es el Hijo único de Dios; el cuerpo es su
Iglesia: es el esposo y la esposa, dos en una sola carne. Todos los que tienen
respecto de la cabeza un sentimiento diferente del de las Escrituras, en vano
se encuentran en todos los lugares donde se halla establecida la Iglesia,
porque no están en la Iglesia. E, igualmente, todos los que piensan como la
Sagrada Escritura respecto de la cabeza, pero que no viven en comunión con la
autoridad de la Iglesia, no están en la Iglesia»[128].
45. Nuestro corazón se dirige también con sin
igual ardor tras aquellos a quienes el soplo contagioso de la impiedad no ha
envenenado del todo, y que, a lo menos, experimentan el deseo de tener por
padre al Dios verdadero, creador de la tierra y del cielo. Que reflexionen y
comprendan bien que no pueden en manera alguna contarse en el número de los
hijos de Dios si no vienen a reconocer por hermano a Jesucristo y por madre a
la Iglesia.
A todos, pues, Nos dirigimos con grande amor
estas palabras que tomamos a San Agustín: «Amemos al Señor nuestro Dios, amemos
a su Iglesia: a El como a un padre, a ella como una madre. Que nadie diga: Sí,
voy aún a los ídolos, consulto a los poseídos y a los hechiceros, pero, no
obstante, no dejo a la Iglesia de Dios, soy católico. Permanecéis adherido a la
madre, pero ofendéis al padre. Otro dice poco más o menos: Dios no lo permita;
no consulto a los hechiceros, no interrogo a los poseídos, no practico
adivinaciones sacrílegas, no voy a adorar a los demonios, no sirvo a los dioses
de piedra, pero soy del partido de Donato: ¿De qué os sirve no ofender al
padre, que vengará a la madre a quien ofendéis? ¿De qué os sirve confesar al
Señor, honrar a Dios, alabarle, reconocer a su Hijo, proclamar que está sentado
a la diestra del Padre, si blasfemáis de su Iglesia? Si tuvieseis un protector,
a quien tributaseis todos los días el debido obsequio, y ultrajaseis a su
esposa con una acusación grave, ¿os atreveríais ni aun a entrar en la casa de
ese hombre? Tened, pues, mis muy amados, unánimemente a Dios por vuestro padre,
y por vuestra madre a la Iglesia»[129].
Confiando grandemente en la misericordia de Dios,
que pueda tocar con suma eficacia los corazones de los hombres y formar las
voluntades más rebeldes a venir a El, Nos recomendamos con vivas instancias a
su bondad a todos aquellos a quienes se refiere nuestra palabra. Y como prenda
de los dones celestiales, y en testimonio de nuestra benevolencia, os
concedemos, con grande amor en el Señor, a vosotros, venerables hermanos, a
vuestro clero y a vuestro pueblo la bendición apostólica.
Dado en Roma, en San Pedro, a veintinueve de
junio del año 1896, decimonoveno de nuestro pontificado.
[120] Adriano II, In
allocutione III ad Synodum Romanam (a.869). Act. VII Concilii Constant.IV.
[121] Nicolás, In
epist.86 Ad Michael imp.: Patet profecto Sedis Apostolicae cuius auctoritate
maior non est, iudicium a nemine fore retractandum, neque cuiquam de eius
liceat iudicare iudicio.
[122] Gelasio, Epist.26
ad episcopos Dardaniaen.5.
[123] Santo Tomás de
Aquino, In IV Sent. dist.17 a.4 ad c.4 ad 13.
[124] San Gregorio
Magno, Epistolarum VIII epist.30 ad Eulogium.
Este verano aconsejo dos lecturas muy necesarias en estos tiempos tan conflictivos y oscuros en materia religiosa. Tenemos que tener las ideas claras, por ello es bueno repasar las verdades fundamentales de la fe a través de la lectura del catecismo.
El primero, es el Catecismo Astete:
Aqui pongo un enlace del Catecismo de la Doctrina Cristiana de 1858:
El
Señor es la fortaleza de su pueblo; es un castillo de salvación para su ungido.
Salva, Señor, a tu pueblo, y bendice a tu heredad, y rígelos siempre. V/. A ti, Señor, clamo; no te hagas sordo a
mis ruegos, Dios mío. No calles, no sea que me asemeje a los que bajan al
sepulcro V/. Gloria al Padre.
COLECTA
Oh
Dios de la fortaleza, fuente de toda perfección el bien que en nosotros hay, y merced a nuestro
fervor, guardes esos mismos bienes que en nosotros has ido regando con tu
gracia. Por nuestro Señor Jesucristo.
EPÍSTOLA Romanos 6, 3-11
Hermanos:
Todos los que hemos sido bautizados en Jesucristo, lo hemos sido en su muerte.
Hemos quedado sepultados con él, por el bautismo que nos sumerge en su muerte,
a fin de que como Cristo resucitó de entre los muertos por el poder del Padre,
también nosotros vivamos vida nueva. Porque si fuimos injertados en él por
medio de la semejanza de su muerte, lo seremos también por la de su resurrección.
Sabemos bien que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, para que sea
destruido el cuerpo de pecado, y no sirvamos ya más al pecado. Pues el que
muere, se libera del pecado, Y si estamos muertos con Cristo, creemos que
viviremos también con Cristo. Sabemos que Cristo, resucitado de entre los
muertos, ya no muere, ya no tiene la muerte dominio sobre él. Su muerte fue
muerte al pecado, una vez para siempre; su vida es una vida para Dios. Así,
vosotros, consideraos muertos al pecado, más vivos ya para Dios, en Jesucristo
nuestro Señor,
GRADUAL Salmo 89, 13. 1
Vuélvete,
Señor, un poco, y atiende a los ruegos de tus siervos. V/. Tú has sido, Señor,
nuestro refugio de generación en generación.
ALELUYA Salmo 30, 2-3
Aleluya,
Aleluya. V/. En ti, Señor, busco
amparo, no sea confundido para siempre. Líbrame por tu justicia, y sálvame;
inclina a mí tu oído, corre a librarme. Aleluya.
EVANGELIO Marcos
8, 1-9
LECTURA
DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN MARCOS.
En
aquel tiempo: Hallándose una inmensa turba en torno a Jesús y no teniendo qué
comer, llamó a sus discípulos, y les dijo: Lástima me da esta multitud, porque
tres días hace que me siguen, y no tienen qué comer, y si los envío a sus casas
en ayunas, desfallecerán en el camino, pues algunos han venido de lejos.
Respondiéronle sus discípulos: ¿Quién será capaz de procurarles pan abundante
en esta soledad? Y les preguntó: ¿Cuántos panes tenéis? Respondieron: Siete.
Mandó entonces a la gente sentarse en el suelo, Y tomando los siete panes, dio
gracias y los partió, y dio a sus discípulos para que los distribuyesen entre
las gentes; y se los repartieron. Como tenían algunos pececillos, los bendijo
también, y mandó distribuírselos. Comieron hasta saciarse, y de las sobras se
recogieron siete cestos, siendo los que habían comido como cuatro mil; y los
despidió.
OFERTORIO Salm.
16.5-7
Afianza
mis pasos en tus sendas, para que no vacilen mis pies. Préstame atención y oye
mis palabras; haz que brillen en mí tus misericordias, pues salvas a los que
esperan en ti, Señor.
SECRETA
Muéstrate,
Señor, propicio a nuestros ruegos, y acepta benigno estas ofrendas de tu
pueblo; y para que ningún anhelo sea fallido y ninguna oración desatendida, haz
que consigamos eficazmente lo que con fe pedimos. Por nuestro Señor.
COMUNIÓN Salmo 26.6
Rodearé
tu altar e inmolaré en tu santo templo víctimas de júbilo; cantaré y, entonaré
un salmo al Señor.
POSCOMUNIÓN
Ya
que hemos sido colmados de tus dones, haz, Señor, que quedemos limpios mediante
su virtud y fortalecidos con su auxilio. Por nuestro Señor.
TEXTOS DE LA MISA EN LATÍN.
Dominica
Sexta post Pentecosten
II Classis
Introitus: Ps. xxvii: 8-9
Dóminus fortítudo plebis suæ , et protéctor salutárium
Christi suæ est: salvum fac populum tuum, Dómine , et bénedic hereditáti tuæ,
et rege eos usque in sǽculum. [Ps. ibid., 1].
Ad te Dómine, clamábo, Deus meus, ne síleas a me: ne quando táceas a me,
assimilábor descendéntibus in lacum. Glória Patri. Dóminus fortítudo.
Collect:
Deus virtutum, cujus est totum quod est óptimum: ínsere
pectóribus nostris amórem tui nóminis, et præsta in nobis religiónis augméntum;
ut, quæ sunt bona, nútrias, ac pietátis stúdio, quæ sunt nutríta, custódias.
Per Dóminum.
Ad Romanos vi: 3-11
Léctio Epístolæ beáti Pauli
Apóstoli ad Romanos.
Fratres: Quicúmque baptizáti sumus in
Christo Jesu, in morte ipsíus baptizáti sumus. Consepúlti enim sumus cum illo
per baptísmum in mortem: ut quómodo surréxit Christus a mórtuis per glóriam
Patris, ita et nos in novitáte vitæ ambulémus. Si enim complantáti facti sumus
similitúdini mortis ejus: simul et resurrectiónis érimus. Hoc sciéntes, quia
vetus homo noster simul crucifíxus est: ut destruátur corpus peccáti, et ultra
non serviámus peccato. Qui enim mórtuus est, justificátus est a peccato. Si
autem mórtui sumus cum Christo: crédimus quia simul étiam vivémus cum Christo:
scientes quod Christus resúrgens ex mórtuis, jam non móritur, mors illi ultra
non dominábitur. Quod enim mórtuus est peccáto, mórtuus est semel: quod autem
vivit, vivit Deo. Ita et vos existimáte, vos mórtuos quidem esse peccáto,
viventes autem Deo, in Christo Jesu, Dómino nostro.
Graduale Ps. lxxxix: 13 et 1
Convértere, Dómine aliquántulum, et deprecáre super
servos tuos. V. Dómine
refúgiam factus est nobis, a generatióne et progénie.
Allelúja, allelúja. [Ps. xxx:
2-3] In te, Dómine, sperávi, non confúndar in ætérnum: in justítia tua
libera me, et éripe me: inclína ad me aurem tuam, accélera, ut erípias me.
Allelúja.
Marc.
viii: 1-9
† Sequéntia sancti Evangélii
secúndum Marcum.
In illo témpore:Cum turba multa esset
cum Jesu, nec habérent quod manducárent, convocátis discípulis, ait illis:
«Miséreor super turbam: quia ecce iam tríduo sústinent me, nec habent quod
mandúcent: et si dimísero eos jeiúnos in domum suam, defícient in via: quidam
enim ex eis de longe venérunt.» Et respondérunt ei discípuli sui:
«Unde illos póterit hic saturáre pánibus in solitúdine?» Et
interrogávit eos: «Quot panes habétis?» Qui dixérunt:
«Septem.» Et præcépit turbæ discúmbere supra terram.
Et accípiens septem panes, grátias agens fregit et dabat discípulis suis,
ut appónerent, et apposuérunt turbæ. Et habébant piscículos paucos:
et ipsos benedíxit, et jussit appóni. Et manducavérunt, et saturáti
sunt, et sustulérunt quod superáverat de fragméntis, septem sportas. Erant
autem qui manducáverunt, quasi quáttuor míllia: et dimisit eos.
Offertorium: Ps. xvi: 5, et 6-7.
Pérfice gressus meos in sémitas tuis, ut non moveántur
vestígia mea: inclína aurem tuam, et exáudi verba mea: mirífica misericórdias
tuas, qui salvos facis sperántes in te, Dómine.
Secreta:
Propitiáre, Dómine, supplicatiónibus nostris, et has
pópuli tui oblatiónes benignus assúme: et ut nullíus sit írritum votum, nullíus
vacua postulátio, præsta; ut, quod fidéliter pétimus, efficáciter consequámur.
Per Dóminum.
Communio: Ps. xxvi: 6
Circuíbo, et immolábo in tabernáculo ejus hóstiam
jubilatiónis: cantábo, et psalmum dicam Dómino.
Postcommunio:
Repléti sumus, Dómine, munéribus tuis: tríbue, quǽsumus;
ut eórum et mundémur efféctu, et muniámur auxílio. Per Dominum.
HOMILIA
EL APÓSTOL
DE LOS GENTILES. —
Las Misas de los Domingos después de Pentecostés, no nos
habían presentado más que una vez hasta ahora las Epístolas de San Pablo. San
Pedro y San Juan tenían reservado un lugar de preferencia en la misión de
enseñar a los fieles al principio de los sagrados Misterios. Parece que la
Iglesia en estas semanas, que representan los primeros tiempos de la
predicación apostólica, ha querido recordar de este modo el puesto predominante
del Apóstol de la fe y del Apóstol del amor en esta promulgación de la nueva
alianza que se hizo en el seno del pueblo Judío. Pablo, en efecto, no era
todavía más que Saulo, el perseguidor, y se mostraba como el más violento
enemigo de la palabra, que debía más tarde llevar con tanto esplendor hasta los
confines del mundo. Si después su conversión hizo de él un apóstol ardiente y
convencido, aun para los mismos Judíos, sin
embargo, se vio en seguida que la casa de Jacob no era la parte de
apostolado que le correspondía, no era la porción de su herencia. Después de
haber afirmado públicamente su creencia en Jesús, Hijo de Dios, y de haber confundido a
la sinagoga con la autoridad de su testimonio, dejó que silenciosamente se
llegase al fin de la tregua concedida a Judá para aceptar la alianzaaguardó en su retiro a que el Vicario del
Hombre Dios, el Jefe del Colegio Apostólico, diese la señal de llamada a los
Gentiles, y abriere él en persona las puertas de la Iglesia a estos nuevos hijos
de Abraham.
Pero Israel abusó demasiado tiempo de la condescendencia divina; ya se
acerca la hora del repudio para la ingrata Jerusalén; ya se ha vuelto por fin
el Esposo hacia las razas extranjeras. Ahora tiene la palabra el Doctor de los Gentiles,
la conservará hasta el último día; no se callará hasta que, después de
convertir a la gentilidad sublevada contra Dios, la afirme en la fe y en el
amor.
Hoy se dirigen a los Romanos, las instrucciones inspiradas del gran
Apóstol. La Iglesia observará, en la lectura de estas admirables Epístolas, el
mismo orden de su inscripción en el canon de las Escrituras: la Epístola a los
Romanos, las dos a los Corintios, las dirigidas a los Gálatas, a los Efesios,
Filipenses, Colosenses, pasarán sucesivamente ante nuestra vista. ¡Sublime
correspondencia, en la que el alma de Pablo, entregándose por completo, da a la
vez el precepto y el ejemplo del amor! «Os ruego—dice sin cesar—que seáis
imitadores míos, como yo lo soy
de Jesucristo» .
LA VIDA CRISTIANA.
—
La santidad, los padecimientos, y luego la gloria de Jesús, su vida
prolongada en sus miembros: tal es para San Pablo la vida cristiana; simple y
sublime noción que resume, a su parecer, el comienzo, el progreso y la
consumación de la obra del Espíritu de amor en toda alma santificada. Más
adelante le veremos desarrollar ampliamente esta verdad práctica, de la cual se
contenta ahora con poner las bases en la Epístola que hoy nos hace leer la Iglesia.
¿Qué es el Bautismo, en efecto, ese primer paso en el camino que conduce al
cielo, sino una incorporación del neófito al Hombre-Dios, muerto una vez al
pecado para vivir eternamente en Dios su Padre? El Sábado Santo, al borde de la
fuente sagrada, comprendimos, con la ayuda de un trozo semejante del Apóstol,
las realidades divinas cumplidas bajo la onda misteriosa. La Iglesia no hace,
hoy más que recordarnos ese gran principio de los comienzos de la vida
cristiana y establecerle como punto de partida para las instrucciones que se
han de seguir. Si el primer acto de la santificación del fiel, sumergido con
Jesucristo en su bautismo, tiene por objeto rehacerle completamente, crearle de
nuevo en este Hombre-Dios, injertar su nueva vida sobre la vida misma de Jesús
para producir en ella sus frutos, no nos admiraremos de que el Apóstol no trace
al cristiano otro procedimiento de contemplación, otra regla de conducta que el
estudio y la imitación del Salvador. La perfección del hombre y su recompensa están
sólo en El: asi pues, según el conocimiento que habéisrecibido de
él, caminad en El, porque todos losque habéis sido bautizados en
Cristo, estáis revestidosde Cristo. El Doctor de las naciones lo declara:
no conoce, ni podría predicar otra cosa.
En su escuela, apropiándonos los sentimientos que tenía Jesucristo
llegaremos a ser otros Cristos, o mejor, un solo Cristo con el Hombre-Dios, por
la unión de los pensamientos y la conformidad de las virtudes, bajo el impulso
del mismo Espíritu Santificador.
Evangelio
«El Señor nos llama, decía el pueblo antiguo al salir de Egipto tras
de Moisés; iremos a tres jornadas de camino al desierto para sacrificar allí al
Señor, nuestro Dios'». Los discípulos de Jesucristo, en nuestro Evangelio,
le han seguido igualmente al desierto; después de tres días han sido
alimentados con un pan milagroso que presagiaba la víctima del gran Sacrificio
figurado por el de Israel. Pronto el presagio y la figura van a ceder lugar,
sobre el altar que está ante nosotros, a la más sublime de las realidades.
Abandonemos la tierra de servidumbre en que nos retienen nuestros vicios;
todos los días nos llama misericordiosamente el Señor; pongamos para siempre
nuestras almas lejos de las frivolidades mundanas, en el retiro de un
recogimiento profundo. Roguemos al Señor, al cantar el Ofertorio, que se digne
asegurar nuestros pasos en los senderos de este desierto interior, en que nos
escuchará siempre favorablemente y multiplicará en favor nuestro las maravillas
de su gracia.
DOM PROSPER GUERANGER, EL AÑO LITURGICO, COMENTARIO AL VI DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTES. PAGINAS 230 Y SIGUIENTES.